Los ritos mayores del agua - Marcelo Urbano - E-Book

Los ritos mayores del agua E-Book

Marcelo Urbano

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Beschreibung

Todo comenzó con los conquistadores que invadieron estas tierras en 1573 y terminará en 2153, con una guerra sangrienta por el empobrecimiento y la privatización de los recursos naturales. A menos que los chicos puedan salvarnos. A menos que recuerden que el agua es el mensaje. En 2015 la Fundación Talentos Mayores eligió a un grupo de ocho niños para que lideren el cambio más revolucionario y profundo que el hombre podría experimentar. Los ha elegido por su inteligencia y su genialidad, por sus capacidades creativas, para formarlos con generosidad, solidaridad, ética, conciencia social y responsabilidad ecológica. Claro que, para formarlos, tendrán que vivir aventuras inolvidables, conocerán a seres líquidos de la ciudad intraterrena de Erks, desafiarán la relación espacio-tiempo, recorrerán cuevas y túneles debajo de las Sierras de Córdoba, en la búsqueda del santuario del agua de los comechingones (pueblo originario de Argentina), e investigarán el robo de un camión cargado de oro. Para su misión primaria conocerán un raro objeto ancestral, el rollo de Ongamira, capaz de comunicar a los elegidos datos sobre el pasado, el presente y el futuro. Para ello, deberán colocarlo en su cuna, en las entrañas de la tierra, donde se encuentra el santuario. A la sazón, un lugar mágico en el que las enfermedades se curan y el tiempo transcurre de manera diferente. Un lugar donde las paredes tienen extrañas inscripciones, incluso el dibujo de un mapa visto desde el espacio, pero anterior al descubrimiento de América. Si conociéramos un dato cierto del futuro, que puede acabar con la vida en el planeta tal cual la conocemos, ¿hasta dónde seríamos capaces de llegar para evitarlo?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección: Sergio A. Iturbe para Córdoba Correcciones.

Urbano, Marcelo Gabriel

Los ritos mayores del agua : talentos mayores I / Marcelo Gabriel Urbano. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

386 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-514-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Literatura Juvenil. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Urbano, Marcelo Gabriel

© 2023. Tinta Libre Ediciones

N. del A.: Los Comechingones, pueblo originario de la provincia de Córdoba, hablaban en lengua henia, de la que apenas han sobrevivido un puñado de palabras. Con respeto y mucho cariño, he construido un volumen de términos ficticios basado en las raíces propias del lenguaje con la intención de enriquecer los diálogos y dejar fluir el drama con mayor verosimilitud.

M. G. U.

Los ritos mayores del agua

Talentos Mayores I

Orígenes

Madrid, miércoles 23 de noviembre de 1977, 11:00 h.

Resulta que don Alfonso era muy afecto a los museos y se tomaba el tiempo para hacer alguna visita cada tanto, más ahora que tenía compañía. Estaba convencido de que Concepción, a quien consideraba como la nieta que sus hijos no le dieron, a sus diez años apreciaría las piezas antiguas del Museo Arqueológico Nacional.

Podría decirse que la arqueología, la antropología y la historia eran más una pretensión de don Alfonso que una preferencia de Concepción, a quien parecía aburrirle toda esta lata que le proponía Arturo, el joven guía que hablaba el castellano con exceso de velocidad y sin aplicar el freno de una coma o un punto aparte.

Estaban en un salón muy grande y brillante con vitrinas repletas de objetos que, a los ojos del viejo tutor, resultaban maravillosos; y a los de la niña, un aburrimiento, hasta que Concepción quedó prendada de un raro objeto cerámico, blanco grisáceo, con extremos de madera muy antigua y agrietada. Se trataba de un cilindro cubierto de lo que parecían signos simples y geométricos de diferentes colores, muy avejentados y con poco brillo. Le extrañó que esos signos estuviesen en movimiento. De hecho, lo señaló:

—Don Alfonso, ¿cómo hacen para que los signos dentro de ese cilindro se muevan?

—Debe ser un efecto de las luces de la vitrina. Los signos no se mueven.

Concepción siguió observando con curiosidad. Había en un ángulo de la vitrina una inscripción: Rollo de Ongamira.

Arturo se paró al lado de ella mientras le hablaba al contingente de turistas de todo el país y les comentó:

—En 1574, durante la conquista española en América, apareció luego de un derrumbe en las sierras de una localidad argentina hoy denominada Capilla del Monte, provincia de Córdoba, este cilindro cerámico, que se calcula anterior al 630 d. C., y que habría llegado al lugar mediante las migraciones aborígenes. En esta zona vivía una comunidad indígena llamada comechingones y, en función de algunos escritos religiosos encontrados aquí en España, el objeto sería utilizado para rituales religiosos. Las inscripciones que se ven en el cilindro no pudieron ser interpretadas, por cuanto se trata de palotes de diferentes tamaños y colores, distribuidos sin un sentido idiomático sobre la superficie en diferentes direcciones. Ninguno de los especialistas internacionales en raíces idiomáticas consultados pudo encontrar, hasta el momento, significado a las inscripciones, y es lo que lo hace tan valioso en su simpleza. Es un enigma por el lugar en que fue encontrado y por su significado incierto. La lengua henia, que es la que hablaban los comechingones, es una de las denominadas “lenguas muertas”.

El contingente siguió caminando rumbo a la próxima pieza en una vitrina tres metros más adelante, lo que incluyó a don Alfonso, que por un instante se distrajo y perdió de vista a su acompañante. Concepción seguía hipnotizada observando el extraño cilindro cuya superficie sufría a sus ojos una metamorfosis, y los palotes y los signos comenzaban a tener significado para ella.

Un hombre alto y delgado se paró a su lado: estaba vestido con ropa elegante y oscura. De pronto, con voz cavernosa y profunda, le dijo:

—Nadie ha sabido ver lo que hay que ver en el rollo. ¿Vos qué estás viendo?

—Mis ojos ven que los signos se mueven, pero en mi cabeza siento una frase que me dice que la tierra nos advierte por nuestros descuidos con la naturaleza y la ecología. Y que ahora, en este preciso instante, hay un terremoto que se va a cobrar cientos de vidas.

—¿No te dice en dónde?

—No. Pero hay dolor y angustia en el mensaje. No es una venganza de la tierra, es un sentimiento de zozobra por no poder detener los efectos del hombre sobre la naturaleza.

El hombre extraño miró el reloj digital en su muñeca con inmensos números rojos: 10:23:49. Esperaba que las cosas empezaran a vibrar, que el temblor azotara las instalaciones del museo, que cundiera el pánico y la gente corriera para ponerse a salvo. Sin embargo, nada ocurrió. Esperaron algunos segundos hasta que volvió don Alfonso, preocupado:

—Qué susto, pensé que te habías perdido. ¿Te da curiosidad este cilindro?

—¿No has visto al hombre que estaba hablando conmigo?

—No. Cuando me di vuelta y no te encontré, casi me da un síncope, pero por suerte estabas aquí, sola. ¿Alguien te estuvo molestando?

—No, al contrario, hablábamos sobre el cilindro con los signos en movimiento.

—¿Él también pudo ver que los palotes se movían?

