Los ojos de la oscuridad - Dean Koontz - E-Book

Los ojos de la oscuridad E-Book

Dean Koontz

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Beschreibung

Después de perder a su hijo en un accidente, Tina Evans empieza a resurgir de sus cenizas. Su carrera como directora de musicales es fulgurante y acaba de conocer a Elliot Stryker, un abogado con el que rápidamente establece un vínculo íntimo. Tan solo hay algo preocupante en su vida: alguien le deja extraños mensajes que aseguran que su hijo Danny no está muerto. Tina quiere averiguar quién es capaz de hacer tal cosa y, con ayuda de Elliot, comienza a replantearse las circunstancias en las que el niño falleció. Muy pronto ambos averiguan que hacer preguntas es peligroso. Ahora hay hombres que intentan matarlos y que están detrás del enigmático Proyecto Pandora. La novela de un escritor visionario.

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Título original inglés: The Eyes of Darkness.

Autor: Dean Koontz.

© Koontz Living Trust, 1981, 1996.

Publicado originalmente bajo el seudónimo Leigh Nichols.

© Traducción: Lorenzo Cortina.

El editor queda a disposición del propietario de los derechos

de la traducción, con el que no ha sido posible contactar,

para las gestiones correspondientes.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2020.

Av. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2020.

REF.: ODBO728

ISBN: 978-84-9187-675-5

REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL·ELTALLERDELLLIBRE

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Esta versión mejorada es para Gerda, con amor.

Después de cinco años de trabajo, ahora que casi estoy

terminando de mejorar estas primeras novelas

publicadas bajo seudónimo, tengo la intención de

comenzar a mejorarme a mí mismo. Teniendo en cuenta

todo lo que hay que hacer, este nuevo proyecto se

conocerá como el plan de los cien años.

MARTES,30 DEDICIEMBRE

1

Seis minutos después de la medianoche de la madrugada del martes, Tina Evans iba de camino a su casa tras haber ensayado, a últimas horas, su nuevo espectáculo. Creyó haber visto a su hijo, Danny, en un coche desconocido. Pero, por desgracia, Danny hacía más de un año que había muerto.

Cuando estaba a dos manzanas de su casa, se acordó de que necesitaba comprar un par de litros de leche y una barra de pan. Tina se detuvo en un supermercado abierto veinticuatro horas y aparcó debajo del mágico resplandor amarillento de una farola de vapor de sodio, junto a un Chevrolet familiar color beis. Había un chico sentado en la parte delantera, en el asiento del pasajero, en espera de que su madre, o su padre, saliese del establecimiento. Tina solo podía ver un lado de su cara, pero se sobresaltó al percatarse de su parecido.

Danny.

El chico tenía unos doce años, la edad de Danny, así como el fuerte cabello oscuro de Danny, la nariz de Danny e incluso la delicada mandíbula de Danny.

Ella susurró el nombre de su hijo, como si fuera a asustar a esa amada aparición si hablaba más fuerte.

Sin darse cuenta de que ella lo miraba, el muchacho se llevó una mano a la boca y empezó a morderse con suavidad el nudillo del pulgar, algo que Danny había comenzado a hacer más o menos un año antes de su muerte. Tina había tratado de quitarle aquella mala costumbre, pero sin éxito.

Ahora, mientras contemplaba a aquel chico, tuvo la extraña sensación de que su parecido con Danny era algo más que una mera coincidencia. De repente, la boca se le secó. El corazón comenzó a palpitarle deprisa. Todavía no se había acostumbrado a la pérdida de su único hijo, porque nunca había querido, o había intentado, conformarse con ello. Aprovechando la semejanza de este chico con Danny, era fácil fantasear con que no lo había perdido.

Quizás... quizás aquel chico era realmente Danny. ¿Por qué no? Cuanto más lo consideraba, menos disparatado le parecía. A fin de cuentas, nunca había visto el cadáver de Danny. La policía y los médicos forenses le explicaron que el cuerpo de Danny estaba tan mutilado, tan horriblemente desfigurado, que era mejor que no lo mirase. Trastornada y apesadumbrada, había seguido su consejo, y el funeral de Danny se llevó a cabo con el ataúd cerrado. Pero tal vez se hubieran equivocado en la identificación del cadáver. Quizá Danny no se había matado en el accidente. A lo mejor, solo se trató de una grave lesión craneal, algo lo bastante grave como para producirle... amnesia. Sí. Amnesia. Tal vez se hubiese alejado del autobús destrozado y, llegado el momento, le encontraron a kilómetros y kilómetros del lugar del accidente, sin ningún tipo de identificación, incapaz de decirle a nadie quién era o de dónde venía. Aquello era posible, ¿verdad? Es algo que ves en las películas. Claro que sí. Amnesia. Y si ese había sido el caso, podría haber terminado en un hogar de adopción, en una nueva vida. Y ahora estaba sentado allí delante, en aquel Chevrolet beis, que el destino había traído hasta ella y...

Se interrumpió en mitad de su elaborada fantasía cuando el chico se percató de su mirada y se volvió hacia la mujer. Ella contuvo la respiración cuando la cabeza del chico empezó a volverse con lentitud. Durante unos cuantos segundos, mientras se miraban mutuamente a través de las dos ventanillas, y en medio de aquella extraña luz sulfúrea, tuvo la sensación de que entraban en contacto a través de un inmenso abismo de espacio, tiempo y destino. Pero entonces su fantasía se desvaneció de repente, porque no era Danny.

Apartó los ojos de él y se miró las manos, que llevaban tanto tiempo aferradas con fuerza al volante que le dolían.

—Maldita sea.

Se enfureció consigo misma. Creía ser una mujer fuerte, competente, centrada, capaz de hacer frente a cualquier problema que la vida le planteara, y se veía perturbada por su continua incapacidad para aceptar la muerte de Danny.

Tras la conmoción inicial, tras el funeral, había comenzado a enfrentarse a aquel trauma. De una forma gradual, día a día, semana a semana, había dejado a Danny atrás, con tristeza, con un sentimiento de culpabilidad, con lágrimas y amargura, pero también con firmeza y determinación. Durante el año anterior había dado algunos pasos importantes en su carrera, y se acostumbró a trabajar duro, como si fuera una especie de morfina, para amortiguar su dolor hasta que la herida se curase.

Entonces, hacía un par de semanas, comenzó a recaer en el estado en el que se había encontrado inmediatamente después de recibir la noticia del accidente. Su negativa fue tan firme como irracional. Una vez más, la poseyó esa atormentadora sensación de que su hijo estaba vivo. El tiempo debería haber puesto mayor distancia entre ella y la angustia, pero, en vez de eso, los días no hacían otra cosa que hacerla girar alrededor de su pena. No era la primera vez que imaginaba que ese muchacho del coche era Danny; durante las últimas semanas le había parecido ver a su hijo desaparecido en otros coches, en los patios de colegio, en las calles, en un cine.

