Lulu - Mircea Cartarescu - E-Book

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Mircea Cartarescu

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En "Lulu" (1994, Premio de la Unión de Escritores Rumanos, Premio ASPRO), Cartarescu despliega su versión de la figura del artista adolescente en la persona de Victor, un escritor asocial y torturado que parece sacado de una obra de Proust, y que vive obsesionado por Lulu, uno de sus compañeros de liceo que, disfrazado de mujer y aprovechando la fiesta de clausura de un campamento de verano en 1973, lo fuerza a un contacto sexual. Recluido en una villa de los Cárpatos, y ya convertido en un escritor de éxito, Victor intenta exorcizar a través de la escritura a los monstruos que devoran su alma. El juego del doble "encarnado en Victor, el escritor enfrentado a su "hermana gemela", la niña amputada", de larga tradición en la literatura moderna, alcanza en "Lulu" una dimensión que hace de esta novela una auténtica obra maestra. Mircea Cartarescu, eterno candidato a ser el primer premio Nobel en lengua rumana, está considerado uno de los grandes narradores europeos de la actualidad.

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Lulu

Mircea Cărtărescu

Traducción del rumano a cargo de

Marian Ochoa de Eribe

Con una introducción de

Carlos Pardo

Introducción

El animal defectuoso

por Carlos Pardo

La historia de la literatura está llena de opiniones prestigiosas que uno escucha varias veces a lo largo de su experiencia como lector, cada vez con más desconfianza. Así, se dice que los temas no se eligen, sino que nos eligen, que deberíamos escribir solamente de aquello necesario (como si fuera fácil distinguirlo de lo gratuito) y que la perfección se da cuando forma y contenido se acoplan de manera perfecta, esto es, cuando el libro inventa su propio género.

Uno se ha vuelto desconfiado con unas afirmaciones que casi siempre vienen a justificar los buenos propósitos del escritor y no lo que uno percibe al leer la obra, pero si ahora me acojo a estas tres premisas (el tema que ha elegido al autor, un tema absolutamente necesario para él y que además le obliga a una escritura de búsqueda) es porque me han parecido evidentes en Lulu. Incluso, por seguir con las frases hechas, cuando uno termina Lulu tiene la sensación de que los libros se escriben a pesar de sus autores, atentando contra su tranquilidad y su bienestar.

Digámoslo desde el principio para que nadie se confunda: Lulu es una experiencia límite. Para su autor, que puso cada escama de su piel (irisada, fugaz, ambigua, contradictoria) hasta gastarse el alma. Pero también para el lector, que avanza por una intimidad contagiosa sin desear saber del todo qué está pasando, fascinado por la belleza poliédrica de la araña que devora a ese pobre insecto inmovilizado por el veneno y plenamente sensible (el propio Mircea Cărtărescu) al final de un oscuro pasillo de su cerebro, porque quizá el lector es la próxima víctima.

Cuando Cărtărescu comenzó la escritura de Travesti (aquí Lulu, como en la traducción francesa), ya se había dado a conocer como poeta y narrador. Acababa de cumplir treinta y cuatro años y se sentía «nel mezzo del cammin», pero lo que vio entonces no le pareció un motivo de orgullo sino una vida llena de carencias. Era uno de los grandes poetas rumanos: su parodia joyceana Levantul (1990) había fascinado a la crítica. Además, su libro de relatos Nostalgia (1993), que incluye esa breve joya titulada El Ruletista (Impedimenta, 2010), le había dado fama internacional. Pero lo refrenado empujaba y Cărtărescu hubo de recorrer sus propios infiernos.

Desde las primeras frases de Lulu encontramos la necesidad de acceder a algo personal, de escribir para sí, de ajustar cuentas con uno mismo antes de seguir fabulando.

Victor, narrador a la vez que destinatario del libro, es, como Cărtărescu, autor de un excelente libro de relatos, un escritor que mira su propio rostro en el espejo de la literatura y escribe: «Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas, no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura».

