Los Títeres de Shelby Dinks - Javier Caballero - E-Book

Los Títeres de Shelby Dinks E-Book

Javier Caballero

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Beschreibung

Un terrible secreto. Un dolor inolvidable. Una venganza sin límites. En el enigmático pueblo de Shelby Dinks, la aparición en el bosque de un cadáver en extrañas circunstancias reabre la investigación de un macabro y misterioso caso policial ocurrido trece años atrás. Ese mismo día, los Becker, una peculiar familia en busca de un nuevo hogar, se instalan en una antigua casa de la zona en la que pronto descubrirán que esconde un hermético y oscuro pasado. Pero todos sus planes soñadores serán truncados desde el principio. ¿Podrán ponerse todas las piezas del puzle en su lugar antes de que sea demasiado tarde?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Antonio Javier Caballero García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Ángel Fernández Mesa

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1181-843-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

Esta novela va dedicada al miedo, esa barrera invisible que solo a veces puede llegar a ser tan real como la vida misma y terminar por devorarnos el alma.

Lucha contra él, aplástalo, pisotéalo; disfruta de la vida, disfruta de tu tiempo.

.

No te juzgo, pues yo también tengo miedo. Mucho.

Quizás más que nunca. Pero aquí estoy, escribiendo una historia para todos vosotros.

Prólogo

Dejad que dancen los gusanos desde la tumba. Dejad que se alimenten del cuerpo sin vida. Pero no los dejéis escapar al exterior, que contaminen la fruta o que infecten a otro animal. Puede ser peligroso, mortal. Se alimentarán de la rabia, del dolor y de los sueños rotos. Si uno entra en una manzana y alguien la come, todo acabará podrido, todos serán manzanas podridas.

1 Introducción

Titular de última hora, publicado por el diario local de Shelby Dinks, el día 20 de octubre del 2000, 08:00 A.M:

El caos y el terror vuelven a sacudir a nuestro querido pueblo.

Otra segunda noticia anunciaba en la portada de un periódico más amateur de la ciudad de Providence, en el condado de Rhode Island, el siguiente suceso:

Fidedignas fuentes informativas nos comunican que el responsable de las misteriosas desapariciones de los tres niños de hace trece años habría escapado la pasada noche de la Prisión Estatal de Máxima Seguridad del condado; aún se encuentra en paradero desconocido.

2 Shelby Dinks. 20 de octubre de 2000. Lugar desconocido

Sus pasos se apresuraban entre el vacuo pasillo. Eran rápidos e intensos. El jadeo de la respiración, cada vez más agitada, aumentaba mientras subía a la segunda planta. Las pisadas sobre las viejas escaleras de madera producían un agudo chasquido, entremezclándose con el fuerte latido del corazón, que podía sentirlo casi en la garganta. Apenas le entraba aire por los pulmones. Y con cada falta de aliento, más mortificante se hacía la llegada. Los dedos de las manos empezaron a agarrotarse muy lentamente. Estaban rígidos, frágiles. La incapacidad del movimiento impedía agarrar con firmeza la oxidada barandilla. Estaba fría y áspera al mismo tiempo. Le temblaban las piernas y, a pesar de todo, no era por el miedo. Se ladeaba ligeramente encorvada, de lado a lado, de una pared a otra a lo largo del pasillo.

El recorrido hasta la habitación le pareció infinito, no solo por la larga distancia que la separaba, sino también por la poca claridad en el ambiente que no dejaba proyectar las imágenes con nitidez, lo que dificultaba aún más su avance entre aquellos ruinosos muros.

—Ahí estás, esta vez has tardado más de lo habitual en regresar, tal vez demasiado —pronunció fríamente con una voz grave cuando cruzó la puerta metálica que estaba impregnada por una fina película grasienta—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Era una voz masculina y gélida, de las que en mitad de la madrugada provocan un hormigueo en la nuca. Sonaba en un tono melódico, pero al mismo tiempo acompasado y anacrónico.

—Temo decirte que no me queda mucho, quizás un par de minutos… —tartamudeó—. Supuse que estarías aquí y después de buscar por todos los rincones solo me quedaba este recóndito lugar. Te conozco demasiado bien para saber que no te marcharías de aquí —dijo cayendo de bruces sobre el suelo apoyándose sobre el canto de las palmas de las manos con el último esfuerzo por sostenerse erguida.

—Este lugar tiene algo que te atrapa, que te envuelve, algo que no te deja ir. Tú misma lo has comprobado, aquí estás de nuevo. La tormenta nos engulló. Aquí puedo refugiarme, pasar desapercibido. Es lo que hacen los monstruos, ¿no es así? No hacer demasiado ruido por el día y salir durante la noche…

Contemplaba a menos de cinco metros una figura alta, vestida toda de negro, con una especie de larga túnica religiosa que le cubría desde la cabeza hasta los pies, donde solo dejaba asomar unos zapatos que también eran oscuros y estaban un poco manchados de arena mojada. Le daba la espalda y no parecía importarle demasiado su presencia. Es más, radiaba indiferencia respecto a aquellas palabras que espurreaba. Permanecía con la mirada clavada a través de un enorme ventanal que estaba agrietado y que permitía la entrada de la escasa luz de las farolas más cercanas y el de algunas casas rurales que colindaban con sus alambradas en unos acabados de espiral. Las sombras de los árboles se proyectaban en el suelo, que parecían estar a la carrera cuando el viento azotaba sus ramajes. Se encontraba eclipsado por la luna llena que había aquella noche en el cielo, y que quedaba suspendida entre dos pomposas nubes, un cielo parcialmente despejado que no dejaba ver muchas estrellas.

La habitación era amplia. Las descoloridas y agujereadas paredes color pardo delataban un inmueble algo desgastado y una gran falta de cuidado y de mantenimiento del lugar, fruto del avance de los años y otros muchos más vaivenes de la vida. No había ningún tipo de mobiliario, o al menos ninguno que pudiese resultar útil. Prácticamente todo estaba desocupado. Tan solo había un par de muebles arrumbados en una esquina, encubiertos con un trozo de tela deshilachado, rasgado y teñido en un color verde intenso, donde una capa polvorienta los envolvía y algún que otro papel quemado que dejaba verse entre cajones abiertos. La madera del suelo tenía aspecto astilloso por los diversos levantamientos que presentaba, por donde rodaban varias botellas de vidrio, ya vacías, de la marca Red Bell, que sin duda eran una combinación perfecta de alcohol y cafeína, con la que los grupos de los más jóvenes se la pasaban noche tras noche en un estado eufórico y de adrenalina, arrasando con todo a su paso, haciendo lo que mejor se les daba, destruir. De todo ello sería testigo un viejo reloj colgado al fondo en la pared con el cristal desquebrajado por la mitad, pero funcional, haciendo sonar mediante estridentes sonidos todas y cada una de las horas del día, cuyas manecillas se situaban en este instante en las tres y cuarto de la madrugada. Era, pues, un lugar inhóspito y abandonado, donde el único sonido aparentemente activo era el chirrido de algún despistado roedor, el crujido que emitía la madera mojada sometida a su lenta descomposición que desprendía un fuerte olor avinagrado y el goteo de unas tuberías rotas que pasaban por el techo al caer sobre unas latas de conserva vacías que, muy probablemente, fueron en su día el alimento de algún mendigo.

