Luna azul - Jackie Braun - E-Book

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Jackie Braun

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Beschreibung

El haber comprado la bodega de la familia Monroe le dio a Zack Holland la oportunidad de empezar de nuevo. Pero el negocio incluía una mujer que no le cedería el control fácilmente. Jaye Monroe sabía que debían trabajar juntos si quería que la bodega tuviera éxito; pero no podía soportar la idea de renunciar a todo por lo que su familia había trabajado tanto y ver cómo se lo quedaba un desconocido. Sin embargo, entre ellos había atracción y muy pronto Jaye empezó a preguntarse si podrían llegar a tener la relación perfecta… tanto en el trabajo como en el amor…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Jackie Braun Fridline

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Luna azul, n.º 2184 - diciembre 2018

Título original: Moonlight and Roses

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-071-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

 

JAYE Monroe era una mujer muy fuerte, pero sentada junto a su madrastra en aquel asfixiante despacho mientras escuchaba al abogado leer el testamento de Frank Monroe, se sintió al borde del desmayo.

No sólo había perdido a su querido padre, sino que él había dejado su viñedo de Leelanau County, junto con la bodega y la sala de catas, en posesión de su segunda esposa. Se lo había dejado a la mujer con la que sólo había estado casado siete años, en lugar de a su hija, que había estado junto a él siempre y lo había ayudado a triunfar con la marca de vinos Medallion.

Al oír la lectura del testamento, Margaret le dirigió a Jaye una maliciosa sonrisa, pero el regocijo de la mujer no duró mucho.

El abogado estaba diciendo:

–En cuanto a la casa, la colección de obras de arte originales del siglo XVIII y todas las antigüedades a excepción de lo que se encuentra en el dormitorio principal, Frank deseaba que lo tuvieras tú, Jaye.

–¿Qué? –gritaron ambas mujeres al unísono.

Jaye se sentó derecha en su silla. Su madrastra se desplomó.

–¿Señora Monroe? –preguntó el abogado, levantándose de su silla–. ¿Está usted bien?

Jaye sabía que la mujer no era de ésas que se desmayaban por cualquier cosa, pero estaba claro que le gustaba llamar la atención y que tenía facilidad para el drama.

–Agua –murmuró Margaret mientras parpadeaba lentamente–. Necesito agua.

–¿Y usted, señorita Monroe? –preguntó el abogado–. ¿Puedo traerle algo?

Jaye consideró la idea de pedir un trago de algo potente para enmascarar el dolor y la ira que estaba sintiendo, pero negó con la cabeza.

Cuando él regresó, ella dijo con el tono más tranquilo que pudo:

–Esto no puede estar bien, señor Danielson. Debe de haber leído esa parte al revés. Papá no le dejaría el viñedo a Margaret. Ella no lo quiere, al igual que yo no quiero una casa llena de cuadros viejos y antigüedades horteras.

–Pues yo pagué un buen dinero por esos cuadros viejos y por esas antigüedades horteras –dijo Margaret, al parecer ya recuperada de su colapso fingido.

–Sí, es verdad, disfrutabas mucho gastando el dinero de mi padre en todo lo que se te antojaba.

–Era mi marido, así que lo que me gastaba era mi dinero –respondió la mujer. Luego, se recostó sobre su asiento–. Amaba a ese hombre. ¿Qué voy a hacer sin él?

–Señoras, por favor –Jonas Danielson alzó una huesuda mano para pedirles silencio–. Lo siento. Sé que esto debe de ser un impacto para las dos, pero es lo que Frank estipuló en el testamento que había redactado el mes pasado, justo antes de su muerte.

–Pero no tiene ningún sentido –insistió Jaye–. Yo tengo mi propia casa, mis propios muebles. Papá y yo levantamos Medallion juntos. No puede haber querido fastidiarme con esto a propósito.

El señor Danielson sacó un par de papeles de una carpeta y le entregó uno a Jaye y otro a Margaret.

–A lo mejor esto les aclara todo.

Era la fotocopia de una carta. Jaye reconoció la letra garabateada de su padre inmediatamente y su corazón comenzó a latir con fuerza. La carta empezaba:

 

Queridas Margaret y Juliet.

