Los milagros - C.S. Lewis - E-Book

Los milagros E-Book

C.S. Lewis

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En el presente libro, convertido en todo un clásico, C.S. Lewis desafía en su propio terreno las visiones filosóficas de racionalistas, agnósticos y deístas, que llevan a una negación a priori de los milagros cristianos, estableciendo los fundamentos para demostrar la irracionalidad de sus presupuestos. Por otro lado, Lewis expone de forma magistral de qué manera el milagro central afirmado por el cristianismo es el de la Encarnación, en virtud del cual Dios se habría hecho hombre, y que cualquier otro milagro es una preparación del camino de dicha Encarnación o consecuencia suya. De este modo, el autor nos muestra que el cristiano no sólo debe aceptar los milagros, sino regocijarse en ellos en cuanto que son testimonio del compromiso del Dios personal y único con su creación.

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Seitenzahl: 327

Veröffentlichungsjahr: 2017

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C. S. Lewis

Los milagros

Título original: Miracles

© C.S. Lewis Pte. Ltd., 1947

Publicado por Ediciones Encuentro

con licencia de The C.S. Lewis Company Ltd.

© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

Cuarta edición

Traducción: Jorge de la Cueva, SJ

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 20

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-841-6

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Un meteorito allá entre las colinas

yace inmenso; y el musgo lo ha arropado,

y lluvia y viento con certeros roces

aristas de su roca suavizaron.

Tan fácilmente dirigió la Tierra

un ascua de los fuegos de los astros;

y a su huésped de allende nuestra Luna

lo hace nativo de un inglés condado.

Que estos errantes peregrinos siempre

encuentran hospedaje en su regazo,

porque toda partícula terrestre

en el principio vino del espacio.

Lo que hoy es tierra alguna vez fue cielo;

del sol cayó cuando él soltó su mano,

o de un astro viajero que rozara

la enmelenada llama con su trazo.

Así, si aún llueven retardadas gotas,

la Tierra con destreza de artesano

las modela, lo mismo que a la ignífera

primera lluvia que cayó en sus brazos.

C.S.L.

Capítulo IFINALIDAD DE ESTE LIBRO

Los que quieren acertar, deben investigar las exactas preguntas preliminares.

ARISTÓTELES, Metafísica, II (III), i

En toda mi vida he encontrado sólo una persona que asegure haber visto un espíritu.

Y el aspecto más interesante de la historia es que esta persona no creía en la inmortalidad del alma antes de ver el espíritu, y siguió sin creer después de haberlo visto.

Decía que lo que vio debió de ser una ilusión o una argucia de los nervios. Seguramente tenía razón. Ver no es lo mismo que creer.

Por esta razón, a la pregunta de si se dan mila­gros, no se puede responder simplemente por experiencia.

Todo ofrecimiento que pueda presentarse como milagro es, en último término, algo que se ofrece a nuestros sentidos, algo que es visto, oído, tocado, olido o gustado. Y nuestros sentidos no son infalibles.

Si nos parece que ha ocurrido alguna cosa extraordinaria, siempre podemos decir que hemos sido víctimas de una ilusión. Si mantenemos una filosofía que excluye lo sobrenatural, esto es lo que siempre tendremos que decir. Lo que aprendemos de la experiencia depende del género de filosofía con que afrontamos la experiencia. Es, por tanto, inútil apelar a la experiencia antes de haber esta­blecido lo mejor posible la base filosófica.

Si la experiencia inmediata no puede demostrar ni rechazar el milagro, menos aún puede hacerlo la historia. Muchos piensan que es posible determinar si un milagro del pasado ocurrió realmente exami­nando testimonios «de acuerdo con las reglas ordi­narias de la investigación histórica». Pero las reglas ordinarias no entran en funcionamiento hasta que hayamos decidido si son posibles los milagros, y si lo son, con qué probabilidad lo son. Porque si son imposibles, entonces no habrá acumulación de tes­timonios históricos que nos convenzan. Y si son posibles pero inmensamente improbables, enton­ces sólo nos convencerá el argumento matemáti­camente demostrable. Y puesto que la historia nunca nos ofrecerá este grado de testimonio sobre ningún acontecimiento, la historia no nos conven­cerá jamás de que ocurrió un determinado milagro.

Si, por otra parte, los milagros no son intrínse­camente improbables, se sigue que las pruebas exis­tentes serán suficientes para convencernos de que se ha dado un buen número de milagros.

El resultado de nuestras investigaciones históri­cas depende, por tanto, de la visión filosófica que mantengamos antes incluso de empezar a conside­rar las pruebas. Es, pues, claro que la cuestión filo­sófica debe considerarse primero.