—No, creo que no, pero se dio cuenta de que yo tenía razón. Algo malo pasó en algún lugar, en este instante, una tragedia. Eso es lo que yo pude interpretar de lo que decía el rollo. Y él me creyó y luego desapareció. No sé hacia dónde se fue.

Lo buscaron por las diferentes salas del museo. Don Alfonso no tenía motivos para dudar de la historia que le había contado Concepción, de modo que no perdió energías en contradecirla, sino que puso todo su empeño en encontrar al extraño interlocutor de su, por esos días, entrenada. La búsqueda fue infructuosa.

De repente, comenzó a sonar una alarma; los guardias cerraron las puertas y amontonaron a los visitantes en una única fila. El desalojo de la gente fue lento y tedioso. Cada quien era registrado y, aunque no se les explicaba el motivo de tan bochornosa conducta, estaba claro que había sucedido un robo y que todos los presentes estaban sospechados.

Terminaron saliendo del edificio con el resto del contingente sin terminar de ver todas las colecciones, con una sensación de incertidumbre porque nadie explicaba lo que estaba sucediendo.

Fuera del museo, la gente comentaba con asombro que acababan de escuchar en una radio local que un terremoto de 9 grados en la escala de Mercalli había devastado a la ciudad de Caucete, en la provincia de San Juan, Argentina.

***

Madrid, España, marzo de 2010.

Concepción ingresó al salón esterilizado de la mansión donde Alfonso Domínguez Mascarell discurría la recta final de su vida, sostenido con tecnología médica costosa y una media docena de ozonizadores que renovaban el aire permanentemente. La mujer llevaba la ropa adecuada, incluyendo escarpines, tapaboca y cofia, como si ingresara en una sala de terapia intensiva. Solo quedaban expuestos sus ojos azules, antecedidos por los cristales de sus lentes redondos que se sostenían en un marco dorado de un tamaño desmedido.

No recordaba con exactitud cuándo había empezado a llamar abuelo a su tutor, a su pedido, al que accedió en un gesto amoroso que conmovió al millonario, pero tenía claro que no había cumplido los trece años todavía, su edad de desarrollo y efemérides central, que marcaba el antes y el después de todas las cosas.

Otra cosa que ocurrió antes de ese hito en su vida fue la noticia del robo del Rollo de Ongamira del Museo Arqueológico Nacional de Madrid, algo que había ocurrido la misma tarde en que ellos visitaron el edificio, y que las autoridades mantuvieron en secreto debido a la gravedad del hecho y a las consecuencias catastróficas en el Departamento de Seguridad. El ladrón consiguió abrir la vitrina sin que sonara la alarma, sacar el objeto por la puerta principal y desaparecerlo para siempre.

Sin embargo, Alfonso, en verdad conmovido por el suceso y porque sospechaba que lo que Concepción había logrado saber, leyendo los signos del cilindro que cobraban movimiento solo para sus ojos se había hecho realidad, apenas salieron a la calle y escucharon las noticias sobre el terremoto en Argentina, contrató a un detective para que rastreara el cilindro, lo recuperara y lo devolviera al museo, pero al cabo de dos años, ante la falta de resultados, abandonó la búsqueda y el objeto se le escurrió en la memoria.

De nada sirvieron las descripciones que aportó Concepción sobre el extraño sujeto que se acercó a ella cuando observaba la maravillosa pieza exhibida en la vitrina. Tal persona, al parecer, nunca estuvo en los videos de seguridad del museo. Un misterio.

Concepción se preguntó en aquella oportunidad por qué don Alfonso tomaría semejante gasto si no tenía nada que ganar. Fue la primera vez que escuchó a su abuelo decir la frase que se convertiría en el latiguillo de los siguientes años y la verdadera excusa para tomar la medida más determinante de su vida: “lo único que he hecho hasta ahora fue juntar dinero. En verdad no hice otra cosa y no quiero que se me recuerde como un estúpido millonario”.

La nieta, hoy una adulta de cuarenta y dos años, le dio un beso en la frente a su abuelo y lo ayudó a bajarse de la cama para sentarlo en un sillón que tenía junto a la ventana, por donde entraba el sol de la mañana en todo su esplendor. Una vez sentado a la cálida luz del sol, le entregó una carpeta azul que Alfonso ni siquiera abrió.

—Ayer me reuní con el doctor Vicente Delgado —dijo Concepción—. Reclama que firmes el presupuesto para 2011. Dice que el detalle de las inversiones es muy preciso y que reportará una capitalización anual del 35% para el 2012. Tus hijos ya dieron su visto bueno.

—¿Me servirá para comprar algunos años más de vida? —consultó Alfonso con ironía.

—Es probable que mejore las arcas corporativas y los premios por desempeño de una buena cantidad de gerentes en todas las empresas del grupo —contestó Concepción, redoblando la idea con sarcasmo.

—Tarde me di cuenta de lo poco que sirve el dinero para las cosas que realmente importan.

—Puede ser, abuelo, que la fatalidad biológica te haya dado una nueva perspectiva de la vida. Hoy, para esta nueva perspectiva, las cosas que te importan son otras diferentes de las que te importaban cuando empezaste tu carrera como empresario.

—Tengo que compensar este comportamiento acumulador y egoísta, querida nieta.

—Yo creo que has hecho todo lo bueno que estuvo a tu alcance. Conmigo, sin ir más lejos, por ejemplo: me sacaste de un orfanato y cambiaste mi destino. Me diste la mejor educación, me convertiste en tu nieta. Quizá estés siendo injusto contigo mismo —el anciano tomó la mano de Concepción y la apretó con mucho amor—. Si no estás de acuerdo, no les firmes el presupuesto.

—Diles que voy a revisarlo y que me llevará unos días, para que no me molesten. Mientras tanto, ayúdame a pensar cómo partir de este mundo dejando una huella que justifique mi paso por la vida y que me enorgullezca.

Concepción salió de la mansión contrariada porque conocía el diagnóstico médico y las expectativas de supervivencia, que no superaban los tres años y en los que el deterioro lo iría consumiendo. Para peor, los hermanos Domínguez Reboredo, sus hijos, se mataban entre ellos por el legado económico de su padre, por cómo se repartirían las empresas, y poco les importaba el legado humano en el que Alfonso Domínguez Mascarell estaba pensando antes de partir.

Ella sabía que, si osara meterse en los negocios, sería deglutida por las pirañas de la corporación, que operarían en la justicia para que no tuviera derecho a nada. Cualquier movimiento, en este sentido, debería ser sutil, no tenía pretensiones económicas, ya que se sentía reconfortada y bien pagada. Sin embargo, Alfonso estaba pidiendo a gritos un cambio de meta, una luz de esperanza al que conducir sus últimos años y que le permitiera irse con la misión cumplida.

El universo fluye en una constante que se ordena todo el tiempo. Hay algo misterioso en cómo fluyen las cosas, y la divinidad que cada uno invoca va alineando los planetas. Estaba tomando un café en el centro de Madrid a la espera de que se hiciera la hora de encontrarse con los hermanos Domínguez y con Vicente Delgado, que la usaban como intermediaria porque Alfonso no atendía el celular y se hacía el dormido cuando alguno de ellos lo visitaba. De pronto, alguien se paró a su lado: un hombre alto y vestido con elegancia con un traje azul. Fue instantáneo: ese rostro la transportó a aquella mañana de 1977, junto a la vitrina del Rollo de Ongamira.

