Madera de GEO - Miguel Jarque - E-Book

Madera de GEO E-Book

Miguel Jarque

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Beschreibung

Los años de la Transición fueron los más duros en la lucha policial contra los grupúsculos minoritarios que quisieron imponernos su ideología por las armas. El Grupo Especial de Operaciones (GEO) fue una de las unidades antiterroristas pioneras en el mundo y, desde hace tiempo, forma parte de la élite global. Miguel Jarque entró en la unidad en la segunda promoción (1979) y participó activamente en algunas de las misiones más transcendentales de su primera década de existencia. Jarque describe los inicios de la carismática unidad, la selección de los aspirantes, las extenuantes pruebas físicas y psicológicas, la filosofía que la inspira, las famosas intervenciones nacionales e internacionales y desvela apasionantes detalles sobre la operativa. En definitiva, un relato que destila la originalidad y la tensión propias de quien ha vivido los hechos de primera mano. La obra se cierra con la descripción de otro largo y apasionante periodo como jefe de grupo en la unidad tecnológica de la Comisaría General de Información. Madera de GEO nos cuenta la historia de un policía sencillo que luchó durante décadas contra el terrorismo y el crimen.

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MIGUEL JARQUE ANTÓN

(1954) fue uno de los pioneros del GEO en su etapa de formación (1979). Allí permaneció hasta 1993, en que inició una exitosa trayectoria policial en comisarías de Barcelona, Guadalajara, Madrid y Torrejón de Ardoz, hasta desembocar en la Comisaría General de Información, donde culminó brillantemente su carrera policial.

Participó activamente en algunos servicios transcendentales, como los relacionados con el 23F o los JJOO de Barcelona.

Es autor de Superviviencias de un GEO, donde narra, desde una óptica personal, algunas de sus experiencias juveniles, profesionales y de ámbito privado.

 

Los años de la Transición fueron los más duros en la lucha policial contra los grupúsculos minoritarios que quisieron imponernos su ideología por las armas. El Grupo Especial de Operaciones (GEO) fue una de las unidades antiterroristas pioneras en el mundo y, desde hace tiempo, forma parte de la élite global.

Miguel Jarque entró en la unidad en la segunda promoción (1979) y participó activamente en algunas de las misiones más transcendentales de su primera década de existencia.

Jarque describe los inicios de la carismática unidad, la selección de los aspirantes, las extenuantes pruebas físicas y psicológicas, la filosofía que la inspira, las famosas intervenciones nacionales e internacionales y desvela apasionantes detalles sobre la operativa. En definitiva, un relato que destila la originalidad y la tensión propias de quien ha vivido los hechos de primera mano.

La obra se cierra con la descripción de otro largo y apasionante periodo como jefe de grupo en la unidad tecnológica de la Comisaría General de Información.

Madera de GEO nos cuenta la historia de un policía sencillo que luchó durante décadas contra el terrorismo y el crimen.

MADERA DE GEO

Miguel Jarque

MADERA DE GEO

Mi vida contra ETA y la delincuencia

Madera de GEO

Mi vida contra ETA y la delincuencia

 

© 2023, Miguel Jarque

© 2023, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-39-7

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Introducción

Agradecimientos

  1.   Cara a cara con Garfia en Granada

  2.   Rápel, helicópteros y una maleta

  3.   Destino: el País Vasco

  4.   Camino de la democracia. Ser policía entonces

  5.   23-F

  6.   Mayo de 1981. Alicante y Barcelona

  7.   Trasmoz. El doctor Iglesias Puga

  8.   Operación Luna

  9.   Diving Story

10.   Intervenciones varias

11.   Cuba

12.   Barcelona-92 y el final de una etapa

13.   Trípoli

14.   De GEO a técnico en la Comisaría General de Información

15.   Escuchando al enemigo

16.   11-M en Madrid

Epílogo

Introducción

He sido policía durante más de treinta y siete años. Ingresé en abril de 1977 y formé parte de la segunda promoción del GEO, el Grupo Especial de Operaciones. Posteriormente estuve en la Comisaría General de Información entre 2000 hasta el 2014. La mayor parte de mi trayectoria profesional la dediqué a combatir el terrorismo y la delincuencia organizada. En 2021 autopubliqué un libro, Supervivencias de un GEO, donde relataba algunas de mis experiencias policiales. Recientemente decidí dar el salto a la edición profesional, aprovechando elementos de aquel texto, suprimiendo las partes más personales —infancia, juventud y mi amor por la montaña— y añadiendo algunas operaciones que no existían en la versión original. El resultado es un libro único en su género, el que tienes ahora entre tus manos: una edición renovada y ampliada de aquel.

En esta ocasión he querido profundizar en las explicaciones sobre las técnicas de nuestra lucha contra el crimen, como respuesta a la demanda de muchos lectores. Pretendo contar cómo actuaron los grandes profesionales que estuvieron —algunos todavía están— al servicio de nuestra patria. De eso va Madera de GEO, de la verdad más profunda, la que yo conocí, aunque sin desnudarla del todo. Si la desnudase íntegramente, si mostrase todos los hechos de los que he sido testigo, quizás perdería su esencia. Levantaré un poco más ese velo, sin perder nunca de vista el equilibrio responsable con respecto a la seguridad. El libro se basa en hechos reales, aunque algunos pasajes he preferido novelarlos. Son los recuerdos de mis vivencias que el viento de la memoria me ha permitido rescatar.

Pretendo satisfacer tu derecho al conocimiento de la realidad para que sepas cómo se invierte tu apoyo en la seguridad del Estado. Me reafirmo en lo que dije en mi libro anterior al describir mi pasaje por la cresta montañera de la Punta del Sable de los Pirineos:

No es fácil llegar y caminar por el filo de esa cresta manteniendo el equilibrio entre lo legal y lo alegal. Es una montaña reservada para buenos montañeros. Igual que el trabajo de grandes profesionales de las FCS [fuerzas y cuerpos de seguridad] que supieron caminar y llegar de forma impoluta para luchar contra el terrorismo y el crimen.

Soy consciente de que cualquier publicación sobre este tema puede suscitar controversias y hacer perder alguna confianza; siempre es más fácil opinar y condenar conductas desde la ignorancia. Esa que no sabe de lo que habla porque, entre otras cosas, no ha transitado por ese filo ni ha luchado en la primera línea del frente. Al terrorismo hubo que plantarle batalla desde la integridad y con todas las armas del Estado. Es sencillo cobijarse en el edificio de la retaguardia y el desconocimiento para condenar después al que se enfrenta a esa lacra, sin armas suficientes, mientras se le exige velar por la seguridad de todos.

