Luces en el ático - Paula Holote - E-Book

Luces en el ático E-Book

Paula Holote

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Beschreibung

Año 1880. La joven Eleonora Hazel reside en la casona adjunta al glamuroso burdel de su tía, madame Gabina. Está acostumbrada a una vida estable, predecible y ordenada, pero sucumbe al desconcierto cuando en su camino se cruza Valar Criffersen, un misterioso caballero de oscuro pasado y poseedor de un magnetismo de proporciones desmesuradas. Ella se siente intimidada, pues lo sabe un hombre de pasiones intensas, pero a pesar del rechazo que él demuestra con intención de alejarla de su lado, una serie de trágicos y extraños acontecimientos acabarán por acercarlos todavía más. La joven se verá envuelta en un torbellino de pasiones descontroladas y luchará desesperadamente por librarse del embrujo que la tiene atada a tan misterioso e indómito ser, sin saber que todo esfuerzo será vano, pues el encuentro entre ambos cambiará las cosas para siempre. ¿Podrá Eleonora Hazel averiguar qué secretos oculta el inquilino del ático y saber por qué se siente tan atraída hacia él?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Holote Larrosa, Mariana Paula

Luces en el ático : una batalla entre las fuerzas celestes y las sombras / Mariana Paula Holote Larrosa. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

462 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-474-7

1. Narrativa. 2. Novelas de Misterio. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Holote Larrosa, Mariana Paula

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A Joseph, mi guía, gracias por esta historia de amor.

A mi querido padre, la estrella más brillante del cielo.

Luces en el ático

El ser más radiante fue creado. Dios le otorgó un don y lo llamó amor.

El amor bajó a la Tierra junto al único sobreviviente de la devastación angelical. Tristemente, fue tal la decepción y el dolor contemplado que, cuando quiso regresar al hogar, tal como le había sido anunciado, no pudo hacerlo y atormentado vagó entre humanos lo que duró la eternidad.

Capítulo 1

En víspera del Día de Todos los Santos

—Señor… —dijo el distinguido estudioso Arshad Bhanu, acercándose hacia él—. Estamos ingresando en una nueva ciudad y aquí la lluvia parece realmente copiosa; tal vez… este sea finalmente el lugar indicado. ¿Percibe usted lo mismo?

—Sí, Bhanu —asintió y asomó la cabeza por la ventanilla del carruaje para inspirar profundo—. Allí. —Señaló la oscura mansión—. Dile al cochero que se detenga, bajarás y procederás como de costumbre.

—Pero… eso parece ser un burdel, señor. No creo que… alguien pueda darle alojamiento.

—Consulta en la casona adjunta.

—¡¿Aunque sea pasada la medianoche?!

—Sí, alguien te recibirá. Es allí donde necesito estar.

—Así se hará.

El caballero de turbante asintió. Cerró la mano en forma de puño y golpeó un par de veces contra el techo del habitáculo. El cochero inmediatamente detuvo el trote de los caballos. Arshad Bhanu descendió.

—¡¡Cochero!! —exclamó, de pie frente a él—. Aquí nos detendremos un momento; si el señor Criffersen pudiera aguardar dentro del carruaje y usted esperar hasta mi regreso, le sería duplicado el pago por nuestro viaje.

—¡Por supuesto, señor! —replicó sin dudarlo—. Tengo capa y un gran sombrero, la lluvia no será problema para mí.

Bhanu volvió a asentir, esta vez, agradecido, y cruzó la adoquinada calle que lo llevaría directo a la casona indicada por su señor. Golpeó repetidas veces. Valar, desde su sitio dentro del carruaje, lo veía como intentando explicar algo; supuso que sería lo habitual, aunque no lograra ver a nadie del otro lado de la puerta, apenas entreabierta.

Extrañamente le encantaba lo que contemplaban sus ojos. Un paisaje oscuro, turbador, pero a la vez romántico. Paseó la vista nuevamente por la calle adoquinada, a esas horas muy húmeda. Observó detenidamente la casa donde Arshad había ingresado y suspiró cansado. Luego contempló “La Mansión”, eso recitaba el letrero con inmejorable letra pintada a mano, sobre la gran casa contigua. Tenía tres pisos y un ático.

Alzó la vista sobre esa enorme estructura, y la silueta de una joven mirando la lluvia desde una ventana poco más iluminada que por unas cuantas velas lo distrajo. Su corazón se aceleró peligrosamente, casi a un punto doloroso, y las manos comenzaron a sudarle de manera feroz. ¿Qué le sucedía? ¿Qué clase de criatura podría lograr tal efecto? Aunque no lograra ver su rostro, por alguna extraña razón, ella lo hacía estremecer de dolor, situación que no hacía más que confirmarlo, era allí donde debía estar.

***

Sábado, 1 de noviembre de 1880

Asesinato sacude a la ciudad

Por Jon Wilimburg

En víspera del Día de Todos los Santos, otra muchacha fue hallada sin vida en inmediaciones al teatro de la ciudad. No hay sospechosos vinculados con el asesinato, sin embargo, fuentes cercanas a este informante revelaron que, merodeando la zona, fue visto un hombre de elegante vestimenta y andar esquivo. Al momento, solo hay un testigo, el sereno encargado de encender los faroles de la avenida principal. Según su relato, mientras se encontraba subido en una de las escaleras, logró ver a la distancia...

—¡¡Suficiente!! ¡El mundo va a explotar en cualquier momento! —Se obligó a sí mismo a interrumpir la lectura. Indignado, tiró el periódico sobre la mesa. Su esposa no hizo caso omiso.

—Esposo…, ¿qué te tiene tan preocupado? —preguntó ella, ocultando una mueca burlona detrás de la taza de té. La dama acababa de apoyarla sobre el plato de porcelana.

—¡¡Señora Archill!!, el periódico narra aberraciones. ¡Asesinatos! y… —indignado, se sujetó la cabeza con ambas manos— vaya uno a saber qué otra abominación más. El diablo se apoderó de este maldito mundo.

—El diablo se apoderó de esta maldita ciudad, querido señor. El pecado flota en el aire; ¿no lo ves, acaso?

—¡Qué desgracia…! ¡¿Dónde iremos a parar así?! —Se puso de pie, tempestuoso.

—No puedo responder por todos, querido esposo, pero seguramente tú, como cada noche, acabarás en ese burdel de mala muerte.

—Esposa…, tú y tu bífida lengua de serpiente. ¿No te preguntas por qué me interesa ir allí?

—Llevamos… —se sujetó la barbilla con los dedos y pensó un instante— algo así como… veinte años casados, y créeme, a esta altura eso dejó de importarme.

—En La Mansión, los hombres poderosos nos reunimos a beber un poco de buen whisky. Somos bien atendidos y… escuchados con afecto.

Una risa sardónica lo interrumpió.

—¡Ay, esposo mío! No pensaba reírme la tarde de hoy. ¡¿Escuchados con afecto?! —repitió en tono mordaz—. ¡Cuánta barbaridad debe una oír en estos tiempos! La única rescatable en ese lugar es la muchachita Hazel. Pobrecita de ella, teniendo que estar destinada a continuar con el trabajo de su tía. Para colmo de males, ya pasa la edad casadera.

—La chica no trabaja allí —corrigió él, en tono desinteresado—, solo hace recados para su tía. Bueno…, a decir verdad…, creo que también lleva los datos contables, pero con certeza no se dedica a la noche. Es silenciosa y demasiado recatada. Yo también llegué a preguntarme qué diantres hace en un lugar como ese.

—¡¿No es obvio?! —Lo miró despectiva—. La muchacha debe cuidar lo que es suyo, después de todo también le pertenece. Entiendo que ese lugar se hizo con la fortuna amasada por su difunta madre.

La joven ama de llaves interrumpió:

—Disculpen, señores —reverenció—. Necesitaría saber si el señor se quedará a cenar, para informarle a la cocinera.

El hombre hizo ademán de responder, la mujer no se lo permitió.

—Cenaré sola, como cada noche. Prepara un lugar, se servirá el menú que aprobé la mañana de hoy.

La joven asintió y se retiró. La pareja quedó sola, entonces, a fin de descargar su ira, ella arremetió.

—Nunca dices nada al respecto. ¡Cuánta vergüenza me haces pasar! Será hasta que Dios ponga en mi camino un amante digno o el ángel de la muerte venga por alguno de los dos.

Ahora fue el hombre quien arremetió burlón.

