Los monocultivos que conquistaron el mundo - Aurora Moreno - E-Book

Los monocultivos que conquistaron el mundo E-Book

Aurora Moreno

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Beschreibung

"A través de la historia de tres monocultivos que están entre los más importantes del agronegocio a nivel mundial –caña azucarera, palma de aceite y soja– se plantea un recorrido por la historia de la agricultura, comenzando con la caña de azúcar, muy vinculada a la colonización y que en la América conquistada requirió de miles de esclavos en las plantaciones, desde las que se acumuló el capital que contribuyó a realizar la Revolución industrial. Hoy, la caña sigue siendo fundamental para economías como las de Brasil y Guatemala, y sigue asociada a trabajo en condiciones análogas a la esclavitud en las plantaciones. En los años 50 todo cambió con la Revolución Verde: legitimada por el discurso del necesario combate a la pobreza, en realidad para algunos campesinos esta revolución trajo más hambre y desigualdad, además de provocar daños medioambientales y una reducción de la biodiversidad. Algo que sucede todavía hoy cuando el monocultivo agroindustrial, con altos rendimientos basados en insumos tecnológicos –pesticidas, fungicidas–, penetra en territorios hasta entonces consagrados a la agricultura familiar, basada en el autoconsumo. Así ocurre con la palma de aceite, cuyos impactos serán analizados tras haberlos estudiado sobre el terreno en Camerún, Indonesia, Colombia, Ecuador y Guatemala. Después llegó otra revolución tecnológica llamada a cambiar, una vez más, la historia de la agricultura: la biotecnología. Las semillas "mejoradas" y patentadas prometían altísimas rentabilidades, como sucede en el caso de la soja transgénica de Monsanto, resistente al glifosato, un potente agrotóxico cuyos peligros para la salud ha reseñado la OMS. En Argentina, la soja ocupa un 60% de la superficie cultivable, y fueron los vecinos de áreas fumigadas desde el aire con glifosato –como las Madres del barrio cordobés de Ituzaingó Anexo– quienes dieron la voz de alarma sobre los casos de malformaciones fetales, abortos espontáneos y aumento de los casos de leucemia, asociados al glifosato. Un último capítulo se dedica a algunas cuestiones que comparten los tres cultivos y que son fundamentales para entender la situación actual del modelo del agronegocio: la financiación de entidades supranacionales y de cooperación como el Banco Mundial o la USAID; el rol de los agrocombustibles; la disputa en torno a las semillas y los intentos de privatizarlas, y las luchas de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas en defensa de los territorios. Para terminar, a modo de conclusión, se relacionan los impactos socioambientales asociados a la caña, la palma y la soja con el consumo en los países del Norte global y con sus modelos de alimentación, tan insalubres como injustos socialmente e insostenibles ambientalmente."

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foca investigación

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Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original..

© Nazaret Castro, Aurora Moreno y Laura Villadiego, 2019

© del prólogo, Maristella Svampa, 2019

© Ediciones Akal, S.A., 2004

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-49-0

Nazaret Castro, Aurora Moreno y Laura Villadiego

Los monocultivos que conquistaron el mundo

Impactos socioambientales de la caña de azúcar, la palma aceitera y la soja

Prefacio de

Maristella Svampa

¿Qué está provocando la deforestación de la selva amazónica? ¿Por qué desaparecen los orangutanes? ¿A qué se debe que la tierra sea cada vez menos fértil y el agua esté contaminada? La crisis ecológica que vivimos ha puesto estas preguntas sobre la mesa y, aunque las causas son complejas, muchas respuestas apuntan al sistema agroalimentario global. En las últimas décadas, se ha extendido un modelo de producción y cultivo de alimentos anclado en la lógica del beneficio máximo: ya no se trata de cultivar alimentos, sino de producir insumos industriales. La mayor expresión de ese modelo es el monocultivo, que ha traído consigo importantes impactos socioambientales y ha definido lo que comemos: la aparente diversidad de productos en los pasillos del supermercado oculta que nos alimentamos cada vez con menor diversidad de especies.

Este libro, que recoge siete años de investigación del colectivo Carro de Combate en países de Asia, África y América Latina, analiza los impactos de tres de los monocultivos que han protagonizado esta revolución: la soja, la palma aceitera y la caña de azúcar. El resultado es una cartografía global de los monocultivos que, como describe la socióloga argentina Maristella Svampa en su prefacio, «aborda de modo crítico y con gran solvencia lo que hay tras la escena de un conjunto entrelazado de problemáticas asociadas a este modelo».

Nazaret Castro es periodista, Magister en Economía Social y doctoranda en Ciencias Sociales (Universidad Nacional General Sarmiento, Buenos Aires). Ha colaborado con medios como Le Monde Diplomatique, Público, El Mundo, eldiario.es, El Confidencial y La Marea. Es editora de la revista Amazonas y cofundadora de Carro de Combate, proyecto que investiga el origen de los productos que consumimos. Publicó junto a Laura Villadiego el libro Carro de Combate. Consumir es un acto político (Clave Intelectual, 2014). En la colección A Fondo de Akal ha publicado el libro La dictadura de los supermercados.

Laura Villadiego es licenciada en Periodismo y en Ciencias Políticas. Después de estudiar en París y trabajar en España y Bruselas, se mudó a Camboya, donde pasó dos años y medio colaborando para diversos medios. Ahora vive en Tailandia, desde donde cubre la región del Sudeste asiático. Su trabajo ha sido publicado en medios españoles, como EFE, eldiario.es o El Confidencial, e internacionales, como The Guardian o Al Jazeera.

Aurora Moreno Alcojor es licenciada en Periodismo, con un posgrado en Relaciones Internacionales. Ha colaborado con diversos medios de comunicación y su campo de investiga­ción se centra especialmente en África. Forma parte del colectivo Carro de Combate y es editora de la web www.porfinenafrica.com, en la que escribe sobre el continente africano.

Prefacio

En las últimas décadas asistimos a un notorio giro hacia un modelo alimentario de gran escala, con enormes impactos sobre nuestra salud y la vida de animales, plantas y campos, los cuales han sido promovidos por políticas de Estado, lógicas de marketing y poderosos lobbies empresariales que se concretan a espaldas de la sociedad. Se trata de un modelo construido por las grandes firmas agroalimentarias del planeta, cuya expansión y consolidación produjeron una transformación de los territorios dedicados a la agricultura, sobre todo en los países periféricos; y, por ende, trajo aparejado el desplazamiento y destrucción de otros modos de cultivar y habitar, ilustrados por comunidades campesino-indígenas y diferentes economías regionales. El libro de Nazaret Castro, Laura Villadiego y Aurora Moreno aborda de modo crítico y con gran solvencia lo que hay tras la escena de un conjunto entrelazado de problemáticas asociadas a este modelo alimentario.

