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Miguelito es un niño, que acompañado de su gato Rodolfo no concibe la vida sin los aparatos electrónicos, pero un día conoce los libros en papel, y empieza a descubrir los cuentos clásicos. Miguelito conoce otras formas de vida, de la mano de su abuelo Claudio y su abuela María. Los Viajes de Miguelito, son un viaje al despertar de un niño a través de los libros y dos personajes entrañables que son sus abuelos; un homenaje a las personas mayores que tanto han hecho por nosotros. La abuela María es la encargada de cultivar en su nieto el amor por el arte, la naturaleza y los animales. Con el abuelo Claudio Miguelito viaja a África, y descubre a su tierna edad, la solidaridad, y la vida tan diferente que vive un niño por haber nacido en una parte u otra del planeta.
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Seitenzahl: 104
Veröffentlichungsjahr: 2022
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«El Hada Acaramelada, de pequeña atolondrada, pues soñaba con ser Hada de cucurucho y varita. Su madre doña Rosita, dándole beso tras beso, le dijo: ¡Nada de Hada, que ya no se lleva eso!».
Gloria Fuertes
Prólogo
Miguelito y el extraño objeto
Guillermo y los músicos de Bremen
Miguelito y el duende de la música
Miguelito y el señor Cifuentes
Miguelito se va a África
Miguelito llega a África
Miguelito va a la escuela
El disgusto de Miguelito
Miguelito y la solidaridad
Miguelito va por agua
Miguelito se va de África
Miguelito y la infancia
Rodolfo y el gato Pirracas
Miguelito y Cattleya
Miguelito y la isla de Cuba
Miguelito y la isla misteriosa
La emoción de la abuela María
La receta de la prima Susana
La esperanza en los niños
Infancia
Había una vez un libro
Mi querida escuela
No me quiero casar, soy una niña
Infancia sin trabajo infantil
Indispensable para la vida
Nota de la autora
Colaboradores
La autora
La autora desarrolla con maestría una obra deliciosa en donde nos adentra de manera sutil al mundo de las necesidades de los niños en el tercer mundo. Se trata de un libro cuyas historias nos hacen conectar de inmediato con los dones que como seres humanos llevamos dentro para ayudar a otros. Se trata de una obra repleta de relatos divertidos, dulces, tiernos y a la vez crudos. Una encantadora manera de hacernos conocer realidades duras, y distintas a las nuestras, que a su vez nos hacen valorar lo que tenemos. El entrañable personaje Miguelito, un niño occidental, descubre de la mano de Rodolfo, su gato, como es el diario vivir de los niños africanos; lo hace insertándose en esa cultura, conviviendo con ellos y describiéndonos interesantes y también tremendos detalles.
Un libro para niños y adultos, para disfrutar en familia, o para leerlo cuando estamos solos, y andamos buscando respuestas profundas acerca de donde podríamos ser útiles, o para qué estamos en este mundo; porque cada pequeña historia de este ejemplar va elevando nuestro espíritu hasta hacernos reencontrar con nuestro yo íntimo. Un relato que no nos deja con el dolor adentro, sino que nos muestra el camino de salida. Nos hace preguntas y a la vez nos da respuestas. Descripciones para disfrutar, para crecer, para aprender y conocer, para ser mejor persona. Ideal para enseñar a nuestros pequeños las distintas realidades que viven los niños de otros continentes.
Sandra Ovies nos ha dejado un compendio de sabiduría, para leerlo hoy, mañana y siempre. Porque las necesidades de los seres humanos siempre existirán, pero también existirán las personas que tomaran la posta y buscaran soluciones.
Amor universal, costumbres ancestrales, belleza natural, solidaridad, pulsión de vida, persecución de sueños. Todas palabras se le harán carne al lector a medida que avance en la lectura.
Viviana Rivero
Miguelito, a sus siete años, vive pegado a la tablet, teléfono móvil, ordenador o cualquier aparato electrónico. Miguelito vive con sus padres y su hermanita Raquel, de ocho meses, en una bonita casa a las afueras de la ciudad, y tiene un compañero inseparable, su gato Rodolfo. Rodolfo llegó a la familia cuando Miguelito cumplió un año. Fue el regalo de la abuela María y a la mamá de Miguelito no le hizo ninguna gracia, pero ahora es un miembro más de la familia. Por regla general, Miguelito es un niño tranquilo, sociable y bien educado. No tiene la nariz metida en el teléfono móvil de continuo como sus amigos, de vez en cuando habla, levanta la cabeza, sale a jugar al jardín con Rodolfo y sociabiliza, pero una tarde hace un descubrimiento que cambiara su vida...