 

Juliet. Su padre utilizaba el nombre real de Jaye cuando ella estaba en problemas y no había duda de que en aquel momento lo estaba.

 

Sé que nunca habéis estado unidas, lo cual es una lástima ya que ninguna de las dos tenéis a nadie más. Quiero que las dos mujeres que más amo en el mundo se cuiden la una a la otra y que trabajen juntas cuando yo ya no esté. Creo que ésta es la única manera de asegurarme de que lo haréis.

Juliet, Margaret necesitará ayuda con los quehaceres diarios de Medallion. Margaret, sé que nunca te ha interesado el viñedo, pero eres una mujer brillante y totalmente competente. Creo que lo harás muy bien. Mientras tanto, estoy seguro de que Juliet te dejará que sigas viviendo en la casa, como has hecho siempre, y yo te pido que dejes a Juliet continuar siendo la máxima responsable del viñedo. No confío en nadie más para asegurar la calidad y el éxito de la marca.

Os quiero a las dos y me entristece dejaros. Lo único que me consuela es saber que os tendréis para apoyaros mutuamente.

Por favor, sed buenas la una con la otra.

 

Jaye trazó con sus dedos la firma de su padre y después miró a Margaret, que aún estaba ocupada leyendo su copia, según parecía indicar el movimiento de sus labios: «Sed buenas la una con la otra».

Jaye se mordisqueó el labio para evitar reírse. Sólo había faltado que les hubiera pedido que agitaran los brazos y comenzaran a volar. Ellas dos jamás habían sido amigas. Podían mostrarse cordiales cuando las circunstancias lo requerían. En Navidad, por ejemplo, se sentaban juntas a la mesa e intercambiaban educadas sonrisas y charlas. Pero Jaye veía a la mujer como una persona vacía y egocéntrica. Y a Margaret tampoco le gustaba Jaye, a quien siempre había tachado de descarada y de chica poco femenina.

No, las dos mujeres no eran amigas. Se habían tolerado la una a la otra por el bien de Frank. Pero ahora que Frank se había ido, con él se había ido también esa farsa. Las siguientes palabras de Margaret lo dejaron claro:

–Voy a contratar a mi propio abogado. Esto es ridículo –se levantó, arrugó la carta y la tiró sobre el escritorio del abogado–. ¡Todo debería ser mío! Estoy segura de que un juez pensaría lo mismo. Yo era su esposa.

–Durante siete años –Jaye también se levantó–. Y yo soy su hija desde hace casi treinta. Sí, ya veo lo justo que sería dártelo todo, incluso el viñedo en el que jamás has puesto un pie.

–Él me amaba. Sigues sin poder soportar eso, ¿verdad?

Jaye ignoró la pregunta, en parte porque era verdad. De todas las mujeres en el mundo que podían haberse casado con su padre, ¿por qué tuvo que ser una estúpida como Margaret?

–Yo también contrataré un abogado –juró ella–.Ya veremos quién se queda con qué.

–Señoras, señoras –les suplicó el señor Danielson–. ¿Están seguras de que es esto lo que quieren? El litigio podría durar meses, incluso años. Las consumirá emocionalmente, y no digamos económicamente. ¿Por qué no llegan a un acuerdo? La solución en este asunto es bien obvia. Si usted no quiere el viñedo –le dijo a Margaret– y usted no quiere la casa ni sus muebles –dijo mirando a Jaye–, entonces, tal vez, podrían transferirse las propiedades.

–Eso parece bastante razonable –reconoció Jaye.

Pero Margaret estaba negando con la cabeza.

–No sé –dijo lentamente–. Todas esas tierras podrían llegar a adquirir un gran valor en el mercado inmobiliario, especialmente teniendo tantos viñedos cultivados.

Por un momento Jaye sintió verdadero pavor. No le permitiría a su madrastra que vendiera el viñedo al mejor postor.

–Te daré todo lo que me ha dejado mi padre más una buena suma de dinero.

–¿Ahora? –Margaret sonrió.

–Sí. Éste era el sueño de mi padre, Margaret. El viñedo representa todos sus años de duro trabajo –«y también los míos», pensó Jaye. «También los míos»–. Prométeme que no venderás Medallion a ningún promotor inmobiliario.