—Mujer…, esta vez soy yo el que no pensaba reír.

—¡¿Lo crees imposible?! —Ella clavó en él una mirada furiosa—. Me considero una mujer joven y vivaz. No llego a mis cuarenta y soy bastante hermosa como para recibir la atención de un noble caballero. Eso lo sabes, además nuestra boda fue arreglada. Si no me hubieran obligado cuando era tan joven… —protestó, entre lastimosos suspiros—; apenas cumplía dieciséis por aquel entonces.

—Sí, eres joven y hermosa, sin embargo, debo agregar algo más, disfrutar mi fortuna nunca pareció ser algo que lamentaras.

La dama no toleraría una sola humillación más. Ofuscadísima, se puso de pie y se marchó hacia la sala del comedor. El señor Archill hizo lo propio, pero en dirección opuesta, directo hacia la puerta que daba a la calle principal.

Antes de atravesar el umbral, se colocó la galera, asió el sobretodo negro, tomó su bastón y se acomodó el corbatín, procurando ajustarlo de manera prolija al cuello de su impoluta camisa blanca. Se asomó a la puerta. A esas horas el sereno pasaba con una larguísima escalera y abría la llave de gas que encendía los faroles. No había demasiados, por esos tiempos la ciudad tendía a vivir la noche en penumbras: «Al menos no entre sombras ni en la oscuridad total», solía pensar optimista.

Collins, su cochero personal y propietario de una posada en la calle Grey, como siempre, pasó a recogerlo puntual. El señor Archill subió al habitáculo y se sentó en el sillón, el mismo que habitualmente lo recibía para trasladarlo durante sus viajes.

Las ruedas del coche, tirado por dos caballos, acariciaban los adoquines de piedra, provocando un agitado vaivén en el interior. Súbitamente, algo llamó su atención. El caballero miró a la derecha por la ventanilla abierta y notó una hilera de faroles encendidos, salvo por dos. Asimismo, le pareció ver una sombra contemplándolo desde la oscuridad. En un segundo vistazo, hasta le pareció haber notado dos. Se asustó muchísimo.

Inmediatamente golpeó el techo del coche con la parte superior de su bastón, el conductor debía apurar el trote de los animales. Dentro, el habitáculo se había tornado demasiado frío. Aliviado de sentir que la velocidad aumentaba, no se atrevió a volver la vista hacia atrás. Cerró la ventanilla y se reclinó con la intención de descansar, al menos, hasta llegar al destino.

Cuando estuvo a punto de quedarse dormido, una voz lo sobresaltó:

—Señor, hemos llegado.

—Gracias, Collins. —Enderezó la espalda en el asiento—. ¿Podrías ayudarme a bajar? Mis piernas tiemblan.

El hombre asintió amablemente. Se puso de pie y saltó desde la parte superior del coche hacia la calle adoquinada. Abrió la portezuela, extendió el brazo y tomó la trémula mano del caballero.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, solo un poco asustado. ¿Acaso… no has notado nada extraño en el camino? —preguntó, insidioso.

Collins contrajo la comisura de los ojos y rascó su cabeza, habiendo introducido dos dedos por debajo del sombrero de media copa.

—¡¿Extraño?! —repreguntó, medio sorprendido—. Bueno…, observé dos faroles apagados, eso me pareció extraño. No vi al sereno ni oí su silbato alertando algún desperfecto.

—A eso me refería. ¡Estaba tan oscuro! Creí haber visto dos sombras…

—Despreocúpese, señor. No creo que sea tan importante. Por si las dudas, volveré para saber si alguien puede ocuparse del asunto.

—De acuerdo. Regresarás por mí… —introdujo la mano en el chaleco del traje, tomó el reloj y lo miró, lo llevaba suspendido de una cadena dorada—, cuando sean las once menos cuarto estará bien, hoy tengo un encuentro especial con Richard Osmond y… su socio, el hijo del buen Hold, nuestro bien respetado banquero. El muchacho regresó del extranjero hace algunos días atrás.

—Lo recuerdo. También me comentó que pronto le harán un agasajo de bienvenida; o…, ¿habría sido su respetable esposa quien lo mencionó?

—Sí, “mi respetable esposa” —pronunció de mala gana—. Esos son los eventos que ella disfruta, en cambio… —dijo, señalando La Mansión—, estos son los míos, algo que pocos podrían entender.

El gentil cochero, como de costumbre, asintió y le regaló una amable sonrisa. El señor Archill se acomodó un poco el traje, subió los escalones que lo separaban del ingreso y una vez frente a la puerta, asió la manivela de bronce que la adornaba, la levantó con cuidado y la hizo sonar varias veces contra la madera. Quería en verdad ser oído, no estaba de acuerdo con permanecer allí por mucho más. La paranoia se apoderaba de él en contra de su voluntad.

La puerta se abrió. Del otro lado, la inconfundible y sensual madame Gabina lo recibía afectuosamente. No era común en ella tal grado de demostración, pero al señor que tenía enfrente debía halagarlo ya que era uno de los hombres más acaudalados, también lo sabía generoso. El respetable abogado, dueño de la firma más importante de esa ciudad, entregaba una cuantiosa suma de dinero cada mes y dejaba a las muchachas encantadoras propinas entre sus bragas. Nunca pretendía nada fuera de lo común; eso le hacía pensar en lo infeliz que debía hacer a su esposa. Pero le daba igual, el caballero siempre encontraría allí una muchacha que pudiera satisfacerlo, aunque él pretendiera saciar con ellas sus más básicos impulsos.

—¡Mi querido señor Archill! —acercó el rostro a él, simulando darle un beso en cada mejilla—, gustosos los ojos que lo ven.

—No podría decir menos, mi adorada Gabina. Reconozco que hace días no vengo por aquí, sin embargo, no piense que la he olvidado.

—Me atrevo a preguntar…, ¿problemas en el paraíso?

—¿Cuándo no?, solo que… esta vez se me acabaron las palabras.

Ella ayudó al acaballero a quitarse el sombrero y el abrigo. Con un chasquido de dedos, solicitó ayuda a una de las muchachas, quien sostuvo con gracia el bastón mientras este se acomodaba las prendas de vestir puestas sobre su cuerpo.

Archill necesitaba un soporte para caminar, producto de un accidente sufrido hacía algunos años atrás mientras montaba uno de sus sementales. Lucía más jovial de lo que era y aunque hubiera costado imaginarlo atractivo durante su juventud, era bastante alto y su contextura pareja de espalda ancha lo hacían difícil de ignorar. La misma Gabina supo disfrutar sus viriles encantos por esos tiempos, cuando él recién llegaba a la ciudad y ella todavía trabajaba en el burdel, el cual ahora regenteaba con admirable entrega.

—Me apena oír eso —se sinceró, y cambió el tema de conversación—. Señor, hoy tenemos un menú delicioso. Tal vez usted desee una mesa para degustarlo. Claro, después podría disfrutar la exquisita compañía de alguna de nuestras señoritas, como es habitual.

—Querida madame…, si bien la noche de hoy tengo una reserva a mi nombre, también se presentarán Richard Osmond y… Gustav Hold, su joven flamante socio.

—Entiendo. Nada podría alegrarme más, mi querido señor.

—Gabina….

—¿Sí…? —Enarcó las cejas, haciéndose la sorprendida.

—Queremos algunas jóvenes durante la cena, de preferencia versadas e instruidas. Pagaré más si llegado el caso deseo continuar con alguna de ellas.

La mujer asintió sonriente y lo acompañó a la mesa señalada.

—Por lo que veo, uno de los comensales tomó su lugar. —Observó complacida.

—Así es… —replicó el hombre, mientras avanzaba dándose lugar entre el montón de personas y mesas a su paso—. Es Richard Osmond.

—Lo conozco, querido señor Archill. Fui yo quien lo recibió. No debe usted mencionar nada al respecto, aunque debo agregar… —hizo una pausa y acercó los labios a su oído—: en lo personal, he desestimado todos los rumores...

—¡¿Rumores?! —Intentó hacerse el desentendido, mientras seguía su camino hacia la mesa.

—Sí, rumores —insistió ella, sujetándolo del brazo— sobre él y…. bueno, ya sabe… —se acercó para susurrarle un poco más bajo—, el joven Gustav Hold, hijo del banquero. Oí que por eso fue enviado al exterior.