Veamos un ejemplo de los problemas que surgen si se omite la previa tarea filosófica para precipi­tarse en la histórica: En un comentario popular de la Biblia, se puede encontrar una discusión sobre la fecha en que fue escrito el cuarto Evangelio. El autor mantiene que tuvo que ser escrito después de la ejecución de san Pedro, porque en el cuarto Evan­gelio aparece Cristo prediciendo el martirio de san Pedro. El autor discurre así: «Un libro no puede haber sido escrito antes de los sucesos a los que se refiere». Por supuesto no puede... a no ser que alguna vez se den verdaderamente predicciones. Si se dan, el argumento sobre la fecha se derrumba. Y el autor no se ha molestado en discutir si las autén­ticas predicciones son posibles o no. Da la negativa por supuesta, quizá inconscientemente. Tal vez tenga razón; pero si la tiene, no ha descubierto este principio por una investigación histórica. Ha pro­yectado su incredulidad en las predicciones sobre un trabajo histórico, por decirlo así, prefabricada­mente. A menos que lo hubiera investigado ante­riormente, su conclusión histórica sobre la fecha del cuarto Evangelio no habría sido establecida de ningún modo. Su trabajo es, por consiguiente, inú­til para una persona que quiere saber si existen predicciones. El autor entra en materia de hecho después de haberse respondido en forma negativa y sobre cimientos que no se toma el trabajo de exponernos.

Este libro está pensado como un paso preliminar a la investigación histórica. Yo no soy un historia­dor avezado y no pretendo examinar los testimonios históricos de los milagros cristianos. Mi esfuerzo es poner a mis lectores en condiciones de hacerlo. No tiene sentido acudir a los textos hasta adquirir alguna idea sobre la posibilidad o probabi­lidad de los milagros. Los que establecen que no pueden darse los milagros están simplemente per­diendo el tiempo al investigar en los textos; sabe­mos de antemano los resultados que obtendrán, ya que han comenzado por prejuzgar la cuestión.

Capítulo IIEL NATURALISTA Y EL SOBRENATURALISTA

«¡Caramba!», exclamó la Sra. Snip, «¿hay algún lugar donde la gente se atreve a vivir sobre la tierra?». «Yo nunca he oído hablar de gente que viva bajo tierra», replicó Tim, «antes de venir a Giant-Land». «¡Venir a Giant-Land!», exclamó la Sra. Snip, «¿cómo? ¿no es todas partes Giant-Land?».

ROLAN QUIZZ, Giant-Land, cap. 32

He usado la palabra «Milagro» para designar una interferencia en la Naturaleza de un poder sobrenatural[1].

A menos que exista, además de la Naturaleza, algo más que podríamos llamar sobrenatural, no son posibles los milagros.

Hay personas que creen que no existe nada excepto la Naturaleza; llamaré a estas personas «naturalistas». Otros piensan que, aparte de la Naturaleza, existe algo más; los llamaré «sobrenaturalistas».

Nuestra primera cuestión es quiénes están en lo cierto: ¿los naturalistas o los sobrenaturalistas?

Y aquí viene nuestra primera dificultad.

Antes de que el naturalista y el sobrenaturalista puedan empezar a discutir sus diferencias de opi­nión, tienen necesariamente que coincidir en una definición compartida de los dos términos: Natura­leza y Sobrenaturaleza. Pero desgraciadamente es poco menos que imposible obtener tal definición. Precisamente porque el naturalista piensa que no existe nada más que la Naturaleza, la palabra «Naturaleza» significa para él simplemente «todo» o «el espectáculo total» o «cualquier cosa que exista». Y si esto es lo que significamos por Natu­raleza, es evidente que no existe nada más.

La verdadera cuestión entre éste y el sobrenaturalista se nos ha escapado.

Algunos filósofos han definido la Naturaleza como «Lo que percibimos por los cinco sentidos». Pero tampoco satisface; porque nosotros no perci­bimos nuestras propias emociones por este camino, y sin embargo podemos presumir que son aconte­cimientos «naturales».

Para evitar este callejón sin salida y descubrir en qué difieren realmente el naturalista y el sobrenaturalista, tenemos que acercarnos al problema por un camino en espiral.

Comenzaré por considerar las siguientes senten­cias:

1. ¿Tus dientes son naturales o postizos?

2. El perro en un estado natural está cubierto de pulgas.

3. Me encanta alejarme de las tierras cultivadas y carreteras asfaltadas y estar a solas con la Naturaleza.

4. Sé natural. ¿Por qué eres tan afectado?

5. Quizá estuvo mal besarla pero fue algo natural.

Se puede fácilmente descubrir un hilo conductor de significado común en todas estas expresiones.

Los dientes naturales son los que crecen en la boca; no tenemos que diseñarlos, fabricarlos o fijar­los. El estado natural del perro lo comprobaremos sólo con que nadie se moleste en usar jabón y agua para evitarlo. El campo donde la Naturaleza reina como suprema señora es aquel en que el suelo, el agua y la vegetación realizan su obra ni ayudados ni impedidos por el hombre. El comportamiento natural es la conducta que la gente seguiría si no tuviera la preocupación de cohibirla. El beso natu­ral es el que se daría si consideraciones morales o de prudencia no interfirieran.

En todos estos ejemplos, Naturaleza significa lo que ocurre «por sí mismo» o «por una propia ini­ciativa»; aquello por lo que no es necesario traba­jar; lo que se obtiene si no se toman medidas para impedirlo.

La palabra griega que designa «Naturaleza» (FISIS) está en conexión con el verbo «surgir»; la latina «Natura» con el verbo «nacer». Lo «natural» es lo que brota, lo que se da, lo que ya está ahí, lo espontáneo, lo no pretendido, lo no solicitado.

