Los papiros de la madre Teresa de Jesús - José Vicente Rodríguez Rodríguez - E-Book

Los papiros de la madre Teresa de Jesús E-Book

José Vicente Rodríguez Rodríguez

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El P. José Vicente Rodríguez ofrece en este libro una exhaustiva antología de textos de santa Teresa, con la intención de indagar en los valores múltiples que se encuentran en su vida y en sus escritos, profundizar en su persona y conocer mejor a esta polifacética mujer, de la que queda aún mucho por aprender. A lo largo de los capítulos del libro, Teresa se nos muestra consejera, maestra de oración, observadora del reino animal, refranera, viajera, negociadora persuasiva, monja comprometida, mariana, lectora de la Biblia, aventurera, cocinera, cantora, amiga de los santos, pecadora, devota de los sacramentos, humorista, escritora, mística, enamorada de Jesucristo... Un libro, en definitiva, que permite escuchar y conversar con Teresa, «una voz para nuestro tiempo».

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Los papiros de la Madre Teresa de Jesús

José Vicente Rodríguez

© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© José Vicente Rodríguez

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428565226

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

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Prólogo

De nuevo Teresa de Jesús, «la Santa», en pleno Centenario de su nacimiento, a cinco siglos de su aventura, nos convoca en las páginas de este libro a una conversación, frente a frente, cara a cara, con su verdad y la nuestra.

Esta es la principal virtud que atribuyen los estudiosos y amigos de santa Teresa a sus escritos y a su persona: la capacidad para hablar en voz alta al lector y convertir su íntima conversación en una invitación a entrar en diálogo con la propia Verdad, la misma que a ella se le regaló, vivida en cada presente único de la historia.

Teresa, «la conversable», se nos hace viva en estos Papiros jugosos y amenos, llevándonos al terreno de un encuentro amigable y verdadero, como al que ella era tan aficionada con sus amigos, los «cinco que al presente nos amamos en Cristo», y con aquellas amigas y hermanas de la Encarnación, en cuyos vivos diálogos se gestó el nacimiento de su obra fundacional.

El padre José Vicente Rodríguez es un especialista en aquello que su amigo Unamuno nombró como la intrahistoria de la vida. Nos mete de lleno en lo cotidiano, nos traslada al ámbito de lo familiar y ordinario, hablándonos de santa Teresa, y nos la trae al suelo de nuestro presente haciéndola contemporánea nuestra.

Si la Santa y el padre José Vicente hubieran coincidido en el mismo tiempo, habrían sido grandes amigos y se habría dado entre ellos una complicidad espontánea. Los dos tienen alma de aventureros, intrépidos buscadores, prontos para emprender caminos inexplorados. Son de aquellos que san Juan de la Cruz decía que no «emperezan». Tienen alma de niños, ojos para la sorpresa y admiración en sus andares.

También José Vicente tiene despierta la verdad de cuando era niño, que se le asoma en la imaginación desbordante con la que sueña el presente. Está en la década de los noventa, pero fue siempre un niño en capacidad de juego y travesura y un abuelo en sabiduría. Al mejor estilo teresiano, sabe recrear y aderezar con chispa los momentos con el tamboril y la sonaja de sus ocurrencias.

Pero es, sobre todo, un compañero de caminos, un peregrino con el que te sientes afortunado de caminar y del que tanto hay que aprender. También José Vicente es un conversador que hace brotar mil recuerdos y perlas de sabiduría mientras se va de camino.

Alguien ha dicho con gracia que José Vicente sabe de san Juan de la Cruz «más de lo que el mismo Santo sabía de sí». En este nuevo libro se atreve con la Santa y nos la pinta, no fea y legañosa, sino humana y divina, conversable y profunda. Nos descubre multitud de detalles ordinarios, anecdóticos, dimes y diretes, chascarrillos y acaecidos que poblaron el alma y los días de la Madre Teresa, leídos por un carmelita que es fiel reflejo de tal madre, en andanzas y en humor, en fe y fraternidad.

En este Centenario de su nacimiento somos privilegiados testigos de una efeméride que revela, no solo hechos del pasado, sino recuerdos de pergamino caduco. Tienes en tus manos, querido lector, unos papiros que queman, que tienen la virtud fundamental de narrar, no solo la historia de una extraordinaria mujer del siglo XVI, sino la historia de nuestras búsquedas y anhelos más vivos, y que hablan del protagonismo vigente hoy del Amor que encendió el corazón de Teresa de Jesús en el amor de Jesús de Teresa. El secreto de Teresa apunta a esa riqueza tan viva hoy como antaño, porque se refiere a Alguien tan «ganoso», tan deseoso de darse y hacer historia de amistad con cada uno de nosotros, como entonces.

Papiros, como ventanas abiertas a través de la pluma de José Vicente, que nos trazan y diseñan la raíz del alma de Teresa y nos abren a un paisaje vivo, el de nuestra propia aventura.

Aunque afirma tener «un pie en el estribo», a sus más de noventa años, conoce una fecundidad admirable y dichosa, de la que todos nos beneficiamos, ojalá que por mucho tiempo. De Ávila a Alba de Tormes, de Monleras a Toledo, la tierra que pisamos narra los años de una aventura preciosa, la nuestra y la de un Dios enamorado en cada uno de nosotros.

Gracias, José Vicente, por regalarnos papiros de sabiduría antigua y siempre nueva, por ser amigo y compañero, por contagiarnos la infancia sabia de los antiguos buscadores, que amaron su suerte sin añorar tiempos pasados. Gracias por dejar que se transparente en las líneas de tus escritos la alegría del Dios de Teresa de Jesús.

Miguel Márquez Calle

Carmelita descalzo, Superior Provincial de la Provincia ibérica de santa Teresa

Al lector

Estamos celebrando el V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús. La bibliografía que llega a nosotros con esta ocasión está siendo tan abundante que nos asombra y abruma. Al titular este libro con el nombre de Papiros no estoy aludiendo a nuevos papeles de la Madre Teresa de Jesús, descubiertos en alguna cueva, como los manuscritos esenios de Qumrán, que han sido tan útiles en el conocimiento de la Biblia.