—¡¡Cuántas habladurías!! —exclamó con exageración—. Richard es un hombre en sus cuarenta y, aunque soltero, entiendo, tiene unas cuantas pretendientes en su haber.

—Seguramente, no podría esperar menos de un hombre tan atractivo y bien dispuesto como él —asintió, dándole la razón.

Aunque Gabina fuera políticamente correcta y sumamente halagadora, nunca desestimaría un rumor; en los pasillos de su burdel se oían a raudales y este último no era menor. Richard Osmond, un letrado de renombre que había pertenecido a la firma de Archill, era lo bastante joven, atractivo y adinerado como para llamar la atención de cualquiera, sin embargo, lo que había oído no concernía a ninguna bella señorita, sino a su joven y apuesto socio, Gustav Hold, hijo del banquero de la ciudad, a quien todavía no había tenido la dicha de conocer en persona, pero supo, por los mismos rumores, que era un joven locuaz, sensual y hasta… algo promiscuo. Las mismas bocas pecaminosas creadoras de la patraña se lo habían hecho saber y difícilmente las desoiría. Agradable fue enterarse de que el dichoso muchacho estaría pronto a arribar.

—Señores…, —dijo, ni bien llegaron al sitio indicado— los dejaré, esperando que puedan disfrutar la velada.

El encantador Richard advirtió con un dedo en alto.

—Madame, hoy se nos unirá mi socio, el señor…

Ella lo interrumpió, en tono confidente.

—Lo sé… —musitó—. Ni bien llegue lo guiaré hasta la mesa. ¡Ah!, las muchachas vendrán una vez presentado el menú. Mientras, les solicitaré una botella de champagne.

Gabina se retiró, los agradecidos hombres se acomodaron en sus asientos. La mesa era redonda y vestía un impecable mantel de seda color natural; era lo suficientemente amplia como para albergar a ocho personas, sin embargo, ellos se dispusieron uno muy junto al otro.

—Richard… —se sinceró Archill, algo incómodo—, imagino el tormento padecido por culpa de ese rumor. Nada más el diablo conoce las zigzagueantes lenguas que lo inventaron. Aclaro, desestimé todo y di pleno apoyo a tu verdad.

—Sí, es verdaderamente agobiante. El regreso de Gustav reavivó todo. Ser soltero y pasar tiempo con un muchacho lo bastante joven y locuaz dio lugar a habladurías. Por fortuna, no tengo familia alguna a quien perjudicar con este endiablado rumor, como tú lo mencionaste.

—Pero llegado el caso no tendrías nada que ocultar. Excepto revelar tu verdadera naturaleza.

—¿Y ser ejecutado?

—Patrañas. Eres inteligente, viril y de paso firme. Igualmente, sea cual fuere la situación, cuentas en mí con un leal confidente. Tenemos ventajas, somos hombres de ley.

—Lo sé, mi querido amigo, pero el hecho de saber que gente importante, y por mucho menos, fue enviada al cadalso, me da pocas esperanzas.

—Mmm… —murmuró el viejo—, eso tiene sentido, pero lo que más llama mi atención es la urgencia con la que has abandonado mi firma para formar una sociedad con él. Eras uno de mis mejores abogados.

—Lo sigo siendo, pero el muchacho es brillante y este proyecto comenzó hace tiempo, justo antes de su nuevo viaje, del cual, por fortuna, ha regresado.

—¿Cuánto hace de esto?

—Poco más de un año. Esos encuentros, absolutamente con fines laborales, dieron lugar a las habladurías.

—¿Has mantenido contacto por correspondencia?

Richard carraspeó la garganta, incómodo.

—Sí.

—Su padre interceptó las cartas —afirmó.

—¿Cómo pudo haberlo sabido? —cuestionó azorado—. Fueron enviadas bajo absoluta circunscripción y por un mensajero de confianza. —Hizo una pausa nerviosa para mirarlo a los ojos—: ¡¿Y cómo lo sabes tú?!

—Te lo explicaré mañana a primera hora, en mi despacho —murmuró cerca de su oído. Primero lo oyó balbucear algo ininteligible, lo que le provocó un molesto escozor seguido de un incómodo cosquilleo—. Tengo para ti una propuesta, créeme, te será ventajosa por donde la mires. Te necesito de mi lado, del mismo modo que tú necesitarás salir del foco de los rumores.

—¿De qué hablas, Archill?

—Serás intocable, querido amigo. La prudencia y sentido del decoro que hoy dominan tus pasiones darán paso al despertar de un hombre de apetito voraz, con sed por satisfacer sus deseos reprimidos. Te sentirás invencible y dueño de una valentía sin proporciones.

—Continúa…

El viejo Archill introdujo una mano en el bolsillo interno de su majestuoso saco y con toda la discreción posible, sacó de allí lo que parecía ser una agenda. La extendió hacia su confundido interlocutor por debajo de la mesa, dejándola oculta detrás de los bolados del mantel.

—Léelo con cuidado, me lo regresarás mañana cuando vayas a verme en el estudio. No cuestiones, solo obedece, en favor de ambos.

—¿En favor de ambos? —replicó, con un dejo de ironía—. Pues… en favor de mis nervios, dame al menos una pista.

—Él ya está en la ciudad, querido Richard…

—¿Quién es él? ¿Qué se supone que deba hacer? —negó con la cabeza—. No me dedico a los trabajos sucios, lo sabes.

—Todo cambiará para ti cuando hayas leído y aceptado el contrato...

—¿Cambiaré si firmo ese contrato contigo? ¿Crees que podría dejar de ser el timorato y débil de carácter que habita en este cuerpo?

—Eres un hombre feroz, desde aquí puedo olerlo, por eso te escogí.

—Me cuesta imaginarme audaz y desprejuiciado, pero me asusta más aquel que llegó a la ciudad. ¡¿Quién es?! y ¿qué se supone que deba hacer yo?

La conversación fue interrumpida por el muchacho, quien se acercó y saludó dándoles un firme apretón de manos.

—Gustav… —musitó Richard Osmond, aturdido por la inquietante naturaleza de la conversación desatada previamente y acabada de repente sin haber llegado a ninguna conclusión—, ven, únete a nosotros, recién estamos por tomar nuestro champagne.

El joven hombre, vestido con un entallado traje azul, similar al color de sus ojos, respondió con una radiante sonrisa, y haciendo alarde de sus gallardos movimientos, se sentó junto al ruborizado Richard; no dejó sitio vacío a su lado. Rápidamente empujó la silla hacia adelante, para asegurarse de dejarla oculta bajo la mesa. Evidentemente, el servicio de las jóvenes debía ser cancelado esa noche, al menos para él.

La comida fue servida y la charla tan amena como productiva; al fin podían reunirse para poder poner sobre la mesa intereses en común y aunque el viejo todavía lamentara la decisión de Richard de abrir su propia firma, lo apoyaría incondicionalmente, sobre todo, albergaba esperanzas de hacer un trato con él tras la conversación mantenida momentos antes.

Transcurrida una hora, Archill llamó a Gabina. Ella se presentó justo cuando los dos compañeros de mesa se ponían de pie.

—Señores… —dijo sorprendida—, ¿la velada no está siendo de su agrado?

Richard carraspeó la garganta, apenado. Gustav, muy junto a él, pronunció:

—Encantadora madame Gabina, por supuesto que sí. Simplemente nos dirigíamos al cuarto de baño.

—¡¿Al mismo tiempo?! —observó sorprendida.

—Al mismo tiempo… —replicó él, en un susurro.

Cuando ambos caballeros se hubieron retirado, ella inclinó su oído izquierdo hasta dejarlo junto a los labios de Archill.

—Hoy… —hizo una pausa incómoda— no habrá muchachas para esta mesa. Los caballeros lo prefieren así y yo he tenido una noche por demás agradable. Prometo regresar a mi sitio habitual y a mi cuarto habitual.

A Gabina no le extrañó la determinación del caballero, pues lo notó bastante cansado. Del joven atractivo que los acompañaba no tenía mucho para decir, salvo por lo obvio. Su sentido del decoro bien podría incomodar a un hombre como él. Con respecto al pobre Richard, lo sabía ensimismado y por demás correcto en su proceder; supuso que debía estar concediéndole sus caprichos en favor de evitar escándalos que pudieran llegar a comprometerlos.

—Lo sabes, aquí siempre tendrás tu lugar. —Saludó galante y se retiró.