Lo que el naturalista cree es que el Hecho último, la cosa más allá de la cual no se puede llegar, es un vasto proceso en espacio y tiempo que «marcha por su propia iniciativa». Dentro de este sistema total, cada evento particular (como el que esté usted sen­tado leyendo este libro) ocurre porque otro evento ha ocurrido antes; a la larga, porque el Evento total está ocurriendo. Cada cosa particular (como esta página) es lo que es porque otras cosas son lo que son; y así, en último término, porque el sistema total es lo que es. Todas las cosas y todos los sucesos están tan completamente trabados que ninguno de ellos puede reclamar la más leve independencia del «espectáculo total». Ninguno de ellos existe «por sí mismo» o «continúa por su propia iniciativa» excepto en el sentido de que muestra, en un parti­cular lugar y tiempo, esta general «existencia pro­pia» o «conducta propia» que corresponde a la «Naturaleza» (el gran trabado acontecimiento total) como un todo.

Según esto, ningún naturalista consecuente cree en la voluntad libre; porque la voluntad libre signi­ficaría que los seres humanos tienen el poder de efectuar acciones independientes, el poder de hacer otra cosa o más de lo que está implicado en la serie total de eventos. Y cualquier género de poder independiente capaz de originar sucesos es lo que niega el naturalista. Espontaneidad, originalidad, acción «por propia iniciativa» es, según él, un privi­legio reservado al «espectáculo total» que llama Naturaleza.

El sobrenaturalista coincide con el naturalista en que tiene que haber algo que exista por sí mismo; algún Hecho básico cuya existencia sería un sinsentido intentar explicar, porque este Hecho es en sí mismo el fundamento o punto de partida de toda explicación; pero no identifica este Hecho con «el espectáculo total». Piensa que las cosas se dividen en dos clases. En la primera clase encontramos o cosas o (más probablemente) Un Algo Único que es básico y original, que existe por sí mismo. En la segunda clase encontramos cosas que son meramente derivaciones de ese Algo Único. El Algo Único básico ha causado todas las demás cosas. Existe por sí mismo, lo demás existe porque Ello existe. Las cosas dejarían de existir si Ello dejara algún momento de mantenerlas en existencia; serían alteradas si Ello las alterara.

La diferencia entre las dos concepciones podría expresarse diciendo que el Naturalismo nos da una visión democrática de la realidad, y el sobrenaturalismo una visión monárquica.

El sobrenaturalista piensa que este privilegio pertenece a algunas cosas o (más probablemente) a ese Algo Único y no a los demás, como en la monarquía absoluta el rey tiene la soberanía y no el pueblo.

Y como en la democracia todos los ciudadanos son iguales, así para el naturalista cada cosa o cada evento es tan bueno como cualquier otro en el sen­tido en que son igualmente dependientes del sis­tema total de cosas. Por supuesto, cada una de ellas es solamente la manera en la cual el ser del sistema total se muestra a sí mismo en un punto particular de espacio y tiempo.

El sobrenaturalismo, por su parte, cree que el Algo Único o existente por sí mismo está en un nivel diferente de los demás y más importante que el resto de las cosas.

Al llegar a este punto, puede ocurrirse la sospecha de que el sobrenaturalismo brota del hecho de proyectar en el universo las estructuras de la socie­dad monárquica. Pero entonces, evidentemente, sospecharíamos con igual razón que el naturalismo ha surgido de proyectar en el universo las estructu­ras de la moderna democracia. Estas dos sospechas, por tanto, nos cierran la puerta y la esperanza a la decisión de cuál de las dos teorías es más probable que sea la verdadera. Ambas posturas, por supuesto, nos evidencian que el sobrenaturalismo es filosofía característica de las épocas monárquicas y el natura­lismo de las democráticas, en el sentido de que el sobrenaturalismo, aunque sea falso, fue mantenido por la gran masa del pueblo que no piensa durante centenares de años, lo mismo que el natura­lismo, aunque sea falso, será mantenido por la gran masa del pueblo que no piensa en el mundo actual.

Cualquiera verá que el Algo Único existente por sí mismo (o la categoría menor de cosas existentes por sí mismas) en que cree el supernaturalista es lo que llamamos Dios o dioses.

Propongo que, a partir de aquí, consideremos sólo la forma de sobrenaturalismo que cree en un Dios único, en parte porque el politeísmo no es probable que sea una concepción vigente para la mayoría de mis lectores, y en parte porque los que creen en muchos dioses rara vez, de hecho, conside­rarán a estos dioses como creadores del universo y existentes por sí mismos. Los dioses de Grecia no eran realmente sobrenaturales en el sentido estricto que estamos dando a la palabra. Eran productos del sistema total e incluidos dentro de él. Esto intro­duce una distinción importante.

