Los números de la Fe - Rafael Ayerbe - E-Book

Los números de la Fe E-Book

Rafael Ayerbe

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Beschreibung

Un thriller religioso te espera en esta nueva obra, los números matemáticos tienen mucho que decir en la Historia de la humanidad y una secta secreta quiere destapar que La Iglesia ha evitado el conocimiento de las soluciones a los problemas universales gracias a ellos. Un joven sacerdote se verá envuelto en un misterio y sobre todo en un reto muy importante que cambiará su vida. Un misterioso caso en la ciudad de Sevilla. Cristóbal, un joven sevillano y amante de los números, es recién ordenado sacerdote en una Orden misionera llamada Testigos de la Cruz, que reside en la Antigua Audiencia. Lleva una vida vocacional, entregada a los más necesitados, pero algo cambia pronto y de forma brusca. Un grupo de profesores de origen griego publica un artículo que crea la controversia y deja abierto un hilo de misterio tras enigmas matemáticos. La curiosidad y el enfado de la Orden obligan a tomar una frágil decisión: convertir la vida de un misionero en un estudiante universitario común. Cristóbal se ve obligado a trasladarse a la Universidad para averiguar qué esconden esos profesores. La rutina en la que se sumerge presenta situaciones nuevas para él: la vorágine de una vida estudiantil. Aunque sin olvidar el legado por el que comienza a estudiar matemáticas en la Universidad, Cristóbal comienza a acercarse a una peligrosa frontera entre la amistad y el amor por una joven, llamada Helen. Una historia narrada a ritmo de thriller que mezcla matemáticas y simbología de la Antigua Grecia con la vocación y los intereses de una Orden misionera y religiosa que se verá implicada en una trama de misterios y engaños muy bien planeada. ¿Y si los números pueden ocupar el lugar de las palabras?

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.nowevolution.

EDITORIAL

Título:Los números de la fe

© 2014 Rafael Ayerbe Algaba

© Diseño Gráfico: nouTy

Colección:Volution.

Primera Edición Septiembre 2014

Derechos exclusivos de la edición.

©nowevolution2014

ISBN: 978-84-943227-8-5

Edición Digital: Febrero 2015

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más información:

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A mis padres y hermanos. A mi familia.

A esos buenos amigos.

«En tres partes se divide el alma humana: en mente, en sabiduría y en ira.»

«Entre dos hombres iguales en fuerzas, el más fuerte es el que tiene la razón.»

Nota del autor:

Robar o prestar tiempo está muy caro. Y a un desconocido aún más. Por eso esta historia, y por los mismos motivos su extensión. En este mundo de tecnología y «no parar» en el que intentamos habitar, no pretendo quitaros algo tan preciado como es el tiempo, sino que lo invirtáis en leer esta novela, esperando que os resulte amena y entretenida. Esta es la intención más directa de Los números de la fe, mi ópera prima.

Es una obra de ficción, todo lo que en el libro se desarrolla, salvo lugares y personajes históricos, es fruto de la imaginación del autor, siendo una mera coincidencia cualquier similitud a la realidad.

Introducción

Sevilla, 12 de Julio de 1998

Era domingo. El sol asomaba entre las estrechas hileras de las persianas. La temperatura en aquella habitación comenzaba a ser testigo de un cálido día de verano. La noche no parecía haber sido un aliado del viento. Las sábanas en el suelo delataron una intensa lucha por conseguir conciliar el sueño. Cuando aún peleaba por conquistar algunos minutos de descanso, el aporreo de la puerta le resultó ensordecedor:

—¡Cristóbal! Como sabrás, la pereza es un pecado capital —le replicaba su madre—. ¡Anda, levanta, que ya vas tarde a tu ordenación!

Aquel día no iba a ser como cualquier otro para Cristóbal. Sería diferente, pues le abría la puerta de un camino que él mismo había escogido seguir. Una vida llena de privaciones pero a la vez doblemente gratificante. Desde hacía un par de años, cuando cumplió los dieciocho, Cristóbal se formaba para ordenarse sacerdote. Tanto sus padres como sus amigos conocían la forma de ser tan especial que tenía. Cristóbal era un chico humilde, trabajador y tranquilo, que rara vez disfrutaba de las aficiones de sus más allegados. Entre sus gustos más acentuados estaban la música clásica, el ajedrez y las matemáticas. Vivía en un piso, junto a sus padres, ubicado en un edificio en la avenida de la Borbolla, en Sevilla. Disfrutaba de una vida acomodada, económicamente estable. La decisión de «hacerse cura», así lo llamaban sus amigos, la tomó después de compartir varias vivencias solidarias junto a una orden conocida como Testigos de la Cruz. Era con este mismo grupo religioso con el que se ordenaba sacerdote, pues admiraba de ellos la libertad con la que trataban la formación clerical de los seminaristas, además de su clara vocación misionera y fuertemente religiosa.