Durante muchos años de mi vida, junto con miles de compañeros del Ejército, de la Guardia Civil (GC), de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (FCS), del Cuerpo Nacional de Policía (CNP), del GEO, de la Comisaría General de Información (CGI), me he dedicado a perseguir terroristas y criminales. Quisimos abatirlos no con balas, sino con detenciones e ideales para demostrarles su error. Solo y excepcionalmente han hablado las armas cuando el «¡Alto, Policía!» ha sido obviado o peligraba la vida de terceros. Tuvimos que penetrar en la existencia de los terroristas y acercarnos tanto como pudimos, necesitábamos conocerlos para vencerlos. Fue por el bien de todos, porque somos policías que, con o sin uniforme, velan por la paz social y la libertad.

Al final, ganamos entre todos y conseguimos más libertad. A las generaciones que nos suceden toca cuidar de ella para que no se convierta en libertinaje. Hay que ejercerla con responsabilidad, seguir vigilantes y preparados, porque siempre estará amenazada, para responder, llegado el caso, a posibles amenazas. Esta humilde historia solo es un grano de arena, una referencia más de esa transición del autoritarismo a la democracia en la que todos nosotros trabajamos duro, motivados por la necesidad de erradicar ese siniestro ingrediente de la época que fue el terrorismo. Hoy, mantengo una esperanza ilusionada para que nunca en España regrese la sinrazón del terrorismo. Que se guarden las balas y que su lugar lo ocupen las palabras, la autocrítica y el entendimiento. Pero hay que estar pendientes para que la ley del péndulo no alcance nunca los extremos.

Cumplimos nuestra misión con entrega y esfuerzo, sustentados en pilares que estimo fundamentales: la auctoritas —de padres, maestros, policías, profesionales de todo tipo e instituciones—, cuyo menoscabo podría quebrar todo lo conseguido.

Muchos de nuestros héroes fueron víctimas inocentes de la sinrazón de las balas asesinas; a todas estas víctimas, donde quiera que se encuentren, dedico estos humildes escritos.

 

 

A la memoria de las víctimas del terrorismo.A los que dieron su vida, se expusieron o se sacrificaron en la lucha para conseguir la paz. Se merecen nuestro recuerdo emocionado. Luchamos cuanto pudimos, nunca lo suficiente.

La mejor forma de honrar su memoria es convivir en la paz vigilada. Es bueno obviar el rencor de la venganza para administrar con justicia la victoria de la sociedad frente a los que quisieron —o pretendan en el futuro— imponer su dictadura.

Agradecimientos

A Santa Cruz de Moya, a mi familia y mis ancestros, que me dieron y acunaron la vida. A los compañeros que me han enseñado y transmitido todo lo que he aprendido de la profesión de policía. A los amigos y editores que habéis hecho realidad la ilusión de ampliar mi historia. A la sociedad, en general, de donde todo parte; ella se merece la verdad. Y especialmente a ti, querido lector, que te dejas seducir por estas líneas que forman parte de mi yo.

1

Cara a cara con Garfia en Granada

El paso del tiempo es inexorable para todos. Uno de los momentos que con mayor intensidad marcaron mi trayectoria profesional fue aquel día en que llegó la hora de dejar para siempre mi carrera en el GEO (Grupo Especial de Operaciones). Era agosto de 1993. Tenía 39 años. Había consagrado catorce años de mi vida a una experiencia irrepetible: el nacimiento y los primeros pasos de una unidad de élite dentro de la Policía Nacional, en una España sumamente convulsa por las circunstancias históricas. Una unidad policial que se convertiría, con el paso del tiempo, en un auténtico referente mundial para la resolución de problemas ligados a la delincuencia o al terrorismo. Aunque dejara la unidad, me consolaba saber que ya siempre estaría impregnado de ese espíritu y de esa filosofía de vida. Por eso he querido empezar este libro recordando la que fue mi última detención importante en el GEO, quizás por la nostalgia de saber que, después de aquella acción, ya nunca más protagonizaría un operativo de esa índole.

Ocurrió en Granada, dos años antes de mi salida de la unidad, casi al alba del 7 de mayo de 1991. Recuerdo perfectamente cuando, sobre la una de la madrugada, algo me despertó. No quería reconocer aquel sonido molesto que pitaba con insistencia. La jornada anterior me había dejado lo suficientemente cansado como para necesitar mis siete horas de sueño reparador. Parecía una broma de mal gusto lo del incansable pitido, hasta que Amelia, mi mujer, me confirmó que estaba sonando el mensáfono que tenía en la mesilla de noche. Accioné un botoncito para detenerlo, pero significaba que tendría que acudir al cuartel para saber qué ocurría.

A pesar de tantas experiencias vividas, seguía disfrutando con los viajes y las aventuras, aunque, eso sí, mejor a horas menos intempestivas. Mi cuerpo reacciona pésimamente cuando interrumpe sus primeras horas de sueño. Casi de forma mecánica me vestí y abrí la puerta del garaje. Accioné la palanca de arranque de mi Vespa, me subí a ella para conducir el kilómetro y pico que me separaba del trabajo. Afortunadamente, el viento fresco de madrugada barrió de inmediato la somnolencia. Aparqué la moto y ascendí rápido las escaleras hasta la segunda planta, donde se reunía mi patrulla, el grupo 10, con el inspector Alcaraz al mando. Después se agregaría también el inspector Antonio, del IX curso, con el fin de ir adquiriendo experiencia en estas intervenciones.

El cuartelero y los inspectores me informaron de que íbamos a realizar un viaje de urgencia: desde nuestra sede de Guadalajara tendríamos que trasladarnos rápidamente a Granada para detener a dos importantes delincuentes. Como jefe de patrulla, trasladé la información a los comandos y a la gente que seguía llegando. Había que proveerse del material individual. Encargué las tareas específicas a los conductores más capacitados, para que trajeran al patio los mejores vehículos de los que disponíamos en aquel momento, y encomendé a otros hombres la maleta de explosivos y los útiles de apertura. Sobre las 01:40 horas, todos de paisano, la caravana de cinco vehículos y dieciséis operativos estaba conformada y preparada para la salida. Antonio me preguntó si estaba todo dispuesto, lo que confirmé:

—El material colectivo de la misión está supervisado, imagino que todo el mundo ha recogido el individual.

—Muy bien, enterado —me contestó—. ¡En marcha! Tenemos casi 500 km de camino y hay que estar en el Albaicín antes de que amanezca. Iremos a toda pastilla, escalonados de dos en dos vehículos. Al entrar a la ciudad, donde nos estarán esperando, nos concentraremos todos.

