Los últimos días de los hombres perro - Brad Watson - E-Book

Los últimos días de los hombres perro E-Book

Brad Watson

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Beschreibung

Los perros de este libro puede que sueñen con viajes espaciales, con bailar alzados sobre las patas traseras, dormir bajo sábanas sedosas, quitarse el abrigo de piel al caer la noche y hacer el amor cara a cara. Sus amos, en cambio, sueñan con huesos, con mear al pie de las farolas, con lamerse los genitales, la caza, el bosque, el premio, el olor de la sangre y los rastros de su especie. Humanos que perseveran en su empeño de no claudicar, amordazados por los rigores de la vida doméstica, la vida ajardinada de cita puntual con el dentista, semáforos, facturas, saludo al vecino y césped impoluto. Siempre en connivencia con sus perros, secuaces o cómplices, testigos mudos y víctimas involuntarias del ansia de libertad y la nostalgia de lo indómito, el frágil equilibrio entre la necesidad de contacto humano y la tendencia al abandono y la crueldad. Cuando, al fin y al cabo, unos y otros anhelan lo mismo: comida, refugio y compañía. A veces, no más que la limosna de una caricia. «Un libro para aquellos de nosotros a quienes nos gusta que los perros sean perros y la gente, gente. La prosa de Watson es fresca y vigorizante, como un amanecer en plena temporada de venados.» PINCKNEY BENEDICT

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BRAD WATSON (1955-2020) nació en Meridian, Mississippi, en lo que fuera el último territorio cedido al gobierno de Estados Unidos por la nación choctaw tras la firma del Tratado del Arroyo del Conejo Danzante. Una ciudad pequeña en la que, a falta de mayores distracciones, la adolescencia se dedicaba a ahogarse en cerveza, estrellar coches y motocicletas, casarse y tener hijos antes de acabar el instituto, compaginar las clases con empleos en la construcción y, como en la cara B del «Blue Yodel n°4», de Jimmie Rodgers (celebridad local), «esperar un tren». A los diecisiete, Brad, convencido de sus dotes como actor, puso rumbo a Hollywood con su mujer y su hijo. La cosa no cuajó y, tras varios empleos miserables y mucha vida de motel, acabó trabajando de basurero, recogiendo los desperdicios de las estrellas (un trabajo hecho a la medida de su misantropía). Luego su hermano se mató en un accidente y tuvieron que regresar a Meridian. Ya en casa, sin oficio ni beneficio, tomó las riendas del Crazy Horse, el tugurio de su padre, fan de Neil Young, en cuya barra solo se despachaba cerveza nacional en lata, y, en poco menos de un año, se las ingenió para hundirlo. Las cosas no pintaban bien. Al final, impelido por su familia, se matriculó en el Centro de Estudios Superiores de Meridian y asistió a un curso de literatura sureña. Faulkner, Huck Finn y Robert Penn Warren prendieron la chispa. Se hizo con una vieja Underwood, comenzó a escribir, se divorció y conoció al que sería su mentor, Barry Hannah, «el escritor más descerebrado de América», según Truman Capote. Su primer libro, Los últimos días de los hombres perro, obtuvo el premio Sue Kaufman, otorgado por la Academia Americana de las Artes y las Letras. A partir de ese éxito moderado, pudo ganarse la vida como reportero y fue rebotando de universidad en universidad, como escritor residente, hasta recabar en Wyoming, donde vivió, junto con su tercera mujer, la también escritora (y entrenadora de caballos) Nell Hanley, hasta que murió el 8 de julio de 2020 a causa de un fallo cardíaco. Llegaría a ver publicadas dos novelas y dos colecciones de relatos. Escribió de la gente y los perros que conoció. Sin simbolismos. En eso siempre fue de la misma opinión que su admiradísima Flannery O'Connor: «A veces una pierna de madera no es más que una pierna de madera».

