Los recuerdos vivos - José Rivarola - E-Book

Los recuerdos vivos E-Book

José Rivarola

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Beschreibung

Un adolescente parte de su India natal en un viaje iniciático. Ramachandra Gowda llega a la Buenos Aires de los cincuenta como hijo adoptivo de Adelina del Carril, "Mamita", la esposa de Ricardo Güiraldes, autor del clásico Don Segundo Sombra. Rama se ve atravesado profundamente por varias culturas y sus modos de ser se construyen sobre ellas. José, el narrador, y Rama, el heredero, indagan acerca de la fabulosa vida de Mamita, y en esa búsqueda encuentran y redescubren maravillas y miserias. Emprenden viajes de un lugar a otro, entre la Argentina, la India, España y Francia. Y también viajes internos, mediante la meditación, la filosofía hindú y la espiritualidad. En este libro, literatura y vida se entrecruzan. La India y la Argentina se unen a través del espíritu de Mamita, de Rama y de José, encargado de contar su historia. Una novela imperdible que nos llevará a descubrir costumbres, olores, saberes y sabores.

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@editorialelateneo

A Rama, ese hermano mayor

“The only people that interest me are the mad ones, the ones who are mad to live, mad to talk, mad to be saved, desirous of everything at the same time”.

Jack Kerouac, On the Road1

“–Oiga, ¿me deja usted subir? –pregunta al hombre pelirrojo que lleva el volante.

–¿A dónde va?

–No sé… Bastante lejos”.

John Dos Passos, Manhattan Transfer

1. Las únicas personas que me interesan son los locos, los que están locos por vivir, locos por hablar, locos por ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo. En el camino.

Carta de Adelina del Carril de Güiraldes al poeta Nicolás Olivari:2

Bangalore, estado de Karnataka, India, 1946

Mi querido Olivari:

Asombro, alegría, tristeza, y ¿qué no?, me ha traído su carta. Tan cortada he estado de todos mis cariños en estos ocho años de cataclismo. Después de Pearl Harbor, casi dos años pasé sin comunicarme con nadie. He recibido cartas por avión que me llegaron un año y pico después de mandadas. Y aquí el peligro amenazante, porque sabrá usted que Bangalore posee la fábrica de aeroplanos más importante de oriente, organizada por los americanos, sobretodo para armar y componer los aviones averiados durante la guerra.Después de la caída de Malaya y Birmania vivimos en el terror. Los japoneses estaban a las puertas de la India, en Arakan. Estos años se me consumió el corazón de angustia en la ignorancia de lo que acontecería a mis queridos y en las islas Andaman, a un tiro de bala de sus bases. Bangalore quedó desierto, todo el mundo huyó, pero yo me tuve que quedar.

Pero eso es otra historia…

¡Ah, cuántas veces he sentido que debí haberme muerto con Ricardo y haber concluido con él ese maravilloso “poema” que fue nuestra vida!

Pero… ¡quién sabe por qué!, Dios quiso prolongar la mía, renga y sin objeto, al habérmelo quitado a él.

¡Si pudiéramos saber y comprender sus “por qué” y “para qué”! Pero aquí estamos cegados por las anteojeras de la ignorancia, dando vueltas y vueltas a la noria de la vida, uncidos a su malacate y aguijoneados por sus rudos azotes hasta que caemos agotados de cansancio, sin esperanza de rescate…

Los hindúes explican que todo cuanto acontece es el “Juego de Dios”. Poética explicación a la que, sólo por el hecho de ser poética, le damos valor y merece que se le tome en cuenta. En cuanto queremos poner lógica y dar consecuente explicación, estamos perdidos. ¿Cómo explicar lo que no tiene explicación?

No se asuste, amigo mío; estos ocho años de soledad me han habituado a cavilar en un eterno e incansable soliloquio y quizá haya yo así perdido la medida del tiempo y del “tamaño de mi desesperanza”.

Alegría grande me da, porque yo los miro a ustedes, los muy queridos muchachos –compañeros de Ricardo– como a mis hijos, esos que el destino de mi vida me negó, pero que el amor de Ricardo me dio en ustedes… Por eso los seguí en todos sus entusiasmos, en todas sus tribulaciones con todo interés y con ese cariño de “madrecita” que ustedes me reconocen; y esto alumbra y calienta mi viejo corazón desterrado y desposeído.

Yo también aquí tengo un hijito de diez años, que no es mío, pero que adoro como si lo fuera. Tiene sus padres vivos y cuatro hermanos, dos niñas y dos varones.

Nada hice por tenerlo, me cayó del cielo para consuelo de mi soledad, y así lo tomé como regalo del cielo y mandado por Dios. Sin el interés de cuidarlo, me hubiera muerto de tristeza por no poder soportar el hambre de cariño de mi viejo corazón desmantelado.

Es un niño hindú. Hace siete años que está conmigo y nuestra unión es mucho más apretada que la de muchas madres e hijos de la carne.

Sabrá usted que aquí he cambiado hasta de entidad. Sólo me conocen por “mamita” gracias a este bendito niñito mío, Ramu. Mi nombre es muy complicado para esta gente; así hasta las cartas me las dirigen: Madame Mamita.

2. El texto es original. Los textos originales que son citados en este libro no fueron intervenidos.

1

Anoche volví a soñar con Rama. Estaba con su bastón frente al lago y me gritaba: “¡No entendiste nada, has hecho un mamarracho de todo lo que te entregué, te pedí que escribieras sobre Mamita y te dije mil quinientas veces que yo no existo!”.

Me desperté discutiendo con el sueño, “te cruzaste en mi camino –le decía a Rama–, me dejé llevar y no pude hacer otra cosa”.

Amanecía en la ventana. Durante un rato acostado rememoré aquellos días del año 2000 en el Tamil Nadu; la casa en Tiruvannamalai cerca del Ramanasraman, la ventana y la mesita donde escribía la novela del éxodo hippie a Oriente en la década de los sesenta. Recordé los paseos por la zona, los quioscos de la carretera de Bangalore, los cafés con leche en vasos, aquellos talis que preparaba Jothi; el ashram de Ramana, la extraña paz que reinaba en el lugar, la sala de meditación en silencio, solo el ruido de los ventiladores. Recordé las vueltas sa­gradas a la montaña de Arunachala por la parte interna. Y el jardín Lila, donde Ananda y Gayatri, la pintora española, enseñaban a los niños de las casuchas más pobres a dibujar, a hacer figuras de papel maché, a pintar másca­ras. Dos veces por semana me tocaba ser el monitor de teatro, y qué buenos momentos hemos pasado: los gritos de alegría de los niños cuando escapábamos de la enorme ola imaginaria, cuando huíamos de las imaginarias ratas gigantes, cuando todos interpretaban el animal salvaje que más profundo sentían.

Tiruvannamalai, estado de Tamil Nadu, India,septiembre de 2000

Por la mañana estaba haciendo cola para comprar leche en la tienda de Vina, alguien me apretó el brazo. Era Gayatri.

–Hola, José, ven a comer al mediodía, que tengo invitados, dos paisanos tuyos; bueno, uno es típico argentino, el otro es indio de aquí, pero no veas, habla más argentino que tú.

–¿Qué vas a hacer de comer?

–Lo de siempre –dijo Gayatri–, meals,3 arroz con verduras y mucho papadam,4 que sé que te gusta.

A la una del mediodía dejé la bicicleta en el jardín de Lila y allí en el columpio de la galería estaban estos dos personajes tomando el té tan bueno que hace Gayatri.