En primer lugar, traza una cartografía global de los monocultivos a través del análisis de las transformaciones que ha implicado la expansión de tres grandes industrias del monocultivo del siglo xxi, la caña de azúcar, la palma africana y la soja transgénica, en regiones de América Latina, África y Asia. Ciertamente, el problema –como señalan las autoras– no son los cultivos en sí mismos, sino la dinámica que los recorre, pues por encima de sus diferencias, estos se caracterizan por una lógica global común: una determinada organización del trabajo y de la producción basada en el agronegocio, la gran escala y la orientación a la exportación, la financiarización de la economía, los nuevos desarrollos científicos y tecnológicos –como fertilizantes y fungicidas–, la transnacionalización del sector agroalimentario y la tendencia al acaparamiento de tierras.

En segundo lugar, el libro analiza los enormes impactos socioambientales de los monocultivos, pues estos conllevan la aniquilación de la biodiversidad, la tendencia a la sobrepesca, la contaminación por fertilizantes y pesticidas y el desmonte y deforestación. Todas estas formas de producción y de degradación de los ecosistemas son responsables del incremento de la emisión de gases de efecto invernadero, no sólo durante el proceso de producción sino también en el transporte de los bienes. Los monocultivos van construyendo así un modelo insostenible e injusto, tanto en términos sociales como geopolíticos, pues repercuten sobre las poblaciones más vulnerables, acentuando las desigualdades sociales en el seno de las sociedades en las cuales se implementan; así como incrementa la deuda ecológica del Norte global hacia las regiones del Sur, en la misma línea que otras formas de neoextractivismo lo hacen in extenso en América Latina, Asia y África. Un caso emblemático, por su significación histórica, es el de la caña de azúcar. Como cuentan las autoras, la caña de azúcar fue clave en el desarrollo del sistema capitalista y las dinámicas geopolíticas de la Edad Moderna. Su expansión contribuyó a la reconfiguración de las estructuras políticas y económicas. «Sea o no cierto sobre la agricultura en general, no hay duda de que la esclavitud y la caña de azúcar han ido de la mano. Lo saben bien en Cuba, que, junto con Brasil y otras islas caribeñas, ha sido durante siglos el motor de la industria azucarera global.»

En tercer lugar, este libro tiene la particularidad de no agotarse solamente en un análisis por demás enjundioso de los procesos que conllevan estos monocultivos, sino también de indagar en las transformaciones subjetivas que estos producen, recogiendo las voces y testimonios de aquellas y aquellos que sufren sus consecuencias, tanto en términos de explotación –porque constituyen mano de obra barata y son carne de cañón para llevar a cabo actividades altamente contaminantes– como en términos de despojo, desplazamiento y criminalización, en nombre del «progreso» y el crecimiento económico. En esa línea, el agronegocio como paradigma implica la desestructuración de los marcos sociales y colectivos previos, a partir del desplazamiento de un modelo de agricultura campesina y/o familiar, o una economía regional, hacia el modelo del management, que entiende la tierra como mercancía. A través del relato de los afectados, podemos visualizar cómo se transforman paisajes y plantaciones, cómo el territorio se convierte en un «campo sin campesinos» o, como se sabe desde hace años acerca de la soja transgénica en Argentina, en una «agricultura sin agricultores».

Así, los cambios no son sólo estructurales. El análisis de la expansión de los monocultivos se completa siguiendo el hilo de las voces bajas y los cuerpos siempre invisibilizados de los sectores subalternos, que ilustran de un modo dramático el despojo y el desgarramiento de las subjetividades a través de la acelerada destrucción de un determinado modo de producir y de habitar los territorios y la instalación de un nuevo sistema de valoraciones. En cuanto modelos de ocupación territorial, convierten a los campesinos en meros «superficiarios», o en arrendatarios de sus propias tierras, pues estos pierden por completo el control de las transformaciones del territorio. Pero en no pocos casos, estos desgarramientos abandonan el espacio individual y se transforman en resistencias colectivas, tal como sucede con los agrotóxicos en Argentina, con las Madres del barrio Ituzaingó; en Brasil, desde hace décadas, con las tomas y ocupaciones territoriales del Movimiento Sin Tierra, o en Colombia, con la defensa de la ancestralidad en la Gran Comarca Territorial del Pacífico.

Por último, el libro vuelve sobre el modelo alimentario que producen dichos monocultivos, la caña de azúcar, el aceite de palma y la soja transgénica, para desarrollar fuertes cuestionamientos. Como sostienen las autoras, estamos ante la consolidación de «un régimen agroalimentario corporativo»,que impacta negativamente sobre millones de habitantes. Dichos modelos alimentarios no alimentan; antes bien, el consumo de productos ultraprocesados conlleva severos impactos en la salud; generan adicción y numerosas enfermedades, entre ellas la obesidad, que es ya una epidemia mundial. Asimismo, reflejan una tendencia a la homogenización:

La apariencia de variedad de marcas y coloridos envases que ofrecen las góndolas de los supermercados oculta un agudo proceso de homogenización de los ingredientes y de oligopolización de la alimentación a escala planetaria. El aceite de palma es un caso paradigmático: es un ingrediente que, según el propio sector palmero, está presente en uno de cada dos productos que se venden en un supermercado y Unilever, el primer demandante mundial de este aceite con 1,5 millones de toneladas, el 3 por 100 de la producción mundial, comercializa productos bajo el nombre de 400 marcas a nivel mundial, que utilizan unos dos mil millones de personas diariamente.

En la actualidad, poco a poco y pese al fuerte lobby empresarial, dichos cuestionamientos comienzan a tener una mayor resonancia global, visible tanto en los reclamos de organizaciones de consumidores y asociaciones civiles como en la proliferación de movimientos y experiencias que apuntan a una producción sana y agroecológica. Además de ello, paradojas de la globalización mediante, aunque los recursos están en manos de unas pocas corporaciones globales, como sostienen las autoras, según un estudio de Grupo ETC de 2017, la red campesina todavía provee un 70 por 100 de los alimentos que se producen en el mundo, a pesar de contar sólo con el 25 por 100 de la tierra.

En definitiva, estamos ante un libro compuesto de varias capas y niveles. Si el impulso inicial apunta a la deconstrucción de los modelos alimentarios hegemónicos, el movimiento en profundidad apunta al análisis de las lógicas globales y neocoloniales, a la escucha de las voces de los desplazados; de la crítica a la reivindicación de otros modelos sostenibles e incluyentes, ilustrando de modo cabal la vocación anfibia de las autoras, quienes provienen del colectivo de periodistas independientes Carro de Combate. Desde 2012, dicho grupo investiga el origen de los productos que consumimos y plantea como desafío tomar conciencia de que con­sumir es un acto político. Si al inicio investigaban la trama empresarial que hay detrás de los productos que consumimos, prontamente, con la profundización del análisis, el colectivo comenzó a hacer hincapié no sólo en las condiciones laborales sino también en los impactos ambientales y sobre la salud. No es casual que la primera investigación de Carro de Combate haya sido sobre el azúcar, de la cual salió el libro Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar, autoeditado en 2012. A este lo siguieron otros informes, que luego fueron reunidos en el volumen Carro de combate. Consumir es un acto político, para sumar posteriormente «un análisis en profundidad sobre los impactos del aceite de palma, el más usado por la industria alimentaria y cosmética». Hoy, parte de esas investigaciones aparecen sintetizadas en este texto.