Los papiros de santa Teresa están ya impresos y circulan por el mundo entero en multitud de lenguas. Aunque así sea, contienen mensajes nuevos que nos hablan de mil cosas, y que cada lector puede ir descubriendo y degustando, a golpes de empatía y de conversabilidad con la autora. A ella se le ocurrió un día escribir en Toledo el 17 de noviembre de 1569 como la «cifra de su muerte», cuyo autógrafo se conserva en las descalzas carmelitas de Medina del Campo. Es un papiro cifrado que, a pesar de todos los intentos y argucias de unos y otros, no ha sido descifrado nunca satisfactoriamente. La autora no quiso descubrir la clave de aquella confidencia suya. En sus escritos hay todavía tantas otras cosas que descubrir; hay que aprender bien su alfabeto para acertar con los secretos de su persona. En esos papiros hay, pues, mucho tajo para quienes quieran trabajar en solitario o en cuadrillas. Con sencillez y alegría me asocio a esta tarea convencido como estoy de que los papiros de la Madre Teresa son inagotables. En el título del libro me quedo con lo de «la conversable»; pero en el cuerpo de la obra aparecerán otros calificativos, tales como el de «baratona y negociadora», que ella misma se apropia. Al llamarla «la conversable» me estoy refiriendo a esa gran capacidad que tenía para tratar y hablar con los demás. No en vano, en el penúltimo capítulo de la segunda redacción del Camino de perfección, estampa ella lo que llamaríamos el código de la conversabilidad:

Así que, hermanas –dice–, todo lo que pudiereis sin ofensa de Dios, procurad ser afables y entender de manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud. A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas [...]; que es lo que mucho hemos de procurar: ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos (CV 41, 7).

Esa conversabilidad, tan preciosamente cincelada, nos hace pensar en el estilo coloquial en que escribe preferentemente no solo en su epistolario sino también a lo largo de los otros libros.

Los cambios de registro que señalamos hoy y a los que la Madre es tan aficionada con sus «mucho me he divertido», hay que tenerlos también muy en cuenta en la lectura de sus papeles. Ya lo dijo ella, aunque con otro propósito, sabiendo de los cambios de la vida, de los altibajos del ánimo y de las jugarretas del humor:

Unas veces me parece que estoy muy desasida, y en hecho de verdad, venido a la prueba, lo estoy; otra vez me hallo tan asida y de cosas que por ventura el día de antes burlara yo de ello, que casi no me conozco. Otras veces me parece tengo mucho ánimo y que a cosa que fuese servir a Dios no volvería el rostro; y probado, es así que le tengo para algunas; otro día viene que no me hallo con él para matar una hormiga por Dios si en ello hallase contradicción. Así, unas veces me parece que de ninguna cosa que me murmurasen ni dijesen de mí no se me da nada; y probado, algunas veces es así, que antes me da contento; vienen días que sola una palabra me aflige y querría irme del mundo, porque me parece me cansa en todo. Y en esto no soy sola yo, que lo he mirado en muchas personas mejores que yo y sé que pasa así (CV 38, 6).

Este libro, nacido del trato y de la conversación con santa Teresa, no quiere ser sino una recreación mental y cardiaca de los valores múltiples que se encuentran en la vida y en los escritos de esta mujer singular.

Y así aquí podrá encontrar el lector glosas o comentarios a textos teresianos, los refranes de la Madre Teresa, una parte de sus comparaciones, sus observaciones acerca del reino animal, buenas resmas de consejos para la praxis humana y cristiana de tantas personas o una serie de consejos y mandatos en lo humano y en lo divino que envía a su hermano Lorenzo de Cepeda y a otras personas. La veremos como maestra de oración de este hermano suyo, como lo había sido de su propio padre Alonso de Cepeda. Encontrará asimismo el lector la galería de los santos, de los que era muy devota y, además, como curiosidad, podrá ver una serie de personajes «canonizados» por ella. Verá también «acaecidos» de tipo histórico, la presentación de sus artes culinarias, golpes de buen humor, trasposiciones o éxtasis que le tocó padecer hasta que, a base de súplicas y ruegos ardientes, consiguió que el Señor la librara de todos esos fenómenos.

Aparecerá también Teresa de Jesús bien plantada como maestra de oración y de vida espiritual y, como excelente «ganavoluntades», andará ganándose el afecto, la estima y ayuda de tantas personas que le eran adversas y que ha conquistado para su causa.

La veremos «reír entre sí», como ella dice, y reír abiertamente. Ha luchado con los demonios hasta meterles miedo y llegar a decir «no se me da más de ellos que de moscas» (V 25, 20).

La podemos ver agavillando lo que llama «desatinos», o faltas de lógica y de amor en la vida de los cristianos, y vemos que se nos escapa como misionera desde su celda a las Américas, y que va diciendo: «Y esos indios no me cuestan poco».

Podremos sorprenderla extasiada con la sartén en la mano, con la rueca y el huso, con la escoba o sacando agua del pozo con la herrada y, a la par, tantas veces, la oiremos suspirar y lamentarse por los males de la Iglesia. Como fundadora podremos verla en su carromato o cabalgando una buena mula, sin aspavientos, cuando se le espantaba la caballería. La descubriremos hasta bien entrada la noche, escribiendo cartas al rey Felipe II, a frailes, a monjas, a duquesas, a letrados, a toda clase de personas o componiendo coplas y villancicos y tocando las castañuelas y el tambor que lleva a Belén. La encontraremos escribiendo sus grandes obras por las que ha merecido el título de Doctora de la Iglesia Universal; y ocupándose de redactar también otras obrillas más reducidas, pero también importantes. La veremos enfadada porque la gente se empeña en llamarla santa y la veremos llevando de la mano o acariciando con ternura a algún niño. Y allá va llevando fruta y dulces a los pobres y enfermos del hospital de Burgos. También como denunciante de las miserias e injusticias humanas, lo hace con una enorme valentía, con lo que llamamos «parresia». Igual atrevimiento usa en sus ardientes apóstrofes oracionales al Padre Eterno y a Cristo el Señor, su Esposo.

Se la puede ver hablando con letrados y teólogos, confesándose con mucha frecuencia y tratando de orientarse bien en el itinerario del cielo, para volver cual paloma mensajera, trayendo bien diseñados los derroteros de la oración y la virtud para sus hermanos los hombres. De estirpe judía, no puede menos de ser aficionadísima a la Biblia y alimentarse de la palabra de Dios con regusto.

Analiza como la mejor psicóloga los puntillos de honra y se ríe todo lo que quiere de la miseria, casi epidemia humana en este campo. Como si estuviera en movimiento continuo llena sus páginas de «benditos» y más «benditos» de contenido autobiográfico, unos, de otro aire, otros.

Departiendo deliciosamente con san Juan de la Cruz acerca del misterio de la Santísima Trinidad se traspone y, durante uno de sus viajes fundacionales, toda se deshacía en alabanzas de Dios encantada con las flores y alegre con el canto de los mil pajarillos que la rodeaban.

Sus grandes atisbos desde la fe y sus vivencias eucarísticas la hacen sentirse contemporánea de Cristo Jesús y revive las actitudes de tantos personajes bíblicos: la Magdalena, santa Marta, la Samaritana, san José, etc.

Como no le duelen prendas, acomete la apología de las mujeres y no teme censurar a los varones, poniendo como modelo y realización de toda virtud a la Virgen María, nuestra Señora.

Hija de Dios y de la Iglesia entregará votiva y filialmente su vida en manos del Señor, de quien estaba enamorada como lo han estado pocos santos.