Por suerte, el Peugeot en el que viajaba lo conducía el oficial Rodríguez, un experto que recientemente había hecho el curso de conducción evasiva. El policía Roberto ocupaba el asiento trasero. Era también un buen conductor, pero por la forma de agarrarse y por los gestos de su cara, se percibía en él el miedo a un accidente. Los nuevos vehículos que habían suplido a los primitivos Seat 131 los superaban en velocidad y confort. Además, las recientes autovías nos permitían circular a no menos de doscientos kilómetros por hora. El problema era que a esa velocidad se consumían muy rápido los depósitos de combustible, lo que nos obligó a repostar en tres ocasiones, con la consiguiente pérdida de tiempo; al menos tuvimos la suerte de encontrar las estaciones de CAMPSA abiertas. Pagábamos con los vales de mil pesetas que nos suministraba el ministerio. Rodríguez dio muestras de su habilidad en las pronunciadas curvas de Despeñaperros, cuyo peralte ponía el Peugeot a dos ruedas. Observé que el velocímetro marcaba 210. El temor a un accidente nos acompañó durante todo el viaje. De vez en cuanto, le hacía ver a Rodríguez que era mejor llegar vivos, aunque fuera un poco más tarde; tres de los cuatro geos que había perdido la unidad hasta la fecha se habían quedado en la carretera. Como respuesta, el oficial, buen conocedor del itinerario, nos informó de que a partir de Jaén tendríamos que aminorar la velocidad, pues se acababa la estrenada A-4 que conectaba con la peligrosa N-323, aún en obras. Pero las pésimas condiciones de señalización y el estado general de la carretera no iban a impedir que, una vez más, Rodríguez diera una lección magistral de conducción, gracias a lo cual nos presentamos los primeros a las puertas de Granada, junto al Ford de los inspectores Alcaraz y Antonio. Los minutos que pasamos junto al vehículo Z de los compañeros de Granada, esperando el reagrupamiento, se nos hicieron eternos. El lucero del alba, ya en solitario, anunciaba el nacimiento del día.

Despuntaban las primeras luces cuando los compañeros nos llevaron a las inmediaciones de la calle Zenete, en el Albaicín, un estrecho callejón donde apenas cabía un vehículo. Según la información recibida, en el número 6 se escondían el peligroso y temido delincuente Juan José Garfia Rodríguez y otro colega. La humilde vivienda tenía dos plantas y la puerta de entrada era aparentemente sencilla de franquear. Según nos comentó un inspector jefe del dispositivo de Granada, a las 23:00 horas habían tenido conocimiento de que los criminales se ocultaban en la vivienda, y desde ese momento habían cercado el edificio con un grupo de agentes, para evitar que nadie saliera de la zona. Algunos vecinos ya habían detectado la abundante presencia policial; por eso era preciso intervenir a la mayor brevedad, para evitar que los dos fugitivos fueran alertados del despliegue.

Antonio me dijo que preparara al grupo para actuar lo más rápido posible. Por delegación de él y de Alcaraz, mientras enumerábamos los binomios de asalto, indiqué a los oficiales Manuel y Blasco que estuvieran muy atentos al balcón y a las ventanas que daban a la calle. Encomendé a Rodríguez y a Moliner que estudiaran la puerta y se prepararan para la inminente apertura. Califiqué la acción como asalto a vivienda con distribución desconocida. Con sigilo, me acerqué al binomio de apertura. Linterna en mano, pude comprobar que, más allá de la puerta, había unas escaleras muy empinadas. Por la estructura de la casa deduje que las habitaciones estarían en las plantas primera y segunda, no en la baja. Los compañeros del cerco me advirtieron de la existencia de una terraza en el piso segundo desde la que era posible saltar al exterior. Por la ubicación de la vivienda, situada en una ladera, comprobé que el desnivel era reducido en la parte trasera, precisamente donde quedaba emplazada la citada terraza. Conocido este detalle, mandé al binomio conformado por Basilio y Demetrio a reforzar el cerco de los compañeros de Granada.

—Creo que 100 g de Goma-2 activados por un cebo eléctrico serán suficientes para destrozar la cerradura y franquear la entrada —apuntó Moliner—; eso será más breve y efectivo que montar el marco de explosivos que hemos traído.

—Estoy de acuerdo —le respondí—, pero mientras tú activas la carga, Felipe que esté listo con la escopeta Franchi, por si queda algún cerrojo interno, y al mismo tiempo, que Rodríguez coja la maza.

Una vez enumerados los tres binomios de asalto, con la carga adosada a la cerradura y los dos binomios de cerco inmediato colocados en el lugar previsto, le indiqué a Alcaraz, como jefe de mi grupo, que solo faltaba su orden para iniciar la operación. Antonio era el inspector más antiguo en el escalafón y le correspondía el mando del dispositivo. Como alumno del reciente IX curso del GEO, apenas tenía experiencia operativa, pero su inteligencia práctica le hizo ascender de inmediato a inspector jefe. Al siguiente año se haría cargo de la jefatura operativa de la unidad.

Repasamos lo que, aparentemente, iba a ser un sencillo asalto, dado que no existían rehenes, mientras el inspector de Granada nos ponía en aviso sobre el tipo al que nos enfrentábamos. El vallisoletano Garfia era un famoso criminal que había acabado ya con la vida de tres personas —un guardia civil, el dueño de un bar y un policía municipal— y había dejado a su paso, además, un reguero de heridos, como consecuencia de las numerosas acciones criminales que había protagonizado y que lo convertían, en ese momento, en el delincuente más buscado de España. Dentro de las prisiones se había forjado como un poderoso líder, protagonizando varias revueltas, lo que continuamente forzaba su cambio de prisión, y era en estas circunstancias cuando había aprovechado para huir en varias ocasiones. Su última fuga databa de febrero de 1991. Se había evadido del furgón de traslado de la Guardia Civil que le conducía desde la cárcel de Alcalá-Meco (Madrid) a la de Nanclares de Oca (Álava), al paso por Burgos.

Cuando Alcaraz con la aprobación de Antonio dio la orden, sobre las 06:40 horas, Daniel activó la carga. La detonación consiguió arrancar la cerradura, pero la puerta se resistió; al parecer, un cerrojo superior impedía su apertura total. Felipe reaccionó de inmediato disparando dos cartuchos de posta sobre el cierre pero no cedía, hasta que Rodríguez, de un certero mazazo, franqueó el paso. Fueron escasos segundos, no más de cinco, pero esos instantes son decisivos cuando se trata de no perder el factor sorpresa, especialmente por la anunciada peligrosidad del asesino Garfia. Como parte del binomio uno, me lancé escaleras arriba tan rápido como pude. A medida que subía, pese al ruido y el ajetreo del asalto, escuché movimientos en la parte alta de la casa. No habíamos dispuesto el lanzamiento de granadas aturdidoras y, dado que a toda costa queríamos sorprender, instintivamente efectué un disparo contra el techo enyesado, mientras gritábamos: «¡Policía!».

Una vez en el primer piso, encontramos dos puertas; solo la de la derecha estaba cerrada, y fue esta la que me dispuse a abrir, con la intención de penetrar en el cuarto. Me seguía Roberto. Escuchamos entonces el grito del segundo binomio:

—Habitación dos limpia, no hay nadie.

Procedente del exterior, en el segundo piso, se oyó:

—¡Alto! ¡Levanta las manos o disparamos!

También hubo gritos de los binomios 3 y 4:

—¡Tenemos a uno!