Gustav y Richard ingresaron al cuarto de baño en absoluta circunscripción. El sitio era el más refinado de la ciudad; poseía paredes empapeladas en color verde oscuro y finas rayas azules, que contrastaban elegantemente con los pilares estampados en flores de tono rosa. Las baldosas con arabescos y los grifos de bronce labrado sin duda enlazaban el buen gusto del conjunto. También había alfombras, retratos y cuadros antiquísimos; aunque algo recargado, el muchacho lo creyó muy a la moda.

Los caballeros agradecieron el hecho de hallar una sola lámpara alumbrando, pues generaba un clima de misterio insondable y de calidez sin comparación. Richard se acercó a la puerta del baño para asegurarse de que dentro estuviera vacío. Golpeó, pero nadie respondió. Caminó cauteloso y se detuvo frente a Gustav, quien no dejaba de mirarlo con ojos maliciosos.

—Estamos solos… —resopló aliviado.

—No sé por qué te preocupas tanto —protestó. Lo sujetó por la solapa del saco y lo atrajo hacia sí—. Ven aquí, relájate. Nadie nos mira. Este es el sitio más pecaminoso de la ciudad, a quién demonios podría importarle lo nuestro.

—¡¿Nuestro?! —replicó sorprendido. Él abrió grande sus encantadores ojos color café—. Gustav, somos hombres… de renombre —balbuceó entrecortado—. Ambos tenemos un status social y nuestros negocios…

—¡Sandeces, mi querido! Es mi padre el importante hombre de negocios aquí, yo aporto dinero a la empresa; primero, porque lo tengo a disposición y segundo, porque no puedo alejarme de tu lado, no me interesan los negocios ni las leyes, amén de haber estudiado para ejercerlas.

—Y… ¿qué cosa sí te interesa?

—Tú —afirmó atrevido, luego, se acercó intimidante—. Eres varonil y distante, también, lo bastante joven como para lucir una abundante cabellera negra, sin mencionar tu altura y… buen porte. Richard…, cómo resistirme si tu sentido del buen gusto supera al de tu moral, algo difícil por estos tiempos.

—Tu naturaleza ambigua puede llegar a herirme, muchacho. Además…, ¿a cuántos hombres o mujeres habrás manifestado la misma fascinación? La gente habla, Gustav, no soy ajeno a ello.

—Naturalmente, porque tienen lengua en sus bocas y una vida, de más, aburrida.

—¡No estoy refiriéndome a eso! —protestó, ofendido.

—¡¿Por qué estamos aquí, entonces?! —dijo, dándose por aludido—. Recibí tu mensaje en la mañana notificándome sobre este encuentro y pensé que era una cita importante. Lo sabes, desde hace meses estoy fuera del país, mi padre está empecinado en mantenerme lejos, pareciera querer ocultarme. —Suspiró fastidioso—. Un recibimiento más cálido hubiera sido apropiado. ¿Acaso… ya no te sientes atraído por mí?

—Me lleve el diablo si dejo de estarlo.

—Nombras al diablo y aparece. Dime… ¿qué es lo que más te atrae de mí? —Quiso saber su egocéntrica persona—. Nuestro beso antes del viaje… resultó… imposible de olvidar.

Richard tragó saliva con dificultad. Lo miró de arriba abajo. Ese beso para él también resultó difícil de olvidar. El muchacho frente a él era de estatura baja, dos décadas más joven y dueño de un cuerpo esculpido por dioses. De rasgos viriles, pero gestos delicados; ostentaba un par de increíbles iris azules, que delicadamente contrastaban con su cabellera rojiza; algunos bucles caían graciosos sobre su nuca. Él, en cambio, se sabía recio y varonil, amén de ello, nunca habría conocido su propia naturaleza de no haber sido por ese joven, cuyo atrevido sentido del decoro lo había arrastrado al infierno del deseo y de las pasiones más ocultas. Desde el primer día lo había alentado a explorar su sexualidad, pero se negaba a hacerlo. Su rectitud característica y los valores de buen señor arraigados en la médula no se lo permitían. No se había atrevido a ir más allá de besarlo y temía perderse en sus encantos, además de saberlo infiel y desprejuiciado a un punto peligroso.

—Eres perfecto por donde te mire, —confesó sonrojado—. Si llegara a tocarte una sola vez, no sería capaz de detenerme, al menos… no sin antes haberme saciado de ti lo suficiente como para…

Gustav colocó un dedo sobre los labios de Richard, imponiéndoles silencio. Lo sujetó del cuello, se colocó en puntas de pie y sin mediar palabra alguna, lo besó con ardiente pasión. El moreno caballero con su encantadora barba y su cabello alborotado le resultaba irresistible y Hold siempre conseguía lo deseado, sin importar las consecuencias.

Richard, sorprendido con su propia avidez, quiso profundizar el beso, pero un ruido afuera los distrajo. Oyeron la puerta abrirse, lograron separarse a tiempo, aunque sus respiraciones seguían agitadas.

—Disculpen, señores, pensé… que el sitio estaba vacío —pronunció una muchacha, visiblemente avergonzada—. Estoy buscando a madame, iré a ver afuera, tal vez allí consiga suerte en mi cometido. —Cuando estaba por retirarse, giró sobre los talones y advirtió—: ¡Ah! Las muchachas están por hacer su número, un clásico. No deberían perdérselo, son ardientes.

Ella se retiró. Los hombres sonrieron ante esa palabra, “ardiente”; nada había más ardiente que sus propios cuerpos, sudorosos y jadeantes. Debían regresar a la mesa, sí, era un hecho innegable, habían dejado al pobre Archill solo, el único problema a resolver era esperar a que sus abultadas ingles recobraran un tamaño normal.

La muchacha comenzaba a sentirse incómoda. Madame Gabina no aparecía frente a sus ojos y las chicas debían comenzar con el espectáculo, pero no sabían cuál debían hacer esa noche, si la danza sensual o la actuación en la que presentaban gran cantidad de desnudos.

Caminó apresurada entre los pasillos de La Mansión; por fortuna, la encontró en el segundo piso, ella avanzaba en dirección al ático y miraba hacia arriba, como temerosa de ver un espanto.

—Madame… —pronunció agitada—, afortunada de mí por haberla hallado.

—¿Qué sucede? —preguntó distraída, sin ser capaz de quitar los ojos de las escaleras.

—Las chicas…, madame. No saben cuál número hacer.

—La Mansión está concurrida. Aprovecharemos la danza, contiene el suficiente contacto físico como para tentarlos con los servicios de la noche.

—De acuerdo, madame. —La muchacha torció la boca en una mueca de confusión—. ¿Por qué mira hacia el ático? Resulta espeluznante.

—Veo luces, ¿no las ves tú?

—Sí, hay un fulgor. Recuerdo haber estado allí una vez; nada más había una lámpara de gas y algunas velas.

—Efectivamente —musitó preocupada.

—Tenga cuidado, yo debo dirigirme con las chicas.

—De acuerdo, ocúpate de ello.

La muchacha se retiró. Gabina, presa del desconcierto, enderezó la espalda. ¿Quién estaría allí? El ático estaba abandonado desde hacía años. Sin esperar más, sujetó con firmeza el aro que sostenía las llaves de La Mansión y las de la casa y se dispuso a subir los escalones que la llevaban directo hacia la puerta. Lugar con una peculiaridad: además de ser grande y lujoso, compartía dependencia con la casa en donde habitaba con su abnegada sobrina. Ellas podían ingresar por La Mansión o por la casa, ambos sitios tenían idénticas escaleras y accesos. El ático tenía una ventana y dos puertas.

Tragó saliva con dificultad. Subió sigilosa. Al momento de introducir la llave con temblorosa mano, vio a la luz aumentar su intensidad. Cuando abrió la puerta, un grito la sorprendió, asustándola al punto del colapso.

—¡¡Eleonora!! —Se sujetó el pecho con ambas manos—. Maldita seas, muchacha… casi me matas del susto. ¡¿Qué demonios haces aquí arriba?!

—El placer también es mío, tía —dijo con ironía y torció la sonrisa—. Siempre encuentras las palabras más amables para dirigirte a mí.

—Deja de farfullar, muchacha. ¿Por qué estás aquí arriba? Y… ¡a estas horas!

—Terminé a las diez, como cada noche, tía. Mañana a primera hora tendrás el informe contable del mes.

—Bien, mañana hablaremos de eso, ahora, respóndeme —ordenó de mal modo.