La diferencia entre naturalismo y sobrenatura­lismo no es exactamente la misma que entre creer y no creer en Dios. El naturalismo, sin dejar de ser fiel a sí mismo, puede admitir una cierta especie de Dios. El gran evento intertrabado llamado Natura­leza puede ser de tal índole que produzca en un determinado estadio una gran conciencia cósmica, un «Dios» intramundano que brote del proceso total, lo mismo que la mente humana surge (de acuerdo con el naturalismo) de organismos huma­nos. Un naturalista no se opondría a este género de Dios. La razón es ésta: un Dios así no quedaría fuera de la naturaleza o del sistema total, no existi­ría por sí mismo. Seguiría siendo «el espectáculo total», el Hecho básico, y este Dios sería mera­mente una de las cosas que el Hecho básico con­tiene, aunque se tratara de la más interesante. Lo que el naturalismo no puede admitir es la idea de un Dios que permanece fuera de la Naturaleza y que la crea.

Estamos ya en situación de establecer la diferen­cia entre el naturalista y el sobrenaturalista a pesar de que den significados distintos a la palabra Natura­leza. El naturalista cree que un gran proceso o «acontecimiento» existe «por sí mismo» en espacio y tiempo, y que no existe nada más, ya que lo que llamamos cosas y eventos particulares son sólo las partes en las que analizamos el gran proceso o las formas que este proceso toma en momentos con­cretos y en determinados puntos del espacio.

El sobrenaturalismo cree que un Algo Único existe por sí mismo y ha producido el entretejido de espacio y tiempo y la sucesión de eventos trabados sistemáticamente que llenan ese lienzo. A este entretejido y a su contenido lo llama Naturaleza. Ello puede ser o puede no ser la única realidad que el Algo Primario ha producido. Podría haber otros sistemas además de éste que llamamos Naturaleza.

En este sentido, podría haber varias «Naturale­zas». Esta concepción debe ser cuidadosamente diferenciada de la que se llama comúnmente «plu­ralidad de mundos», es decir, diferentes sistemas solares o diferentes galaxias, «universos islas» que existan anchamente separadas en partes diversas de un único espacio y tiempo. Éstas, sin que importe lo remotas que estén, formarían parte de la misma Naturaleza que nuestro Sol; él y ellas estarían intertrabadas por relaciones de una a otra, relaciones espacio-temporales y también relaciones causales. Y es precisamente esta intertrabazón recíproca dentro de un mismo sistema la que cons­tituye eso que llamamos una Naturaleza. Otras Naturalezas pueden no ser espacio-temporales en absoluto; o si alguna de ellas lo fuera, su espacio y tiempo no tendría relación espacial ni temporal con nosotros. Es exactamente esta discontinuidad, esta falta de trabazón, lo que justificaría que las llamáramos Naturalezas distintas. Lo cual no signi­fica que carecieran en absoluto de relación entre ellas, quedarían vinculadas por su origen común de una única Fuente sobrenatural. Serían, en cierto sentido, como las diferentes novelas de un mismo autor; los sucesos de una trama no tienen conexión con los sucesos de la otra excepto que han sido inventados por el mismo autor. Para encontrar la relación entre ambas, hay que llegar a la mente del escritor. No hay diálogo posible entre lo que dice Mr. Pickwick en Pickwick Papers y lo que oye Mrs. Gamp en Martin Chuzzlewit. Igualmente, no habrá diálogo normal entre dos sucesos de Naturaleza diferente. Por diálogo «normal» en­tiendo aquel que ocurre en virtud del carácter espe­cífico de los dos sistemas. Tenemos que poner la cualificación «normal» porque no conocemos de antemano si Dios quiere conectar parcialmente dos Naturalezas en un determinado punto: es decir, Él puede permitir que eventos «especiales» de una produzcan efectos en la otra. Así, haría en determi­nadas ocasiones una conexión parcial; porque la reciprocidad total que constituye una Naturaleza seguiría faltando a pesar de todo, y la anómala conexión surgiría no de lo que uno o ambos de los sistemas fuera en sí mismo, sino del acto divino que los juntara. Si esto ocurriera, cada una de las dos Naturalezas sería «sobrenatural» con respecto a la otra; pero el hecho de un contacto sería sobrenatu­ral en un sentido más pleno, ya que no sólo supera­ría esta o aquella Naturaleza, sino que quedaría por encima de cualquier y de todas las Naturalezas. Esto sería un género de milagro. Lo otro sería una «interferencia» divina simplemente y no por el hecho de juntar las dos Naturalezas. Todo esto, por el momento, es pura especulación. De ninguna manera se sigue del sobrenaturalismo que, de hecho, tengan que suceder Milagros de cualquier clase. Dios (el Algo primario) puede que nunca interfiera en concreto con el sistema natural que Él ha creado; y si ha creado más de un sistema natural, puede ser que nunca haga incidir el uno en el otro.

Pero éste es un problema para más profunda investigación. Si decidiéramos que la Naturaleza no es la única cosa existente, se sigue que no podemos determinar de antemano si es o no inmune a los milagros. Hay cosas fuera de ella; no sabemos aún si pueden penetrarla. Las puertas pueden estar cerradas a cal y canto o puede que no lo estén. Pero si el Naturalismo es verdadero, entonces cierta­mente sabemos desde ahora que los milagros son imposibles: nada puede penetrar en la Naturaleza desde fuera porque no hay nada fuera para poder penetrar, ya que la Naturaleza es todo. Sin duda, pueden ocurrir sucesos que en nuestra ignorancia malinterpretemos por milagros; pero serán en realidad (lo mismo que los sucesos más vulgares) una consecuencia inevitable de la índole del sistema total.

