Luna Benamor - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Luna Benamor E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Luna Benamor, una historia de amor imposible entre una joven judía sefardí y Luis Aguirre, cónsul español en la colonia de Gibraltar, es la apasionada historia que da título a una selección de relatos y bocetos que Blasco Ibáñez previamente había publicado en la prensa, y que reunidos en un solo libro constituyeron su carta de presentación en su periplo por Argentina, país al que viajó en 1907 en calidad de conferenciante. La obra, por su naturaleza miscelánea, no sólo permite reconocer algunas constantes características en el quehacer creativo y editorial del autor, de su gran visión empresarial y oportunista, sino que también revelan al lector una especie de antología donde persisten temas, registros y personajes que responden a una serie de preocupaciones que no fueron fruto de una momentánea casualidad, sino que fueron constantes a lo largo de toda la producción en la imaginación del novelista.

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Akal / Básica de Bolsillo / 336

Vicente Blasco Ibáñez

LUNA BENAMOR

Edición de: Emilio J. Sales Dasí y Juan Carlos Pantoja Rivero

Luna Benamor, una historia de amor imposible entre una joven judía sefardí y Luis Aguirre, cónsul español en la colonia de Gibraltar, es la apasionada historia que da títu­lo a una selección de relatos y bocetos que Blasco Ibáñez previamente había publicado en la prensa, y que reunidos en un solo libro constituyeron su carta de presentación en su periplo por Argentina, país al que viajó en 1909 en calidad de conferenciante. La obra, por su naturaleza miscelánea, no sólo permite reconocer algunas constantes características en el quehacer creativo y editorial del autor, de su gran visión empresarial y oportunista, sino que también revelan al lector una especie de antología donde persisten temas, registros y personajes que responden a una serie de preocupaciones que no fueron fruto de la casualidad, sino que se mantuvieron constantes a lo largo de toda su producción novelística.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Imagen de cubierta: Charles Landelle, Una muchacha judía de Tánger, 1874.

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4510-6

Estudio preliminar

En vísperas de su primer viaje a Argentina

En Blasco Ibáñez vida y literatura siempre anduvieron íntimamente unidas. En versos juveniles que dicen «Conquistar todo el orbe con mi espada, / ser fiero defensor del inocente», el futuro novelista ya dejaba patente su talante impulsivo y vigoroso. Tenía alma de conquistador y aspiraba a sentirse protagonista, ya fuese dominando las distancias o significándose como paladín de los desvalidos. Con tales expectativas, no resulta extraño que su biografía posea un empaque más novelesco que sus propias creaciones literarias. Su inaudito apasionamiento lo arrastró en mil empresas, en varias de las cuales expuso peligrosamente la vida, sin que los fracasos, que los hubo, lograran acallar su espíritu. Vicente Blasco Ibáñez, el político, el periodista y editor, pero también el colono improvisado y el entusiasta director cinematográfico, superó a sus criaturas de ficción, en el éxito y en el infortunio[1]. Según confesaba, la vida sería demasiado triste si no se pulsaban todas las teclas que podían otorgarle el mismo cromatismo que poseyeron sus descripciones ambientales[2].

Para el valenciano, la creación literaria era una necesidad que se avenía con un temperamento inconformista. Si en ocasiones le sirvió para denunciar la caduca realidad de la Restauración decimonónica, otras veces satisfacía su instinto relator. El que de niño había recorrido las tabernas de la huerta valenciana en busca de historias, impelido por la curiosidad, quería trasladar a un público muy amplio los resultados de sus observaciones, para, además, alcanzar una reputación (y también unos ingresos) que le proyectara más allá de cualquier frontera geográfica. Sus novelas y sus cuentos surgen, pues, como una respuesta inmediata y comprometida a diversos imperativos, hasta el punto de que su producción narrativa se desarrolla conforme a los altibajos biográficos del escritor. De ello da perfecto testimonio la génesis del libro Luna Benamor. El editor y socio del novelista, Francisco Sempere, lo publica en mayo de 1909, dos semanas después de que el propio Blasco se haya embarcado con rumbo a Argentina para impartir un ciclo de conferencias que le dejará suculentos beneficios[3], a la vez que aquel país americano terminará alimentando su fantasía aventurera.