Sabe servirse de la frecuencia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía como de los «grandes remedios» que Dios ha dejado en su Iglesia y está convencidísima de que, aunque cada cosa tenga su tiempo apropiado y que hay tiempo de sueño y tiempo de vigilia, toda la vida humana es el tiempo del Bautismo y todas las almas están desposadas con Cristo por este sacramento de la iniciación cristiana (CE 38, 1).

Se encontrará el lector con buena siembra de textos literales teresianos, que vienen a engarzarse como en un florilegio o antología y su lectura le alegrará escuchando directamente la voz de quien es la protagonista del libro. Algunas repeticiones de ciertos textos son inevitables, por el diverso contexto y trabazón de los temas.

Al encontrarse con tantos sujetos del reino animal como andan por las obras de santa Teresa piensa uno en el arca de Noé, sin remedio. Todo este material tan diversificado de casos y cosas no va encuadrado en esquemas predeterminados o estratégicos, ni aparece alineado con ningún rigor estricto e intocable. Surgiendo estas páginas al contacto de lo vivido y escrito por la Madre Teresa de Jesús, el mejor orden tiene que ser un «bello desorden», como el que reina en tantas partes de sus papiros. Y hay que seguirla atentamente en las escapadas mentales que hace hasta que nos diga «tornemos a lo que iba diciendo».

Cierro el libro con una gran lección de Teresa de Jesús sobre valores humanos. Estas páginas finales son algo así como un repaso, en clave de valores humanos y de virtudes caseras e intracomunitarias, de todo lo que antecede. Se repiten, adrede, aunque más abreviados, a modo de antología, no pocos textos de los ya presentes en los capítulos anteriores. Es como dar más voz al final del libro y escuchar a Teresa de Jesús, libre de mis interferencias y comentarios. Será una gozada leer esas páginas, es decir, estar escuchando a Teresa de Jesús que nos las va comentando.

Con la silueta que acabamos de dibujar ante nuestros ojos, podemos seguir a esta gran persona en su devenir y alegrarnos y reírnos con ella, sin olvidar que también el pan de las lágrimas se servía en su mesa. Más adelante oiremos decir a las descalzas reales de Madrid, después de haber convivido unos días con ellas: «¡Bendito sea Dios, que nos ha dejado ver a una santa a quien todas podamos imitar, que come, duerme y habla como nosotras y anda sin ceremonias!», y... ríe que te ríe, añadimos nosotros.

Esta es Teresa de Jesús, a la que en el primer capítulo presentamos como «una voz para nuestro tiempo», y proclamamos que el mejor homenaje que le podemos ofrecer será que la escuchemos y la sigamos.

Finalmente, si algo puedo desear a este retoño de mi pluma en la tarde de la vida y cuando ya estoy con un pie en el estribo, es que ayude a lo que ella señala en las claves de su conversabilidad: que nadie se atemorice ni amedrente de la virtud. ¿No ha gritado ella tantas veces que en el camino de la oración «no hay nada que temer»? (V 8, 5; 8, 8; 11, 12, etc). Así echo a volar este mi benjamín para que se vaya buscando lectores amigos de la Madre Teresa, que han de ser «amigos fuertes de Dios» (V 15, 5).

José Vicente Rodríguez

Toledo, primavera de 2015

Siglas de las obras de santa Teresa

CE, Camino de perfección, primera redacción, códice El Escorial.

CV, Camino de perfección, segunda redacción, códice Valladolid.

Cta, Cartas.

E, Exclamaciones.

F, Las Fundaciones.

M, Las Moradas o Castillo interior. Número antepuesto: la morada; pospuestos: capítulo, n. marginal.

MC, Meditaciones sobre los Cantares.

P, Poesías.

R, Relaciones (o Cuentas de conciencia).

V, Libro de la vida.

Me sirvo de: Obras completas, ed. de Espiritualidad, Madrid 2000; Cartas, Monte Carmelo, Burgos 1997, y Relaciones o Cuentas de conciencia, en Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2014.

Otras siglas

BMC, Biblioteca Mística Carmelitana (Burgos).

Diccionario, T. Álvarez, Diccionario de santa Teresa, Monte Carmelo, Burgos 20062.

Efrén-Otger, Efrén de la Madre de Dios-Otger Steggink, Tiempo y vida de santa Teresa, BAC, Madrid 1996.

Escolias, JerónimoGracián, Escolias a la vida de santa Teresa, del P. Ribera, Instituto histórico teresiano, Roma 1982.

MH, Andrés de la Encarnación, Memorias Historiales, 3 vols. Salamanca 1993.

MHCT, Monumenta Historica Carmeli Teresiani: Documenta primigenia, 3 vols; Roma 1973-1977.

Peregrinación de Anastasio, Jerónimo Gracián, Peregrinación de Anastasio, Roma 2001.

Capítulo 1. Santa Teresa de Jesús, una voz para nuestro tiempo

Bien entendía que era Dios, mas no podía entender cómo obraba aquí (V 16, 2).

Santa Teresa siempre estaba asombrada por la acción de Dios en su persona, en la historia de su vida. Ella, tan poca cosa como sentía que era; tantas veces enferma, débil de verdad, físicamente. Hasta nuestros días llega su poderosísima voz y su Palabra. Voz que se llenó de Dios y que vivía de ella, porque la fuente de la que bebía era hermosa y quería que todos la conocieran; la fuente, no a ella. Muy a pesar suyo (se sentía indigna), ella, la mujer Teresa de Jesús, quedó vestida de la hermosura de Dios. Sus ojos nos llevan a mirar la vida de hoy, con sus retos y desafíos; como ella lo hizo en su tiempo, poniendo sus ojos en la vida, nos enseña a mirar a Dios. Teresa habla con Dios y con nosotros, siempre, desde la vida.

¿Cómo construyó Teresa esta fecunda relación con Dios, cómo bebía de esta fuente?

La gran lección que nos deja es que el tesoro de Dios no es solo para unos pocos, es para todos. Por eso nos dejó su vida y sus obras. Teresa quiso vivir y vivió, con sentido propio y singularidad de mujer, su oración, su experiencia con Jesús. Entendía que la relación personal con Jesús no podía estar solo en manos de clérigos y varones: las mujeres también podían, y debían. Quería que ellas pudiesen rezar en libertad, según su amor y su conciencia; desde sus deseos y, a solas ellas mismas, con Dios. Lo llamó oración mental, que estaba entonces más bien prohibida para ellas. Quiso también que las mujeres de sus conventos se formaran leyendo y que fueran cultas. Les dio voz, y ella impregnó nuestra historia con su palabra. Todo ello era un desafío para la Iglesia de entonces. También para la de hoy, que se rinde ante ella, en celebraciones, ¿pero alcanzarán a la mujer Teresa de Jesús que habló con Dios?