—Cristóbal, en tus dos años de formación sacerdotal, puedes seguir viviendo junto a tus padres —le decía Gabriel, instructor de la orden— si así lo prefieres.

—Pues sí, Gabriel. Así tendré a mis padres algo menos preocupados —se justificaba mientras daba síntomas de claro desahogo.

El hecho de poder residir en su casa había calmado la incertidumbre de sus padres o, por lo menos, había aplazado la sensación de pérdida emocional que les suponía pensar en la marcha de su hijo. Sin embargo, a lo largo de aquellos dos años, la asimilación acabó por gobernar el sentimiento de ambos.

—Queremos lo mejor para ti —le decía su padre, a la vez que su madre lo miraba con ojos que verificaban aquel comentario—. Estamos seguros de que tu bondad será el regalo para muchos necesitados.

—Gracias de verdad, papá —respondía a modo de agradecimiento—. Sin vuestro consentimiento, todo hubiera sido mucho más difícil.

Pasaron los días durante dos largos años. Días duros en los que Cristóbal estudiaba teología y otros en los que la gratitud de solidaridad rebosaba su estado de ánimo. Estaba convencido de haber escogido el papel que, como él decía, le había otorgado el Señor. Aquel 12 de julio, Cristóbal se ordenó como sacerdote de los Testigos de la Cruz.

1

Sevilla, 18 de septiembre de 1999.

Antigua Audiencia, sede de los Testigos de la Cruz.

Hacía poco más de un año que el sacerdote Cristóbal convivía junto a sus hermanos de orden. Lo hacían en la Antigua Audiencia, un palacio ubicado en la plaza San Francisco, en el casco antiguo de la ciudad. Se trataba de un edificio histórico de ámbito renacentista, anteriormente conocido como Antigua Chancillería, fundada en 1553 bajo el reinado de los Reyes Católicos. De la arquitectura destacaba su elegante patio central y la galería de arcos que lo circundaban. Estaba declarado como bien de interés cultural. Aquella residencia había generado una ola de rumores acerca de la cómoda situación económica de los Testigos de la Cruz, puesto que estos habían llegado años atrás a un acuerdo con la entidad financiera Caja San Fernando, cuya sede residía en aquel palacio. Mucha gente, la mayoría implicada en la economía de la ciudad, pensaba que la congregación religiosa no era más que una cortina de solidaridad de la caja de ahorros, con la finalidad de generar un consenso de buen ver en la masa social de la ciudad.

Sin embargo, los Testigos, así se simplificaba su nombre, era una organización muy bien vista en el seno de los vecinos del centro de la ciudad. Sabían que se trataba de una corporación seria que dedicaba mucho esfuerzo y empeño en comedores sociales, dando cobijo a personas sin hogar y promocionando campañas de jóvenes con inquietudes religiosas.

Fue así como conocieron a Cristóbal; en una expedición cristiana a Roma para visitar el Vaticano y asistir a una plegaria del Papa Juan Pablo II.

Ahora ya cumplía más de un año junto a ellos, y era muy admirado por sus hermanos debido a su motivación y entrega.

—Necesitamos que acudas a La Campana —le dijo Abel—. Nos han llegado unas peticiones por parte de sus vecinos.

—¿Y eso? —preguntó Cristóbal.

—Demasiados vagabundos por la calle Sierpes.

—Claro, y la gente, como sabe de nuestra labor, pues llama y se desentienden de ellos. —A Cristóbal se le dibujó en su rostro una clara evidencia de cabreo.

—Entiendo tu indignación, pero debemos ir a ofrecerles un amparo digno. Es nuestra labor.

—Sí, lo haré. Pero me da pena que la gente se comporte así, ¡que no somos una empresa de recogida de perros! ¡Son personas! —pareció enfurecerse aún más.

—Por eso nosotros ayudamos. Porque lo necesitan, Cristóbal.

—Está bien. Mañana me pasaré por allí —comentó, mientras su cabreo se diluía hasta llegar a una calma conciliadora.

La hermandad estaba formada por dieciséis Testigos, de los que cuatro, entre ellos Cristóbal, eran los sacerdotes más jóvenes. Se dedicaban íntegramente a la labor social, lo cual, era normal, pues entraban con una fuerte vocación solidaria. Los otros doce Testigos formaban el Consejo de la Cruz. Esta posición se alcanzaba por unanimidad cuando los jóvenes sacerdotes cumplían los cinco años en la congregación. También pasaban a formar parte aquellos que, por sus buenos actos y entrega plena, eran considerados por Abel, el fundador de la orden.