E incluso, recientemente, había comenzado a tener un sueño recurrente en el que Danny estaba vivo y, horas después de despertarse, no podía hacer frente a la realidad; trataba de convencerse de que el sueño era una premonición del futuro regreso de Danny, que, de alguna manera, había sobrevivido y, tarde o temprano, regresaría a sus brazos.

Era una cálida y maravillosa fantasía, pero, por supuesto, no podía mantenerla durante demasiado tiempo. Aunque siempre se resistía a la triste verdad, cada vez surtía su efecto, por lo que debía forcejear y verse obligada a aceptar el hecho de que el sueño no era ninguna premonición. No obstante, sabía que cuando tuviera ese sueño otra vez, encontraría nuevas esperanzas en él, como ya le había sucedido en tantas ocasiones.

Y aquello no era bueno.

—Estás enferma —se regañaba.

Lanzó un vistazo al coche familiar y se percató de que el chico aún la contemplaba. Se miró las manos otra vez y encontró la fuerza suficiente para soltarlas del volante.

El dolor podía volver loca a una persona. Lo había leído en alguna parte. Pero no dejaría que aquello le sucediera a ella. Debía ser fuerte consigo misma para mantener el contacto con la realidad, por muy desagradable que fuera. No podía permitirse tener esperanzas.

Había amado a Danny con todo su corazón, pero él se había ido. Mutilado y destrozado en un accidente de autocar con otros catorce niños, una víctima más de una gran tragedia. Desfigurado hasta el punto de ser irreconocible. Muerto.

Frío.

En descomposición.

En un ataúd.

Bajo tierra.

Para siempre.

Su labio inferior comenzó a temblarle. Deseaba llorar, pero no lo hizo.

Había perdido el interés en el chico del Chevrolet. Ahora miraba de nuevo hacia la entrada del supermercado, esperando.

Tina salió de su Honda. La noche era agradablemente fresca y seca. Respiró hondo y entró en el supermercado, donde el aire era tan frío que le penetraba en los huesos, y la intensa luz fluorescente era demasiado brillante y demasiado sombría para alentar fantasías.

Compró dos litros de leche desnatada y una barra de pan blanco cortada en finas rebanadas, especial para los que hacían dieta, porque cada una de ellas contenía la mitad de calorías de una rebanada normal. Ya no era bailarina, ahora trabajaba detrás del telón, en la producción final del espectáculo; pero se sentía física y psicológicamente mejor cuando no sobrepasaba el peso que tenía cuando era bailarina.

Cinco minutos después se encontraba ya en casa. Vivía en una modesta casa de campo en un barrio tranquilo. Los olivos y las melaleucas se agitaban perezosamente en la leve brisa de Mojave.

Se hizo un par de tostadas, las untó con crema de cacahuete, se sirvió un vaso de leche y se sentó a la mesa de la cocina.

Las tostadas con crema de cacahuete eran uno de los alimentos favoritos de Danny, incluso cuando era un bebé, no hacía demasiado tiempo que caminaba y era muy caprichoso respecto a lo que deseaba comer. Cuando empezó a hablar, lo llamaba «quema de cacué».

Mientras Tina se comía la tostada, si cerraba los ojos, aún lo veía, con tres años, los labios y la barbilla pringados de crema de cacahuete, mientras sonreía y pedía:

—Más quema de cacué, pofavó.

Abrió los ojos con un estremecimiento, puesto que aquella visión del niño era demasiado vívida, no era tanto un recuerdo sino una visión. En aquel preciso instante, no deseaba recordar.

Pero resultó ser demasiado tarde. Su corazón parecía habérsele hecho un nudo, y su labio inferior comenzó a temblarle. Reposó la cabeza sobre la mesa. Y lloró.

Aquella noche soñó que Danny estaba vivo. De alguna forma. En alguna parte. Vivo. Y él la necesitaba.

En el sueño, Danny estaba al borde de un precipicio insondable; Tina se encontraba en el otro lado, delante de él, y lo miraba a través del inmenso abismo. Danny la llamaba por su nombre. Estaba solo y tenía miedo. Ella estaba destrozada porque no veía la forma de llegar hasta él. Mientras tanto, el firmamento se iba poniendo cada vez más oscuro; unas espesas y sombrías nubes de tormenta se apoderaban de las últimas luces del día. Los gritos de Danny y las respuestas de ella se volvieron más agudos y desesperados, pues ambos sabían que debían estar juntos antes de que la noche cayera o, en caso contrario, se perderían para siempre; había algo en la noche que aguardaba a Danny, algo espantoso que se apoderaría de él si se encontraba solo después de anochecer. De repente, el cielo se vio desgarrado por un relámpago y, después de ese destello, hubo un fuerte trueno, y la noche implosionó en una oscuridad más profunda, en una oscuridad infinita y perfecta.

Tina Evans se incorporó en la cama, con la certeza de que había oído un ruido en la casa. Y no se trataba del trueno del sueño. El sonido que había escuchado se produjo en el momento de despertarse, era un ruido real, no imaginario.

Escuchó con atención, dispuesta a saltar de la cama ante el menor sonido, pero todo estaba en silencio.

La duda empezó a apoderarse de su mente. Últimamente se había sentido intranquila. Aquella no era la primera noche en la que estuvo segura de la presencia de un intruso. Durante las pasadas dos semanas, aquello había sucedido media docena de veces, pero, en cada ocasión, cuando había sacado la pistola de la mesilla de noche y empezado a registrar el lugar, habitación por habitación, no había encontrado a nadie. Recientemente se hallaba sometida a una gran presión, tanto personal como profesional. Tal vez lo que había oído esta noche hubiera sido simplemente el trueno del sueño.

Siguió en guardia durante un par de minutos, pero la noche era tan apacible que tuvo que admitir que no había nadie más en la casa. Los latidos de su corazón se calmaron poco a poco y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

En momentos así hubiera deseado que Michael y ella estuviesen aún juntos. Cerró los ojos y se imaginó a su lado, alargaba la mano hacia él en la oscuridad, lo tocaba, se apretaba contra él, se refugiaba en sus brazos. Él la consolaría, la tranquilizaría y, en un santiamén, estaría dormida de nuevo.

Por supuesto, si ella y Michael estuviesen en la cama juntos en aquel instante, eso no sucedería. No harían el amor. Se pelearían. Se resistiría al afecto de ella, la rechazaría y comenzaría a pelearse con ella. Empezaría por algún tema trivial y la aguijonearía hasta que aquello acabara en una batalla campal. Así había sucedido los últimos meses que estuvieron juntos; siempre estaba encolerizado, a cada momento buscaba una excusa para volver su rabia contra ella.

Como Tina lo había amado hasta el final, la ruptura de su relación le dolió y la entristeció profundamente; pero también quedó aliviada cuando todo acabó.

