Un Espejo Azul - Sandra Ovies Fernández - E-Book

Un Espejo Azul E-Book

Sandra Ovies Fernández

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Beschreibung

¿Crees en el amor a primera vista? No, seguro que eres demasiado sensato para eso. ¿En alguna ocasión has visto a alguien y has sabido que, si esa persona te conociera bien, seguro que abandonaría al modelo perfecto con el que estuviera, y comprendería que tú eras el único con el que quería empezar? El destino a veces es caprichoso con nosotros. Los personajes de esta historia se ven inmersos en un torbellino de emociones, vapuleados por el antojadizo destino, y todo ello en los inigualables parajes norteños españoles.

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Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice

Dedicatoria

Nota de la autora

Una noticia inesperada

Una tarde cualquiera

Confidencias

Ariel

Misión cumplida

Historia de un amor (I)

Historia de un amor (II)

Alma de papel

El encanto de Vetusta

Cudillero

Adriana

Un día de pesca

Un día de lluvia

El regreso

Corazón roto

Juntos

El encuentro

Una tarde de otoño

Creta

Cosme

Lucrecia y Cosme

Salma

Salma y Cudillero

Dedicatoria

A mis padres Arcadio y Esther. Dos personas extraordinarias, que han hecho de mí la persona que soy. Gracias por vuestro amor incondicional, y por los valores que me habéis inculcado.

«Que alguien te haga sentir cosas sin ponerte un dedo encima, eso es de admirar».

Mario Benedetti

Nota de la autora

Amigo lector, este libro es una redición de El Espejo Azul. Encontrarás pequeños cambios, pero el libro es el mismo.

El Espejo Azul nació con mucha ilusión, pero por circunstancias no tuvo el camino que tenía que haber tenido. Ahora he decidido volver a reeditarlo con pequeños cambios como el título y el subtítulo, y pequeños cambios de estructura.

¡Feliz lectura!

Una noticia inesperada

El campo de San Francisco se está comenzando a vestir de primavera. Las suaves temperaturas de las últimas semanas anunciaban que el invierno poco a poco se iba alejando. Un tímido sol comenzaba a abrirse paso entre unas gruesas nubes, los árboles comenzaban a vestirse de verde y unas tímidas y sencillas margaritas salpicaban el cuidado césped.

Adriana miró el reloj, las 16:48. Aceleró el paso y, con mano firme, se quitó la bufanda y la guardó en el bolso, se desabrochó el abrigo y acomodó la carpeta que llevaba en las manos, ¡qué calor!, cómo ha subido la temperatura, se dijo al tiempo que pasaba rauda y veloz al lado de unos niños que estaban jugando. Atravesó el parque y continuó por la calleja de Santa Susana hasta González Besada. Desde el paso de cebra se divisaba la consulta del doctor Gutiérrez Vera. Espero a que se abriera el semáforo y llego al portal, allí le recibió la amable sonrisa del portero quien, educadamente, le abrió la puerta del ascensor.

Berta estaba enfrascada en el teclado del ordenador y no se percató de la presencia de Adriana hasta que estuvo a su altura.

—Hola, guapa —en su rostro se dibujó una franca y espontánea sonrisa.

—Mira quién habla, esos vaqueros te quedan genial Berta.

—Bueno, bueno, eso es que me miras con muy buenos ojos, en estas vacaciones he engordado, creo que al menos dos kilos, pero qué le vamos a hacer, ¡disfruto tanto comiendo! Adriana, sin embargo, tú has adelgazado más, ¿no? —lo dijo abandonando la mesa y acercándose con gesto preocupado.

—Sí, puede, creo que este vaquero me queda más flojo, últimamente me encuentro muy cansada, es como si hacer cualquier cosa me costara un mundo, por eso he venido a ver a Gonzalo.

—Ya vi que tenías cita hoy, y ya le dije a Gonzalo que se las apañara porque después iba a tomar un café contigo.

—¡Fantástico! Tengo ganas de que me cuente tus vacaciones en la Toscana. La conversación quedó interrumpida por el sonido de unos pasos que se acercaban.

—¡Adriana!, tan puntual como simple. Un momento, ahora mismo estoy contigo.

—Berta archiva el expediente del señor Vázquez y dale cita para la próxima semana.

Gonzalo se dio la vuelta y con una sonrisa le indico a Adriana que entrara en la consulta.

—Dame un beso pequeña, antes no he podido saludarte en condiciones.

—Uno, no, dos.

—Siéntate, ¿has venido sola?