En ese momento, Roberto y yo habíamos traspasado el umbral buscando al segundo delincuente; intuíamos que todavía estaba en la habitación, por aquello de la puerta cerrada. El cuarto era reducido, estaba aparentemente vacío, con la cama deshecha, como si alguien acabara de abandonar las sábanas, aún calientes, y había pocos espacios para jugar al escondite. Roberto se tiró al suelo de inmediato para buscar debajo de la cama, mientras yo abría la puerta de un armario. No se veía a nadie, pero en el fondo percibí un montón de ropa y cojines agolpados de forma anómala.

Me separé del mueble.

—¡Está aquí! —le indiqué a Roberto.

De un tirón, mi compañero retiró la ropa. Allí, acurrucado, se encontraba el peligroso delincuente. Justo delante de él había una pistola. Supimos después que estaba ya montada, con un cartucho en la recámara. Lo teníamos encañonado con nuestros MP5 con las linternas enfocándole el rostro.

—¡Empuña la pistola, majo, si te atreves! —lo desafió Roberto.

Pese a que la luz lo deslumbraba, el hombre nos clavó una mirada amenazante: «¡Hoy os he perdonado la vida!», parecía decirnos.

Rompí el tenso instante y grité:

—¡Tenemos al segundo en la habitación uno!

De inmediato se presentó Rodríguez, que había dejado aparcada su efectiva maza. Roberto, sin esperar más, se colgó su MP5, retiró la pistola al suelo y seguidamente arrastró al sospechoso fuera del armario. En ese forcejeo para sacar al delincuente, con la intención de engrilletarlo, Garfia —pronto se verificó su identidad— se resistió y le agarró del cuello. El valenciano Roberto era un hombre de baja estatura y complexión enjuta —lo conocíamos cariñosamente como el Hombre Araña—; su fibrosa anatomía lo había convertido en uno de los operativos más polivalentes de la unidad. Nos conocíamos a la perfección, gracias a la confianza que dan los muchos años de convivencia, casi siempre en el mismo comando y, entonces, en la misma patrulla. Vista la intención agresiva del prófugo, Roberto pudo deshacerse de inmediato de su agarre, retrocedió un paso y se descolgó el subfusil. Cogió el arma con ambas manos y el fuerte culatazo que le propinó sobre la cabeza hizo que Garfia se tambaleara sobre la cama. De no haber mediado Rodríguez y yo mismo, al sujeto le habría caído la del pulpo.

Asistimos a un tenso cruce de miradas, a cual más dura: la de Roberto traducía sus ganas de descargar la ira sobre el desafiante criminal, y la de este me recordó a una cobra asesina dispuesta a efectuar su mordisco letal. Nunca, en las muchas detenciones a las que he asistido en mi profesión, he tenido ocasión de observar una mirada tan envenenada y rabiosa como la de Garfia. Nada que ver la fiereza de su expresión con el gesto de abandono y resignación típico de los etarras u otros terroristas al verse detenidos y sin posibilidad de reacción.

El otro delincuente era Gonzalo Bonilla García. Fue interceptado por el cerco y el binomio tres cuando intentó escapar por la terraza. Los vecinos se echaron todos a la calle al ver el despliegue policial y a los prófugos detenidos. Entregamos a ambos a los compañeros encargados de su traslado a comisaría, ante el asombro de los presentes por la actuación a la que acababan de asistir. Los inspectores y todos los miembros de mi patrulla se sentían satisfechos por la intervención, que, aunque duró escasos minutos, incluido el somero registro de la casa, creo que fue eficaz. Quizás los compañeros de Granada habrían hecho bien las detenciones, pero ante el historial de un Garfia armado, a la jefatura le ofrecimos mayor confianza.

En el posterior juicio crítico de la intervención, ya en el salón de actos de las dependencias del GEO en Guadalajara, la mayoría apoyó totalmente nuestra acción. No obstante, en una conversación cuasi privada, el entonces jefe operativo, el inspector jefe Carmelo, me manifestó su incomodidad ante mi disparo al aire, a lo que contesté:

—Siempre he defendido la conveniencia de no efectuar disparos intimidatorios, pero en esta ocasión, sobre el terreno, preferí hacerlo porque estábamos perdiendo el factor sorpresa, y quizás ese disparo, junto con nuestras voces de ¡Alto, policía!, ayudó a que Garfia se arrugara en el armario en lugar de enfrentarse a nosotros con su arma.

Mis argumentos no parecieron convencerle, pero Carmelo llevaba ya varios años de despacho sin participar en una intervención real y quizás, con la burocracia, se pierde un poco la perspectiva de la operatividad. Como es obvio, estos pensamientos se quedaron en mis adentros. No tenía la suficiente confianza como para comunicarlos.

2

Rápel, helicópteros y una maleta

El cuartel fue nuestro hogar de acogida. Durante los nueve meses reglamentarios que tardó en parir el II curso del GEO, estuvimos internos. Lo iniciamos el 1 de marzo de 1979 y se prolongó hasta el 7 de diciembre, con la entrega de despachos presidida por sus majestades los reyes de España. Fue nuestra cuna, patio de recreo y pista de entrenamiento diario. Habitualmente, si no se presentaba el inconveniente de alguna sesión extraordinaria, se podía salir entre las 18:00 y las 21:00 horas, momento de cenar y realizar el control.

Llegado el memorable 7 de diciembre, el horario y la libertad de salida cambiaron. Se formaron tres grupos de aproximadamente treinta y tres operativos cada uno, que sumaban el estándar de cien agentes del GEO. Tres comandos constituían una patrulla a las órdenes de un sargento —después denominado subinspector—. Un teniente —hoy inspector— mandaba el grupo formado por dos patrullas o subgrupos. La estructura básica y fundamental era el comando de cinco hombres, dirigido preferentemente por un cabo o cabo primero —actual oficial—. Por increíble que parezca para la época, este jefe era elegido casi democráticamente; yo tuve el honor de ser designado para esta función en la segunda reestructuración que se hizo en la unidad, sin ser todavía cabo; ejercería el cargo durante varios años, hasta el ascenso a subinspector. Periódicamente había una reestructuración, con el fin de que todos nos relacionáramos con todos. Así se evitaban guetos o situaciones de aislamiento que podían resultar peligrosas en tanto suponían quebrantar el valor superior del colectivo.