Había perdido a su hijo y a su marido en el mismo año, primero el hombre y luego el niño; el hijo, a la tumba; el marido, a los vientos del cambio. Durante los doce años que duró su matrimonio, ella había cambiado de una manera drástica, se convirtió en una persona más compleja, pero Michael no cambió. Comenzaron como amantes y lo compartían todo: éxitos y fracasos, alegrías y frustraciones. Sin embargo, en la época en que el divorcio concluyó, se habían convertido en dos extraños. Aunque Michael vivía aún en la ciudad, a menos de un kilómetro de distancia, en algunos aspectos se encontraba tan lejos y era tan inalcanzable como Danny.

Suspiró resignada y abrió los ojos.

Ya no tenía sueño, pero sabía que debía descansar un poco más. Al día siguiente, tenía que estar fresca y bien dispuesta, porque constituiría uno de los días más importantes de su vida. El 30 de diciembre. Otros años, aquella fecha no había significado nada en especial. Pero, para bien o para mal, ese 30 de diciembre era el punto de inflexión sobre el que giraría todo su futuro.

Durante quince años, después de cumplir los dieciocho, y dos antes casarse con Michael, Tina Evans había vivido y trabajado siempre en Las Vegas. Empezó su carrera como bailarina en el Lido de París, un espectáculo en un escenario gigantesco, en el Stardust Hotel. El Lido era una de aquellas increíbles producciones fastuosas que podían verse en cualquier lugar del mundo además de en Las Vegas, pero era solo en esa ciudad donde un espectáculo que costaba varios millones de dólares podía representarse año tras año, sin preocuparse de los beneficios; se gastaban sumas tan enormes en los elaborados decorados y vestidos, y en el enorme reparto y personal, que, en realidad, los del hotel estaban encantados con que la producción solo se mantuviera con el importe de la entrada y las ventas de las consumiciones. A fin de cuentas, por fantástico que aquello fuese, el espectáculo era solo un incentivo, un gancho con el único propósito de atraer cada noche al hotel a unos cuantos miles de personas. Al entrar y salir de la sala de espectáculos, la gente tenía que pasar por delante de las mesas de juego de dados, blackjack, ruleta, por las hileras de máquinas tragaperras, y allí es donde se conseguía el auténtico beneficio. Tina disfrutaba con su trabajo en el cuerpo de baile del Lido, y permaneció en él durante dos años y medio, hasta que se enteró de que estaba embarazada. Tuvo que tomarse un descanso durante esos meses y el parto de Danny, y después pasó con él sus primeros meses de vida. Cuando Danny tenía ya seis meses, Tina empezó a entrenar para volver a ponerse en forma, y, después de tres meses de arduos ejercicios, consiguió una plaza entre las bailarinas para un nuevo espectáculo. Logró convertirse en una buena bailarina y en una buena madre, a pesar de que eso no siempre le resultara fácil; amaba a Danny, y disfrutaba inmensamente con su trabajo, y no le importaba hacer frente a una doble obligación.

Sin embargo, cinco años atrás, en su vigésimo octavo cumpleaños, comenzó a percatarse de que no había hecho otra cosa que pasar diez años como bailarina en un espectáculo. Por ello, decidió introducirse en el negocio desde otro ángulo, para no encontrarse de pronto, a los treinta y ocho, teniendo que ponerse a trabajar de lavaplatos. Consiguió un puesto como coreógrafa en un teatro de revista mediocre, una pálida imitación del Lido, y, llegado el momento, también se hizo cargo del vestuario. A partir de ese instante, consiguió una serie de trabajos parecidos en unos salones más grandes, luego ya en pequeñas salas, en las que cabían quinientos o seiscientos espectadores, en hoteles de segunda categoría, con presupuestos limitados para el espectáculo. De vez en cuando, dirigía una revista, y luego dirigía y producía otra. Rápidamente, su nombre empezó a ser respetado en el mundo del entretenimiento de Las Vegas, y sabía que estaba a punto de alcanzar un gran éxito.

Casi un año atrás, poco después de que Danny muriera, le habían ofrecido un empleo para dirigir y coproducir un auténtico e importante espectáculo de elevado presupuesto, un despilfarro de diez millones de dólares que se representaría en la lujosa sala principal, con un total de dos mil asientos, del Golden Pyramid, uno de los mayores y más lujosos hoteles en el Strip. Le pareció terrible que se le hubiera presentado aquella maravillosa oportunidad antes de haber tenido incluso tiempo de sobreponerse al duelo por la pérdida de su hijo; era como si el destino tratara de equilibrar la balanza e intentara disimular la muerte de Danny con aquella espléndida oportunidad. Aunque estaba amargada y deprimida, porque se sentía completamente vacía e inútil, aceptó el trabajo.

El nuevo espectáculo se llamaba Magyck!, porque los números de variedades, entre los importantes de baile, eran todos de magia, y porque estaban basados en temas sobrenaturales. Aquel título tan atractivo no era idea de Tina, pero sí la mayor parte del programa, y todo cuanto había logrado la complacía... También estaba agotada. El año anterior se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos, entre jornadas de trabajo de catorce horas, sin vacaciones, con apenas algún que otro día libre.

Pero, de todos modos, incluso con lo preocupada que había estado con Magyck!, experimentó serias dificultades para acostumbrarse a la muerte de Danny. Apenas un mes antes, había pensado que, a lo mejor, ya comenzaba a sobreponerse a su dolor. Por primera vez fue capaz de pensar en su hijo sin llorar; visitar su tumba sin ponerse histérica. Si lo consideraba todo en su conjunto, se encontraba razonablemente bien, animada. Nunca olvidaría a aquel dulce niño que había constituido una parte tan importante de su vida, pero no podía seguir viviendo en torno al agujero en el que lo habían metido. La herida estaba tierna aún, pero a punto de cicatrizarse.

Eso era lo que había pensado un mes antes. Durante una semana o dos, había seguido progresando hacia la aceptación. Entonces comenzaron los nuevos sueños, y fueron mucho peores que los sueños que había tenido inmediatamente después de que Danny hubiera muerto.

Tal vez la ansiedad que sentía ante la reacción del público hacia Magyck! le hacía recordar la gran ansiedad que sintió ante la muerte de Danny. Pasadas menos de diecisiete horas, a las ocho de la tarde del 30 de diciembre, el Golden Pyramid Hotel estrenaría una primera representación especial de Magyck!, solo con invitación, para la gente importante, y la noche siguiente, fin de año, el espectáculo se representaría para el público en general. Si la reacción de la audiencia era tan fuerte y positiva como Tina pensaba, su futuro financiero quedaría asegurado, puesto que el contrato le adjudicaba el dos y medio por ciento de los ingresos brutos, exceptuando las ventas de licores, a partir de los primeros cinco millones. Si Magyck! constituía un éxito importante y se representaba durante cuatro o cinco años, como alguna vez sucedía con los espectáculos de gran éxito de Las Vegas, se convertiría en millonaria cuando aquello acabase. Desde luego, si la producción resultaba un fracaso, si no acababa de complacer al auditorio, debería volver a trabajar en los pequeños salones, en una carrera cada vez más descendente. Aquel negocio era implacable.

