Los secretos más íntimos - Seducción total - Un gran equipo - Linda Thomas-Sundstrom - E-Book

Los secretos más íntimos - Seducción total - Un gran equipo E-Book

Linda Thomas-Sundstrom

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Beschreibung

Los secretos más íntimos Linda Thomas-Sundstrom Cuando el millonario Chaz Monroe se infiltró en la agencia que había comprado, tuvo que descubrir por qué Kim McKinley, su mejor empleada, no estaba dispuesta a trabajar en la importante campaña de Navidad. Para conseguir que aquella bella mujer se lo contara, estaba dispuesto a cualquier cosa… Y si tenía que besarla, lo haría. Seducción total Anne Marie Winston La última vez que la había visto, habían acabado en la cama. Dos años después, el soldado Wade Donelly tenía intención de repetir la experiencia de aquella maravillosa noche. Entonces Phoebe Merriman era una muchacha inocente, pero la intensidad de su deseo le había sorprendido. Con solo volver a mirarla a los ojos, Wade supo que ese deseo seguía vivo. Un gran equipo Rachel Bailey Descubrir que era padre de una niña recién nacida cuya madre había muerto a los pocos días de darle la vida había puesto patas arriba el mundo de Liam Hawke. Había sido una suerte dar con una niñera como Jenna Peters, que se había ganado a la pequeña desde el primer momento. De hecho, él mismo había caído pronto prisionero de sus encantos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 469 - mayo 2021

 

© 2014 Linda Thomas-Sundstrom

Los secretos más íntimos

Título original: The Boss’s Mistletoe Maneuvers

 

© 2006 Anne Marie Rodgers

Seducción total

Título original: The Soldier’s Seduction

 

© 2014 Rachel Robinson

Un gran equipo

Título original: The Nanny Proposition

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015, 2006 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-407-9

Índice

 

Créditos

Índice

 

Los secretos más íntimos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

 

Seducción total

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

 

Un gran equipo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Uno

 

Chaz Monroe reconocía un trasero bonito cuando lo veía, y la rubia con coleta que caminaba delante de él tenía un trasero casi perfecto.

Era redondeado, firme y femenino, y se contoneaba hacia los lados con cada movimiento, por encima del dobladillo de la falda negra que lucía y que apenas le cubría las esbeltas piernas, protegidas por unas finas medias y unos zapatos de tacón. Teniendo en cuenta lo sexy que era, aquellos zapatos decepcionaron a Chaz. Debería haber calzado unos zapatos rojos con tacón de aguja.

Aunque la imagen de aquella mujer era más que placentera, no era el momento ni el lugar para dejarse llevar. No con una empleada. Nunca.

Chaz la siguió hasta que torció a la derecha para dirigirse a la zona de los despachos. En ese cruce, mientras él se dirigía a la izquierda para ir a su nuevo despacho, percibió el aroma que ella desprendía a su paso. Era un aroma suave, casi dulce.

Debía comportarse como el nuevo propietario de una agencia de publicidad en el corazón de Manhattan.

Encargarse del negocio requería mucho tiempo e implicaba renunciar a todo tipo de relaciones personales, incluidas las citas y los coqueteos. Durante los dos meses anteriores se había convertido en una especie de monje, puesto que no podía dedicar ni una sola hora de su agenda al ocio si lo que pretendía era conseguir un cambio importante en la empresa. Esa era la prioridad, puesto que había invertido todo su dinero en la compra de la agencia publicitaria.

Silbando, Chaz pasó por delante de Alice Brody, su secretaria, y antes de que entrara en el despacho, ella le dijo:

–Hoy tiene que recibir a una persona más.

–Primero necesito unos minutos para revisar una cosa –dijo Chaz por encima del hombro–. ¿Puede traerme la carpeta que le he pedido?

–Ahora mismo.

Se percató de que su secretaria no dejaba de mirarlo y, cuando la miró, ella sonrió.

Chaz estaba acostumbrado a que las mujeres lo consideraran atractivo, aunque era su hermano Rory quien realmente era un buen partido. Había sido el primero de la familia en convertirse en millonario, salía en los periódicos y no pasaba desapercibido entre las mujeres. Chaz tenía que esforzarse mucho para conseguir los logros de su hermano a la hora de reflotar una empresa con problemas, así que, en aquellos momentos, tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Primero tenía que solucionar asuntos relacionados con los contratos antiguos y conseguir que todo el mundo se implicara en el nuevo plan de empresa. Y tenía que decidir cómo hablar con una persona en particular: Kim McKinley, la mujer que todos en la empresa opinaban que debía recibir un ascenso. La que era candidata al puesto de vicepresidenta cuando él entró en la empresa haciéndose pasar por un empleado.

Sobre todo, tenía que descubrir por qué Kim McKinley tenía una cláusula en su contrato que la excluía de trabajar en la campaña de publicidad más grande del año: la navideña.

No comprendía cómo una empleada que estaba recomendada para un cargo superior estaba exenta de trabajar en las campañas de Navidad, y más cuando era evidente que era una pieza clave.

Chaz había descubierto que los clientes adoraban a Kim y que ella conseguía que invirtieran mucho dinero. Eso era bueno.

Estaría bien tener a alguien así a su lado, y estaba seguro de que él podría conseguir que entrara en razón acerca de las campañas navideñas. Las personas inteligentes debían ser flexibles. Y sería una lástima que tuviera que darle un ultimátum y que ella perdiera todo por lo que tanto se había esforzado a causa de las nuevas normas que él iba a aplicar en la gestión y en los acuerdos de contratación.

Estaba convencido de que la reunión que celebraría con Kim McKinley saldría bien. Tratar con personas era lo que mejor se le daba cuando se hizo cargo de una nueva empresa familiar. Solucionar los problemas de la agencia de publicidad y conseguir más ingresos para invertir de forma adecuada eran los motivos por los que él se había comprado aquella empresa. Por eso y por la necesidad de demostrarle a su hermano mayor todo lo que podía hacer por sí mismo.

El balance económico de la empresa no era malo, pero necesitaba que lo trataran con un poco de mimo. De ahí que él se hubiese hecho pasar por el vicepresidente. Suponía que a los otros empleados les resultaría más fácil tratar con un igual que con el propietario. Fingir que era uno de ellos durante un tiempo le ayudaría a averiguar cosas sobre el funcionamiento interno del negocio.

Se portaría bien con Kim McKinley y con el resto de empleados que quisieran seguir trabajando allí, siempre y cuando cooperaran.

Chaz se volvió cuando se abrió la puerta y Alice entró, le entregó una carpeta sujeta con una goma y él le dio las gracias. Esperó a que se marchara, colocó la carpeta sobre la mesa y leyó:

–Kimberly McKinley.

Retiró la goma, abrió la carpeta y leyó la primera página. Tenía veinticuatro años y se había graduado con honores en New York University.

Chaz ya sabía casi todo eso, así que continuó leyendo y vio que la describían como una gran trabajadora. Honesta, inteligente, emprendedora y con una buena cartera de clientes.

En el margen había una nota escrita a mano que decía: «Saca partido al dinero».

Había una cosa más que a Chaz le habría gustado encontrar en la carpeta, simplemente por curiosidad: su estado civil. Las personas solteras eran famosas por su ética laboral y por las horas extra que podían realizar. Probablemente, el rápido ascenso que McKinley había hecho en la empresa se debía no solo a su capacidad para los negocios, sino a su disponibilidad.

¿Qué podía haber mejor que eso?