LOS ÚLTIMOSDÍAS DE LOSHOMBRES PERRO

Brad Watson

Traducción de Javier Lucini

Título original:

Last Days of the Dog-Men

W. W. Norton & Company, Inc., 1996

Primera edición Dirty Works: mayo 2023

© Brad Watson, 1996

© 2023 de la traducción: Javier Lucini

© de esta edición: Dirty Works, S. L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Javier Lucini

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Fernando Peña Merino

ISBN: 978-84-19288-36-3

eISBN: 978-84-19288-37-0

Depósito legal: B 8934-2023

Impreso en España:

Imprenta Kadmos. P. I. El Tormes

Río Ubierna, 12 – 37003 Salamanca

ÍNDICE

Los últimos días de los hombres perro

Ojo avizor

Agnes de Bob

Una bendición

Un retiro

Bill

El velatorio

Almas afines

Agradecimientos

Para Jason, Owen, Bonniey Jeanine

«Por último, el perro..., su presencia constanteen el devenir humano, sumada a su proximidadal mundo salvaje, el alter ego del hombre mismo.»

DAVID GORDON WHITEMyths of the Dog-Man

Los últimos días de loshombres perro

De niño, mi familia tuvo siempre perros de caza, siempre perdigueros, en cierta ocasión una pareja de blueticks, y, durante seis años, entre seis y quince beagles. Pero lo cierto es que comer conejo nunca acabó de convencernos, y los requisitos de la caza del ciervo eran un auténtico latazo, así que metimos a los beagles en un redil, adquirimos un par de labradores negros y resolvimos probar suerte con los patos.

Fueron días de estrépito alrededor de la casa, los beagles armaban una escandalera de padre y muy señor mío en el espacioso redil de la parte de atrás, erguidos contra la verja sobre sus patas traseras y desgañitándose como si les estuviesen mutilando el rabo. Era su naturaleza. Por la noche, cuando me escurría sigiloso al patio, se callaban de golpe y se me quedaban mirando con aquellos ojos abultados y sumisos que se gastaban, exponiendo sus cuellos blancos a la luna. Emitían gañiditos guturales de angustia, como pollos.

Al final, los vecinos nos denunciaron y mi viejo acabó en el juzgado municipal por perturbar la paz o no sé qué vainas, y como mi madre había jurado que jamás de los jamases volvería a freír un conejo porque, una vez despellejados, decía, parecían bebés sanguinolentos, mi viejo subcontrató a los beagles y dedicó los sábados a hacer visitas perrunas, se iba a casa del tío Spurgeon para ver a Jimbo, el corredor más veloz de la jauría. O a la choza destartalada de Bud, donde vivía con la vieja Patsy y con Balls, el semental. En cuanto veían aparecer a mi viejo en su Ford, se ponían a vocear como sirenas de alerta nuclear.

Después entró en declive. Le gustaban los labradores, pero nunca les hizo mucho caso, consideraba que era una raza echada a perder, el perro oficial de la clase media. Los dejaba holgazanear a sus anchas por el porche, bajo el ventilador del techo, o correr a zancadas por el patio y el resto del vecindario, haraganes sin rumbo, y se aficionó a ver películas de guerra en la tele de su habitación, y a vagar por la casa y dirigirse a nosotros como si fuésemos vecinos, cruzaba cuatro o cinco palabras acerca del tiempo o la familia, y luego se despedía: «Que pase usted un buen día». Era un hombre que había renunciado, literalmente, a la caza. Pertenecía a la generación que emigró a la ciudad. Ya no era un hombre perro, había dejado de convivir con ellos.

En cualquier caso, no mucho más tarde, me independicé, me casé y me fui a vivir con Lois a una casa sin perros de los suburbios, un mundo silencioso que parecía estar, de algún modo, desancorado, medio deshabitado, vacío e insulso, como si el día menos pensado fuera a disolverse, primero se emborronarían los contornos y luego se volatilizaría de un plumazo como, de hecho, acabó sucediendo. Nos compramos un telescopio y nos pasamos un montón de noches en el jardín rastreando la luz fría de las estrellas y los planetas, buscando patrones, sin sospechar en ningún momento que allí arriba residían los secretos espantosamente sangrientos del vetusto corazón humano, a los que cada generación había de dar pábulo de nuevo. Los humanos no se enteran de la misa la media, es lo que yo creo, nos anquilosamos en el artificioso lado cerebral de la vida: las preocupaciones del día a día, las facturas y el árido engranaje de los empleos, las psicologías mentecatas que imprimimos en nuestras vidas como con plantilla. Un perro lleva una vida simple y sin aderezos. Es lo que es y su única tarea es afirmarse como tal. Si desea la compañía de otro perro, o pretende aparearse, las cosas pueden llegar a complicarse un poco. Pero llevan implantado el modo de resolver tales trances y el procedimiento no admite cambios. Una vez resueltos, ya en casa después de sus vagabundeos, puede que experimenten un momento de lucidez, una especie de Carga de Pickett1 a través del campo sináptico hacia las cumbres de la reflexión. Pero el momento pasa. Y, cuando pasa, los deja con una vaga sensación de desasosiego, un hocico despejado que, en una buena noche, es capaz hasta de olisquear la presencia persistente de hombres en la luna, y lo que queda del día por delante, como un desfiladero.