–José, aquí tienes a tus paisanos, Carlos Lombardo y Ramachandra.

En el vago instante de la presentación, un tipo de pelo canoso con lentes de montura de oro me apretó fuerte la mano diciendo: “Carlos Lombardo”. El otro no se presentó, me apretó la mano: “¿Cómo estás, viejo?”. Me hizo gracia, era el indio, un tipo alto, de barba cerrada, con un kurta5 de kadhi6 hasta las rodillas. Hablaba dirigiendo una orquesta con las manos, a la usanza india.

–Estamos en el ashram de Ramana por unos días y bien, che, nos pusieron al lado del coronel Chadwick, Sadhu Arunachala. Todas las noches lo escucho putear por los mosquitos. –No paraba de hablar. Me dijo que le daban la misma comida que cuando vino con Mamita y el monje Siddheswarananda, allá por 1944, cuando él era un chiquito–. La misma comida, che, arroz con dal,7ghee,8 las verduras, el kurma.9 Siempre lo mismo, ¿sabés?, a veces extraño los choricitos.

–Dejate de joder, Rama, no parecés indio –se rio Lombardo–. ¿Viste la voz de gaucho que tiene este con esa cara? –me dijo.

Era cierto, Ramachandra hablaba como si estuviese en cualquier boliche del campo argentino, pero con cierto dejo de la clase estanciera. “Como un cajetilla agauchado”, diría Güiraldes. ¡Y esa voz salía de este hombre tan de la India! Era como ver una película india, cuyo personaje estuviera doblado por un argentino. Le pregunté cuánto tiempo había estado en la Argentina como para hablar así.

–Mirá, llegué a Buenos Aires en el año cincuenta y uno, y me vine hace poco, cinco años atrás, tengo sesenta y cuatro, así que agarrá y ponete a hacer los cálculos.

Mariposa, el perro de Gayatri, enloquecía ladrando a los monos que se acercaban a la cocina.

–Imaginate que cuando volví a la India después de tantos años tuve que hablar en inglés con mis hermanos, porque se me había olvidado el kannada.10

–¿Te fuiste en el cincuenta? ¿En qué? ¿En barco?

–No, fuimos en un montón de aviones de aquellos cuatrimotores. Me llevó Mamita, que encima iba cagada de miedo porque no le gustaban nada los aviones y en esa época los viajes eran larguísimos. Daban unos saltos bárbaros, caían en todos los pozos de aire y se te ponía el culo en la garganta. Hicimos escalas en una punta de aeropuertos hasta llegar a París y en París nos quedamos una semana en el ashram de Ramakrishna. –Parecía ver los recuerdos por encima de mi cabeza–. Antes de salir para Buenos Aires nos sobraban diez francos y le dije a Mamita: “¿Qué hago con esto?”. “Comprate chocolates –me dijo–, que es lo que te gusta”: me dieron cualquier cantidad de chocolates y en el avión yo iba con la bolsa convidando chocolates a los pasajeros y comiéndome el resto, porque acá en la India solamente los ingleses comían chocolate. Y ¿sabés qué? –abrió los ojos–, ¡me los comí todos! Me empaché como una vaca, ¡tantos chocolates! ¡Bueeeno! Al salir de Dakar nos agarró una de esas tormentas, ¿viste cuando el avión se sacude como un lavarropas? Y, ¿podés creer?, vomité todo. ¡Todo! Todo el chocolate por el pasillo. ¡Mamita se quería morir! “¡Qué asco!”, gritaba.

Gayatri invitó a Ramachandra, Rama, a ver sus pinturas en la sala y entonces le pregunté a Carlos:

–¿Este se fue con su madre a la Argentina?

–No, no. ¿Sabés quién es Mamita? Es nada menos que Adelina del Carril, la viuda de Ricardo Güiraldes.

–Güiraldes, Güiraldes…, no te puedo creer. ¡Qué fuerte! ¡Güiraldes, el poeta! Es una de mis referencias, encima estuvo aquí en la India.

–Sí, pero de viaje de aventuras cuando era un pendejo, allá por el año diez. La que vivió aquí una punta de años fue Adelina y más o menos lo adoptó a este. Cuando venga, pedile que te cuente la historia.

Cuando Rama volvió de ver los cuadros, me pareció conocerlo de antes. El cambio se sintió hasta en el aire. Le hablé de Don Segundo y hubo como una ráfaga de la pampa en el mediodía de ese lugar, donde los monos seguían burlándose del perro. Le conté a Rama lo que había descubierto cuando volví a leer la novela en Caracas.

–El gaucho Don Segundo es un gurú, pero cantado, sin dudas, y Fabio es el clásico discípulo, se nota por todo el libro, hasta me atrevería a decir: un Krishna con su Arjuna.

–¡Exacto! –gritó Rama–, ¡al fin alguien que lo ve! Fabio lo declara su maestro ya en el segundo capítulo, cuando dice: “Me pareció haber visto un fantasma, algo que pasa y es más una idea que un ser”. Y a partir de ahí empieza el trabajo de ir sacando las mañas, como se hace con los potros después de las domas, para que el discípulo encuentre su verdadero ser.

–Claro, ahora me acuerdo de otro detalle: cuando Fabio pide ir al arreo y tiene miedo de que el patrón no lo deje ir. Y ahí Don Segundo se pone a mirarle los tobillos.

–Y le pregunta: “¿Dónde está la manea?” –apostilló Rama–. Te das cuenta, querido, no hay maneas, no existe ninguna atadura, las inventamos con la mente, por eso buscamos al gurú, porque basta una palabra suya para que nos miremos los tobillos y nos demos cuenta de que siempre estuvieron libres.

Hubo también un cambio de postura en Rama, irguió la cabeza y entornó los ojos como acompañando el enigma que desvelábamos.

–Nadie –dijo–, nadie en la Argentina sabe que Ricardo fue una suerte de Ramakrishna, un santo, y Mamita, su santa consorte, como Sarada.11

–Ricardo Güiraldes, literatura gauchesca, nace en 1886 y muere en 1927, escribe poesía, prosa, pero su obra maestra es Don Segundo Sombra, que me lo van a leer para este fin de semana y el lunes tomo nota –anunciaba el profesor de Literatura.

Y los alumnos, todos:

–Uy, qué bodrio, profe, denos más tiempo.

–Nada, se lo leen rápido, es entretenido, después tocamos más el tema de la literatura gauchesca.

Empecé a leerlo el viernes por la noche y lo terminé el sábado por la mañana y leí nuevamente el final, cuando el personaje Fabio divisa la lejana figura de su padrino Don Segundo, que se empequeñece tras el espejismo del horizonte. Fabio, entonces, tira de las riendas de su caballo y dice: “Me fui, me fui como quien se desangra”.

La cuestión es que el libro me cayó justamente cuando yo andaba obsesionado por irme, por dejar al José cotidiano, al José del colegio, del aburrimiento casero, del tedio de la ciudad gris, del agobio del día a día, de las mismas voces que se repiten hasta la náusea para empezar con un José nuevo más allá del Río de la Plata. Un José vagabundo dispuesto a viajar por todos los países que había visto en el mapa. Y mi euforia subía a las dimensiones del viaje al leer que el personaje Fabio, de diecisiete años, también abandonaba para siempre su yo aburrido y se lanzaba a la gran aventura de un nuevo Fabio que lo esperaba en la pampa para convertirse en gaucho. En el capítulo II Fabio se topa con Don Segundo Sombra en una encrucijada de callejones. Percibe el gaucho que respira libertad por toda su presencia. Un hombre que es como fauna de esa pampa, una referencia; la señal de un camino interminable. De modo que, en el preciso instante del encuentro, Fabio tiene delante el arquetipo que busca en la vida.