Así, este libro coral propone adentrarnos en los territorios devastados, sus dinámicas globales y sus configuraciones socioterritoriales, al tiempo que plantea como gran desafío cómo cambiar el modelo alimentario, cómo apoyar las formas de producción agroecológica que se extienden en el mundo y reclaman soberanía alimentaria. Ciertamente, como las autoras vislumbran, para ello es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado. En la actualidad, tanto en América Latina como en otras latitudes, existe una pluralidad de experiencias de autogestión ligadas a la agroecología; a la economía social y autocontrol del proceso de producción, con formas de trabajo no alienado; a la reproducción de la vida social y a la creación de nuevas formas de comunidad. Incluso en un país tan «sojizado» como Argentina se han creado redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología, proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, con menores costos y menor rentabilidad, que emplean más trabajadores. Asimismo, en Europa, el léxico experiencial y emancipador desarrollado en las últimas décadas profundiza el diagnóstico de la crisis sistémica (los límites sociales, económicos y ambientales del crecimiento, ligados al modelo capitalista actual) y abre el imaginario de la descolonización a una nueva gramática social y política en la que se destacan diferentes propuestas y alternativas: auditoría de la deuda, desobediencia civil, renta universal ciudadana, ecocomunidades, horticultura urbana, reparto del trabajo, monedas sociales, etcétera.

En suma, gracias al talante combativo de estas tres mujeres que, apelando a campañas de crowfunding para financiar sus investigaciones, recorren el mundo, uniendo olfato periodístico y rigor analítico, compromiso militante con los sectores subalternos y mirada antipatriarcal, es la razón por la que las y los lectores tienen hoy entre sus manos un libro-síntesis que nos presenta una cartografía global de los monocultivos, al tiempo que plantea como gran desafío crear y sostener alternativas a los modelos de desarrollo dominantes, a partir de la puesta en práctica de estrategias de transición que impliquen una descolonización del imaginario social –en términos de producción, consumo y distribución– y que marquen un camino viable y posible hacia una sociedad poscapitalista.

Maristella Svampa

Al Maestro Juan García Salazar

In memoriam

 

y a tantas otras personas que nos abrieron las puertas de sus casas y de sus vidas para esta investigación

Introducción

El periodismo es un lugar de lucha política... inevitablemente.

Judith Butler

El 1 de mayo de 2012, día internacional de los trabajadores, nació Carro de Combate, una iniciativa de periodismo independiente dedicada a investigar los impactos socioambientales de los productos que consumimos. Esa fecha es un homenaje a los Mártires de Chicago, sindicalistas anarquistas que fueron ejecutados en Estados Unidos tras participar en las jornadas de lucha que, en 1886, exigían limitar la jornada laboral a ocho horas. 133 años después, las jornadas de 10, 12 o 14 horas diarias, en pésimas condiciones de seguridad e higiene, siguen siendo una realidad para millones de trabajadoras y trabajadores; lo son, desde luego, en los cañaverales y en las plantaciones de palma aceitera de Asia, África y América Latina.

En el momento en que nació Carro de Combate, Laura Villadiego vivía en Camboya –después se afincó en Tailandia–, mientras Nazaret Castro reportaba a caballo entre Argentina y Brasil. Dos años más tarde se sumaba Aurora Moreno[1], que nos trajo su conocimiento de la realidad africana. Siendo las tres periodistas y españolas, el contacto con esos otros mundos nos hizo entender hasta qué punto el sobreconsumo en los países del Norte global[2] es posible gracias a la sobreexplotación de los trabajadores y de los ecosistemas del Sur global. Muchas de nuestras inquietudes no encontraban cabida en los medios para los que escribíamos y, cuando nos dimos cuenta de que estábamos reflexionando sobre los mismos temas, como, por ejemplo, las condiciones de trabajo en las plantaciones o en los talleres textiles, decidimos unir nuestras fuerzas y comenzamos la andadura de Carro de Combate, bajo un lema que es hasta hoy nuestra consigna: si el consumo es un acto político, la primera batalla es la de la información.

La idea era, y sigue siendo, que, si informamos a nuestros lectores de las consecuencias no deseadas de sus actos cotidianos de consumo, algunos de ellos encontrarán razones suficientes para buscar alternativas más amigables con los demás seres, humanos y no humanos. Pronto nos dimos cuenta de que no se trataba apenas de las condiciones de sobreexplotación en la fase productiva: cada una de las fases del ciclo de vida de los productos que consumimos deja su huella en forma de impactos socioambientales. Algunos autores, siguiendo a Marx, lo han llamado metabolismo social o socioeconómico –mejor aún: ecosocial–; la idea es que la actividad económica actúa de forma similar a nuestro sistema digestivo, y abarca cinco fases: extracción, producción, circulación, consumo y desechos[3]. Nuestra intención es desvelar los impactos que genera un determinado producto o sector en cada una de esas fases; y es en esa dirección en la que hemos investigado más de 20 productos[4]. Creemos que, en un contexto de crisis social y ambiental generalizada –tal vez sería más adecuado hablar de crisis civilizatoria–, es cada vez más urgente entender las consecuencias no buscadas de nuestros actos más cotidianos y visibilizar el nexo que nos une, como consumidores, a aquellos que produjeron esas mercancías o sufrieron las consecuencias perversas del modelo de producción, aunque estén, muchas veces, a miles de kilómetros de distancia.

Cuando arrancamos con nuestro proyecto en 2012, quisimos realizar una investigación en profundidad y desde el terreno: escogimos el azúcar por nuestra proximidad a los cañaverales de Tailandia, Camboya y Brasil. Habíamos leído acerca de las condiciones análogas a la esclavitud en los ingenios, que recordaban a épocas infames que parecían tener continuidad en la época del capitalismo neoliberal; el azúcar también es uno de los ingredientes más profusamente utilizado por la industria agroalimentaria, así como el más cuestionado por sus efectos sobre la salud humana. Realizamos una pequeña campaña de financiación que apenas nos sirvió para cubrir algunos gastos de la autoedición del que sería nuestro primer libro: Amarga dulzura. Una historia sobre los orígenes del azúcar. En 2015, con Aurora ya a bordo, quisimos repetir la experiencia, pero esta vez con recursos que nos permitieran una investigación más exhaustiva. Hicimos una campaña de crowdfunding[5] y, con la recaudación, pudimos viajar a las plantaciones de palma aceitera de Camerún, Indonesia y Colombia. Gracias a la aportación de la ONG Entrepueblos, añadimos a esa lista Ecuador y Guatemala[6]. En aquella ocasión, escogimos la palma por varios motivos: en primer lugar, por los desastres ambientales que aquel monocultivo[7] estaba provocando, especialmente en el Sudeste Asiático; era, además, el momento en que la Unión Europea había decidido obligar a las firmas de la agroindustria a especificar en las etiquetas qué tipo de aceite vegetal utilizan, con lo que muchos consumidores que nunca habían oído hablar del aceite de palma entendieron que era un ingrediente omnipresente.

