Los últimos madroños - Milagros Salvador - E-Book

Los últimos madroños E-Book

Milagros Salvador

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Beschreibung

En un alarde de poesía y una mirada limpia y a vez crítica a su Madrid natal, Milagros salvador nos entrega esta antología poética, comprometida e imprescindible, en la que se dan cita todas sus obsesiones como autora. En ella asistiremos a la ternura, la rebeldía, el placer estético y el compromiso que corren por las calles del Madrid más eterno.-

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Milagros Salvador

Los últimos madroños

 

Saga

Los últimos madroños

 

Copyright © 2011, 2022 Milagros Salvador and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392737

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

PRÓLOGO

Milagros Salvador, escritora verdadera, es madrileña, madrileña de nacimiento, de residencia y vivencias y también —creo— de vocación. Y, profesionalmente y tras realizar sus estudios universitarios —Filosofía y Letras— ha alcanzado puestos destacados en la Administración, y sus logros han sido siempre con esfuerzo, mérito y brillantez. De este quehacer suyo como funcionaria son muchas las personas que conocen su autoexigencia, su puntualidad, su eficacia, la permanente gentileza de su trato, su espíritu acogedor. Y es escritora, escritora verdadera —lo reitero— , con asidua y fecunda vocación, con amplia y diversa capacidad creadora. De ello dan testimonio sus publicaciones, de verso en su mayoría hasta ahora, con títulos como Acrostolio (Antología mínima), Del barro a la ceniza, Balaje, Espejo de la tierra, Frontera de humo, Gira nocturna, Habitando la sombra, Inevitable voz, Jornada de retorno, Kilómetro 0,…esta opulencia de de obras ya impresas hace pensar, sí, que Milagros Salvador tiene prisa en publicar, esa prisa característica suya, con la que se expresa, con la que viaja velozmente (es una viajera infatigable, por gran parte del Mundo), con la que escribe…

Pero, en la presente ocasión, no son poemas los que la escritora nos ofrece sino una larga serie de breves relatos (veintiocho) bajo el título general (¿con un punto de melancolía?)de Los últimos madroños, un título que nos lleva a pensar en escenarios madrileños, en episodios y gentes de la capital de España, como así es en efecto, vistos siempre afectivamente, en un “Madrid del corazón”, dicho con palabras de la propia Milagros Salvador en otro de sus libros, (“La memoria de las acacias”, en Kilómetro 0).

Y, en efecto, es la ciudad de Madrid, directa o indirectamente, una asidua presencia, protagonista principal a veces o secundaria otras, en las páginas de este nuevo libro que ahora publica su autora y en el que reúne una serie de relatos (¿cuentos? ¿historias reales? ¿hechos vividos? ¿recuerdos? ¿imaginaciones? ¿leves apuntes?... De todo ello hay, probablemente...) Son muchos los relatos reunidos, y muy diversos, en su extensión, en su carácter, pero hay algo que los une y es la visión afectiva, la emoción en los recuerdos, la delicadeza y la ternura tan frecuentes, aunque en algunas de las historias, quizá de fondo real y vivido, hallemos también críticas, censuras, implacable denuncia de experiencias vividas acaso personalmente.

Madrid es el fondo de muchos de los relatos que integran este libro, como ya he indicado antes, pero no el único, del mismo modo que muchos de los episodios contados pueden corresponder a experiencias y memorias personales, pero otros ser fruto de imaginación, invención o deseo. Y, sea con la realidad o mediante invención, Milagros Salvador ha escrito esta vez unas páginas muy diferentes a todo lo que hasta ahora nos había dado a conocer. Y que son de interés y valía indudables. Y de lectura muy grata en su diversidad. Como el relato inicial del libro, titulado La Carola, en el que se funden acierto evocador y descriptivo, madrileñismo, ternura, memorias de un tiempo lejano. Y en La abuela Balbina, donde se unen misterio, sorpresa…En algunos relatos apenas sucede nada, son el archivo atento y sensible de unos seres cuyas existencias transcurren monótonas, siempre iguales (acaso, muy al fondo, desalientos, tristezas)…Pero, en contraste rotundo, los dramas de la vida, así en Cometa de tres colores. O el delicioso, ejemplar testimonio de La niña que quería ser mecenas. Y las sorpresas que nos ofrecen relatos como El paseo diario, y La escritora de cuentos. Y, tan distinto como atractivo, el ardido erotismo de Más que una despedida. Y —más contrastes— la crítica implacable (¿desahogo personal?) de Sin título. Y el acierto, en fin de otros relatos cuya lectura prenderá el interés de los lectores y los conducirá a diversos lugares madrileños, como los titulados Historia de un poema, El cuadro del Casino, La Red de San Luis, El perro de fieltro azul, El loco del arco iris, El árbol que contaba historias, El banco del parque, Una historia de carnaval…

Un afán docente, aleccionador, parece inspirar otras páginas del libro, como las que llevan como títulos El periódico, Obligado protocolo, El grabado…

Existen libros cuya lectura nos lleva a imaginar a su autor en lucha dificultosa con la página en blanco, en busca desalentada de las palabras más oportunas. No es éste el caso. Leemos el libro Los últimos madroños y pensamos con facilidad en el goce de su autora al escribirlo, en las sensaciones y sentimientos que ella ha experimentado conforme iba trazando y trenzando palabras, más palabras…Un gozo que ahora podrán hacer suyo los lectores de estas páginas.