Cuando huye de su casa, de sus espantosas tías, va a caballo llevando el otro potro de tiro y se siente libre, y por primera vez en la vida ve un mundo nuevo y radiante: “Mis petisos parecían como esmaltados de color nuevo. En derredor, los pastizales renacían en silencio, chispeantes de rocío; y me reí de inmenso contento, me reí de libertad, mientras mis ojos se llenaban de cristales como si también ellos se renovaran en el sereno matinal”.

Y a partir de esta impresión quedé absorto al ver (porque ya no leía, veía) a los dos gauchos cabalgando hacia la inmensidad.

El libro me dio fuerte, diría yo, en el estómago del alma de viajero, y el 23 de marzo del mítico año sesenta y ocho subí al ferry Los 33 Orientales rumbo a Colonia del Sacramento, Uruguay, para emprender el camino que iba a todas partes del mundo.

Tres años después caminaba por el barrio Chacaíto de Caracas y encontré en la vidriera de una librería el Don Segundo Sombra. Lo compré y me lo llevé a mi cuarto con toda la nostalgia de pampa en la espalda. Quería ver gauchos arreando el ganado en medio de las polvaredas. Quería ver caballos atados en los palenques frente a una pulpería. Quería ver esos pueblos de casas chatas en medio de la inmensidad. Pero no me daba cuenta de que, después de esa vuel­ta por el mundo, quien leía era otro José, lejos de aquel colegial. De ahí la gran sorpresa cuando en el capítulo II leí: “Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que es más una idea que un ser”. “Un gurú –dije–, este libro trata de un gurú y su discípulo”. La lectura continuó entonces salpicada de claves profundas de una enseñanza esotérica dentro de esa atmósfera tan real y vívida de pampa. El gaucho Don Segundo envuelto en el misterio de su pasado cabalga por un destino que ya conoce, como si él mismo lo hubiese escrito. Nada le sorprende, todo es aceptado, se maneja en una sagrada indiferencia, sin oponer la mínima resistencia. Enseña con pocas palabras, justas, que Fabio siembra en su conciencia como una semilla. Don Segundo tiene el poder de ahuyentar las fuerzas negativas sin dar ninguna explicación, tiene el poder de no asombrarse ante ningún contratiempo y su seguridad acompaña a Fabio en esa vida libre de los reseros que recorren las estancias de la pampa argentina.

Pero la señal que saltó a la vista fue la reflexión de Fabio acerca de la muerte tras presenciar la pelea de un amigo suyo, que se ve obligado a matar de una bestial puñalada a un forastero por una cuestión de infidelidades. Fabio dice: “Revisaba mi vida, la de mi padrino, la de cuanta gente conocía. Solo Don Segundo me daba la impresión de esca­par a esa ley fatal que nos cacheteaba a antojo haciéndonos bailar al compás de su voluntad. Cuando todos estaban de ida hacia la muerte, él venía de vuelta”.

Y pensé que solo un chamán, alguien que está más allá de sí mismo, puede estar de regreso de la muerte.

Unos años después, en Barcelona, un argentino me dijo que Ricardo Güiraldes había estado en la India en 1910. Todo coincidía. Esa vez pensé investigar el caso y escribir un artículo que diera a conocer lo que Güiraldes había escondido en esa novela tan mal tachada de costumbrista, pero las distracciones de la época me llevaron a la desidia, dejando a Güiraldes en un rincón escondido de la memoria.

Por la mañana llegué al bungalow junto a la tumba del coronel Chadwick. Me anuncié dando palmas con un “Ave María purísima”. De adentro, la voz gaucha de Rama respondió: “Sin pecado sea concebida”.

Con un mate –la yerba se la había traído Carlos de Buenos Aires– y el termo bajo el brazo, a la uruguaya, los tres comenzamos a subir la montaña hasta el lugar preferido de Rama, según me dijo, desde donde podíamos ver el valle y el lago de la ladera sur, y las lejanas casas dis­persas en la llanura. Nos sentamos en unas rocas planas. Rama preparó el mate. Mateando (quizá nadie en la historia de la montaña había tomado mate allí), Rama empezó a hablar de Mamita.

Adelina y Ricardo Güiraldes habían decidido viajar a la India para encontrar la espiritualidad que, según decían, no veían en Occidente, pero Ricardo murió en París en 1927 de un cáncer de ganglio. Adelina, a quien Rama había bautizado “Mamita”, enterró a Ricardo Güiraldes en San Antonio de Areco; posteriormente se hundió en una tristeza infi­nita, perdió la mitad de la vida, o más, decía Rama, esto lo confesaba Mamita en algunas de sus cartas al poeta Olivari y a Dávalos. Algunos años más tarde, fundó una sede del ashram de Ramakrishna en Bella Vista, en la provincia de Buenos Aires, y esto la ayudó a levantar el espíritu, aunque nunca superó la muerte de su Ricardo. En 1937, como devota de Ramakrishna, llegó a Calcuta para el Congreso Mundial de las Religiones, donde dio una conferencia sobre Ramakrishna y Vivekananda. Entonces decidió quedarse allí, porque decía que el alma de su Ricardo estaba en la India.

–Pero la pobre no estaba bien de salud –dijo Rama– y los monjes le aconsejaron que se trasladara a Bangalore. No sabés a la barbaridad de grados a que puede llegar Calcuta; Mamita se instaló en una casa a unas cuadras del ashram de Ramakrishna y cada día iba al math12 a meditar, a colaborar con cualquier tipo de trabajo. Pero, cuando llegaron los meses de calor, el monje prior Tyagyshanda Brahmachari le dijo: “Señora, no dé tanta vuelta para llegar al ashram, tome un atajo por el jardín de los Gowda, una familia muy querida del ashram. Es esa casa, ¿la ve? La del tejado rojizo. Vaya usted y dígales si puede pasar cada día por su jardín y estarán encantados”. Y bueno, mi padre, al verla, quedó prácticamente flechado, es que la personalidad de Mamita… ¡desbordaba!

Soltó una carcajada abriendo la boca, sorbió el mate y se lo pasó a Carlos.

–“Cómo no, señora, cuando guste, le dijo mi padre, no solo pase, quédese para un té y para comer; esta es su casa”. Mi padre era un gandhiano de aquellos, un escritor, un poeta con todos los principios humanistas. Así que imaginate lo que significó esta mujer para él; viuda de un escritor sudamericano, a papá se le abría todo un horizonte… ¡tan rico! Y ahí andaba mi viejo, cada día pendiente, esperando ver a Mamita cruzar el jardín para iniciar una charla.

”Una mañana, cuando Mamita pasaba, yo estaba jugando con unos palitos en el pasto. Se detuvo…, yo tenía solo cuatro años y me acuerdo patente del sombrero grande y blanco, de los ojos tan verdes. Me miró y me extendió la mano… y ese gesto, solamente, fijate lo que es el destino, solo el gesto de darme la mano… y las palabras… “Venite conmigo, qué chiquito más lindo”… sucedían en ese preciso instante para cambiar el rumbo de mi vida.

”Según me cuentan, una vez que mis padres no venían por la noche me fui a la casa de Mamita y ya no volví a dormir en otro lado. ¡Y los viejos, encantados! Para ellos Mamita era como mi abuela. Para ella… –se quedó pensativo– yo empezaba a ser el hijo que siempre quiso y nunca tuvo. Todo, me enseñó todo, a leer, a escribir. ¡Y cómo me cuidó cuando me vino aquella enfermedad tan rara! Y también se hizo cargo de mi educación, ¿sabés?