El paso del tiempo fue generoso con él. Peinaba canas, tenía algunas arrugas nuevas, pero treinta y tres años después, el hombre estaba prácticamente igual. Acaso un poco más narigón, un efecto que podría atribuirse a la pérdida de peso. Y el cabello más largo, aunque bien cortado.

—¿Sorprendida? —consultó el inesperado visitante.

—Sí, porque esto no puede ser una casualidad. Me asusta un poco.

La mujer lo invitó con un ademán a compartir su mesa. El hombre misterioso se sentó y con un gesto le indicó al mozo, que estaba tres pasillos atrás, que le trajera un café corto.

—Ha llegado el momento de empezar con lo que hay que hacer. Todo este tiempo estuvimos esperando que maduraras y te sintieras lista para lo que viene.

—Estoy un poco confundida. Primero, acláreme quiénes me estuvieron esperando.

—No es importante saber quiénes, sino para qué. Te acaban de pedir una idea que permita a un buen hombre morir sintiendo que no pasó por la vida solo para hacer dinero. Y yo quiero ayudarte con eso.

—¿Cómo lo sabe? Esto sucedió en una conversación íntima y…

—¿Recordás que vos pudiste descifrar o entender el mensaje del Rollo de Ongamira?

—Claro, anticipó un terremoto.

—Lo hizo solo para que entendieras su poder y su conexión con el planeta y con el universo. Este misterioso objeto puede interpretar las vibraciones y traducirlas, un privilegio, una responsabilidad solo para algunos elegidos.

—¿Elegidos para qué?

—Hay mucho trabajo por delante. La vida en la tierra está en peligro. Pensá en la ecología, en la naturaleza, en los desequilibrios que produce la riqueza, el reparto injusto de los recursos que alcanzan para todos y, sin embargo, solo le llegan a una pequeña parte de personas regidas por el egoísmo y por su autopercepción de “privilegiadas”.

—Y usted, o ustedes, creen que yo puedo enfrentar todo eso.

—Claro que sí. Depende de tu idea, de esa idea, que alguien que está dispuesto a ceder sus recursos con generosidad te pide a gritos que conviertas en un proyecto que le permita partir habiendo dejado una huella de su paso por la vida.

—Todavía no me dijo cómo se enteró de esto. ¿Están espiándonos?

—No. Quizá vayas comprendiendo la magnitud y la relevancia de tu rol en esta historia a medida que avances en tu idea.

—¿Qué tiene que ver el rollo en todo esto? Por lo que sé, el objeto fue robado la misma tarde en que nos conocimos en el museo.

—No es exacto que el Rollo de Ongamira haya sido robado. En verdad, fue puesto a resguardo hasta que llegue el momento de volverlo al lugar al que pertenece. Está sano y al alcance de tu mano desde hace treinta y tres años.

—¿Usted fue quien se lo llevó?

El hombre misterioso sonrió, pero volvió a esquivar la respuesta.

—Marchamos juntos en 2004, en las protestas contra las centrales térmicas de Petronor e Iberdrola en Zaragoza. Me di cuenta con solo verte que tenías el espíritu, pero no la determinación. Vos protestabas por protestar, formabas parte de la manada, pero no tenías la determinación de liderar, todavía. Te sentías cómoda con los dirigentes de Greenpeace y de otras organizaciones ambientalistas, hasta que empezaste a dudar. Estuve siguiendo tu desarrollo personal. Creo que ya estás lista para el desafío. La corporación de tu mentor te considera un estorbo y vos no querés hacerle la vida fácil al directorio porque tu abuelo quiere patear el tablero y hacer mucho lío con el capital que él mismo acumuló. En cambio, Alfonso Domínguez Mascarell te pone al frente de un proyecto transformador, que sobrevivirá mucho más allá del día de su muerte.

—¿Usted qué quiere? No tengo claro su papel en este asunto.

—Ayudarte y poner en tus manos el más grande recurso disponible para llevar a cabo una transformación global de mediano plazo.

—Sí, pero no sé qué hacer, en realidad. Todo me parece inútil, escaso, de poca importancia. ¿Cómo se salva al mundo? ¿De qué hay que salvarlo?

—Empezar a preguntarte cosas sería un buen comienzo.

—Perfecto, oriénteme.

—¿Pensás que debes estar fuera o dentro de un problema para poder resolverlo?

—Es mejor mirarlo desde afuera, claro.

—Pues bien, ya has empezado a desarrollar la idea. Ahora decime: ¿qué valor podrían tener aliados, asociados, gente que tenga conocimientos especiales y aporte buenas ideas?

—Muy alto. Resulta esencial. Entendí la dinámica, debo constituir un listado de preguntas y empezar a responderlas.

—Y bajarlo a un papel, como le gusta a don Alfonso, y convertirlo en un plan.

—Hemos estado hablando un rato largo y todavía no se ha presentado.

—Mi nombre no tiene importancia, aunque a los efectos de nuestra potencial sociedad, podrías llamarme Metáfora.

***

Madrid, España, abril de 2010.

Metáfora le envió a Concepción unas coordenadas para llegar con el GPS al lugar en donde se reunirían. Ella condujo su pequeño auto desde Madrid y en hora y media, poco más o menos, estuvo en Jadraque, en la Provincia de Guadalajara. Llevaba el resultado de su reflexión sobre la tarea que el extraño le había sugerido, en una carpeta de cartulina con dos hojas impresas de forma casera. Parecía tan insuficiente…

Pensó que la reunión estaba relacionada con esto. Sin embargo, cuando llegó al camino de piedra donde el auto debía quedar estacionado y se dio cuenta de que estaba frente al castillo del Cid, comprendió que había algo más. Metáfora salió a su encuentro y la acompañó a pie por una cuesta empinada, que los llevaría hasta el paredón que rodeaba el castillo. Desde la rampa podían verse dos de los cuatro torreones circulares. A la vista, era una fortaleza palacio de estilo renacentista, aunque tenía una larga historia de los tiempos islámicos.

—Le dicen el castillo del Cid —explicó Metáfora—, aunque no está ligado al caballero castellano, sino al Primer Conde del Cid, Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, hijo del Cardenal Mendoza y su esposa Mencía. Hoy es propiedad del ayuntamiento.

Desde la pasarela podía verse el pueblo de Jadraque y el valle del Henares. El viento soplaba con mucha fuerza. Atravesaron una puerta de hierro enrejada, cuyo candado colgaba de la cadena sin cancelar el paso.

—Tengo una copia de la llave, aunque nadie sabe esto. Te estoy llevando a un lugar secreto que no podrás revelar.

Salieron a un patio medio baldío, en estado calamitoso, que Metáfora reconoció como el patio de armas, con los vestigios de una catapulta, un ariete y una torre de asalto, en principio reconstruidas con los elementos de madera originales, para que el turismo apreciara las bondades de la defensa medieval de la comarca.

Luego volvieron a atravesar otra puerta enrejada que comunicaba con el patio principal y, de pronto, estaban bajando por una rampa rumbo a un depósito de agua que se utilizaba como aljibe de lluvia, construido en los orígenes específicamente por falta de manantiales que les brindaran el agua a los antiguos habitantes del castillo. En un momento, se introducen en una galería y se topan con una pared que anunciaba el final del camino.