—Sé que no vas a descansar hasta cumplir con ello, que volverás a actuar… Sé que vuelves a tener esas intenciones malévolas. Tienes que parar esto de una vez por todas —dijo llevándose las manos a la cabeza con desesperación, marcando una expresión facial de horror que ya se había estado gestando durante algunos años atrás.

—Es curioso… pero jamás podría olvidar lo dulce que suena tu voz en el oscuro silencio de la noche… Podría reconocerla con los ojos cerrados en cualquier lugar. No te preocupes. Aún puedo arreglarlo —contestó cabizbajo—. Puedo hacer que todo vuelva a funcionar.

—Definitivamente perdiste la cordura. No, ya no vas a tener que arreglar nada nunca más. Esto debe terminar de la única forma posible. Aunque igual debió haberlo hecho mucho antes…

Se miró las palmas de las manos. Tenía magulladuras y unos puntos de sangre asimétricos, no muy profundos, causados por permanecer demasiado tiempo ejerciendo presión sobre el astilloso suelo. Aquella templada sangre que comenzaba a borbotear le pareció agradable y hasta le produjo por un instante cierta felicidad. La sensación de sentir sus dedos empapados comenzó a gustarle. Pensó que era síntoma de estar viva, pero, como todo síntoma, al igual que la sensación de hambre, hay que darle un poco de margen hasta que se marche.

Sus ojos brillaban intensamente. Era un brillo incandescente que estaba a punto de sucumbir. Esa especie de silueta negra que parecía que absorbía la poca luz del entorno, se giró hacia ella y esta vez le fue difícil volver a ignorarla.

—¿A qué te refieres con terminar…? No me dejará hacerlo… No dejará que esto aún acabe. Siempre aparece, cuando menos te lo esperas. Nunca descansa. Es como una sombra que te va devorando poco a poco, y cuando te quieres dar cuenta de que ya eres suyo y le perteneces… no puedes salir de ahí… Siempre hay algo, siempre queda algo pendiente…

A pesar de la poca claridad, pudo entrever el rostro cubierto por una inquietante máscara con la forma de un animal salvaje. Era una imagen terrorífica, con largos cuernos afilados y una carcasa de huesos relucientes. De esas que generan sequedad en la garganta e inducen a tragar saliva casi de forma automática. Podía ver el contorno natural de la comisura de su boca que parecía dejar asomar una sonrisa diabólica proveniente del inframundo, contaminada por inmundicias. Pero en el fondo eran sus labios, los mismos de siempre. Los observó durante unos segundos y luego apartó la mirada de ellos. En medio de la conversación se coló el sonido de una verja al abrirse en el exterior. Fue un ruido agudo, que en el silencio de la noche no gustaba. Ponía los pelos de punta.

—¿Te han visto entrar aquí? ¿Alguien te ha seguido?

Una cierta preocupación ganó peso y echó un vistazo por el ventanal. Se movía de un lado a otro con intranquilidad y cierto nerviosismo.

—Deberías saber que para el resto estamos desaparecidos o, en el mejor de los casos, estamos muertos. ¿No lo recuerdas? Nadie debe saber que estamos aquí, esto es mucho más grande de lo que imaginas… Debes marcharte ahora mismo de aquí. Deberías ponerte a salvo. Vamos, ponte en pie.

—¿A salvo de quién? —miró con incredulidad—. ¿Vas a hacerme daño? ¿Harás lo mismo conmigo? Por favor, te lo suplico… ¡No continúes con esta locura! —gritó haciendo salir de su interior un tono de voz poco enérgico, donde el desánimo y abatimiento sería lo único que le quedaría por ofrecer.

—Antes debo acabar el trabajo, con él, todo volverá a ser como al principio. Ella me lo prometió. Por fin todo acabará —dijo cerrando el puño con fuerza, con cierta fortaleza y hombría.

—Nada puede volver a ser como al principio —sollozó —. Creo que siempre has prometido demasiado, más de lo que has estado dispuesto a cumplir. Quién te ha visto y quién te ve… no te reconozco. Esto no puede estar pasando de verdad. Es una maldita pesadilla. Todos sabrán lo que hiciste, tarde o temprano, te lo aseguro. Pagarás por todo. No importa lo que te prometiera, ya nada tiene sentido. ¿No te das cuenta? Te ha manipulado a su antojo. Y, como has dicho… siempre vuelve, siempre vuelve a por ti, siempre queda algo pendiente…

En ese momento, sintió cómo la aceleración del corazón, más y más rápida, parecía no tener fin y que en cualquier instante sería lanzado fuera de su cuerpo, que explotaría de un momento a otro como una granada. Tras toser bruscamente comenzó a emanar por la boca un líquido amarillento procedente del interior. Ahora aquella anterior sensación de plenitud por estar viva iba consumiéndose. Ya no era tan grata como antes. El blanco de sus ojos se tornó en un color sanguinolento. La piel se fue volviendo cada vez más pálida. Era una piel helada. Como si un fuerte viento polar hubiera estado azotando continuamente hasta dejarla congelada. Sabía que era su inminente final. Así que contuvo el aliento con fuerza y con media sonrisa levantó lentamente su cabeza hasta que sus ojos se alinearon con los suyos, y con voz entrecortada, mientras caía desplomada al sucio y mugriento suelo, le susurró, con gran esfuerzo, las que serían sus últimas palabras:

—Jamás, ¿me oyes? Jamás vas a encontrarlo…

—¡No! —salió de su interior un chillido desgarrador.

Eran uno de esos gritos desoladores, implacables, similares a la caída por un abismo sin fondo. Se acercó a ella rápidamente. Estaba fría, sin pulso, sin vida. Y la esencia de aquella alma se había ido, escapada de este cruel mundo al que había estado acostumbrada a vivir, con el último cometido con el que se armó de valor para regresar a este lugar del que huyó asustada una vez y con el que quizás podría cambiar el destino de toda una familia.