Tenía buenas razones para sufrir ataques de ansiedad. Su miedo obsesivo a los intrusos en casa, sus perturbadores sueños acerca de Danny, su renovado dolor..., todas aquellas cosas podían ser solo consecuencia de su preocupación por Magyck! Y si ese era el caso, todos aquellos síntomas desaparecerían en cuanto el futuro de su espectáculo quedara despejado. Solo necesitaba que transcurriesen unos cuantos días más, y, en la relativa calma que seguiría, se serenaría por completo.

Pero, ahora, lo que necesitaba era dormir un poco más. A las diez de la mañana tenía una reunión con dos representantes de agencias de viajes, que estaban considerando la posibilidad de reservar ocho mil entradas para Magyck! durante los siguientes tres meses. Todo el personal y los técnicos debían reunirse para un ensayo general con vestuario a la una en punto.

Mulló las almohadas, cambió la ropa de la cama y se alisó el camisón corto con el que dormía. En un intento de relajarse, cerró los ojos e imaginó una dulce marea nocturna que acariciaba una playa plateada.

¡Bum!

Se incorporó de repente.

Algo se había caído en alguna parte de la casa. Se trataba de un objeto lo bastante grande y pesado para que el ruido, amortiguado por las paredes, fuese lo suficientemente fuerte como para sobresaltarla.

Fuera lo que fuese..., era algo que habían tirado. Los objetos no se caen por sí solos en una habitación desierta.

Ladeó la cabeza y escuchó con atención. Había otro ruido, más suave que el primero, más continuado, pero no duró lo bastante como para que Tina identificara su origen, pero percibió cierto sigilo. Esta vez no se había imaginado una amenaza. Había alguien en la casa.

Se sentó en la cama, encendió la lamparita de noche y abrió el cajón de la mesilla. La pistola estaba cargada. Le quitó los dos seguros.

Escuchó durante un instante.

En el frágil silencio de la noche del desierto, se imaginó que también podía sentir al intruso escuchando, escuchándola.

Saltó de la cama y se puso las zapatillas. Con la pistola en la mano derecha, se dirigió hacia la puerta del dormitorio.

Consideró si debía llamar a la policía; pero temía comportarse como una boba. ¿Qué ocurriría si llegaban con las luces destellando y la sirena puesta, y no encontraban a nadie? Si hubiera avisado a la policía cada vez que se había imaginado a un merodeador en la casa durante las dos últimas semanas, ya haría tiempo que hubieran llegado a la conclusión de que le faltaba un tornillo. Era una mujer orgullosa, que no soportaba aparecer como una histérica ante una pareja de polis machistas que le sonreirían y, más tarde, se reirían de ella mientras se tomaban sus dónuts y su café. Registraría en ese mismo instante, y sola, toda la casa.

Apuntó la pistola hacia el techo y metió una bala en la recámara.

Suspiró hondo, abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo.

2

Tina registró toda la casa, excepto la antigua habitación de Danny, y no encontró al intruso. Casi hubiera preferido encontrar a alguien al acecho en la cocina o agazapado en un armario, en vez de verse obligada a mirar en el cuarto de Danny. Pero ya no tenía elección.

Poco más de un año antes de su muerte, Danny había comenzado a dormir en el extremo opuesto al dormitorio principal de la pequeña casa, en lo que alguna vez había sido el estudio. Poco después de su décimo cumpleaños, el niño había expresado su deseo de tener más espacio e intimidad de la que gozaba en su original y pequeño dormitorio. Michael y Tina le habían ayudado a trasladar sus cosas al estudio y luego se llevaron el sofá, el sillón, la mesita del café y la televisión a la habitación que el niño había desalojado.

En esa época Tina estaba segura de que Danny se percataba de las discusiones nocturnas que ella y Michael mantenían en el dormitorio contiguo al del niño, y que este deseaba trasladarse para no oír como se peleaban. Ella y Michael no solían elevar la voz; sus desacuerdos siempre se habían mantenido en un tono normal, incluso en susurros a veces; pero Danny había escuchado lo suficiente como para saber que tenían problemas.

Tina se había entristecido por ello, lamentó que se hubiera dado cuenta, pero no le había dicho ni una palabra; no le ofreció explicaciones ni lo tranquilizó al respecto. En realidad, no supo qué decirle. De hecho, no podía compartir con él su propia valoración de la situación, no podía decirle: «Danny, cariño, no te preocupes por nada de lo que puedas haber oído a través de la pared. Lo único que le ocurre a tu padre es que está pasando por una crisis de identidad. De un tiempo a esta parte se porta como un burro, pero lo superará». Y esa era otra de las razones por las que no intentara explicarle a Danny los problemas entre ella y Michael: pensaba que se trataría de algo temporal. Quería a su marido y estaba segura de que su amor lo suavizaría todo. Seis meses después, ella y Michael se separaban, y, menos de cinco meses después de la separación, estaban divorciados.

Ahora, ansiosa ya por acabar la búsqueda del intruso —que con gran rapidez se estaba convirtiendo en tan imaginario como todos los demás intrusos que había buscado durante otras noches—, abrió la puerta del dormitorio de Danny. Encendió la luz y entró.

Nadie.

Con la pistola por delante, se dirigió al armario, titubeó y luego abrió la puerta. Tampoco había nadie allí. A pesar de todo lo que había oído, se encontraba sola en la casa.

Mientras contemplaba el contenido del armario —los zapatos del niño, sus vaqueros, pantalones de vestir, camisas, suéteres, la gorra azul de béisbol de los Dodgers, el pequeño traje azul que se había puesto en ocasiones especiales—, se le hizo un nudo en la garganta. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.

Aunque el funeral se había celebrado hacía menos de un año, no se había sentido con fuerzas para deshacerse de las pertenencias de Danny. De alguna forma, el hecho de que se llevasen toda su ropa le parecía más triste y más definitivo que observar cómo metían su féretro en la tumba.

Y no solo eran sus prendas lo que había conservado de él. Su cuarto se hallaba igual que lo dejó. La cama bien hecha; varios muñecos de películas de ciencia ficción se encontraban en el ancho cabezal. Más de un centenar de libros en rústica se alineaban por orden alfabético en una librería de cinco estantes. Su escritorio ocupaba una esquina; tubos de pegamento, botellitas de esmalte de todos los colores y una gran variedad de herramientas para modelar se disponían en ordenadas filas en una mitad del escritorio, mientras que la otra mitad estaba vacía, en espera de que comenzara a trabajar en ella. Había nueve aviones de modelaje en una caja expositora, y otros tres colgaban de alambres sujetos del techo. Las paredes estaban decoradas con pósteres debidamente separados entre sí (tres estrellas del béisbol y cinco monstruos de películas de terror), que Danny había colocado con sumo cuidado.

A diferencia de muchos niños de su edad, el orden y la limpieza lo habían preocupado y, respetando sus preferencias por la pulcritud, Tina había dado instrucciones a la señora Neddler, la mujer de la limpieza, que acudía dos veces por semana, para que pasase la aspiradora y quitase el polvo de su desocupado dormitorio, como si al niño no le hubiese ocurrido nada. La habitación estaba tan impecable como siempre.