Miró la silla vacía que tenía enfrente y después la carpeta otra vez. Golpeó la mesa con los dedos: «¿Cuánto deseas que te den el ascenso, Kim?», podría preguntarle. Si ella conseguía que la ascendieran, sería una de las vicepresidentas más jóvenes de la historia del sector de la publicidad.

Y a él le parecía bien. Las mentes jóvenes aportaban cosas positivas.

Aunque ya conocía su cartera de clientes, repasó la lista. Los cuatro clientes que él había clasificado como los cuatro grandes, se negaban a trabajar con otras agencias. McKinley lo sabía, y era probable que lo empleara como forma de disuasión si él insistía en que ella hiciera las campañas navideñas. ¿Esos clientes se marcharían si él la presionaba demasiado y ella decidía dejar la empresa? Se rumoreaba que tres de ellos confiaban en que ella añadiera a su lista la campaña navideña y que así dejara de subcontratársela a otras agencias.

Chaz levantó la vista y vio que Alice estaba en la puerta, como si hubiese adivinado que él deseaba hacerle algunas preguntas.

–¿Qué dirá Kim al saber que me han escogido a mí en lugar de a ella para el puesto? –fue lo primero que le preguntó.

–La persona que ocupó este despacho por última vez le prometió el puesto a ella. Se quedará muy decepcionada.

–¿Cuánto?

–Mucho. Es un gran valor para esta empresa. Sería una lástima perderla.

–¿Crees que se marcharía?

Alice se encogió de hombros.

–Es una posibilidad. Puedo nombrar varias agencias de la ciudad a las que les gustaría tenerla entre sus empleados.

Él asintió mirando a Alice, la única empleada que sabía la verdad acerca de él y de su plan de fingir que era el nuevo vicepresidente, cuando en realidad era el propietario de la agencia.

–¿Y por qué no hace las campañas navideñas?

–No tengo ni idea. Debe de ser algo personal –contestó Alice–. Asiste a las reuniones si es necesario, pero no realiza el trabajo.

–¿Y por qué crees que debe de ser algo personal?

–Echa un vistazo a su despacho. No tiene nada relacionado con la Navidad. Quedan quince días para las fiestas y ni siquiera tiene un bolígrafo rojo y verde.

La imagen de la mujer rubia que había visto en el pasillo invadió su cabeza. Se preguntaba si Kim McKinley se parecería a ella. Se la imaginaba como una chica fuerte y sin tonterías. Con gafas y con un traje de lana que la haría parecer más vieja de lo que era.

–Gracias, Alice.

–Ha sido un placer –dijo Alice, y cerró la puerta al salir.

Chaz se acomodó en la silla. Años atrás había sido un ejecutivo del sector de la publicidad bastante bueno, antes de entrar en el negocio familiar dedicado a la compra de empresas. Cuando le contara a todo el mundo que él era el propietario, la persona que se quedara con el puesto de vicepresidente necesitaría algo más que buenas críticas y algunos clientes contentos. Le parecía inconcebible que cualquiera que optara a ese ascenso evitara trabajar en campañas que proporcionaban grandes ingresos a la empresa. ¿En qué estaba pensando Kim McKinley?

Chaz se volvió hacia la ventana y miró la calle. Ya había oscurecido, pero desde arriba podía ver a cuatro personas disfrazadas de Papá Noel pidiendo dinero para asociaciones benéficas.

Cuando llamaron a la puerta, se volvió. No esperaba a nadie hasta una hora después, y Alice nunca se molestaba en llamar.

Llamaron de nuevo y vio que giraban el pomo. Era evidente que la visita no iba a esperar a que le dieran permiso para entrar.

Se abrió la puerta del despacho y una mujer se detuvo y preguntó:

–¿Quería verme?

Chaz pensó que aquella debía de ser la famosa McKinley, puesto que era la única persona que le quedaba por recibir ese día.

La mujer que estaba en la puerta era la rubia estupenda que había visto en el pasillo.

La misma.

 

 

–¿Kim McKinley? –dijo el hombre desde la ventana.

Kim estaba tan nerviosa que apenas podía controlarse. La mano que tenía sobre el pomo de la puerta le temblaba con fuerza.

–¿Quería verme? –repitió.

–Sí. Pase, por favor –dijo él desde detrás del escritorio–. Siéntese.

Ella negó con la cabeza.

–Dudo que vaya a estar aquí el tiempo suficiente como para ponerme cómoda –contestó con un nudo en el estómago–. Tengo una cita urgente.

–No la entretendré mucho tiempo. Por favor, pase, señorita McKinley.

–Tengo una agenda muy apretada, señor Monroe, y he venido a preguntarle si podemos reunirnos en otro momento.

Los rumores eran ciertos: el chico nuevo, Chaz Monroe, no solo era más joven de lo que ella había imaginado, sino que también era tremendamente atractivo. Aunque estuviera en el despacho que debía haber ocupado ella.

Parecía un rey detrás del escritorio de caoba, vestido de manera impecable, tremendamente atractivo, y no tan tenso como ella esperaba. De hecho, parecía que se sentía como en casa.

Lo miró unos instantes. Tenía el cabello oscuro y un rostro anguloso. Los ojos claros, de color azul, conjuntaban con su camisa de color azul claro. Tenía una sonrisa sensual y una dentadura perfecta, pero la sonrisa debía de ser fingida. Ambos sabían que él mencionaría por encima el hecho de que hubiera obtenido el puesto que era para ella, y que le preguntaría por la cláusula del contrato que la eximía de las campañas navideñas, sin saber nada acerca de ella.

–¿Deseaba algo en particular?

–Quería conocerla. He oído hablar mucho de usted y tengo algunas preguntas acerca de su currículum –dijo Monroe, mirándola de arriba abajo.

Kim notó que una gota de sudor le recorría la espalda. Quizá no fuera culpa de él que no le hubieran dado el puesto a ella, pero ¿tenía que demostrarle que estaba tan contento?

¿Y pensaba presionarla con lo de su contrato? El sentimiento de culpa que la invadía en Navidad llevaba mucho tiempo con ella. Su madre había fallecido tan solo seis meses antes y Kim todavía no había tenido tiempo para superar la tristeza y oscuridad que habían vivido en su casa durante años cada vez que llegaba la Navidad.

Cerró los ojos para tratar de recuperar la compostura y esperó unos instantes.

–Entre, por favor. Si tiene prisa, hablaremos brevemente sobre el tema de la Navidad –dijo él, confirmando sus peores temores.

–Si lo que quiere son los archivos de la campaña navideña, tendrá que hablar con Brenda Chang –dijo con frialdad–. Es la mujer que está al final del pasillo con el despacho todo decorado de papel rojo, espumillón, guirnaldas y villancicos. Es imposible no verlo. Brenda se ocupa de algunos de los anuncios publicitarios del mes de diciembre.

Monroe rodeó el escritorio y se apoyó en el borde, indicándole con la mano que se sentara en la silla que tenía a su lado.

Kim permaneció en la puerta. Él la miró fijamente y dijo:

–¿Y usted por qué no hace campañas navideñas? Si es una de las mejores empleadas que tenemos, ¿no debería estar supervisando la que es nuestra mayor fuente de ingresos?

–Gracias por el cumplido, pero yo nunca hago las campañas de esas fiestas. Estoy segura de que todo está en mi carpeta. Si quiere, puedo ayudar a Alice a encontrar mi contrato antes de marcharme.

–¿A lo mejor podría explicarme por qué no hace la campaña navideña? Me gustaría saberlo.