Carlos me pasó el mate.

–¿Te enseñó español?

–Sí, pero no me acuerdo de esos detalles. –Rama frunció el ceño–. A mí me contaron que a los cuatro años yo hablaba perfecto español y por esa época empecé a llamarla “Mamita”. Por ahí fue ella la que me dijo un día: “Aquí está su mamita, m’hijito”, esas cosas que traía de su lenguaje de allá, y así fue como todos los monjes y los devotos la llamaron Mamita; si preguntás por Adelina, nadie la conoce, pero andá al ashram de Bangalore y preguntá si se acuerdan de Mamita y vas a ver cómo te hablan de ella.

Le pasé el mate. Delante de mí comenzaba a gestarse una historia insólita que brotaba de dos países en los polos opuestos del planeta. A partir de aquellos resplandores de la infancia en Bangalore, Rama dio un salto a Buenos Aires y se largó a hablar como caballo desbocado mezclando personajes y episodios que la mente soltaba ahora sin ningún orden cronológico. Llovían lugares, San Antonio de Areco, Quequén, Epuyén; nombres de personas, como si yo las conociera de siempre; hablaba de Luis María Andrada, hablaba de Albertina, decía: “Albertina, mi segunda madre”; hablaba de Jorge, de Ingueborg, de Ana, de sus hijos, Ramlal, Marcos, Haridas; de María, de Shanti, del trabajo en Interlab; hablaba de Camilo Cagliani. Se enfurecía con un tal Comodoro, que había mutilado la obra de Ricardo. Yo escuchaba entre espantado y divertido aquel collage de personajes mientras mi cabeza jugaba componiendo imágenes. Veía a Adelina como una mujer pelirroja, sentada en un sillón tapizado, mirando las Obras completas de Güiraldes: “Este es un Ricardo sin ojos, sin brazos, sin orejas”, decía Adelina. Rama me hablaba de un remate en el que intervenían matones. Imaginé al tal Ovalle, un tipo que amenazaba a un Comodoro. Vi la calle Corrientes; los coches de los años sesenta y la gente acudiendo a una casa de subastas. En un momento hizo un cambio brusco y se centró en Güiraldes, repetía su nombre como un mantra.

–La Argentina tiene que evolucionar una cantidad de reencarnaciones para entender el mensaje de Güiraldes, porque los argentinos siempre buscaron ejemplos en patrones europeos, cuando ahí mismo tenían la actitud gauchesca que Güiraldes les señaló como una puerta. Esa puerta, querido, se abre hacia el campo, sí, ese campo que menospreciaron hasta tal punto que llaman pajueranos a los gauchos, de pajuera. ¿Sabés lo que significa eso? Un apartheid, ni más ni menos, viejo. Semblanza de nuestro país. Tenés que leer ese libro. Yo lo armé e hice que se publicara. Tiene los artículos de Ricardo que a su sobrinito querido, el Comodoro, le dio por censurar.

El mate siguió dando vueltas hasta que se lavó. Rama estaba en un tren de palabras; no podía parar. Hablaba de Victoria Ocampo, de Delia del Carril. Entre las imágenes confusas que evocaba vi a Pablo Neruda sentado junto a Matilde Urrutia en el rincón de un bar y, allí en la puerta, a Rama, más flaco, con una cabeza angular, mirando sorprendido: “¿Qué hace tío Pablo con esa mujer?”. Yo no me animaba a pararlo porque el hombre parecía haber entrado en una especie de trance, viendo un poco más arriba de mi cabeza eventuales secuencias de su vida.

Lo que sigue podría despertar la envidia de cualquier devoto de Ramana, de aquellos que hoy se quedan extasiados frente a la tumba del santo. Porque Rama lo conoció muy bien en 1944, a sus ocho años de edad, cuando Mamita lo llevó al ashram de Tiruvannamalai y se quedaron más de un mes. Entonces, Ramana les enseñaba a los niños el Amara-kosha,13 y una mañana Rama lo acompañó a subir a la montaña dirigiéndose al desencuentro que lo marcaría de por vida. Cuando íbamos subiendo por el sendero, Rama nos señaló una roca y nos dijo:

–¿Ven esta roca?, aquí Ramana me dijo: “Ingué”, que en tamil significa “aquí”, “no te muevas, ¿has oído?, de aquí no te muevas”. Y se fue, no sé adónde, posiblemente a orinar, y yo ahí sentadito veo de pronto a una chica de mi edad que pasa corriendo hacia el bosque. Abandoné la piedra y la seguí desesperado, gritando “¡cuidado que ese bosque está lleno de leopardos!”, pero la chica desapareció. En el ínterin Ramana volvió y, al no verme en la piedra, subió por el sendero a buscarme, entonces yo regresé a la piedra y al no ver a nadie me quedé esperándolo un largo rato. Fue eterno, me dio miedo; la soledad tremenda del lugar, los ruidos podían ser de leopardos. Así que, cagado, bajé al ashram, sin tener idea de que el Maharshi andaba por el monte gritando “¡Ramuuu, Ramuuu!, ¿dónde estás?”.

”Los devotos, al ver que el santo no aparecía por ningún lado, empezaron a desesperarse: “¿Adónde se ha ido?, me preguntaban, ¡estaba contigo!”. “No sé, les decía, se fue y no lo vi más”. Pensé que esos tipos me iban a agarrar por el cuello. Recién después de varias horas bajó Ramana. No te das una idea de cómo se puso cuando me vio. Inició una danza de Shiva agitando el bastón, furioso, como si me fuera a partir la cabeza, y yo con un miedo bárbaro. No me daba cuenta de que todo aquello era maya,14 que la bronca que me tiraba Ramana era teatro, porque el desencuentro era una especie de iniciación que me hacía el maestro. Y esta es la piedra con la que siempre sueño, ¿sabés? En los momentos de mi vida en que caí en esas depresiones que te dejan tirado con ganas de morirte, se me aparecía esta piedra en el sueño y Ramana Maharshi diciéndome: “Ingué, ingué. De aquí no te muevas”. Entonces me despertaba flotando en una rara felicidad y el problema desaparecía. Todo era comprendido con una lucidez inexplicable, lo que antes veía como adversidad no era más que una nueva puerta que se abría en el camino.

Hacia el mediodía, Carlos y yo, con cafés con leche; Rama, con un té y un cigarrillo, sentados en el puesto de Jhoti, mirábamos en silencio el árbol sagrado al otro lado de la carretera. Los sadhus15 se habían reunido allí y discutían como socios de un club. Pasó un autobús haciendo sonar una bocina que aullaba, pasó un camión con bocinazos aún más estridentes, del lado opuesto venía un carro tirado por bueyes de astas pintadas de azul y cascabeles colgando de los pitones.

Le dije a Rama que todavía no había entendido la historia, pero que la veía emanar como una fuente y que me había raptado por entero. Le dije que había pensado en hacer un trabajo sobre el caso, pero que tenía que informarme con cierto orden. Él había pensado en un artículo, pero yo venía imaginando un libro y también visualizando escenas de una película.

–Te venís conmigo a Bangalore –determinó– y allí te doy todo, documentos, fotocopias del Diario íntimo de Ricardo, cartas, te lo traés todo para acá y empezás a trabajar. Ya ves, la montaña de Arunachala no falla, te eligió para hacerte cargo de esta historia, pero ¿sabés una cosa? No te hacés una idea del lío en el que acabás de meterte.