Echó una ojeada a lo que habían sido las aficiones del niño, sus juguetes y patéticos tesoros, y (aunque no por primera vez) se percató de que no le resultaba saludable mantener ese lugar como si se tratara de un museo. O de un santuario. Mientras dejase todas aquellas cosas, sin tocar, podría seguir alentando la esperanza de que Danny no estaba muerto, de que solo se encontraba fuera de casa durante una temporada, y que muy pronto reanudaría su vida allí donde la había dejado. Su incapacidad para vaciar aquella habitación la asustó de repente; por primera vez, le pareció algo más que una simple debilidad espiritual; como la señal de un serio trastorno mental. Debía permitir que los muertos descansaran en paz. Si tenía que terminar de soñar con el niño, si necesitaba ejercer un control sobre su pena, en ese caso, su recuperación debía empezar por ahí, en ese mismo cuarto, y acabar con su irracional necesidad de conservar tan ordenadamente las pequeñas posesiones del chico.

Se hizo el propósito de vaciar la habitación el jueves, el día de Año Nuevo. Tanto el preestreno de los vips como la noche del estreno de Magyck! habrían quedado atrás para entonces. Podría relajarse un poco y tomarse algo de tiempo libre. Empezaría por pasar unas cuantas horas en esa habitación el jueves por la tarde, metiendo en cajas la ropa, los juguetes y los pósteres.

En cuanto hubo tomado aquella decisión, la mayor parte de su energía nerviosa desapareció. Se quedó hundida, flácida, cansada, preparada para regresar a la cama.

Echó a andar hacia la puerta, pero su mirada captó el caballete, se detuvo y se volvió. A Danny le había gustado dibujar, y el caballete, junto con una caja de lápices, pinturas y rotuladores habían sido un regalo de su noveno cumpleaños. Había un caballete a un lado y una pizarra al otro. Danny lo había colocado en el extremo más alejado de la habitación, lejos de la cama, contra la pared, y había permanecido en pie la última vez que Tina estuvo en el cuarto. Pero ahora el caballete estaba en una esquina, con la base contra la pared, ladeado, y la pizarra caída al otro lado de una mesa de juegos. En esa mesa había un juego electrónico de una batalla naval, tal y como Danny lo había dejado, pero el caballete se había caído encima y había tirado al suelo las piezas del juego.

Al parecer, aquel era el ruido que había escuchado. Pero ¿qué había derribado el caballete? No pudo haberse caído solo.

Bajó el arma, rodeó los pies de la cama y colocó el caballete en su lugar. Se agachó y recogió las piezas del juego electrónico, y las dejó encima de la mesa.

Mientras recogía las tizas esparcidas y el borrador de fieltro y se volvía hacia la pizarra, se percató de que en ella había tres palabras, escritas con torpeza, en la superficie negra:

NOESTOYMUERTO

Se quedó mirando el mensaje, con el ceño fruncido.

Estaba prácticamente segura de que no había nada en la pizarra cuando Danny se fue a aquella excursión de los exploradores. Tenía la completa seguridad de que no había nada escrito en la pizarra la última vez que ella había entrado allí.

Con bastante retraso, el significado de aquellas palabras la asaltó, y se quedó helada. «No estoy muerto». Aquello era una negación de la muerte de Danny. Una enfurecida negativa a aceptar la espantosa verdad. Un desafío a la realidad.

En uno de sus terribles ataques de dolor, en un momento de loca y oscura desesperación, ¿habría acudido ella a la habitación y escrito, sin darse cuenta, aquellas palabras en la pizarra de Danny?

No recordó haberlo hecho. Si ella había dejado ese mensaje, significaba que sufría lagunas de memoria, amnesia temporal, algo que hasta ese momento ni sospechaba. O era sonámbula. Aquello era inaceptable.

Dios mío, impensable.

Por lo tanto, aquellas palabras debían haber estado allí durante todo ese tiempo. Y Danny era quien las habría escrito antes de morir. Su letra era limpia, clara, como todo en él, y no torcida como en ese mensaje. Pero, de todos modos, él era quien debía haberlas escrito. Debía ser él.

¿Y la obvia referencia que esas tres palabras hacían con respecto al accidente de autocar?

Coincidencia. Danny, por supuesto, había estado escribiendo sobre otra cosa, y la interpretación oscura que ahora se podía extraer de esas tres palabras, después de su muerte, era solo una coincidencia macabra.

Se negó a considerar cualquier otra posibilidad porque las alternativas resultaban demasiado aterradoras.

Se encogió de hombros. Sintió las manos heladas; le enfriaban los costados incluso a través del camisón.

Temblando, borró las palabras de la pizarra y salió del cuarto.

En ese momento estaba totalmente despierta. Necesitaba dormir un poco más. Por la mañana tenía muchas cosas que hacer. Sería un gran día.

En la cocina cogió una botella de Wild Turkey del armario que estaba al lado del fregadero. Era el bourbon favorito de Michael. Se sirvió una generosa cantidad en un vaso de agua. No era una gran bebedora, a lo sumo tomaba vino en ocasiones, y no habría aguantado una cantidad tan grande de whisky; pero se tomó el bourbon de dos tragos, e hizo una mueca ante su amargor mientras se preguntaba por qué Michael había alabado siempre lo suave que era aquella bebida. Titubeó, y luego se sirvió otro buen chorro, que tragó con rapidez, como un niño que se toma una medicina. A continuación, dejó la botella en su sitio.

De vuelta a la cama, se cubrió con la colcha, cerró los ojos y trató de no pensar en la pizarra. Pero su imagen apareció detrás de sus párpados cerrados. Cuando se percató de que no podía dejar de lado esa imagen, trató de modificarla, de eliminar las palabras. Pero regresaban de nuevo en el ojo de su mente: «No estoy muerto». Siguió borrándolas, pero reaparecían. Se sentía mareada por el bourbon y finalmente se deslizó en el bien recibido olvido.

3

El martes por la tarde, Tina observaba el ensayo final con vestuario de Magyck! desde una butaca, en el centro de la sala del Golden Pyramid.

El teatro tenía la forma de un enorme abanico, y se extendía desde un techo alto y en forma de cúpula. La sala descendía hacia el escenario en una serie de tribunas, anchas y estrechas, alternadas. En los niveles más anchos, unas largas mesas, cubiertas con manteles de lino, formaban ángulos rectos con el escenario. Cada tribuna tenía un pasillo de un metro de ancho, con una barandilla baja a un lado y una hilera curvada al otro lado de cómodos y aterciopelados palcos. Por supuesto, todos los asientos estaban orientados hacia el escenario, una virguería del tamaño requerido para los espectáculos de Las Vegas, vez y media más grande que el mayor escenario de Broadway. Era tan grande que un avión de pasajeros DC-9 podría rodar por él sin utilizar más que la mitad del espacio disponible (una proeza que había sido llevada a cabo como parte de un número de una producción en un escenario similar en un hotel de Reno hacía unos años). A pesar de su tamaño, el lujoso empleo del terciopelo, del cuero negro, de los candelabros de cristal y de una gruesa alfombra azul, junto a un excelente y dramático uso de la iluminación, aquella sala colosal daba la impresión de ser un agradable cabaret.