Entabló con Jesús de Nazaret una particular y extraordinaria relación. Teresa dejó que el Evangelio moldeara su vida. Así se convirtió en Teresa de Jesús. Ella nos devuelve el Evangelio a los cristianos en el siglo XXI, y lo pone delante de todos como forma de vida y relación con Dios. Se lo brinda también a los no cristianos. Tantos que buscan saber quiénes son y conocerse mejor, ahora que tanto se prodigan los cursos de autoconocimiento. Teresa de Jesús hace casi 500 años ya explicaba la riqueza del conocimiento interior, fundamental para unas relaciones cordiales con los hombres y las mujeres y para el encuentro con Dios. Conocimiento al que llama a sus monjas y frailes continuamente si quieren vivir de verdad la vida. Para ello les enseña, nos enseña, su método de oración, de relación con Dios, y su experiencia con el evangelio; y cómo debían tratarse entre sí sus monjas. Para orar, recomendaba como muy importante, mirar y saber «quiénes somos y ante quién estamos». Todo un ejercicio de interiorización, autoconocimiento y entrada en la realidad que somos cada uno y por tanto en la realidad de Dios.

Realismo de santa Teresa

Santa Teresa era muy realista, andaba con los pies en la tierra, aunque nos parezca que estaba siempre en el cielo, con sus arrobamientos. Conocía bien a los humanos y sus necesidades. Ella no quería una relación íntima con Dios, única y personal al margen de los hermanos. Siempre recordaba que «la calidad de la relación con Dios se medía por el amor a los hermanos». Y no era amor abstracto, universal. Era amor bien concreto. No podemos ir solos al encuentro con Dios, sin dejarnos acompañar del sufrimiento y de las necesidades actuales de tantos hombres y mujeres. Para orar, Teresa de Jesús nos invita a situarnos en la realidad que somos, no en la que queremos ser fuera de propósito; y, desde esa realidad precaria o no, hablarle a Dios, con el Evangelio delante, Jesús te va enseñando quién eres, con suavidad y dulzura te señala tus heridas y también por dónde herimos cada uno. Ella entiende que «sin ruido de palabras te va enseñando este divino Maestro» (CV 25, 2).

En el Evangelio va descubriendo cómo Dios ama la debilidad. Ella sentía profundamente esa debilidad, quizá sus enfermedades y dolencias contribuyeron mucho más a su encuentro con Jesús. No en vano el primer interés de Jesús por los humanos en el Evangelio es la salud.

Santa Teresa de Jesús se sentía débil y poco segura, como tantos de nosotros. Le decía a Dios «no pongáis tesoro semejante adonde no está perdida del todo la codicia de las consolaciones de la vida» (V 18, 4).Con el Evangelio y los avatares de su vida labró su humildad. En su relación con Dios aprendía de Dios y de sí misma. Pero a diferencia de los cursos exprés de autoconocimiento, esta experiencia plenífica, porque no es algo puramente intelectual y teórico, ya que incluye una relación existencial, una experiencia de vida: el encuentro con Jesús y, con él, con todos los seres humanos.

Lo que nos cuenta Teresa con su vida es que Jesús es una posibilidad real de rehacer la propia historia, y que Jesús no debe ser teorizado, sino descubierto, experimentado y celebrado. Este misterio así contemplado tiene toda la fuerza transformadora de la vida. Por eso enseñó a sus monjas esta manera de vivir la oración y su camino espiritual. Orar con Dios en libertad y comunicarse la experiencia entre ellas. Aprender unas de otras. Algo difícil de aceptar entonces, pues estaba prohibido que las mujeres enseñaran; experiencia que introdujo en la Iglesia de entonces. Quería las más altas cotas espirituales, culturales y personales; «conviene no apocar los deseos» (V 13, 2), decía a sus monjas.

Voz para la Iglesia y el mundo actual

La experiencia de Teresa de Jesús es todo un reto para la Iglesia actual y para la pastoral actual. Santa Teresa de Jesús experimentó a Dios con todo su cuerpo, con toda su inteligencia, con todo su ser, y así quiso que lo hicieran sus monjas. Le gustaba afrontar los problemas, discutir con libertad, hablar con parresia, como veremos en uno de los capítulos de este libro. Recomendaba «aceptar con razonamiento», todo un reto para la sociedad y la Iglesia de nuestros días. Amaba la libertad, la amistad, la autonomía de la mujer, la inteligencia, la cultura, el amor: realidades que se resienten en la actualidad. «Poned inteligencia y corazón en lo que decís». No quería que las mujeres estuvieran relegadas a sus labores; ella detestaba frases como «mejor será que hilen» (CV 21, 2), en referencia a la oposición de clérigos y varones religiosos al avance y autonomía de las mujeres. No eran féminas. Vivió una relación apasionada con Dios y con la vida. Sabía que su fuerza venía de Dios, «entierras tus talentos en tierra astrosa» (V 18, 4), decía, en referencia a la abundancia que sabía que recibía de Dios. Ella se reconoce en Dios y a Dios le reconoce en su debilidad.

Doctora de la Iglesia

A base de mucho diálogo y lucha profunda con los varones creó un espacio de vida nuevo a las mujeres, para encontrarse con Dios y con la vida donde la diversidad y las relaciones inclusivas y no excluyentes eran muy importantes. Dios invita a todos.

Cuando Pablo VI la nombró doctora de la Iglesia, se quedó como suspenso un minuto y exclamó: «Qué grande, única, humana y atrayente es esta figura». Y a continuación explicaba el significado de la proclamación doctoral diciendo que se trataba de «un hecho que grabamos en la historia de la Iglesia y que confiamos a la piedad y a la reflexión del Pueblo de Dios».

Y en la audiencia de Pablo VI a la misión española decía el 27 de septiembre de 1970: «La espiritualidad de santa Teresa, su clarividente impulso renovador, su fidelidad a la Iglesia y su profundo humanismo no deben ser solamente una singular gloria del pasado, sino un mensaje actual y vivo, que se proyecte sobre este mundo nuestro, tan lleno a la vez de turbación y de esperanzas»[1].

El famoso jesuita Karl Rahner escribía poco después de la declaración pontificia: «Santa Teresa es declarada doctora de la Iglesia. Este acontecimiento tiene, naturalmente, su significado de cara al puesto y función de la mujer en la Iglesia. El carisma del magisterio, y precisamente dirigido a la Iglesia en cuanto tal, no es un privilegio del hombre, del varón. Queda así rechazada la idea de que la mujer, en el aspecto espiritual y religioso, sea inferior al hombre. Y el hecho de que también la mujer estudie teología queda con esto expresamente reconocido [...]. Su declaración como doctora de la Iglesia demuestra que si antes no se reconoció este título a las mujeres no fue debido a la falta de mujeres dignas de tal título, sino a la actitud de no conferirlo por razones nacidas precisamente de una valoración histórica y cultural de la mujer»[2].