Todo ocurrió tan deprisa que no tuvo tiempo de reaccionar. No entendía ni cómo, ni por qué. Pero había pasado. Le acarició sus mejillas que ya no eran tan rosadas como lo fueron un día, apartando con la mano de su rostro un mechón del castaño cabello. La miraba de forma perpleja, con asombro y en parte con admiración. Se descubrió la cara totalmente. Una enorme y profunda cicatriz que subía por la mitad derecha desde el mentón hasta la ceja quedó al descubierto. Bajó la cabeza. Con un beso en la frente, procedente de sus carnosos labios, la despidió. Fue un beso tal vez apático, tal vez con dulzura. El odio y rabia que le tenía se enterró, se evaporó, pero su sufrimiento, por ello, fue difícil de soportar.

Diez minutos más tarde, se oyó un fuerte golpe en seco, la puerta se abrió de par en par y alguien entró. Se respiraba un ambiente calmado, sosegado, pero al mismo tiempo desesperanzador. Un silencio molesto. Ese que domina tras el paso de un tren expreso a toda velocidad. El tic-tac de aquel reloj hacía eco. Pero allí no quedaba nadie, al menos con vida. Sabía que la encontraría allí y en qué circunstancias. Nunca nadie podría estar preparado para ello. Ni el más fuerte del mundo. Estaba hecho. Eso era lo importante. Esperaba que el plan funcionara tal y como ella predijo, aunque nunca podría haber estado de acuerdo, no en esas circunstancias. Solo a veces el fin podría justificar los medios. Ahora debía encontrarlo antes de que ellos lo hicieran. Sus ojos reconocieron rápidamente el cuerpo tendido. Hincándose de rodillas la contempló con gran dolor intentando imaginar que ese tal vez algún día jamás sucedería, y ni tan siquiera podría conformarse con escuchar aquellas carcajadas con las que contagiaba al resto, por más desconocidos que fuesen. El fondo de sus ojos ya no le devolvía futuro. Ahora tocaba despedirse con llanto desgarrador, de esos que provienen de muy a dentro, de más allá del propio subsuelo. Mientras se lamentaba de lo ocurrido no dejaba de repetirse una y otra vez…

—¿Dios mío… por qué lo has hecho…?

Dentro de una especie de pequeño compartimento situado al fondo de la sala, alguien que no dejaba de observar con detenimiento toda la escena a través de una diminuta ventana de forma circular, comenzó a reír desconsoladamente. Un sentimiento de felicidad y rabia al mismo tiempo le recorría todo su cuerpo. Aquella sensación tan placentera y a la vez tan maquiavélica, ese terror que comenzó hace trece años y que pretendía continuar por otros cuantos más si fuese necesario no se detendría hasta cumplir todo lo que un día le prometió…

3 Shelby Dinks. Octubre de 1987

—Ahí está. ¿No te parece bonita? —preguntó con entusiasmo Alan, señalándole con el dedo exactamente cuál de ellas era—. Es un poco antigua, lo sé, pero con un par de reformas quedará como nueva.

A quién pretendía engañar, aquel lugar se convertiría en su nuevo hogar durante muchos años. De modo que, sí o sí, tendrían que convencerse y verla como esa casa de ensueño que tanto habían idealizado, la casa perfecta. La pasada semana le entregó las llaves el simpático chico de la inmobiliaria, un tal Jonathan Thaus. Le hizo un tour por todos los rincones y recovecos. Le pareció menos agradable cuando se molestó en hacerle la cuenta, sin él pedírselo, de los años que le restarían para terminar de pagar aquella larga hipoteca. «Es una casa preciosa, ya no quedan muchas así por aquí, ha tomado una de las mejores decisiones de su vida, señor Warren. Su mujer quedará encantada. En veinticinco años, si todo va bien, será definitivamente suya. ¿Qué son esos años para un chaval como usted? Cuando termine seguirá estando en plenas condiciones».

Alan quedó convencido, sonaba perfecto, aunque pensó que tal vez era mucho tiempo para adquirir en posesión aquella propiedad y que, para entonces, ya le habrían visitado unas cuantas arrugas y tendría el pelo teñido en un gris tirando a blanco. La sonrisa del joven Thaus fue convincente. Era una oportunidad perfecta. Y a las oportunidades había que hincarles el diente, al igual que ese joven hincó el suyo a miles de dólares que Alan Warren estaría condenado a pagar después del fuerte y duradero apretón de manos.

—Es más de lo que siempre hemos soñado. Aún no puedo creerlo. Me encanta.

Para Helen sería la primera vez en tener contacto con ella, después de pasar largas horas sentada en el sofá ojeándola a través de la revista de la inmobiliaria Towers, la misma de la que el joven Thaus y su padre eran dueños. Estaba tan nerviosa como una niña pequeña antes de subir a su atracción favorita.

—Son 500.000 dólares, Alan, es demasiada cara. Se va del presupuesto, los gastos y el interés del banco nos asfixiarán —le dijo con los ojos brillantes sin pasar la hoja.

Cuando Alan la miró directamente a los ojos, en el fondo de ellos aún quedaba el reflejo de una casa que, sin lugar a dudas, estaba hecha para ellos.

—Podríamos negociar con la inmobiliaria. Son todos iguales. Están como locos por hacer una venta, ni te imaginas el porcentaje que se embolsan por cada una que se quitan del medio. Estarán dispuestos a sentarse a la mesa y escuchar mi propuesta. No podrán rechazarla.

Efectivamente, la propuesta fue escuchada y aceptada. 390.000 dólares, gastos incluidos. Alan llevaba razón, la desesperación podía hacer maravillas, incluso para ese sector que movía cientos de miles cada año.

Helen la observaba boquiabierta. Tenía una cara de felicidad plena. Sus ojos desprendían una ilusión pletórica, de esas que pocas cosas en la vida la hacen despertar.

—Más vale que vayas creyendo que todo esto es real, tanto como la vida misma. Así es, cariño, ese momento, nuestro momento perfecto,ya está aquí, ha llegado para quedarse con nosotros. Y por mucho tiempo.

Alan paró el viejo motor del Volvo que le regaló su padre y bajaron del coche antes de que el olor a gasolina cara impregnara todo el interior.

—Deberíamos cambiar esta vieja carroza. Fíjate en el ruido tan extraño que hace la ventilación cuando está desconectado el motor.

—¿Cambiarla? ¿Estás loco? Si ha sido nuestro primer nidito de amor.

Nos ha llevado a todos lados y por todas partes. Nunca nos ha dejado arrumbados en medio de la carretera. Ha cumplido como un verdadero campeón. ¿No le tienes aprecio? Para un detalle que tuvo tu padre con nosotros…

Y Helen tenía toda la razón del mundo, fue un gran campeón, de esos que ya no se ven. Pero sobre todo en lo del padre de Alan. Durante muchos años, se recorrieron gran parte del país, fueron por la costa de oeste a este de vacaciones y muchas más aventuras que aún seguían recordando con gran nostalgia.