Metáfora quitó de la pared una piedra que escondía una manija de metal redonda en forma de aro que a Concepción le representó la imagen de una aldaba antigua. El hombre la giró varias veces. La pared vibró y produjo un temblor que se sintió debajo de sus pies. Un lejano ruido de cadenas tirando de un objeto pesado coincidió con la apertura de un rectángulo en la pared, de la mitad del tamaño de una puerta convencional. Atravesaron a gachas el vano y al otro lado se encontraron con un ambiente reciclado, mucho más moderno, al que le habían instalado una conexión eléctrica, luces en los techos, un escritorio con dos sillas enfrentadas y una computadora sobre la tapa.

En el centro de la sala había siete atriles de madera con un pedestal cuadrado cada uno, que sostenía una vitrina dentro de la cual podían verse iluminados con unas pequeñas lámparas interiores rollos similares al del museo. Había tres atriles vacíos, pero el Rollo de Ongamira estaba allí, majestuoso y desafiante frente a sus ojos.

Concepción se acercó y, como le había sucedido cuando conoció a Metáfora treinta y tres años antes, quedó hipnotizada ante el misterio que irradiaba el objeto. Sin embargo, esta vez los signos estaban estáticos. Por un instante pensó que la comunicación entre ella y el rollo estaba cortada y sintió cierta pena.

—Te presento a cuatro de siete rollos místicos repartidos en el mundo —dijo Metáfora con deliberada picardía, sabiendo de antemano la confusión que iba a generar en la mente de su invitada.

—¿Cómo que son siete? ¿Faltan tres?

—Uno por continente. No se sabe a ciencia cierta quién los diseñó. Por diferentes motivos fueron sacados del lugar original en que se encontraban y esto fue generando distintos desequilibrios en el planeta. La idea es recuperarlos todos y devolverlos a su lugar de origen para que los rollos se alineen y tengamos un futuro mejor.

—¿Y se sabe dónde están los otros rollos?

—No.

—¿Y a dónde hay que devolverlos?

—Tampoco.

—Ya me temía esa respuesta.

—Pero ya hay personas ocupándose de esto. En tu caso, es el Rollo de Ongamira el que tienes que devolver a su sitio.

—¿Y yo por qué?

—Porque conectaste con él, se ha comunicado. De todos los habitantes que hay en el planeta, el rollo te ha hablado a vos. Y, además, porque estás llamada a trabajar para la humanidad. No es independiente una cosa de la otra, son coincidentes: el rollo te ha encontrado porque vos lo estabas buscando, aunque no lo sabías.

—Déjeme entender. ¿Que mi abuelo me pida una idea tiene relación con que el cilindro o rollo se haya comunicado conmigo hace más de treinta años?

—No lo podría haber dicho mejor. El universo tiene misteriosas maneras de expresarse.

—¿Y cómo pretende que encuentre el lugar adonde hay que devolverlo?

—Ya se te va a ocurrir.

Metáfora sonrió y convidó a su invitada a sentarse en la silla frente a él. El monitor de la computadora se interponía entre ellos, de modo que el hombre se vio en la obligación de apartarlo un poco para quedar frente a frente con Concepción.

—Bien, veamos qué te traes. ¿Te has hecho las preguntas correctas?

—Espero que sí, y estas son las respuestas.

Concepción, que no lograba salir de su estupor, le alcanzó la carpeta sin decir palabra. No podía creer lo que estaba ocurriéndole y en qué lugar sucedía. El hombre puso la carpeta sobre el escritorio y la abrió para poder leer las hojas impresas, naturalizando el espacio como si se tratase de una oficina en pleno centro de Madrid.

—Para cambiar el mundo, tienes que formar un cuerpo ejemplar de personas, compartir anhelos y valores —leyó Metáfora en voz alta—, deberían tener la suficiente versatilidad para adaptarse a condiciones cambiantes, contar con curiosidad intelectual y conocer quién es, o quiénes son los enemigos del mundo, coincidir en el señalamiento de estos enemigos. El trabajo requiere de capacidades especiales, de inteligencia emocional, de tener personas en armonía entre inteligencia y sentimientos. Y respecto de las ideas, deben explorar todo sin temor al ridículo, conectar con el prójimo, defender valores, entender y entenderse con cada individuo.

—¿Qué piensas de esta batería de conceptos? —consultó con baja expectativa Concepción.

—Excelente. Tenés las respuestas sobre lo que se necesita. Ahora tienes que empezar a idear cómo ejecutar estos conceptos.

—Cuando observas estas características —razonó Concepción—, te das cuenta de que las personas capaces de pensar de esta manera están volcadas a empresas donde los negocios priman. Son capaces de aplicar todos o varios de estos conceptos, pero no en relación con la salud de la humanidad, sino con la salud de los negocios y de las corporaciones. Incluso desde la política, no hay muchos líderes con todas estas características, sin intereses personales, regionales, o acaso globales respecto de su relación de fuerza.

—A ver, repasemos. En nuestra primera charla definimos que un proyecto para salvar al planeta debe tener la posibilidad de ser observado desde afuera y no inmerso en lo profundo o formando parte del problema. También que requería de aliados o socios porque algo así no se puede hacer solo —tomó la carpeta de nuevo y empezó a tildar con una lapicera—. Hoy le aportamos al proyecto la capacidad de compartir anhelos y valores, versatilidad y poder de adaptación, curiosidad intelectual, conocimiento y coincidencia en quién es el enemigo, capacidades especiales, inteligencia emocional, armonía entre inteligencia y sentimientos, exploración creativa de ideas sin temor al ridículo. Mencionamos a personas capaces de conectar con el prójimo, defender ideas y valores, entender y entenderse con cada individuo.

—Convengamos que puede haber muchos postulantes, pero no con intereses ecológicos, sociales y humanos…

—Entonces hay que encontrar personas que se traten como a los árboles cuando nacen. Ponerles una varilla que corrija cualquier curvatura o desvío: tutores.

—Para eso hay que tratarlos desde temprano.

—Ahí tienes tu proyecto, Concepción.

La mujer se distrajo por un instante observando alguna actividad en el rollo de Ongamira cuyos signos empezaban a moverse desorbitados. Se puso de pie y se acercó hasta la vitrina.

—¿Puedes leer lo que dice?

—Solo iniciales: FTM. No sé, ¿“fuerza tu mente”? No puedo decodificarlo. Me parece que, cuando tenía diez años, mi cabeza tenía más apertura, los mensajes eran oraciones largas. Ahora solo letras.

—Quizá ese sea el mensaje. Pequeños como lo eras vos, con mente abierta, pasibles de ser formados desde que son brotes, tutorarlos para que crezcan derechos y formarlos en estos preceptos.

—El proyecto sería, entonces, formar nuevos líderes para un nuevo mundo desde niños.

El Rollo de Ongamira

Quebrada de Luna1, febrero de 1574.

Unos días antes del milagro, y de que diera comienzo el evento místico que podría cambiar el destino del mundo, evento que ocurriría en las profundidades del cerro Charalqueta, el fraile Francisco Galán se sentía abatido por tanta muerte y tanta sangre. Junto a él, Machaca, su intérprete para las lenguas camiare y henia, persistía pegado todo el tiempo como una medusa. Era un comechingón de posible apellido Zulantay y al que el propio cura bautizó como Rodrigo para hacerlo sentir un poco más cristiano.