Esa herida se llama Lulu y su historia puede contarse de una manera sencilla, si bien los espejos multiplicados en los que se refleja hacen tambalearse la identidad del propio autor y del lector. Probemos:

El joven Victor es un poeta poco dotado para la vida, un animal defectuoso como son todos los adolescentes, que descubre a los diecisiete años la capacidad de sublimación de la literatura. Está exiliado de la vida.

Diecisiete años después (la simetría es una divinidad peligrosa en la obra de Cărtărescu) ese exilio debe terminar. Victor tiene que volver a ser uno. Debe examinar una fractura quizá más vieja, oculta en alguna puerta cerrada de una niñez que lo asalta con pesadillas.

Pero volvamos al presente de la escritura. Victor, de treinta y cuatro años, escribe desde una retirada casa de los Cárpatos. Su madurez lo atormenta y asquea. Su vida, desde los diecisiete, ha sido una sucesión de «periodos con Lulu» y «periodos sin Lulu». Después de conocerla su vida perdió el equilibrio, pero ¿quién es Lulu?

Avancemos todavía un poco más en zigzag, como el narrador de esta historia: el joven Victor, de diecisiete años, comienza el verano en el campamento de Budila. Sus acompañantes son el poema Soledad de Rilke y La metamorfosis de Kafka, pero la verdadera compañía, que va desgastando su seguridad de poeta maldito, es un grupo de teenagers en plena efervescencia hormonal, adolescentes hipsters, subversivos, brutos e ingenuos en la Rumanía de comienzos de los años setenta. Victor pasea su atonía por los pasillos vacíos, feo, con una cara «demasiado pálida y asimétrica», ajeno a la iniciación de los demás en la vulgaridad del mundo. Él no se conforma con tan poco: ha elegido la totalidad. Es un poeta maldito de diecisiete años, lo que equivale a decir alguien negado para los placeres demasiado reales.

Entonces llega la mascarada final, la fiesta de despedida del verano en el campamento de Budila. Se encienden hogueras. El rock americano suena en los altavoces. Las muchachas se han maquillado con coloretes dorados que las hacen parecer más bellas y menos reales. Todo el mundo se ha disfrazado y hasta el propio Victor se siente un poco menos él mismo. Entonces hace su entrada Lulu. Lulu es uno de los compañeros de instituto pero ahora travestido de mujer y con su llegada se abre de golpe esa puerta de la infancia...

Lulu es una novela de aprendizaje de la madurez perteneciente a la tradición de las «vacaciones iniciáticas» que tan buenos frutos ha dado a la literatura, donde el adolescente suspendido en un tiempo de ocio forzoso se convierte en el campo de batalla entre el ideal y la realidad, pero que nadie piense en la evocación nostálgica de El gran Meaulnes o en las sutilezas eróticas de Agostino. Los jóvenes son jóvenes y sus apetitos similares pero la demoledora sinceridad de la escritura de Cărtărescu y del punto de vista de este narrador, Victor, que no quiere pactar con sus propios fantasmas, nada tienen de evocador. La suya es una herida demasiado viva que cruza su rostro desde la infancia para quedarse de por vida. Es la herida de la que nace la literatura.

No es exagerado decir que pocas veces se ha tratado con tanta intensidad (y en tan pocas páginas) la soledad del adolescente que decide «completar» la vida con la ficción, la pequeñez de quien sueña que va a ser un gran escritor, aunque su vida es deficiente, de quien está llamado para grandes cosas que nunca conseguirá. «Aunque fuera feo, yo estaba llamado a perdurar, no ellos, de mí y no de ellos se hablaría al cabo de diez años, mi libro y no su belleza daría fe de las esencias del mundo». Pero la promesa era todo el premio.