—Prefiero encapricharme de otras cosas.

—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de cosas?

—Precisamente de ti, por ejemplo.

—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Un simple capricho?

Se acercó a ella y, mientras rodeaba con sus manos su delgada cintura, la besó. Le encantaba que hiciera este tipo de cosas, que dijera esas palabras mágicas que parecían sacadas de una película de amor y que hiciera lo mismo que en ellas se esperaba: que el chico diera un buen besazo a la chica. Él sabía que esto le encantaba y por ende sabía cuándo y cómo usar su gran repertorio cinéfilo.

—Sinceramente, estoy muy cansado de este pedazo de chatarra, pero sí, podrá aguantar un poco más, supongo. En cualquier caso, es ahora cuando podemos permitirnos grandes cosas, ¿no?

Afortunadamente estaba en lo cierto. El puesto como jefe de Emergencias que había conseguido en el hospital, consecuencia de una baja médica, haría que su sueldo engordase considerablemente como nunca antes lo había visto, al menos durante una larga temporada. Aunque podían permitirse casi de todo, y a Alan le encantaba mostrar su buen posicionamiento social en el que actualmente se encontraba, Helen no necesitaba nada más que la compañía del uno con el otro. Era una mujer muy sencilla. Su discurso sonaba tan convincente para casi todo el mundo, excepto para Alan, cuando decía: «La soledad es la misma en una casa de treinta metros cuadrados que en una de trescientos; no hay dinero que cure una enfermedad terminal por mejor cuidador que se tenga; lo único que te acabará haciendo feliz de verdad serán tus seres queridos, justo en esos momentos tan especiales que vivirás junto a ellos…».

Llevara o no razón, para Helen estaba clara la esencia de la felicidad, la esencia de la vida. No se molestaba especialmente con Alan cuando alardeaba con cierta prepotencia de lo que tenía o de lo que le gustaría poseer en el futuro. Ella le sonreía igualmente. No era ni el momento, ni el lugar para predicar sus creencias de las que Alan ya era más que conocedor y que no compartía.

—¿Qué te parece si entramos? Tengo justo la llave en la guantera. Es alucinante. Espera un segundo.

Se acercó al coche y empuñó la gruesa llave. Había dos copias, las mismas que el joven Thaus le dio antes de marcharse con la firma de Alan en cada página del documento contractual de la vivienda. Extendió la mano al fondo y agarró también una pequeña cajita de color rosa que estaba envuelta en papel de regalo y tenía además un bonito perfecto lazo de seda.

—Ten. Lo he comprado para ti.

Helen quedó asombrada. No esperaba ahora un regalo y mucho menos así, sin más. No era precisamente su cumpleaños y tampoco era su aniversario. A pesar de todo quedó encantada con el detalle.

—Pero… ¿y esto?

Era un llavero bañado en plata con la forma de una casita. Alan era verdaderamente detallista, siempre lo había sido. Buscaba la manera de inmortalizar todos los momentos importantes, y este era uno de ellos.

—He pensado que es nuestro primer hogar… y no estaría mal tener un recuerdo de ello. Además, estas llaves están unidas por una simple anilla. Se nos pueden caer y perder… Te sorprendería si te dijera el coste que tienen aquí los cerrajeros —le dijo guiñándole un ojo.

Alan las separó y cada uno se quedó con una. La misma llave abría la cancela del jardín y la de la puerta principal.

—Es perfecto. Pero solo hay uno… ¿Y el tuyo?

—No te preocupes, ya buscaremos otro para mí. Venga, entremos —le dijo agarrándola suavemente de la muñeca.

Pues sí, era la primera vez que comenzarían a vivir juntos tras haberse casado hace tan solo dos meses. Mientras Alan estudiaba la carrera de Medicina fue imposible. En los tiempos que corrían era muy difícil encontrar un trabajo con el que compaginar los estudios, y tampoco tenían un gran colchón de ahorros. Helen estaba igual que él, terminando el último curso de profesorado, por lo que poder casarse, vivir juntos y comprarse una casa fue durante años algo utópico.

A pesar de la gran ilusión que sentía por todo aquello, tenía miedo. Aquella era una casa bastante vieja, construida a finales de los sesenta. Solo de pensar que tendría que pasar más de una y más de dos noches allí sola, durmiendo sin Alan, le generaba pavor. Y esto era un hecho que antes o después ocurriría cuando tuviera sus guardias nocturnas en el hospital. Pero son muchas las veces en las que ciertas preocupaciones y miedos tienen su mayor trasfondo en lo que no se ve a simple vista, pero continúan estando ahí, justo bajo el iceberg, y a pesar de ello se intentan negar como un verdadero acto de fe. Helen tenía miedo, terror a que aquello no funcionase. Nunca antes habían convivido juntos más de un mes seguido, tan solo de vacaciones en alguna casa rural o en algún apartamento en la playa. Más de la mitad de las parejas recién casadas terminaban en divorcio en menos de un año, y concebir una vida sin Alan después de trece años de noviazgo era casi imposible de visualizar, al fin y al cabo no todo en la vida se reducía a querer al prójimo.

No era una casa especialmente grande, pero sí que contaba con bastante capacidad en el exterior. En la entrada había un gran patio donde residía un enorme ciprés. El gran grosor del tronco parecía indicar una antigüedad incluso mayor que la de la propia casa. En uno de los laterales un enorme hueco rectangular sería el lugar perfecto para un proyecto de piscina donde ambos nadarían desnudos alejados de vecinos chismosos. Atrás contaba con un pequeño espacio de tierra apta para crear su propio huertecito ecológico con acceso directo a la cocina. Las habitaciones daban al lateral opuesto y contaban con unos enormes ventanales para disfrutar de los últimos rayos de sol antes del anochecer. La idea sería estupenda, sobre todo en invierno, cuando agradecerían tener esas cristaleras que almacenarían el poco calor del día. El resto del jardín necesitaba una poda de las malas hierbas que se enredaban ferozmente sobre los muros.

Helen estaba más que encantada de tener toda la casa en una sola planta, así cuando fueran dos ancianos con problemas artríticos no tendrían problemas en subir y en bajar las escaleras. Tenía visión de futuro, un futuro a su lado como siempre deseó, y eso siempre es un buen comienzo.

—Mira, esta habitación más pequeña podría ser tu consulta. Podrás decorar todas las paredes con tus dichosos diplomas de los que tanto presumes —le sonrió y le besó en la mejilla.