En un taxi Ambassador gris recomendado por el ashram emprendimos el viaje a Bangalore por una carretera estrecha. Pasamos por arrozales como espejos que reflejaban las palmeras, pasamos por pueblos ati­borrados de humanos y vehículos. Durante el viaje, Rama no paró de hablar contando recuerdos de Mamita en la India. Hablaba de una mujer llamada Soughbaya que la había servido durante todos esos años.

–Una belleza de chica y la vieja la quería como a una hija, le enseñó a hacer platos occidentales, porque ella nunca se acostumbró al picante. La vieja siempre siguió siendo occidental, no como tantos otros que vienen aquí y a la semana se disfrazan de indios. Mamita nunca se puso un sari, en los once años que estuvo aquí conservó su personalidad, tenía una cantidad de baúles con todas sus ropas y cada mañana se vestía con un modelo diferente y salía tan elegante por las calles, con su gran sombrero, y todo el mundo se paraba a mirarla, ¿sabés? Lo que le asombraba a la gente eran sus ojos verdes, grandes ojos, en una mirada cálida y fuerte. Cuando le preguntes a alguien que la haya conocido, vas a ver lo que te dice de sus ojos.

Por la ventanilla del taxi discurrían los campos de Karnataka, las mujeres agachadas trabajando en los arrozales, la infinidad de cuervos picoteando las semillas, y yo seguía con mi imaginación de cine: una mujer de sombrero gris claro con un vestido de la época, cubriéndose del sol con la mano en la frente. La mujer caminando hacia el ashram, los niños en la calle que dejan la madera del cricket y la siguen: Namaskar,namaskar!16

–Estaba pensando –le dije a Rama.

–Mirá, piensa –le dijo a Carlos–, no es mal síntoma.

–Estaba pensando –proseguí– en lo que sería la India de aquella época, porque la India que yo vi en el setenta y uno no tiene nada que ver con la de hoy y ni me imagino lo que habrá sido cuando estaba Mamita.

–La India era hermosa y a la vez bestial, y Bangalore era una maravilla. Mamita estaba muy bien, solo sufría una barbaridad cuando venían las épocas de calor, pero en Bangalore todo era más suave.

–Qué bueno haber vivido esa época, pensar que conoció a Ramana, a Tagore, estuvo en la independencia, lo que habrá sido eso, ¡qué fuerte!

–¿Sabés?, a eso los indios le llaman el destino planeado por la divinidad, por Ganesha, que lo arregla todo. El lila,17 viejo, mirá esto, atendé: en el momento en que Mamita se enamora de Ricardo, los dioses le están preparando su llegada a la India, ya están reunidos, como si estuviese escrito en un guion, y le están eligiendo su casa cerca del math de Ramakrishna. Y lo mismo me pasó a mí, en el momento en que Mamita me encuentra en el jardín y me da la mano, los dioses me están preparando mi cueva en la Patagonia y toda una historia que te va a costar sangre armar.

Dicho esto, lanzó esa carcajada abriendo su boca de pocos dientes.

La primera noche íbamos a dormir en la casa de Indira, la hermana mayor de Rama, en las periferias de Bangalore. Al oscurecer, el taxi se detuvo de­lante de un portón donde nos esperaba el chofer de Indira con un jeep. “La propiedad tiene cuatro hectáreas con todo tipo de vegetación”, explicaba Rama cuando el jeep tomaba por un camino de tierra bordeado de árboles. A lo lejos resaltaban vagas formas de casas o depósitos. Bajo la luz mortecina del porche de la mansión, una mujer de pelo blanco y sari estampado nos esperaba cruzada de brazos, muy sonriente.

–Esa es Indira –dijo efusivamente Rama–, mi hermanita del alma.

Nos quitamos las sandalias en la galería y pasamos a una sala amplia de techo alto. Había grandes ventanas abiertas a los árboles de la noche. Indira nos invitó a sentarnos en el sofá. Un sirviente tra­jo la bandeja del té con galletas, para seguir la costumbre del sur de la India. Indira miraba a Rama con esa alegría que siente una hermana mayor hacia el pequeño, lo seguía viendo como el niño travieso de ocho años de edad.

–Sí –dijo Indira–, era muy travieso, se subía a todos los árboles y se escapaba cuando podía. A los seis años ya hablaba muy buen español y a nosotros, los hermanos, nos causaba risa oírlo hablar en esa lengua, también nos daba envidia, nos molestaba mucho cuando Rama le decía a Mamita cosas que nosotros no entendíamos. Y cuando le preguntábamos qué había dicho, él hinchaba el pecho con el mentón alto y nos decía: “¡Cosas nuestras!”. Éramos cinco hermanos, solo quedamos tres, Shanti y Keshava murieron. Mañana vas a conocer a Kiti, nuestro hermano menor, el que siempre se pelea con Rama, pero Rama lo está cuidando, porque Kiti tiene una infección incurable en el pie.

–¡Cinco años llevo en su casa! –dijo Rama alzando la voz–. Lo atiendo, le doy las inyecciones y me enchufo en la notebook con el tema de Güiraldes, a sacar las antologías.

Carlos Lombardo se puso a recorrer la sala con un entusiasmo que rayaba en la protesta.

–Yo ya estuve aquí la otra vez –dijo–. Esto es espectacular, no te entiendo, Rama, yo que vos me quedo acá y no vuelvo más a ese quilombo de país que tenemos.

Indira lo llamó a Carlos para enseñarle el cuarto donde iba a dormir, entonces Rama encendió un cigarrillo y me dijo:

–Mañana vos vas a dormir en mi cuarto en la casa de Kiti, Carlos y yo vamos a alojarnos en una residencia del ashram de Ramakrishna por una semana. Escuchame una cosa, si querés que mi hermano te considere un tipo inteligente y magnífico, tenés que decirle que Rama es un vago, un atorrante y un inútil. Si le decís eso, te lo metés en el bolsillo y te va a tratar como a un príncipe.

No me dio tiempo a preguntar el porqué de esto cuando se lanzó desbocado a hablar sobre Güiraldes:

–Su obra se la debe a la potencia inspiradora que fue Mamita. No solo para él, sino para los escritores jóvenes que se iniciaron con la revista Proa: Jorge Luis Borges, Alfredo Brandán Caraffa, Pablo Rojas Paz, los hermanos Enrique y Raúl Tuñón, Roberto Arlt, Nicolás Olivari, toda una lista de alto nivel…

Dormí en una especie de catre que había en la habitación cerca de la sala. Dormí como si hubiese puesto el cuerpo a planchar. A las cinco de la mañana Rama me despertó.

–Vení, vamos a tomar unos mates, tengo que hablar con vos.

Me vestí rápido sin protestar, intuyendo un camino que aún no percibía. Encontré a Rama en la cocina calentando la pava, mirando circunspecto el fuego, su kurta de kadhi se elevaba en la panza redonda de arroz que les suele salir a los indios a partir de los cuarenta.

Nos sentamos con el termo y el mate. Rama volvió a mirarme desde una distancia en la que podía adivinar aquel Buenos Aires donde le esperaba el conflicto.