La mamá de Miguelito había invitado a merendar a unas señoras de la Asociación para Ayudar en África, para organizar la gala benéfica para recaudar fondos. A las 17:30 horas, Miguelito estaba ataviado con traje, pajarita y aleccionado por su mamá de no utilizar ningún aparato electrónico durante la merienda. Tenía que estar quieto, callado, sonriente y encantador con las señoras que no tardarían en invadir su casa. Y la invasión comenzó, el timbre no paraba de sonar; Rosaura no daba abasto a acomodar a las visitas y traer las bandejas repletas de dulces desde la cocina. Miguelito se sentía tan fuera de lugar que buscaba el apoyo de su incondicional amigo Rodolfo, pero su madre lo había encerrado en el jardín trasero. Todo eran aspavientos, pellizcos en las mejillas y besos de señoras, que a los ojos de Miguelito, eran horrendas y sonaban como las cacatúas que había visto el otro día en la visita que su clase había hecho al zoológico.
«¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Qué tal en el colegio?», y así una tras otra se repetían las mismas preguntas. Miguelito estaba harto de lo que él consideraba preguntas estúpidas. Ser un niño no significaba ser idiota. De repente se acordó que había logrado esconder el teléfono móvil de su madre cuando esta salió un momento del salón para dar indicaciones a Rosaura. Miguelito lo sacó del bolsillo trasero del pantalón, y todo tuvo sentido. Hipnotizado por la pantalla, Miguelito, ni veía, ni escuchaba nada de lo que sucedía a su alrededor. Fue una suave caricia y la severa mirada de su madre lo que hizo que apartara la vista del teléfono. Con dulzura, su madre lo tomo por los hombros y con voz severa lo envió al piso de arriba quitándole el teléfono.
Miguelito se sentía desamparado en su habitación, sin ordenador, tablet, ni teléfono. Comenzó a dar vueltas por la habitación con las manos en los bolsillos sin saber qué hacer. Un sonido de arañazos que parecía llegar de la ventana hizo que se volviera y viera a su fiel amigo peludo, Rodolfo, pedirle que lo dejara entrar. Nada más abrir la ventana, Rodolfo se lanzó a los brazos de su joven amigo para saludarlo y dejarse caer en el suelo para echar a correr en dirección al desván. Miguelito siguió a su fiel amigo. El desván era un lugar amplio y ordenado con una gran claraboya en el techo. Los ojos de Miguelito se extrañaron al ver la pared que estaba vestida con una enorme estantería repleta de unos objetos extraños. Con curiosidad Miguelito cogió uno de aquellos objetos y comenzó a mirarlo sin saber qué hacer. No era táctil, no tenía para enchufarlo y al tocarlo era blando, lo abrió y había hojas finas que contenían dibujos, letras, y mapas. Desprendía un olor raro y desconocido para Miguelito; le agradó esa sensación. Era algo nuevo y distinto para él, tener ese extraño objeto entre las manos. Unos pasos en las escaleras alertaron a Miguelito, era su abuelo Claudio.
Miguelito, con el extraño objeto entre las manos, miró aliviado hacia las escaleras al comprobar que era su abuelo quien entraba en el desván. No quería otra reprimenda más de su madre.
—Abu, he encontrado esto, señalando la estantería y el objeto que tenía entre las manos.
—Has encontrado mi tesoro. Has hecho un gran descubrimiento. Son libros.
—¿Y para qué sirven?
—Son unos excelentes amigos que nunca te fallan. Te permiten viajar, conocer lugares y gente. Aprendes cosas nuevas y alimentan la imaginación.
Miguelito miró con ojos incrédulos a su abuelo, era imposible que aquel extraño objeto hiciera todo aquello. Justo cuando iba a preguntarle a su abuelo que era aquello que tenía en las manos con mapas, acertó a leer en su portada Atlas de África .; la voz enfadada de su madre lo interrumpió. Claudio con presteza tiró de Miguelito hasta las escaleras, seguidos por Rodolfo, al tiempo que a Miguelito se le caía el libro de las manos. Con curiosidad, Miguelito miró el libro tirado en el suelo y con una media sonrisa le dijo, «un hasta pronto». Tenía que comprobar que lo que le había dicho su abuelo de aquellos extraños objetos, llamados libros, era cierto.
Miguelito sabía que ese día por la tarde su mamá tenía visita de su amiga Piluca. Una mujer delgada como un fideo y con un color de pelo amarillo que, a Miguelito le recordaba la mazorca de maíz que a veces comían cuando a su mamá le daba por hacer una cena americana, con hamburguesas.