A veces solía gastar pequeñas bromas respecto al «gran perfecto doctor que era». Y por más que intentara bromear sobre ello, no dejaba de ser una realidad. Alan era de lo mejorcito que se graduó en la universidad, de ahí que en tan poco tiempo consiguiera el empleo, aunque no fuera en la gran ciudad de Providence como siempre idealizó.

Simplemente le pareció aquella muy buena idea.

—Por cierto, ¿no tenemos garaje? No lo he visto…

—El fantástico chico de la inmobiliaria olvidó la copia en su oficina, pero prometió traerla el lunes por la mañana. Aun así, hay una palanca por debajo de la cerradura con la que, si la giras y empujas hacia arriba, se puede abrir la puerta. Los muelles están algo oxidados y chirrían demasiado, espera te lo voy a mostrar —dijo Alan con convicción.

Y es que una casa sin garaje era como un jardín sin plantas.

—Está justo a la derecha de la puerta principal, pero te advierto, no es el típico garaje con su puerta típica de garaje. No tiene comunicación directa con la casa, pero bueno, había pensado que podríamos usarlo para meter trastos viejos o incluso leña para la chimenea. Sabes que tenemos una, ¿verdad?

La cara de Helen cambió por completo y parecía que todos aquellos tormentos que le entumecieron el cerebro por momentos parecían no haber existido. Aquella estructura metálica provista de una rejilla que emanaba una gran fuente de calor había hecho que se olvidara parcialmente de todas las inseguridades y de todas las incertidumbres. Uno de sus mayores placeres era comer castañas asadas en el fuego en los días de otoño, mientras una gran manta la cubría hasta el cuello. Vería una película apoyada sobre el hombro de Alan, mientras se refugiaba del frío y de las importantes nevadas. Sería una asombrosa idea, pero quedaría justo ahí, en el lugar donde se fabrican las ideas, quedando encerrada, no viendo jamás la luz. Todo ese compendio ideal, junto con el de formar la familia perfecta que siempre deseó, se desvanecería en unos días. El terror que estaría aún por venir y que quedaría marcado para siempre en Shelby Dinks, un dolor imposible de sostener, no estaba entre aquellos planes soñadores.

4 Shelby Dinks. 20 de octubre del 2000

—¡Chicos, dejad de discutir de una vez! ¡Vais a conseguir que tengamos un accidente! —exclamó Hannah frunciendo vigorosamente el ceño que se dejaba ver por el retrovisor interno del vehículo sosteniendo con firmeza el viejo volante forrado en cuero.

—¡Haz que cierre el maldito pico! ¡No puedo soportarlo más! ¡Mis oídos van a explotar! —resopló Fara que los cubría fuertemente con las manos mientras cerraba los ojos al mismo tiempo.

—¡No puedo hacer más de lo que hago, este bicho no entiende nuestro idioma! —se defendió Paul, el pequeño de los Becker, arreglando por la esquina una vieja sábana oscura que cubría la jaula casi por completo.

Fara no podía contener más la angustia que le producía aquel animal. Los sonidos se le clavaban como alfileres en lo más profundo de su ser. Eran discontinuos y muy agudos, una frecuencia ferozmente arrítmica. No daban tregua a una pequeña recuperación. Con cada uno de ellos el ritmo cardiaco se hacía notar y la respiración acelerada se convertía en el denominador principal. Estos cotorreos eran motivo habitual de disputas entre ambos hermanos en las que la inminente mediación de la madre solía ser de vital importancia. Los descansos de la tarde se hacían casi insoportables y mucho más poder dedicarle horas al estudio después de clase. En cualquier caso, la convivencia familiar se hacía insostenible cada vez más, entre otros muchos por este problema.

Fara abrió su mochila y saco unos cascos que conectó a su reproductor de CD de música; se los acopló a sus orejas e hizo sonar a todo volumen uno de sus singles favoritos. Este acto tan banal le permitía lidiar con los peores momentos del día; las riñas con su madre, las peleas con su hermano menor y los problemas del instituto entre otros muchos. Una fácil y cómoda vía de escape con la que evadirse del exterior y codearse con su interior, un mundo generosamente fantástico, donde todo era casi posible y donde las cosas costaban mucho menos de conseguir que en la vida real. Sacó un lápiz y un bloc y arrancó a dibujar. Tenía un talento innato, parecía que sus lienzos cobraban vida. Era creativa e imaginativa. Esos veranos que pasó cuando era niña en casa de sus abuelos, aislada de todo estímulo externo, y el eterno aburrimiento en los calurosos días a más de cuarenta grados en aquel secano, fueron más que suficientes para matar el tiempo y hacerla experta en ese campo. El fabuloso don con el que fue creciendo le ayudó a paliar el enorme problema que tenía de pesadillas desde que tiene uso de razón, disminuyendo así la frecuencia de las mismas. Solía dibujar fragmentos de lo que conseguía recordar, sueños tan aterradores que la hacían realmente estremecer, con los que esperaba obtener, sin éxito, respuestas dotadas de algún sentido. Tan solo un fino e imperceptible hilo los separaba de la realidad. Creía que este ritual la mantendría protegida y que esos fantasmas y seres, que no llegaba a identificar, no podrían jamás hacerle daño, al menos en la vida real. Pese a su gran madurez, aún en sus dieciséis primaveras recién entradas se aferraba fuertemente a esta inútil convicción.

—Ya casi hemos llegado, Joseph —dijo Paul asomándose por una esquinita de la jaula y cerciorándose de que su pequeño amigo estaba en perfectas condiciones. Era un agapornis roseicollis, con los colores muy vivos, al que cariñosamente se dirigía como su pequeño limoncillo. Este sentimiento era menos grato para Fara y desde el día que lo vio y escuchó por primera vez, lo bautizó con un calificativo algo despectivo. Lo llamaba el bizco diablo, pues tenía los ojos muy alejados de la zona céntrica del pico, justo en los laterales de la anaranjada cabeza. Aunque Paul odiaba que lo llamara así, en el fondo le hacía gracia, solo cuando estaba de buen humor. Presentaba el plumaje brillante, un color verde intenso y alargada cola en tonalidades azules y amarillas. Solía moverse con nerviosismo e inquietud. Las únicas horas del día en las que parecía no existir era cuando dormía o cuando la oscuridad se hacía dueña de todo. A pesar del duro carácter pretencioso que irradiaba, mantenía una peculiar personalidad algo asustadiza hacia todo lo novedoso y desconocido e intentaba siempre mantenerse refugiado en su zona de confort… es decir, en la zona más alta del hombro de Paul. Allí su sonido era capaz de taladrarte el tímpano y hacértelo vibrar durante varios minutos, no sin antes envalentonarse incluso si un gato hambriento quisiera satisfacer el rugido de su tripa. Estaba claro que el sonido del animal era verdaderamente desgarrador, molesto e irritante, pero tan solo a Fara se le hacía imposible de digerir, y precisamente la esperanza de vida del animal no jugaría a su favor.