–Quiero estar seguro de que no vas a hacer un mamarracho de todo esto. Quiero que seas consciente de que no estamos tratando un artículo más ni un tema para entretenerte por un tiempo. ¿Entendés? Yo estoy dispuesto a pasarte documentos que no los tiene casi nadie, vos te los llevás a Tiruvannamalai, te los estudiás bien…, abrís la cabeza dándote contra la pared si es posible y que te entre en el entendimiento el alma de esta pareja de santos que hubo en la Argentina y que hoy están ocultos tras una serie de clasificaciones ¡ridículas! En las escuelas a él se lo tacha de escritor costumbrista de lo gauchesco. A ella ni se la menciona, salvo los estudiosos y biógrafos de la obra de Güiraldes, que más o menos la conocen; el resto no tiene ni idea de quién fue Adelina del Carril. Y la faceta mística y política de Ricardo Güiraldes quedó vedada justamente por el hombre que se encargó de divulgar su obra.

–¿Quién fue?

–El que armó las Obras completas de Ricardo Güiraldes fue su sobrino, a quien de chico lo llamaban el “Tacho” y después el “Comodoro”, porque fue comodoro de la fuerza aérea, un militar argentino. Así que te podés hacer una idea de la censura que hubo en toda su obra, y este que ves acá tomando mate fue el culpable de que esa obra mutilada saliera a la luz.

–¿Vos?

–Sí, yo, aquí, cumpliendo mi pena y mi pecado, llevo años de trabajo intenso, duro, y no te imaginás las penurias que he pasado desde que murió Mamita, duro, viejo, hace falta elevarse a una altura cósmica para entender la vida que quedó plasmada en tantos papeles, papeles que yo entregué al demonio, con una inocencia despampanante. Y así fue como salieron las obras mutiladas. Mucho de lo profundo y todo lo que no convenía políticamente estaba censurado. Cuando Mamita revisaba la publicación lloraba y decía furiosa: “Este es un Ricardo sin ojos, sin brazos, sin orejas”.

–Pero todavía no entiendo qué pasó –le dije medio dormido y le di el mate para que le pusiera más yerba.

Por la ventana amanecía la India con su eterno sonido de cuervos.

–Mi trabajo en la vida es remendar ese error, sacar a la luz la obra de un hombre que no se repite y menos en ese país, y una vez que cumpla con esto, seguiré con la obra de ella, porque días antes de su muerte Mamita me pidió que no publicara ni uno solo de sus papeles hasta que no reflotara la obra completa de su Ricardo. Esto te lo cuento para que seas consciente de adónde te estás metiendo, si vas a escribir sobre Mamita, tenés que empaparte de su alma y del alma de su hombre, que, como queda claro en una unión de avatares, eran una sola alma.

3. En India del sur, un plato que todos comen al mediodía; consiste en arroz con verduras y botecitos con diferentes especias, también le llaman tali, que significa “bandeja”.

4. Pan plano y delgado típico de la cocina india.

5. Prenda tradicional de la India y otros países de Oriente. Especie de camisa.

6. Hilado a mano y de tela tejida a mano, especialmente de algodón, propio de la India y de otros países de Oriente.

7. Tipo de legumbre sin piel.

8. Especie de manteca clarificada.

9. Curry de sabor suave.

10. Lengua oficial en el estado de Karnataka.

11. Śāradā o Sharada, compañera de Ramakrishna.

12. Centros de la sociedad de Ramakrishna.

13. “Tesoro de Amara” o “tesoro inmortal”. Glosario de raíces en sánscrito.

14. Ilusión.

15. Renunciante. El sadhu abandona sus pertenencias, su familia y con un cuenco de mendicante recorre los lugares sagrados de la India.

16. Saludo indio.

17. Juego de Dios. Todo suceso en la vida está ya predeterminado por la manifestación del Absoluto como un pasatiempo de la creación.

2

Bangalore, estado de Karnataka, India,septiembre de 2000

En la casa de su hermano Kiti, Rama me enseñó la foto tamaño póster de una mujer joven, con poncho salteño, delante de una casa de campo. La mujer mira hacia abajo y transmite calma, como ocurre con las estatuas búdicas. También recuerda a las diosas indias. Parece viva en la foto, parece que va a moverse y hablar.

–Es la imagen de la madre –dije y me asombré de lo que dije.

Rama me miró emocionado.

–Esta es Adelina, esta es Mamita. Muchas gracias, me alegra que hayas entendido, viejo, esta es la imagen de la Madre.

Una vez un pandit18 me dijo que la Madre estaba hasta en las hembras de las hormigas, hasta en las hembras de los gusanos que se alimentan de la putrefacción, hasta en las hembras de las bacterias, porque la Madre es energía femenina encarnada en una persona o animal que lleva en sí la tendencia o el instinto de proteger porque no puede evitarlo; porque recibe la chispa del amor de la Madre universal y, de este modo, todas las hembras son madres, la amante es Madre, la hermana es Madre, la esposa es Madre. La Madre está en las pordioseras que piden en la calle, en cada una de las prostitutas, las abuelas llevan a la Madre pegada en la piel y ponen sus vidas al servicio de la prole. Para los indios la tierra es Madre, la luna es Madre y el universo se divide en Purusha, Padre, y Prakriti, Madre. Para los indios, su país es Madre. Bharat Mata: Madre India. La sienten como una enorme mujer que los arropa y les enseña desde su misma tierra. Les ense­ña en sus castigos de sequías, de cataclismos, en sus regalos de monzones, en los beneficios de las cosechas. La Madre les da de comer, les da la emoción, la risa y el llanto y, cuando el tiempo se termina, la Madre se los lleva y los hace renacer de su vientre para que vuelvan a ser niños de pecho mamando de una Madre que vive en las montañas, en las llanuras, en los desiertos o en las playas de la India. A shakti se la define como la energía que el ser necesita para liberarse. Shakti es representada también como la fuerza sexual, el flujo que atrae a Shiva. No puede haber inspiración sin shakti. La historia está poblada de hombres que no hubiesen salido adelante de no ser por la fuerza shakti. Cuando un hombre emprende algo que intuye como un sendero invisible, llega la Madre y lo acompaña con la fuerza shakti.

La foto de Adelina, con su poncho cubriendo una asombrosa plenitud, y otra foto de Adelina que me enseñó Rama, también muy joven, pensativa en su escritorio lleno de papeles y libros, abrían la sospecha de que la fuerza shakti había dado como resultado no solo la obra, sino a la persona de Ricardo Güiraldes.

Y el mismo escritor lo confesó en una dedicatoria:

Adelina, yo no era más que un cuerpo con un cerebro, sí, pero soloun cerebro para saborear mi cuerpo. Y ahora, al influjo de tu cariño,lentamente, me ha nacido un alma.

De este modo intuí la idea de la Madre como vehículo para componer un libro o tal vez un guion. En la cabeza llovían imágenes: Mamita, en la Argentina, llevando de la mano al niño indio asustado que mira los edificios de Buenos Aires. Mamita, musa de los escritores en los años veinte. Borges, hijo de Mamita, Arlt, hijo de Mamita, la Madre India como madre de la Argentina. Tardaba en dormirme mezclando cosas de aparente incoherencia que orlaban la frontera de la poesía. Dormía en el cuarto en el que Rama vivió durante esos cinco años en su regreso a la India. Tenía una gran cama de cabecera contra el ventanal y por la mañana el aire fresco que entraba evocaba las primaveras de Buenos Aires, incluso los gritos de los niños de la escuela de al lado traían memorias imprecisas de mi adolescencia. Tal vez ese cuarto era como una embajada del pasado, tanto de Rama como del mío. La pared estaba prácticamente empapelada de fotos de sus amigos argentinos en distintos lugares, sonriendo o riendo con cara de bromas; ese particular poder que tiene la fotografía para eternizar la alegría. Las fotos de sus cinco hijos de nombres indios, la foto de Ana, su ex mujer, rubia, de belleza nórdica, que en otra foto se hallaba sentada en el jardín de su casa con sus hijos cuando eran niños.