José Luis León Roca define el nuevo título como producto «de oportunidad comercial. Luna Benamor es una historia antigua que nació poco antes de escribir La bodega. La acompañan seis cuentos, ya todos publicados, y cinco bocetos y apuntes dados a la publicidad en la prensa» (41990, p. 370). En efecto, los textos que ahora recopila Blasco en un ejemplar habían aparecido en la prensa. Así por ejemplo, «La rabia», «El sapo» y «Compasión» ya eran familiares a los lectores de Los lunes de El Imparcial; el relato «El lujo» figuraba en el número cuatro de La República de las Letras; mientras que la novela corta «Luna Benamor», que da título al conjunto, se estampó en Caras y caretas, en Buenos Aires, a principios de 1909 (Espinós Quero, 1998, p. 36). ¿Por qué entonces esta nueva edición? Para responder a esta pregunta, deberemos hacer un balance retrospectivo tanto de la experiencia personal como de su bagaje creativo en los años previos a su viaje americano.

Hasta entonces el escritor había publicado casi una veintena de títulos, contados a partir de Arroz y tartana, inicio de su época más popular: la de sus obras valencianas. Pero el cómputo se incrementaría si tomásemos en consideración sus escritos juveniles, ligados a un tardío Romanticismo histórico o planteados con un afán polemista (pensemos en La araña negra). En cualquier caso, Blasco ya había conseguido que su nombre fuese sobradamente conocido entre los lectores españoles, así como también por gentes que accedían a sus obras a través de numerosas traducciones. Merced a la popularidad alcanzada y a sus relaciones periodísticas y amistosas con determinados personajes argentinos, se desplazará al otro lado del Atlántico como embajador prestigioso de un país en que, sin embargo, ni sus aspiraciones privadas ni sus pretensiones políticas parecían hallar fácil acomodo.

Contemplada desde la distancia, la vida del novelista se describe como una ampliación progresiva de sus horizontes geográficos. Blasco había nacido en el seno de una familia que era dueña de un negocio de ultramarinos. Pero su ambición le condujo a liderar desde las páginas de El Pueblo o desde la tribuna pública a miles de valencianos que secundaban su ideario republicano. La prensa, la actividad política y la invención literaria eran facetas complementarias que le remontaron en varias ocasiones hasta un escaño en el Congreso. Cuando se acercaba a los cuarenta años, era un hombre casado, con cuatro hijos, y podía conformarse con la posición alcanzada. No obstante, varios acontecimientos de diversa índole se confabularon para alterar su cuaderno de bitácora, si es que estos términos se consideran compatibles con un espíritu que se dejaba seducir fácilmente por los retos imprevistos. Especialmente decisiva fue su violenta ruptura con Rodrigo Soriano, personaje que el propio escritor había introducido en los círculos republicanos de su ciudad y que en 1903 escribió en las páginas de El Pueblo un artículo en que cuestionaba la sinceridad ideológica del que había sido su mentor. En el seno del partido Fusión Republicana se produjo una total escisión, que desató los ánimos entre los seguidores de los respectivos líderes. Valencia quedó convertida entonces en un campo de batalla en que ambos rivales midieron sus fuerzas, aunque para ello se tuviese que recurrir a la violencia. Precisamente, en medio de esta atmósfera de evidente hostilidad, que llegaría a la sala del Congreso, en septiembre de 1905, a la salida de un mitin celebrado en el casino de Libreros, Blasco Ibáñez y su séquito fueron víctimas de un atentado al pasar frente a las puertas del Café Español. El novelista escapó milagrosamente de las balas, pero tal suceso acentuó su progresivo desencanto hacia la actividad política en primera línea. El mismo Joaquín Sorolla, amigo del escritor, le aconsejó que se replanteara su futuro público a raíz de lo sucedido:

Querido Vicente:

Estoy alarmadísimo por las cosas que ocurren en Valencia. Manda a paseo la política y cuida tu salud, que tan preciosa es para el Arte y tu familia.

Te felicito con toda el alma por haber salido con vida.

Estoy consternado, te abraza fraternalmente tu apasionado amigo.

Sorolla[4].