Por eso el tema de este librito es la sublimación: la capacidad de hacer del barro de nuestras miserias psicosexuales oro literario, pero oro insípido. El escritor maduro que ha terminado por vivir una vida normal, intercambiable con cualquier otra, con sus notables éxitos que se vuelven modestos cuando es uno quien los vive, no da en Lulu sus recetas de cómo escribir bien. Cărtărescu eligió tocar fondo para llegar al corazón de la necesidad de escribir ficciones, llámense estas prosa o poesía. En el corazón de las ficciones estaba aquello que hace del hombre un animal defectuoso, incompleto: el deseo de simetría. De donde nace, como escribe Victor, el «pensamiento, ese miserable seudónimo de la soledad».

Pero si el tema de Lulu es la capacidad de dar un complemento a la vida, la imagen que lo domina es la del andrógino: «reencuentro con la hermana o el hermano perdido, con la mujer reprimida en todo hombre y con el hombre escondido en toda mujer.» Quien se mira en el espejo ve el retrato del doble, aquel que uno pudo ser o puede llegar a ser dejando de ser él mismo, placenta o cordón umbilical, esa parte de nosotros mismos que ya nunca llegará a cumplirse y que nos haría un ser íntegro.

¿Qué hace de Lulu una obra necesaria también para el lector? No solo su capacidad para reconocerse en el drama de Victor, el incompleto, sino, sobre todo, que no es una obra egocéntrica. Cărtărescu emprende el retrato de unos cuantos personajes «muy reales» que viven sus problemas y su adolescencia ajenos a la cerrazón del narrador. Estos compañeros de campamento (Savin y Clara, Bazil y Lulu, Michi, Fil), tratados con una finura y generosidad, son otros tantos puntos de vista, compañeros en el viaje hacia la normalidad con el que comienza la madurez. Quien se adentre en Lulu debe saber que le espera la lucha con el propio ángel (arañas, galerías, muñecas sin ojos, pasillos donde uno debe perderse para poder ser él mismo) de la que saldrá fortalecido si es capaz de no guardarse nada, de no tener miedo al ver el propio rostro sin los afeites de la vanidad.

La herida no se curará, pero nos hará compañía de por vida. Es la literatura. La inventamos porque estamos incompletos.

No es fácil reproducir en nuestro idioma el estilo ágil y poco convencional de Mircea Cărtărescu, así que hay que agradecerle a la traductora Marian Ochoa de Eribe que haya emprendido con tanta fidelidad y ritmo la traducción de esta y del resto de sus obras: los relatos de Nostalgia y la trilogía simétrica, estructurada como las alas de una mariposa, Orbitor (1996-2007), que aparecerán próximamente en Impedimenta. La prosa de Cărtărescu puede ser detallista (como cuando describe la tristeza de la ciudad provinciana) sin perder por ello el eco de la alegoría. Uno tiene la sensación de que lo más cercano (con las propias palabras de nuestro idioma) es un misterio que debemos mirar de frente.

Carlos Pardo

Lulu

Esta es mi alma, Raquel.

Rogad por ella.