–Estoy separado, pero con muy buena onda. Somos un clan, hicimos un pacto de encontrarnos una vez cada cinco años en reunión cumbre. Y este año toca –dijo Rama mirando el rostro sonriente de Ana por encima de sus lentes–. O sea que antes de julio tengo que ir para allá.

En la pared opuesta, una acuarela de la montaña de Arunachala se doblaba con la humedad.

–Yo la pinté –dijo Rama– y no es Arunachala, es Epumá, su hermana, la montaña sagrada de Epuyén, y esa es la vista que tengo desde mi cueva.

Junto a la acuarela había otra foto en colores borrosos, en la que se veía a Rama abrigado con campera y gorro de lana, rodeado de amigos con botas y cazadoras delante de la puerta de una cabaña de tablones con grandes ventanales que reflejaban los árboles.

–¿Esa cabaña es tu cueva de Epuyén? –pregunté.

–No –respondió–, esta es la cabaña que me hizo Gerardo Juárez cuando se quemó la que yo tenía, yo a eso lo llamo mi terrible Alejandría, se incendió la cabaña por la noche, con tantos libros y papeles y cartas de Ricardo y de Adelina. Y no quiero ni pensar qué más se habrá quemado. Entonces los muchachos trabajaron con Gerardo y en tres días me hicieron esa ruca. Gerardo Juárez es un guerrero que me envió Ganesha,19 tiene una imprenta casera en el Mallín Ahogado y me imprime las antologías. Allí, en el medio del bosque, sale la revista Tierra Madre, te vas a llevar unos ejemplares que tengo por ahí con artículos de Romain Rolland, de Tagore, de Thoreau, de Lanza del Vasto, artículos de Mamita, de Ricardo, de Macedonio Fernández, de Adolfo Obieta y también quien te habla escribe alguna que otra cosa bajo el nombre de Feliciano.

–¿Feliciano?

–En Epuyén los paisanos me pusieron ese nombre porque el mío les parecía complicado y, como me vieron cara feliz, me llamaron Feliciano. Llevo ya muchos años en la Patagonia luchando para lograr dos grandes proyectos que me encomendó Mamita; el primero, cumplir con la misión de reflotar al verdadero Güiraldes mediante la publicación de las antologías que fueron censuradas en las Obras completas que publicó el Comodoro. El segundo, fundar una comuna de artistas de toda Sudamérica que tendrá cabañas, sala de conferencias, teatro y talleres de pintura, de escultura y todo tipo de actividades de creación y que se va a llamar Culturas Americanas.

Carlos Lombardo, el otro enviado de Ganesha, el más valioso, el sponsor de los proyectos, resultó ser dueño de una bailanta en Buenos Aires, donde los paraguayos se juntaban los fines de semana para sa­cudir el esqueleto. Y yo, que, al verlo en Tiruvannamalai tan de blanco y devoto de Ramana, pensé que llevaba una sucursal del Ramanasraman en Buenos Aires.

–¡Pero es un gran devoto de Ramana! –apostilló Rama–, el modo con que te ganás el puchero no tiene que ver con tu camino espiritual; además, es un genio dibujando yantras.20

Kiti Gowda, el hermano menor de Rama, se desplazaba por la casa con un bastón y el pie doblado, enfundado en gasas sucias del pus que supuraba la infección de la diabetes. Un tipo grandote y de mirada irónica, al acecho de lo que uno pudiera decir o hacer para soltar una lengua que quemaba con sarcasmos. A veces se quedaba quieto, sonreía apretando los labios y, de repente, arremetía con bronca exagerada contra lo que tuviera enfrente: el mundo, la civilización, el gobierno de la India, el gobierno de Karnataka y su hermano Rama.

–¡Allá en la Argentina se pervirtió! –gritó una vez–. ¡Bebe alcohol, fuma y come carne de vaca, no trabaja, es un inútil para la sociedad y esos libros que escribe no los va a leer ni él!

Sus palabras corroboraban lo que me había anunciado Rama en la casa de Indira. Kiti había sido el gerente de una empresa de tejidos hasta que la enfermedad lo postró en aquella casa de la que nunca salía salvo para ir a un evento religioso. Porque Kiti era el devoto clásico de familia india, tenía su capilla dentro de la sala, donde las imágenes de Shiva convivían con un Ganesha de forma incierta y con la diosa Kali, cubierta por tules negros. A las nueve de la mañana Kiti se arrodillaba delante de la capilla metiendo el pie infectado donde podía y rezaba haciendo sonar campanillas.

Rama y Carlos se alojaron en el math de Ramakrishna, que quedaba algo lejos, pero cada mañana se tomaban un taxi y me venían a buscar para dar un paseo por el barrio Vijayanagar, tan parecido en sus mer­cados y tiendas a algunos barrios de Madrid. Tomábamos café, leíamos el Hindu Times, tomábamos jugos puros de níspero, de manzana, de uva y salíamos a andar sin rumbo hasta el mediodía, cuando subíamos las escaleras de la casa para comer con Kiti. Hanuman, el sirviente, ya nos tenía la mesa preparada con ollas de arroz, de salsa sambar,21 platos de chapatis y cuencos de yogur.

El primer día que vi a Rama comiendo con tenedor le tomé el pelo.

–O sea que, si me pongo a hacer cuentas, Rama, has vivido catorce años en la India y casi cincuenta en la Argentina.

–Rama es más argentino –dijo Carlos.

–¡Soy indio, carajo! –gritó Rama al mismo tiempo que ponía una cucharada de sambar en el arroz–. ¡Soy indio! Los genes son los que valen, lo que llevo aquí en la sangre y en el color; al fin ¿quién es verdaderamente argentino? Ni siquiera los mapuches, que llegaron de Chile.

Era indio, sí, pero también me daba la fuerte impresión de un argentino de campo y todavía no podía yo conjugar las dos personalidades, aunque la intuición señalaba a las dos en perfecta armonía; de repente, hablaba de los pensadores indios, como Ram Mohan Roy, Debendranath Tagore, el Brahmo Samaj, y de los poetas, Kabir, Kalidasa, Ramanuja, la corriente de los poetas vachanas de Karnataka. Acto seguido, hablaba de Don Segundo Ramírez: era un gaucho de la zona de San Pedro que trabajó la mitad de su vida en las estancias de los Güiraldes y en las de los Guerrico. Y era un gurú del campo, según testigos, un experto en todas las tareas, en especial en los caballos, excelente domador y padrino de doma. Todas esas cosas…

–Ahí ves que Fabio es el alter ego de Ricardo, porque años después Ricardo se vale de don Segundo Ramírez para componer el personaje de su novela, dándole matices de un gurú, de un hombre que sabe más allá de lo humano, porque, al igual que Ramana, que tuvo como maestro a la montaña, Don Segundo Sombra tiene a la naturaleza de la pampa y por eso va discreto, muy solapado, y que sean unos pocos los que lo descubran.

Rama nombraba a Ricardo Güiraldes una infinidad de veces y el nombre de Mamita sonaba tanto que empezaba a tener algo de mantra. Entre tanta cosa que decía, mencionaba a una mujer, Albertina Lamarca, pariente de los Güiraldes. Decía que era su madre de la Argentina y sus nueve hijos, decía sonriendo con gran emoción: “Son mis hermanitos, uno de ellos, el más compinche mío, se suicidó y otro murió de sida, tanto dolor en esa familia mía” y de pronto volvía a la India de Gandhi como si cambiara de frecuencia y no podía interrumpirlo, ¡de ninguna manera! Podía enfurecerse y gritar: “¡A ver si aprendés a escuchar y dejás la pavada de una vez!”.