Margaret observó a Jaye detenidamente hasta que finalmente asintió. Aun así, Jaye no acababa de fiarse de ese extraño brillo en sus ojos.

–Vale, Jaye. Tienes razón. Éste era el sueño de Frank. Así que, te prometo que no se lo venderé a ningún promotor.

Y no lo hizo. Cinco meses más tarde, después de que Jaye hubiera aceptado una oferta de compra de la casa que tenía frente a la playa y hubiera estado reuniendo con un gran esfuerzo el dinero que le faltaba para pagar la entrada del viñedo, Margaret le vendió Medallion a un vinicultor de California.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ERAN las ocho de la mañana cuando Jaye, de pie en un balcón de la casa que su padre le había dejado, observó cómo un descapotable plateado circulaba por la carretera pavimentada que llevaba hasta la bodega, la sala de catas y las oficinas de Medallion. Pudo ver un cabello rubio rojizo y una sonrisa engreída. El coche tenía la capota bajada, a pesar de que ya empezaba a hacer frío.

Sabía perfectamente quién estaba conduciendo ese coche de ricos cursis.

«Zackary Holland».

Sólo pensar en su nombre le hizo poner mala cara. Ese hombre había dejado el viñedo que su familia había tenido durante un siglo en Napa Valley y le había comprado Medallion a Margaret antes de que Jaye ni siquiera se hubiera enterado de que se estaba negociando esa venta.

Jaye no había conocido a Zack todavía, aunque parecía que ese mismo día tendría el privilegio de hacerlo. No era algo que estuviera deseando, pero sí que estaba ansiosa por que todo acabara y supiera cuál era la situación. Cuál era su situación. Quería recuperar Medallion, y con el tiempo lo conseguiría. Seguro que podía convencer para dividir el viñedo a un hombre que había renunciado a la propiedad que le había otorgado su familia. Pero mientras tanto, ella quería mantener su trabajo como responsable máxima del viñedo.

Por lo general, Jaye no prejuzgaba a la gente, pero dudaba que llegara a caerle bien Zack, y no precisamente porque él fuera el propietario de lo que debería ser suyo. Creía conocer a los hombres como él. Ya había conocido a más de un heredero pedante y con linaje que consideraba que todo vino norteamericano producido al este de la Costa Oeste era de calidad inferior, a excepción de algunos procedentes de Nueva Inglaterra.

De niña, Jaye había llevado una vida cómoda gracias a la gran habilidad de su padre para invertir, pero después de ir a la universidad se había ganado su propio sustento, trabajando cincuenta horas o más semanales en el viñedo. Los hombres como Zack Holland no se ganaban su propio sustento. Algunos de ellos jamás se molestaban en aprender más sobre la elaboración del vino y lo único que sabían hacer era evaluar los vinos de su familia bebiéndolos en copas de cristal carísimas.

Ella observó las hileras de vides; parecían un pintoresco edredón que cubría las laderas de los alrededores. Cabernet, Chardonnay y Pinot eran algunas de las variedades que Jaye había ayudado a su padre a injertar y a plantar. En la distancia, más allá de esas hileras, los arces y los robles estaban empezando a cambiar de color y salpicaban al horizonte con tonos rojizos y dorados que anunciaban el otoño.

Era casi época de vendimia y ese año prometía una de las mejores producciones que había experimentado Medallion. Jaye y su padre habían trabajado muy duro los nueve últimos años. Primero, levantando el viñedo y luego intentando ganarse el reconocimiento de sus vinos. Por fin estaban triunfando. Tragó para intentar deshacer ese nudo que se le había formado en la garganta. Después de tantos años dedicados y de tanto esfuerzo, su padre no había vivido para ver los frutos de ese trabajo.

Se secó las lágrimas que surcaban su rostro. La irritaba verlas ahí. Otra vez. Ella no era de las que lloraban, aunque en los últimos meses se había hartado. Pero no le gustaba llorar. Después de todo, ¿de qué le servía? Por mucho que había llorado, no había podido recuperar a su madre. Y a su padre tampoco. Sin embargo, ¿podría recuperar el viñedo? El tiempo lo diría.