Que es como yo trataba de encarar los días que pasaba aquí, en este viejo caserón que ocupo ahora con mi amigo Harold, en el campo. He prorrogado mi período de excedencia en el Journal. Pero la cosa no pinta bien. Es imposible imponer ese tipo de orden y claridad sobre una vida humana normal.

El caserón es un pecio flotante al borde de un enorme pastizal desatendido en el que las únicas actividades destacables son las del ocasional escuadrón de aves aleteantes que desaparecen de la vista al zambullirse en el pasto crecido, y las de las azarosas sendas geométricas que trazan los perros, con el hocico a ras de suelo, siguiendo el rastro de las susodichas zambullidas. El porche trasero goza de unas amplias vistas de la campiña y, cuando el clima lo permite, nos sentamos ahí atrás a fumar y a beber, por las mañanas café, por las tardes cerveza y, casi siempre, un buen escocés por la noche. A mediodía, cócteles de tequila.

También está Phelan Holt, que tiene más de mastín que de hombre, un tipo al que Harold conoció en el Blind Horse Bar & Grill y al que permitió alquilar un cuarto en el rincón más recóndito de la casa. A Phelan casi ni le vemos el pelo, vino de Ohio a enseñar poesía en el centro de estudios superiores para mujeres. En su día jugó de defensa en el equipo de un pequeño centro de estudios superiores del Medio Oeste, luego derivó su violenta imaginación hacia la página en blanco y publicó un poemario sobre los grandes temas: Dios, la creación, el desbarajuste animal y el mejunje sanguinario del amor. Recorre una y otra vez, sin hacer ruido, la senda lustrosa que él mismo ha ido trazando sobre el polvo hasta la cocina para hacerse con algo de comer o de beber, luego se encierra en su cuarto y solo muy de tarde en tarde sale al porche y se mete un buen bourbon entre pecho y espalda mientras nos convida con breves conferencias elípticas a propósito de Isaac Babel, Rilke o Cervantes, fumándose plácidamente un porro que nunca comparte. A pesar de su erudición, Phelan, robusto y tirando a calvo, es un perro viejo con muy malas pulgas. Vive solo en compañía de otros, sale únicamente para ocuparse de sus movidas, apenas habla, come moderadamente y, por lo general, resulta inescrutable.

Un día Harold propuso echar la tarde pescando mojarras. Nos apretujamos en la camioneta, dejamos atrás un par de prados y enfilamos la antigua senda forestal que atravesaba la arboleda hasta la estrecha ensenada que se abría ante la amplia superficie soleada del lago. El sol cabrilleaba en finas líneas onduladas que partían desde las cabecitas de las tortugas mordedoras y las mocasines de agua que, de vez en cuando, se deslizaban como palos llevados por la corriente.

Harold sacó un bote de entre los sauces y nos adentró en el lago a golpe de remo. Una vez en el centro, nos dispusimos a pescar y arrojamos los cebos sobre lo que Harold afirmó que era el antiguo cauce, por cuyas profundidades discurría una corriente de agua más fría. El agua tenía un tinte cobrizo, como de café flojo. Sacamos algunas mojarras y unas cuantas robaletas, Phelan observaba cómo emergían restallantes del agua, doradas y plateadas, anchas y planas, arqueándose al extremo del sedal, con sus ojos enormes. Daban coletazos desenfrenados en el fondo del bote, asfixiándose por la falta de aire. Phelan dejó la caña a un lado y le dio un buen tiento a una media pinta de bourbon que se sacó del bolsillo.