Al proponer nosotros a Teresa como una voz para nuestro tiempo, nos hacemos eco múltiple de lo que dejó dicho Pablo VI en la última frase de su homilía de aquel 27 de septiembre: «Debemos ver una llamada dirigida a todos a hacernos eco de su voz, convirtiéndola en lema de nuestra vida para poder repetir con ella: ¡Somos hijos de la Iglesia!». Y entendemos que ella quiere que bebamos de la fuente de donde ella bebía, y que, como ella escuchemos a Dios que sembró en ella unas semillas poderosas de vida y de verdad. Por ello creo que es una voz fuerte y fértil para nuestro tiempo. El mejor homenaje será, pues, que la escuchemos muy atentos con los oídos del alma y nos dejemos adoctrinar por tan esclarecida Maestra.

Capítulo 2. Retratos de santa Teresa

Teresa de Jesús es conocida y reconocida en la Iglesia como maestra de oración por su vida y por sus escritos, que son un regalo, un patrimonio de la Iglesia universal, no solo de su familia religiosa del Carmelo.

Después de la primera consideración global que hemos hecho de la figura de santa Teresa en las páginas anteriores, conviene diseñar ahora su retrato, con el objetivo de abrir con más seguridad el diálogo con ella. Para hablar de sus retratos debidamente, dejando a un lado los vuelos poéticos, hay que señalar dos tipos de retratos: literario y pictórico.

Primer retrato literario

Un primer retrato literario lo encontramos en la declaración que hace el 5 de septiembre de 1595 el padre Miguel de Carranza, carmelita calzado, en el proceso de Valencia. Lo cuenta así: «Primeramente dijo que conoció a la Madre Teresa de Jesús, siendo ella de poca edad». Y esto sucedió así:

Carranza era secretario del Vicario general de España, fray Damián de León [...]. Visitando la provincia de Castilla en el año 1552 llegaron a la ciudad de Ávila, y después de haber visitado el convento de sus frailes, fueron a visitar el convento de monjas de la misma ciudad, llamado de la Encarnación, que en aquel tiempo era de ciento y ochenta monjas, las cuales por su mucha multitud y poca renta vivían en grande parsimonia y pobreza. Y en él vivía entonces una religiosa llamada Teresa de Ahumada [...]. Era mujer de buenas partes, por ser de linaje esclarecido y de buen ingenio y habilidad; era entonces de pocos años, que según le parece, sería de treinta años, poco más o menos; y que era mujer morena y de buena estatura, el rostro redondo y muy alegre, y regocijada, y amiga de buenas y discretas conversaciones. Y tenía entonces, como dicen, sus devotos en la Orden, aunque nunca entendió que la dicha doña Teresa fuese amiga de malos tratos ni que fuesen fuera de los límites de religiosa, aunque con alguna libertad como en aquella casa y en otras de monjas de otras Órdenes, antes del santo Concilio se usaban (BMC 19, 133).

Otro retrato literario

El retrato literario más primoroso se debe a la pluma de María de San José, que fue priora de las descalzas carmelitas de Sevilla y de Lisboa. Siendo jovencita estuvo con la Santa cuando ella fue a Toledo y se aposentó en la casa de doña Luisa de la Cerda en 1562, donde vivía esta jovencita.

El retrato de la Madre lo extendió, tres o cuatro años después de la muerte de la Santa, en uno de sus libros titulado Libro de recreaciones. Dice así:

Era esta santa de mediana estatura, antes grande que pequeña; tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta su última edad mostraba serlo; era su rostro no nada común sino extraordinario, y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileño; los tercios de él iguales, la frente ancha e igual y muy hermosa, las cejas de color rubio oscuro con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos; la nariz redonda y en derecho de los lagrimales para arriba disminuida hasta igualar con las cejas, formando un apacible entrecejo, la punta redonda y un poco inclinada para abajo, las ventanas arqueaditas y pequeñas y toda ella no muy desviada del rostro. Mal se puede con pluma pintar la perfección que en todo tenía: la boca de muy buen tamaño: el labio de arriba delgado y derecho, el de abajo grueso y un poco caído, de muy linda gracia y color; y así la tenía en el rostro, que con ser ya de edad y muchas enfermedades, daba gran contento mirarla y oírla porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y acciones; era gruesa más que flaca y en todo bien proporcionada; tenía muy lindas manos, aunque pequeñas; en el rostro, al lado izquierdo, tenía tres lunares levantados como verrugas pequeñas, en derecho unos de otros, comenzando desde debajo de la boca el que mayor era, y el otro entre la boca y la nariz, el último en la nariz más de cerca de abajo que de arriba[3].

Observadora y detallista al sumo esta mujer ha podido darnos este retrato precioso de la Madre Teresa de Jesús.

Uno más

Lo dejó hecho Francisco de Ribera, el primer biógrafo de la Santa[4]. De él extractamos algunos puntos que no aparecen tanto en el anterior. Dice por ejemplo:

Los ojos negros y redondos y un poco papujados (que así los llaman, y no sé cómo mejor declararme), no grandes pero muy bien puestos y vivos y graciosos, que en riéndose se reían todos y mostraban alegría, y por otra parte muy graves, cuando ella quería mostrar en el rostro gravedad. [...] El labio de arriba delgado y derecho, el de abajo grueso, y un poco caído de muy buena gracia y color, los dientes muy buenos, la barba bien hecha, las orejas ni chicas ni grandes, la garganta ancha y no alta, sino antes metida un poco. [...] Toda junta parecía muy bien y de buen aire en el andar, y era tan amable y apacible, que a todas las personas que la miraban comúnmente complacía mucho.

Retrato pictórico

Quien mandó que la pintasen, Jerónimo Gracián, cuenta lo sucedido como sigue:

Estando en Sevilla (impuse a la Madre) una mortificación, que fue de las que más sintió, que fue mandarla retratar. Y que obedeciese a todo lo que fray Juan de la Miseria, que fue quien la retrató, le mandase [...], y porque entraba allá dentro en el monasterio a pintar, venía bien que él la retratase. Pues teniendo aparejados sus colores y su lienzo, la llamó. Y así, sin mirar más primores, la mandaba poner el rostro en el semblante que quería, riñendo con ella si tantico se reía o meneaba el rostro. Otra vez no contentándose, tomábale él mismo la cara con sus manos y volvíala a la luz que le daba más gusto[5].

Ya el padre Ribera dejó dicho:

Sacóse estando ella viva un retrato bien, porque la mandó su provincial, que era el padre maestro fray Jerónimo Gracián, que se dejase retratar. En esto lo hizo muy bien el padre Gracián, pero mal en no buscar para ello el mejor pintor que había en España para retratar a persona tan ilustre al vivo para consuelo de muchos[6].

El mismo Gracián que cuenta la aventura del retrato dice:

Y al cabo la retrató mal, porque, aunque era pintor, no era muy primo; y así decía la Madre Teresa con mucha gracia: «Dios te lo perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa»[7].