Algunos meses después, los consejos del famoso pintor tuvieron efecto. En 1906, Blasco se trasladó con su familia a Madrid. En marzo de ese mismo año renunció a su acta de diputado y, aunque en las siguientes elecciones de 1907 volvió a presentarse como candidato, no acudió a jurar el cargo que había obtenido por sexta vez. Los hechos acaecidos en su ciudad, así como la consiguiente pérdida de poder en las filas progresistas, jalonaron un proceso en el que involuntariamente tendría un papel destacado el propio Sorolla. En su taller madrileño, Blasco Ibáñez contempló el retrato de una mujer chilena, Elena Ortúzar, que, de inmediato, despertó su curiosidad. La atracción que sintió hacia la dama, a la que en el futuro se dirigiría como Chita, perturbó su relación conyugal. Su esposa María le había acompañado en sus momentos de mayor dificultad, pero con el tiempo quedaba transformada en una compañera que no podía ofrecerle expectativas similares a las que le ofrecía aquella Elena, también casada con un rico diplomático, pero más sensual y con una experiencia contrastada en la gran sociedad. La aventura sentimental iniciada alejó cada vez más al novelista de su familia y de Valencia. En 1907 su amada y él recorrieron diversas ciudades europeas hasta llegar a Constantinopla, viaje que inspiró sus crónicas periodísticas reunidas bajo el título de Oriente (1907). En este contexto, fructificó el proyecto de su periplo argentino como conferenciante. Tal empresa representó una doble oportunidad para él: por un lado, tuvo por delante la ocasión de pensar en su compleja existencia personal; por otro, pudo obtener unos beneficios económicos que le ayudarían a costear un tren de vida que se estaba haciendo más costoso[5].

La publicación de Luna Benamor vino a ser en esas fechas algo así como una carta de presentación en un país que le aclamaría como prestigiosa celebridad, al tiempo que mantuvo vivo el diálogo con sus lectores españoles. Blasco no contaba, sin embargo, con que el contacto directo con Argentina y sus rápidas incursiones en sus países vecinos colmaría su afición aventurera hasta el punto de querer convertirse en explotador agrícola de dos vastas colonias, lejanas entre sí: Cervantes y Nueva Valencia. Tras completar su ciclo de conferencias, el novelista regresó a Madrid para dedicarse casi en exclusiva a escribir la extensa obra enciclopédica Argentina y sus grandezas (1910). Con ella esperaba atraerse la atención de las autoridades de aquel país para sacar adelante sus empresas colonizadoras, las que con su habitual entusiasmo presumía que iban a enriquecerlo, pero que, por el contrario, lo tuvieron apartado durante cuatro años del oficio literario, hasta que la aventura se coronó con el fracaso.

Una obra miscelánea

En el conjunto de la producción narrativa de Blasco Ibáñez, Luna Benamor ocupa un lugar singular. De acuerdo con su fecha de publicación, a la que seguiría un paréntesis creativo de varios años, hasta que en 1914 apareció Los argonautas, el libro podría marcar el final de una etapa. Más concretamente, el contenido de la novela que da título al conjunto podría hacer presumir que Luna Benamor es el remate de esa serie de obras etiquetadas como «psicológicas» o de «análisis»[6]. Ello, sin embargo, no es completamente cierto. La misma naturaleza miscelánea de la obra dota a la compilación de un sabor extraño, a la vez que permite reconocer algunas constantes características en el quehacer creativo y editorial del autor. Esto es; Blasco Ibáñez puso de relieve en múltiples ocasiones su habilidad para convertir el texto literario en un producto de consumo. Es verdad que su talante impulsivo le llevaba a someterse a una disciplina extenuante a la hora de perfilar cualquier historia. Confiado en su temperamento, se dedicaba a una actividad intensa para terminar en dos o tres meses una novela. Ahora bien, rematada su invención, Blasco se preocupaba también de todos los aspectos relativos a la edición de una obra. Consideraba los elementos tipográficos o llegaba a esbozar la ilustración que iba a figurar como reclamo en su portada (Bell­veser, 1998, p. 32). En su ánimo se entrelazaba un doble objetivo: por una parte, el de suscitar el interés de un amplio sector de público, al que pretendía entretener –y en ocasiones ilustrar (Sales Dasí, 2011)–; mientras que, por otra parte, esperaba ofrecer un objeto atractivo que fuese comercialmente rentable. Blasco pensaba, a un mismo tiempo, como artista, editor, impresor y librero[7]. De ahí que quisiera controlar los distintos eslabones de producción e incluso mostrase una excepcional avidez para encontrar nuevos mercados para sus títulos. Su visión empresarial alcanza tan grandes vuelos que la correspondencia con sus socios editores en Valencia adquiere a veces un tono imperativo cada vez que siente contrariadas sus expectativas[8].