La palma fue, para nosotras, una larga investigación que se extendió entre 2016 y 2017 y que, en muchos sentidos, cambió nuestras vidas. Tuvimos la oportunidad de pasar semanas junto con los y las campesinas que han visto cómo sus vidas dieron un giro de 180 grados con la expansión de la frontera del monocultivo. Pudimos acompañar de cerca las dificultades a las que se enfrentan, como recorrer a pie kilómetros para buscar agua, porque las fuentes de agua comunitarias se han secado o han sido contaminadas por los químicos que se aplican a la palma. Escuchamos los testimonios de quienes han sufrido en sus carnes la violencia paramilitar que posibilitó la expansión de la palma en países latinoamericanos. Aprendimos que, para las comunidades afrolatinoamericanas que han sido damnificadas por las plantaciones, la palma no debe ser nombrada «africana». Y pudimos entender que las cifras macroeconómicas que justifican el modelo de la agroindustria, aludiendo al crecimiento del PIB y las cifras del empleo, ocultan una realidad que sólo puede conocerse sobre el terreno, porque el relato de estos protagonistas olvidados no sale en la televisión ni en los informes del Banco Mundial.

Los resultados de aquella investigación se publicaron, a lo largo de dos años, en la web de Carro de Combate[8], pero creímos que valía la pena adaptar aquellos reportajes al formato de ensayo, aprovechando también la información que habíamos obtenido durante nuestra investigación iniciática en torno a la caña de azúcar. Decidimos entonces añadir el caso de la soja, que es, junto con el maíz –al que hacemos referencia también en el último capítulo–, la planta abanderada de esa vuelta de tuerca del modelo del agronegocio: los organismos genéticamente modificados para resistir a la aplicación de pesticidadas, como el cuestionado glifosato. La soja es, también, el cultivo que ha transformado radicalmente el campo en países como Argentina y Paraguay, donde este monocultivo transgénico ocupa el 60 por 100 o más de la superficie cultivable. Para viabilizar este último trecho de la investigación, dedicamos una parte de lo que recaudamos en una nueva campaña de crowdfunding, esta vez con pretensiones más amplias de garantizar la viabilidad de Carro de Combate, en 2018[9].

El libro que el lector tiene entre las manos es, por tanto, resultado de siete años de trabajo cocinado a fuego lento entre los fogones de Carro de Combate. No comenzamos este periplo con un plan de trabajo claro ni con una hipótesis sólida en la cabeza; teníamos apenas una intuición: valía la pena concentrar nuestros esfuerzos de investigación en lo que está ocurriendo en las plantaciones y en cómo ese modelo del monocultivo afecta a nuestra alimentación. Fue sobre la marcha como fuimos entendiendo las estructuras sistémicas sobre las que se ancla cada uno de los casos que investigamos: similares discursos de legitimación del modelo, análogas estrategias de las empresas para vencer las resistencias campesinas, repetidos impactos sobre el agua, la flora y la fauna. También enten­dimos que no basta con que modifiquemos nuestros actos individuales de consumo, porque no hay soluciones individuales a proble­mas sistémicos: entender el consumo como un acto político supone, ante todo, organizarnos colectivamente para exigir a los gobiernos que demanden a las empresas para que asuman la responsabilidad de los impactos negativos de su actividad.

La soja, la caña y la palma son, en el siglo xxi, tres monocultivos que han transformado el mundo. Si la caña de azúcar es el más antiguo de esos «monarcas agrícolas» a los que se refería Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, la palma y la soja han tenido una expansión mucho más reciente. En los tres casos, se trata de monocultivos industriales que no están destinados primariamente al cultivo de alimentos, sino a la producción de biomasa que se destina a usos diversos: desde el sector agroalimentario, que vende productos comestibles antes que alimentos saludables, hasta la industria cosmética, pasando por la elaboración de agrocombustibles. A lo largo de los tres capítulos que destinamos a cada uno de estos cultivos, apuntamos cuestiones que son transversales a este modelo agroindustrial: al abordar el caso del azúcar, hablamos de los impactos para nuestra salud del consumo de productos ultraprocesados; en el capítulo sobre la palma, analizamos las certificaciones de sostenibilidad; y, al hablar de la soja, profundizamos en los riesgos que implican los agrotóxicos.

De lo que estamos hablando es de la existencia de dos modelos de desarrollo en disputa: de un lado, la agricultura campesina y otras iniciativas más recientes que proponen un uso sostenible de la tierra para la producción de alimentos saludables y culturalmente adecuados; tales experiencias pueden agruparse en torno a la idea de soberanía alimentaria. Del otro lado, los monocultivos orientados a la exportación a cambio de divisas, que no producen alimentos para la población local, sino ganancias que acaparan los grandes terratenientes y las multinacionales del sector agroalimentario y biotecnológico que, como veremos, están concentradas en cada vez menos manos. Esas pocas manos son las que toman las decisiones respecto a qué comemos, en qué condiciones se produce y quiénes son los ganadores y perdedores del modelo. Si quienes más pierden a día de hoy son las comunidades indígenas, negras y campesinas, a las que se les arrebatan sus tierras y, con ello, la posibilidad de mantener sus formas de vida ancestrales, a largo plazo la gran perdedora es la especie humana en su conjunto, pues el modelo del agronegocio basado en el monocultivo se está cobrando un alto costo en forma de pérdida de biodiversidad y contaminación de las fuentes de vida de las que depende nuestra existencia, como el agua dulce y la fertilidad del suelo.

A pesar de la enorme asimetría de fuerzas entre los defensores de ambos modelos, los pueblos no aceptan pasivamente el destino que tratan de imponer las corporaciones de la agroindustria –a menudo, con el apoyo de los gobiernos de turno y organizaciones multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional–. Las resistencias emergen allí donde el monocultivo pretende avanzar en detrimento de la pluralidad de culturas y formas de vida; y estas encuentran una respuesta cada vez más virulenta. En un contexto de violencia creciente contra las y los defensores de los territorios, el avance del monocultivo se cobra más vidas que ningún otro emprendimiento extractivo: sólo en 2017, la organización Global Witness documentó 40 asesinatos vinculados al agronegocio[10].