–Es algo personal. Además, estoy muy ocupada haciendo otros trabajos –levantó la mano–. Mire, me encantaría continuar con esta conversación, pero tengo que irme. Lo siento. Me están esperando en otro sitio.

–Son casi las cinco. ¿Tiene una cita relacionada con el trabajo? –preguntó Monroe.

Kim deseaba decirle que no era asunto suyo. Le gustara o no, él era su jefe. Había quedado con unos amigos para tomar algo en el bar de abajo. Después de eso, era importante que regresara a casa, porque el bonito ambiente navideño estaba haciendo que se replanteara la posibilidad de deshonrar el recuerdo de su madre.

En los últimos tiempos había estado pensando en lo que había vivido durante la infancia y en lo que le habían enseñado de la insensibilidad de los hombres y del sufrimiento que acompañaba a aquellas fiestas.

Su madre no aprobaba nada de lo que tuviera que ver con la Navidad. Para los McKinley, la Navidad conllevaba dolor y tristeza a causa del recuerdo de un marido que había abandonado a su mujer y a su hija de cinco años el día de Navidad para estar con otra familia.

Kim miró a Monroe a los ojos. No pensaba contarle nada de todo aquello, y tampoco tenía por qué hablar de los detalles de un contrato que había negociado con otra persona un año antes.

–Claro, podemos hablar más tarde –dijo Monroe–. ¿Sobre las ocho?

–Suelo entrar a las siete, o sea que sí. Puedo volver a primera hora de la mañana, si eso lo que quiere –dijo Kim.

–Me refería a las ocho de esta noche –aclaró él–. Si no es una verdadera molestia y todavía está por aquí. Podemos tomar algo en el bar de abajo. No le viene muy mal, ¿verdad?

–¿En el bar?

–Sí, en el bar –dijo él, sin dejar de sonreír.

–Me han dicho que los empleados suelen tomarse una copa allí después del trabajo –continuó él–. ¿A lo mejor podemos encontrar una mesa tranquila?

¿Para qué? ¿Para tomar una copa amistosa antes de que le diera el hachazo? ¿Antes de que empezara la discusión?

–¿Habrá terminado con su cita para entonces? –insistió Monroe.

Kim no podía mentir porque sabía que en el bar habría otros compañeros de trabajo, así que dijo:

–Sí, habré terminado.

Chaz Monroe se incorporó y se acercó a ella.

Kim tuvo que esforzarse para no dar un paso atrás.

–¿La cita no será personal? –preguntó con un tono que no era de negocios.

Kim sintió que se le cortaba la respiración al tener delante a aquel hombre tan atractivo que además era su jefe. Notó que los pezones se le ponían turgentes y que le rozaban contra la tela de la blusa.

–No, esta noche no tengo una cita de ese tipo.

Chaz Monroe era una cabeza más alto que ella y desprendía un fuerte aroma masculino. Mostraba mucho atractivo sexual y elegancia natural. No llevaba abrigo ni corbata, y tenía el cuello de la camisa desabrochado. Kim no pudo evitar fijarse en su piel tersa y bronceada antes de mirarlo de nuevo a los ojos.

Entonces, fue cuando empezó a oír la música. Eran villancicos de Navidad e indicaban que era la hora de salir de la mayor parte de los empleados. Tenía que marcharse de allí, pero se sentía atrapada.

–Está bien. La veré a las ocho –dijo Monroe.

Al sentir su cálida respiración en el rostro, Kim se sonrojó. ¿Qué tipo de jefe era? ¿De esos a los que no les importa romper las normas para conseguir lo que desean?

Miró a otro lado y pestañeó.

–A las ocho en el bar –dijo él, con un tono que la hizo estremecer.

Incapaz de decir palabra, se volvió para marcharse.

Se separó de Chaz Monroe, consciente de que él continuaba mirándola fijamente. Su manera de mirarla era tan ardiente que sintió ganas de besarlo en la boca y terminar con aquello.

Además, la intuición le decía que él deseaba hacer lo mismo. Chaz Monroe quería besarla.

Y por la manera en que le latía el corazón, también sabía que quedar con Chaz Monroe en el bar, aquella noche, era una malísima idea.

Capítulo Dos

 

Chaz se enfrentó a la posibilidad de tener un grave problema antes de que Kim McKinley lo dejara de pie en la puerta. Había estado a punto de romper todas las normas de decoro, o al menos, había pensado en ello.

Se aclaró la garganta y vio que Alice lo miraba arqueando las cejas. La miró asintiendo y se metió en el despacho.

–¡Maldita sea!

Se había comportado de manera cercana y personal con una empleada. Kim no solo tenía un cuerpo maravilloso, sino que su rostro y su voz eran muy apetecibles. Tenía cierto acento sureño y su voz era seductora.

Y en cuanto a su rostro…

Era el rostro de un ángel. Él todavía podía sentir la intensidad de la mirada de sus ojos color avellana, y ni siquiera se atrevía a pensar en sus labios.

Unos labios rosados, húmedos y ligeramente separados, como si estuvieran esperando a que los besaran.

Chaz se tocó la frente, pensativo. Si no hubiese tenido que solucionar el tema de la Navidad con ella, y se hubiera dejado llevar por su atractivo, habría estado tentando de tirar la toalla y a cederle el puesto allí mismo, con tal de conseguir estar más cerca de ella.

«Habría hecho cualquier cosa por besarla».

«Cielos», su mente le estaba jugando una mala pasada y él deseaba reírse de sí mismo y de la situación. Sin embargo, si pensaba pasar tiempo con Kim McKinley de forma regular, tendría que ser capaz de mantenerse centrado en el trabajo. Una auténtica proeza, a juzgar por el contorno de los espectaculares senos que había visto a través de la fina tela de su jersey azul.

Maldita sea, ¿por qué nadie le había contado nada de todo aquello?

Regresó al escritorio y escribió en un papel:

 

Las carpetas personales deberían contener toda la información pertinente.

 

Después, se prometió no pensar en lo que Kim podría hacer con la boca, aparte de besar. Negó con la cabeza y sonrió al recordar las palabras de Kim: «¿Podemos hablar más tarde?. «Tengo que cumplir mi agenda».

Al parecer, Kim McKinley no se había tomado bien el hecho de no haber obtenido el puesto. Estaba enfadada y era posible que mientras estuviera contratada en la empresa, pensando que él había conseguido el puesto que deseaba, hiciera todo lo posible por evitarlo, o por machacarlo.

Era cierto que él no le había explicado qué estaba haciendo allí, ya que si lo hacía no tenía ningún sentido que estuviera fingiendo ser lo que no era.

¿De veras era tan buena en su trabajo? Quizá sí, pero nadie era indispensable como para poder permitirse enfadarse con el nuevo jefe a los pocos momentos de conocerlo.

Y eso era lo que ella había hecho. Más o menos.

Chaz abrió la carpeta de nuevo, preguntándose si ella pretendía lanzarle un reto. Al momento, sintió que se le erizaba el vello de la nuca, tal y como le había sucedido cuando pagó más de diez millones de dólares por una empresa con la intención de convertirla en algo mucho mejor de lo que ya era. O cuando pensaba en el reto que se había autoimpuesto para demostrar su capacidad en el mundo de los negocios.

Los empleados malhumorados no tenían cabida en aquellos retos, únicamente para que hicieran el trabajo que se les había asignado. Chaz no podía permitirse ninguna distracción.