En esta tesitura, resulta lógico que el escritor estuviese muy atento al criterio de la oportunidad. Es por eso por lo que jamás renunció a sacar el máximo partido de todos sus escritos. Así será posible encontrarnos con crónicas –de viajes o con clara intencionalidad política– que aparecen primero en la prensa periódica para ser ensambladas más tarde en un ejemplar: pongamos como ejemplo su obra viajera Oriente, cuyos capítulos aparecieron previamente en las páginas de El Liberal, de Madrid, La Nación, de Buenos Aires, y El Imparcial, de México; o también el libro El militarismo mejicano (1920), integrado por las impresiones sobre el movimiento revolucionario en México que el escritor redactó para varios periódicos estadounidenses de la cadena Hearst. Una estrategia similar se observa en la difusión de sus cuentos y relatos breves. La mayoría de ellos vieron la luz en la prensa, pero luego el novelista no solo los recopiló en una edición, sino que esa misma edición podía ser sucesivamente ampliada con nuevas historias, llegando a variar el mismo título de la obra según donde fueran publicados. A este respecto bastará recordar las diferencias existentes entre la primera edición de sus Cuentos valencianos (Imprenta M. Alufre, 1896) y la segunda, que bajo el título A la sombra de la higuera (Cuentos valencianos) lanzó al mercado el editor barcelonés Antonio López; así como también difiere la composición de La condenada (1900), la mayoría de cuyos relatos figuraron previamente en el libro Cuentos grises (1899).

Estos datos corroboran el empeño del escritor por explotar comercialmente sus invenciones. Pero, paralelamente, se observa un aprovechamiento paralelo de los materiales que el novelista recogió inicialmente de acuerdo con las exigencias realistas y zolescas, aquello que se reconocía como el «documento humano». En múltiples ocasiones los viajes blasquianos tuvieron como objetivo el estudio de ambientes que precedería a la posterior tarea creativa. Pues bien, los resultados de tales observaciones igual figuraron en crónicas viajeras, como se iban a plasmar de forma muy similar en cuentos y novelas. Determinadas descripciones de la ciudad de Milán, recogidas en el volumen En el país del arte (Tres meses en Italia) (1895), reaparecen casi literalmente en las páginas de Entre naranjos (1900), mientras que la familiaridad existente entre la novela Luna Benamor y los artículos sobre su viaje a Gibraltar en 1904, publicados bajo el título «Recuerdos de viaje» en El Pueblo[9], es incontestable. Si a tales evidencias se les añade el recurso frecuente de Blasco Ibáñez a diversos motivos que estaban latentes en su memoria, los cuentos, «bocetos y apuntes» que forman parte de Luna Benamor no pueden ser únicamente catalogados en relación a su etapa «de análisis». Más bien, se presentan al lector como una especie de antología donde persisten temas, registros y personajes fácilmente equiparables con otros escritos de etapas anteriores. En su variedad argumental, se identifican no obstante por responder a una serie de preocupaciones que no fueron fruto de una momentánea casualidad, sino que persistían en la imaginación del novelista.

En la novela Luna Benamor, por ejemplo, destaca especialmente el papel que se les otorga a las diferencias religiosas, responsables últimas del fracaso sentimental de la pareja protagonista. A la vez, junto a ese determinismo religioso, merecen resaltarse las consideraciones del escritor sobre el pueblo hebreo. No era esta la primera ocasión en que Blasco se refería a él. El 15 de agosto de 1896 escribe en El Pueblo el artículo titulado «Ayer, hoy y mañana», donde retrata a los judíos mediante comparaciones tan poco elogiosas como «bandas de cuervos financieros» o «raza chupadora insaciable». Por aquellas fechas Blasco sostiene una clara actitud antisemita, que lo conduce a la equiparación entre judíos y jesuitas, todos ellos criticados como explotadores de España. Sin embargo, la posición que mantiene su admirado Zola en el caso Dreyfus, opuesto radicalmente a los grupos antisemitas, le hará modificar sus planteamientos anteriores. Siguen apareciendo en algunas de sus obras expresiones que delatan una mentalidad antijudía, tal como se refleja en La barraca (1898) cuando los huertanos atribuyen la desgracia del tío Barret a las perversas artes de usura «del judío don Salvador y sus descomulgados herederos» (2011, p. 23). No obstante, en el artículo dedicado a «Los hebreos» de sus crónicas viajeras de Gibraltar, el mismo autor compromete sus afirmaciones precedentes, atribuyéndolas a una mentalidad colectiva de la que él participa involuntariamente: «Todavía llamamos judío, como un insulto cruel, al hombre tacaño y sin entrañas, y calificamos de judiada toda acción villana que nos repugna» (2011, p. 39). Motivos personales y razones políticas se solapan en el cambio de perspectiva de Blasco hacia el pueblo hebreo. Su mismo desplazamiento a Gibraltar obedece al deseo de que sus hijos ingresen en un colegio inglés, en el cual actuará como su representante el comerciante judío Salomón Cohen. Al elegir como tal a un personaje hebreo, además, el novelista no solo declara que los hebreos son gente digna de confianza, sino que contradice el rechazo ancestral de que ha sido víctima aquel pueblo desde que los Reyes Católicos sustentaron su poder en el control omnímodo de la Inquisición. Significativamente, la cuestión judía va a permitirle poner en entredicho esas dos instituciones: Monarquía e Iglesia, contra las que siempre se rebeló su ideología republicana, deseosa de implantar en España un Estado laico donde fuese una realidad la libertad de cultos[10].