El ambiente estaba un poco más calmado. Josephpicoteaba su alpiste con ansiado esmero. De vez en cuando algún que otro bache de la carretera les hacía sobresaltar de sus asientos y este estrés generado en el animal hacía que se picoteara a sí mismo arrancándose los cañones del plumaje que rodeaba su cuello mientras cotorreaba de forma aguda por el intenso dolor que esto le provocaba. No era furia, ni siquiera estaba enloquecido, simplemente era su manera poco ortodoxa de manejar el estrés. Esta conducta tan destructiva se fue volviendo poco a poco una especie de manía en el pájaro. Fueron muchos los meses de desesperación por intentar corregir este problema sin éxito, hasta el día en que un amigo de la familia, experto en este tipo de animales y criador de aves, el mismo que se lo regaló por su anterior cumpleaños a Paul, les recomendó ponerle una especie de «lámpara» de cartulina alrededor del cuello, como la que ponen a los perros para impedir que se laman las heridas, y evitar así algún disgusto innecesario. Hannah le hizo hasta en tres ocasiones aquel humillante rosco recortando parte del cartón del tetrabrik de leche, quedando definitivamente anclado al cuello de Josephcomo una parte más de su cuerpocon el que aprendió a convivir de manera ridiculizante.

Fara continuaba inmersa en su fantasía sin percatarse de que su alrededor fluía tranquilamente como el agua de un arroyo y por unos instantes parecía respirarse una paz celestial, esas que parecen infinitas en las que todo se detiene y que anuncian el principio de una verdadera tormenta.

La familia Becker se acercaba a su nuevo destino. Circulaban por una nacional de doble sentido que atravesaba por medio de una alameda, cuyas hojas de los árboles presumían de unos colores otoñales que resplandecían con los rayos de sol y se proyectaban muy vívidamente en los cristales del coche. Justo a la derecha, quedaba un enorme embalse de agua, el conocido Pantano Negro,llamado así coloquialmente, entre los pueblerinos de la zona, por los grandes depósitos de lodo y ramaje acumulado que daban como resultado un fondo tan oscuro que parecía que los rayos quedaban atrapados únicamente en la superficie. Aunque el baño allí estaba prohibido por las grandes corrientes que provocaban algún que otro susto en las épocas veraniegas, obligando a los servicios de Emergencias a intervenir, muchos eran los jóvenes atrevidos que calmaban los días calurosos de verano en sus frías aguas. Como era de costumbre en esta época del año, el clima traía consigo vientos helados y constantes lluvias que hacían que estuviese en sus niveles más altos. Un par de días atrás hubo pequeñas inundaciones por la zona por su desbordamiento, alcanzando incluso la carretera y agrietándose el desgastado y sufrido hormigón en al menos un kilómetro en línea recta, justo por donde se encontraban. Unos conos rojos del Ayuntamiento indicaban un pequeño estrechamiento hacia la izquierda, consecuencia de un pavimento anegado. Otro caballete luminoso naranja anunciaba precaución y moderación de la velocidad. A poco más de otro kilómetro pasaron el último tramo en obras y un viejo cartel de madera en letras descoloridas quedaba atrás dándoles la bienvenida al que sería su nuevo hogar… Shelby Dinks, un pueblo para vivir.

Hannah aprovechó aquel agradable silencio, de esos que son difíciles de conseguir, para conversar con sus hijos y destensar un poco más la gruesa cuerda que parecía que los amarraba a todos por el cuello hasta casi asfixiarlos.

—Chicos, sé que es complicado todo esto, mucho más para vosotros, pero aquí estaremos muy bien. Tenemos que aprovechar esta oportunidad que nos han brindado. A veces las cosas vienen de la manera que menos se espera y solo nos queda mirar hacia adelante, aunque sea con resignación. Recordad que todo comienzo es una nueva oportunidad. Os prometo que no nos tendremos que mudar nunca más. Necesitamos empezar de cero… —dijo entre un suspiro.

Los chicos quedaron en silencio, impasibles ante tal discurso. No era el primero de ellos y probablemente pensarían que, de nuevo, no sería el último. Esta era la tercera vez en un año, sin contar las innumerables veces cuando eran mucho más pequeños, que cambiaban de instituto, trabajo y hogar, o lo que ya quedaba de ello… La primera de ellas fue a finales del mes de noviembre del año pasado, justo unos días antes de Acción de Gracias. Ello conllevó no solo un estrés añadido por la preparación de la cena, en la que estuvieron únicamente los tres, a diferencia de años anteriores en la que se reunían como tradición junto a sus abuelos maternos, el señor Anthony, que así era como le gustaba que le llamaran, y la encantadora Dorothy, y sus dos tíos, hermanos de su madre, Peter y David. A este mal trago se añadió la no celebración de las Navidades junto a sus amigos de clase. La segunda vez fue a mediados de abril y sin duda fue la más violenta de todas. Fara perdió el derecho a realizar una exposición de arte en el instituto que tanto le costó preparar, día tras día, horas de trabajo y gran dedicación, producto de un esfuerzo sobrenatural. Paul también se vio perjudicado considerablemente al no poder jugar la final del torneo de baloncesto que se debutaba entre su equipo escolar y el gran rival invicto del pueblo vecino, Moon Light High School. Sin lugar a dudas fue algo muy frustrante para ambos cuando se les privó de la mayor de sus pasiones: el dibujo y el baloncesto. Todo esto fue demoledor y desencadenó una serie de peleas entre todos creando un ambiente aún más tenso de lo habitual. Finalmente, Paul dejó de entrenar y no volvió a entrar en ningún equipo, mientras que Fara no volvió a dirigir prácticamente palabra a su madre desde entonces. Su comunicación estaba basada en un sentido sarcástico y en alguna que otra ironía o simplemente acataba las instrucciones que recibía de ella con desdén.

No era cuestión de vicio o capricho de Hannah. Todo lo contrario; no pasaban actualmente por una situación socioeconómica muy buena. Aunque la verdad es que la familia Becker no había conocido otra cosa que no fuera la de vivir prácticamente al día. Los altos costes del alquiler, el seguro médico, transporte o comida eran un lujo para ellos. Contaban con alguna ayuda estatal para hacer frente a dichos gastos y con el de algún incentivo de la familia materna, pero al final se quedaba corto. La gran frustración que sentía por no darles todo lo que pensaba que sus hijos merecían y la presión de tener que llevar cada día un plato de comida a casa la agotaban mentalmente. Estaba sola al cuidado de dos niños adolescentes y esto era un gran sacrificio que ellos estaban lejos de ver. A veces incluso decía que no era una buena madre, porque, aunque cumplía con todas sus necesidades fisiológicas, sabía, y ellos eran más que conscientes, que era una madre ausente.