Esa semana fui absorbiendo todo lo que podía de tantos papeles y documentos que emergían delante de su máquina de escribir. El pastel de nombres y situaciones que empalagaban mi cabeza era indescriptible, sin embargo, sabía que pronto iba a aclarar ese caos que me había caído del cielo. O de Ganesha, como decía Rama.

Carlos fue el primero que partió. Ese mismo día fuimos a la agencia de la Malaysia Airlines. Algo que no conté todavía de Kiti es el profundo sentido de familia que tenía. A pesar de tanta crítica a su hermano, le iba a pagar el pasaje con el dinero que le había enviado Amaranath, su hijo que vivía en California. Para Kiti era inquebrantable el célebre encuentro que cada lustro juntaba a Rama con sus hijos, sobrinos de Kiti, y con su ex mujer.

–Mi cuñada –dijo Kiti–, que ya tuvo bastante paciencia para aguantar a este demente.

El pasaje tenía la partida para octubre y la vuelta para finales de julio, a pedido de Indira, que no quería que se repitiera la ausencia de su hermanito por tantos años. Mientras esperábamos en la agencia a que la máquina emitiera el boleto, vi los ojos de Rama más abiertos de lo normal.

–Tengo miedo –me dijo soplándome al oído–, siempre que subo a un avión, tengo miedo. No, no, no le tengo miedo al avión, tengo miedo porque cada vez que salgo de un lugar tardo un siglo en volver.

–Pero si tenés la vuelta en julio –le dije.

Y Rama, sonriendo con una mezcla de ironía y tristeza respondió:

–Eso dice el cartoncito ese, ¿y vos le creés?

Antes de mi regreso a Tiruvannamalai, Rama abrió una valija VIP y empezó a meter carpetas de diferentes colores con documentos, libros de poesía de la Editorial Ricardo Güiraldes, unos números de la revista Tierra Madre, una cantidad de papeles, una fotocopia del Diario íntimo, el libro de Alberto Lecot, artículos de Mamita, de Obieta, cartas de Mamita a Ricardo fechadas en 1913, el libro de Previtale sobre Don Segundo Sombra en inglés, el epistolario con Larbaud y una edición de lujo de El sendero.

De entre los papeles recogí un libro de tapa roja, con la foto oval del rostro de una mujer de los años veinte, una mujer de una profunda mirada interior. El título decía: Delia del Carril, la mujer argentina de Pablo Neruda. Biografía escrita por Fernando Sáez.

–¿Te gusta? –dijo Rama–, qué linda que es, ¿no?, parece una artista, como Greta Garbo. Te presento a mi tía Delia, y pensar que el inútil ese de Neruda no hizo mejor cosa que ponerle los cuernos después de años de matrimonio, hay tantos hombres que no tienen ni puta idea del tesoro que llevan a su lado. Delia era del Partido Comunista, y, Mamita, mística, así que, cuando se juntaban, saltaban chispas, pero se adoraban las hermanitas como si fueran gemelas. Llevate ese libro, te va a servir para tu trabajo, a mí me nombran en un par de páginas, creo.

Siguió metiendo papeles.

–Te estoy dejando un chorizo de cosas, pero, por favor, vas a leer estos escritos con todo el respeto que se merecen.

–Sí, sí, por supuesto.

–Todo esto te lo vas a llevar en esta valija que la vas a cerrar con llave.

–Nunca tuve una valija así.

–Es una valija segura, estás llevando papeles sagrados, tenés que tomar conciencia de la importancia que tienen estos papeles, aceptaste un trabajo de muy alta envergadura, por eso, a partir de ahora, pies de plomo y ojos de águila.

–Rama, yo voy a estudiar el asunto, voy a ver todo, pero quiero que sepas que todavía no tengo ni idea de lo que voy a hacer con esto.

–De eso no te preocupes, querido –respondió con un gesto cómico–, vos mismo vas a ser testigo de cómo te van a llegar los mensajes. Pero te voy a dar un consejo: lo que hagas hacelo con Shradda. ¿Sabés lo que es eso?

–No.

–Anotalo primero, porque después te vas a olvidar, anotalo con mayúsculas.

Anoté en mi libreta: “Shradda”.

–Algunos lo traducen como “fe”, pero es algo más, es “fuerza de fe”, no es la inspiración, sino el motor que enciende la inspiración. Buscá la Shradda que tenés dormida dentro tuyo, despertala y ponete a trabajar.

Kiti me llamó a su cuarto y me dio un estuche; lo abrí, era una Parker plateada.

–Este es mi regalo –dijo–, con esa lapicera vas a escribir mejor.

Quise darle un abrazo, pero él me detuvo juntando las manos y cerró los ojos en saludo indio.

Rama bajó a la puerta de entrada a despedirme. Puse mi mochila pequeña en el asiento del rickshaw, la valija VIP y mi bolsa budista.

Me dio un abrazo fuerte y largo, le vi una sonrisa de sadhu con ese brillo de inocencia y picardía.

Cuando me subí al rickshaw, levantó la mano y gritó por encima del ruido del motor:

–¡Dale un beso de mi parte a cualquiera de las piedras de Arunachala!

18. Maestro o erudito, sobre todo en sánscrito.

19. Uno de los dioses más conocidos y adorados del panteón hindú. Hijo de Shiva y Parvati, tiene cuerpo de humano y cabeza de elefante. Ganesha es el señor de los ghanas, el dueño de los pensamientos, símbolo de sabiduría.

20. Literalmente significa “dispositivo”, “artificio”, “mecanismo”, “herramienta” o, más precisamente aún, “instrumento”. Hace referencia a ciertas representaciones geométricas complejas de niveles y supuestas energías del cosmos y del cuerpo.

21. Plato elaborado a base de lentejas.

3

De viaje hacia Tiruvannamalai encajé la valija VIP entre bolsas de hilo y de arpillera repletas de naranjas y me senté junto a la ventanilla. Más tarde, el autobús se atiborró de gente en el pasillo; mujeres sentadas en el suelo con paquetes, niños llorones y la radio a todo volumen con canciones del cine tamil. Durante el viaje, mientras miraba los espejos de los arrozales de Karnataka, pensé que en esa valija metida entre bultos iban secuencias de una historia que había sucedido en la Argentina, en París, en la India; iban gauchos en medio de polvaredas arreando el ganado; iban mujeres de grandes sombreros que subían a los tranvías de a caballo en aquel Buenos Aires de 1910; iba un hombre solitario escribiendo con pluma a la luz de la vela; iban jóvenes con chisteras aplaudiendo en un cabaret de Montmartre; iban cartas de amor, artículos de una política siempre imposible; iba un encuentro con lo profundo que al nombrarlo se miente. Todo encerrado en ese ataúd de la valija VIP.

No bien llegué a casa, desparramé los papeles, las carpetas, las revistas en la alfombra de esterilla. Me quedé un rato mirando eso y caí sentado sin pensar nada concreto. Se oían lejanos tambores, tal vez un funeral. De pronto, me dije: “Lo meto todo en la valija y se lo envío a Rama con una nota que diga ‘no, no quiero’”.

Anochecía. Levantaba un papel, el otro, miraba con cuidado, como si fueran cerámicas que podían romperse. Me zumbaba una voz en el oído: “¿Qué hago con esto?, ¡¿qué hago con todo esto?!”.

Ahí los dejé y me fui a la cama, roto, cansado.