Para un espíritu combativo como el del novelista valenciano, el estudio de ambientes le suscitaba tanto argumentos novelescos como daba pábulo al empleo de su juicio crítico. Sin ir más lejos, al participar en 1902 en un mitin en Mallorca, Blasco Ibáñez se sintió impactado por «las honradas gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a causa sin duda del aislamiento isleño» (Blasco Ibáñez, 1923, «Al lector»). Seis años después, el escritor volvería a Mallorca y visitaría también Ibiza para informarse más detenidamente sobre esas odiosas estratificaciones sociales que situaban en un incómodo lugar, sobre todo, a los chuetas, esos judíos conversos que a finales del siglo XVII sufrieron el rigor inquisitorial que postulaban figuras como el jesuita Francisco Garau, autor de La fe triunfante y promotor de una injusta segregación social. Así surgió Los muertos mandan (1909), novela en la que, literariamente, cuestiona las consecuencias duraderas de los prejuicios religiosos. Ya no se trataba simplemente de una postura que R. Cansinos Assens describe como el resultado de «la emoción de la reciente anagnórisis de españoles y sefardíes» (1937, p. 119). Muy posiblemente, la obra puede acreditar un compromiso sincero con un causa concreta. Durante esos años, su amiga y colaboradora editorial Carmen de Burgos, Colombine, pretendió fundar la Alianza Hispano Israelita[11], un movimiento asociativo cuyo objetivo era «fomentar las corrientes de amor y confraternidad establecidas entre españoles e israelitas de origen español o sefardí por todo el mundo» (Utrera, 1998, p. 94)[12]. Pues bien, en 1909, la firma de Blasco figuraba en el manifiesto fundacional de dicha asociación, al lado de la de escritores como don Benito Pérez Galdós.

Es cierto que en «Luna Benamor», identificable como una variante de la mentada novela, el peso de la tradición religiosa termina separando a la pareja protagonista. También es perceptible aquí una cierta antipatía hacia el pueblo hebreo, al subrayar la tendencia de sus miembros a mantener intactas las barreras que les distinguen como grupo. Sin embargo, en esa constatación puede entreverse por igual el interés del autor por arremeter contra la preponderancia absoluta de unas creencias religiosas, sea cual fuere su orientación, que terminan invadiendo el terreno de los sentimientos más íntimos. Aceptando la viabilidad de esta lectura, «Luna Benamor» presentaría una factura parecida a la de sus novelas sociales –recuérdese que Blasco pudo escribirla poco antes que La bodega–, en tanto que plantea sutilmente una tesis que incita al lector a tomar partido[13].

Pero, además del motivo analizado, también otros aspectos de este novela corta permiten vincularla con textos anteriores a la etapa psicológica de la narrativa blasquiana. Señálese, por ejemplo, que la caracterización de su protagonista masculino, Luis Aguirre, valida ese defecto que los críticos más hostiles al escritor han querido generalizar sobre todos sus personajes: su condición plana; aunque en este caso su perfil lineal se ajusta mucho más a la misma simplicidad estructural de la trama. Paralelamente, cuando se busca el elemento más genuino del relato, el lector se reencuentra con el Blasco de las novelas valencianas, con ese narrador cuyas descripciones de lugares y ambientes poseen una plasticidad impresionista inigualable. Entonces Luis y Luna se desplazan por una geografía que, como en Entre naranjos, alcanza por momentos una dimensión poética, que acoge a los personajes como parte indisociable de una naturaleza en movimiento y capaz de estimular los sentidos. A la par que esa habilidad técnica, que propicia evocaciones panteístas, Jeremy T. Medina subraya también la similitud existente entre el artístico costumbrismo de esta novela y aquel de sus obras valencianas (1990, p. 923). Así, «Luna Benamor» suministra una gráfica representación de las costumbres del pueblo hebreo, en el marco cosmopolita e interracial de una colonia donde conviven tradiciones religiosas diferentes.