Tudor Arghezi

Amigo, ¿cómo voy a luchar contra mi quimera? Querido compañero, tú, el único para quien escribo, para quien he escrito siempre, ¿cómo voy a escapar de ese carmín que se extiende por mi vida como en el espejo de un lavabo y que no desaparece con nada, bien al contrario, que está cada vez más seco, más sucio y más diluido? ¿Cómo voy a sacar de mi cerebro aquellas tetas de guata, aquella falda de puta vulgar, aquella peluca, aquel artificio, aquel manierismo? Esa turbación, que da vueltas en mi cabeza como si fuera un jarabe espeso, baja hasta los huesos de la nariz, hasta las vértebras del cuello e inunda mi pecho con algo rojo y pegajoso, como si la imagen de Lulu fluyera en una mezcla de colores, en colorete fabricado con pis de gato, en perfume de esperma de marta cibelina, en flores exóticas, marchitas y sospechosas, en ojos maquillados con un rímel grasiento que se escurriera como en los cuadros de Dalí —se escurriera, se enviscara en torno a mí y chorreara sobre el asfalto hasta formar un charco como un seudópodo camino de la alcantarilla—. ¿Sabes, Victor, que mi soledad tiene en su blanca piel un forúnculo y que ese forúnculo se llama Lulu? ¿Sabes que he venido hasta aquí para recordar la piel de esa joven que siempre ha encontrado en mí un rincón sombrío donde acunar a su muñeca y que abajo —ahí donde el dobladillo de su vestido roza la pantorrilla de piel dulce y transparente—, he descubierto ahora un forúnculo miserable que se llama Lulu? Nieva tras los enormes y relucientes ventanales de la casa. No he encendido la luz del pasillo. Veo cómo el ocaso interpone sus filtros fotográficos entre las ramas nevadas del pino que respira junto a la ventana y yo, unas ramas que callan y que esparcen un silencio ceniciento. Y ese silencio ceniciento penetra por ósmosis a través de la membrana de las franjas de cristal y se posa en capas gruesas, transparentes, unas veces verdosas, otras ocres, pero casi siempre de un ceniciento pesado y transparente, en el gran recibidor helado. He ido al aseo y he contemplado, como en trance, el chorro fino de orina amarilla que caía lentamente en la taza de porcelana. En el aire oscuro, me he examinado en el espejo de encima del lavabo y he visto un rostro que, en el silencio y el frío y la soledad de esa habitación minúscula pero infinitamente alta, no era de hecho mi cara sino la tuya, Victor, mi querido y único amigo. Tú me mirabas porque yo te he llamado, y es tu inicial la que he escrito yo con mi dedo en el espejo, sobre tu imagen, después de empañarla con mi aliento. He sonreído porque en ese momento he pensado que tú no podías ser atacado por esta enfermedad de mi mente que se llama Lulu, que solo esa niña infeliz y yo hemos visto ese espantajo sucio, rezumante, que me ha llevado de la mano hacia sus tinieblas. De hecho únicamente yo lo he visto, ella lo ha sentido en la piel, como si estuviera vestida con una retina pura, mullida y sensible, y sobre ella, de esa insoportable imagen invertida, pequeña como un sello, hubiera surgido ese absceso efervescente. Tus ojos en el espejo, Victor, son hermosos, fuertes, nobles, de caballero honrado e intachable. Te he observado hasta que el aire del baño se ha tornado marrón oscuro y yo he empezado a temblar en ese pijama demasiado grande para mí…

He entrado en el dormitorio supercaldeado, donde únicamente la lámpara de la mesilla recortaba un círculo de luz sobre mis papeles y mis libros, el resto permanecía sumergido en una penumbra densa, he abierto la puertezuela enrojecida de la estufa y he contemplado fascinado, durante largo rato, las llamas verdosas-amarillentas-azuladas, como de arlequín, que jugueteaban allí con impertinencia. He apagado el fuego y luego la lámpara. En la ventana ha aparecido entonces la luna, redonda, penetrante, reluciente, corriendo por el cielo oscuro. Me he acurrucado en la cama, me he tapado la cabeza con las mantas y he soñado. Me encontraba en el vestíbulo sombrío de un edificio enorme, con gigantescas salas de mármol y monumentales escaleras interiores. Por la luz apagada de aquel recibidor alto y vacío, de baldosas cuadradas, era ya de noche. Yo estaba, con los pantalones bajados, sentado en un inodoro de porcelana colocado justo en el centro de la inmensa habitación. No sabía cómo había llegado hasta allí. Contemplaba mis pantorrillas desnudas y escuchaba cómo el silencio angustioso daba vueltas por el frío de la sala. Entonces se ha abierto una puerta de más de cinco metros de altura y ha empezado a entrar gente, cada vez más y más, que paseaba con gesto preocupado por el vestíbulo, sin dejar de murmurar. Yo seguía sobre el inodoro, en medio de todos ellos, angustiado, muerto de vergüenza, sin saber qué hacer ni cómo esconderme. Algunos se detenían junto a mí y me contemplaban con horror o les entraba la risa. Poco después, aquel espacio infinito estaba a rebosar y yo, ruborizado y lloroso, permanecía apartado, desnudo, mi coronilla a la altura de su pecho, y cubría con las manos mi sexo, que colgaba en el receptáculo de porcelana sucia.