Miró hacia la puerta donde Kim McKinley había comenzado la batalla. Cabían montones de posibilidades. A lo mejor empleaba su aspecto para conseguir lo que deseaba, y eso era parte de su éxito.

Chaz apoyó las manos en el escritorio, disgustado por haberse distraído de su objetivo. Kim McKinley no era lo que él había esperado. Y la empresa siempre podría encontrar a alguien que la sustituyera si su manera de comportarse no era la adecuada.

Esa misma noche se encontraría con ella y le dejaría las cosas claras. Le daría el beneficio de la duda y haría todo lo posible para que se adhiriera al plan de la empresa.

–Tu contrato. No se puede negociar.

Practicó esas palabras en voz alta y preparó mentalmente la reunión que tendría con ella tres horas más tarde, en el bar.

Conversarían de forma amistosa y tratarían los temas importantes. Quizá McKinley llegara a convertirse en una buena aliada.

«Y en cuanto a los sueños eróticos…»

Chaz soltó una carcajada. Era evidente que no había estado preparado para aquella mujer.

En el futuro tendría que tener más cuidado porque, en esos momentos, después de haber visto a Kim McKinley, y con solo pensar que volvería a reunirse con ella, lo que necesitaba era una larga ducha de agua fría.

 

 

Kim se dejó caer en su silla y apoyó la cabeza en el escritorio. Al lado estaba la placa que le había regalado Brenda: «Kim McKinley, vicepresidenta de publicidad».

–Vaya broma –dijo, y lanzó la placa por los aires. ¿A quién había intentado engañar? ¿Vicepresidenta a los veinticuatro años?

Ya no tendría un despacho grande con un gran ventanal, ni podría poner en práctica los planes que tenía para la empresa.

¿Era posible que tuviera los ojos llenos de lágrimas?

Las profesionales de veinticuatro años no lloraban cuando se sentían decepcionadas, ni cuando se sentían ignoradas o despreciadas en la oficina.

Estaba enfadada, eso era todo, y no podía expresar lo triste que se pondría si tuviera que dejar aquel edificio y todo lo que había construido en él durante los últimos cinco años.

–¿Por qué todo el mundo quiere presionarme sobre lo del maldito contrato? –preguntó en voz alta, suponiendo que Brenda estaría escuchándola desde su despacho–. ¿Es que no he trabajado bastante en el resto de campañas que se hacen durante el año? Solo me falta dormir en este despacho. Tengo ropa en los cajones. ¿Sería justo que me juzgaran por un asunto que ya se ha negociado previamente?

Agachó la cabeza de nuevo y se golpeó contra el escritorio.

–¡Ay! –exclamó.

–¿Estás bien? –oyó que le preguntaban por detrás–. He oído un grito.

Kim pestañeó.

–¿Kim? ¿Estás bien o no?

–No. No estoy bien –dijo sin incorporarse.

–¿Necesitas que te vea un médico?

–Un poco de suero por vía intravenosa para conseguir el éxito sería estupendo. ¿Tienes?

–No, pero tengo algo mejor.

–¿Un Valium? ¿Cicuta? ¿Una casa con un alquiler barato?

–Acabo de recibir por correo electrónico una invitación para tomar una copa con el nuevo jefe. Esta noche, en el bar.

Kim retuvo un chillido. ¿Qué había dicho Brenda? ¿Ambas iban a tomar una copa con Monroe? ¿El muy canalla había invitado a otras personas para que vieran cómo le hacía el tercer grado? ¿O incluso cómo la despedía?

–Ahora no es buen momento, Bren –dijo ella.

–Creo que sí que lo es –contestó Brenda–. Descubriremos cómo es el nuevo jefe, en grupo.

–Te diré cómo es con una sola palabra. ¡Un bruto!

Brenda asomó la cabeza por entre la puerta que separaba los cubículos.

–¿Deduzco que la reunión no te fue bien?

Kim se volvió y miró a Brenda con los ojos entornados.

–Esa mirada no me asusta –dijo Brenda.

–Ese es el problema. A él tampoco.

–Sí, bueno, ¿no sabías que la maldita cláusula de la campaña navideña volvería a aparecer en tu contra algún día? Quiero decir, ¿cómo van a entenderlo si no saben…?

Kim levantó una mano para que Brenda se callara.

–Es posible que haya perdido el trabajo de mis sueños, Bren. Y ¿no se supone que las buenas amigas ofrecen apoyo en tiempo de crisis, en lugar de dar sermones?

–Lo único que digo es que nadie se cree que alguien odie la Navidad de verdad, Kim. Quizá deberías inventarte otro motivo para no hacer la campaña navideña, que él pueda creerse. Por ejemplo, motivos religiosos.

–¿Lo dices en serio? –preguntó ella con sarcasmo, antes de fulminarla con la mirada.

–Sigues sin darme miedo. Ni tampoco me voy a echar atrás.

Kim se puso en pie y se alisó la falda.

–Creo que es demasiado tarde para recibir ayuda de ningún tipo.

–Cuéntame qué ha pasado –dijo Brenda–. Aunque primero tienes que contarme si es verdad que Monroe tiene un trasero bonito.

Kim se presionó el puente de la nariz para calmar el dolor que sentía.

–¿No te ha parecido atractivo? –continuó Brenda–. Dicen que está tremendo.

–¿Sí? ¿Y has oído algo acerca de que es un completo idiota? –preguntó Kim.

–No. Mis fuentes de información no me han dicho nada de eso.

–Bren, no me importa si tiene o no un trasero bonito. Prefiero no fijarme en esa parte del cuerpo que no voy a besar.

–No seas ridícula, Kim. Nadie espera que le beses el trasero a alguien. No es muy profesional. ¿Qué ha pasado?

–Tendré que empezar de nuevo en otro sitio. Monroe no me dejará en paz. Pretende que le explique mis motivos y que ceda –gesticuló con las manos–. No puedo contarle lo de mi pasado. Apenas puedo hablar de ello.

–A mí me lo contaste.

–Eso es diferente. Somos muy buenas amigas. Cómo me crie no es asunto suyo.

–De todos modos, llevas tiempo queriendo olvidar lo que sucedió en tu familia –dijo Brenda–. A lo mejor ha llegado el momento de dar el siguiente paso.

Kim no podía encontrar las palabras adecuadas para contestar a Brenda. Todavía tenía la herida abierta. Su madre le había recordado constantemente lo mal que las había tratado un hombre y todas las cosas que los hombres eran capaces de hacer por puro egoísmo.

Su madre nunca había seguido el consejo de buscar ayuda para poder salir del hoyo en el que se había metido tras el fracaso de su matrimonio. Y además, había conseguido meter a Kim en el mismo agujero.

Kim había pensado sobre ello a menudo desde la muerte de su madre. Necesitaba acostumbrarse al hecho de que, puesto que su madre había fallecido, podía optar por el cambio sin que nadie se enfadara o resultara herido. Aun así, eso no implicaba superar el tema de la Navidad tan pronto ¿no? ¿Estaba preparada para ello?

–Si no quieres contarle a Monroe la verdad, tienes una hora para pensar un motivo creíble. Al fin y al cabo, nos dedicamos a crear ilusiones día tras día, ¿no es así? Conseguimos que la gente compre cosas –dijo Brenda–. Dirás que soy una egoísta, Kim, pero me gustaría seguir teniéndote aquí, y contenta, y eso mismo quieren otras personas. De todos modos, dudo que el nuevo vaya a despedirte. No tiene motivos para ello. Podrás solucionarlo. Y también podrías intentar contar la verdad. A lo mejor, hablar de ello te resulta liberador.