Ahora bien, la filiación general de la obra con la novelística precedente de Blasco no se consuma en su historia principal ni en el recurso al costumbrismo. Los cuentos siguientes evidencian un notable parentesco a varios niveles. En cuanto a los personajes, reaparece en «La rabia» el tipo del padre al estilo latino. El tío Pascual, apodado por sus vecinos como Caldera, es la misma encarnación de figuras como el Batiste Borrull de La barraca o el tío Paloma y su hijo Toni en Cañas y barro. Los tres se singularizan por su severidad en el trato con la familia, aunque para sus adentros esconden una humanidad que aflorará en los momentos más dramáticos de su existencia, como cuando uno de sus respectivos vástagos sucumbe a las garras de la muerte.

En «El último león» sobresale, por otra parte, la figura del señor Vicente, un personaje que entronca con la estirpe de personajes como el tío Juan de Arroz y tartana (1895), el tío Tomba de La barraca y el citado tío Paloma. Todos ellos viven atados a un pasado remoto, a un tiempo al que su fantasía le ha conferido una condición ideal. Por eso, rehúyen cualquier señal de progreso, pues un instinto supersticioso les vaticina que entonces se producirá el amargo final de las tradiciones que con tanto ahínco trataron de preservar sus ancestros. En su ánimo pesa tanto la sugestión de un remoto pasado, que son incapaces de discernir la realidad de las más fabulosas maravillas. En ese instante cobra vida el efecto humorístico. La decisión del señor Vicente de acudir al desfile procesional vestido con el traje del león de los blanquers resulta a los ojos del narrador tan ridícula como cómica, y es este tono el que consigue minimizar la tragedia final.

Blasco Ibáñez, conocedor directo del calendario festivo valenciano, así como también de muchas de las leyendas vinculadas a su ciudad natal, se distancia irónicamente de estos motivos tradicionales en «El último león» de la misma manera que años atrás lo hizo con el relato «El dragón del Patriarca», incluido en sus Cuentos valencianos. La ironía es común denominador en ambas historias, y esa misma perspectiva alcanza el extremo de socarrona malicia en el cuento titulado «El sapo». Allí la enfermedad de Visanteta solo parece extrañar a los habitantes del pueblo de pescadores de Nazaret. El médico y los lectores comparten expectativas radicalmente opuestas a la versión que defiende la protagonista y desata todo tipo de reacciones hilarantes. A través de ellas, el narrador enfrenta el supersticioso bagaje mental de las gentes más humildes con la actitud positivista del médico contra el que arremete la Soberana, en un exceso de confianza hacia el temperamento recatado de su hija.

Por su ambientación local y el tono humorístico con que se desarrollan, «El último león» y «El sapo» bien podrían haber tenido lugar entre los Cuentos valencianos. Ambas historias ponen de relieve la importancia que la comicidad desempeña en la narrativa blasquiana, aunque este asunto haya sido casi ignorado por la crítica, más interesada por la presencia de aspectos sórdidos de inspiración naturalista. Precisamente, esa faceta más familiar a los lectores destaca en «Un hallazgo». El novelista, al frecuentar la cárcel en varias ocasiones por sus ideas políticas, tuvo ocasión de conocer en persona las miserias de la vida de los presidiarios. Si en el cuento «El funcionario», perteneciente al volumen La condenada, condenó la pena de muerte y puso de relieve la hipocresía social a través de la trágica historia familiar de un verdugo, ahora transitará la realidad carcelaria desde la perspectiva opuesta de un preso sumido en un desvalimiento total, víctima del engaño, la brutalidad y la violencia.

Algunas consideraciones temáticas sobre los relatos

Analizados en su conjunto, los relatos que componen el libro dan sensación de falta de unidad, ya que en ellos se plantea una temática variada que los convierte en textos independientes los unos de los otros. Esta sensación se acentúa al leer el último bloque, titulado «Bocetos y apuntes», donde la conexión con el resto de los textos se nos antoja inexistente. Sin duda Luna Benamor es un libro misceláneo, compuesto por su autor a partir de trabajos que, como hemos señalado arriba, en su mayoría ya se habían publicado con anterioridad en la prensa, por lo que constituyen un volumen caracterizado por la variedad, aunque todo él salga a la luz bajo el nombre de su relato más extenso, la novela corta que le da título.

Precisamente el título puede crear confusión en el lector, ya que en él no hay la más mínima alusión a la presencia de otros relatos, al contrario de lo que había sido normal en otras recopilaciones del propio Blasco, como en Cuentos valencianos (1896) o en La condenada y otros cuentos (1900), donde hay una conciencia clara de resaltar que los libros contienen relatos cortos: en el primer caso, con una voluntad evidente de unidad. En Luna Benamor no se percibe nada de esto, como sucederá, por otro lado, con colecciones posteriores, como por ejemplo El préstamo de la difunta (1921).