Nuestra primera opción, por tanto, tiene que ser entre Naturalismo y Sobrenaturalismo.

Capítulo IIILA DIFICULTAD CARDINAL DEL NATURALISMO

No podemos admitir los dos extremos, y no nos mofemos de las limitaciones de la lógica ...enmienda el dilema.

J.A. RICHARDS, Principles of Literary Criticism, cap. 25

Si el Naturalismo es verdad, cada cosa finita o cada suceso debe ser, en principio, explicable den­tro de los términos del Sistema Total. Digo «expli­cable en principio» porque, desde luego, no se le puede pedir al Naturalismo que, en cualquier momento dado, tenga la explicación detallada de cada fenómeno. Evidentemente, muchas cosas sólo se explicarán cuando las ciencias hayan hecho ulte­riores procesos. Pero si se ha de aceptar el Natura­lismo, tenemos el derecho de exigir que cada una de las cosas sea de tal género que podamos ver en conjunto cómo puede ser explicada en los términos del Sistema Total. Si existe cualquier cosa de tal condición que advirtamos de antemano la imposibi­lidad de darle esta clase de explicación, el Natura­lismo irremediablemente se desmorona. Si la exi­gencia del pensamiento nos coacciona a permitir a cualquier cosa cualquier grado de independencia respecto al Sistema Total, si cualquier cosa nos da buenas pruebas de que funciona independiente­mente y de que es algo más que una expresión de la índole de la Naturaleza como un todo, en ese mismo punto hemos abandonado el Naturalismo. Porque por Naturalismo entendemos la doctrina de que sólo existe la Naturaleza como sistema total intertrabado. Y si esto fuera verdad, cada cosa y suceso —si lo conociéramos suficientemente— sería explicable sin dejar residuos o cabos sueltos (nada de «jugadas de tacón») como un producto necesario del sistema. El Sistema Total, supuesto lo que es, resultaría una contradicción en sí mismo si usted no estuviera leyendo este libro en este momento y viceversa. La única causa por la cual usted está leyendo el libro tendría que ser que el Sistema Total en tal lugar y hora estaría forzado a seguir este derrotero.

Recientemente se ha disparado contra el Naturalismo estricto una amenaza, sobre la cual no pienso dar ningún argumento, pero que vale la pena indicar. Los antiguos científicos creían que las más pequeñas partículas de materia se movían según leyes estrictas; en otras palabras, que los movimientos de cada partícula estaban «intertra­bados» con el sistema total de la Naturaleza. Algu­nos científicos modernos piensan (si los entiendo correctamente) que no es así. Parecen afirmar que la unidad individual de materia (sería temerario seguir llamándola «partícula») se mueve de un modo indeterminado e impredecible; de hecho, se mueve «por sí misma» o «por su cuenta». La regu­laridad que observamos en los movimientos de los más pequeños cuerpos visibles se explica por el hecho de que cada uno de ellos contiene millones de unidades y que, por las leyes estadísticas, se equili­bran las arbitrariedades de comportamiento de las unidades individuales. El movimiento de una uni­dad es impredecible, como es impredecible el resul­tado de tirar una vez una moneda al aire; sin embargo, el movimiento mayoritario de un billón de unidades se puede predecir, igual que si tiramos al aire una moneda un billón de veces podemos calcular un número casi igual de caras y cruces. Advirtamos que, si esta teoría es verdad, hemos ya admitido algo distinto a la Naturaleza. Sería ciertamente un trauma demasiado fuerte para nuestra mentalidad el calificarlos de sobre­-naturales. Pienso que tendríamos que llamarlos sub-naturales. Pero toda nuestra seguridad de que la Naturaleza no tiene puertas y que no hay reali­dad alguna fuera de ella a la que abrir las puertas habría desaparecido. Parece que hay algo fuera de ella, lo «subnatural»; de este subnatural es desde donde son todos los sucesos y todos «los cuerpos», como si de él fueran alimentados. Y está claro que si tiene la Naturaleza una puerta trasera que da a lo subnatural, entra en las posibilidades del juego que tenga una puerta principal que da a lo sobrenatu­ral... y los sucesos podrían ser alimentados por esta puerta también.

He mencionado esta teoría porque nos ilumina con una luz suficientemente nítida ciertas concep­ciones que tendremos que analizar posteriormente. Por lo que a mí respecta, no estoy admitiendo que sea verdad.

Quienes, como yo, han tenido una educación más filosófica que científica, encuentran casi imposible creer que los científicos quieren decir realmente lo que parece que dicen. No puedo evitar el pensar que ellos sólo expresan que los movimientos de las unidades individuales son permanentemente in­calculables para nosotros, no que sean en sí mismos arbitrarios y desprovistos de ley. Y aunque real­mente mantengan esto segundo, un profano difí­cilmente puede abrazarse con la seguridad de que algún progreso científico ulterior no vaya mañana a echar por tierra toda esta idea de la subnaturaleza sin ley. Porque la gloria de la ciencia es progresar. Por tanto, me dirijo de buen grado hacia otros terrenos de argumentación.