—Mátala —dijo, apartando la mirada de mi mojarra—. No soporto ver cómo lucha por respirar. —Sus ojos siguieron el curso de las cabecitas de las serpientes mocasín que se deslizaban silenciosas por la superficie y el avance desgarbado de las tortugas sobre los troncos medio sumergidos—. Esas cosas son capaces de zamparse a los peces directamente del rejón. —Volvió a darle un tiento a la botellita y, acto seguido, con su mejor tono pedagógico de señor antiguo, inquirió—: ¿Somos nosotros quienes proyectamos la presencia del mal sobre las criaturas de Dios, en cuyo caso seríamos malignos por naturaleza y la historia del Jardín no habría sido más que una burda treta, o la presencia del mal es absoluta?

De su mochila extrajo una pistola, una Browning semiautomática calibre 22 que parecía una Luger alemana, y se la dejó en el regazo. Sacó también un sándwich y se lo zampó parsimoniosamente. Luego insertó una bala en la recámara, apuntó a una tortuga y disparó. La brusca detonación reverberó en el agua y fue a perderse entre los árboles. Algo parecido a una borla de humo engalanó el caparazón de la tortuga y se desmoronó del tronco. «Se me ha ido un pelín a la derecha», dijo Phelan. Apuntó a la cabeza de una mocasín que se deslizaba por la otra orilla y abrió fuego. El agua saltó delante de la serpiente, que se detuvo, y Phelan no se hizo esperar, desbarató el agua donde estaba la cabeza con tres tiros rápidos. La serpiente desapareció. El silencio, en la estela de los estampidos, regresó a nuestros oídos en oleadas. «No hay manera de saber si les das cuando están nadando», dijo examinando la longitud del cañón como si buscase imperfecciones y alzando y entornando los ojos para escudriñar la superficie del agua, al acecho de nuevas víctimas.

Harold es algo así como una prenda rescatada del arcón de la ropa con taras: descentrado, único, ligeramente escorado sobre su eje. Si fuese un perro, yo diría que es un collie sin cepillar con ínfulas de labrador color chocolate. De hecho, tiene dos perros, un sabueso enorme color canela llamado Otis y un perdiguero que se llama Ike. Al igual que Phelan, Otis es un perro socializado y se le permite entrar en casa a dormir, pero Ike se queda siempre fuera, en el porche. Al principio no entendí por qué a Otis se le concedía tal privilegio y a Ike no, deducirlo fue cuestión de tiempo.

Todas las noches, después de cenar, cuando está en casa, Harold se levanta y deja entrar a Otis, que va directo a sentarse a sus pies, junto a la mesa, y se le queda mirando, se queda mirando las manos de Harold: las manos de Harold que pellizcan un último trozo de pan de maíz para llevárselo a la boca, las manos de Harold que extraen un pitillo del paquete de Camel, las manos de Harold que juguetean con las cerillas. Y entonces, de improviso, mientras habla de cualquier otra cosa, sin comerlo ni beberlo, Harold cogerá una piltrafa de carne y la aguantará unos segundos sobre el plato, sin dejar de hablar, y notarás que Otis se pone en guardia, que le sobreviene un tembleque casi imperceptible. Entonces, Harold mirará a Otis y puede que le diga: «Otis, quieto». Y los ojos del perro se desviarán un segundo hacia los ojos de Harold para, al momento, volver a fijarse en la piltrafa, puede que apretando las mandíbulas para sorberse las babas, los ojos poco menos que cosidos a la piltrafa. Al cabo de un rato, Harold le depositará cuidadosamente la piltrafa en la punta del hocico y retirará la mano con suma lentitud, diciéndole: «Quieto. Quieto. Quieto. Otis. Quieto», canturreándoselo muy bajito. Y Otis, bizco perdido, se queda mirando embobado la piltrafa que tiene en el hocico, temblando de un modo casi imperceptible y sin osar moverse, momento que Harold aprovecha para arrellanarse en la silla y sacar otro Camel del paquete, y si Otis se mueve, siquiera un milímetro, le dice: «Otis. Te he dicho que quieto». Acto seguido, se enciende el pitillo, mira un segundo a Otis y le dice: «Otis..., ¡ahora!». Y Otis, tan veloz que ni lo ves, no es que lance la piltrafa al aire y la cace al vuelo, es que hurta el hocico de su posición, la piltrafa de carne se queda suspendida en el aire y, en un visto y no visto, antes de que pueda responder a la gravedad, Otis ya se la ha chascado y se ha puesto a mirar de nuevo las manos de Harold, igualito que al principio, como si no hubiese sucedido nada entre ellos y estuviese aguardando su primera recompensa.