Este tono misceláneo de los relatos, en apariencia lejanos unos de otros temáticamente, es, por lo demás, un rasgo muy común en los libros de cuentos en general y en los de Blasco en particular, en quien estos «surgen como pequeñas anécdotas que el escritor sabe enfocar con tonos diversos, desde el efectismo [...] hasta la ironía, pasando por el costumbrismo y la mitificación» (Herrán Navasa y Sales Dasí, 2009, p. 117).

Sin embargo, si quisiéramos encontrar algún punto de conexión entre las piezas que componen el libro, tal vez nos sería fácil hablar de las inquietudes y las frustraciones humanas, presentes en mayor o menor medida en todos los relatos, ofreciendo una imagen amarga de la realidad, no pesimista, pero sí tocada por un cierto fracaso vital que hace inviable la vida en su plenitud. Blasco es capaz de mostrarnos ambientes sórdidos, populares, costumbristas, refinados o cosmopolitas, en los que, jugando con la ironía e incluso con la comicidad, afloran las miserias humanas o se rompen las ilusiones de los protagonistas, a menudo como algo que viene impuesto por un orden establecido, que tan pronto puede ser debido a las estructuras sociales y a sus prejuicios, como a un destino fatídico e inexorable contra el que nada pueden los deseos de las gentes. Los personajes de estos relatos no son dueños de sus vidas, aunque luchen por ello e incluso crean que lo consiguen, como le pasa a Pepa, la protagonista de «El lujo», que cambia su vida de esclavitud en el campo, junto a su familia, por la de la prostitución, buscando una existencia mejor, pero dependiendo también de los caprichos ajenos; o a la propia Luna Benamor, resignada y convencida de que su vida ha de estar con los suyos y bajo sus leyes, cuando ella misma es incapaz de asimilar su separación de Luis Aguirre. En general, los personajes actúan movidos por impulsos nobles, como Magdalena, en «Un hallazgo», que siente piedad y ternura ante la presencia del niño abandonado; los amigos y compañeros del conde de Sagreda, en «Compasión», que lo ayudan ante su mala situación económica; Carafosca, en «El sapo», que manifiesta su humanidad oculta al aceptar al hijo de Visanteta; el tío Caldera, en «La rabia», con su deseo de evitar el sufrimiento del hijo enfermo; el señor Vicente, en «El último león», buscando la esencia de la tradición para respetar la memoria colectiva y la individual; o el cliente de Pepa, en «El lujo», al pretender convencer a esta de que vuelva a recuperar su vida pasada, lejos del burdel en el que trabaja. No existe cercanía, en este sentido, entre los relatos cortos que acabamos de enumerar y el que da título al libro: en «Luna Benamor» no percibimos esos sentimientos nobles (más allá del amor que se profesan los protagonistas), sino más bien lo contrario; la imposición de las costumbres ancestrales a la vida feliz de las gentes, elegida libremente, sin prejuicios sociales, de raza o de religión.

«Luna Benamor» (donde sí están presentes las frustraciones humanas a las que antes nos referíamos como marca común de todos los relatos) se separa del resto de los cuentos por dos motivos fundamentales: el primero, su extensión, y el segundo, su carácter de novela de tesis, de denuncia de la intolerancia, un poco en la línea, tal vez, de las primeras obras de Galdós. Los protagonistas ven cómo se tuercen sus vidas y se desvanecen sus esperanzas a causa de un problema ajeno al amor que se profesan, pero incompatible con este, como es la diferencia de religión y de cultura. Como había sucedido en Gloria, publicada por Benito Pérez Galdós en dos volúmenes (1876 y 1877), el choque entre el catolicismo y el judaísmo hace imposible que los enamorados puedan vivir juntos. Aunque los planteamientos y soluciones de ambos autores sean diferentes, el tema es el mismo: la intolerancia religiosa. En Blasco, la judía es la mujer y el católico el hombre; en Galdós, al contrario: Gloria Lantigua es ferviente católica y su amado Daniel Morton, judío convencido; cuando estas diferencias salen a la luz, sus vidas entran en una vorágine que los aboca a la tragedia. Y es precisamente en estos planteamientos que señalamos donde encontramos las principales diferencias entre las dos novelas, ya que ni Luna Benamor ni Luis Aguirre se muestran fanáticos ante el hecho religioso: ella es sumisa a las tradiciones y a sus mayores, a la vez que respeta su religión; de hecho le sugiere a Aguirre que se convierta. Por su parte, él tiene una religiosidad muy tibia, casi inexistente, pero hay algo que parece imponerse y que imposibilita la confluencia religiosa de la pareja, como muestra el siguiente fragmento:

Él no era un modelo de entusiasmo piadoso. Había pasado su vida sin preocuparse gran cosa de la religión. Sabía que en el mundo existen muchas creencias, pero indudablemente, para él, las personas decentes de todo el mundo eran católicas. Además, su poderoso tío le había recomendado no bromear sobre estas mentiras, so pena de perjudicarse en la carrera.