Estas resistencias evidencian cómo los impactos sociales y medioambientales del monocultivo son, en realidad, las dos caras de una misma moneda y debilitan el argumento de quienes consideran que la destrucción de los ecosistemas, provocada por los monocultivos, son una suerte de sacrificio necesario para mejorar la vida de la población local, llevándoles desarrollo, empleo y progreso. No negamos que en ciertos casos algunos individuos y comunidades se han beneficiado de estas industrias, y así lo recogemos también con testimonios en este libro; pero, durante nuestra estadía sobre el terreno, la realidad con la que nos hemos encontrado más a menudo es que, cuando el monocultivo se extiende sin control, rara vez los beneficios se quedan cerca de las plantaciones. Los casos de los que daremos cuenta muestran, también, el protagonismo de las mujeres en las luchas socioambientales. Su mensaje es que resulta cada vez más urgente colocar en el centro de la toma de decisiones la sostenibilidad de la vida, y no la acumulación del capital. A ellas agradecemos y dedicamos este libro, así como a quienes nos guiaron en las plantaciones o nos facilitaron el acceso a quienes nos acompañaron en ese periplo. También, siempre, a los mecenas de Carro de Combate y donantes en las campañas de microfinanciamiento, sin los que nada de esto hubiera sido posible.

[1] En 2018 se integró al equipo Brenda Chávez, periodista especializada en consumo y autora de Tu consumo puede cambiar el mundo, Barcelona, Planeta, 2017.

[2] Tomamos de Sassen (2015) las expresiones Norte y Sur global para referirnos, respectivamente, a los países del centro y la periferia del capitalismo. Como aclara Sassen, no se trata de un término estricto en sentido geográfico, pues existen países enriquecidos en el hemisferio sur, y viceversa; pero la expresión sí pretende hacer notar el origen eurocéntrico y colonial y el statu quo global.

[3] Según el análisis de Víctor Toledo (2013): apropiación, transformación, circulación, consumo y excreción.

[4] Fueron compilados en el libro Carro de Combate. Consumir es un acto político, Madrid, Clave Intelectual, 2014.

[5] En la plataforma de Goteo [https://www.goteo.org/project/aceite-palma].

[6] En aquel viaje a Guatemala, pudimos conocer la realidad tanto de las plantaciones de palma en Petén, al norte del país, como de los cañaverales en la costa sur. Por motivos editoriales decidimos incluir en este volumen el capítulo sobre la caña; el reportaje que documenta el caso de la palma está disponible en la web de Carro de Combate: «Desiertos verdes y comunidades despojadas: el avance del monocultivo de palma aceitera en Guatemala» [https://www.carrodecombate.com/2017/10/18/desiertos-verdes-y-comunidades-despojadas-el-avance-del-monocultivo-de-palma-aceitera-en-guatemala/].

[7] Durante una charla sobre el aceite de palma en la Facultad de Agronomía de la Universidad Complutense de Madrid, un agrónomo nos hizo notar que, técnicamente, el uso del término monocultivo para el caso de la palma es erróneo, ya que se trata de plantaciones que duran entre 25 y 30 años, y no de monocultivos que deben sembrarse cada año, como sucede con la soja. Sin embargo, nos acogemos al origen de la palabra monocultivo: un solo cultivo. Ha sido una expresión muy utilizada por las luchas socioambientales contra el agronegocio, que expresa con claridad que el problema radica, precisamente, en que un único tipo de cultivo domine una vasta extensión.

[8] Todos los reportajes están disponibles en [https://www.carrodecombate.com/index/palma/].

[9] Nuevamente, en Goteo [https://www.goteo.org/project/subete-al-carrodecombate].

[10] Véase «2017 es el año con más muertes registradas de personas defensoras de la tierra y el medio ambiente», en Global Witness [https://www.globalwitness.org/en-gb/press-releases/2017-es-el-%C3%B1o-con-m%C3%A1s-muertes-registradas-de-personas-defensoras-de-la-tierra-y-el-medio-ambiente/] (consultado por última vez el 14 de junio de 2019).

Capítulo I

Los orígenes del modelo agroindustrial que modificó nuestra relación con la tierra y la alimentación: la Revolución verde y el agronegocio

Nazaret Castro

La palabra cultura nació de cultivar. Cultivar brotó de la palabra cuidar. Agricultura es: cuidar la tierra. Nada más.

Gustavo Duch

La agricultura cambió el rumbo de la humanidad hace más de diez mil años, modificó radicalmente los paisajes, los modos de vida y la alimentación de nuestra especie. Pero fue milenios después, con la llegada de los españoles y portugueses a América y su conquista a sangre y fuego, cuando tuvo lugar una transformación que cambiaría el curso de la historia: por primera vez, inmensas extensiones de tierra se pusieron a producir un solo cultivo destinado a la exportación, para beneficio de las economías de las metrópolis. Ya en el siglo xx, las innovaciones tecnológicas, sobre todo en el campo de la química, permitirían mejoras sustanciales en la productividad agrícola, pero provocarían también graves impactos socioambientales. Hablamos de impactos «socioambientales» para subrayar que los efectos sociales no son distinguibles de los ambientales: tal vez así lo parezcan para el urbanita que pasó toda su vida lejos del campo; pero la realidad de los territorios es que lo social y lo ambiental están intrínsecamente unidos: si el agua se contamina, eso afecta de lleno a la población. Porque, y tal vez esta es la idea fundamental para entender la crisis ecosocial que afrontamos, somos parte de la naturaleza, por más que pretendamos que nuestro ingenio nos lleve más allá de ella.

Ya en los años ochenta del siglo pasado, las nuevas técnicas, sumadas a los cambios en la economía que impondrá la expansión neoliberal, configurarían el modelo del agribusiness o agronegocio, el cual consagra una forma de hacer agricultura que, como dijo el biólogo y padre de la permacultura Bill Mollison, ya no pretende producir comida, sino dinero[1]. El agronegocio, como cualquier emprendimiento extractivo de los recursos naturales –eso que en América Latina los críticos del modelo han llamado extractivismo–, supone graves impactos socioambientales para los cuerpos y territorios, como iremos desgranando en las páginas que siguen. El agronegocio conllevó una expansión del monocultivo que se tradujo en los territorios deforestados, en la pérdida de biodiversidad y en el desplazamiento masivo de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas, que pierden así su soberanía alimentaria. Sin embargo, el agronegocio se sigue presentando como el único modelo posible para calmar el hambre de un planeta que, según las previsiones, se acercará a los diez mil millones de habitantes en 2050. El argumento, como veremos, es falaz; pero una mentira mil veces repetida termina convirtiéndose en una verdad. Y, a pesar de ello, el sistema agroalimentario global comienza a dejar ver sus fisuras: no sólo en los territorios del Sur global se opone una creciente resistencia al monocultivo, sino que también en las ciudades se empieza a disputar el modelo, pues los comensales son cada vez más conscientes de que el agronegocio deja impactos no sólo en el suelo y el agua, sino también en nuestros cuerpos.