Tina estaba sentada en un palco de la tercera grada; nerviosa, sorbía agua helada mientras miraba su espectáculo.

El ensayo con vestuario se desarrollaba sin un solo fallo. Con siete importantes números de producción, cinco grandes números de variedades, cuarenta y dos chicas de conjunto, cuarenta y dos bailarines, quince estrellas principales, dos cantantes masculinos y dos femeninos (una de ellas, temperamental), cuarenta y siete técnicos y operarios, una orquesta de veinte músicos, un elefante, un león, dos panteras negras, seis golden retriever y doce palomas blancas, la logística de todo aquello era muy complicada, pero resultaban evidentes los efectos de un año de arduo trabajo, puesto que el programa se deslizaba sin el menor tropiezo.

Cuando acabó, los miembros del reparto y los técnicos se concentraron en el escenario, se aplaudieron a sí mismos, y se abrazaron y besaron unos a otros. Había electricidad en el ambiente, una sensación de triunfo, una impaciente expectativa de éxito.

Joel Bandiri, el coproductor de Tina, había observado el espectáculo desde un palco de la primera grada, la fila para los vips, donde los peces gordos y otros amigos del hotel se sentarían durante cada una de las noches de las representaciones. En cuanto el ensayo acabó, Joel se levantó, corrió por el pasillo, subió los escalones de la tercera grada y se precipitó hacia Tina.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó al llegar junto a ella—. ¡Hemos logrado que este maldito espectáculo funcione!

Tina salió del palco para reunirse con él.

—¡Será un exitazo! —continuó Joel, la abrazó con orgullo y le plantó un beso en ambas mejillas.

Ella le devolvió el abrazo.

—¿De verdad lo crees, Joel?

—¿Creerlo? ¡Lo sé! ¡Un éxito gigantesco! Eso es lo que hemos conseguido. ¡Gigantesco! ¡Un Gargantúa!

—Gracias, Joel. Gracias, muchas gracias, muchísimas gracias...

—¿A mí? ¿Por qué me das las gracias?

—Por concederme la oportunidad de probarme a mí misma.

—Eh, no te he hecho ningún favor, tía. Has trabajado mucho. Te has ganado cada céntimo que este juguetito dé, tal y como pensé que harías. Formamos un gran equipo. Cualquier otro que hubiese intentado llevarlo a cabo habría acabado con un gran fracaso entre las manos. Pero tú y yo lo hemos convertido en un exitazo.

Joel era un raro hombrecillo de apenas metro sesenta, algo rechoncho, aunque no gordo del todo, con cabello castaño rizado que parecía estar electrizado. Su cara, tan amplia y cómica como la de un payaso, mostraba una serie interminable de expresiones. Llevaba unos vaqueros, una camisa azul de trabajo y anillos por valor de doscientos mil dólares, por lo menos. Exhibía seis, tres en cada mano, algunos tenían diamantes; otros, esmeraldas, llevaba un enorme rubí en uno, y en otro, un ópalo más grande aún. Como siempre, daba inequívocas señales de rebosar de energía. Cuando al fin dejó de abrazar a Tina, no pudo permanecer quieto. Equilibraba su peso de un pie a otro mientras hablaba de Magyck!, giraba sobre sí mismo, y hacía amplios ademanes con sus rápidas manos cargadas de gemas, casi como si bailara una pequeña giga.

A los cuarenta y seis años, era el productor de mayor éxito de Las Vegas, con veinte años de espectáculos a sus espaldas. Las palabras «Joel Bandiri presenta» encima de una marquesina eran garantía de una diversión de primera clase. Había invertido parte de sus sustanciosas ganancias en inmuebles en Las Vegas, era copropietario de dos hoteles, de una concesionaria de automóviles y tenía participación en una máquina tragaperras de un casino del centro de la ciudad. Era tan rico que hubiera podido retirarse al día siguiente y vivir el resto de su vida en el lujoso estilo y esplendor por el que tenía auténtica afición. Pero Joel no lo haría jamás de buen grado. Amaba su trabajo. Lo más probable sería que muriese en el escenario, en medio de los intrincados problemas de una superproducción.

Había observado el trabajo desarrollado por Tina en algunos salones de la ciudad, y la sorprendió cuando le ofreció la posibilidad de coproducir Magyck! Al principio, Tina no había estado segura de si debía de aceptar el trabajo. Sabía que Joel tenía fama de perfeccionista, de ser un productor que exigía esfuerzos casi sobrehumanos de su gente. También le preocupaba tener que ser responsable de un presupuesto de diez millones de dólares. Tener a su disposición tanto dinero para su trabajo era algo a lo que no estaba acostumbrada; se trataba de un salto de gigantes.

Joel la convenció de que no tendría dificultades para seguirle el paso, o para hacer frente a sus niveles de exigencia, y la tranquilizó con respecto a que estaba capacitada para aquel desafío. Ayudó a Tina a descubrir nuevas reservas de energía, nuevas áreas de aptitud en sí misma. Joel se había convertido para ella no solo en un valioso asociado en los negocios, sino también en un buen amigo, una especie de hermano mayor.

Y ahora todo tenía el aspecto de que iban a conseguir un gran éxito juntos.

Mientras Tina se encontraba de pie en aquel hermoso teatro, observando a aquellas personas de colorido vestuario que se arremolinaban en el escenario, contemplando el arrugado rostro de Joel, escuchando como su coproductor hablaba sin rubor de su obra maestra, se sentía más feliz de lo que hubiera podido ser en mucho, muchísimo tiempo. Si el auditorio de esa noche en el preestreno para la gente importante reaccionaba con entusiasmo ante Magyck!, ella tendría que comprarse unas buenas pesas para no flotar por encima del suelo cuando caminara.

Veinte minutos después, a las cuatro menos cuarto, se dirigió por el suave empedrado, delante de la entrada principal del hotel, y tendió su tique al chico que vigilaba el aparcamiento. Mientras este iba a buscar su Honda, permaneció allí, bajo el cálido sol de la tarde, incapaz de dejar de sonreír.