—Si he salido de la facultad para venir, no creo necesario molestar a Leonor o a Flavia, ¿por qué?, ¿ocurre algo? —Adriana miró con curiosidad y preocupación el gesto grave de Gonzalo, este se removió inquietamente en el sillón y comenzó a juguetear nerviosamente con un bolígrafo. Su gesto se volvió más grave y su tez morena se tornó pálida. A pesar de ser un hombre robusto, se sintió empequeñecer.

—Adriana, sería mejor que fijemos una hora para mañana y te acompañe Leonor o Flavia, y ahora te vas a tomar ese café con Berta.

—Gonzalo, ¿qué pasa?, te conozco desde niña, eres el mejor amigo de Sergio.

—Nada Adriana, —poniéndose en pie y sentándose a su lado.

—Si no sucede nada, entonces por qué tienes un gesto tan grave y tu voz está apaga, sin contar con que no te atreves a mirarme a los ojos.

—Se me olvidaba lo observadora que eres, por algo estudias psicología, supongo que no te puedo engañar.

—Gonzalo, ¡habla ya! He venido por los resultados de mis análisis y no me pienso marchar sin ellos. Adriana fijó sus enormes ojos negros en Gonzalo al tiempo que su delgado cuerpo se acomodaba en la silla y un mechón de pelo le caía por la cara. Adriana observó cómo Gonzalo se ponía en pie y se dirigía hacia la ventana, nunca le había visto tan asustado, su cuerpo robusto daban la impresión de que había desaparecido tras la preocupación y el miedo que le daba enfrentarse a aquella conversación. El silencio apenas duró unos segundos, que para Adriana fueron eternos. Con paso lento, Gonzalo se acercó a la silla que estaba al lado de Adriana y se sentó de nuevo a su lado.

—Mira Adriana, vamos a tomarnos un café los tres, y mañana cuando vengas con Flavia o Leonor hablamos de tus análisis.

—No, estoy harta de tanto misterio, habla y dime lo que sea. Me estoy empezando a enfadar.

—¡Adriana, por favor!—clavando sus ojos grises en el rostro de Adriana. —Gonzalo, ni que me estuvieramuriendo,esbozando una leve sonrisa. El rostro de Gonzalo se volvió de piedra y soltó la mano de Adriana.

——Gonzalo, ni que me estuviera muriendo.

El rostro de Gonzalo, se volvió de piedra y soltó la mano de Adriana. —Me estoy muriendo, ¿en serio? ¡Anda ya!, bicho malo nunca muere. ¿Verdad?

—En tus análisis hemos detectado un número exageradamente elevado de leucocitos, por eso los envié a mi colega del hospital para repetirlos y volver a analizarlos.

—Bien, y eso, ¿qué significa?

—Adriana… deberías de estar acompañada por tu abuela o tu hermana.

—Pero no lo estoy, y no lo voy a estar, así que habla de una maldita vez.

—Eso significa que tienes leucemia, —dijo con un hilo de voz —pero comenzando el tratamiento cuando antes existen muchas posibilidades, eres joven y fuerte

—Leucemia, por eso me siento tan débil y cansada

—Si es un síntoma.

—Y mareada y he perdido peso.

—Si, pero cuando empecemos el tratamiento te sentirás mejor

—Mejor, —con voz apagada.

—Sí, ¿estás bien?, ¿quieres tomar algo? Si quieres vamos a dar un paseo y tomamos un café fuera.

—No, —con voz contundente y firme.

—Vale, llamaré a Martínez para que gestione tu ingreso esta semana.

—Gonzalo, he dicho no.

—Adriana, no te entiendo, ¿a qué te refieres con no?

—No me voy a poner quimioterapia.

—¿Qué?, no, de eso nada, tiene tratamiento y lo pondremos.

—No perdona, sé que me quieres mucho y que eres como de la familia, rectifico, eres de la familia, me conoces desde muy pequeña, pero aquí decido yo. Es mi vida, y es mi cuerpo, y lo que me quede quiero vivirlo, como dice Sinatra, «a mi manera».

—Adriana, Adriana; como médico y como amigo no te lo aconsejo.

—Si no me pongo tratamiento, ¿cuánto tiempo tengo?

—Unos seis meses como mucho.

En el rostro de Adriana se dibujó una amarga sonrisa. —La decisión está tomada, no pienso someterme a quimio, quiero vivir lo que me quede tranquila y en paz, en casa rodeada de mis cosas y mis seres queridos, y no en un hospital, rodeada de extraños. Gonzalo, me voy a morir, y yo y solo yo soy la que decide. Muchas gracias por tu delicadeza. Dame un beso que me voy, ya te he robado bastante tiempo.