Finalizado el curso, el horario se estructuró de lunes a viernes. Todo el personal entrenaba desde las 09:00 hasta las 14:00 horas, aunque casi la mitad de las tardes también había entrenamiento, de 16:00 a 18:00 horas o hasta que se diera por concluida la sesión. Con independencia de esas prácticas, en el cuartel del GEO siempre debía permanecer, preparada para salir de inmediato hacia cualquier parte de España, una patrulla apoyada por otra del grupo que quedaba «en alerta» y que debía estar operativa en no más de quince minutos; de modo que cada seis días —por supuesto fines de semana incluidos— se entraba a las 09:00 horas de la mañana al cuartel y se salía al día siguiente a las 14:00 horas, a menos que esa misma tarde hubiera entrenamiento, lo cual retrasaba todavía un poco más la salida. A esto se sumaba la alerta, por lo que, en definitiva, las dos terceras partes del tiempo estabas siempre pringado. ¿Horas extras? Iban incluidas en la paguilla, que para la época no era mala. Recibíamos un sobresueldo nada despreciable: un tercio más de salario que un policía normal. Una bicoca y un orgullo por ser la élite de la Policía. No obstante, nadie nos regalaba nada, había que sudar y «sacrificarse» para merecer ser incluido en esta unidad. Con todo aquello, para nosotros, el trabajo era como un deporte excitante por el que, además, cobrábamos.

Y entre las actividades más excitantes se encontraban, sin duda, las prácticas de rápel. Nos ejercitábamos en esta disciplina con cierta frecuencia, entrenando con los helicópteros de la base militar de Colmenar Viejo. Era una táctica importante para nuestra preparación. La mencionada base es amplia, posee una gran extensión de terreno. Situada en la afueras de la ciudad, en las estribaciones de la sierra de Guadarrama, contaba entonces con gran cantidad y variedad de helicópteros del Ejército de Tierra, y se había establecido una buena colaboración para realizar allí nuestros ensayos; nos ejercitábamos en desplazamientos y descenso rápido con el fin de ganar agilidad en caso de liberación de rehenes o cualquier otra intervención.

Practicábamos en tandas de ocho. En la plataforma interior del helicóptero se ataban cuatro cuerdas dinámicas, las diferenciamos de las estáticas porque estas últimas se emplean para el anclaje, mientras que las primeras, de material más elástico, son por las que se desciende. En el aparato iban el guía y los ocho integrantes del grupo, provistos del arnés —el atalaje de descenso—, con la bailarina, nombre que recibía la placa metálica por la que se hace pasar la cuerda del descenso, que forma una especie de S y sirve para ralentizar y equilibrar la velocidad de la bajada. La cuerda se sujetaba con la mano derecha, protegida por un guante duro para evitar quemaduras. La posición de la mano hacía de velocímetro de caída: si se pegaba totalmente a la cadera, bajabas tan rápido que la leche resultaba inevitable, pero si la levantabas hasta la verticalidad del hombro, frenabas el descenso, estabilizándote en el aire. En definitiva, la adecuada posición de la mano derecha era la garantía de alcanzar la velocidad correcta.

Además, utilizábamos un seguro independiente, una plaquita de aluminio atada a una cuerda de metro y medio aproximadamente, que se encajaba en la cuerda del descenso; al presionar fuerte con la mano izquierda ese seguro permitía descolgarse. En teoría, se trata de un artilugio muy eficaz, ya que, si mientras estás bajando sueltas la mano izquierda, tu propio peso ancla el seguro a la cuerda y queda fijado a ella. Para desbloquearlo tienes que emplear mucha fuerza, pues has de equilibrar tu peso para desanclar el freno y reemprender el descenso.

Sin embargo, el mecanismo ya nos había costado tres accidentes terribles. El primero lo sufrió un compañero del II curso, Demetrio, en las paredes del cuartel del GEO, casi a punto de concluir su formación. En los primeros ensayos decíamos que «temblaba la pared» porque, cuando hay que estirarse al máximo, con las piernas bien perpendiculares a la pared, el cuerpo queda expuesto al vacío, sujeto solo por la cuerda del rápel. Lo cierto es que las paredes son consistentes y no tiemblan, pero siempre era mejor descargar la culpa del temblor de nuestras propias piernas, que debido a los nervios no paraban quietas, que admitir la inseguridad del principiante.

Hacernos con el mecanismo requirió su tiempo, y solo tras horas de práctica adquirimos cierta soltura. Las piernas no se estiraban, porque el miedo las atenazaba, el instinto de conservación las convertía en garrotes que se adosaban a la cornisa, aferrándose cual lapas a la pared salvadora. Estos primeros ensayos siempre me recordaban a esos reality shows del carismático Calleja cuando enseñaba la técnica a los invitados a su programa.

Pero más pronto que tarde, a base de practicar el rápel una y mil veces, conseguimos la destreza suficiente. Al final, llegábamos a tener tanta confianza que buscábamos los tres pies al gato: bajar a toda velocidad; penetrar a través de una ventana abierta limpiamente, sin tocar ninguna pared o cornisa; descender cabeza abajo o con los piernas estiradas en forma de perfecta escuadra; echarse a la espalda a un compañero y descender ambos en la misma cuerda; anclarse para sacar la pistola y disparar al blanco, o cualquier otra acrobacia que a alguno se le ocurriera. Era la forma de aprender innovando, de divertirnos practicando un excitante juego, hasta que se produjo el primer accidente, el que llevó al mencionado Demetrio, de nuestro II curso, el de los Indios, a quedar prácticamente paralítico de por vida.

Aquel día quiso descender lo más rápido posible; tanto que el guante casi desprendía humo. Cuando trató de parar era demasiado tarde, la velocidad le impedía levantar la mano derecha y ralentizar el ritmo. El sistema de ese seguro que sujetaba con la mano izquierda falló, porque el instinto de conservación hizo que, en lugar de soltarlo, lo aferrara con más fuerza. Y es que el automatismo es lo más difícil de entrenar. Si vas en caída libre, el anhelo de sobrevivir impide que te abandones y sueltes la mano para que funcione el seguro y te bloquee; es ese mismo instinto de conservación lo que hace que la fuerza de tus manos se multiplique para que puedas agarrarte a todo. Así actuó Demetrio: se agarró a todo en lugar de soltar su mano izquierda y levantar la derecha. Fue su espalda la que lo frenó en seco y con gran estruendo; impactó contra la terraza del primer piso del edificio en el que practicábamos, después de haber descendido a todo gas otros tres pisos antes. Se dejó allí unos cuantos huesos de vértebras, rodilla y cadera. Apenas se le oyó exclamación alguna de dolor, pero sí de pesar: era consciente de que se había lesionado de por vida.

Cualquier otro habría quedado en silla de ruedas para siempre, pero Demetrio era fuerte, muy fuerte, sobre todo de voluntad, que es lo que mueve hasta los firmes muros de un edificio de prácticas. Gracias a los muchos meses de esforzada rehabilitación, guiada por su convicción inquebrantable en la recuperación y por el tratamiento de los fisioterapeutas, verdaderos ángeles custodios, Demetrio volvió a caminar. Después empezó a trotar y a robustecer los músculos, especialmente los que sujetaban las rodillas que son las que más se resentían, piernas y los brazos. Todo su cuerpo se fortaleció; bueno, no todo… La mente no hizo falta, porque siempre fue absolutamente firme.