Se dio media vuelta y contempló el Golden Pyramid Hotel-Casino. Su futuro se encontraba ligado a aquel llamativo montón de hormigón, acero y cristal, pero impresionante sin duda. Las pesadas puertas giratorias de bronce y cristal brillaban al moverse impulsadas por un flujo continuo de personas. Unas murallas de granito rosado se extendían una docena de metros a ambos lados de la entrada; aquellos muros carecían de ventanas y estaban profusamente decorados con gigantescas monedas de piedra, un torrente de monedas que caían de un pétreo cuerno de la abundancia. Justo encima, el techo del inmenso estacionamiento se alineaba con centenares de luces; ninguna de las bombillas estaba encendida aún, pero, en cuanto se hiciese de noche, empezarían a proyectar una deslumbrante luminosidad dorada por encima del liso embaldosado del suelo. El Pyramid había sido construido con un costo que excedía de los cuatrocientos millones de dólares, y los propietarios se aseguraron de que cada centavo empleado fuese todo un espectáculo por sí mismo. Tina suponía que algunas personas dirían que el hotel era ordinario, tosco, sin gusto, feo; pero a ella le encantaba aquel lugar porque era precisamente allí donde le habían ofrecido su gran oportunidad.

Hasta ese momento, el 30 de diciembre había sido un día atareado, ruidoso y excitante en el Pyramid. Tras la relativa quietud de la semana de Navidad, una ininterrumpida corriente de huéspedes salía y entraba por las puertas delanteras. Las reservas indicaban que la fiesta de Año Nuevo sería todo un récord de afluencia en Las Vegas. El Pyramid, con una capacidad de tres mil habitaciones, estaba ya al completo, como cualquier otro gran hotel de la ciudad. Unos minutos después de las once, una secretaria de San Diego había metido cinco dólares en una máquina tragaperras y conseguido un pleno de cuatrocientos noventa y cinco mil dólares; esa noticia había llegado incluso a la gente que había entre bastidores, en la sala de espectáculos. Poco después del mediodía, dos peces gordos de Dallas, que se sentaban a la mesa de blackjack, y que en tres horas habían perdido casi un cuarto de millón de dólares, reían y hacían bromas mientras dejaban la mesa para probar en otro juego. Carol Hinson, una camarera que era amiga de Tina, le había hablado de aquellos dos tejanos minutos antes. Carol tenía los ojos brillantes y estaba sin respiración porque los ricachones le habían dado fichas verdes de propina, como si hubieran ganado en vez de perder, y mil doscientos dólares por llevarles media docena de bebidas.

Sinatra estaba en la ciudad, en el Caesar’s Palace, y había generado más excitación en Las Vegas que cualquier otro famoso. A todo lo largo del Strip, y en los casinos menos elegantes, pero no por ello menos atestados del centro de la ciudad, las cosas estaban en pleno apogeo.

Y en menos de cuatro horas el preestreno de Magyck! tendría lugar.

El chico le trajo el coche y Tina y le dio una propina.

—Que tengas éxito esta noche, Tina —dijo el chico.

—Dios sabe cuánto lo deseo —replicó ella.

A las cuatro y cuarto se encontraba ya en casa, y tenía dos horas y media a su disposición antes de regresar de nuevo al hotel.

No necesitaba mucho tiempo para ducharse, maquillarse y vestirse, por lo que decidió guardar algunas de las pertenencias de Danny. Había llegado el momento de realizar una tarea poco agradable, pero se encontraba de muy buen humor, y no creía que ver la habitación del niño pudiera derrumbarla, como por regla general ocurría. No tenía sentido dejarlo todo para el jueves, como había planeado. Por lo menos podría guardar la ropa de Danny, aunque no hiciese nada más.

En cuanto entró en el cuarto de su hijo, vio que el caballete de la pizarra volvía a estar en el suelo. Lo levantó.

En él aparecían escritas tres palabras:

NOESTOYMUERTO

Un escalofrío le recorrió la espalda.

La noche pasada, después de beberse el bourbon, ¿habría regresado y...?

No.

No había perdido la conciencia. No había escrito aquellas palabras. No se estaba volviendo loca. No era la clase de persona que olvidaría una cosa así. Se sabía fuerte. Siempre se había vanagloriado de su fortaleza y de su resistencia.

Cogió el borrador de fieltro e hizo desaparecer de nuevo las palabras.

Alguien le estaba gastando una broma pesada, y de muy mal gusto. Alguien había entrado en la casa mientras ella se encontraba fuera y vuelto a escribir aquellas tres palabras en la pizarra. Alguien que deseaba ponerla otra vez ante la tragedia que tan penosamente intentaba olvidar.

La única persona que tenía derecho a estar en la casa era Vivienne Neddler, la mujer de la limpieza. Vivienne tenía previsto ir a primera hora de la tarde, pero lo había cancelado. En su lugar, acudiría unas horas por la noche, mientras Tina se encontraba en el preestreno.

Pero, en el supuesto de que Vivienne hubiese cumplido su primer compromiso, nunca hubiera escrito aquellas palabras en la pizarra. Vivienne era una dulce anciana, de temperamento agradable y muy independiente, carácter que no casaba con la clase de persona a la que le gustaran aquellas bromas crueles.

Durante un momento, Tina se preguntó quién podría ser el responsable, y luego se le ocurrió un nombre. Era el único sospechoso posible: Michael. Su ex. No había señales de que hubiesen intentado entrar en la casa, ninguna evidencia de que hubieran forzado la puerta, y Michael era la única otra persona que poseía una llave. Ella no había cambiado las cerraduras después del divorcio.

Michael la había culpado de la muerte de Danny. Quedó tan destrozado por la muerte de su hijo que, durante meses, se mostró en extremo desagradable e irracional con ella después del funeral. Como Tina había sido la única en dar permiso a Danny para aquella excursión campestre, Michael le echaba la culpa del accidente. Pero Danny deseaba ir más que cualquier otra cosa en el mundo. Además, el señor Jaborski, el jefe de los exploradores, llevaba catorce años encargándose de otros grupos de scouts en excursiones de invierno de supervivencia, y nadie había resultado lesionado lo más mínimo hasta entonces. No acudían a lugares desiertos, sino solo un poco alejados de sitios concurridos, y estaban preparados para cualquier tipo de contingencia. Se suponía que una experiencia como aquella era algo bueno para un chico. Y segura. Dirigida con cuidado y atención. Todos le habían asegurado que no existía posibilidad alguna de problemas. Ella no tenía ninguna posibilidad de saber que el decimoquinto viaje del señor Jaborski fuese a acabar en un desastre, aunque Michael le echase la culpa a ella. Tina pensaba que él cambiaría de opinión durante los últimos meses, pero, evidentemente, no había sido así.

Se quedó mirando la pizarra y pensó en las tres palabras escritas allí; entonces comenzó a encolerizarse. Michael se comportaba como un crío despechado. ¿No se percataba de que, a ella, el dolor le resultaba tan difícil de soportar como a él el suyo? ¿Qué trataba de demostrar?

Furiosa, se dirigió a la cocina, descolgó el teléfono y marcó el número de Michael. Al cabo de cinco tonos, cayó en la cuenta de que estaría trabajando, y colgó.

Aquellas tres palabras, en blanco sobre negro, ardían en su mente: NOESTOYMUERTO.

Llamaría a Michael por la noche, cuando regresara a casa después del preestreno y la fiesta que se daría a continuación. Era probable que ya fuera algo tarde, pero no le preocupaba lo más mínimo si lo despertaba.