Con su ayuda había logrado convencer en el pasado a un cacique beligerante de brindar información sobre el asiento de las distintas tribus enemigas. La información fue fidedigna, pero sirvió de poco. Los sucesivos ataques fueron una masacre y el tendal, inevitable, derramó sangre de ambos lados por igual. Ahora, Machaca era visto como un espía enemigo y se cuidaban de hablar delante de él porque temían que en cualquier momento los delatara.

Era una partida de conquistadores derrotados que no habían bajado los brazos a su propia realidad. El veterano conquistador Blas de Rosales, herido por una flecha envenenada, se extinguía entre fuertes dolores y una fiebre intensa que lo exponía al delirio. Encima, hacía un calor agobiante y faltaba el agua como consecuencia de una sequía que llevaba meses.

No lograba enhebrar las palabras en una oración coherente: todo eran imágenes oscuras, rezos inentendibles, fragmentos de recuerdos del amotinamiento contra Núñez de Prado y sobresaltos que llenaban de horror sus ojos. El fraile Francisco lo contenía enjugando su frente con un paño húmedo, con los restos del agua que quedaban en las cantimploras. El arroyo, que corría entre las piedras a unos cincuenta metros del campamento, era ahora un juntadero de polvo y lagartijas. Al conquistador lo habían dejado a la sombra de una arboleda tupida con la esperanza de aliviarlo, pero no pasaría de esa noche.

Los capitanes Antón Berrú, Tristán de Tejeda y Miguel de Ardiles se debatían sobre cómo seguir con la expedición, e intentaban convencerse de la conveniencia de virar hacia Chile o volver a Córdoba, donde el Gobernador Cabrera les renovaría la confianza y la misión. Menuda tarea, cuando lo que los movía era la más siniestra convicción de venganza.

La infantería española, con sus arcabuces y espadas forjadas con acero toledano, y los aborígenes, con sus flechas ponzoñosas, sus mazas y sus boleadoras, se dieron sin piedad, cada quien con su habilidad y su coraje; hasta que de pronto, los indígenas desaparecieron sigilosamente y la tropa quedó gesticulando en el aire, desorientada.

El efecto de esta batalla fue que no volvieron a pegar un ojo, desconfiados de una calma forzada y al acecho de un vendaval inminente que no terminaba nunca de ocurrir. Era una estrategia de desgaste, propia de la escuela de guerra más que de la intuición salvaje de quienes los soldados y sus capitanes consideraban nativos sin cultura.

Así, tuvieron que avanzar y dejar el lugar con pilas de soldados malheridos, incluso el yerno del veterano conquistador, Diego Cáceres, y todos los muertos más atrás, a excepción del propio Rosales, a quien transportaron en un camastro improvisado con dos troncos y unas arpilleras hasta su hora final.

De pronto, dos hombres despojados de petos y morriones se acercaron al religioso y pidieron permiso para ponerse a su lado. Él interpretó que querían despedir al capitán antes de emprender el viaje final y les permitió acomodarse de cuclillas en torno al cuerpo. Se los concedió. Machaca, que los contemplaba con curiosidad y desconfianza, debió retirarse porque era tal la suspicacia que, sea lo que fuera que quisieran decir, no lo dirían delante de él.

—Padre —dijo uno de ellos temblando, midiendo las palabras—, venimos a pediros vuestra bendición. Vamos a desertar. Somos seis.

—¿Vosotros queréis mi bendición para permitir vuestro acto y cerrar la boca, o para que Dios os proteja?

—Es demasiada muerte —explicó—. Cuando nuestros generales nos hablaban de conquistar, nos convencieron de la superioridad cristiana de España sobre estos grupos de salvajes a quienes veníamos a evangelizar. Ahora están organizando una venganza y esto será una carnicería.

—La consigna era trazar la ruta hacia la civilización y hacia el reino de Dios —agregó el otro—. Resultó que ellos eran más civilizados y organizados que nosotros. Ya veréis en qué termina todo.

—En verdad —dijo el religioso—, la consigna cambió cuando os dejasteis convencer por los comentarios de los aborígenes, por los rumores de vastas riquezas en oro y plata a orillas del Río Grande, tierra de los césares y suculento destino de conquista. Lo que sería justo civilizar es la avaricia y la ambición desmedida. Me preocupa que el motivo de vuestra deserción sea la búsqueda en un sentido más reducido en el reparto del tesoro, más que la huida de la batalla.

—¿Tenemos vuestra bendición, padre?

—Dejádmelo pensar. Cuando De Rosales haya dado su último suspiro me podré ocupar de vosotros y de vuestras almas. No hagáis nada por el momento.

Cuando los soldados se retiraron, Machaca se acercó y se puso de rodillas junto al cura para susurrarle:

—¿Desertar es ser “molaco”?

—¿Escuchasteis la conversación?

—¿Cómo cree que puedo sobrevivir, si no?

El padre rebuscó en su crónica los términos con los que estaba construyendo algo así como un diccionario, un poco para entender a su intérprete y otro por suspicacia, no por cristiano, lo que le daría una confianza inocente que resultara peligrosa. Molaco significaba cobarde. Machaca había entendido y opinado sobre los soldados. Se estaba volviendo una persona peligrosa en este campamento.

El cura llevaba un diario de todo lo que ocurría. Él lo denominaba su “Códice de Viajero”. Su único bagaje consistía en un arcón de cuero dentro del que podían hallarse dos sotanas, alguna que otra prenda litúrgica y su cajita con el tintero, un mínimo mueble de madera con dos orificios en los que introducía un cálamo de madera. Utilizaba para escribir un líquido viscoso al que denominaba tinta bruta, confeccionada con humo y goma. Y el códice no era otra cosa que una pila de papeles fabricados en Castilla, con trapos viejos y algunas sustancias vegetales fibrosas cosidas a un cuero que preservaba el texto con orden y prolijidad.

Anotó en su códice: “El veterano conquistador no pasó la noche, su cuerpo se extinguió de manera dolorosa. Recé algunas oraciones que parecieron huecas para esos soldados sedientos de venganza, pero también de agua para refrescarse; en adelante, condenados a no permitirse el estigma de sobrevivirlo y a resignarse a una derrota como marca de desprecio. Parias que, para eludir la condena y la humillación, seguirán adelante en una guerra alocada como excusa que justifique su gesta. Empiezo a ver con simpatía el unirme a los desertores que esta madrugada partirán con mi bendición o sin ella”.

Emprendieron a caballo por una ruta desconocida. Eran ocho fantasmas expuestos al verano más candente que jamás conocieron, pero también al hambre y a la falta de agua, lo que les iba demoliendo la energía. No eran soldados, sino verdaderos despojos humanos que se cuidaban de mencionar frente al fraile que lo único que los mantenía en viaje era la fantasía del tesoro, y la excusa, una torpe intención de tributar a los caídos y a los sacrificios realizados, una honra difícil de sostener.

El padre Francisco y su discípulo Machaca estaban atrapados en esa corriente indócil, y la alternativa era volverse solos a Perú por los Valles Calchaquíes, a merced de los aborígenes a los que habían convencido de que venían en son de paz y se los terminó encerrando en una masacre: “No hay resignación ni cobardía —escribió en su códice—, solo supervivencia”.