Dice Harold que esa es la prueba. Si eres capaz de mantener en equilibrio la piltrafa y, en un momento de gracia, te las arreglas para zampártela, eres bienvenido. Si la piltrafa se te cae al suelo y te la comes, bueno, está visto que no eres mejor que un perro. Y a la calle que vas.

Pero lo que me disponía a contar en un primer momento es a propósito de Ike, a propósito del modo en que, cuando se le franquea el paso a Otis y a él no, Ike se pone a ladrar como un energúmeno al otro lado de la puerta, a remitir unas quejas rotundas, pensando (dice Harold): «¿Por qué deja entrar a Otis y a mí no? Déjame ENTRAR. VA». Y se pasa cerca de dos minutos, puede que incluso más, desgañitándose y, luego, sin motivo aparente, los ladridos comienzan a alterarse, ya no se trata tanto de la emisión de una queja como de una exigencia: «Soy IKE, déjame ENTRAR», de lo que se traduce que se le ha olvidado que, hace apenas un momento, dejaron entrar a Otis, y que ese era el motivo de su protesta. Y de ahí pasa a su proclamación genérica más habitual, expresada simple y llanamente porque Ike es Ike y no necesita motivos para ir proclamándolo a los cuatro vientos: «Soy IKE», que enseguida muta de un modo más notorio hasta verse reducido a un «IKE», sin más, al tiempo que se descuelga de su ego y pasa a ser «¡Ike!», cada vez con menos fuelle, meros ladridos ocasionales, la invocación normal al vacío que ejecutan los perros, gritando de tanto en tanto: «¡EH!», para ver si alguien le responde desde la otra punta de la campiña, «¡EH!», y luego oyes que se da media vuelta y se desploma sobre los tablones del porche, justo al otro lado de la puerta de la cocina. «Y he aquí», dice Harold, «el fruto de la conciencia de Ike, que, antes incluso de dejar de ladrar, se ha olvidado por completo de por qué ladra, así que se tumba y se duerme». «Y he aquí», dice Harold, como si la prueba de la piltrafa necesitase confirmación, «por qué Ike no puede dormir dentro y Otis sí».

El otro día Harold se sentó en una silla delante de la ventana de su habitación, se echó hacia atrás y, al plantar los pies en el alféizar, la ventana entera, con marco y todo, se venció con estrépito sobre los hierbajos del jardín. Le ayudé a sellar el hueco con láminas de polietileno y cinta americana y ahora la luz de la habitación goza de un efecto tamizado que resulta de lo más agradable en el frío de las últimas horas de la tarde.

En los armarios de esta casa hay ropa que no sabemos de quién es. El salón y el ático oscuro están llenos de trastos. Calefactores viejos apilados en un rincón; una canoa enorme de madera (resquebrajada) con sus remos; un juego de mancuernas hechas con ejes de camiones y llantas; un maniquí de costurera con pezones pintados en los pechos; unas viejas cañas de bambú estupendas para la pesca con mosca, ya no tan flexibles; una radio Motorola grande, de madera; una escalera de soga; una caja de revistas Life y una pila enorme de periódicos amarillentos de Mobile. Y muchísimos trastos más, imposible dar cuenta de todos.