Permaneció indecisa en el centro de la pequeña cocina durante un momento, mientras trataba de reunir fuerzas para regresar a la habitación de Danny y empaquetar su ropa, tal y como tenía planeado. Pero había perdido las energías. No podía volver allí. Esa tarde, no. Tal vez al cabo de unos cuantos días.

¡Maldito Michael!

En el frigorífico quedaba media botella de vino blanco. Se sirvió un vaso y se lo llevó a la habitación de baño principal.

Estaba bebiendo demasiado. Bourbon anoche. Vino ahora. Hasta hace poco, rara vez había usado el alcohol para calmar sus nervios, pero ahora era su primera cura. Una vez que hubiera superado el estreno de Magyck!, sería mejor que comenzara a reducir el consumo de alcohol. Ahora lo necesitaba desesperadamente.

Se dio una larga ducha. Dejó que el agua caliente le golpease el cuello durante varios minutos, y suavizara sus endurecidos músculos.

Después de la ducha, el vino helado relajó su cuerpo más aún, aunque no consiguió calmar su mente ni despejó su ansiedad. Seguía pensando en la pizarra.

NOESTOYMUERTO

4

A las siete menos diez de la tarde, Tina se encontraba de nuevo entre bastidores, en la sala de espectáculos. El lugar estaba relativamente tranquilo, a excepción del rugido apagado y oceánico de los vips que aguardaban en la sala principal, detrás del telón de terciopelo.

Se había invitado a mil ochocientas personas —las que movían los hilos en Las Vegas, además de otras personas importantes de fuera de la ciudad— y más de mil quinientas habían devuelto sus tarjetas de confirmación, tal y como se les había pedido.

Los camareros, trajeados de blanco; las camareras, con sus almidonados uniformes azules, y unos diligentes ayudantes habían comenzado a servir a los comensales. La elección era filet mignon con salsa bearnesa o langosta en salsa de mantequilla, porque Las Vegas era el único lugar en los Estados Unidos donde las personas, al menos temporalmente, dejaban de lado su preocupación por el colesterol. En la última década del siglo obsesionada con la salud, el consumo de alimentos grasos se consideraba un pecado mucho más delicioso y mortal que la envidia, la pereza, el robo y el adulterio.

A las siete y media, la zona entre bastidores bullía de actividad. Los técnicos realizaban una doble comprobación de los decorados móviles, las conexiones eléctricas y las bombas hidráulicas que subían y bajaban algunas partes del escenario. Los empleados contaban y preparaban los accesorios. Las mujeres del vestuario remendaban desgarrones y cosían dobladillos descosidos que se habían encontrado a última hora. Las peluqueras y los técnicos de iluminación se apresuraban a cumplir tareas de última hora. Los bailarines, que llevaban esmoquin negro para el número de apertura, aguardaban tensos, toda una colección de tipos esbeltos y guapos, a los que resultaba agradable mirar.

Docenas de hermosas bailarinas se hallaban también entre bastidores. Algunas llevaban satén y encajes. Otras, terciopelo y falsos diamantes o plumas y lentejuelas o pieles. Muchas se encontraban aún en los vestidores, mientras otras chicas, ya con sus vestidos, aguardaban en los pasillos cerca del escenario, y, entre tanto, hablaban de sus niños, maridos, novios o recetas, como si fueran secretarias en el descanso para tomarse un café, y no algunas de las mujeres más hermosas del mundo.

Tina deseaba estar entre bastidores durante el espectáculo; pero sabía que ya no había nada que ella pudiera hacer. Magyck! ahora estaba en manos de los intérpretes y de los técnicos.

Veinticinco minutos antes de la hora señalada, Tina abandonó el escenario y se dirigió a la ruidosa sala. Se encaminó hacia los palcos centrales en la fila de los vips, donde Charles Mainway, el director general y principal accionista del Golden Pyramid Hotel, la esperaba.

Primero, se detuvo en el palco contiguo al de Mainway. Joel Bandiri estaba ahí con Eva, su mujer desde hacía ocho años, y un par de amigos. Eva tenía veintinueve años, diecisiete menos que Joel, y, con su metro setenta, era diez centímetros más alta. Se trataba de una antigua corista, rubia, esbelta, de delicada belleza. Oprimió la mano de Tina con suavidad.

—No te preocupes. Eres demasiado buena en tu trabajo para que pienses siquiera en el fracaso.

—Hemos conseguido un exitazo —le aseguró Joel a Tina una vez más.

En el palco semicircular de al lado, Charles Mainway sonrió a Tina. Se desenvolvía como si fuera un aristócrata. Su melena de cabello plateado y sus claros ojos azules contribuían a la imagen que deseaba proyectar. Sin embargo, sus rasgos físicos eran amplios, cuadrados y pronunciados, sin la menor evidencia de sangre patricia. Y a pesar de las suavizadoras influencias de los maestros de elocución, su voz, de un natural grave y bajo, no ocultaba sus orígenes en un duro barrio de las calles de Brooklyn.

Cuando Tina se deslizó en el palco, al lado de Charles Mainway,un maître en esmoquin apareció y le sirvió una copa de Dom Pérignon.

Helen Mainway, la esposa de Charlie, se sentó a su izquierda. Helen era, casi por naturaleza, todo aquello que Charlie se esforzaba en ser: tenía unos modales exquisitos e impecables, sofisticación, gracia, con gusto y confianza absoluta en cualquier tipo de situación. Era una mujer notable, alta y delgada, de cincuenta y cinco años, aunque tenía la apariencia de ser una mujer bien conservada de solo cuarenta.

—Tina, querida. Deseo que conozcas a un buen amigo nuestro—dijo Helen, al tiempo que le señalaba a la última persona del palco—. Es Elliot Stryker. Elliot, esta encantadora joven es Christina Evans, la mano directora que hay detrás de Magyck!

—Una de las dos manos directoras —la corrigió Tina—. Joel Bandiri es más responsable del espectáculo que yo..., en especial si constituye un fracaso.

Stryker se echó a reír.

—Encantado de conocerla, señora Evans.

—Llámame Tina —repuso.

—Pues a mí llámame Elliot.

Era un hombre enjuto, atractivo, ni gordo ni delgado, de unos cuarenta años. Sus oscuros ojos se movían rápido, inteligentes y divertidos.

—Elliot es mi abogado —explicó Charlie Mainway.

—Oh —exclamó Tina—. Pensaba que lo era Harry Simpson...

—Harry es el abogado del hotel. Elliot es quien lleva mis negocios particulares.

—Y los lleva muy bien —añadió Helen—. Tina, si necesitas un buen abogado, estás delante del mejor que hay en Las Vegas.

Stryker se dirigió a Tina:

—Pero si lo que necesitas son halagos..., y estoy seguro de que recibes un montón de ellos, con lo maravillosa que eres, nadie en Las Vegas puede lisonjear a cualquiera con más encanto y estilo que Helen.