—Estaba leyendo entretenida, sentada en el sofá de la casa, cuando oí ruidos fuertísimos provenientes del ático. Pensé que el causante estaría a la altura de la casa, pero avanzando terminé del lado de La Mansión. Lo sabes, detesto este lugar cuando hay tanta gente.

—¡¿Qué encontraste?!

—¡¡Cuervos!! Había al menos tres de ellos revoloteando aquí dentro. Abrí la ventana para espantarlos, logré hacerlo, salvo por aquél —señaló hacia afuera— que descansa sobre la enredadera seca que envuelve al farol. Se resiste a marcharse. Estoy segura: anticipa tiempos oscuros, tía Gabina.

—Muchacha supersticiosa. ¿Qué podría ocurrir de malo?

—Alguna visita…, algún anuncio…, alguna muerte, ¿quién sabe? Pero el maldito cuervo está allí, mirándome fijamente, como intentando decirme algo.

—Cierra la ventana o ingresarán más, y regresa a la casa. Irina es nueva, desconoce sus quehaceres; aunque sean horas de dormir, necesita que alguien le reitere sus labores. Encárgate de eso, mi noche aquí será larga.

—De acuerdo, tía. Al terminar la jornada en La Mansión, ve y búscame. Podrás dormir mientras me encargo del orden y de despedir a las muchachas, como cada noche.

La mujer lanzó un suspiro de resignación. A pesar de nunca haber sentido verdadera empatía por su sobrina, debía reconocer cuán servicial era y cuán fácil resultaba su labor con la ayuda de ella. Eleonora Hazel no solo llevaba a cabo la contabilidad del lugar, sino, además, ordenaba el caos luego, cuando el último cliente abandonaba el sitio, y también hacía recados. Gabina no era bien vista por las damas de sociedad, la defenestraban. A diferencia de ella, una muchacha recatada y aunque bonita a su modo, les inspiraba piedad.

Eleonora salió por la puerta que comunicaba con la casa, Gabina hizo lo propio del lado opuesto. Abajo la esperaban para supervisar el espectáculo; a los hombres eso les encendía la temperatura y debía estar allí a efectos de tomar las determinaciones pertinentes, además, la solicitud de las chicas. Gabina debía enfocarse, pero lamentablemente su mente divagaba entre un sinfín de cosas por resolver y el vaticinio sobre los cuervos solo empeoraba el panorama.

***

Era pasada la medianoche y una tormenta espantosa se había desatado. Los relámpagos, terriblemente vívidos, iluminaban los objetos proyectando toda suerte de tenebrosas sombras en las paredes del interior de la casa, los truenos se oían fuertísimo. Eleonora se encontraba realizando sus quehaceres en La Mansión y Gabina terminaba de recordarle las instrucciones a Irina, la nueva jovencita encargada de la limpieza y la cocina. Tras el desafortunado deceso del ama de llaves, sin cocinera y con la dificultad presentada al momento de querer contratar personal de servicio para una casa como la suya, no tuvieron más opción que aceptarla, amén de no tener experiencia. Era cierto, ninguna muchacha deseaba pertenecer al servicio en La Mansión de madame ni en su enorme casona. En cuanto a Irina, nadie la había citado, pero se presentó tan bien dispuesta que ella no dudó en contratarla.

Gabina se aseguró de haber cerrado la puerta de ingreso a la casona y haber guardado la llave junto con las demás en el pesado aro metálico, siempre lo llevaba consigo. Agobiada, caminó hacia su habitación en el segundo piso. Sostenía en la mano un elegante candelabro con una vela encendida, al llegar, lo apoyó sobre la mesa de noche. Se quitó el ajustado vestido de tafetán rojo, el corsé y el polisón. Estando en enaguas, abrió el armario. Escogió un largo camisón de exagerados bolados en las mangas y el cuello; asió la cofia, la colocó en su cabeza y recién entonces se introdujo en la cama. No se quitó el maquillaje, estaba demasiado cansada para hacerlo.

Miró el techo. Preocupada, reflexionó sobre las personas de su círculo social, últimamente todos estaban actuando bastante extraño. No podía dormir. La lluvia se hacía cada vez más intensa, Eleonora no regresaba de La Mansión y la maldita imagen de los cuervos la tenían a mal traer. Maldijo en voz baja unas cuantas veces, pues ningún pensamiento agradable llegaba a su mente como para darle sosiego y permitirle conciliar el sueño. Debía reconocerlo, algo la inquietaba, pero no podía precisar qué.

De pronto, un par de golpes propinados en la puerta principal la sobresaltaron al punto del infarto. A esa hora silenciosa los malditos se oyeron estridentes y espantosamente fuertes. Ansiosa, observó el reloj apostado en la pared del cuarto, marcaba la una de la madrugada.

—¡Eleonora…! —gritó—. ¡Eleonora…! —Pero nadie le respondió.

Los golpes seguían resonando en la casa. ¿Quién podría a esas horas insistir así? ¿Cuál sería su urgencia?

Tomó el salto de cama, descansaba sobre la silla frente al modular, sitio donde solía guardar maquillaje y perfumes. Por fortuna, nunca había apagado la vela; la sujetó fuerte como si su vida dependiera de ello. Bajó las escaleras de un tirón, en el salón principal se cruzó con Irina, quien llevaba trapitos anudados entre su cabello rubio y lucía muy asustada.

—Señora Gabina…, digo… madame… —susurró entrecortado—, hace varios minutos estoy aquí de pie y soy incapaz de reaccionar. ¿Quién podría estar golpeando a estas horas? Y… bajo esta lluvia.

—¿Ha regresado Eleonora…? —susurró.

—No todavía, madame.

—Bien… no temas. —Intentó esconder su temor tras una máscara de aparente sosiego—. Dejarás la cadena puesta, abrirás un poco, preguntarás quién es y qué necesita. Ojalá no sea una urgencia.

—¡Ojalá no sea un asesino!

—¡¡Shhhh, muchacha!! —la reprendió—, no tientes a la mala fortuna. ¡Ve y haz lo que se te ordena!

Temblorosa, la jovencita caminó unos cuantos metros hasta llegar a la puerta principal. Abrió la traba, pero dejó la cadena enganchada en la cerradura. La puerta se abrió solo unos pocos centímetros, dejando espacio suficiente como para distinguir, entre sombras, el contorno de un hombre con turbante, al cual notó un poco agitado.

—¿Quién es usted? Y… ¿qué busca aquí, señor?

—Mi nombre es Arshad Bhanu, señorita. Soy el acompañante de mi señor… —hizo una pausa que coincidió con el estruendo de un rayo. La reverenció y alzó la vista a la ranura entreabierta—, quien se encuentra en la búsqueda de un cuarto para alquilar. Le imploro llame a la dueña de casa; necesito hablar con ella en privado. No debe usted temer en absoluto.

Irina giró la cabeza y miró a Gabina. Ella se aproximó hacia la puerta para espiar al hombre en cuestión. En primera instancia su voz se oía profunda y serena. Lucía bien arreglado, llevaba un turbante oscuro y saco colorido; su piel parecía morena, definitivamente era idéntico al personaje de uno de los libros que las muchachas guardaban en La Mansión, que contenía las suficientes poses sexuales como para satisfacer todas las pasiones de un mortal.

Tras cerciorarse de que al menos en apariencia el caballero no luciera peligroso, decidió asomarse un poco más. Inmediatamente hizo un gesto con la mano, la muchachita debía hacerse a un lado.

Destrabó la cadena, luego sacó parcialmente la cabeza hacia afuera.

—Diga…, señor, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Dios la bendiga, señora. Venimos viajando desde hace tanto tiempo... ya no recuerdo el día que partimos. El señor descansa dentro del coche, está cruzando la calle —invitó en tono suplicante—; véalo usted misma.

Gabina asomó la cabeza un poco más. Allí logró divisar un imponente coche negro tirado por dos corceles de tono amarronado; se veían intimidantes. Apostaba la vida a que el hombre que descansaba dentro tendría unos cuantos millones en su haber, ¿por qué habría de buscar un cuarto en su oscura casona?

—Vea usted, buen señor…, —habló en tono amable— le oí decir… solicita un cuarto; debo advertirle: se ha equivocado, esta no es una pensión. Tal vez la apariencia de la casa conjunta lo haya confundido. Aquí vivimos solas con mi sobrina.