En el sistema agroindustrial global, la comida –y las fuentes de vida– queda en las manos de un puñado cada vez más reducido de empresas; se inaugura un régimen agroalimentario corporativo[2] en el que la lógica mercantil, cada vez más influenciada por el capital financiero, organiza el moderno sistema agroalimentario: la agricultura se industrializa y con ello adquiere una fuerte dependencia de los insumos fósiles. Al mismo tiempo, los procesos de producción, distribución y consumo alimentario se integran por encima de las fronteras estatales, en paralelo a un proceso de corporativización y oligopolización del sector agroalimentario, que en ocasiones se extiende horizontalmente hacia otros sectores, como el de la cosmética o el de los productos de limpieza.

En este primer capítulo, haremos un breve recorrido a través del tiempo para entender cómo hemos llegado hasta aquí y repasaremos algunos ejes del modelo agroindustrial, tales como el creciente protagonismo de las finanzas, la utilización de las cosechas para alimentar los tanques de los automóviles o la disputa en torno a la alimentación; en posteriores capítulos nos centraremos con más detalle en cada uno de los tres cultivos que hemos escogido como representativos de este modelo: la soja, la caña de azúcar y la palma aceitera.

Breve genealogía de la agricultura industrial: de los «monarcas agrícolas» al agribusiness

Desde que Abya Yala[3] fue nombrada como América, la historia del continente en general quedó atravesada por la lógica de la colonización extractivista: comenzó a extraerse, con grandes dosis de violencia, la riqueza del continente para impulsar el desarrollo de las metrópolis. Pero esas riquezas no incluían sólo el oro y la plata, sino también la fertilidad del suelo. Españoles y portugueses pusieron en marcha un novedoso sistema de explotación de la tierra: vastas extensiones comenzaron a producir un solo cultivo que no era destinado al consumo local, sino a la exportación a países situados a miles de kilómetros de distancia; si esto no era una absoluta novedad en la historia humana, sí lo era en semejante escala. En Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano los llamó «monarcas agrícolas»: la caña, el cacao, el café, el caucho. Cinco siglos después, se han modificado las tecnologías y, con ellas, el modo de hacer agricultura, pero algo no ha cambiado: la fractura radical entre quien trabaja y habita esa tierra y quien de ella se beneficia. Esa matriz de poder racista y colonial que Atahualpa Yupanqui resumió en dos versos implacables: «Las penas son de nosotros. / Las vaquitas son ajenas».

Aquellas plantaciones caribeñas de caña de azúcar, algodón o café tuvieron un papel fundamental en la gestación de ese nuevo orden económico, político y social que, dos siglos después, vendría en llamarse capitalismo. Las plantaciones ocuparon en las economías coloniales un lugar tan protagonista como las minas de oro y plata que financiaron la revolución industrial inglesa, y constituyeron el primer experimento a gran escala en que la ciencia se pondría al servicio de la agricultura al tiempo que la producción de alimentos se orientaría, por primera vez en escala semejante, al intercambio comercial y no al consumo local. En el siglo xvi y los que le siguieron, ecosistemas de enorme biodiversidad fueron aniquilados y reemplazados por monótonos cultivos[4]. También fueron aquellas plantaciones las que impulsaron el masivo e infame comercio de esclavos africanos, que repoblarían numerosos puntos de una Abya Yala, cuya población había sido diezmada, a su vez, por la guerra y las epidemias[5]. En resumen, la conquista de América implicaría, entre otras grandes transformaciones, la inauguración del sistema de plantaciones que después se expandiría por otros continentes, y que estableció un nuevo orden de la división internacional del trabajo, y una nueva forma de producir alimentos orientada a la exportación[6].

El caso paradigmático es, para el trópico americano, el de la caña de azúcar. Decía el historiador francés Augustin Cochin que «la historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral». En un grano de azúcar está escrita, también, la historia de la categoría de raza, invento europeo para dominar a los pueblos cuyo sometimiento requería el nuevo orden de acumulación del capital. Si, como dijo el peruano Aníbal Quijano, el «descubrimiento» de América inventó Europa y, con ello, también la idea de raza, las plantaciones de azúcar ilustraron ese proceso hasta el punto de que, como subraya Sidney W. Mintz,

[la] primera taza de té caliente y dulce que se tomó un trabajador británico constituyó un acontecimiento histórico significativo, porque prefiguró la transformación de toda una sociedad, una reconfiguración total de su base económica y social. Debemos esforzarnos por comprender plenamente las consecuencias de ese hecho y de otros que se relacionan con él, porque sobre ellos se erigió una concepción completamente diferente de la relación entre productores y consumidores, del significado del trabajo, de la definición del yo, de la naturaleza de las cosas. A partir de entonces cambió para siempre la idea de lo que es un producto y de lo que significa. Y por la misma razón, cambió concomitantemente lo que es una persona y lo que significa serlo. Al comprender la relación entre producto y persona volvemos a develar nuestra propia historia.[7]

Las plantaciones modificarían paisajes y ecosistemas; la llegada masiva de esclavos transformaría la fisonomía y la cultura del Caribe y del nordeste brasileño. La expansión de la palma aceitera y de la soja es mucho más reciente, pero actualiza estas dinámicas en el marco de un contexto geopolítico en el que los recursos naturales del Sur global vuelven a estar en el punto de mira, puestos al servicio de la acumulación capitalista y el desarrollo de los países del Norte global.

De la Revolución verde a la Revolución biotecnológica

Entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, comenzó a fraguarse en laboratorios químicos lo que más tarde sería nombrado como la Revolución verde. Aunque el objetivo por el que se impulsarían estas innovaciones fue principalmente el incremento de la producción agrícola para reducir las hambrunas, vinieron asociados a dos consecuencias que hoy aún perviven: en primer lugar, las semillas serían proveídas cada año por las empresas, en lugar de que, como sucedió durante milenios, en cada cosecha los campesinos guardasen las mejores semillas para la siguiente siembra; en segundo lugar, se utilizarían nuevos fertilizantes, plaguicidas y pesticidas que, junto con otras innovaciones tecnológicas asociadas a la maquinaria y el riego, posibilitarían un salto en la productividad. Estos agroquímicos estaban compuestos, en gran medida, por derivados del petróleo, con lo que su uso implicó, también, un salto en el consumo de este insumo. Hacemos aquí un inciso para subrayar que, en adelante, nos referiremos a esos agroquímicos como agrotóxicos, ya que se han encontrado evidencias de que esos químicos resultan tóxicos para el suelo, el agua y también para los seres humanos[8].

De los laboratorios de México y Filipinas, donde se llevarían a cabo las primeras experiencias, esas innovaciones saltaron a los campos de Estados Unidos y se expandieron después por todo el mundo. Se sembraron masivamente variedades de trigo, maíz y arroz que, combinadas con un paquete tecnológico a base de semillas y agroquímicos, garantizaban al agricultor una mayor productividad y rendimiento. Como correlato de esa transformación del campo, se produjo un giro en las industrias química, bioquímica y farmacológica.