Ahora es de mañana y te miro otra vez a los ojos. La palabra que dibujé ayer sobre el espejo empañado se distingue aún ligeramente si miras de soslayo. La tacho con pasta de dientes. La soledad lleva en su seno la semilla de la locura, incluso aunque hayas vivido toda la vida así, incluso aunque te hayas adaptado a la soledad y a la frustración. Soledad. Frustración. No me siento a la mesa, me hago un café e intento concentrarme, seguir escribiendo, apresarte en algún sitio. Cuando era pequeño cazaba mariposas, atrapaba un podalirio o un zapatero e insertaba en su cuerpo vermicular un alfiler, tal y como había visto hacer. Clavaba el alfiler en un corcho y observaba cómo seguían aleteando durante varias horas, cómo se aferraban con sus seis patitas filiformes al corcho poroso. Con esa misma crueldad y placer te clavaría en estas páginas, Lulu, contemplaría cómo te retuerces, cómo pones los ojos en blanco, cómo frotas tus alas de abyección, de lentejuelas y plastilina… Me siento ante la máquina de escribir, tu mesa de tortura, pero también la mía, porque no te puedo torturar sin torturarme yo mismo, tal y como no puedes abrir con el bisturí tu propio forúnculo, para vaciarlo de pus, sin gritar y sin retorcerte como un poseso.

Así pues: hace diecisiete años… Coño, ahora me doy cuenta de la coincidencia de las fechas: en 1973 tenía diecisiete años, y ahora treinta y cuatro. Así pues: hace diecisiete años, cuando yo tenía diecisiete y estaba justamente en la mitad de mi vida actual (pero, ¿cómo iba a saber eso entonces?), terminaba mi curso decimoprimero en el liceo Cantemir. Estaba mucho más solo que ahora, cuando estoy muy solo. Mi trabajo, por aquella época, era la soledad. La practicaba por las calles ocres y polvorientas de Bucarest, en sus barrios antiguos, desconocidos para mí hasta entonces. Caminaba todo el tiempo recitando versos en voz alta, espantando a los transeúntes con mis ojos alucinados, con mi cara pálida y asimétrica, con un bozo de pelusilla sobre mis labios cuarteados y mordidos. Buscaba las casas más antiguas, amarillentas, con adornos estúpidos y solemnes, o bloques raros, estrechos como una cuchilla, que lanzaban su sombra de gnomo sobre las plazuelas solitarias. Algunas veces entraba en esos bloques enigmáticos, penetraba en los portales que olían a viejo y a aguarrás, subía sus escaleras de caracol terriblemente estrechas, con pequeños rellanos de vez en cuando, donde, a la luz dorada de una ventana redonda, se retorcían las hojas polvorientas de un ficus o de un oleandro olvidado por todo el mundo, casi seco; subía hasta arriba, hasta la buhardilla, y llamaba a alguna puerta verde, que parecía llena de telarañas de tanto esperar. No me abrían las puertas chicas guapas y tristes, de ojos inmensos, sino, generalmente, viejos o amas de casa desaliñadas. Mascullaba algo y bajaba, salía de nuevo al sol homogéneo y plácido, volvía a recorrer las calles rayadas por los cables de los tranvías, me seguía adentrando en las zonas desconocidas de la ciudad. Bloques rosas, bloques rojizos con balcones apoyados sobre Atlas y Gorgonas con tetas de yeso amarilleadas por la humedad, estatuas enmohecidas en las que nadie más reparaba… Yo las abrazaba en mi soledad, acariciaba sus rostros desollados, las ayudaba a renacer en una realidad más profunda, en un ambiente metafísico y radiante. Con los tres lei que mis padres me daban cada día, me compraba una empanadilla de queso o un zumo y seguía caminando cada vez más lejos, murmurando para los árboles enjutos del margen del camino, para algún quiosco circular de periódicos, para el cielo de un azul como de cuadro surrealista: «La soledad se parece a la lluvia. / Se alza del mar hacia los atardeceres; / desde llanuras lejanas remotas / se va hacia el cielo, que la posee siempre. / Y solo entonces baja a la ciudad…».1 Recitaba con patetismo, gesticulando, mirando fijamente a los que pasaban en sentido contrario. Me gustaban las ruinas, las casas medio derruidas, entraba en alguna habitación sin techo, con paredes decoradas con motivos naïf (horribles palmeras de color caca, ramitas azulonas decoloradas, todo ello sobre enlucidos rotos, deshechos, hinchados por la humedad), con excrementos humanos por los rincones, petrificados a su vez por el silbido del tiempo, con rectángulos amarillos sobre la pared allí donde antes hubiera cuadros o espejos. Un osito de peluche amarillo, deshilachado, pringoso, con un ojo de cristal colgando de su alambre, yacía sobre el suelo junto a un tubo rojizo. Arañas esféricas, de patas como hilos largos, permanecían inmóviles sobre las paredes. Gusanos cenicientos y compactos, con dos pelillos en la cola, se escurrían en las grietas, bajo las placas del enlucido. Permanecía una media hora en aquellos lugares habitados por el eco, terriblemente solitarios. Escribía algo, con un trocito de tiza o de ladrillo, sobre una pared azul. Volvía a casa por la noche, mirando cómo se perfilaba algún balcón minúsculo, negro como el betún, sobre la oscura llamarada roja del cielo. Esa era toda mi vida: versos escritos en cuadernos, versos recitados por calles amarillentas y ruinas mohosas. Por las noches no podía dormir, me levantaba de la cama y contemplaba la luna, que arrojaba oleadas de luz sobre el viejo Bucarest, un mar de tejados de barro atravesado por las llamas amarillas de los álamos. Era el dolor de las vísceras inútiles, de la carne pálida, del verano interminable. Ese dolor me ahogaba, era como un amor destructivo pero sin objeto, amor y languidez por nadie.