Abel era un hombre de unos cincuenta años, pero su cabello blanco le daba aspecto de un anciano. Sus ojos sobresaltaban por encima de unas bolsas que dibujaban las arrugas acordes a su edad. Pese a ello, presentaba una vitalidad difícil de alcanzar por sus otros hermanos.

La hermandad fue fundada en 1979, cuando Abel cumplió los treinta. Desde joven sintió la necesidad de congregar a gente con sus mismas inquietudes. Fue duro el comienzo, ya que sus padres no entendían aquella irrevocable implicación con la baja sociedad. Querían que su hijo tuviera un prometedor futuro en el mundo de las finanzas, y que se relacionase con la gente de la clase alta que emergía en aquellos momentos.

Pero fue una dura infancia, marcada por las represiones del Régimen franquista, la que contribuyó decisivamente a que Abel se sintiera un hombre dedicado al pueblo.

Aquel día de septiembre fue diferente a otro cualquiera del mes: un calor incesante que agotaba hasta al mejor de los atletas. Sin embargo, la mañana se presentaba más fresca de lo habitual, y las gotas del rocío se reunían en los techos de los coches. Cristóbal se había levantado a las ocho de la mañana, con síntomas de haber tenido una noche descansada. Mientras desayunaba junto a algunos de sus hermanos de orden, lucía una sonrisa característica que le acompañaba durante las primeras horas del día. Dentro de media hora debo estar en la calle Sierpes pensó mientras se terminaba el último trozo de una pequeña tostada y daba un sorbo a un café con leche. Cuando terminó de desayunar, puso el plato y el vaso en el lavavajillas, cogió un chalequillo fino para las primeras horas, y se encaminó hacia la puerta en dirección adonde le había encomendado Abel el día anterior.

La calle Sierpes estaba a unos trescientos metros de la plaza San Francisco, por lo que el paseo a pie se hacía prácticamente inexistente. Aún así, caminar por el centro de la ciudad hispalense era algo fabuloso para cualquier persona, ya fuera turista o de la ciudad, pues Sevilla presumía de uno de los cascos antiguos más bellos y grandes de toda Europa. Cristóbal mantenía, todas las mañanas que salía de la orden, una agradable conversación con el dueño de una panadería cercana.

—¡Hombre! Mira quién viene por aquí —exclamó el panadero.

—Muy buenos días, Luis. ¿Qué tal se presenta la mañana?

—Como siempre, aquí liados con el trigo y los hornos —comentaba con un toque de humor—. ¿Adónde vas a estas horas, muchacho?

—A Sierpes, que últimamente hay muchas personas sin techo. Vamos a ver qué podemos hacer.

—Ah, pues mira —dijo, mientras sacaba media docena de barras de pan—, llévatelas, que seguro que les hacen más falta que a mí.

—Muchas gracias, Luis. Que Dios te lo pague —agradeció cuando ya se disponía a marcharse.

Algo le decía a Cristóbal que aquella mañana iba a ser dura y larga. Tratar con los vagabundos no era nada fácil. Estos siempre lo recibían con una amable invitación a que se marchase antes de abrir la boca. La simpatía únicamente no servía para tratar de convencer a personas que habían perdido la ilusión por vivir. Quizás con un poco de alimento, ya empezaban a dialogar. El mero hecho de intentar llegar a un pacto con ellos funcionaba, pues sabían que a cambio de hablar recibían parte del acuerdo, en este caso, una barra de pan recién sacada del horno.

Cristóbal ya se encontraba en Sierpes. Caminaba junto al gentío propio de las horas en las que se encontraba: personas que, a paso ligero, apuraban sus últimos minutos antes de entrar al trabajo, madres que acompañaban a sus hijos a colegios cercanos, incluso los primeros consumidores que buscaban desesperados en zapaterías y tiendas de ropa. Fue justamente a la entrada de una joyería, donde tropezó con un joven tumbado en un soportal junto a la entrada del comercio.

—¡Eh, tío! Ten más cuidado —exclamó sobresaltado el sintecho—. Acabo de levantarme, y como ves, no ha sido muy cómodo dormir aquí.

—Perdone. No lo he visto. ¿Necesita usted algo? —preguntó Cristóbal, siempre después de haberse disculpado.

—¿Que si necesito algo? Si yo le contara… —Mientras hablaba, bebía a sorbos un zumo de supermercado—. Todos necesitamos algo.

—Pues entonces, déjeme ayudarle. Pertenezco a un grupo de sacerdotes que trata de ayudar a gente necesitada. Como usted.