Después de la rehabilitación, Demetrio aguantó el ritmo durante algún tiempo, hasta que a su cuerpo se le agotó el impulso necesario, porque las soldaduras de las rodillas le recordaban continuamente que estaba limitado para seguir la actividad física del GEO al cien por cien. Supo que se le agotaba el tiempo de operativo. Él, que tiene una privilegiada mente, encontró, no obstante, un gran trabajo fuera del cuerpo, una aventura a la que también se unió otro compañero: Carlos. Ambos fueron contratados por un afamado empresario nacional para su protección personal, lo que popularmente se denomina un trabajo de «guardaespaldas», entre los profesionales prefieren denominarlo de «protección». Abandonaron el GEO y la entonces Policía Nacional, y siempre les fue muy bien, porque eran grandes profesionales y mejores personas. Demetrio aportaba una mente absolutamente firme y su saber ser y estar; Carlos complementaba el binomio con su increíble fortaleza.

Peor suerte tuvo el carismático sargento Amador Sevillano, del III curso, el de los Rusos. Ocurrió en la ya citada base de Colmenar Viejo, cuando practicaba rápel desde el helicóptero. Le pasó lo mismo que a Demetrio, bajaba demasiado rápido, aunque en esta ocasión la velocidad fue todavía mayor y la caída, desde más altura, unos 50 m. El suelo se abrió del impacto. Murió en el acto y recibió cristiana sepultura —tenía firmes creencias religiosas—. Era además un compañero muy querido, también por Carlos Holgado, jefe del GEO, hasta el punto de que antes del accidente incluso murmurábamos que Sevillano parecía su hijo adoptivo por la gran estima en que lo tenía.

Mi querido amigo Abel, también de mi curso, de los Indios, fue el protagonista del tercer caso. Esta vez el accidente ocurrió con motivo de la exhibición de la Expo 92 de Sevilla y no fue provocado por exceso de velocidad en el descenso. Abel, además de muy técnico y profesional, es muy prudente y posee una fortaleza fuera de lo común. El rápel en esa época ya se hacía desde un helicóptero propio de la Policía y, al ser el aparato más reducido que los del Ejército, los integrantes se descolgaban por parejas. Para abreviar el tiempo de recogida de las cuerdas y evitar que se enredaran, era habitual que, justo cuando el compañero tocaba el suelo, el copiloto del helicóptero desbloqueara una palanca que soltaba las cuerdas a tierra y así se plegaban mejor.

En esta desgraciada ocasión, la técnica de suelta de cuerdas falló. Primero porque Luis, compañero de bajada de Abel, descendió muy rápido, adelantándose unos 10 m a Abel. En segundo lugar, porque el copiloto solo tenía buena visibilidad del lado izquierdo, el del descenso de Luis, que vio vacío; cuando miró hacia la derecha también creyó que Abel había tocado tierra; se equivocó, porque a él todavía le quedaban unos 8 m de descenso. Accionó la palanca, soltó ambas cuerdas, que cayeron al suelo y con ellas mi amigo. Intentó agarrarse al aire, pero el aire no le ayudó… Casi 90 kg de fuertes y ágiles músculos chocaron contra el suelo. Abel sobrevivió porque posee una musculatura fornida. Eso sí…, se deshizo los tobillos y ambos pies. Quedaron hechos un amasijo de carne y huesos, como recién salidos de una apisonadora. Experimentados cirujanos lo operaron en varias ocasiones, y otra vez nuestros ángeles custodios, con millones de masajes y deshumanizadas rehabilitaciones, retroalimentadas por el coraje de Abel, le permitieron volver a andar. Poquito, despacito y siempre con pasos dolorosos, Abel puede, aunque lentamente, desplazarse. Contó con un extraordinario equipo de magistrales traumatólogos, cirujanos y fisioterapeutas que, ayudados por la fortaleza y la constancia de mi amigo, consiguieron este gran milagro.

¿Y por qué existía ese seguro? ¿Y por qué practicábamos tanto esta técnica del rápel? ¿Y por qué experimentábamos una y otra vez? ¿Y por qué continuamos con esa instrucción que tantas vértebras, cervicales, pies y tobillos se llevó por delante y que incluso acabó con alguna vida? ¿Y por qué tantos porqués? ¿Quién podría responder? ¿Acaso tú serías capaz de dar una razón que otros no encontramos, que ni nos atrevimos siquiera a plantear en los briefings? Quizás la respuesta a tantas preguntas se responda en una sola. Tal vez es que simplemente hay que seguir la estela que otros pioneros marcaron antes.

Descubrimos que todo tiene un precio que hay que pagar con esfuerzo; un esfuerzo colectivo, en unión. Esta palabra, «unión», que procede del árbol de la vieja experiencia, es un auténtico talismán: dicen que «la unión hace la fuerza». ¿Pero cómo se consigue? Mi humilde experiencia me lleva a opinar que la unión se hace sólida compartiendo sacrificios y esfuerzos, en los momentos difíciles, en la comunión de nobles deseos, entregando la carne y los huesos, sí, hasta la preciada vida. Todo ello te hermana con los que antes creías rivales y a los que ahora abrazas con más fuerza que a tu propio hermano. Se abraza al compañero de binomio, al comando, la patrulla y el grupo, en un gran gesto común.

Y en esa unión, en esa comunión, descubrimos que estaba la esencia, las raíces y nuestra fuerza. Éramos necesarios para nuestra patria. Hicimos una piña. Dejamos volar la emoción al sentirnos útiles. Y volamos, como águilas poderosas, apresando a la serpiente que amenazaba la paz nacional. Todos en la misma dirección, en busca de lo mejor para la sociedad española. Fuimos señalados como la mejor unidad del mundo. Y eso es mucho. Quizás porque lo dijo la televisión, que en esa época era la verdad absoluta. Y aunque tal vez no fuera totalmente cierto, el GEO se lo creyó; nos lo creíamos todos.

Eso nos dio mucha fuerza; había que ejercer un liderazgo, incompatible con aquello de «cría fama y échate a dormir». Nos veíamos importantes y valorados, pero no había lugar para egocentrismos o narcisismos particulares; nuestra acción era algo trascendental y necesario para salvar a nuestra amada patria. Nuestros primeros jefes, Quijada, Senso y el entonces comandante Holgado, todos procedentes del Ejército, así nos lo enseñaron y nos lo inculcaron. Ellos lo habían aprendido en la institución castrense.

No obstante, frente a las alabanzas, la realidad se imponía siempre.

Las sesiones informativas —los mencionados briefings— que realizábamos a menudo podían ser de cualquier índole, desde una simple teórica de exaltación de la siempre buscada unidad, hasta el aviso de disponibilidad de una nueva dotación de vehículos para evitar que tuviéramos que acudir con nuestros coches particulares al campo del tiro. No era descartable tampoco una severa bronca colectiva por un mal resultado en los últimos entrenamientos o, incluso, lo peor de todo: que hubiera «maleta». A veces, por decisión divina e inquebrantable de la jefatura del GEO, a Fulanito de tal se le entregaba la maleta de despedida, el temido galardón que implicaba la salida del GEO. La permanente espada de Damocles que pendía sobre nuestras cabezas durante la estancia en la unidad. La maleta nos acechaba y permanecía amenazante sobre nuestras cabezas; en determinado momento, sobre la de Blasco y la mía, mucho más después de ver cómo otro compañero, Manuel, tenía que abandonar la unidad por los hechos que inmediatamente relato.

