Los secretos más íntimos - Linda Thomas-Sundstrom - E-Book
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Los secretos más íntimos E-Book

Linda Thomas-Sundstrom

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Beschreibung

¿Por qué siempre acababa en su cama? Cuando el millonario Chaz Monroe se infiltró en la agencia que había comprado, tuvo que descubrir por qué Kim McKinley, su mejor empleada, no estaba dispuesta a trabajar en la importante campaña de Navidad. Para conseguir que aquella bella mujer se lo contara, estaba dispuesto a cualquier cosa… Y si tenía que besarla, lo haría. Kim no podía creer que Chaz fuera tan osado. Enseguida, aquel hombre exasperante consiguió averiguar sus secretos, justo a tiempo de pasar una Navidad que ella nunca olvidaría. ¡Una Navidad insuperable para ambos!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Linda Thomas-Sundstrom

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Los secretos más íntimos, n.º 2038 - abril 2015

Título original: The Boss’s Mistletoe Maneuvers

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6269-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Chaz Monroe reconocía un trasero bonito cuando lo veía, y la rubia con coleta que caminaba delante de él tenía un trasero casi perfecto.

Era redondeado, firme y femenino, y se contoneaba hacia los lados con cada movimiento, por encima del dobladillo de la falda negra que lucía y que apenas le cubría las esbeltas piernas, protegidas por unas finas medias y unos zapatos de tacón. Teniendo en cuenta lo sexy que era, aquellos zapatos decepcionaron a Chaz. Debería haber calzado unos zapatos rojos con tacón de aguja.

Aunque la imagen de aquella mujer era más que placentera, no era el momento ni el lugar para dejarse llevar. No con una empleada. Nunca.

Chaz la siguió hasta que torció a la derecha para dirigirse a la zona de los despachos. En ese cruce, mientras él se dirigía a la izquierda para ir a su nuevo despacho, percibió el aroma que ella desprendía a su paso. Era un aroma suave, casi dulce.

Debía comportarse como el nuevo propietario de una agencia de publicidad en el corazón de Manhattan.

Encargarse del negocio requería mucho tiempo e implicaba renunciar a todo tipo de relaciones personales, incluidas las citas y los coqueteos. Durante los dos meses anteriores se había convertido en una especie de monje, puesto que no podía dedicar ni una sola hora de su agenda al ocio si lo que pretendía era conseguir un cambio importante en la empresa. Esa era la prioridad, puesto que había invertido todo su dinero en la compra de la agencia publicitaria.

Silbando, Chaz pasó por delante de Alice Brody, su secretaria, y antes de que entrara en el despacho, ella le dijo:

–Hoy tiene que recibir a una persona más.

–Primero necesito unos minutos para revisar una cosa –dijo Chaz por encima del hombro–. ¿Puede traerme la carpeta que le he pedido?

–Ahora mismo.

Se percató de que su secretaria no dejaba de mirarlo y, cuando la miró, ella sonrió.

Chaz estaba acostumbrado a que las mujeres lo consideraran atractivo, aunque era su hermano Rory quien realmente era un buen partido. Había sido el primero de la familia en convertirse en millonario, salía en los periódicos y no pasaba desapercibido entre las mujeres. Chaz tenía que esforzarse mucho para conseguir los logros de su hermano a la hora de reflotar una empresa con problemas, así que, en aquellos momentos, tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Primero tenía que solucionar asuntos relacionados con los contratos antiguos y conseguir que todo el mundo se implicara en el nuevo plan de empresa. Y tenía que decidir cómo hablar con una persona en particular: Kim McKinley, la mujer que todos en la empresa opinaban que debía recibir un ascenso. La que era candidata al puesto de vicepresidenta cuando él entró en la empresa haciéndose pasar por un empleado.

Sobre todo, tenía que descubrir por qué Kim McKinley tenía una cláusula en su contrato que la excluía de trabajar en la campaña de publicidad más grande del año: la navideña.

No comprendía cómo una empleada que estaba recomendada para un cargo superior estaba exenta de trabajar en las campañas de Navidad, y más cuando era evidente que era una pieza clave.

Chaz había descubierto que los clientes adoraban a Kim y que ella conseguía que invirtieran mucho dinero. Eso era bueno.

Estaría bien tener a alguien así a su lado, y estaba seguro de que él podría conseguir que entrara en razón acerca de las campañas navideñas. Las personas inteligentes debían ser flexibles. Y sería una lástima que tuviera que darle un ultimátum y que ella perdiera todo por lo que tanto se había esforzado a causa de las nuevas normas que él iba a aplicar en la gestión y en los acuerdos de contratación.