—Entiendo perfectamente, he recibido claras referencias de La Mansión y no es el servicio que buscamos por el momento. ¿Podría usted dejarme pasar? —insistió—; así podría presentarme debidamente. La lluvia que cae está muy fría, temo enfermar y… bueno, a mi edad no sería conveniente.

La mujer se sintió culposa. Inmediatamente abrió la puerta para hacerlo pasar hacia el hall contiguo al salón principal. El caballero lucía una cálida sonrisa, no podía haber adivinado su edad con exactitud, sin embargo, de algo estaba segura: no parecía ser un hombre mayor, con suerte tendría algunos años más que ella, cuatro o… cinco, pero no más, aventuró.

Madame le devolvió la sonrisa y lo alentó a hablar.

—Cuénteme…

—Verá… —Bhanu hizo una pausa y alzó la mirada hacia Irina, no la había visto bien bajo la luz. Su semblante se oscureció y una película húmeda revistió sus enormes ojos negros—. ¿Podrías… ser tú? —dijo, y caminó hacia ella.

La muchachita lo contemplaba azorada y en absoluto silencio. El moreno caballero se colocó frente a ella y, con dulzura, le acarició el rostro.

—¿Yo…? —preguntó ella, confundida.

—¡Señor! —interpuso Gabina—, debe estar confundiéndola con alguien más, la luz de mi vela no ha de estar siendo suficiente para sus cansados ojos.

El hombre reaccionó sacudiendo la cabeza.

—Seguramente la confundí con alguien más… Mis disculpas, señorita. —Intentando salvar su descuido, volvió hacia la dama—. Como le venía diciendo, el señor desea rentar el cuarto del ático. Lo vio a la distancia, tenía luces encendidas y quedó prendado de él —mintió—. Hemos pasado por cientos de ciudades, créame, en ninguna gustó asentarse.

—Vuelvo a repetirle, no rento cuartos, señor.

—Eso ha quedado claro, sin embargo, insisto. Cuando el señor encuentre una mansión digna de él, nos marcharemos.

—Antes de decidir, debería conocerlo. ¿Podría acercarse él en persona?

El hombre sonrió.

—Lo siento, madame, él está exhausto. Verá, soy el encargado de realizar las transacciones. Sépalo, pagaré por adelantado, además duplicaré el precio sugerido.

Gabina casi se atraganta con la propia saliva. ¡¿El doble?!

—Bien… —dijo entusiasmada, luego le advirtió—. No lo parece, pero es un ático enorme y peculiar.

—¡¿Peculiar?!

—Ocupa la superficie de la casa y de La Mansión. Ahora entiende mejor por qué debo conocerlo lo antes posible, deberé explicarle al señor algunas condiciones.

—Mmm, insisto. No será posible esta noche. Pagaré por adelantado y una vez completa la transacción, él subirá sumido en absoluto silencio. Hoy no quiere ser visto por nadie.

—Al menos concédame el gusto de saber su nombre, digo; el de aquel con quien deberé compartir mis dependencias.

—¡Oh!, pensé que ya lo había mencionado, mis disculpas. —Reverenció apenado—. Es Valar Criffersen, señora.

—Qué nombre tan peculiar…. —musitó fascinada.

—No imagina cuánto.

—¡Ah! —advirtió, con el dedo índice en alto—, solo cuento con una cama. —De alguna manera, a su prejuiciosa mentecilla le había desagradado el aspecto del visitante.

—Por mí no debe preocuparse —se dio por aludido—. El cochero es contratado y yo… seguro encontraré una posada donde poder hospedarme, al menos hasta haber hallado la mansión apropiada para el señor.

—Perfecto. Pasemos a mi despacho, nadie lo verá hoy. Podrá acomodarse a gusto y placer. Eso sí, en la mañana deberá presentarse en este mismo sitio a las nueve en punto. Ni antes, ni después.

—Por lo que veo, es usted una mujer recta —observó preocupado.

—¿Alguna objeción al respecto, señor Arshad Bhanu?

—Ninguna. El señor Criffersen será debidamente notificado del asunto. Mañana usted podrá informarle en persona todo cuanto incluyan sus reglas, señora…

—Madame Gabina —interpuso, salvándolo de su descuido.

—Madame… —corrigió él, volvió a reverenciarla.

Gabina despachó a Irina, el hombre de turbante la siguió con la mirada hasta verla desaparecer del otro lado de la puerta. Ingresaron. Ese era el despacho donde Eleonora solía llevar a cabo sus labores contables. Tenía un espacio idéntico en La Mansión, pero generalmente era utilizado por ella para recibir pedidos especiales o clientes exclusivos.

Y mientras adentro la dama cerraba la insólita transacción por la renta del ático, en la calle opuesta, Valar Criffersen observaba el sitio desde su asiento ubicado en la parte trasera del coche.

Lo sabía: en breve, Arshad Bhanu regresaría con las indicaciones pertinentes y él bajaría para instalarse. Más o menos siempre sucedía así, salvo por el pequeño detalle de que esta vez no le había confesado: la luz irradiada por la muchacha del balcón, seguramente una trabajadora nocturna, había sido el único motivo que lo obligó a tomar tal imprevista decisión.

Capítulo 2

Los cuervos se equivocarán

Esa mañana decidió vestir más formal de lo habitual. Escogió una de sus camisas, la de abultada manga princesa y cuello alto; solía cerrarla a la altura de la garganta con un prendedor de roca azul. Para abajo optó por una pollera de satén a rayas, muy abultada en su parte trasera a modo de polisón, y al final escogió un chaleco de terciopelo negro, que realzó elegantemente el conjunto, pues se adhería a la perfección sobre su ajustado corsé.

Se maquilló poco. Recogió su cabello en un rodete alto y por último tomó el reloj de cadena para introducirlo en el pequeño bolsillo del chaleco. Miró la hora, eran las ocho y cincuenta de la mañana. Suspiró nerviosa y caminó hacia la ventana del salón con las manos sujetas por la espalda.

«Valar…; qué interesante», volvió a pensar inquieta. Primero debía conocerlo, seguramente mencionaría algunas pautas y, claro, reglas a seguir dentro de la casa y en La Mansión, llegado el caso de desear utilizar los servicios de la noche. Recién entonces buscaría a Eleonora para presentárselo.

Volvió la vista hacia el reloj entre sus manos, pasaba de las nueve en punto. Se dispuso a guardarlo, pero los golpes en la puerta del despacho la hicieron estremecer. Se oyeron espeluznantes. Sin dudarlo, profirió un “adelante” en tono impaciente, hasta enojado, y esperó a que alguien abriera la puerta.

Para su sorpresa, la cabeza enrulada y bien peinada de Irina irrumpió del otro lado.

—Madame… —musitó, apagando su característica voz cantarina.

—¡¿Qué haces tú aquí?! —reprochó—. Pasa y explícate.

La muchachita ingresó, apenas entornó la puerta. Lucía apenada.

—Perdón… es que…

—Estás roja como un tomate. ¿Cuál es la causa, muchacha?

—Es el caballero, madame. Menciona haber sido citado a una reunión con usted, a las nueve en punto para ser exacta. Estoy aquí para anunciarlo.

Gabina enderezó la espalda, guardó el reloj en el bolsillo y tomó todo el aire que le fue posible almacenar en sus pulmones, sin llegar a correr el riesgo de hacerlos explotar.

—Hazlo pasar —dijo, con voz afectada.

Irina se retiró apresurada; instantes después, la puerta volvió a abrirse. En el dintel se apersonó Valar Criffersen, quien caminó hacia ella con la misma parsimonia de un felino. Una vez cerca suyo, le sujetó la mano; el contacto de sus dedos le transmitió un frío que le recorrió todo el cuerpo.

—Madame... —le oyó decir, en un tono profundo y cuidadosamente amortiguado.

El hombre se irguió altivo. De estatura por encima del promedio, contextura pareja, figura estilizada y sonrisa envidiable. Usaba sombrero, al quitárselo, adquirió un aspecto de belleza y sensualidad hasta entonces apenas visible. Era joven, pero encantadoras líneas sobre la frente y la comisura de los ojos hablaban del ineludible paso del tiempo.

Dio algunos pasos hacia él. Inmediatamente después observó su semblante, parecía distintivo de un linaje refinado. Era hermoso, sin mencionar el matiz de su piel dorada, poco común en esa época y lugar; contrastaba exquisito con su cabellera castaña de visos dorados; se rizaba a la altura de las orejas y sobre la nuca también.