La mencionada base de Colmenar se extendía en una pradera anexa a las pistas de aterrizaje y los hangares donde se guardaban los helicópteros. Con uno de ellos practicábamos el descrito descenso en rápel. En general, se bajaban cuatro operativos sincronizados por el guía y, a la voz de «¡Preparados!», cada operativo, antes de salir, se terminaba de equipar sobre el patín del helicóptero. Lo hacíamos de pie, sobre el tren de aterrizaje, sin otro agarre que el cabo del seguro por el que deslizaría la cuerda dinámica. Aquello requería la habilidad de mantener el equilibrio ante las sacudidas del aparato en vuelo, que buscaba estabilizarse a unos 60 m de altitud. Cada operativo engarzaba su bailarina sobre la cuerda del descenso y la metía en el mosquetón, a su vez sujeto en el arnés. Cuando los cuatro componentes estaban listos, el guía hacía señales con ambos brazos y manos de arriba hacia abajo. Estos gestos sustituían a la voz, imperceptible por el viento racheado y el fuerte ruido del molinillo, las hélices del rotor. Los cuatro integrantes íbamos tensando la cuerda y situándonos uno tras otro sobre las barras del patinete hasta conseguir alcanzar con nuestros cuerpos los 180 º con relación al suelo. Un momento excitante para observar el cuerpo casi totalmente recto, con respecto a los 60 m de caída libre sobre el prado. Situación estimulante, saber que dependes de un simple atalaje, siempre que antes se haya conseguido superar el vértigo…

Cuando el guía bajaba sus brazos extendidos hacia su cadera, era el momento de saltar los cuatro a la vez. Había que evitar el desequilibrio del helicóptero, teníamos que flexionar piernas y, al extenderlas, lanzarnos al vacío a disfrutar el deseado y placentero descenso sobre la cuerda. Era el momento de saborear la adrenalina, de gozar con el inmenso y envolvente paisaje del cercano Sistema Central ya nevado. La seguridad de saberse dominador de la técnica le hace a uno buscar el placer y disfrutar, mientas siente cómo flota en el espacio, cual Spiderman colgado de una ligera hebra de su tela de araña. Poco después, posar suavemente los pies en la tierra se convertía en una emoción contradictoria; por fin, la seguridad de encontrarse en el suelo estable, pero, a la vez, la frustración de ver lo rápido que había transcurrido el descenso y cómo se esfumaba esa sensación de libertad que lo acompaña.

Menos mal que se podía repetir, y gratis. Eso sí, había que esperar el turno un buen rato. Y como soy de los que piensan que el tiempo no está para desperdiciarlo, se me ocurrió ir a buscar las sabrosas setas de cardo que había visto crecer en la pradera. Armados con la navaja de paracaidismo, Blasco y Manuel se unieron al entretenimiento. Alguna seta encontramos, y las reunimos en la bolsa de plástico del bocadillo. Creí ver un ejemplar de gran tamaño y, justo cuando estaba cortando con mi navaja, algo saltó junto a mí. ¡Nada menos que una liebre flamante y altanera! Por raro que parezca, se paró un momento y nos miró desafiante, por haber invadido su particular coto. ¿Desafiante? ¿A nosotros? ¿Tres fornidos geos? ¡A por ella! Empezamos a correr Blasco y yo para rodearla, aún hoy no sé con qué finalidad. Pero el instinto cazador de Manuel fue más práctico; cual veloz John Wayne desenfundó su reglamentaria pistola HK, apuntó a la pieza y disparó. Solo consiguió asustarla. Seguramente el animal percibió que un plomo pasaba muy cerca de sus largas orejas amenazante, su habilidad le permitió saltar al vacío y, tras una pirueta circense, siguió corriendo y alejándose de nosotros. Manuel apuntó y disparó dos veces más con el mismo resultado, el animal cada vez ganaba distancia, hasta que desapareció de nuestro campo de visión y de acción.

Pese al ensordecedor ruido del molinillo del helicóptero, los disparos atrajeron la atención de los compañeros. Se partían de risa al ver a dos quijotescos geos correr detrás de una libre, mientras que el tercero pretendía cobrarse el sorprendido animalillo a balazos. Entre risas quedó el intento, hasta que el autobús arribó al cuartel. En ese momento el cuartelero avisó:

—¡Que nadie se vaya a casa, dejad el equipo y todos al salón de reuniones!

Miradas de intriga por el ¿qué será esta vez? Aguardábamos expectantes la entrada del jefe. Con el habitual «¡En pie!», pronto se iba a descifrar el misterio. Esta vez Holgado fue al grano. Evitó los rodeos y las frases ásperas —aquel «¡Que sepáis que después de Dios estoy yo!» al que nos tenía habituados— y nos autorizó a sentarnos.

—¡El que haya disparado en el interior del recinto militar de Colmenar Viejo que se ponga en pie! —exigió.

Yo tenía los sentidos a flor de piel, mi rostro debió de pasar por todos los colores. Eso por fuera, porque por dentro empecé a temblar y a encogerme, con el firme deseo de que me tragara la tierra. De manera espontánea pensé en levantarme; tiempo después me alegraría de no haber hecho tal cosa, primero porque quizás las piernas no me hubieran aguantado y, segundo, porque de haberlo hecho quizás me habría regalado la maleta. El que sí se levantó lánguidamente fue Manuel. Con balbuciente voz, apenas perceptible, dijo:

—Yo he sido, mi comandante.

Dicen que la cara es el espejo del alma. En ese momento la del comandante Holgado debía de estar más negra que el carbón, porque emitía rayos y tormentosos truenos de ira, dirigidos hacia el afligido Manuel. Enseguida, volvió a hablar.

—Públicamente, en voz alta, explica lo que ha ocurrido, el porqué de esos disparos.

Concedida la última palabra al reo ya sentenciado, Manuel, en voz casi inaudible, trataba de explicar lo sucedido:

—Resulta que habíamos terminado el descenso del helicóptero, cuando el Pentrita —mi apodo de guerra— vio una liebre y la quería coger… Blasco y él corrían… y yo le disparé para intentar cazarla para todos… Estábamos en la pradera…

El comandante interrumpió el relato con una frase contundente.

—¡Miguel y Blasco, en pie! Contad vuestra versión.

Con rapidez, Blasco, irguiéndose todo lo que podía, se dispuso a contestar:

—Lo que ha dicho Manuel es lo que ha pasado, mi comandante.

—Tú, Miguel, ¿estás de acuerdo con lo dicho por tus compañeros?