Kim negó con la cabeza. Brenda no había presenciado el espectáculo ofensivo que Monroe le había dado en la puerta de su despacho. Había aprovechado su carisma para intimidarla y había funcionado. No pensaba hablar con un completo desconocido sobre los detalles personales y dolorosos de su vida para que él se riera u opinara que eran insignificantes.

–Si la verdad es demasiado dolorosa, a lo mejor puedes plantearle el tema de otra manera –continuó Brenda–. Podrías decirle a Monroe que tienes fijación sexual con Papá Noel –Kim la miró muy seria. Sabía que su amiga trataba de ponerla de buen humor–. Si mencionas la palabra terapeuta, Monroe tendrá miedo de que lo denuncies si llega a despedirte por motivos de salud mental –se rio–. En secreto anhelas a la persona que se supone que tiene poderes para hacer el bien, y en esta época del año, ese anhelo es tan fuerte que te vuelves loca.

–Bren, escucha lo que estás diciendo. Sugieres que le diga a mi jefe que estoy obsesionada con el chico que tiene una tripa que se mueve como la gelatina y un reno con un nombre ridículo.

–¿No es eso lo que estás esperando en realidad? ¿No buscas a un hombre que tenga la capacidad de ayudarte a superar tus problemas del pasado y de hacer que las cosas insulsas parezcan atractivas? Te gustaría encontrar a un hombre que desmienta la idea que tu madre tenía sobre las relaciones.

Kim se frotó la frente con fuerza. Brenda tenía razón. Quería encontrar un hombre con esas cualidades casi mágicas. Alguien comprensivo, fuerte, y sobre todo, fiel. Solo de pensar en ello y en la posibilidad de alejarse de lo que su madre le había inculcado, se le cortaba la respiración.

El problema era que solo salía con hombres que no podían ofrecerle nada de eso. Quizá los elegía de manera inconsciente para confirmar la idea de su madre acerca de las relaciones inestables e injustas. Tenía sentido. Aunque tenía claro que no quería acabar sola y como su madre.

–Hay un gran fallo en tu razonamiento, Bren. Si yo deseara a Papá Noel y su magia, ¿por qué me opondría a trabajar en Navidad? Me encantarían las Navidades. Pero en parte tienes razón –Kim se retiró el pelo del rostro y continuó–. En realidad siempre he deseado salir del agujero y disfrutar de las fiestas. Lo he deseado desde siempre. Ha sido mi sufrimiento secreto.

Nunca se lo había contado a nadie. ¿Para qué? ¿A qué niño no le gustaría celebrar las fiestas con sus amigos, a pesar de que hubiera algunas cosas prohibidas?

El sentimiento de culpabilidad era muy potente, sin embargo, al contrario que su madre, Kim nunca había deseado que su padre se pudriera en el infierno por haber arruinado la vida de su madre. La infancia de Kim había estado llena de tristeza y soledad. Las niñas pequeñas necesitaban a sus padres. Había crecido deseando tener la capacidad de asimilar el dolor y de llenar el vacío que sentía en su interior. Lo había conseguido gracias a la creatividad. A ese trabajo. Se dedicaba a convertir en realidad las fantasías de otros, pero no las suyas. Al menos, no esa concreta.

–Quiero participar en las fiestas y ser verdaderamente feliz –confesó ella–, pero no sé cómo hacerlo o por dónde empezar. Me da miedo que mi madre se levante de la tumba si lo hago.

Y en cuanto a lo de elegir hombres inadecuados… Chaz Monroe, su nuevo jefe, encajaba a la perfección con ese tipo de hombre. Y por cómo se le había acelerado el corazón cuando estaba a su lado, era evidente que seguía sintiéndose atraída por hombres egocéntricos.

–Estoy pensando en hacer un tratamiento de shock –dijo ella–. No lo descarto.

–En mi opinión, un poco de terapia podría salvarte de muchos problemas en el futuro –le comentó Brenda–. Por favor, no te enfades conmigo. Las amigas tenemos ciertas obligaciones –suspiró–. Siempre existe un plan B. Si no quieres hablarlo esta noche, puedes distraerlo. Un modelito sexy y unos zapatos de tacón exagerado, a modo de talismán contra la negatividad indeseada, pueden ser útiles. Al menos conseguirás un par de días más para decidir.

–No sabía que los zapatos podían repeler la negatividad.

–Sí, si son los zapatos rojos de tacón de aguja que hay en el escaparate de la tienda de al lado.

–Esos zapatos cuestan más que mi alquiler.

–¿Y si funciona no te merecería la pena?

–Y si no, ¿me pagas tú las facturas?

–No tengo muchos ahorros –admitió Brenda.

Era evidente que Kim tenía que buscar la manera de solucionar aquella situación para poder continuar en su trabajo. Chaz Monroe había pretendido que ella se sintiera incómoda al invadir su espacio personal, y lo había conseguido. Y lo peor de todo era que él la había visto flojear. Si volvía a acercarse a ella, ella lo pondría en evidencia para que hubiera testigos de su comportamiento.

Chaz Monroe, el playboy, significaba problemas.

–Tiene los ojos grandes y de color azul –dijo ella, mirando a Brenda.

–Entonces, no tienes por qué preocuparte, porque los verdaderos demonios tienen los ojos rojos. Y cola.

Kim se estremeció. La realidad era que quería conservar su empleo. No quería ni imaginarse lo difícil que sería encontrar otro trabajo en diciembre y, además, sus compañeros de trabajo le caían bien.

–¿Un vestido sexy y unos zapatos? –preguntó.

Brenda asintió.

–Como si fueras Mata Hari.

Kim se quedó pensativa.

–¿No harás ninguna tontería como tratar de seducir a Monroe para lograr sacarlo de su puesto? ¿No serás capaz de jugar la baza del acoso, si fuera necesario? ¿Seducirlo para después acusarlo y quitarlo del medio? Es un plan terrible, Kim. No es tu estilo.

Kim asintió.

–En cualquier caso, creo que tengo que emborracharme antes de bajar al bar.

–Bien –dijo Brenda–, pero si todo se va de las manos, por favor, déjame los zapatos rojos en la herencia, y la butaca que tienes junto a la ventana en tu apartamento.

Kim agarró el bolso y se dirigió a la puerta. Brenda tenía razón. Vengarse no era su estilo. Sin embargo, si Chaz Monroe seguía jugando a intimidarla, tendría que encontrar la fuerza necesaria para darle un escarmiento.

–Cúbreme mientras estoy fuera, Bren –le dijo por encima del hombro–. Me voy de compras.

–Que la fuerza de Mata Hari te acompañe –le dijo Brenda mientras Kim se dirigía hacia la puerta.

Capítulo Tres

 

Chaz se había imaginado la escena del bar a la perfección. Los jóvenes llevaban ropa muy cara. A los treinta y dos años, y con su abrigo informal, se sentía como un hermano mayor, aunque las mujeres lo miraban de arriba abajo con interés e invitaciones tácitas en sus miradas.

A finales de mes conocería a todos los empleados que tenía en nómina y a los diez bedeles del edificio, pero en aquellos momentos necesitaba permanecer de incógnito y observar la escena mientras esperaba a Kim. Había elegido una mesa en una esquina oscura y estaba sentado en un taburete, mirando hacia la puerta.

–Gran hermano os vigila –dijo en voz baja.