Una suave brisa la abrazó con dulzura al salir a la calle, la tarde estaba llegando a su fin, un cielo teñido de azul y naranja despedía al día para dar paso a la noche; Adriana suspiró con fuerza, llenó sus pulmones del aire viciado de la ciudad, miró a su alrededor y pensó que la tarde era demasiado bonita para enterarse una de que va a morir, todo era ruido, el ir y venir de los transeúntes, todo lo que la rodeaba era vida. Comenzó a caminar sin rumbo y notó en su interior una especie de angustia. Solo podía ver unos enormes ojos verdes, una sonrisa triste y fingida, todo ello en un rostro bello bronceado por el sol. Gabriel, mi querido Gabriel, cómo te echo de menos, la vista se le nubló y noto que unas ardientes lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Una nube de humo blanquecino salió de la boca de Leonor a la par que el suave balanceo de la mecedora la acompañaba, dejó el puro sobre el cenicero que tenía al lado y con mano distraída acarició a Maurice que dormitaba en su regazo, el gato ronroneó y miró a su dueña de reojo, un ruido que venía del fondo del pasillo le sobresaltó y salió corriendo en dirección a la habitación de Adriana.

—¡Hola, Maurice!, ¿te he despertado? —una bolita de pelo gris y blanca salto a la cama y comenzó a olisquear la maleta con curiosidad. —Ven aquí cariño que te voy a comer a besos—. Adriana se sentó y puso a Maurice en su regazo acariciándolo con dulzura, prepárate que en breve nos marchamos.

Maurice se zafó de los brazos de Adriana, se dirigió a la puerta abierta y salió de nuevo al pasillo seguido por Adriana. —Abuela, la maleta ya está preparada.

Leonor se levantó con lentitud de la mecedora, dejando de nuevo el puro en el cenicero y se acercó a su nieta con gesto preocupado. La luz del medio día entraba con fuerza por el amplio ventanal del salón.

—¿Lo llevas todo?

—Sí, abuela, además me marcho a Cudillero, e iréis a visitarme.

—Claro cariño, no vamos a permitir que pases esto sola, aunque te empeñes en excluirnos.

—¡Abuela! Ya lo hemos discutido hasta la saciedad, mira de Flavia y Sergio sabía que iba a reaccionar tal y como lo han hecho; mi pobre hermana y mi cuñado son unos intransigentes y con la mente cerrada, a pesar de su edad, pero tú, no, abuela. Siempre hemos conectado, somos iguales —dijo con un hilo de voz.

—Querida niña, soy tu abuela, es normal que me preocupe, o qué pretendes que me quede tan ancha, enterándome de que tienes leucemia y de que no piensas luchar.

—Te lo he dicho mil veces, aunque Gonzalo diga que sí tengo posibilidades, no es cierto, nos explicaron en el hospital el tipo de leucemia que padezco y es como la lucha de don Quijote contra los molinos de viento, y no quiero pasar mis últimos meses en el hospital luchando contra algo que es inevitable, quiero vivir, disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, pasar este tiempo en ese lugar mágico para mí, rectifico, para nosotras, que es Cudillero. Abuela, necesito hacer un balance de mi vida estando lúcida, es importante para mí acostumbrarme a la enfermedad y aceptarla. ¡Entiéndeme por favor!

—Mi vida, claro que te entiendo, y perdóname, estoy proyectando mis miedos en ti, sé que quieres estar sola y que Maurice te cuidara, todos los fines de semana iremos a pasarlos contigo.

—No te olvides de Elvira, que no se separara de mí, ya estoy viendo las peleas y enfados con ella, y cómo no, Matilde y Manuel.

—Eso me deja mucho más tranquila, mi niña.

Uno. Una tarde cualquiera

Acarició el álbum de fotos que tenía entre las manos, con mano torpe lo abrió y comenzó a mirar las fotos. Paseó sus hundidos ojos por las innumerables fotos que contenía, «cuantos recuerdos», se dijo Adriana. Allí estaban, papá y mamá sonriéndole, el abuelo Paulo, la abuela Leonor, ella y Flavia de pequeñas. Allí estaba, inmortalizada, una etapa de su vida. Allí estaba Flavia en el día de su graduación, Flavia con Sergio el día de su boda, Flavia con Xana en el hospital, Flavia y Sergio con su segundo hijo recién nacido en la casa de Cudillero ¡Qué tiempos tan felices! Era como revivir el pasado, pero lo que pasa no vuelve y ahora se encontraba en un presente incierto, un presente que presentía que muy pronto llegaría a su fin.