Entró en la casa, se recogió su gran mata de pelo en su típica trenza y se vistió para el trabajo. Al menos, o hasta que el nuevo propietario le dijera que vaciara su escritorio y se marchara, tenía un trabajo que hacer.

 

 

Zack aparcó su coche y bajó de él. Se quedó allí de pie, sonriendo tanto como su cara, entumecida por el frío viento, le permitió.

Sus anteriores visitas al viñedo no le habían preparado para la maravilla que lo esperaba. La zona había estado preciosa al final del verano con todos esos tonos azules y verdes, pero engalanada con los vivos colores de otoño resultaba impresionante.

Él había llegado a Michigan la noche anterior y se había alojado en la suite de un hotel cercano a Traverse City. Hasta que encontrara una casa, viviría allí. Cuando se había despertado aquella mañana, se había sentido tan ilusionado como un niño en la mañana de Navidad; demasiado nervioso como para desayunar antes de subirse al coche y seguir la carretera que bordeaba las aguas cristalinas de la Bahía Traverse. A medio camino del viñedo, se había detenido para bajar la capota de su Mercedes. Había querido disfrutar de una vista plena de todo lo que lo rodeaba.

Se frotó sus entumecidos dedos antes de meterse las manos en los bolsillos de sus pantalones. Ahora estaba pagando las consecuencias de ese impulso de bajar la capota, pero no le importaba. Se sentía más vivo que nunca. Estaba impaciente cuando entró en la sala de catas de Medallion. Esa bodega era suya y sólo suya. Él marcaría su camino, decidiría su futuro y tendría la última palabra en todo. No tendría que presentar sus ideas ante nadie y esperar a que las estudiaran antes de rechazárselas. No. Eso ya no pasaría. Él estaba al mando.

Su opinión cambió media hora después cuando una mujer entró por las puertas de la sala de catas. Calculó que tendría unos treinta años y que, a juzgar por la rigidez de sus hombros y por el gesto tenso de su boca, estaba muy exaltada.

Era alta, sólo unos centímetros más baja de su metro ochenta y siete, y delgada. Por lo que podía ver bajo el voluminoso jersey de lana y los vaqueros anchos, era esbelta. Y no había duda de que su presencia imponía. Los trabajadores dejaron lo que estaban haciendo y miraron a su alrededor, nerviosos. Se produjo un incómodo silencio.

–Debes de ser Juliet Monroe –dijo él, a pesar de que sobraban las presentaciones. Creía que había que romper el hielo, así que extendió la mano y se acercó adonde ella estaba–. He oído hablar de ti. Soy Zack Holland.

De cerca, pudo ver que sus ojos eran verdes y que el pelo que se había recogido en una poco favorecedora trenza era del color de la canela recién molida. Hubo algo en ella que lo atrajo, pero no lograba adivinar qué. No era guapa, al menos, no una belleza clásica, ni una belleza elegante como la de su ex novia Mira, que había despertado todas las miradas allá donde hubieran ido.

Dados sus pómulos prominentes, su carnosa boca, su nariz ligeramente ancha y sus preciosos y enormes ojos, la mejor palabra para describirla podía ser «atractiva».

–No me gusta que me llamen Juliet.

Zack logró mantener su sonrisa, a pesar de la brusquedad con que le habló. Esa reunión debía de ser muy difícil para ella, y a él no le importaba dejarle guardar las apariencias delante de los empleados, siempre que él no saliera perjudicado. Sin embargo, todo el mundo, especialmente Juliet Monroe, tenía que entender y aceptar que él era la nueva persona al mando.

–¿Y cómo te gusta que te llamen?

–Jaye –su apretón de manos fue firme hasta el punto de hacerle daño.

–Jaye –dijo él, y asintió con la cabeza. Ese corto y casi varonil nombre le iba bien, dado que no había mucho en ella que resultara demasiado femenino, a excepción del pelo largo. «¿Cómo le quedaría el pelo…?». Prefirió no dejarse llevar por la curiosidad–. Un placer conocerte.

Ella asintió con la cabeza, pero no le devolvió las mismas palabras.