No le gustaban los bares elegantes donde los jóvenes se reunían para pavonearse. Prefería una esquina tranquila en un café donde poder conversar. No obstante, aquel bar sería territorio neutral para Kim. Y al no tener tiempo en privado con ella, evitaría meterse en problemas.

Pidió una cerveza y continuó mirando hacia la puerta. Deseaba poder observar a Kim unos instantes antes de que ella lo viera.

Había pasado la última hora intentando imaginar cómo se comportaría en público, y se preguntaba qué chicos de los que estaban allí habrían salido con ella y habían llegado a conocerla íntimamente. La idea lo hacía sentir incómodo, igual que la imagen de que otro hombre saboreara el calor de sus labios rosados.

Le sirvieron la cerveza junto con una servilleta en la que había escrito un número de teléfono. Chaz miró a su alrededor. Una mujer de cabello moreno que estaba en la mesa de al lado levantó su copa hacia él y sonrió.

Chaz sonrió también. Se guardó la servilleta en el bolsillo y bebió un trago de su cerveza.

Entró un grupo de personas, pero Kim no estaba entre ellas. ¿Habría alguien esperándola también? ¿La cita de la que le había hablado? Al pensar en ello sintió un nudo en el estómago. Estaba a punto de dar otro trago y se detuvo al sentir la presencia de Kim.

Al verla, no pudo apartar la mirada de ella. Kim McKinley llevaba un vestido rojo, corto, ceñido y escotado, que resaltaba cada curva de su cuerpo. Chaz la observó abrirse camino entre la gente y vio que no era el único que la estaba mirando. Se había soltado el cabello y sus mechones dorados brillaban en la oscuridad. Parecía un ángel.

Iba acompañada de otra mujer. Chaz se alegraba de haber invitado también a Brenda Chang.

Al ver que ella se acercaba, Chaz se puso en pie y dejó la botella sobre la mesa. Miró a Kim de arriba abajo y se fijó en que llevaba unos zapatos rojos de tacón de aguja, iguales que los que él había imaginado que llevaría la primera vez que la vio.

Chaz no pudo evitar silbar en silencio.

«¿Así que sabes muy bien como impresionar a alguien? Pues bien, tienes toda mi atención».

Chaz tuvo que contenerse para no aplaudir al ver el espectáculo que le ofrecía, aunque seguramente se había vestido de manera tan sexy para otro hombre. Era posible que ella le hubiera mentido al decirle que no tenía novio.

–Señor Monroe.

–Señorita McKinley –asintió Chaz.

La tensión que se generó entre ellos fue muy potente. Era innegable que había química entre ellos, al menos por parte de él. Todo su cuerpo reaccionó al instante.

–He traído a alguien a quien debería conocer –dijo ella–. Le presento a Brenda Chang.

Chaz le estrechó la mano a Brenda.

–Me alegro de conocerte en persona, Brenda.

–Gracias por la invitación –contestó ella.

–He oído que trabajáis juntas y que formáis un buen equipo –dijo él.

–Así es –convino Brenda.

Era una mujer esbelta y atractiva, con piel de porcelana, ojos oscuros y vestida con un traje azul.

–¿Os queréis sentar? –preguntó Chaz, gesticulando hacia la mesa.

Kim se sentó en un taburete y se cruzó de piernas, colocando el tacón de uno de sus zapatos a poca distancia de la pantorrilla de Chaz y provocando que él se imaginara cómo sería estar en la cama con ella con aquellos tacones. Era una imagen que se había prometido evitar aquella noche.

–Bueno –comenzó a decir–. Gracias por venir.

–¿Podemos ir directos al grano? –preguntó Kim.

Eso también era inesperado. Chaz asintió a modo de respuesta.

–Creía que quería hablar de las campañas de Navidad –dijo ella.

–Sí –contestó Chaz–. He leído todo el contrato, pero primero ¿os apetece beber algo?

–Yo me tomaría un chardonnay –dijo Brenda, sonriendo.

–Un martini –dijo Kim.

–Oh, cielos –murmuró Brenda después de oír lo que pedía su amiga.

Chaz esperaba que hubiera pedido algo así como una botella de agua y una rodaja de limón. Al darse cuenta de que estaba equivocado se sintió un poco decepcionado.

–¿Qué clase de martini te apetece?

Kim se quedó sin habla unos instantes y miró a Brenda.

–Aquí siempre pides el de manzana –intervino Brenda.

–Sí, eso es lo que pediré –dijo Kim–. Se volvió hacia Chaz y añadió–. ¿De qué hablábamos?

¿Se equivocaba Chaz al pensar que ella ni siquiera sabía lo que era un martini de manzana, y que pasaba algo entre Kim y Brenda que hacía que Brenda estuviera preocupada? Estaba seguro de que Brenda acababa de soplarle a Kim qué bebida pedir.

–Lo que me gustaría hacer es pedirte amablemente que suprimas la cláusula de las campañas de Navidad. Confío en que te des cuenta de que sería un favor especial para la agencia y para nuestros clientes.

–¿Acaso se refiere a los clientes que quieren seguir trabajando conmigo, señor Monroe? –preguntó ella.

Chaz se encogió de hombros.

–Un vicepresidente ha de ocuparse de todos los clientes.

–Claro.

–Como soy nuevo, me gustaría que me ayudaras –dijo él–. ¿A lo mejor podemos empezar con un poco de ayuda y ver qué tal nos va?

–Soy toda oídos, señor Monroe. Durante diez minutos.

–Llámame Chaz. Por favor, llámame Chaz.

Él era consciente de que Kim respiraba con nerviosismo aunque por fuera pareciera tranquila y serena. Sin embargo, estaba alterada por su presencia. Él lo sabía, y no pudo evitar que se le acelerara el corazón.

–Nos han pedido que asistamos a una fiesta especial para un cliente potencial, y yo me he ofrecido voluntario para que la fiesta sea todo un éxito. Es una petición de última hora, así que puesto que Brenda está muy ocupada, necesitaré tu ayuda –dijo él.

Miró a Brenda y ella miró a Kim.

–Lo siento –Kim agarró la copa que acababan de servirle–. Si se refiere a que necesita ayuda inmediata, es imposible. A partir de mañana al mediodía tengo vacaciones durante dos semanas.

–Estaré dispuesto a doblarte los incentivos por el esfuerzo y tiempo invertidos –dijo él, presionando una pizca para ver si el dinero la hacía cambiar de opinión–. Podemos hablar de la cláusula más tarde, si es lo que quieres.

Brenda bebió un sorbo de vino y miró a Kim por encima de la copa. Parecía nerviosa por estar en mitad de aquella conversación y se había movido una pizca hacia el borde de la mesa como si pensara escapar a la primera oportunidad.

Era bueno que fuera capaz de percatarse de cuándo no la necesitaban. Y al diablo con la multitud. Chaz quería a Kim para él. Nada más.

–Siento de veras no poder ayudarte –dijo Kim negando con la cabeza–. Ya tengo planes para las vacaciones.

–¿Y hay alguna posibilidad de que cambies los planes?

–Estoy segura de que a estas alturas es imposible.

–¿Si te lo pido por favor?

Ella permaneció callada y después comenzó a mover el vaso en círculos, sin beber ni un sorbo. No había probado la bebida.

–O como favor para un cliente potencial, entonces –dijo Chaz–. No para mí.

–¿No me habías dicho que habías leído el contrato? –preguntó ella al fin.

Él bebió un trago de cerveza y esperó a ver si le daba más explicaciones.