Está claro que todo lo que conocemos más allá de nuestras propias sensaciones inmediatas lo dedu­cimos de esas sensaciones. No quiero con esto decir que de niños empecemos por considerar nuestras sensaciones como «testimonios» y después argu­yamos conscientemente sobre la existencia del espacio, la materia y las otras personas. Lo que quiero decir es que, si después de que hemos madu­rado lo suficiente como para entender la cuestión, nuestra seguridad en la existencia de cualquier cosa (digamos el Sistema Solar o la Armada Invencible) es atacada, nuestra argumentación en su defensa tendrá que tomar la forma de deducciones de nues­tras sensaciones inmediatas. Expresado en su forma más general, la deducción se desarrollaría así: «Supuesto que se me ofrecen colores, sonidos, formas, placeres y dolores que yo no puedo predecir plenamente o controlar del todo, y supuesto que cuanto más los investigo más regular aparece su comportamiento, tiene que existir algo más que mi propio yo y esto debe ser algo sistemático». Dentro de esta deducción tan general, toda clase de concre­tas concatenaciones de deducciones nos llevan a desembocar en conclusiones más detalladas. Dedu­cimos la evolución por los fósiles, deducimos la existencia de nuestro propio cerebro por lo que encontramos dentro de las calaveras de seres como nosotros en el laboratorio de disección.

Todo posible conocimiento, por tanto, depende de la validez de nuestro razonamiento. Si el senti­miento de certeza que expresamos por palabras como debe ser y por consiguiente y por supuesto que es una percepción real de cómo las cosas deben ser realmente, vamos por buen camino. Pero si esta certeza es sólo un sentimiento en nuestra mente y no una penetración verdadera en las realidades más allá de nosotros —si solamente expresa el proce­dimiento como nuestra mente funciona—, enton­ces no podemos tener conocimiento alguno. Sólo si el razonamiento humano es válido, la ciencia puede ser verdad.

De aquí se desprende que ninguna explicación del universo puede ser verdadera si esta explicación no abre la posibilidad de que nuestro pensamiento llegue a penetrarlo realmente como es. Una teoría que explicara todas las cosas en el universo pero que hiciera inviable creer que nuestro pensamiento es válido, quedaría drásticamente descalificada. Porque se habría llegado a esta teoría precisamente por el pensamiento, y si nuestro pensamiento no es válido, la teoría se desmoronaría por sí misma. Habría destruido sus propias credenciales. Sería un argumento que probara que ningún argumento es válido —una prueba de que no pueden darse pruebas— lo cual es un sinsentido.

De este modo, el materialismo estricto se refuta a sí mismo con la razón aducida hace tiempo por el profesor Haldane: «Si mis procesos mentales están completamente determinados por los movimientos de los átomos en mi cerebro, no tengo razón nin­guna para suponer que mis convicciones son ver­daderas... y, por consiguiente, no tengo razón para suponer que mi cerebro esté formado por átomos» (Possible Worlds, p. 209).

Pero el Naturalismo, aunque no se trate del exclusivamente materialista, me parece que encie­rra la misma dificultad, si bien en una forma algo menos evidente. Ya que desacredita nuestro pro­ceso de razonamiento o, por lo menos, reduce su credibilidad a un nivel tan pobre que lo hace inser­vible para soportar ese mismo Naturalismo que defiende.

La manera más sencilla de hacer ver esta afirma­ción es advertir los dos sentidos de la palabra «por­que». Podemos decir: «El abuelo está hoy enfermo porque ayer comió langosta». También podemos decir: «El abuelo debe de estar hoy enfermo porque aún no se ha levantado» (puesto que sabemos que es un madrugador invariable cuando está bien). En la primera sentencia, porque indica relación Causa-Efecto: la comida le puso enfermo. En la segunda, indica la relación que los lógicos denominan Antecedente-Consecuente. La tardanza en levan­tarse el anciano no es la causa de la indisposición, sino la razón por la que deducimos que está indis­puesto. Se da una diferencia semejante entre «Gritó porque se hirió» (Causa-Efecto) y «Se debió de herir porque gritó» (Antecedente-Consecuente»). Nos es especialmente familiar la relación Antece­dente-Consecuente porque así se procede en el razonamiento matemático: «A=C porque como hemos probado antes, ambas son iguales a B».

La primera indica una conexión dinámica entre acontecimientos o «estados de cosas»; la otra una relación lógica entre opiniones o afirmaciones.

Seguimos: una cadena de razonamiento no tiene valor como medio de encontrar la verdad, a menos que cada uno de los eslabones esté trabado con los anteriores en la relación Antecedente-Consecuente. Si nuestra B no se sigue lógicamente de nuestra A, el raciocinio es inútil. Si ha de ser verdad el pensa­miento alcanzado al final del razonamiento, la respuesta correcta a la pregunta: «¿Por qué piensas esto?» tiene que empezar con el Antecedente-Consecuente porque.