Estaba convencido de que la reunión que celebraría con Kim McKinley saldría bien. Tratar con personas era lo que mejor se le daba cuando se hizo cargo de una nueva empresa familiar. Solucionar los problemas de la agencia de publicidad y conseguir más ingresos para invertir de forma adecuada eran los motivos por los que él se había comprado aquella empresa. Por eso y por la necesidad de demostrarle a su hermano mayor todo lo que podía hacer por sí mismo.

El balance económico de la empresa no era malo, pero necesitaba que lo trataran con un poco de mimo. De ahí que él se hubiese hecho pasar por el vicepresidente. Suponía que a los otros empleados les resultaría más fácil tratar con un igual que con el propietario. Fingir que era uno de ellos durante un tiempo le ayudaría a averiguar cosas sobre el funcionamiento interno del negocio.

Se portaría bien con Kim McKinley y con el resto de empleados que quisieran seguir trabajando allí, siempre y cuando cooperaran.

Chaz se volvió cuando se abrió la puerta y Alice entró, le entregó una carpeta sujeta con una goma y él le dio las gracias. Esperó a que se marchara, colocó la carpeta sobre la mesa y leyó:

–Kimberly McKinley.

Retiró la goma, abrió la carpeta y leyó la primera página. Tenía veinticuatro años y se había graduado con honores en New York University.

Chaz ya sabía casi todo eso, así que continuó leyendo y vio que la describían como una gran trabajadora. Honesta, inteligente, emprendedora y con una buena cartera de clientes.

En el margen había una nota escrita a mano que decía: «Saca partido al dinero».

Había una cosa más que a Chaz le habría gustado encontrar en la carpeta, simplemente por curiosidad: su estado civil. Las personas solteras eran famosas por su ética laboral y por las horas extra que podían realizar. Probablemente, el rápido ascenso que McKinley había hecho en la empresa se debía no solo a su capacidad para los negocios, sino a su disponibilidad.

¿Qué podía haber mejor que eso?

Miró la silla vacía que tenía enfrente y después la carpeta otra vez. Golpeó la mesa con los dedos: «¿Cuánto deseas que te den el ascenso, Kim?», podría preguntarle. Si ella conseguía que la ascendieran, sería una de las vicepresidentas más jóvenes de la historia del sector de la publicidad.

Y a él le parecía bien. Las mentes jóvenes aportaban cosas positivas.

Aunque ya conocía su cartera de clientes, repasó la lista. Los cuatro clientes que él había clasificado como los cuatro grandes, se negaban a trabajar con otras agencias. McKinley lo sabía, y era probable que lo empleara como forma de disuasión si él insistía en que ella hiciera las campañas navideñas. ¿Esos clientes se marcharían si él la presionaba demasiado y ella decidía dejar la empresa? Se rumoreaba que tres de ellos confiaban en que ella añadiera a su lista la campaña navideña y que así dejara de subcontratársela a otras agencias.

Chaz levantó la vista y vio que Alice estaba en la puerta, como si hubiese adivinado que él deseaba hacerle algunas preguntas.

–¿Qué dirá Kim al saber que me han escogido a mí en lugar de a ella para el puesto? –fue lo primero que le preguntó.

–La persona que ocupó este despacho por última vez le prometió el puesto a ella. Se quedará muy decepcionada.

–¿Cuánto?

–Mucho. Es un gran valor para esta empresa. Sería una lástima perderla.

–¿Crees que se marcharía?

Alice se encogió de hombros.

–Es una posibilidad. Puedo nombrar varias agencias de la ciudad a las que les gustaría tenerla entre sus empleados.

Él asintió mirando a Alice, la única empleada que sabía la verdad acerca de él y de su plan de fingir que era el nuevo vicepresidente, cuando en realidad era el propietario de la agencia.

–¿Y por qué no hace las campañas navideñas?

–No tengo ni idea. Debe de ser algo personal –contestó Alice–. Asiste a las reuniones si es necesario, pero no realiza el trabajo.

–¿Y por qué crees que debe de ser algo personal?

–Echa un vistazo a su despacho. No tiene nada relacionado con la Navidad. Quedan quince días para las fiestas y ni siquiera tiene un bolígrafo rojo y verde.

La imagen de la mujer rubia que había visto en el pasillo invadió su cabeza. Se preguntaba si Kim McKinley se parecería a ella. Se la imaginaba como una chica fuerte y sin tonterías. Con gafas y con un traje de lana que la haría parecer más vieja de lo que era.

–Gracias, Alice.

–Ha sido un placer –dijo Alice, y cerró la puerta al salir.