–Lo siento de veras –dijo ella–. Estaré encantada de ayudar en cualquier otro momento, en otras fiestas. De veras, te ayudaría ahora si mi situación fuera diferente.

–¿Diferente? –Chaz no podía esperar para oír aquello. Si ella mantenía una relación seria con un chico, y tenía planes con él para la semana siguiente, él habría oído rumores al respecto. Según Alice, Kim no estaba comprometida con nadie.

–Yo… –empezó a decir ella.

–Va en contra de su religión –dijo Brenda por ella, y se sonrojó por haberse inmiscuido en la conversación.

Kim se estremeció y le rozó el brazo de Chaz sin querer. Él se sobresaltó.

–Ah –dijo él–. ¿Eso es lo que impide que trabajes en estas fiestas?

Ella pestañeó despacio.

–Bueno… –no pudo terminar la frase.

Se sonrojó y Chaz pensó que era la imagen más seductora que había visto en mucho tiempo, pero en esos momentos sintió ganas de darle un azote.

«Di la verdad. Podrías hacer esto si quisieras».

O quizá debería besarla. A lo mejor, de esa manera Kim confesaría.

Chaz dejó de cavilar cuando ella se inclinó sobre el borde de la mesa y él se fijó en que no llevaba nada debajo del vestido y que la parte superior del contorno de sus senos redondeados quedaba al descubierto.

A pesar de que se le había acelerado el corazón, la idea de que aquel acercamiento pudiera ser una maniobra de distracción por su parte, se le pasó por la cabeza.

–En cualquier caso, y como te decía, es un evento especial –continuó–. Te lo explicaré si estás dispuesta a escucharme.

Ella no contestó y continuó jugueteando con el borde de la copa, de una manera que a él le resultaba muy atractiva.

Al mismo tiempo, Chaz estaba a punto de perder la paciencia. Se percató de que Brenda lo miraba fijamente y esa mirada le sirvió para aclarar su mente.

–Encontraré a alguien que pueda ayudarte –le ofreció Kim–. Puedo hablar con una persona que haría un gran trabajo y que es un hacha en cosas de última hora.

–¿Y quién es esa persona?

–¿Me disculpáis un momento?–dijo Brenda–. Tengo que… Bueno, ya sabéis –se marchó sin más.

Era como si Kim no se hubiera dado cuenta de que su amiga se había marchado. No se echó para atrás, ni tampoco trató de escapar.

–Está bien –dijo ella–, te escucharé puesto que no tengo muchas más opciones, y después te sugeriré a alguien que podría ayudarte. ¿Cuál es ese proyecto tan especial?

Chaz se esforzó para no sonreír.

–Es una fiesta. Una fiesta de Navidad, con todo lo que podamos hacer a estas alturas del año. Nada a lo grande, más bien la celebración de una gran familia. Necesitaremos árboles decorados, música en vivo y un par de duendecillos.

–¿Duendecillos? –preguntó ella con cierto sarcasmo.

Chaz asintió.

–No se puede haber Navidad sin duendecillos. También necesitaremos paquetes. Grandes, pequeños, todos con un lazo rojo. Y nieve.

–¿Nieve? –preguntó sorprendida.

–Claro. Se puede poner nieve dentro de un edificio ¿no? Hay máquinas para fabricar nieve. Se puede decorar la mesa del bufete con esculturas de hielo.

Ella puso una mueca.

–No somos organizadores de fiestas –dijo con tranquilidad–. ¿Sabes que somos una agencia publicitaria respetada?

Chaz no podía contestar a aquello. No se atrevía. Aquello era una prueba, una sencilla, pero tenía que hacer que pareciera que necesitaba su ayuda. No podía decirle que donde pondría todas esas cosas era en la fiesta de su familia. Entre tanto, intentaría descubrir qué era lo que le molestaba de esas fiestas.

–Y bastones de caramelo –continuó–. Montones. También todo aquello que pueda ayudar a que la fantasía se convierta en realidad.

McKinley cerró los ojos un instante.

–Esto debe de ser algo importante –dijo ella.

–Sin duda. Es un contrato potencialmente importante –se apresuró a decir.

–¿Y quién ofrece el contrato? –preguntó ella.

–No puedo decirlo hasta que aceptes ayudarme.

–¿Te he mencionado que la semana que viene estoy de vacaciones?

–Te daré vacaciones más largas en otro momento.

–No puedo ayudarte –dijo ella.

Pero algo en su tono de voz provocó que Chaz le preguntara:

–¿De veras profesas una religión que rechaza estas fiestas?

Ella negó con la cabeza.

–Soy de familia irlandesa. Desde hace tres generaciones.

–Ah –Chaz sintió que se le cortaba la respiración al ver que ella le colocaba la mano sobre la suya. Piel con piel.

–Me gustaría ser sincera contigo.

Al mirarla a los ojos, Chaz sintió que el mundo a su alrededor desaparecía.

–Me gustaría que lo fueras –dijo él, sorprendido por la intimidad de su caricia y por su repentino cambio de expresión. Normalmente no solía reaccionar ante las artimañas de una mujer. No estaba sexualmente hambriento. No necesitaba pensar en Kim para saciar sus fantasías, cuando la mujer de cabello moreno que estaba en la mesa de al lado no dejaba de mirarlo.

–Sería mejor para mí si no me presionaras –dijo ella.

–Explícame los motivos y no lo haré. Soy humano, ¿sabes?

Ella frunció el ceño.

–Tengo un problema –dijo ella.

Ella movió los dedos sobre la mano de Chaz, como si quisiera insistir en algo especial. Chaz la escuchó con atención. No podía esperar a oír la excusa que ella se disponía a darle.

Kim se humedeció los labios de forma provocativa.

–Me da vergüenza hablar de ello, por eso no lo hago –comenzó a decir–. Si me despidieses por haberte contado mis asuntos personales, no sé lo que haría.

Kim no había retirado la mano de la de Chaz. Él no podía apartar la mirada de sus labios.

–Tengo un problema con la Navidad. No es la fiesta en sí lo que me molesta. Sería gracioso que me molestara el consumismo que hay en estas fechas, con nuestro tipo de trabajo ¿no? –sonrió–. No, ese no es mi problema.

–De veras que me gustaría saber cuál es –dijo Chaz.

Ella se acercó más a él para no tener que gritar. Con la boca muy cerca del oído de Chaz, dijo:

–Mi problema es Papá Noel.

–¿Tienes un problema con Papá Noel?

–Sí –contestó ella.

–¿Y eso cómo puede ser? –preguntó él.

–Lo deseo –susurró ella.

Chaz intentó asimilar el significado de sus palabras. Momentos después, comenzó a reírse a carcajadas. Aquella excusa era mucho mejor que la de los motivos religiosos. Kim McKinley merecía una corona por haberse inventado aquella excusa.

De pronto, Kim dejó de sonreír y palideció. Sus ojos color avellana se habían humedecido, como si acabara de desvelar un importante secreto y estuviera esperando la temida respuesta. Como si hubiera hablado en serio.

Y él se había reído.

–Lo siento. Por favor, perdóname. He debido malinterpretar tus palabras. ¿En qué sentido deseas a Papá Noel?

–Bueno, verás…

Kim no encontraba las palabras adecuadas. Chaz la miró un instante y vio cómo pasaba de parecerse a una mujer seductora a una niñita abandonada.

Chaz se conmovió al ver el cambio. Sin pensarlo, le sujetó el rostro con las manos para mostrarle su empatía, como si hubiese percibido los problemas que había tenido en el pasado. Ella lo miró a los ojos, y él le sostuvo la mirada, tratando de descubrir lo que sucedía y lo que ella había pretendido decir.