Julio pasó como una alucinación, como una única diapositiva con una plazoleta vacía y un bloque desmoronado. En agosto fui de campamento a Budila con otros compañeros de clase, y en esa palabra, Budila2 —el váter, el retrete, la cloaca desquiciada y asquerosa, pero también el gigante Buda sonriente, con los ojos entornados, rodeado por un nimbo de perlas y llamas—, está concentrado todo. Nunca llegué a comprender qué sucedió entonces. Fueron imágenes y emociones pero ¿cómo estaban relacionadas entre sí? Fueron deslices de la realidad hacia el sueño y la alucinación. Mi vida se dividió a partir de entonces en periodos con Lulu y periodos sin Lulu. En los primeros, los borradores de aquellas vísceras psíquicas reaparecían siempre, no me dejaban respirar, perturbaban el rostro lúcido de la conciencia. Recuerdo el rosario de sanatorios en los que, en aburridas sobremesas, tumbado en mi cama de metal blanco, regresaba una y otra vez a aquellos acontecimientos del campamento de Budila, pensando en ellos como si de un dibujo místico, inextricable, se tratara… Contemplando a través de la ventana los bosques sombríos, nevados, deformados por las venas de hielo pegadas a los cristales… Escuchando distraídamente la música de los altavoces… Agobiado por los otros seres en pijama y batas rojas que me arrojaban a la cabeza pastillas de Novotryptin o me pedían que jugara a cartas… Y Lulu que me miraba fijamente a los ojos, con sus pupilas dilatándose y contrayéndose lentamente, su melena de hilos de cobre, ensortijada de forma fastuosa, flotando levemente en la corriente de aquella mansión enorme, allí, bajo la bóveda, en el centro mismo de mi cráneo… Los periodos con Lulu podían comenzar en cualquier momento y en cualquier lugar, en la calle o en la cama con una mujer o mientras escribía a máquina. Es difícil decir qué los provocaba, en cualquier caso no eran recuerdos o analogías concretas con lo sucedido en el campamento. Antes bien, se trataba de imágenes carentes de sentido: mañanas frías, tras la lluvia, en las que camino hacia el globo rubí de un sol apenas amanecido que se refleja en el asfalto húmedo y lo tiñe de rosa; determinados edificios compactos y amarillos…, rayuelas deformes dibujadas sobre la acera… Luego venían los terribles fenómenos fisiológicos e, inevitablemente, los internamientos. Entonces, en los periodos con Lulu, en las diferentes salas del hospital, escribí mis mejores obras, es decir, los relatos de Niñas y gigantes, con sus juegos mágicos y extraños, sus trenzas húmedas sujetas con bolitas de plástico, inmensos palacios de cristal con miles de estancias en medio de las cuales espera Iolanda…