 

José Montero Padilla

LOS ÚLTIMOS MADROÑOS CUENTOS

Distinguir lo justo de lo injusto,

es el principio de la sabiduría.

Mengtse (Mencio)

LA CAROLA

La primavera había llegado adelantada, los fríos del invierno dejaban paso a una temperatura más suave y el cielo tenía un azul tan intenso que parecía anunciar una estación muy seca.

En Madrid quedaban los vestigios de la guerra, reciente todavía. Algunas casas mostraban los redondeados impactos de los obuses y otras medio destruidas yacían cercadas por escombros.

La calle de Cea Bermúdez se abría con dificultad entre terraplenes y basurales, en los que podían verse materiales de derribo y desvencijados muebles que habían sido suntuosos en otro tiempo nada lejano. Una blancuzca arena invadía las aceras. En la esquina que hace la calle con la de Bravo Murillo, en los terrenos pertenecientes al Canal de Isabel II, rodeado por una sencilla valla metálica, existía un recinto que se conocía en el barrio como “Los Jardinillos”, con pequeños paseos arbolados, con bancos de granito, entre setos alineados que recordaban el estilo neoclásico en el que habían sido diseñados. Una magnífica fuente adosada a uno de los muros del primer depósito de agua y adornada con tres hermosas estatuas de piedra, nos hacía pensar que no mucho tiempo atrás había sido un cuidado jardín.

Al otro lado, la calle de las marmolerías indicaba el viejo camino del cementerio de “La Patriarcal” o de Vallehermoso, que los madrileños llamaban irónicamente “El de las calaveras”, como si fuese el único que guardase tan raras reliquias, cerrado desde el último bombardeo, sirviendo el lugar para vivir a familias sin casa, y algunas que la habrían perdido recientemente. En la rotonda de la entrada se podían ver cuevas excavadas en la tierra habitadas durante algún tiempo con sus entradas ennegrecidas por el humo de las improvisadas chimeneas hechas con latas viejas. Algunas columnas semiderribadas y algunos arcos incompletos, seguramente pertenecientes a los mejores panteones, guardaban en sus piedras la memoria que se había resistido a morir.

Pero como todos los años la primavera había llegado renovando la vida y algunos sueños, y los niños de Chamberí volvían a sus Jardinillos para jugar sin que les agobiase el limitado espacio de sus casas. Al lado de la puerta, desde las primeras horas de la tarde estaba La Carola.

La Carola era una mujer de unos cuarenta años, o algunos más, tan delgada, que su piel parecía tener la sola misión de sostener sus huesos, su cara era estrecha, con los pómulos angulosamente salidos, su nariz perfilada, su boca ajada y levemente fruncida en el centro de los labios y sus ojos hundidos y oscuros como el fondo de un pozo sin luna, pero con unas pupilas tan brillantes que parecía que dos lágrimas protegían constantemente su mirada. Tenía el pelo veteado, más canoso que negro, cortado irregularmente por encima del cuello y sujeto detrás de las orejas por dos horquillas un poco roñosas.

Su figura de aspecto envejecido tenía un aire de sombra quijotesca, y aunque sus movimientos no eran bruscos, parecían tan mal articulados como los de una marioneta. Vestía una bata negra pardusca, que el tiempo había deslucido, el talle cortado nos señalaba la cintura y unos zapatos negros y viejos con las majuelas cuarteadas y unas gruesas medias completaban su atuendo.

Se decía de ella que había sido miliciana, o más certeramente mujer de un miliciano, por lo que había pasado unos años en la cárcel.

Ahora, con su pequeña cesta de mimbre, que sujetaba por el asa y apoyaba en la cadera, vendía pipas y caramelos, regaliz, chufas, paloduz 1 y algún que otro pirulí, de color rojo, verde o amarillo. Cinco céntimos eran suficientes para comprar algo a La Carola.

 

Desde que se abrían “Los Jardinillos” hasta que se cerraban al atardecer, La Carola permanecía sentada al lado de la verja sobre la piedra de granito que servía de contrafuerte a la puerta principal. A veces entraba en el parque y paseaba su cesta entre los corros de niñas y se quedaba a contemplar sus juegos, o seguía a los niños en sus ingenuos escondites, simulando no saber donde se encontraban cuando le preguntaba el que tenía que ir a buscar a sus compañeros.