Cuando Kim separó los labios, Chaz se percató de que estaba temblando. No estaba fingiendo ni bromeando. Era cierto que Kim necesitaba distanciarse de las fiestas navideñas.

Deseando calmar el dolor que reflejaba su mirada y solventar lo que él había provocado, Chaz la besó en los labios sin pensarlo. Cuando se percató de lo que había hecho, permaneció con la boca apoyada en la de ella unos instantes.

Sus labios eran suaves y sensuales. Mucho mejor de lo que él hubiera imaginado. Sin embargo, la sorpresa verdadera fue que él no la había besado como consecuencia del deseo provocado por el vestido y los zapatos que llevaba, sino por la imperiosa necesidad de consolarla y protegerla.

Chaz había percibido tristeza bajo el glamour y la eficiencia. Quería que ella le hiciera una confesión, y él la había acallado con un beso.

No se retiró, ni intentó darle una explicación. Ella tampoco. Suponía que Kim gritaría cuando se separara de ella y, aunque sus intenciones habían sido honestas, él se merecía la bofetada que probablemente recibiría.

Sus labios, su respiración, su sabor, lo habían fascinado y habían removido sentimientos que tenía bien guardados en el interior. Un mechón de pelo le acarició la mejilla, y a Chaz le pareció algo natural. Puesto que era demasiado tarde y el daño ya estaba hecho, la besó de manera más apasionada.

Kim separó los labios y suspiró, pero no se retiró. La bofetada que Chaz esperaba nunca llegó. Permanecieron con el cuerpo quieto, ligeramente separados uno del otro, mientras compartían aquel beso prohibido en público.

La respiración de Kim era cálida y seductora y, dejándose llevar por las sensaciones que le provocaba, Chaz se atrevió a acariciarle el contorno de la boca con la lengua.

Al instante, ella comenzó a acariciarlo con la lengua también.

Para Chaz, habían dejado de ser jefe y empleada, ni adversarios, solo un hombre y una mujer dejándose llevar por una potente atracción que habían intentado ignorar. Dejándose llevar por el sentimiento, Chaz dejó de pensar en las posibles consecuencias de aquella demostración pública y decidió jugárselo todo.

Capítulo Cuatro

 

Kim se agarró a la mesa con ambas manos. Oyó el sonido de su copa al caer y no fue capaz de alcanzarla antes de que llegara al suelo.

Aun con los ojos cerrados podía sentir dónde estaba el cuerpo de Chaz Monroe con respecto al de ella, y supo que estaban demasiado lejos para que la llama de la pasión fuera tan intensa.

Sabía a cerveza y a deseo. Se suponía que no deberían estar haciendo aquello. ¿Cómo podía gustarle el beso que se suponía que iba a utilizar en contra de Chaz, en el caso de que finalmente necesitara emplear el argumento del acoso?

Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera la boca de Monroe. El beso parecía eterno. Una parte de ella le advertía que debía terminar con aquella situación. Ese beso podía ser la ruina para ambos.

Tenía los pezones turgentes y el vestido le parecía demasiado ceñido. Entre las piernas, notaba un intenso cosquilleo.

Deseaba más que un beso. Su cuerpo pedía más.

Mientras él continuaba jugueteando con la lengua en su boca, Kim se esforzó en pensar. Tenía que recuperar el control. Él le acarició el labio inferior con la lengua y ella agarró la camisa de Chaz y buscó la manera de meter los dedos entre los botones.

Chaz continuaba sujetándole el rostro, mientras ella inhalaba su esencia, asimilando su calor y la intensidad de lo que estaban haciendo. Chaz Monroe era pura masculinidad. Y el beso había sido delicado en un primer momento, para después convertirse en un beso apasionado.

Ella deseaba que Monroe la tumbara sobre la mesa y le acariciara los muslos con las manos. Nunca se había sentido atraída por un hombre de esa manera tan feroz, tan fuera de control. Sin embargo, él únicamente le acarició las mejillas.

Y justo cuando ella comenzaba a sentirse más débil, él le mordisqueó el labio inferior y se separó de ella. La miró a los ojos y le preguntó:

–¿Qué pasa con Papá Noel?

Ella esperaba ver un brillo de diversión en su mirada. Notó que se le formaba un nudo en el estómago mientras esperaba, preguntándose si Monroe solo pretendía demostrar que era un playboy capaz de conseguir lo que se proponía.

–Lo siento –contestó ella–. No puedo.

Kim se puso en pie y notó que le flaqueaban las piernas.

–Kim –dijo Monroe, y se puso en pie con ella.

Era demasiado tarde para dar explicaciones. No había forma de que aquello pudiera considerarse un simple error. El miedo se apoderó de Kim, hasta tal punto que le dolía el estómago.

Kim se apoyó en la mesa. Desde luego, no contemplaba contarle la verdad, ni tampoco permanecer ni un minuto más en su presencia.

Ni siquiera podía acusarlo de acoso sexual. Se habían besado en un bar donde había varios compañeros de trabajo. Con suerte, no se habían percatado de que ella no había empujado a Monroe para que la dejara tranquila, y tampoco de que era incapaz de respirar con normalidad.

De pronto, Kim levantó la mano y le dio una bofetada antes de gritar delante de todos:

–¿Qué se creía señor Monroe? ¿Qué aprovecharía la primera oportunidad para acostarme con mi jefe?

Se volvió deprisa y se dirigió a la puerta, notando la mirada inquisitiva de Monroe clavada en su espalda y sintiendo ganas de llorar.

 

 

Alucinado, Chaz sonrió a las personas de la mesa contigua y se encogió de hombros. No podía creer lo que había sucedido. Había sido incapaz de resistirse a Kim McKinley. La había besado en la boca. En público. Y él sabía lo que eso significaba.

Dejó dinero sobre la mesa para pagar las bebidas y decidió ir tras ella para pedirle disculpas, puesto que había sido él quien había iniciado el beso.

Ese vestido, esos zapatos, la repentina expresión de niña abandonada que había en su mirada… Había caído en su trampa. Era posible que la intención de Kim hubiera sido seducirlo en público. No obstante, Chaz estaba convencido de que ella había disfrutado del beso tanto como él.

Y lo más importante era que él la había creído. Había sido víctima del dolor que había visto en su mirada y de la entrega de su boca. Y lo había engañado.

Que inocente había sido. Solo se le ocurría un motivo para que hubiera hecho algo así, tener la posibilidad de acusarlo de acoso o chantajearlo.

La gente del bar lo estaba mirando. La mujer que le había dado su número de teléfono le guiñó el ojo con complicidad.

–Esto no ha terminado –masculló Chaz entre dientes, mientras se abría paso entre la multitud.

 

 

Kim salió del bar y avanzó por el pasillo que llevaba hasta la recepción del edificio. Cuando llegó a los ascensores, apretó el botón y pisoteó el suelo con fuerza un par de veces, enfadada. El plan había funcionado, y ella se sentía muy mal.

El hecho de que hubiera estado a punto de contarle la verdad sobre su familia empeoraba aquella situación. Ya no había vuelta atrás. Si Monroe continuaba presionándola con lo del contrato, ella tendría que emplear el beso que habían compartido en público en su contra.

Él había conseguido que ella recordara los fantasmas de su pasado y que se convirtiera en otra persona, en alguien capaz de hacer una cosa como la que había hecho en su propio beneficio.