En la otra vertiente, cada acontecimiento en la Naturaleza debe estar vinculado con los aconteci­mientos previos en la relación Causa-Efecto. Ahora bien, nuestros actos de pensamiento son aconteci­mientos. Por tanto, la verdadera respuesta a «¿Por qué piensas esto?» tiene que empezar con la Causa-Efecto porque. Si nuestra conclusión no es el consecuente lógico de un antecedente, resulta sin valor alguno y sólo podría ser verdad por pura casuali­dad. Si no es el efecto de una causa, es de todo punto imposible que ocurra. Parece, pues, que para que cualquier cadena de raciocinio tenga valor, estos dos sistemas de conexión tienen que aplicarse simul­táneamente a las mismas series de actos de la mente.

Pero desgraciadamente estos dos sistemas son totalmente distintos. Que algo sea causado no es lo mismo que ser demostrado. Pensamientos angus­tiosos, prejuicios, las exaltaciones de la locura, son causados, pero no tienen fundamento sólido obje­tivo. Más aún, ser causado es tan distinto de ser demostrado que nos comportamos en la discusión como si ambos términos se excluyeran mutua­mente. La nueva existencia de causas para creer algo se considera, en la dialéctica popular, como motivo para levantar la sospecha de falta de fun­damento, y la manera más frecuente de desacredi­tar la opinión de una persona es explicarla en el orden de las causas: «Tú dices eso porque (Causa-Efecto) eres capitalista, o hipocondríaco, o sim­plemente porque eres hombre, o porque eres mujer». La implicación es que si las causas explican totalmente una opinión, entonces, supuesto que las causas actúan inevitablemente, la opinión tendrá que surgir, tanto si tiene fundamento como si no. No necesitamos, así se piensa, descubrir fundamen­tos para una cosa que sin ellos puede explicarse plenamente.

Pero aunque existan fundamentos, ¿cuál es exac­tamente su conexión con la realidad actual de mi opinión, considerada como un fenómeno psicoló­gico? Si es un fenómeno, debe ser causado. De he­cho, debe ser simplemente un eslabón en una cadena de causas que se extiende hacia atrás hasta el comienzo y hacia delante hasta el final del tiempo. ¿Cómo puede tal insignificancia como la falta de fundamentos lógicos impedir que surja mi opinión o cómo puede la existencia de fundamen­tos impulsarla?

Sólo aparece una respuesta. Podríamos decir que lo mismo que un fenómeno de la mente causa otro fenómeno mental por Asociación (cuando pienso en parsnips algarabía pienso en mi escuela prima­ria), así también otro modo de ser causado un fenómeno mental es simplemente por el hecho de que haya fundamento para que se dé. Porque de este modo coincidirían el que haya causa y el que haya prueba.

Sin embargo, así expuesta esta explicación, es claramente falsa. Conocemos por experiencia que un pensamiento no causa necesariamente todos, e incluso no causa ninguno de los pensamientos que lógicamente se le podrían unir como Consecuente a Antecedente. Nos encontraríamos en un terrible marasmo si jamás pudiéramos pensar: «Esto es un vaso», sin derivar todas las interferencias que se pueden seguir. Es imposible derivarlas todas; lo más frecuente es que no derivemos ninguna. Tene­mos, por tanto, que enmendar la ley que sugeríamos. Mi pensamiento puede causar otro no porque haya fundamento para él, sino porque veamos que lo hay.

Si usted desconfía de la metáfora sensorial «veamos», puede sustituirla por «aprehendamos» o «descubramos» o simplemente «conozcamos». No existe diferencia, porque todas estas palabras nos representan lo que es realmente pensar. Los fenómenos del pensamiento son, sin duda, aconte­cimientos; pero son una clase muy especial de acontecimientos. Son «a propósito» de algo distinto de sí mismos, y pueden ser verdaderos o fal­sos. (Decir que «estos acontecimientos o hechos son falsos» significa, por supuesto, que la ex­posición de alguien sobre ellos es falsa). De aquí que los actos de inferencia pueden, y deben, ser considerados bajo dos luces diferentes. De una parte, son acontecimientos subjetivos, elementos en la historia psicológica de alguien. De otra parte, son penetraciones en algo, o conocimiento de algo distinto de sí mismos. Lo que desde mi primer punto de vista es una transición psicológica del pensamiento A al pensamiento B en un momento particular en una determinada mente, es desde el punto de vista del sujeto pensante una percepción de una implicación (si se da A, se sigue B). Cuando adoptamos el punto de vista psicológico, podemos usar el tiempo verbal pretérito. «B siguió a A en mis pensamientos». Pero cuando afirmamos una implicación, siempre usamos el presente: «B se sigue de A». Si alguna vez «se sigue de» en el sen­tido lógico, siempre se sigue. Y no es posible recha­zar el segundo punto de vista como si fuera una ilusión subjetiva, sin desacreditar todo el conoci­miento humano. Porque no podemos conocer nada más allá de nuestras propias sensaciones, a no ser que el acto de inferencia sea verdaderamente una penetración cognoscitiva.