La Revolución verde, según la FAO, consistió en una serie de mejoras orientadas al aumento de la productividad agrícola, especialmente a través de «variedades de alto rendimiento (VAR) mejoradas de dos cereales básicos (arroz y trigo), el riego o el abastecimiento controlado de agua y la mejora del aprovechamiento de la humedad, los fertilizantes y plaguicidas, y las correspondientes técnicas de gestión»[9]. Suele nombrarse como «el padre de la Revolución verde» al ingeniero agrónomo estadounidense Norman Borlaug, que experimentó en países del Sur global cruces selectivos de trigo, maíz y arroz para desarrollar las variedades más productivas. Ese aumento de la productividad supuso, cree la FAO, un aumento de los rendimientos e ingresos para muchos agricultores[10] y permitió «salvar mil millones de vidas», por la mejora de cultivos como el trigo, en especial en India y Pakistán[11].

El objetivo de la Revolución verde fue, entonces, aumentar la productividad, un concepto que remite a la posibilidad de producir más con menos factores de producción (tierra y tra­ba­jadores)[12]. Sin embargo, no se analizaron los riesgos en términos de garantizar la sostenibilidad de la fertilidad del suelo; tampoco se colocó como una prioridad el desarrollo de las variedades más nutritivas o la preservación de la biodiversidad. A día de hoy, se sabe que las consecuencias para la degradación del suelo han sido graves, hasta el punto de que la ONU advirtió que, si no se revierte la situación, sólo quedarían 60 años de agricultura[13]. De ahí que la Revolución verde implicase también, para muchos pueblos del Sur, un empobrecimiento nutricional de las dietas, que después, como veremos, se combinaría con la entrada masiva de comestibles ultraprocesados, engendrando las enfermedades crónicas típicas de la modernidad capitalista: obesidad, diabetes, hipertensión, etcétera. Y tuvo también otro efecto: benefició de forma desigual a grandes empresas, que poseían el capital para hacer las inversiones necesarias, en detrimento de los pequeños campesinos.

Ya en los años ochenta, y especialmente en los noventa, se consagra el modelo del agronegocio a nivel global, en paralelo a la ascensión de la nueva ideología neoliberal, la ruptura del consenso socialdemócrata en Europa y la consolidación de un nuevo régimen de acumulación basado en la deslocalización de la producción y la financiarización de la economía. Ese nuevo modelo de acumulación será impuesto en los países del Sur global, impulsado por las políticas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que utilizarán como argumento la crisis de la deuda externa para forzar a los países definidos como «subdesarrollados» a modificar sus políticas agrarias[14].

El propio término agronegocio o agribusiness evidencia la supremacía del componente del negocio sobre la agricultura en este nuevo modelo, que aparece ligado a dinámicas recientes del modelo neoliberal, que en esos años alcanza hegemonía a nivel global. Las investigadoras argentinas Carla Gras y Valeria Hernández relacionan el auge del agronegocio con la financiarización de la economía, los nuevos desarrollos científicos y tecnológicos –como fertilizantes y fungicidas–, la transnacionalización del sector agroalimentario y la tendencia al acaparamiento de tierras. El agronegocio surge de la mano de los agroquímicos que garantizan una mayor rentabilidad y productividad de la tierra; pero ese elemento tecnológico se combina ahora con los rasgos del neoliberalismo, que lleva a un mayor protagonismo de las finanzas y a una corporativización y oligopolización del sector agroalimentario. En seguida, las innovaciones en biotecnología dieron lugar a una nueva revolución que supuso, en los años noventa, la eclosión de los organismos genéticamente modificados (OGM), habitualmente denominados transgénicos. Ya no sólo se cruzan y seleccionan las semillas más productivas, sino que los científicos son capaces de crear nuevos organismos alterando su ADN. Ello abrirá la puerta a la mercantilización de las semillas, a través de mecanismos como los derechos de obtentor y las patentes, como en seguida veremos; también posibilitó una escalada en el uso de herbicidas y plaguicidas, dado que algunas plantas fueron modificadas, precisamente, para resistir a potentes herbicidas a base de glifosato y otros agrotóxicos.

El paradigma del agronegocio supone, en líneas muy generales, la reorientación de la producción agraria a cultivos industriales principalmente destinados a la exportación, como el arroz, en detrimento de cultivos regionales orientados al consumo para sectores populares. La lógica del agronegocio sólo puede funcionar a gran escala, con el modelo del monocultivo; la actividad agraria se pone al servicio de los mercados globales y sus compañías transnacionales, en un momento en el que aumenta la concentración de poder por las corporaciones de la biotecnología, así como por las del sector agroalimentario. Esta concentración empresarial afecta a toda la cadena del agronegocio y la industria alimentaria, controlada por corporaciones como Unilever, Coca-Cola y JBS y por gigantes de la distribución como WalMart y Carrefour[15], pero también por firmas tecnológicas como IBM, Microsoft y Amazon. Cuatro grandes multinacionales controlan el 70 por 100 del mercado de commodities agrícolas: el llamado grupo ABCD, formado por las empresas estadounidenses Archer Daniels Midland (ADM), Bunge, Cargill[16] y el conglomerado Louis Dreyfus, con sede en Holanda. En cuanto al sector de la biotecnología, está entre los más concentrados: tras las últimas fusiones y adquisiciones, los seis grupos empresariales que controlaban dos tercios del mercado global de semillas y más del 70 por 100 de los pesticidas han quedado reducidos a cuatro multinacionales: Bayer-Monsanto, Corteva Agris­cience (resultado de la fusión entre Dow y DuPont), el grupo resultante de la fusión de Syngenta y ChemChina y BASF[17].

En definitiva, un grupo cada vez más reducido de empresas multinacionales, bancos[18] y capitales financieros están autorizados para decidir qué se cultiva, qué se cosecha, qué y a qué precio se come, quién puede comer y quién no. Y ello requiere el avance del modelo extractivista, que se apropia de los recursos y que destruye a su paso cuerpos y territorios. En el caso de América Latina, la socióloga argentina Maristella Svampa habla de Consenso de los Commodities para referirse a cómo, en los años 2000, gobiernos de diverso color político estuvieron de acuerdo en expandir la frontera extractiva y apostar por la exportación de commodities, es decir, de materias primas que se consideran básicas y homogeneizadas, a las que se atribuye un precio internacional[19]. La otra cara de este proceso es el aumento exponencial de los movimientos sociales, asociados a las luchas contra el extractivismo; y los líderes de estas resistencias se exponen, a menudo, a grandes dosis de violencia. El Atlas de la Justicia Ambiental[20], creado por el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona, documenta más de 2.700 casos en todo el mundo. En muchos países, además, defender el territorio se ha convertido en una actividad de alto riesgo: según el Informe 2018 de la organización Global Witness, sólo en 2017 fueron asesinadas 201 personas por defender el medio ambiente; América Latina es la región más letal (o al menos, la mejor documentada), al acaparar el 60 por 100 de los asesinatos. Ese año, la agroindustria se convirtió en la primera causa de muerte para los defensores del medio ambiente y los territorios, con 40 asesinatos vinculados a la expansión de la frontera agraria. 40 muertos, en sólo un año, por resistir al avance de la caña, la soja, la palma aceitera y otros cultivos agroindustriales. Tal vez esa cifra sea el dato más contundente para entender la virulencia que requiere para expandirse el agronegocio, el despojo que implica para las poblaciones locales y los enormes intereses que se esconden por detrás del modelo. También hablan por sí mismas las imágenes de los voraces incendios que en agosto de 2019, mientras cerrábamos este libro, nos dejaron sin aliento; esas llamas están, como veremos, directamente relacionadas con el sistema agroalimentario corporativo global y, en especial, con el monocultivo sojero.