–Me gustaría saber cuáles son sus planes para Medallion –y alargó la mano para señalar a los ocupantes de la sala que observaban con los ojos abiertos de par en par–, y para sus empleados, por supuesto.

Alrededor de ellos dos, la gente murmuraba. Zack se aclaró la garganta. No estaba acostumbrado a que un empleado lo desafiara.

–Al final de la semana voy a celebrar una reunión para tratar este asunto. Tengo algunos cambios en mente.

–¿Como por ejemplo?

La mujer era tenaz; eso tenía que admitirlo. Bajo otras circunstancias, habría admirado esa cualidad. Pero en ese momento, lo consideraba una insolencia y le resultaba irritante.

–Los empleados se quedarán. Pero si tienes un minuto, me gustaría hablar contigo.

Era bien consciente de que todos los estaba mirando y de que estaban pendientes de sus palabras, de cada gesto, de cada mirada.

–Estoy a su disposición –dijo Jaye no de muy buena gana.

«Bien», pensó él. Y cuando ella no hizo intención de moverse, añadió:

–¿Por qué no vamos a mi despacho?

Jaye dejó que él fuera delante, a pesar de conocerse todo aquello con los ojos cerrados. Las oficinas estaban situadas arriba. El despacho más grande se encontraba al final del pasillo. Lo lógico era que él se hubiera apropiado de ése. Sin embargo, cuando la puerta se abrió tras ellos, a Jaye se le cayó el alma a los pies. El despacho elegido había resultado ser el de su padre, con una impresionante vista panorámica del viñedo.

Todas las pertenencias de Frank Monroe habían desaparecido. Ella misma se lo había llevado todo después de que su madrastra le hubiera comunicado la venta del viñedo. Pero, a pesar de ello, podía seguir sintiendo la presencia de su padre. Podía oler el penetrante aroma del tabaco de su pipa y verlo allí sentado tras su escritorio con sus pantalones caqui arrugados, su gorra de pescador griego y una camisa azul marino cuyo bolsillo contenía sus gafas y otros efectos personales. Jaye estaba segura de que su padre llevaba más cosas en sus bolsillos que la mayoría de las mujeres en sus bolsos.

–¿Ocurre algo? –preguntó Zack.

La imagen de su padre se desvaneció. Tenía delante al nuevo propietario de Medallion, pero por un momento se había olvidado de él completamente. Se había quedado mirando al escritorio vacío de su padre mientras recordaba… mientras se lamentaba. Su padre había muerto hacía casi seis meses, pero el dolor seguía ahí. De hecho, parecía más intenso ante la dura realidad de no poder volver a ver a su padre.

Se sentía demasiado vulnerable como para responder la pregunta de Zack, así que decidió formular una:

–¿Para qué querías verme?

Zack se apoyó sobre el borde del escritorio.

–Me parece que está muy claro.

Sintió un nudo en el estómago.

–Tengo que irme del viñedo, ¿verdad?

–No –dijo él.

Jaye se cruzó de brazos.

–Quieres decir que todavía no.

Él se pasó la mano por la nuca y se rió.

–Te gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad?

Ella había perdido a su padre, su viñedo y ahora estaba a punto de perder su trabajo.

–Por mi experiencia sé que nada que merezca la pena te llega fácilmente.

Se refería a Medallion, recordando las agotadoras horas que su padre y ella habían pasado injertando vides, protegiendo la cosecha de las plagas y rezando para que se diera una conjunción perfecta de sol y lluvia que permitiera una buena cosecha.

Para su sorpresa, Zack asintió, como si lo comprendiera perfectamente. Pero ¿qué le habría costado tanto conseguir al señor Cucharita de Plata?

–Agradecería tu colaboración, Jaye. Este cambio es difícil para todos, quizá para ti más que para nadie, pero será mucho más complicado si los empleados de Medallion sienten que tienen que elegir entre tú y yo.

–Yo no les estoy pidiendo que elijan.

–¿No? –enarcó la ceja.

–Me preocupo por ellos –insistió–. Son buenos trabajadores, son buenas personas. Tienen familias a las que alimentar. No quiero engañarlos.

–Yo no voy a engañar a nadie. Pero tampoco me ha gustado que ahí abajo hayas querido ponerme en evidencia.