Chaz se acomodó en la silla. Años atrás había sido un ejecutivo del sector de la publicidad bastante bueno, antes de entrar en el negocio familiar dedicado a la compra de empresas. Cuando le contara a todo el mundo que él era el propietario, la persona que se quedara con el puesto de vicepresidente necesitaría algo más que buenas críticas y algunos clientes contentos. Le parecía inconcebible que cualquiera que optara a ese ascenso evitara trabajar en campañas que proporcionaban grandes ingresos a la empresa. ¿En qué estaba pensando Kim McKinley?

Chaz se volvió hacia la ventana y miró la calle. Ya había oscurecido, pero desde arriba podía ver a cuatro personas disfrazadas de Papá Noel pidiendo dinero para asociaciones benéficas.

Cuando llamaron a la puerta, se volvió. No esperaba a nadie hasta una hora después, y Alice nunca se molestaba en llamar.

Llamaron de nuevo y vio que giraban el pomo. Era evidente que la visita no iba a esperar a que le dieran permiso para entrar.

Se abrió la puerta del despacho y una mujer se detuvo y preguntó:

–¿Quería verme?

Chaz pensó que aquella debía de ser la famosa McKinley, puesto que era la única persona que le quedaba por recibir ese día.

La mujer que estaba en la puerta era la rubia estupenda que había visto en el pasillo.

La misma.

 

 

–¿Kim McKinley? –dijo el hombre desde la ventana.

Kim estaba tan nerviosa que apenas podía controlarse. La mano que tenía sobre el pomo de la puerta le temblaba con fuerza.

–¿Quería verme? –repitió.

–Sí. Pase, por favor –dijo él desde detrás del escritorio–. Siéntese.

Ella negó con la cabeza.

–Dudo que vaya a estar aquí el tiempo suficiente como para ponerme cómoda –contestó con un nudo en el estómago–. Tengo una cita urgente.

–No la entretendré mucho tiempo. Por favor, pase, señorita McKinley.

–Tengo una agenda muy apretada, señor Monroe, y he venido a preguntarle si podemos reunirnos en otro momento.

Los rumores eran ciertos: el chico nuevo, Chaz Monroe, no solo era más joven de lo que ella había imaginado, sino que también era tremendamente atractivo. Aunque estuviera en el despacho que debía haber ocupado ella.

Parecía un rey detrás del escritorio de caoba, vestido de manera impecable, tremendamente atractivo, y no tan tenso como ella esperaba. De hecho, parecía que se sentía como en casa.

Lo miró unos instantes. Tenía el cabello oscuro y un rostro anguloso. Los ojos claros, de color azul, conjuntaban con su camisa de color azul claro. Tenía una sonrisa sensual y una dentadura perfecta, pero la sonrisa debía de ser fingida. Ambos sabían que él mencionaría por encima el hecho de que hubiera obtenido el puesto que era para ella, y que le preguntaría por la cláusula del contrato que la eximía de las campañas navideñas, sin saber nada acerca de ella.

–¿Deseaba algo en particular?

–Quería conocerla. He oído hablar mucho de usted y tengo algunas preguntas acerca de su currículum –dijo Monroe, mirándola de arriba abajo.

Kim notó que una gota de sudor le recorría la espalda. Quizá no fuera culpa de él que no le hubieran dado el puesto a ella, pero ¿tenía que demostrarle que estaba tan contento?

¿Y pensaba presionarla con lo de su contrato? El sentimiento de culpa que la invadía en Navidad llevaba mucho tiempo con ella. Su madre había fallecido tan solo seis meses antes y Kim todavía no había tenido tiempo para superar la tristeza y oscuridad que habían vivido en su casa durante años cada vez que llegaba la Navidad.

Cerró los ojos para tratar de recuperar la compostura y esperó unos instantes.

–Entre, por favor. Si tiene prisa, hablaremos brevemente sobre el tema de la Navidad –dijo él, confirmando sus peores temores.

–Si lo que quiere son los archivos de la campaña navideña, tendrá que hablar con Brenda Chang –dijo con frialdad–. Es la mujer que está al final del pasillo con el despacho todo decorado de papel rojo, espumillón, guirnaldas y villancicos. Es imposible no verlo. Brenda se ocupa de algunos de los anuncios publicitarios del mes de diciembre.

Monroe rodeó el escritorio y se apoyó en el borde, indicándole con la mano que se sentara en la silla que tenía a su lado.

Kim permaneció en la puerta. Él la miró fijamente y dijo:

–¿Y usted por qué no hace campañas navideñas? Si es una de las mejores empleadas que tenemos, ¿no debería estar supervisando la que es nuestra mayor fuente de ingresos?

–Gracias por el cumplido, pero yo nunca hago las campañas de esas fiestas. Estoy segura de que todo está en mi carpeta. Si quiere, puedo ayudar a Alice a encontrar mi contrato antes de marcharme.