Ahora bien, esto es así sólo dentro de ciertos límites. Un acto de conocimiento tiene que estar determinado en cierto sentido, por lo que es cono­cido; nosotros tenemos que conocer que es así solamente porque es así. Esto es lo que significa conocer. Podemos, si nos parece, llamarlo una Causa-Efecto porque, y decir que «ser conocido» es un modo de causalidad. Pero es un modo singular y único. El acto de conocer tiene sin duda varias con­diciones, sin las cuales no puede darse: atención y los estados de voluntad y de salud que presupone. Pero este carácter positivo tiene que estar determi­nado por la verdad que conoce. Si se pudiera expli­car totalmente por otros orígenes, dejaría de ser conocimiento; de la misma manera (para usar un paralelo sensorial) que el pitido de mis oídos deja de ser lo que expresamos por el término «oír», si se explica plenamente por causas que no sean un sonido proveniente del otro mundo; como podría ser el sinsineo producido por un resfriado.

Si lo que parece un acto de conocimiento es en buena parte explicable por otras fuentes distintas del mismo conocimiento, entonces el acto de cono­cer propiamente dicho quedaría limitado a la por­ción del fenómeno que esas otras fuentes dejan sin explicación; de la misma manera que las exigencias de explicación del fenómeno conocido como audi­ción es la zona desconocida que nos queda después de haber descartado como su causa el sinsineo del oído producido por el resfriado. Cualquier camino que mantenga la explicación total de nuestro ra­zonamiento sin admitir un acto de conocimiento determinado solamente por aquello que es cono­cido, es una teoría que niega el razonamiento.

Entiendo que es precisamente esto lo que el Naturalismo se ve obligado a hacer. En efecto, el Naturalismo ofrece lo que afirma ser una completa explicación de nuestro comportamiento mental. Pero esta explicación, una vez analizada, no deja lugar a los actos de conocimiento o penetración, de los cuales depende todo el valor de nuestro pensa­miento como medio para alcanzar la verdad.

Se admite comúnmente que la razón e incluso los sentimientos y aun la vida misma son aparecidos de última hora en la Naturaleza. Si no existe nada más que la Naturaleza, se desprende que la razón tiene que haber llegado por un proceso histórico. Y, por supuesto, para el Naturalista este proceso no fue programado para producir una conducta mental capaz de descubrir la verdad. No hubo Programador; y está claro que hasta que no hubo sujetos pen­santes no hubo tampoco verdad o falsedad. La forma de conducta mental que ahora llamamos pensamiento racional o inferencias tiene, por con­siguiente, que haber ido «evolucionando» por una selección natural, por una poda gradual de los indi­viduos menos aptos para sobrevivir.

Por consiguiente, hubo tiempos en que nuestros pensamientos no eran racionales. Es decir, hubo tiempos en que todos nuestros pensamientos eran —como muchos de nuestros pensamientos todavía lo son— meros sucesos subjetivos, no aprehensio­nes de verdades objetivas. Los que tenían una causa externa a nosotros mismos eran (lo mismo que el dolor) respuestas a estímulos. Ahora bien, la selec­ción natural pudo solamente actuar por eliminación de las respuestas que fueron biológicamente perjudiciales, y multiplicación de aquellas que ten­dían a la supervivencia. No es concebible que nin­gún perfeccionamiento de las respuestas las pudiera convertir en actos de penetración, ni siquiera que remotamente intentara hacerlo así. La relación entre la respuesta y el estímulo es absolutamente distinta de la relación entre conocimiento y verdad conocida. Nuestra visión física es una respuesta a la luz mucho más útil que la de los organismos más elementales, que sólo poseen una porción fotosen­sitiva. Pero ni esta ventaja ni ningún otro progreso que podamos suponer acercan un milímetro el hecho de que se dé conocimiento de la luz. Se requiere algo más sin lo cual nunca habríamos lle­gado a este conocimiento. Pero al conocimiento se llega por experiencias y por las deducciones que de ellas se extraen, no por el perfeccionamiento de las respuestas. No son los hombres de mejor vista los que más saben de la luz, sino los que han estudiado la ciencia pertinente. Del mismo modo, nuestras respuestas psicológicas a nuestro medio ambiente (nuestras curiosidades, aversiones, placeres, ilusio­nes) pueden mejorar indefinidamente (en el plano biológico) sin que lleguen a ser nada más que res­puestas. Tal perfección de las respuestas no racio­nales, lejos de contribuir a su transformación en deducciones o inferencias válidas, deberían ser con­cebidas como un método diferente de obtener la supervivencia, como una alternativa de la razón. Un condicionamiento que garantizara que nunca hubiéramos de sentir placer excepto en aquello que nos fuera útil ni aversión más que ante lo peligroso, y que el grado de ambos sentimientos fuera minuciosamente proporcional al grado de utilidad o de peligro reales en el objeto, nos serviría tanto como la razón y mejor aún que ella en muchas circunstancias.

Sin embargo, además de la selección natural se da también la experiencia, experiencia que origina­riamente es individual, pero es además transmitida por tradición e información. Se podría pensar que la experiencia, a lo largo de los milenios, era la que habría hecho aparecer ese comportamiento mental que llamamos razón —dicho de otro modo, capaci­dad de deducción— extrayéndolo de una conducta mental que fue no racional originariamente. Experiencias repetidas de encontrar fuego (o residuos de fuego) donde había visto humo, condicionarían al hombre a suponer que encontraría fuego donde quiera que viera humo. Esta suposición, expresada en la forma «Si humo, entonces fuego» se convierte en lo que llamamos inferencia o deducción. ¿Se han originado así todas nuestras inferencias?



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