El original se conserva actualmente en el convento de las Carmelitas Descalzas de Sevilla, de la calle santa Teresa, 7.

Noticias autobiográficas

Las noticias autobiográficas que ahora nos interesan giran en torno a su modo de ser y, como las da la propia santa Teresa, se refieren particularmente a la condición que tiene:

Bien veo que no es perfección en mí esto que tengo de ser agradecida; debe ser natural, que con una sardina que me den me sobornarán (Cta 264, 1).

Con ser yo de mi condición tan agradecida (V 35, 11).

Esta cualidad de la que ella tenía una buena conciencia la examinamos oportunamente en el capítulo 11. Ahora nos han de bastar estas pinceladas acerca de su condición que añadimos a los retratos literarios que anteceden.

De su condición de persona humilde brotan las innumerables confesiones que hace de su ruindad, de lo que llama «mis grandes pecados y ruin vida», de la que dice que «no he hallado santo, de los que se tornaron a Dios, con quien me consolar» (V prólogo 1). Es increíble las veces que habla de esta ruindad y los acentos con que la proclama; ruin y ruindad las usa entre las dos 214 veces: ruin 209 y ruindad 5 veces. Los retratos que hemos presentado y estas rápidas señalaciones de su modo de ser, de su condición y lo que iremos diciendo a lo largo de este libro nos hará ver la grandeza de esta mujer.

Gracián, hablando todavía del retrato físico de la Madre dice:

Nuestra beata Teresa no fue en su tiempo fea de rostro. Que aunque algunos retratos suyos que andan por ahí no muestran mucha hermosura, es porque se retrató siendo ya de sesenta años [...]. Tenía hermosísima condición, y tan apacible y agradable que a todos los que la comunicaban y trataban con ella, llevaba tras sí, y la amaban y querían; aborreciendo ella las condiciones ásperas y desagradables que suelen tener algunos santos crudos, con que se hacen a sí mismos y a la perfección aborrecibles. Era hermosa en el alma, que la tenía hermosísima con todas las virtudes heroicas y partes y caminos de la perfección[8].

Bibliografía: T. Álvarez, El retrato de santa Teresa en los primeros grabados, en Estudios Teresianos 1, Burgos 1995, 47-54; y en Diccionario de santa Teresa, Monte Carmelo, Burgos 20062, 519-522.

Capítulo 3. Santa Teresa, hija de Dios

Confesiones rotundas

Santa Teresa hace, a veces, unas confesiones personales que son difíciles de olvidar por la contundencia con que se expresa. Fijémonos, por ejemplo:

Cuando digo Credo, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo; y cuando (digo) Padrenuestro, amor será entender quién es este Padre nuestro y quién es el maestro que nos enseñó esta oración (CV 24, 2).

Así se expresa refiriéndose a estas dos oraciones del cristiano: el Credo y el Padrenuestro; y el Padrenuestro que, además de una oración, es como un Credo en el Padre que está en el cielo.

El tipo de su oración

La oración que ella enseña, y de la que es Maestra, es filial y amistosa con Dios Padre y con Cristo, el Señor. Enseñando el camino de ese trato confidencial, quiere que se comience con gran determinación a tener oración y a no hacer caso de los inconvenientes que ella sabía que circulaban en el ambiente.

Recoge frases que se decían en aquel tiempo. Oímos, dice ella:

«hay peligro»;«fulana por aquí se perdió»;«el otro se engañó»;«el otro que rezaba mucho cayó»;«hacen daño a la virtud»;«no es para mujeres, que les podrán venir ilusiones»;«mejor será que hilen»;«no han menester esas delicadezas»;
«¡basta el Paternóster y el Avemaría!».

Y, soltando el ansia contenida que lleva recordando esos dichos, exclama:

Esto así lo digo yo, hermanas: y ¡cómo si basta! Siempre es gran bien fundar vuestra oración sobre oraciones dichas de tal boca como la del Señor. En esto tienen razón, que si no estuviese ya nuestra flaqueza tan flaca, y nuestra devoción tan tibia, no eran menester otros conciertos de oraciones, ni eran menester otros libros (CV 21, 3).

Hecha esta presentación y este barrido, promete, apoyándose en el Paternóster, ir fundando (así dice): unos principios y medios y fines de oración.

Enseguida hace otra de sus confesiones personalísimas: «Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los evangelios, que libros muy concertados» (CV 21, 3). Y en los evangelios lo que más podía encontrar era la referencia a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de sus hermanos los hombres; pues si de algo se habla en los cuatro evangelios es precisamente de la paternidad de Dios y de nuestra filiación.

Por eso, «allegada a este Maestro de la sabiduría», que nos enseñó el Paternóster, que nos enseñó a ser hijos de Dios, espera que le enseñe alguna consideración útil.

Y, verdaderamente, yo me imagino a la Santa como a quien toma de la boca del divino Maestro con una mano esas consideraciones y nos da, nos pasa lo que ha meditado, lo que ha entendido, lo que a ella le han dado y regalado, nos lo pasa con la otra mano a nosotros.

Arranque contemplativo

Cita las primeras palabras del Paternóster: «Padre nuestro que estás en los cielos», y, emocionada por lo que ha dicho, se lanza a bendecir al Señor, como hace tantas veces en sus libros: «¡Bendito seáis por siempre jamás!» (CV 27, 1).

Teresa bendice en este caso a Cristo Jesús porque ya de entrada en esta oración del Padrenuestro nos llena las manos y nos hace una merced, un beneficio tan grande como es la filiación divina. El beneficio inmenso que descubre ya en esas primeras palabras es el siguiente: «nos hace hijos de Dios», al enseñarnos a invocar a Dios como «Padre nuestro»; y al llamarnos hijos de Dios, se hace él hermano nuestro, es decir, nada más comenzar esta oración ya se nos revela por boca de quien no nos engaña, que tenemos, que poseemos, que son nuestras estas dos realidades: la filiación divina y la hermandad con Cristo.

La actitud o reacción de quien dice ya esas primeras palabras: «Padre nuestro», debiera ser la de entrar en contemplación perfecta, es decir, quedarse sin palabras ante la grandeza de esos dones divinos. Y quedarse así sin palabras es entrar en silencio adorante, que ese tipo de silencio es una buena y muy gran parte de la oración (CV 27, 1).

La contemplación perfecta a la que alude aquí la Santa no es ese tipo de contemplación que analizan los maestros de espíritu, a la que dan mil vueltas los tratadistas para explicar algo de lo que tiene que ser ese tipo de reacción contemplativa a la que alude la Santa.