La geografía y la naturaleza no habían cambiado desde su paso por el peñón llamado “Charalqueta”. No obstante, el Padre Francisco sintió como un mensaje divino el arribo a ese vergel digno del paraíso terrenal donde los cerros se volvían imponentes. Podía imaginar en la forma de las piedras: monasterios y monjes, ciudades enclavadas en las paredes de las sierras. Y mucha vida silvestre. Con buena puntería y algo de persistencia, conseguirían comida.

La montaña presentaba ciertas dificultades para la trepada y se veían algunas cuevas en las alturas, que eran imprescindibles de conquistar, porque dentro de ellas estarían a resguardo del clima y de la fauna, pero por sobre todo, sin comechingones a la vista. También estaba el asunto de las luces misteriosas que de tanto en tanto salían de los cerros y parecían portar un mensaje divino. A veces parecían burbujas gigantes. Siempre señalaban el mismo lugar: unas piedras enormes en la base del Charalqueta. Luego se elevaban, daban una vuelta y se diluían en el aire.

A la segunda mañana en esas cuevas, el fraile apoyó sus rodillas de frente al cerro señalado por las luces misteriosas, con los ojos elevados al cielo. Pidió a su dios, a su divinidad, que los amparara en tan tremendas condiciones, pero desde lo profundo de su corazón, con la más honda intención, dijo gracias, y su gratitud sincera se derramó en sus ojos, en su piel, en su alma, y de repente se escuchó un trueno y un sonido de rocas desprendiéndose de la montaña. La luz, que identificaba como una burbuja gigante, apareció por detrás de la cima y se estacionó sobre su cabeza en toda su magnificencia. A sus ojos, Dios estaba respondiendo a sus plegarias.

Los soldados salieron despavoridos pensando que el desmoronamiento era fruto del demonio. Todo se llenó de polvo. El cura se persignó y tomó coraje para entrar al sitio del derrumbe. Flotaba una niebla irrespirable sobre la que avanzó a la vanguardia, mientras los valientes guerreros se quedaban esperando en la ladera del cerro, bien lejos, por las dudas.

Fray Francisco Galán pudo divisar una grieta que se había abierto entre dos bloques de piedra gigantescos, y tuvo que esforzarse para poder meter la cabeza y espiar, aunque más no fuera desde lejos, qué era lo que había ocurrido. Pero la curiosidad pudo más, entonces se metió en la grieta raspándose el cuerpo durante un par de metros; al cabo pudo observar al otro lado, una cueva que por algún milagroso efecto cromático estaba bañada de una luz plateada.

Dentro de la cueva había un sonido monocorde y tranquilizante. Provenía de una especie de fuente natural formada por el paso de una vertiente entre dos oquedades oscuras en los extremos de ambas paredes del cerro. Lo milagroso era que el agua, en su paso por ese remanso interior, parecía proveer de esa luz plateada que iluminaba todo el ambiente. Casi se arrojó a ella y bebió todo lo que pudo. El milagro apenas comenzaba y así lo sintió en su organismo. A medida que saciaba su sed, una energía revitalizaba su cuerpo desgastado. Eso no era solo agua, era algo más.

Cuando sus ojos se adaptaron a la iluminación, pudo contemplar en las paredes algunos signos realizados por la mano del hombre. No podía asegurarlo con precisión, pero sí interpretar que narraban un ritual pagano relacionado con el agua de la fuente.

Sin embargo, algo le llamó la atención: un pentágono casi perfecto con cientos de signos inentendibles, raros, en su interior; y una escena que reflejaba una batalla entre aborígenes y conquistadores. Algo bastante contemporáneo —pensó—, a pesar de que el diseño parecía tener varios lustros. Cerca del techo, en un lugar en el que la cueva formaba un arco o domo, un artista prodigioso había impreso en la piedra algo así como un mapa extraño que dibujaba los continentes dentro de un círculo y una extraña estrella que lo envolvía. Creyó haber visto un diseño parecido en antiguos mapas que se manejaban en la corte de España, aunque eso no lo podría asegurar. Pero ¿cómo podría ser posible? ¿Era esa cueva la residencia de un oráculo?

De pronto, en una zona oscurecida, encontró un túnel bastante largo, por cierto, y lo atravesó con determinación y algo de temeridad. Al otro extremo se topó con una caverna luminosa, milagrosamente luminosa, con un pedestal de piedra sobre el que descansaba un extraño objeto cilíndrico blanco construido con cerámica o algún material parecido, con signos geométricos diminutos de diferentes colores. Mediría unos treinta centímetros por diez de diámetro. Cada extremo terminaba en una tapa de madera que permitía suponer un acabado artesanal. Sin embargo, Fray Galán no podía creer que este objeto fuera un simple adorno, por lo que se inclinó a suponer que se trataba de un elemento ritual y que estaba relacionado con los dibujos en las paredes.

Cuando lo tomó en sus manos, hubo un leve temblor telúrico y los signos comenzaron a moverse dentro del cilindro. Como si el milagro de Dios siguiera manifestándose de manera misteriosa, se persignó y siguió con atención la transfiguración de los signos de colores, esperando un mensaje, una palabra, una señal divina. Pero nada ocurrió. Así como habían empezado a moverse, las figuras geométricas se alinearon como estaban y el sortilegio se apagó.

Algo le decía al fraile que este objeto, al que anotaría en su códice como el Rollo de Ungamira, traía un mensaje, solo que no cualquiera podría leerlo. Cuando salió de la cueva, solo Machaca había quedado de su partida, los desertores se habían esfumado, acaso porque el lugar estaba invadido por un centenar de comechingones que se habían reunido de manera espontánea, con una rodilla en tierra y los brazos abiertos en señal de gratitud por haberles permitido recuperar el Santuario del Agua, perdido en la memoria de sus ancestros. La luminosa burbuja gigante había remontado el vuelo.

Poco más de cuatrocientos cuarenta años después, ese hallazgo sería la clave para salvar el futuro de la humanidad.

Iván

Buenos Aires, miércoles 2 de agosto de 2017.

Nadie en el barrio sabía, antes del incendio, qué estaba pasando en ese antiguo edificio del barrio de Flores. De pronto, el tercer piso estaba abrasado por el fuego y una cascada de agua brotaba de las ventanas, a las que los bomberos le arrojaban chorros, litros y litros, combatiendo con valentía el efecto devastador de las llamas. El humo espeso cerraba la noche como si una niebla siniestra conspirara con el trabajo de extinción para dificultar la tarea de traer tranquilidad lo más rápido posible. Las luces rojas de las autobombas tejían formas misteriosas en el humo como hologramas del infierno.

Iván contemplaba la escena desde la esquina, sentado en el cordón de la vereda. El departamento de su tía Gloria, en el tercer piso, había quedado como una bolsa de carbones retorcidos; un cortocircuito, o tal vez las consecuencias retardadas de sus experimentos en robótica y con baterías de litio, poco probable pero posible, habían reducido todo a cenizas: los ahorros de su tutora legal, el lugar en que vivían, su computadora, su PlayStation y los prototipos de su último diseño mecánico en miniatura. Lo demás importaba menos.