Aunque tenía una dilatada experiencia en múltiples empleos como el sector hostelero o en las gestorías de abogados explotadores, a sus casi cuarenta años solo podía aceptar las migajas que nadie quería, puestos muy precarios en los que la interminable jornada laboral la mantenían apartada de casa hasta el anochecer, siendo el sueldo insuficiente para hacer frente a los gastos. En otras ocasiones, tras acabar un trabajo y empezar otro nuevo pasaban varios meses y encontrar un nuevo empleo era una auténtica odisea. Todo se le complicaba aún más cuando salía a la luz su situación de madre soltera, por la que sufría la discriminación correspondiente. Todas esas entrevistas en las empresas quedaban en un «ya te llamaremos» o «creemos que podrías sernos muy útil en la empresa, pero cuando lleguen las circunstancias». Ella no decaía y persistía con ahínco la que podría ser su última oportunidad y la de toda la familia de conseguir un puesto fijo en aquel pueblo, una estabilidad para todos, un nuevo lugar para poder empezar. Hace tan solo un mes recibió contestación por carta por la que se le concedía una entrevista para un puesto de trabajo en una residencia para el cuidado de personas mayores con problemas mentales, un trabajo que sin duda le generaría una estabilidad económica, proporcionándole un sueldo lo suficientemente digno como para poder permitirse unas pequeñas vacaciones en la costa. Cuando era más joven hizo unas prácticas en un geriátrico, pero lo que verdaderamente ella siempre quiso estudiar fue Periodismo. Trabajar para un gran periódico en Nueva York siempre fue su gran sueño, descubrir la verdad y demostrar al mundo que a veces las cosas tienen doble cara. Finalmente, esta fantasía mental con la que soñaba se desvaneció por completo como arena del desierto que se desvanece durante la caída por un acantilado. Así sin más. De un día para otro justo tras recibir una terrible llamada de teléfono que jamás imaginaría. Ahora ya no luchaba por un sueño, ahora lo hacía por el día a día y sin embargo esto era mucho más duro.

Pasaron ya un buen rato en el Volkswagen azul, un regalo familiar que les dejaron, digamos que en herencia. De un primo pasó a un vecino y del vecino a su padre. Finalmente, ella se hizo con él porque el señor Anthonyno estaba dispuesto a dejarle su Gran Ford, por lo que prácticamente aprendió a conducir con él. Aunque era un coche bastante viejo, rodado por varios condados y con unos cuantos kilómetros de más, era un modelo bastante robusto de finales de los setenta, que todavía arrancaba y les permitía cubrir alguna que otra pequeña necesidad. No era nada del otro mundo, pero al menos no se dejaba el sueldo en transporte público y con un motor de algo más de cien caballos de potencia podía mover el coche airadamente con la menor amargura posible.

Con aburrimiento Paul miraba el paisaje a través de la ventanilla mientras mantenía la cabeza apoyada sobre el cristal. Siempre buscaba algún que otro quehacer que le mantuviera despierto, al acecho de captar cualquier cosa interesante y en este viaje pasaba justo lo contrario; era muy monótono. Pero en poco tiempo tuvo la suerte, o la tan mala suerte, de que algo captara todos sus sentidos. Contempló cómo algo a lo lejos, a lo que no llegó a identificar nítidamente, se movía entre unos arbustos.

«¡Un jabalí!», pensó. Pero los jabalís no son tan altos y tampoco suelen dejarse ver normalmente por el día a simple vista. A medida que se acercaba pudo divisar una forma más nítida y concreta. Sin saber muy bien por qué, comenzó a sentir un escalofrío que le recorrió todo su cuerpo. Empezó desde las piernas hasta la parte posterior de la cabeza, como si fuese un hormigueo. Su piel se le erizó por completo.

«¡No puede ser! Igual es una persona», se respondió a sí mismo. Incluso llegó a creer que se trataba de un vagabundo oculto entre los matorrales. Pero no parecía ser alguien necesitado. Más bien justo todo lo contrario, alguien que no quería dejarse ver. Se percató claramente de que aquello extraño o ese alguien lo miraba por unos segundos fijamente mientras seguía con la mirada alejarse al automóvil hasta que por fin lo perdió de vista. Todo ocurrió bastante rápido. Pero ocurrió.

—¿Lo habéis visto? —dijo Paul dando un bote en el asiento.

Volvió a mirar, pero el coche estaba ya lo bastante lejos como para no ver algo más que el humo negro del tubo de escape que se desprendía con facilidad con cada pisoteada fuerte al acelerador.

—¡Fara, dime que lo has visto! ¿Fara?

Ajena a todo, su hermana se quitó los cascos y cerró el bloc.

—¿Qué pasa, Paul? ¿Has vuelto a soñar despierto? —dijo ironizando.

Observó la expresión de espanto del rostro de Paul. Pareciese que acabara de ver un fantasma, o algo mucho peor. Estaba desconcertada.

—No, Fara. Lo que yo he visto no ha podido ser más real. Había alguien o algo oculto entre la maleza. Estaba… ¿cobijado? Parecía asustado o no sé… me ha dado mala espina. Incluso se quedó petrificado cuando me vio…

No era un chico especialmente asustadizo, todo lo contrario. Solía ser independiente y armarse de valor cuando las cosas se ponían feas. Aunque sí que es cierto que otras veces recurría a Fara. La sentía protectora, algo muy normal después de pasar mucho tiempo juntos. Su madre solía trabajar muchas horas seguidas para conseguir pagar los alquileres y ganar algún dinero extra con el que poder hacer frente a gastos venideros e inoportunos. Además, las noches eran mucho más cotizadas. Y como no podían permitirse un canguro, era su hermana quien hacía las veces de él o, más bien, de madre. Y es que hacerse cargo de un hermano de trece años… no era tarea fácil. Tan solo ella deseaba salir con sus amigas de fiesta o con los chicos de clase. Típico de los adolescentes. Lo último que le podía apetecer en este mundo era cuidar de su hermano un sábado por la noche, comer palomitas con él… y ver una peli de terror. Sin embargo, esto haría que fueran más de un trozo de pizza los que compartirían en la mesa.

—Sería un animal, Paul, por esta zona abundan muchos jabalís o, quién sabe, incluso algún perro o un ciervo…

El razonamiento con el que pretendía convencer a su hermano no causaba efecto, le sorprendía la tremenda seguridad con la que hablaba. Era raro, sí, pero convincente.