Gabina intentó recobrar la compostura. Extendió una mano para estrechar la suya en un modo frío e impersonal. Tragó saliva con dificultad, carraspeó y se pronunció en tono de falsa serenidad.

—Señor Criffersen. Tome asiento, por favor.

Ella le indicó un asiento de madera tallado en forma de lira, estaba del otro lado del escritorio. Valar dio algunos pasos hacia adelante, si bien tomó el asiento entre sus manos, antes de proceder esperó a ver que la dama ocupara el suyo.

—Muy amable —dijo ella, dándose por aludida—. Ahora tome asiento usted, por favor.

Lo vio hacer lo propio, pero no del modo convencional. Criffersen cruzó las piernas una sobre la otra y apoyó un codo encima de sus rodillas, se llevó el dedo índice hacia los labios, como imponiéndoles silencio.

La dama se sintió escrudiñada y bastante incómoda, tanto como si existiera la posibilidad de ser hipnotizada por esa mirada penetrante. Sus ojos verdes, particularmente oscuros, resaltaban impresionantes en contraste con el claro tono de sus cejas. Jamás había visto a alguien tan impactante.

—Señor, no sé por dónde comenzar —se sinceró—. Espero entienda lo inusual de la situación. Nunca antes había rentado un cuarto a nadie, mucho menos… el ático.

—Lo entiendo… —musitó, tras liberarse los labios

—El señor Bhanu me lo explicó, usted estaría aquí nada más hasta haber hallado… una casa digna.

—Efectivamente, tengo en vista una mansión en las afueras de la ciudad. Cercana a la zona boscosa.

—Encantador lugar y… distante. Que la buenaventura lo acompañe en su causa. Mientras tanto, es un hecho que residirá en el cuarto del ático.

El aire del lugar comenzó a sentirse un poco extraño. Perturbada, Gabina se obligó a sí misma a hacer una pausa en la conversación. La forma en la que él se humedecía los labios con la lengua y mordía su labio inferior mientras la escuchaba era inquietante, la enloquecía y a la vez le quitaba la respiración. No podía pensar con claridad. Suspiró profundo y se puso de pie.

Caminó hacia la ventana. Contempló unos instantes la calle principal y luego giró sobre los tacos de sus botas. Volvió la vista hacia él, continuaba en enigmática posición. Al notarlo, decidió que lo mejor sería regresar al asiento y entrevistarlo, tal como hacía con las muchachas antes de contratarlas para La Mansión; claro, exceptuaría cerciorarse sobre el buen estado de salud y de contar la cantidad de piezas dentales dentro de su boca, al fin y al cabo, solo deseaba obtener información sobre ciertos hábitos y costumbres.

—Hábleme un poco sobre usted, señor Criffersen —dijo, tras tomar asiento nuevamente.

—Bueno…—Descruzó las piernas e irguió la espalda—. Soy bastante reservado en ese aspecto, madame, pero entiendo su posición. Me verá poco en espacios comunes. Hago salidas generalmente por la noche. La oscuridad provoca en mí una extraña fascinación.

Ella sonrió con disimulo. Él continuó.

—Me declaro adicto al buen té. —Se sonrojó—. Me agrada encargarme personalmente de ello, misma marca, mismo sabor, siempre.

—La cocina estará disponible cuando lo desee. Nuestra criada, Irina, será quien lo ayude con eso en la casa. En La Mansión será servido como cualquier otro cliente. —Se silenció un instante—. Y, ¿en cuanto al almuerzo y… la cena?

—Rara vez coincidiremos. Suelo cenar afuera y levantarme bastante tarde. Aunque pensándolo bien…, tal vez sí me aventure a La Mansión alguna de estas noches.

—Será más que bienvenido, señor. —Hizo otra pausa, un poco más larga que la anterior—. Hay… algo que olvidé mencionarle. Debe saber que no vivo sola, me acompaña mi sobrina, Eleonora. Al respecto, almorzamos a las doce en punto; soy una mujer rigurosa en ese aspecto. En cuanto a la cena, lo hacemos separadas, Eleonora aquí y yo en La Mansión. Es imposible para mí salir de ahí por esas horas. Al terminar, ella se encarga del orden del lugar y de cerrarlo mientras yo descanso. Siempre ha sido así.

—No tenía esa información. —Asombrado, endureció el gesto. «¿Bhanu desconocía eso o se lo habría ocultado intencionalmente?». No lo sabía… «¿Sería la misma joven del balcón, que lo había fascinado y horrorizado por igual? No, seguramente ella sería una trabajadora del lugar, no alguien con quien debería compartir dependencias», pensó preocupado y se obligó a sí mismo a desestimar la idea.

—Sí, una muchacha obediente pero sumamente ensimismada. Peca de… anticuada.

—Explíquese —pidió amable, como si en verdad le importara.

—Viste de negro todo el tiempo. Se resiste a arreglarse de otro modo y también a comprometerse con algún muchacho. La pobre insiste en esperar al amor de su vida. ¡¿Puede usted creerlo?! Una ridiculez total en estos días.

—El amor… —musitó divagante y ladeó la comisura, como nostálgico.

—¡¡Por Dios Santo!! ¡Pasa la edad casadera! ¡¿Quién en su sano juicio esperaría enamorarse?! —continuó protestando, ignorando los gestos de su asombrado interlocutor.

—Eso pareciera molestarle.

—En cierto modo, sí. Pero no hablaré de mi vida personal. Bastará con conocerla. Ella entenderá los acuerdos que nosotros realicemos.

—¿Y si… presenta alguna objeción al respecto?

—No lo hará; tiene mi palabra. Es bastante reservada, creo que la verá poco. Me gustaría presentársela, pero salió temprano rumbo al mercado, luego de entregarme los datos contables del mes.

—No faltará oportunidad. Vuelvo a agradecerle su buena predisposición, madame.

—Podrá utilizar ambas dependencias, según su deseo y necesidad.

—Gracias.

—El camino ya lo conoce y la llave le fue entregada. ¿Verdad?

—Sí.

—Todavía lo noto algo inquieto… —observó la dama—. ¿Alguna otra cosa que deba yo saber?

Valar se había puesto de pie y ya se encontraba en un lugar cercano al dintel de la puerta.

—De hecho… soy amante de la ópera. Le parecerá extraño, pero poseo un aparato peculiar en el que puedo oírla. Si lo oye sonar, no interrumpa, por favor; agradeceré toda la privacidad posible durante esos momentos.

—La tendrá, señor Criffersen —asintió con la cabeza—, la tendrá.

Gabina lo observó caminar de espaldas y pensó que, aunque hubiera tenido la dicha de contemplarlo solo desde ese ángulo, en nada hubiera cambiado el juicio hacia su aspecto físico: era increíblemente seductor por donde lo mirara.

Ella alzó la vista hacia el techo, como intentando alcanzar el ático. «Los cuervos se equivocarán», dijo para sí; luego se dispuso a revisar los datos contables entregados por su sobrina. «Ellos se equivocarán», volvió a pensar.

***

Se acercaba el mediodía. Eleonora debía apresurarse con las compras, era el momento de regresar para el almuerzo. Hacía mucho calor, una temperatura poco habitual para esa época del año y, encima, ella, vestida de negro, parecía sufrirlo el doble.

Aunque los vestidos fueran bonitos y tuvieran pliegues en la parte trasera a fin de engalanar su diminuto talle, estos nunca dejaban de ser negros y aburridos. Ni siquiera se aventuraba a los peinados de moda usados por la mayoría de las chicas de su clase y edad. La joven se resistía a usar pequeños flequillos y recogidos más sueltos, incluso podía dejar caer algunos mechones sobre la frente o nuca, sin embargo, siempre optaba por esa insípida raya al medio y por sujetar su largo cabello castaño oscuro en un apretado rodete de anciana.

Tras salir del mercado, cargó las cosas y enfiló de regreso al hogar. No aceptó ayuda alguna a pesar de haber tenido cantidad de ofrecimientos. Ella llevaba dos paquetes con menesteres, uno en cada brazo, apenas podía ver el camino delante de ella, el lugar estaba atiborrado de agitados transeúntes. Avanzaba a paso apresurado sobre la acera principal cuando en su torpe carrera tropezó con un hombre y cayó al suelo. Lamentó haber desparramado la mercancía. Todavía sentada en la acera, se dispuso a recoger todo cuanto estuviera a su alcance para introducirlo nuevamente en los paquetes.