Ella se deshacía en llanto en la vereda mientras un policía le tomaba declaración. Por suerte, no hubo que lamentar víctimas fatales, solo las pérdidas materiales que los dejaban en la calle. Los vecinos del piso superior estaban indignados por semejante daño y miraban a la propietaria con visibles ganas de tomar la justicia a las trompadas, aun sin saber qué era lo que en realidad había sucedido, pero el prejuicio afloraba en los comentarios. Como decía Albert Einstein: ¡Triste época la que nos ha tocado vivir! Es más fácil desintegrar el átomo que superar un prejuicio.

—El culpable es el sobrino de Gloria —decía la vecina del cuarto piso “A”, cuyo mayor deterioro sería el hollín que le había entrado por la ventana y por debajo de la puerta—. Ese chico, Iván, es raro, no tiene amigos, siempre está haciendo saltar los tapones de la casa. No sé si mete los dedos en el enchufe o qué es lo que hace. La otra vez dejó sin luz a toda la manzana. Es un peligro.

Iván estaba triste, en especial por las dificultades que debería sortear su tía para salir de este entuerto. De pronto, sintió una presencia a su espalda, alguien que permaneció firme y sereno entre tanto alboroto. Era evidente que se trataba de alguien ajeno al lugar, que no había sufrido ningún perjuicio. Tenía piernas largas, o eso le pareció a Iván desde su perspectiva, y los zapatos brillaban como un mueble recién lustrado:

—Cuánta agua, ¿no?

Iván lo observó extrañado. ¡Qué comentario estúpido! —pensó—. Era flaco, huesudo, con una mirada profunda. Tenía la nariz larga, lo que en otro momento hubiese invitado a pensar en algo gracioso, en una comparación animal que le diera alegría recordar. Pero la situación no estaba para este recreo. Vestía una polera blanca que le tapaba el cuello y encima, un saco azul que, en función de los reflejos rojos de las autobombas, parecía brillar como el frac del presentador del circo. Cabello entrecano largo y tupido, bien recortado. Algo había en ese hombre que inquietaba, la forma en que apareció y el empecinamiento en darle charla cuando necesitaba estar solo y pensar. No se trataba de su apariencia, sino que era su presencia la que resultaba perturbadora.

—A mí me preocupa más el fuego —le dijo Iván con menos gracia que un cuervo—. No sé cómo vamos a salir de este problema.

—Hay una frase que se le adjudica a Heráclito que dice que “el agua es en cierta forma la expresión de la naturaleza mudable, pero adaptable y estable a la vez, de la móvil realidad”. Así como el agua ha apagado este incendio —continuó el misterioso invitado de nadie a dar consejos— muy pronto te llevará a un camino que puede apagar tu fuego interior y sanarte para siempre.

El hombre hablaba castellano, pero había algo en su acento, algo que lo diferenciaba. El tono de su voz también era estremecedor, como si sus cuerdas vocales tuviesen la sonoridad de un contrabajo.

—Gracias, no necesito consejos, hoy prefiero que no me dirijan la palabra.

—En unos días vas a recibir una misión especial y te reunirás con gente que está siendo preparada para un futuro en el que la tierra deberá ser escuchada y salvada.

—Y ahora resulta que es adivino.

—Cuando te reúnas con Concepción, decile que te encontraste conmigo en estas circunstancias.

—¿Quién es Concepción?

—La directora de la organización de la que vas a formar parte.

—¿Y con quién le digo que estuve?

—Solo mencioná que te visitó Metáfora. Ella va a saber entender.

Gloria se apartó del policía que le tomaba declaración, cruzó la calle para abrazarse con su sobrino y, mientras este se ponía de pie, el hombre que estaba a sus espaldas desapareció del mismo modo furtivo en que había llegado.

—¡No sé qué vamos a hacer, Iván! —dijo Gloria mientras lo abrazaba—. Es todo tan confuso. Menos mal que pudiste escapar.

—No estaba en el departamento, tía. Yo salí a comprar las hamburguesas y la gaseosa con la plata que me dejaste. Cuando llegaba al súper de la esquina, escuché una pequeña explosión y vine corriendo.

—¿Estaba encendida la estufa eléctrica? ¿Habrá quedado perdiendo alguna hornalla?

—Todo apagado, incluso la luz del comedor. Yo estaba en la compu sobre la mesa escribiendo un programa en Java. Por no levantarme, trabajaba a oscuras, solo con la iluminación del monitor. Discúlpame, tía, ¿no viste para dónde se fue el tipo que estaba detrás de mí?

—¿Qué tipo? Todo el tiempo te estuve mirando mientras hablaba con el policía y siempre te vi solo. ¿Alguien se te acercó? ¿Tuviste algún inconveniente?

Un escalofrío recorrió la espalda de Iván: Mi tía está ciega o yo estoy delirando —pensó—. Gloria puso la palma sobre su frente, pero no lo encontró afiebrado. Entonces desestimó el comentario y le dijo:

—Te voy a dejar en casa de mi amiga Chechu mientras me ordeno y veo cómo nos arreglamos.

—No, tía, me quedo con vos.

—Encima estaba todo arriba: los ahorros, la plata del mes. No tenemos otra ropa que lo puesto. La tarjeta de crédito en rojo y la de débito, vacía.

De pronto, era Iván con sus once años quien estaba consolando a la tía Gloria.

—Tengo la plata que me diste para el supermercado. No llegué a hacer la compra.

Ella sonrió con resignación. El primer gesto humorístico dentro de esta tragedia.

—Tendrías que comer algo. Yo no tengo hambre, pero vos…

—Yo tampoco tengo hambre, tía.

Como a las tres de la madrugada, luego de un maratón de trámites y reproches por falta de un seguro que cubriera el siniestro, se quedaron dormidos cabeza con cabeza, sentados sobre un duro sillón de madera en la seccional de policía.

Cuando amaneció, una asistente social se reunió con Gloria e Iván en una sala por la que pasaban, indiferentes, los agentes de policía, algunos abogados y algunas caras que daban miedo.

—Soy la Licenciada Marta Miglione, asistente social forense, y tengo que hacerle algunas preguntas antes de tomar cualquier decisión.

—¿Decisión?

—¿El pibe está a su cargo? —consultó la asistente a Gloria mirando fijo a Iván.

—Sí, desde que murieron sus padres en un accidente el año pasado.

—¿No tiene abuelos?

—Por parte de madre, sí, de tanto en tanto los visitamos. Son grandes y la tragedia los dejó devastados. Mi hermano, el papá de Iván y yo no tenemos otro pariente vivo.

La mujer tomó nota y luego sacó de su cartera un expediente de tapas amarillas.

—¿Qué actividad tienen en el edificio en el que viven?

—¿Nosotros?

—Ustedes.

—Yo soy profesora de matemáticas en una escuela secundaria del barrio. Doy clases a la mañana y a la tarde. Suelo llegar a casa alrededor de las seis. A veces me veo con mi pareja y llego un poco más tarde, como ayer. Creo que eran las nueve de la noche. Actividad en el edificio, poco y nada.

—¿Y el pibe?

Iván estaba mudo, asistiendo asustado cómo le cuestionaban a su tía la tutoría.

—Va a séptimo grado de la escuela pública por la mañana. A la tarde se queda en casa. Es fanático de las computadoras. Sus maestras lo tratan como a un genio. Su actividad lúdica es, o era antes del incendio, jugar con la PlayStation y realizar experimentos de electrónica.