Serie histórica: áreas cultivadas a nivel global por cultivo

* Hectáreas cultivadas con maíz

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* Hectáreas cultivadas con soja

* Hectáreas de cultivos para producir azúcar

* Hectáreas de cultivos para producir aceite de palma

* Fuente: valores extraídos por las autoras de la base de datos de FAO.

Campesinos expulsados y concentración empresarial

Hoy, al igual que hace 60 años, el loable objetivo de acabar con el hambre sigue siendo el argumento legitimador del modelo agroindustrial, a pesar de que la realidad demuestre que, más bien al contrario, la expansión de la frontera del agronegocio supone la expulsión de los campesinos[21] y la pérdida de soberanía alimentaria para las comunidades locales. Según un estudio de ETC Group de 2017, la red campesina provee un 70 por 100 de los alimentos que se producen en el mundo, a pesar de contar sólo con el 25 por 100 de los recursos. Los campesinos son, también, quienes garantizan la biodiversidad: si la cadena alimentaria industrial se enfoca en apenas una docena de cultivos y cien variedades de ganado, los campesinos crían ocho mil variedades de ganado y han aportado más de 1,9 millones de variedades vegetales a los bancos genéticos del planeta[22]. En contraste, la lógica de la agricultura industrial ha reducido rápidamente el número de especies que cultivamos y come­mos, hasta el punto de que el 90 por 100 de las calorías que se consumen actualmente a nivel mundial proceden de apenas una treintena de variedades[23]. Pero los monocultivos de una sola variedad dejan campos enteros inermes frente a las plagas; para evitarlas, se hacen cada día más necesarios pesticidas y herbicidas cada vez más potentes, que acaban con los microbios, pero que también tienen efectos perjudiciales en la población humana[24]. Y, si la toxicidad de los alimentos que consumimos es cada vez más preocupante, no lo es menos la pérdida de biodiversidad de las especies, que hace a los seres humanos cada vez más vulnerables y pone en entredicho la soberanía alimentaria. En muchas regiones del mundo, la privatización de las semillas y las patentes es un debate candente y, para las comunidades campesinas, una batalla definitiva contra un sistema económico que las condena a la marginalidad. En definitiva,

[en] un mundo de abundancia, el emporcamiento del planeta y el padecimiento alimentario son creaciones humanas […]. Hoy día, los valores que alientan la sobreproducción y el sobreconsumo en una parte del mundo, condenan a la subproducción y al subconsumo a la otra parte, y siempre a costa de manejar el medioambiente de manera irresponsable, dejando sin agua, sin biodiversidad y sin tierra a las próximas generaciones (Aguirre, 2017, p. 287).

El agronegocio resulta, así, un caso claro de la dinámica con la que la escritora y socióloga Saskia Sassen ha caracterizado el capitalismo contemporáneo: las expulsiones. El monocultivo expulsa todas las especies vegetales y animales, salvo aquella que quiere hacerse crecer –la que se asume como rentable–, y lo mismo sucede con las poblaciones humanas. El campesino es desplazado en aras de un modelo que, como nos dijo el economista Alberto Acosta en Quito, quiere «un campo sin campesinos»[25]. Ese desplazamiento destruye, a menudo con altas dosis de violencia, cuerpos y territorios; implica también acabar con una gran diversidad de modelos agrícolas, saberes campesinos, variedades de semillas y formas de tenencia y uso colectivo de la tierra que son patrimonio de los pueblos: «Es una tristeza, porque lo que se está desplazando son, también, formas únicas de manejar la tierra, el agua, de comerciar y convivir con los bosques», explica la activista ecuatoriana Esperanza Martínez.

Decía Karl Polanyi, autor de esa obra imprescindible que es La gran transformación, que el hombre y la mujer de la modernidad se acostumbraron a aceptar, casi como un hecho natural, que la abundancia material llegara de la mano de la pobreza. Que la opulencia conviva con el hambre. El capitalismo del siglo xxi condena al hambre a países enteros mientras que la otra mitad de la humanidad convive con la epidemia de obesidad y diabetes; al mismo tiempo, se sigue repitiendo, como un mantra, que el modelo agroindustrial es inevitable y que es nuestra única baza contra el hambre. Medio siglo después de que la Revolución verde entrase en los campos, 821 millones de personas, una de cada nueve, sufren hambre, y esa cifra sigue creciendo[26], pese a que la tierra podría alimentar a los 9.100 millones de seres humanos que, según la FAO, poblarán la tierra en 2050, con sólo evitar que se desperdicie, como ahora sucede, un tercio de la comida que se produce[27]. Lo cierto es que el problema del hambre no tiene que ver con la producción, sino con la distribución y el acceso a los alimentos.

El hambre como legitimación del modelo convive con otro argumento igualmente falaz: la idea de que el monocultivo es la forma más eficiente de hacer agricultura. Para empezar, ¿qué es eficiente para los saberes hegemónicos en las sociedades capitalistas modernas? La idea de eficiencia es un pilar del pensamiento ingenieril que, al quedar reducido a la rentabilidad económica, deja fuera de la ecuación demasiados elementos, hasta el punto de perder de vista lo que debería ser la máxima principal del hacer agrícola: garantizar la sostenibilidad de los ciclos de reproducción de la vida, de los procesos biológicos que garantizan que dejemos un planeta en condiciones habitables para las próximas generaciones.

El agronegocio puede entenderse como una nueva lógica de acumulación en el que la agricultura se subordina al capital industrial. Bajo el argumento de aumentar la eficiencia de la producción agrícola, el uso de fertilizantes químicos, las variedades de alto rendimiento y el «mejoramiento» de la genética imponen a la tierra el ritmo de la fábrica. Pero, si bajamos esa eficiencia medida en dólares de la abstracción a los flujos de energía y materiales del metabolismo ecosocial, nos encontramos que, para producir una tonelada de soja transgénica, se requiere extraer de la tierra 16 kilos de calcio, nueve de magnesio, siete de azufre, ocho de fósforo, 33 de potasio y 80 de nitrógeno, que no son retribuidos al suelo y así generan su degradación[28].

Las materias primas flexibles

En ese escenario, las llamadas flex crops o commodities