–¿A lo mejor podría explicarme por qué no hace la campaña navideña? Me gustaría saberlo.

–Es algo personal. Además, estoy muy ocupada haciendo otros trabajos –levantó la mano–. Mire, me encantaría continuar con esta conversación, pero tengo que irme. Lo siento. Me están esperando en otro sitio.

–Son casi las cinco. ¿Tiene una cita relacionada con el trabajo? –preguntó Monroe.

Kim deseaba decirle que no era asunto suyo. Le gustara o no, él era su jefe. Había quedado con unos amigos para tomar algo en el bar de abajo. Después de eso, era importante que regresara a casa, porque el bonito ambiente navideño estaba haciendo que se replanteara la posibilidad de deshonrar el recuerdo de su madre.

En los últimos tiempos había estado pensando en lo que había vivido durante la infancia y en lo que le habían enseñado de la insensibilidad de los hombres y del sufrimiento que acompañaba a aquellas fiestas.

Su madre no aprobaba nada de lo que tuviera que ver con la Navidad. Para los McKinley, la Navidad conllevaba dolor y tristeza a causa del recuerdo de un marido que había abandonado a su mujer y a su hija de cinco años el día de Navidad para estar con otra familia.

Kim miró a Monroe a los ojos. No pensaba contarle nada de todo aquello, y tampoco tenía por qué hablar de los detalles de un contrato que había negociado con otra persona un año antes.

–Claro, podemos hablar más tarde –dijo Monroe–. ¿Sobre las ocho?

–Suelo entrar a las siete, o sea que sí. Puedo volver a primera hora de la mañana, si eso lo que quiere –dijo Kim.

–Me refería a las ocho de esta noche –aclaró él–. Si no es una verdadera molestia y todavía está por aquí. Podemos tomar algo en el bar de abajo. No le viene muy mal, ¿verdad?

–¿En el bar?

–Sí, en el bar –dijo él, sin dejar de sonreír.

–Me han dicho que los empleados suelen tomarse una copa allí después del trabajo –continuó él–. ¿A lo mejor podemos encontrar una mesa tranquila?

¿Para qué? ¿Para tomar una copa amistosa antes de que le diera el hachazo? ¿Antes de que empezara la discusión?

–¿Habrá terminado con su cita para entonces? –insistió Monroe.

Kim no podía mentir porque sabía que en el bar habría otros compañeros de trabajo, así que dijo:

–Sí, habré terminado.

Chaz Monroe se incorporó y se acercó a ella.

Kim tuvo que esforzarse para no dar un paso atrás.

–¿La cita no será personal? –preguntó con un tono que no era de negocios.

Kim sintió que se le cortaba la respiración al tener delante a aquel hombre tan atractivo que además era su jefe. Notó que los pezones se le ponían turgentes y que le rozaban contra la tela de la blusa.

–No, esta noche no tengo una cita de ese tipo.

Chaz Monroe era una cabeza más alto que ella y desprendía un fuerte aroma masculino. Mostraba mucho atractivo sexual y elegancia natural. No llevaba abrigo ni corbata, y tenía el cuello de la camisa desabrochado. Kim no pudo evitar fijarse en su piel tersa y bronceada antes de mirarlo de nuevo a los ojos.

Entonces, fue cuando empezó a oír la música. Eran villancicos de Navidad e indicaban que era la hora de salir de la mayor parte de los empleados. Tenía que marcharse de allí, pero se sentía atrapada.

–Está bien. La veré a las ocho –dijo Monroe.

Al sentir su cálida respiración en el rostro, Kim se sonrojó. ¿Qué tipo de jefe era? ¿De esos a los que no les importa romper las normas para conseguir lo que desean?

Miró a otro lado y pestañeó.

–A las ocho en el bar –dijo él, con un tono que la hizo estremecer.

Incapaz de decir palabra, se volvió para marcharse.

Se separó de Chaz Monroe, consciente de que él continuaba mirándola fijamente. Su manera de mirarla era tan ardiente que sintió ganas de besarlo en la boca y terminar con aquello.

Además, la intuición le decía que él deseaba hacer lo mismo. Chaz Monroe quería besarla.

Y por la manera en que le latía el corazón, también sabía que quedar con Chaz Monroe en el bar, aquella noche, era una malísima idea.

Capítulo Dos

 

Chaz se enfrentó a la posibilidad de tener un grave problema antes de que Kim McKinley lo dejara de pie en la puerta. Había estado a punto de romper todas las normas de decoro, o al menos, había pensado en ello.

Se aclaró la garganta y vio que Alice lo miraba arqueando las cejas. La miró asintiendo y se metió en el despacho.

–¡Maldita sea!