—¿No considera que ocho horas es mucho tiempo para que alguien de once años se quede solo en un departamento? ¿Qué control tiene sobre lo que hace?

—No necesito controlar nada. Es libre, bien educado, tiene las mejores calificaciones. Es introspectivo y de pocos amigos, lo sé, pero conmigo es amoroso. Me ayuda con las tareas del hogar. Le tengo absoluta confianza. No sé qué está insinuando.

La mujer abrió el expediente y empezó a tildar:

—Hay denuncias de varios vecinos del edificio. Dicen que desde que el chico vino a vivir con usted, hay frecuentes cortes de luz: parece que, mientras usted no está en el departamento, él se pone en peligro y hace cosas dañinas que pueden ocasionar una tragedia. Cuando algún vecino le hace un llamado de atención, recibe malas contestaciones. No es tan amoroso como cree, y esto sin mencionar que no está claro todavía qué causó el incendio de anoche.

—¿De dónde sacan los vecinos que la luz del edificio se corta porque Iván hace algo peligroso en el departamento? Me pregunto si a quien acusan de algo injusto y le dicen cosas terribles tiene que conservar la educación y no mandarlos al demonio. ¿Usted qué haría? Tienen prejuicios porque los ignora, porque es callado y no viene a casa con amigos, o no lo van a ver en la plaza jugando al fútbol. Es una persona diferente, solo que tiene once años.

—¿Qué dice de esto el pediatra?

—Está maravillado, tiene un IQ de 187, lee desde los cuatro años y posee un alto rendimiento intelectual. Es emotivo, gracioso. Le cuesta entrar en confianza, pero cuando lo hace, es muy interesante hablar con él.

—Las denuncias también señalan que usted tiene una relación con una mujer.

—¿Y eso qué? ¿A esta altura de la civilización vamos a seguir cuestionando el género de los padres? ¿Usted es heterosexual?

—Sí, claro.

—¿Le interesa que sepa su hijo o su madre, un vecino o un pariente lo que pasa en su alcoba?

—Me ocupo de que no salga de mi alcoba.

—Ah, lo mismo que yo. Todo lo que mis vecinos imaginen corre por cuenta de ellos. Si no, hable con Iván a ver qué sabe de nosotras. Para él, Chechu es una amiga, se da cuenta de lo que pasa, pero lo toma con naturalidad. Por otra parte, soy su tutora, no su madre. Lo amo como si fuera mi hijo, pero mantengo vivo el respeto y el recuerdo de sus padres, que partieron demasiado jóvenes. ¿Verdad, Iván?

—Claro —terció Iván con franqueza—, a mí me tratan con cariño y jamás las he visto en algo extraño.

—Voy a recomendar que lo pongan al cuidado profesional por un tiempo —dijo Miglione ignorando la opinión del niño—, hasta que nos aseguremos que las denuncias son injustificadas.

—No puedo creer que sea tan troglodita. Lo van a meter en un sistema perverso del que es muy difícil salir. Hoy Iván tiene una vida ordenada y lo van a echar al chiquero para que se ensucie y sepa lo que es vivir sin afecto. Conmigo él sabe que es mi prioridad. No le haga esto.

—Háblelo con su abogado. Yo tengo que cumplir con los protocolos y poner a salvo al pibe. Le doy una semana antes de procesarlo.

Iván estuvo llorando todo el día. Gloria sintió que debía permanecer firme en su eje y no claudicar, si es que pretendía rescatar a su sobrino de las garras de un sistema impersonal, insuficiente e innecesario en este caso. Chechu les hizo un lugar en el comedor de su departamento, en un colchón inflable que se desinflaba de a poco durante la noche. Era lo que había. Le prestó algo de ropa a su amiga y consiguió vestimenta de su hermano menor como para que Iván saliera del paso.

El sábado por la tarde, por recomendación de la rectora de la escuela en que daba clases, Gloria consiguió un encuentro informal con Mauro Zucarelli, un abogado prestigioso en el campo corporativo que tenía algunos contactos en la política, con quien aspiraba a conseguir evitar este dislate. Se encontrarían en un café en el barrio de Caballito.

Zucarelli apareció de jean y mocasines de descarne, una campera de nobuk costosísima y un pañuelo de seda en el cuello. Es lo que Gloria tipifica desde el prejuicio como “pituco”, bastante engreído y saludando a todos como estrella del jet set. Sin embargo, el abogado traía el expediente de Iván, fotocopia del mismo que tenía Marta Miglione, el que reconoció por las anotaciones marginales que iba haciendo la asistente social forense cuando la entrevistaba.

—Hay que poner al chico a resguardo del sistema —dijo Zucarelli con aplomo y cierto aire de sabiduría callejera—. Porque a la larga va a zafar de esta trampa, aunque es probable que pierda un par de años en un océano de burocracia y termine pagando los platos rotos por no adaptarse a una vida tan distinta de la que ha llevado hasta hoy.

—¿Qué sugiere, doctor?

—¿Escuchó hablar de FTM? —le dijo y Gloria negó con la cabeza— Fundación Talentos Mayores. Es una institución presidida por Concepción Bixquert, una gallega divina que recluta niños con talentos especiales. He sido su abogado en Argentina por unos negocios que ahora no vienen al caso, y le hablé sobre Iván y me dijo que le gustaría conocerlo.

—Pero ¿qué hace esta fundación? ¿Negocios raros?

Zucarelli niega con la cabeza y sonríe mientras revuelve la taza de café.

—Hace unos años, un multimillonario español, Alfonso Domínguez Mascarell, escribió un testamento algo pretencioso que le refregó en la nariz a todos los directivos de su organización. Antes de morir en 2015, creó la FTM y decidió destinar todo el dinero a una causa noble: “cambiar el mundo”. Puso un lapso de tiempo: siete años. Si para el 31 de diciembre de 2022 el proyecto no ha tenido ciertos resultados, el dinero restante volverá al ruedo comercial, se cierra la fundación y la empresa olvida el legado altruista de su máxima autoridad. Con esto tiene para tomar la decisión y reunirse con Concepción. Deje que ella le cuente lo que necesita y usted o, mejor dicho, ustedes deciden.

—¿No es algo raro?, ¿no tendrá que ver con trata de personas, lavado de cerebros, sectas, ni nada de eso?

—No, pierda cuidado. Concepción y su equipo tienen valores éticos y morales fuera de lo común. Cuando habla de sus proyectos, contagia entusiasmo, alegría y optimismo. Le va la vida en conseguir estos objetivos. Te imaginarás que dentro de la organización está plagado de enemigos que no le hacen fácil la vida, le retacean los fondos y tiene sus peloteras. Pero más allá de eso, si toman la decisión de acompañarla, podés pensar que Iván estará en buenas manos.

—Y suponiendo que acepte, ¿cómo se lidia con la asistente social?

—Ella está al tanto de esta propuesta. De hecho, ella me fotocopió el legajo cuando le hablé de esta opción. Si ponemos a salvo al menor, ella pospone la presentación justificando que está a prueba con profesionales. Me tiene que asegurar que no va a prender fuego la fundación ni dejar sin luz a la empresa —Zucarelli sonrió esperando la reacción de Gloria, pero a ella no le hizo mucha gracia.