Parecía una labor titánica; afortunadamente, una mano gentil se extendía para ayudarla. Ella la asió, entonces fue capaz de levantarse del suelo sin mayores complicaciones. Antes de recoger los alimentos desparramados, alzó la vista con intención de conocer al caballero, lo miró un instante. El corazón se le detuvo y aunque las palabras huyeron de su boca, intentó apelar por un atisbo de cordura y claridad mental para poder agradecer el gesto.

—Gracias…, señor. Es usted muy amable.

El caballero no respondió. Él se quedó mirándola fijamente. No pudo visualizar ninguna luz en ella porque el sol del mediodía lo encandecía, pero sintió un fuerte escozor. Era una sensación asfixiante entremezclada con varias emociones más que lo dejaron confundido, por no decir molesto. Valar Criffersen era incapaz de entender qué estaba sucediéndole.

—Señorita… —pronunció irritado.

—Hazel —completó la chica, distraída.

—Señorita Hazel, ha de ser más cuidadosa en el futuro. —Se sacudió el sobretodo de muy mal modo—. La gente aquí parece por demás torpe y carece de buenos modales.

Eleonora no supo qué decir. “Qué atrevido”, hubiera querido responderle ella, había sido descarado hablándole de ese modo tan impertinente y mordaz, pero debía continuar su carrera si deseaba llegar antes del almuerzo. El rostro de Gabina se había representado en su mente como una suerte de temible y amenazador gigante. Definitivamente no perdería el tiempo discutiendo con un hombre tan mal educado y poco gentil como ese.

—Lo tendré, ahora el tiempo apremia para mí, señor. Agradeceré que libere el camino para poder continuar. —Sacó pecho, pero no se atrevió a mirarlo—. Es lo mínimo que podría esperar de alguien como usted.

Valar permanecía silencioso, rígido, intimidante. Por alguna razón ajena a su conciencia, se resistía a darle el paso.

—¡¿Acaso… no me oyó, señor?! —insistió ella, prepotente.

—Lo hice... —Era incapaz de quitarle la mirada de encima.

—Entonces…, ¡¡hágase a un lado!! —gritó impaciente.

—Que la suerte la acompañe…, señorita Hazel, como también a mí, ya que espero no volver a cruzarla jamás.

Criffersen, cuya postura parecía imposible de desarticular, la contemplaba indignado. Al notar el semblante de disgusto en el rostro de la joven, decidió dar un paso al costado. Sin más que intercambiar, cada cual siguió el rumbo preestablecido.

A mitad de cuadra, él se detuvo preocupado. Necesitaba sosegarse, se llevó una mano al pecho. «¿Quién sería ella?», preguntó a su mente vacía. No hubo respuesta alguna y aunque no hubieran sido presentados debidamente, sabía que la ciudad era lo suficientemente pequeña como para volver a verla y eso lo asustaba. La posibilidad existía, era un hecho innegable. Apremiaba reducir el margen de probabilidades, entonces supo que debía abandonar toda idea que lo hiciera querer regresar al mercado.

Valar llegó a la conclusión de que, fuera quien fuera la enigmática señorita Hazel, debía mantenerla alejada de su persona a como diera lugar; de lo contrario, sería devastador.

Capítulo 3

Deseos sublimes bajo mi piel

Gabina había intentado presentarle a Valar Criffersen, sin éxito. Si bien había logrado relatarle vagamente algunos de los hechos ocurridos y entregado otros detalles de menor importancia, en lo que había puesto mayor énfasis era en recordarle que ahora el ático estaría habitado por un caballero y, por tal, ya no podría subir a espantar cuervos. Cuánta tristeza le causó oírle decir eso, como si ella no tuviera nada más importante que hacer.

Como de costumbre, la muchacha no cuestionó nada. Ojalá lo hubiera hecho, pero tía Gabina podía ser persuasiva y manipuladora, sobre todo con ella. Eleonora no preguntó detalles sobre el caballero: su apariencia, sus intereses o las rutinas en las cuales ahogaba los días. Nada de eso sucedió. Aceptó lo informado como un hecho indiscutible y continuó sus días como si nada hubiera pasado. Solo intentaría recordar que allí ahora habitaba un caballero y aunque no había tenido la dicha de conocerlo en persona, no debía asustarse si por casualidad se cruzaba con él en algún rincón de la casa.

Eleonora se repitió, hasta convencerse de ello, que no volvería a interferir en los asuntos de su tía. Llegado el momento, se limitaría a saludarlo y continuaría su camino con total naturalidad.

—¡Eleonora! —la reprendió ni bien la vio aparecer en la cocina—. ¿Dónde estuviste? El señor Criffersen merendó en la casa, un hecho inaudito, si se me permite observar. Pensé que estarías para presentártelo. No es pertinente que sigas sin conocerlo. Me disgusta el hecho de tener preocupaciones como esas en la cabeza.

Ella, con aire somnoliento, caminó y tomó asiento a un lado de su adusta tía Gabina.

—¡Otro asesinato! —Lanzó el periódico sobre la mesa de mala manera y dejó en evidencia que no se encontraba de humor para discutir.

—¡¿Quién será el alienado ese!? ¡Dios nos libre y proteja! —exclamó Gabina, afectada—. Esta situación ha comenzado a preocuparme.

La dama tomó el periódico entre sus manos. Leyó vagamente los detalles del asesinato mientras Eleonora se servía té en una hermosa taza de porcelana celeste con elegantes flores, entre el dorado y el beige.

—Habría que preguntárselo al especialista en el campo, creo… lo llaman alienista, o… a la policía —su tono se oyó ligeramente irónico—, o… tal vez al periodista ese; debe ser tan morboso como el mismo asesino, describe todo con espantosos detalles.

—¡Cuánta liviandad en tus palabras!

—Todo lo contrario, querida tía. A mí también me preocupa lo sucedido. En cuanto al señor Criffersen… me tiene sin cuidado. Conocerlo no cambiará mi posición en esta casa, ni alterará mis monótonas rutinas.

—Estás de humor peligroso —observó ceñuda—. Me pregunto qué te habrá puesto así.

En verdad no había un “qué”, sino un “quién”. Eleonora había quedado tan molesta con el caballero del mercado de la calle Grey que deseaba volver a encontrárselo solamente para decirle lo que no se había atrevido a expresarle entonces. Siquiera sabía si podría reconocerlo llegado el caso, pues estaba tan nerviosa que apenas había logrado verle el rostro. Amén de ello, procuraría no comentar nada a Gabina, no soportaría una nueva discusión con ella. Mucho menos esa tarde.

La joven apoyó la taza sobre el plato con absoluta naturalidad. Miró hacia la ventana cubierta de enredaderas. El sol caía.

—Mi humor no tiene nada particular la tarde de hoy, es que… debo ir a la fiesta a la cual tú no irás, en la mansión del señor Hold —dijo; una verdad a medias: eso también le molestaba.

—Cierto, el padre del muchachito Gustav. Lo conocí hace algunos días, está recién llegado del extranjero.

—¿Por qué debo ir sola a esa clase de eventos sociales? Los hombres te adoran a ti, no a mí. Dime, al menos…, ¿¡cuál es el motivo del agasajo!?

—El jovencito de la casa, te lo dije, está recién llegado. El señor Archill me confesó que...

—¿¡Lo ves!? —interrumpió—: Estás al tanto de todo el cotilleo, el cual ignoro por completo. A ti te aman, tía; para ellos soy aburridísima.

—Lo sé, pero sus mujeres no piensan de igual modo. —Hizo una pausa y redireccionó la conversación—. ¿A qué hora deberías estar allí?

—A las siete y treinta.

—Bien, prepárate. La presentación con el señor Criffersen quedará en segundo plano, una vez más.

—Pero… ¡¿cómo llegaré hasta allí, digo, sin un cochero?! —inquirió, ignorando el comentario anterior; luego reflexionó—. A veces extraño al señor Collins… —Hizo una pausa—. ¿Lo recuerdas? Solía ser tan amable conmigo cuando era pequeña.

—Es cierto. —Se puso de pie—. Un señor muy noble y respetuoso. Se casó a avanzada edad. Después su esposa le prohibió trabajar para nosotras.

—¡¿Se lo prohibió?! —Frunció el entrecejo—. ¿Cómo alguien podría prohibirle algo a la persona que ama?