La enfermedad había seguido su curso normal y estaba llegando a su recta final. Sabía que muy pronto estaría rodeada de sus seres queridos, que muy pronto abandonaría su cuerpo material para volar más ligera a ese sitio donde la estaban esperando con los brazos abiertos sus padres y el abuelo.

La tarde estaba llegando a su fin. Una hermosa tarde de otoño en la que el sol bañaba de oro el paisaje. Adriana miró las casas colgadas en la montaña, el viejo Muelle de Cudillero, el Muelle nuevo. Intentó gravar en su memoria todo lo que estaba pasando. Los pescadores de regreso a sus hogares, la alegre algarabía que producían con sus conversaciones. Intentó retener para siempre el cromatismo de los árboles vestidos de verde, ocre, marrón, que comenzaban a perder sus vestiduras. Miró el cielo teñido de oro y el mar, su amado mar Cantábrico. Adriana entró en casa, y con paso lento y trabajoso entró en el salón. Se dejó caer en el sofá cerca de la ventana, echó la cabeza para atrás y cerró los ojos.

Se oyeron unos pasos que bajaban las escaleras. Flavia se paró al entrar en el salón y miró a su hermana. Miró su cuerpo frágil y bien formado, su pelo negro derramado por el sofá y como el sol rojizo jugueteaba con él dándole un color intenso. Flavia se acercó a su hermana y le tomó la mano.

—Perdona, te he despertado.

—No, estaba pensando.

—Pensando, ¿en qué? —Flavia observó que la enfermedad no había sido capaz de robarle el brillo y la fuerza de su mirada.

—En que pronto me marcharé.

—Adriana, no digas eso.

—¿A quién intentas engañar Flavia?, tú sabes que esto se está acabando.

—No me gusta oírte hablar así Adriana, me pones triste.

—No quiero que te pongas triste. Pronto estaré con papá y mamá y con el abuelo, ¿tú te acuerdas de ellos?

—Sí, eran maravillosos.

—Ahora tendré la oportunidad de conocerlos. Cuando ellos murieron yo tenía dos años y no recuerdo apenas nada.

Flavia no puedo continuar hablando con su hermana, un nudo en la garganta de lágrimas y sollozos se lo impedía.

—Adriana, ¿necesitas algo? Voy a ver a Matilde.

—No. Bueno, sí. Enciende las velas, quiero disfrutar de la luz tenue de la tarde que se va y de la luz de las velas. Me gusta el ambiente romántico y melancólico que produce su luz mezclada con los últimos rayos del sol. Le das a Matilde un beso de mi parte. Dile que estoy muy cansada para ir a verla.

—Sergio está arriba, yo volveré pronto. Si necesitas algo solo tienes que llamarlo.

—Bien, vete tranquila.

La tenue luz de la tarde se mezclaba con la suave luz de las velas. Adriana oyó a su hermana cerrar la puerta y hablar con Matilde. Sintió una profunda tristeza, algo que no había sentido hasta ahora. Sabía que pronto no vería a su querida Flavia, a su queridísima hermana, tan distinta a ella, pero que también la comprendía y respetaba. Sabía que no vería a Sergio, su querido cuñado, ni a sus sobrinos a los cuales adoraba, ni a su querida abuela. Una profunda tristeza trajo unas lágrimas a sus ojos. Nunca había llorado, ni cuando se enteró de su enfermedad. Pero ahora tenía la necesidad de hacerlo. Se sentía muy sensible y susceptible estos últimos días. De pronto le vino a la mente el recuerdo de Gabriel, y una leve sonrisa sustituyó sus lágrimas. Recordó sus ojos y su sonrisa. Unos ojos tristes y una sonrisa fingida. Recordó todo el amor que sentía por él, y pensó que si lo amaría tanto si realmente lo conociera. ¿Estaba dudando de su corazón? No, solo se estaba cuestionando un sentimiento que le había acompañado durante largos años de su vida.

Sintió que le costaba respirar y la vista se le nublaba, todo se hacía oscuro a su alrededor. Las fuerzas la abandonaban. Oyó que una puerta se abría y unos pasos se acercaban. Oyó la voz angustiada de Flavia llamando a Sergio y vio la cara de su hermana.

—¡Adriana!, ¡Adriana!, ¡no! Sergio, Sergio llama a una ambulancia. Aún está viva, pero no creo que llegue al hospital. ¡Sergio!, ¡Sergio!, haz algo.

Todo se nubló a su alrededor. En la distancia vio una brillante luz y en ella a sus padres y al abuelo que le sonreían.

Dos. Confidencias