Seguían los periodos sin Lulu, de una bella normalidad. Delia, el perro, el Peugeot, la obligación de escribir cinco páginas al día todos los días de mi vida… Listas kilométricas con las cartas que tenía que enviar, con los teléfonos a los que tenía que llamar, con invitaciones a simposios y mesas redondas, fechas de entrega de artículos y libros. Vacaciones en la montaña, visitas al dentista, gastos… derechos de autor… Las tachaba a medida que las iba resolviendo… Después, las novelas. La investigación de los ambientes. El cálculo de las cronologías. La amalgama de las historias. El arte combinatorio de las situaciones vitales. Los personajes, cada uno con su psicología… ¡Dios mío, el sufrimiento de tener que escribir un libro más, al menos de vez en cuando! Nunca he odiado a nadie tanto como al coronel Dionisie Rădăuceanu, el que creó mi reputación y me reportó bienestar. ¡Una porquería de personaje en una porquería de novela! Espero no tener que acabar jamás esa trilogía, pero eso mismo digo en todos los periodos con Lulu…

Y heme aquí, en el más agudo de todos ellos. Cuando todos los viejos trucos me han abandonado por el camino. He bebido hasta rozar la pancreatitis. He tragado tantas ampollas de Nevrasthènine que la piel de la cara se me ha vuelto verde-amarillenta como el veneno. He pasado dos semanas en el sanatorio de Buşteni y he salido más perturbado y más asilvestrado que antes. La crisis sobrevino de forma brusca, como siempre. Estaba en Ghencea, junto al Museo Militar. Paseaba sin pensar en nada por unas callejuelas con árboles deshojados, en medio de un frío gélido y límpido que había vestido cada ramita con una película de hielo. Miraba las casas ruinosas, entraba en plazoletas con estatuas deformes en el centro, intentaba comprender qué representaban las estatuas, pero mi mirada estaba nublada por la escritura… No sé cómo me encontré de repente ante aquel edificio amarillo y compacto, con decenas de ventanas rodeadas de complicadas orlas de estuco y una gran puerta negra en el centro. Dos cariátides, con los cuernos de la abundancia en brazos, se desprendían, en medio del frío, de su yeso rosa, brillante. Entonces sentí aquel pinchazo en el estómago, se me ablandaron las piernas y caí, o me dejé caer, de rodillas. ¡Había estado allí antes! ¡Conocía el brillo espeluznante de cada una de las ventanas! ¡Había entrado por aquella puerta en algún momento! Sentí que mi cabeza estallaba en añicos y eché a correr, gritando, hasta que todo a mi alrededor se oscureció. Ya ha pasado más de un mes desde entonces, pero el mal no cede, el miedo es igualmente insoportable… Lo que aquí intento hacer es precisamente lo único que puedo hacer. Me aferro ahora, como a una última brizna de esperanza, a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la escritura. Es decir, desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno.

Interrumpo mi escritura por ahora y me voy a comer. Espero tener la cabeza más despejada por la tarde y mantener una cierta distancia con los hechos. Puesto que estuve una semana en Budila, mi primera salida de la ciudad, me resulta muy difícil no escribir un poema apocalíptico en vez de una historia con un mínimo de coherencia.