En otras ocasiones, dejando su cesta a un lado, se sentaba en la tierra intentando acomodar sus esqueléticas piernas y rodeada de pequeños les contaba alguna historia para que respetasen las plantas, mientras los niños la escuchaban con los ojos muy abiertos, como si se tratase del más maravilloso de los cuentos.

Casi todo el mundo la tenía por loca, su figura esperpéntica, sus movimientos poco coordinados y acaso su pasado habían colaborado en ello, pero los niños acudían a ella para acabar sus peleas, cuando se caían, o cuando recibían algún azote por sus travesuras. La sentían cercana, a pesar de su figura, amiga de perdidos perros y hambrientos gatos de la zona y ponían en ella su confianza.

Como todos los días, las menguadas luces del atardecer ponían punto final al tiempo de juegos y el silbato de un guarda anunciaba que todo el mundo debía abandonar el parque. La noche tranquila y poco iluminada parecía invitar al descanso. “Los Jardinillos” se quedaban solos. Escasísimos coches y el tranvía número 6 que iba desde Cuatro Caminos hasta Galdo, con el lastimero zumbido de su trole, eran los únicos que rasgaban el silencio.

Durante el verano y el otoño, el parque se veía frecuentado a diario, sirviendo de expansión a los vecinos, pero el frío invierno de ese año y una labor de desescombro de la zona, hizo que el parque estuviera cerrado durante algunos meses.

Pero como cada año, la primavera volvió a su encuentro con las ilusiones; los árboles reverdecieron, las ramas dejaron espacio a sus brillantes yemas, los incipientes rosales se rodearon de capullos y entre los setos recién cortados se alegraron los estrechos paseos con el bullicio infantil. Todo parecía comenzar de nuevo, pero La Carola no volvió a su cita con la primavera. Los días de mayo se sucedían y el mes de junio iba dejando paso a unos calores más propios del verano. Pero La Carola con su cesta de mimbre y su mirada oscura y brillante no volvía. Algunas personas preguntaron por ella extrañados, pero nadie pudo responder.

—¿Dónde compraremos ahora las pipas? —decían los niños—, ¿quién les defendería en sus peleas y quién acariciaría a los perros sin amo y buscaría un poco de comida a los hambrientos gatos de las calles cercanas?

El silbato del guarda ponía fin a la jornada, en el cielo se desvanecía el brillante color de rosa camarina que adornaba las nubes. El farolero daba luz a los primeros faroles de la calle, con su larga barra de hierro chispeante en la punta, y las pequeñas lenguas de gas azul que empezaban a latir entre los cristales comunicaban un aspecto más íntimo al silencioso parque, mientras se iba oscureciendo el perfil de los últimos madroños con las sombras del atardecer.

Al lado de la entrada, el poyo de ladrillo y piedra que servía de contrafuerte a la puerta principal, quedaba vacío, como un pequeño pedestal, acaso como un símbolo o como un anónimo homenaje a su memoria sin estatua.

LAS MANECILLAS DEL RELOJ TIENEN LAS ARISTAS AFILADAS

Eran las siete en punto de la mañana. El despertador había dejado de sonar en ese momento y parecía que en el aire quedaban aún las últimas vibraciones. Elvira hizo ademán de levantarse de la cama con un suspiro como de resignación y esperó unos minutos. ¡Las siete de la mañana! Tenía la sensación como si solamente hubieran pasado dos o tres horas desde la noche anterior, y separando la manta de un tirón, alargó la mano para alcanzar su bata azul que siempre dejaba encima de una pequeña silla tapizada con tela estampada de flores, haciendo juego con el color de las cortinas.

Se dirigió a la cocina frotándose los ojos con las manos, y como todos los días, comenzó a preparar una taza de café. Era la forma de terminar de despertarse.

Miró por la ventana, aún no había amanecido y el frío se anunciaba en el opaco color de los cristales. Elvira se dirigió al pequeño cuarto de baño. Era un acto de valentía diaria, el frío de los azulejos parecía traspasar la carne, abrió el grifo, y pasados unos minutos, el vapor del agua empañó el espejo y calentó un poco el ambiente.

Envuelta aún en la toalla, salió hacia la cocina. Estaba tan acostumbrada a esta rutina, que sus movimientos eran los de una autómata. Después de desayunar y hacer la cama con displicente estilo, sacó del armario una falda de cuadros y se la puso. Entre varios jerseys amontonados, eligió el más oscuro y después de contemplar unos momentos su figura en el espejo, buscó los zapatos bajo la mesilla. Al ponérselos comprobó que las tapas estaban desgastadas, pero pensó que aún aguantarían un día más, porque no tenía tiempo de pasar por el zapatero, así que tendría que esperar su tarde libre.

Coloreó sus mejillas, se peinó, como no dando importancia a su corta melena y se puso su abrigo color verde manzana, amplio de hombros y con las mangas cogidas en los puños. Se colgó un bolso de bandolera y echando una mirada a su alrededor, apagó las luces y salió de casa poniéndose unos guantes marrones bastante usados.