Alocución de Pablo VI y secuencias teresianas

Para ilustrar este punto de la contemplación perfecta que aparece en los escritos de la Madre, me parece muy a propósito recordar algo que sucedió en la plaza de San Pedro de Roma. Me refiero a la alocución de Pablo VI el 7 de diciembre de 1965, durante la sesión pública con que se clausuró el concilio Vaticano II, en la que queriendo el Papa presentar el valor religioso del Concilio habla de las que llama pretensiones del Concilio, asumiendo que seguramente el «juicio del mundo calificará primeramente esas pretensiones como insensatas», pero que luego tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas, como prudentes y como saludables, a saber:

Que Dios sí existe, es real, viviente, personal, providente, infinitamente bueno. No solo bueno en sí, sino inmensamente bueno para nosotros, nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo que el esfuerzo de clavar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana.

Ese esfuerzo de clavar la mirada y el corazón en Él, en Dios, lo podemos llamar contemplación, es decir, atención amorosa, en la que uno se queda sin palabras, invadido por el silencio enriquecedor. Así la Santa cree que ya las primeras palabras del Padrenuestro deben servirnos para clavar la mirada y el corazón en Él.

Al fijarse la Madre en ese doble regalo: ser hijos del Padre y hermanos de Cristo, ve en este gesto del Señor un acto extremo de humildad, al juntarse con nosotros y pedir y hacerse de hecho, de verdad, hermano nuestro, hermano, dice ella, «de cosa tan baja y miserable». Haciendo esto nos da en nombre del Padre «todo lo que se puede dar, pues quiere que nos tenga por hijos» (CV 27, 2).

Y se explaya diciendo que, al darnos todo eso en el Paternóster, está Cristo como obligando al Padre a que nos tenga por hijos y nos trate como a tales. Dice así:

Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues, en siendo Padre, nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como al hijo pródigo hanos de perdonar (Lc 15,20), hanos de consolar en nuestros trabajos (Mt 11,28), hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre –que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido (Mt 7,11)– y después de todo esto hacernos partícipes y herederos con Vos (CV 27, 2).

En otra ocasión, hablando también del hijo pródigo, dice que teniendo tan buen amigo, «tal huésped que le hará señor de todos los bienes, si él quiere no andar perdido, como el hijo pródigo, comiendo manjar de puercos» (2M 1, 4).

Y una vez más después de todas estas reflexiones no sabe cómo ponderar la grandeza de tantos regalos y lo expresa así: «¡Bendito seáis por siempre, Señor mío, que tan amigo sois de dar, que no se os pone cosa delante!» (CV 27, 4). Aquí vemos otra vez uno de esos benditos que le salen del alma con fuerza.

La grandeza y la bondad de Cristo Maestro también ha llamado la atención de la Santa y, según ella, se manifiesta como un bueno, un buenísimo maestro, en el hecho de que, para aficionarnos a que aprendamos de él todo lo que nos quiere enseñar, ha comenzado haciéndonos ese par de favores ya dichos: la filiación divina y la hermandad con Cristo. Y ponderando aún más la grandeza del Maestro dice a sus hijas: «Mirad [...] si tenéis buen Maestro, que, como sabe por dónde ha de ganar la voluntad de su Padre, enséñanos a cómo y con qué le hemos de servir» (CV 32, 11).

Guiados por este Maestro, al decir Padre nuestro, hemos de procurar entender lo que esto significa en sí mismo y para nosotros de modo que «se haga pedazos nuestro corazón con ver tal amor» (CV 27, 5). Para llegar a este amor tan grande nos ayudará procurar saber quién es y cómo es nuestro Padre, «un Padre tan bueno y de tanta majestad y señorío» (CV 27, 5). Y les aconseja a sus monjas con todo su convencimiento: «Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús; no se conozca aquí otro padre para tratar de él; y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con él y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí, si sois buenas hijas; pues, ¿quién no procurará no perder tal Padre?» (CV 27, 6).

Pasa luego a comentar las siguientes palabras: «que estás en los cielos» (CV 28,1). Y asegura que es importante para todos, y muy en particular para «entendimientos derramados, que importa mucho no solo creer esto, sino procurarlo entender por experiencia; porque es una de las cosas que ata mucho el entendimiento y hace recoger el alma» (CV 28, 1).

Siendo esto tan importante como está diciendo lo quiere exponer con toda claridad:

Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey, allí dicen está la corte. En fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice san Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo (CV 28, 2).

Intimando con el Padre Celestial

Y para ser más incisiva abre la siguiente pregunta: «¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo, ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces?». A pregunta tan larga contesta:

Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija (CV 28, 2).

¡Fuera falsas humildades!

No le parece suficiente lo que está diciendo y echa por otro camino: el de la falsa humildad en que se empeñan algunas personas. Dice:

Se deje de unos encogimientos que tienen algunas personas y piensan es humildad. Sí, que no está la humildad en que si el rey os hace una merced no la toméis, sino tomarla y entender cuán sobrada os viene y holgaros con ella. ¡Donosa humildad!, que me tenga yo al Emperador del cielo y de la tierra en mi casa, que se viene a ella por hacerme merced y por holgarse conmigo, y que por humildad ni le quiera responder ni estarme con Él ni tomar lo que me da, sino que le deje solo, y que estándome diciendo y rogando le pida, por humildad, me quede pobre, y aun le deje ir, de que ve que no acabo de determinarme (CV 28, 3).

Fuera esas humildades tontas:

No os curéis, hijas, de estas humildades, sino tratad con Él como con padre y como con hermano y como con señor y como con esposo; a veces de una manera, a veces de otra, que Él os enseñará lo que habéis de hacer para contentarle. Dejaos de ser bobas; pedidle la palabra, que vuestro Esposo es, que os trate como a tal (CV 28, 3).

A continuación, ayudando a esos entendimientos derramados les explica las excelencias de este modo de rezar, «aunque sea vocalmente, con mucha más brevedad se recoge el entendimiento, y es oración que trae consigo muchos bienes». Y ¿por qué se llama oración de recogimiento?:

Porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios, y viene con más brevedad a enseñarla su divino Maestro y a darla oración de quietud, que de ninguna otra manera. Porque allí metida consigo misma, puede pensar en la Pasión y representar allí al Hijo y ofrecerle al Padre y no cansar el entendimiento andándole buscando en el monte Calvario y al huerto y a la columna (CV 28, 4).

Aconseja a quienes cultiven este modo de oración:

Las que desta manera se pudieren encerrar en este cielo pequeño de nuestra alma, adonde está el que le hizo, y la tierra, y acostumbrar a no mirar ni estar adonde se distraigan estos sentidos exteriores, crea que lleva excelente camino y que no dejará de llegar a beber el agua de la fuente, porque camina mucho en poco tiempo. Es como el que va en una nao, que con un poco de buen viento se pone en el fin de la jornada en pocos días, y los que van por tierra tárdanse más (CV 28, 5).

Y sigue todavía ampliando sus enseñanzas sobre este recogimiento. Lo que quiere es que quien reza el Padrenuestro entre en contemplación perfecta, nada más comenzar, por eso las enseñanzas que da sobre el recogimiento no tienen otra finalidad sino la de educar en la contemplación, propia de hijos, clavando su corazón y su voluntad en Dios Padre, al que invocan como a «Padre» y de quien proclaman que está en los cielos, y muy principalmente en el cielo del alma.