Los cuatro rincones de la casa se inclinan hacia el centro, el punto más bajo se halla al fondo del vestíbulo. Si pones una pelota de golf en el suelo, en cualquier punto de la casa, echará a rodar e irá chocándose indolentemente con los zócalos, las puertas, los zapatos repudiados, lo mismo hasta un guante de béisbol o una alfombra enrollada y apoyada contra la pared, hasta llegar a esa depresión del alto vestíbulo vacío donde descansa la bobina de cable eléctrico colmada de ropa vieja y arrugada, como si alguien con la idea de montar un mercadillo en el jardín hubiese vaciado los cajones de la cómoda y luego se hubiese esfumado. No hay una sola puerta en toda la casa que se ajuste bien a su marco y, en más de un amanecer borrascoso, me he despertado con el crujido seco y el deslizamiento de las hojas muertas que se cuelan por el hueco inferior de la puerta principal y se ponen a rodar por las habitaciones como pequeños matojos rodantes hasta congregarse en la cocina, donde, solitarias, en parejas o en grupos reducidos, se escabullen por la puerta abierta al patio trasero y prosiguen su camino a través de la campiña. En realidad, es un despertar de lo más agradable. A veces, descuelgo la cabeza por un lado de la inmensa cama que me apropié al llegar, la de los cuatro troncos de cedro mal descortezados a modo de postes que, según Harold, utilizaban los ratones antes de mi mudanza, y veo, por la grieta que se abre entre el zócalo y el suelo, al escíncido de piel negra y resbalosa con motas rosas en plena ronda de caza. Su cabeza desaparece en la grieta y vuelve a asomar mascando algo, accionando sus largas mandíbulas sin labios.

Las puertas de la casa llevan treinta o cuarenta años sin ver un cerrojo que funcione. Harold pasa olímpicamente de la seguridad, aunque no dejan de pasar indigentes camino de Florida que seguro que utilizaban la casa abandonada como motel antes de que Harold diese con ella en los terrenos de su familia y se convirtiese en un expatriado de la ciudad porque, según dice, no quiere volver a vivir jamás en un sitio donde uno no pueda salir al porche trasero a echar una buena meada, ya sea de día o de noche.

La noche que me presenté buscando cobijo, no tuve más que abrir la puerta, porque nadie acudió a recibirme y yo no sabía si Harold estaba al fondo, en la otra punta de aquel viejo caserón (en efecto, allí estaba), o qué cojones. Pasé al vestíbulo y lo primero que oí fue un castañeteo, al momento Otis dobló la esquina de puntillas acompañado del repiqueteo de sus pezuñas, con la cola en alto y emitiendo un gruñido sordo. Y detrás Harold con su vieja 38 oxidada. Duerme con ella en un estante no muy apartado de la cama, al lado de la única bala barata que tiene, a no ser que a esta le haya dado por rodar y ande caída por el suelo.

La noche que Phelan llegó para quedarse, se cayó de espaldas al entrar y se quedó ahí tirado, mirando las sombras del viejo vestíbulo de techo alto, Otis salió a recibirle con el castañeteo de sus pezuñas y se aproximó a él precavidamente, con el pelo del lomo erizado y desplegando con fluidez los labios sobre su vieja dentadura hasta casi plantarle el hocico encima. Y luego pegó un brinco hacia atrás, ladrando con ferocidad, cuando Phelan, balbuceante, se puso a declamar como un antiguo actor trágico: «Allí, tironeándole de la garganta, una enorme bestia negra con forma de sabueso, “El Sabueso”, gritó Holmes. “¡Por todos los santos!”, mitad bestia, mitad demonio, de ojos refulgentes, con el hocico, el pelo del espinazo y la papada perfilados por llamas parpadeantes».

—Phelan —dijo Harold—, te presento a Otis.

—Cerbero, querrás decir —dijo Phelan—, mi duodécimo trabajo. —Alzó los brazos y extendió los dedos ante sus ojos—. Para el que solo dispongo de mis manos.

Así fue como Harold acabó solo: Sophia, agrimensora del departamento de carreteras, puso el ojo en Harold y se aprovechó de sus hábitos empinando el codo con él hasta que les dieron las dos de la madrugada y se ofreció a llevarlo en coche a su casa, donde lo lanzaría a la cama y lo cabalgaría como una vaquera. Me lo contó ella misma una noche, y me pidió que le palpara los muslos, duros y abultados, como si bajo los vaqueros se ocultasen las piernazas de una patinadora sobre hielo. «Estoy fuerte», me susurró al oído, alzando una ceja.