—¿UN CIERVO? ¿EN ESTA ZONA DE ÁLAMOS? —se exaltó Paul —. Parece que no has ido a clase de Biología en tu vida. Estos animales suelen estar en las montañas, más adentro en el bosque. No en este tipo de vegetación… No, estoy seguro, era alguien humano, o al menos eso creo… he pensado que quizás era algún mendigo… pero… ¿por esta zona? ¿Acaso los mendigos no están en la ciudad para que la gente los ayude?

Estaba convencido de que no era alguien muy normal. Se le vino a la cabeza que igual podría necesitar ayuda, que podría haber sufrido algún tipo de accidente.

Se le encendió su sentido altruista, ese que cada vez va perdiendo fuerza y parece estar extinto entre la sociedad.

—Pues… ¿qué aspecto tenía? ¿Cómo era?

—No lo sé, Fara, ha pasado todo muy rápido… no lo recuerdo bien, tengo una imagen vaga y difusa… —aclaraba con poca seguridad.

—Aquí el que necesita ayuda eres tú, Paul —interrumpió Hannah moviendo la cabeza de un lado a otro—. Verás qué bien nos sienta llegar a casa.

Conocía bien a su hijo. Era una gran fuente de imaginación que no paraba de emanar. Algo siempre le hizo pensar que no era como los demás, que era alguien muy especial, y no tardaría mucho en comprobarlo…

Aquellas palabras parecían no calmar al pequeño. Más bien todo lo contrario. Ya era lo suficientemente mayor como para no creer en cuentos de monstruos, fantasmas y payasos locos asesinos y la idea de que le tratasen como a los niños pequeños… le enfadaba aún más. Era muy maduro para la edad que tenía, más que el resto de los compañeros de su misma edad, y esto hacía que desentonara un poco respecto a los demás. La infinita curiosidad que sentía por prácticamente todo lo incoherente o prohibido acabaría provocando el descubrimiento de un terrible secreto y desatando el caos en la familia Becker…

—No te preocupes, Paul, sea lo que fuese ya no estará allí a donde vayamos —dijo su madre regalándole una pequeña sonrisa cargada de tranquilidad.

Paul, no muy convencido, se apoyó sobre el respaldo del asiento, resopló y se dijo a sí mismo…

—Eso espero…

5 Shelby Dinks. Noviembre de 1984. Antigua carretera de Shelby Dinks

Durante toda su vida, creyó ser inmortal, que la desgracia jamás tocaría a su puerta, dueño de un mundo ficticio capaz de controlar absolutamente todo; pero la gran mayoría de las veces ni siquiera estuvo capacitado para enderezar su propia existencia. Intuía que iba hacia el lugar correcto o, quizás, al menos equivocado, y, sin darse cuenta, en un abrir y cerrar de ojos acabó estancado en el último lugar que imaginó.

Era incapaz de pensar que la vida no era otra cosa que flashes de momentos vividos que van ordenándose en la cabeza para dotarse de sentido, algo extremadamente reduccionista, pero en cierto modo con mucho sentido. Para él eso era vivir. Agotar las existencias al máximo posible y, aunque no lo quiso así, le acarreó graves consecuencias. Una de ellas fue la gran rapidez con la que todo confluía; el tiempo, el espacio, las sensaciones… A veces las cosas ocurrían tan deprisa que apenas era consciente de ello. Bastaba solo un simple parpadeo para terminar con todo el sufrimiento, pero también con toda una eterna felicidad. De igual forma ocurría cuando conducía a toda velocidad. Pisaba el acelerador del coche hasta el fondo, hasta ver la aguja del velocímetro tumbada, con toda su atención puesta hacia ese destino al que esperaba ansiosamente llegar, esperando encontrarse con esas personas con las que compartía parte de su vida, sin prestar especial atención a lo que iba dejando atrás en el camino, esos detalles que formarían parte de la experiencia, a la que ignoraba y despojaba de su importancia. Ni era consciente de la pérdida inminente a la que se exponía. Sin embargo, cuando el olor a gasolina quemada entraba por sus sentidos, se apoderaba de él como un veneno de serpiente aletargado que le envolvía en un clímax que parecía no tener fin, y le hacía olvidarse del resto. Una sensación tan placentera que le hacía estallar la cabeza y dibujar media sonrisa sobre su rostro. Era un chute de adrenalina que no tardaba mucho en desaparecer y, cuando ya se hubiera creído invencible, terminaría derrotado por completo.

Dejar este mundo, despedirse de los seres queridos, puede ser inconcebible, pero debe serlo aún más lidiar con todo el dolor y sufrimiento de los que quedarían allí esperando sentados en esa mesa para cenar con la que nunca ocuparía un asiento junto a ellos. La muerte no avisa de su llegada. No se ve venir. Es la verdadera sombra innata al ser humano. Quizás, y solo quizás, a veces es mejor que te lleve con ella, porque lo que en vida puede quedar podría ser aún peor…

Jamás pudo hacerse una idea de lo mucho que perdería en tan poco tiempo. Era muy consciente de que iba rápido, más de lo normal, pero no le importaba. Siempre solía hacerlo. Tenía la sensación de control. Esa que todos creen tener, pero que muy pocos pueden gozar. Adoraba la velocidad, sentirse vivo y lo que es más importante… libre.

Dio un gran sorbo de la lata de Red Bell que había robado junto con otros snacks hacía escasos diez minutos en aquella gasolinera de mala muerte. Algo sin importancia. Apenas tocó a ese viejo. Solo un empujoncito contra el mostrador ante su negativa a darle un par de dólares que contenía la caja. No era precisamente uno de esos ladrones encapuchados que disparan a bocajarro a las personas o que las golpeaban enloquecidamente con ánimo de hacer daño gratuitamente. Mucho menos un asesino. Quería pasarlo bien, divertirse, pero, sobre todo, sobrevivir. ¿Qué hay de malo en ello?

Volvió a dar otro buen trago a la lata de refresco hasta terminar con la última gota.

Se sentía enérgico, eufórico. Aquella bebida los volvía locos, desinhibía por completo y los efectos adversos del alcohol no aparecían hasta pasado un buen rato, tiempo suficiente para mantenerlo despierto.

«¿Qué querrá decirme? Parecía importante… Estaba nerviosa, pero a la vez parecía triste. Normalmente cuando le pasa algo no duda en decírmelo sin rodeos…».

Su mente iba a cientos de revoluciones por minuto, casi o más que el propio coche, y el desgaste mental estaba empezando a dar su fruto.

Sea lo que fuese lo mantuvo en vilo desde hace un par de horas. Le dijo que fuera a verla después de cenar, que necesitaba contarle algo muy importante. Pero por más que pensaba de qué se trataba no podía imaginarse.