Poniendo ya fin a estas reflexiones sobre santa Teresa, hija de Dios, hay que fijarse en lo siguiente: en el primer capítulo de las Moradas primerascuando habla del alma como de un castillo, de un aposento para Dios, califica al Señor de «un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes», y allí no habla de Dios Padre, pero sí lo hace en CV 28, 9 en el siguiente texto cuando aconseja:

Pues hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, en fin, como para tal Señor; y que sois vos parte para que este edificio sea tal, como a la verdad es así, que no hay edificio de tanta hermosura como una alma limpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más resplandecen las piedras; y que en este palacio está este gran Rey, que ha tenido por bien ser vuestro Padre; y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón.

La cercanía es así mayor que considerar a Dios como rey tan poderoso, sabio, limpio y lleno de todos los bienes. La frase teresiana es deliciosa: Dios «ha tenido por bien ser vuestro Padre».

Capítulo 4. Santa Teresa, la «ganavoluntades»

Corona de piropos

Un gran escritor, Antonio de San Joaquín, carmelita descalzo, además de otros libros, escribió doce tomos sobre santa Teresa. En ese que llamó Año Teresiano, en el tomo V publicó, en Madrid año de 1749: «Índice que en diversos idiomas atesora abundante copia de epítetos, con que numerosa variedad de personas ha procurado manifestar las perfecciones y prerrogativas que el Cielo concedió a nuestra Madre santa Teresa de Jesús». El buen fraile reunió más de 1324 epítetos laudatorios de la Santa.

Aunque esta palabra «ganavoluntades» que va en el título no aparezca en el Diccionario de la lengua, ni registrada en esa fecha del siglo XVIII, me gusta emplearla y aplicársela a santa Teresa, pues era eminente en este campo de ganar la gracia y voluntad de las personas. La quisieron y la veneraron grandes figuras de la Iglesia: carmelitas descalzos, jesuitas, dominicos, franciscanos, sacerdotes seculares, obispos. La cuestionaron el nuncio Felipe Sega y algunos otros eclesiásticos y buen número de los padres del antiguo Carmelo, y tuvo sus mayores peleas y sinsabores con la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y de la Cerda.

Felipe Sega

El nuncio Felipe Sega se hizo famoso por el exabrupto que lanzó contra la Santa ante el padre carmelita descalzo Juan de Jesús (Roca), llamándola «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de clausura, contra el orden del concilio Tridentino, y prelados, enseñando como maestra, contra lo que san Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen»[9].

Bartolomé de Medina

Con alguna de estas lindezas estaba de acuerdo el dominico Bartolomé de Medina, profesor de teología de la Universidad de Salamanca, pues también él, en un primer momento, la desaprobaba. Uno de sus discípulos de entonces lo cuenta así:

Al tiempo que la dicha santa Madre fue a Salamanca a fundar como fundó el monasterio de su reformación, el maestro fray Bartolomé de Medina, de la Orden de Santo Domingo, catedrático de Prima de Teología, cuyo discípulo fue este testigo, al principio recibió mal las cosas de la santa Madre, en tanta forma que públicamente en su cátedra dijo que era de mujercillas andarse de lugar en lugar y que mejor estuvieran en sus casas rezando e hilando (BMC 19, 349).

La «ganavoluntades», sabiendo que se mofaba de ella, le estimó en tanto que procuró con el Comisario apostólico... le diese sus veces y en algunas ausencias le dejase por superior de ella.

Hombre sincero comprendió Bartolomé que tenía que retractarse, y el mismo discípulo nos informa que en la misma cátedra que había hablado mal de ella, dijo: «Señores, el otro día dije aquí unas palabras mal consideradas de una religiosa que funda casas de monjas descalzas. Hablé mal. Hela comunicado y tratado, y sin duda tiene espíritu de Dios y va por muy buen camino». Y solía decir después a menudo que «no había tan gran santa en la tierra». Es la propia Santa la que confiesa en su Relación 4, 8 en 1575 o 1576:

Trató con el padre Maestro fray Bartolomé de Medina, catedrático de Prima de Salamanca, y sabía que estaba muy mal con ella, porque había oído de estas cosas; y parecióle que este le diría mejor si iba engañada que ninguno. Y procuróse confesar con él, y dióle larga relación de todo, lo que allí estuvo y procuró que viese lo que había escrito, para que entendiese mejor su vida. Él la aseguró tanto y más que todos, y quedó muy su amigo.

De tal manera conquistó santa Teresa a Bartolomé que iba con frecuencia a verla en Alba de Tormes y a confesarla; y retenía una gracia del cielo poder ver y tratar a la Madre. Los lazos de buen entendimiento con ella se fueron afianzando y terminó por ser uno de los más grandes defensores de Teresa de Jesús. En enero de 1574 la duquesa de Alba, María Enríquez, envió a la Santa una trucha muy hermosa y en viéndola pensó Teresa en hacérsela llegar a Bartolomé de Medina a su convento de San Esteban de Salamanca. Se lo cuenta a la priora de Salamanca a la que escribe:

Esa trucha me envió hoy la duquesa tan buena, que he hecho este mensajero para enviarla a mi padre el maestro fray Bartolomé de Medina. Si llegare a hora de comer, vuestra reverencia se la envíe luego con Miguel, y esa carta; y si más tarde, no se la deje tampoco de llevar, para ver si quiere escribir algún renglón (Cta 59, 2).

Es una lástima que no haya llegado a nosotros esa carta y no sabemos tampoco si Bartolomé le escribió alguno de esos renglones que la Madre esperaba. La trucha sí se la guisaron y le supo tan rica.

Juan de Salinas

Otro fraile que andaba un poco dubitativo frente al espíritu de la Madre también tuvo que rendirse ante ella. Se llamaba Juan de Salinas, provincial de los dominicos. Cuenta el padre Báñez que le preguntó: «¿Quién es una Teresa de Jesús que me dicen que es mucho vuestra? No hay que confiar de virtud de mujeres; pretendiendo en esto hacer a este testigo recatado, como si no estuviera tanto y más que él». Báñez le respondió: «Vuestra Paternidad va a Toledo y la verá, y experimentará que es razón de tenerla en mucho; y así fue». Salinas pasó en Toledo la cuaresma entera y, aunque predicaba cada día «la iba a confesar casi todos los días e hizo de ella grandes experiencias». Más adelante se volvió a encontrar con Báñez que le preguntó: «¿Qué le parece a Vuestra Paternidad de Teresa de Jesús?». Y respondió con gracia: «¡Oh, habíadesme engañado, que decíades que era mujer; a la fe que no es sino hombre varón y de los muy barbados!; dando a entender en esto su gran constancia y discreción en el gobierno de su persona y de sus monjas» (BMC 18, 9).

Pedro Fernández