A Miguelito, Piluca no le caía del todo mal, y tenía un hijo de su misma edad que era divertido. Guillermo era un niño rechoncho, que adoraba las gominolas y demás chucherías que la mamá de Miguelito no le dejaba comer. Guillermo no hablaba mucho, bueno, más bien nada.
Cuando iba a su casa, mientras que sus mamas merendaban, y hablaban de lo gorda y lo mal que le quedaba el último corte de pelo a la mamá de Gonzalito y Luisito, ellos subían a la habitación de Miguelito y jugaban con el último videojuego que le había traído su papá. Así se pasaban horas hasta, que Rosaura los llamaba para merendar; y como dos autómatas bajaban sin mediar palabra, solo se veía entusiasmo en la cara de Guillermo cuando veía ante él una gran y humeante taza de chocolate con un buen trozo de bizcocho.
A las cinco en punto sonó el timbre. Allí estaba Piluca y Guillermo en el umbral de la puerta. Piluca lucía un chaquetón de piel que abultaba más que ella, y que a Miguelito se le antojó que se parecía al oso que había visto en la última visita al zoológico. A su lado Guillermo con su inseparable teléfono móvil, del que no apartó la vista ni si siquiera para entrar. Tras los saludos de rigor, el odioso pellizco en la mejilla y el protocolario, «estás más alto Miguelito», las mamás entraron en el salón donde Rosaura había servido el té. Con voz anodina, la mamá de Miguelito los invito a subir a la habitación de este a jugar. Guillermo siguió a Miguelito sin apartar la vista del teléfono, y al entrar se dejó caer en un enorme puf que estaba colocado junto a la ventana.
⎯¿A qué estás jugando? ⎯Preguntó Miguelito desde el umbral de la puerta.
— Los vengadores —respondió Guillermo sin apartar la vista del teléfono, al tiempo que sacaba del bolsillo de la chaqueta una bolsa de gominolas. Cómo respuesta, Miguelito se sentó en la cama mientras acariciaba a su fiel amigo Rodolfo que ronroneaba a su lado y lo miraba con curiosidad.
⎯¿No vas a jugar a nada? —preguntó Guillermo con la boca llena de gominolas.
—Sí contestó Miguelito sin mucho entusiasmo, y con desgana encendió el portátil que le habían regalado por su cumpleaños.
Un ensordecedor silencio se hizo en la habitación, solo interrumpido por el sonido de las teclas de los aparatos electrónicos al ser apretujadas. De repente, Miguelito dijo algo que escandalizo a Guillermo.
—Me aburro.
⎯¿Cómo? ¿Qué has dicho?
⎯Qué me aburro.
⎯¡Pero si tienes la última versión de Los asesinos del espacio! ⎯Exclamó Guillermo, mientas, se disponía a dar un gran mordisco a la chocolatina que tenía en la mano.
Miguelito, sin responder, se levantó y desde el umbral de la puerta invito a Guillermo a que lo siguiera. Guillermo lanzó un bufido, y con trabajo se levantó y siguió a Miguelito por unas estrechas escaleras que conducían al desván.
⎯¿Qué es esto? ⎯preguntó Guillermo con desgana.
⎯Mira ⎯dijo Miguelito, al tiempo que señalaba la pared repleta de libros.
Guillermo paseó sus pequeños ojos por la pared sin inmutarse.
⎯Creo que se llaman libros y nuestros papás los leían.
⎯Pero son divertidos ⎯dijo Miguelito mientras cogía uno al azar y se sentaba en el suelo.
Guillermo se sentó de mala gana al lado de Miguelito, y dio un mordisco a la chocolatina que tenía sin terminar. Miguelito fijó la vista en el libro que había cogido, y vio a un grupo de animales con instrumentos musicales en la portada. Más arriba pudo leer: Los músicos de Bremen 1, y con voz entusiasta, comenzó a leer:
«Había una vez un campesino que tenía un asno. Durante mucho tiempo le había servido para llevar los sacos de trigo al molino, pero el asno se empezó a hacerse viejo e inservible y el amo pensó en deshacerse de él. El asno no era tonto, y como sabía de las intenciones de su amo, se escapó rumbo a Bremen para tratar de hacer carrera como músico, ya que el animal tocaba el laúd.
En su camino se tropezó con un perro cazador que jadeaba agotado.
—¿Todo bien amigo?
-—Sí, sí tranquilo. Intentaba escaparme de mi amo, que quiere matarme porque soy viejo y ya no le sirvo para ir de caza.