Prejuicios y prevenciones, en todo caso. A Aguirre no le importa la religión, pero considera que la católica es la de «las personas decentes» y no le parece conveniente apartase de ella, siguiendo las advertencias de su tío, por lo que se trata de una religiosidad social, hipócrita y falsa, muy al contrario que la de Daniel Morton, profundamente basada en la fe. Por su lado, Luna y Gloria se muestran fieles a sus religiones respectivas, aunque también con marcadas diferencias, ya que la primera parece movida más por la fuerza de la tradición que por la idea religiosa («Era una mala hebrea: apenas tenía fe en sus creencias y en su raza; solo iba a la sinagoga en el ayuno negro y otras fiestas inevitables»), mientras la segunda tiene una fe que raya en el fanatismo y que convierte en fatídica su relación con Morton. Esto último no está en «Luna Benamor», donde los personajes aceptan su destino como un mal terrible, pero sin estridencias, sin encaminarse ciegos a la tragedia y a la autodestrucción; si el final de Gloria muestra las graves consecuencias de la intolerancia religiosa, el de «Luna Benamor» deja a los protagonistas en medio del dolor y la frustración, pero con la perspectiva de continuar sus vidas separados, manteniendo en el recuerdo los momentos felices de su amor. En la ambientación de las dos novelas hay también un elemento que parece contribuir a sus desenlaces opuestos, y es el lugar en el que suceden los hechos: Ficóbriga («que no ha de buscarse en la geografía, sino en el mapa moral de España», como dice Galdós al comienzo de su obra) y Gibraltar. El primer lugar se sitúa en el norte, a orillas del Cantábrico, y es un pequeño pueblo en el que las tradiciones y el catolicismo dominan la vida de las gentes; el segundo se nos presenta como un mosaico de razas y culturas, mezcladas en el pequeño espacio de terreno que ocupa el peñón, que mira al Mediterráneo, ese comunicador de civilizaciones e idiosincrasias que parece iluminar Europa desde tiempos remotos. Es evidente que el espacio condiciona las vidas de los personajes y hace posible que el drama de Luna y Luis pueda ser mirado con tristeza, pero no con la mirada torva de la intransigencia, que se hace más marcada en el ambiente cerrado de esa Ficóbriga galdosiana.

A partir de estas referencias geográficas, nos encontramos con la paradoja de que la aparente libertad religiosa que domina en Gibraltar no es suficiente para que sea posible el amor de los protagonistas, precisamente por no seguir la misma religión: la cordialidad entre judíos y católicos no pasa de una apariencia un tanto hipócrita que no admite las mezclas y que lleva a los personajes que representan estas dos creencias a mostrarse amables unos con otros en la distancia, pero nunca en la cercanía que traería consigo un imposible matrimonio entre una judía (Luna) y un católico (Luis), aunque este último haya sido tratado con educación y respeto por la familia de ella. Una cosa es el trato cordial y otra muy diferente la familiaridad, por lo que la misma intolerancia denunciada por los judíos al referirse a su expulsión de España en tiempos de los Reyes Católicos se manifiesta aquí en sentido contrario, al considerar inviables los amores de la pareja protagonista. Para los judíos de Gibraltar no hay posibilidad de volver a recuperar la España perdida de sus abuelos, ligada por lo demás a la idea católica, y esto lo recoge Blasco no solo en «Luna Benamor», sino también en su crónica de viaje dedicada al peñón. El viejo Aboab, a pesar de llamar a España «tierra bonita, tierra fina, tierra de señores», no ve posible volver a ella, ni siquiera de visita: «Hay leyes aún contra los pobres judeos. Está la pragmática de los Reyes Católicos», dice. Los mismos temores dominan a los jóvenes hebreos con los que habla Blasco en su viaje a Gibraltar, quienes relacionan claramente el país con sus creencias religiosas: «A los católicos les gusta que les respeten sus templos, por ejemplo, aquí en Gibraltar, donde nosotros somos mayoría. Pero iríamos a España y nos quemarían las sinagogas y nos expulsarían a tiros, porque allí son ellos los más… No; no podemos volver» (Crónicas de viaje,