—¿Como yo? ¿Y qué le hace pensar que yo soy un vagabundo? —preguntó exaltado— ¿Sabes qué necesito? Cuerdas para este cacharro —Sacó de entre unas sábanas una guitarra vieja, con claras muestras de haber sido manoseada cruelmente.

—Ah, perdona si te he molestado. Pensé…

—No piense usted tanto. No soy un drogadicto, ni un alcohólico. Solo soy un estudiante en apuros. Con esta guitarra me saco algunos ahorrillos para salir adelante. Mi nombre es Adrián Miralles, un humilde estudiante de Matemáticas.

—¡Vaya! Siento haberle ofendido. Yo soy Cristóbal. Encantado de conocerle —le dijo, mientras le estrechaba la mano—. Por cierto, bonita carrera la que estudias.

La conversación con ese joven dejó a Cristóbal algo desencajado. No comprendía cómo un estudiante universitario podía vivir, y, al parecer voluntariamente, en esas condiciones. Aunque ese pensamiento le rondó por la cabeza durante toda la mañana, no le privó de hacer su tarea: repartió el pan entre todos aquellos que lo necesitaban, aconsejó comedores sociales a los que podían ir en busca de algo de comida, e incluso compró unos zapatos en un par de ocasiones a dos vagabundos que habían dormido descalzos durante toda la noche.

Desde muy joven, a Cristóbal le había impresionado el hecho de ver a personas durmiendo en la calle. Recordaba cuando paseaba por las calles de la ciudad en épocas navideñas. Su padre le decía que aquella gente había tenido problemas con la bebida o las drogas. Pero ahora se daba cuenta que no siempre era así. Cuando dialogaba con alguno de ellos, muchos coincidían en haber tenido problemas con su familia. Otros llegaban a Sevilla del extranjero, en busca de una vida mejor, pero desafortunadamente se veían relegados al nomadismo para poder subsistir.

Cristóbal llegó algo cansado a la orden, pero con la conciencia tranquila de haber hecho todo lo que estaba en su mano. Ahora tocaba reponer fuerzas en un almuerzo junto a todos sus hermanos, salvo Abel, que se encontraba fuera debido a unos asuntos que últimamente le habían traído más problemas de lo habitual.

—¿Adónde se ha marchado? —preguntó Cristóbal, mientras probaba la primera cucharada de unas lentejas.

—Está en una reunión con un sacerdote de otra diócesis —respondió enseguida un testigo del consejo—. No sabemos nada más.

El almuerzo transcurrió con normalidad, quizás algo más silencioso de la cuenta. La incertidumbre acerca de dónde se encontraba Abel y el porqué, rondaba por la cabeza de los allí presentes. Después de haber recogido la mesa, Cristóbal fue hacia su cuarto en busca de un merecido descanso. Antes de dormir, siempre caía en una reflexión de lo que había vivido ese mismo día. Entre las preguntas retóricas que se hacía, en aquel instante destacaba una por encima de las demás: ¿por qué un joven estudiante vivía como un nómada? ¿De verdad era necesario solo para unos ahorros? Aquellas interrogaciones fueron la antesala de un sueño profundo, que se interrumpió cuando se escuchó el portón del palacio cerrarse con una fuerza desmedida. Abel había llegado de la reunión, y por la fuerza de aquel portazo se intuía que venía con un enfado fuera de lo habitual.

Cristóbal encaminó las escaleras abajo para saber qué le sucedía. Cuando entró en la sala de reuniones, Abel se encontraba hablando airadamente junto a miembros del consejo.

—Perdona, Abel, ¿se puede saber qué ocurre? ¡Me despertaste! —entonó Cristóbal con un carácter amigable intentando quitar hierro al asunto.

—¡Estos entendidos! —exclamó otro sacerdote mientras tiraba una revista al suelo—. Solamente saben criticar y cuestionar.

—Sí, bueno. Pero debemos tranquilizarnos —asintió Abel—. No es la primera vez que esto sucede. Toma, Cristóbal. Lee. —Se agachó para recoger la revista y dársela—. Página veintidós.

Cristóbal tomó la revista que Abel le había dado para que leyese por donde le había indicado. Antes echó un vistazo a la portada: La verdad de los números. Se trataba de una revista de divulgación matemática. Tenían una sección donde discutían acerca de creencias religiosas, apoyándose en teorías de números y geometría. En aquel artículo se mencionaban, entre muchas cosas, la disputa que había surgido entre religión y ciencia. Con la revolución que empezaba a tener esta última, se exponía que la religión iba diluyéndose hacia un segundo plano, en los que solo algunos melancólicos, así lo expresaba la revista, seguían realzando el camino y los deberes del Señor. Quizás un último párrafo del artículo era lo que había enfadado tanto a Abel como a los demás sacerdotes.