—Sí, mi comandante —farfulló mi garganta, con un flácido y lacónico hilo de voz que casi ni al cuello de mi guerrera llegaba.

—Blasco, Miguel, ¡sentaos! —bramó el jefe.

Y después dictó la temida sentencia:

—Manuel, eres un estupendo operativo, pero desde este preciso instante dejas de pertenecer a la unidad. Tienes cuarenta y ocho horas para pasar por la oficina y pedir un nuevo destino. ¿En qué cabeza cabe liarse a pegar tiros dentro de un recinto militar? Asunto zanjado. A vosotros dos también os tenía que echar por ser tan tontos como para querer atrapar una liebre corriendo y provocar al cazador frustrado. ¡Vaya trío! —concluyó.

Otro «¡En pie!» y la salida del comandante de la sala pusieron fin a la temida reunión.

3

Destino: el País Vasco

En este capítulo, me dispongo a contar la primera intervención pública del GEO, que tuvo lugar en Bilbao, en febrero de 1981. Era la primera vez que podíamos poner en práctica todo lo aprendido y aquello para lo que habíamos entrenado con tanta dedicación: la liberación de rehenes. Con anterioridad a esta operación, se habían hecho otros servicios especiales, pero nunca nos habíamos enfrentado a unos secuestradores que retuvieran a personas con las que chantajeaban para el logro de sus propósitos. Tengo la fortuna de poder contar la historia en primera persona, pues la viví desde el comienzo. Podría limitarme a exponer los hechos en unos pocos párrafos que desembocarían en el rápido desenlace, pero creo más oportuno añadir algunos ingredientes que ambientan la situación, convencido de que, si es importante llegar a la cumbre, no lo es menos recorrer el camino que nos lleva a ella.

Rumbo al Norte

Corría diciembre del año 1980. Se cumplía ya mi primer aniversario de operativo después de haber terminado mi flamante curso del GEO. Seguía con la suerte de cara, las lesiones me respetaban e iba superando las duras pruebas y las diversas dificultades a las que nos enfrentábamos para seguir en la unidad. Aquel día, a las 13:50 horas, habíamos terminado el entrenamiento y yo tenía justo el tiempo para cambiarme de ropa y salir zumbando, comer y ver a Amelia; esa tarde del viernes habíamos quedado.

Pero, como habitualmente pasaba, el cuartelero anunció a viva voz:

—¡Al salón, reunión general!

Media hora o incluso algo más no te la quitaba nadie. Y eso se sumaría a las veintinueve horas que ya llevaba en el cuartel. El día anterior había tenido una guardia semanal de veinticuatro horas seguidas, que se complementaban con las cinco del entrenamiento diario. Estaba deseando ver la puerta y comprobar que después del entretenido hogar cuartelero existía otra vida; la que había encontrado en la seducción de mi reciente amor.

De modo que, a punto de dar el reloj las dos de la tarde, aguardábamos ansiosos y como clavos todos los operativos del I, II y recién incorporado III curso del GEO a que nos comunicaran el motivo de la reunión. ¿Qué nos esperaba? Mi temor no era descabellado: en ese preciso momento, mi amigo Blasco y yo estábamos en la cuerda floja, muy floja, tanto que a puntito habíamos estado de recoger el temido petate, algo que, en efecto, le había ocurrido a otro compañero, Manuel, como acabo de relatar.

Holgado interrumpió mis pensamientos dando rienda suelta a su elaborada retórica.

—Como bien sabéis, tenemos en Vascongadas dos comandos desplazados. El apoyo que están dando a las Brigadas Regionales de Información del Cuerpo Superior de Policía es ejemplar. Están cosechando las felicitaciones de la superioridad por su eficaz desempeño. En estos dos meses de trabajo, sus integrantes han participado decisivamente en la detención de varios terroristas. El último comando de ETA, detenido en Guipúzcoa, estaba preparando un gran atentado en Burgos. Se les ha ocupado diverso material explosivo, tres pistolas, dos subfusiles y hasta un lanzagranadas. Se han salvado vidas humanas y ha sido otro éxito policial gracias al GEO. ¡Viva el GEO!

Un espontáneo y sincero «¡Viva!», que surgió como respuesta de todos los corazones al unísono, hizo vibrar los cristales del salón.

—Como estos diez hombres ya han estado dos meses desplazados —prosiguió el comandante—, este próximo lunes se efectuará el relevo por parte de los siguientes: A Bilbao, jefe de comando, cabo primero Víctor, acompañado por Manuel, Roberto, Gutiérrez y Miguel.

¿Yo? ¿Había oído bien? ¿Me cambiaban la maleta por tan alta distinción, la de representar a la unidad, en Bilbao? No interrumpí, pese a mi satisfacción interna.

—A Guipúzcoa irán el también cabo Sebastián, Marcial, Eliseo, Felipe y José. Si alguno de los nombrados tiene algún impedimento justificable, que lo diga ahora. El lunes recibiréis las correspondientes instrucciones. Por ahora, eso es todo, podéis salir —concluyó su breve discurso.

El trabajo de estos comandos consistía básicamente en auxiliar a los grupos de información de las brigadas regionales en las detenciones y registros que, preferentemente, se desarrollaban con nocturnidad en los diferentes barrios de estas capitales, poblaciones o aislados caseríos del País Vasco. A los que desempeñaban tal función los denominábamos «escopeteros». Representábamos la fuerza armada de garantía para dar cobertura y seguridad en los registros rutinarios. Tengo que recordar que esta década de los años ochenta fue una época excepcional en lo que a la lucha contra ETA se refiere; la banda había adquirido mucha experiencia con sus macabros asesinatos. Era una organización muy fuerte y estaba embarcada en una intensa oleada de atentados y actos de sabotaje en todo el territorio nacional, pero, con mayor intensidad, en el País Vasco.

El método de investigación de los grupos de información era diverso y se desarrollaba en variados frentes: seguimientos a personas objeto de sospecha, intervención de las comunicaciones, vigilancias en lugares estratégicos, etcétera. Recuerdo una práctica habitual de la que me hablaron en Bilbao, una táctica simple y eficaz que solía emplear el grupo V, el del subcomisario Gallego, que evidenciaba su perspicacia, astucia e inteligencia. Sabía infiltrarse con una habilidad camaleónica entre la hermética sociedad de los pueblos. Tocado siempre con su txapela y con un cerrado acento vasco, hablaba, cantaba si era preciso y bebía, algo muy habitual por aquellos lares. En las tabernas y en los bares, o allá donde se terciara, escuchaba a los paisanos vascos hasta altas horas de la madrugada.

Todo se iniciaba con alguna conversación trivial. Que si este año el Athletic, con Clemente de entrenador, iba a por todo, que si el Zubi cada vez paraba mejor, ayudado por la expeditiva defensa de Goikoetxea, un poco leñero pero capaz de sacarlo todo, o por el flamante Elizalde en la punta; que si la economía y el paro iban peor, todo por culpa de los señoritos de Madrid, con ese presidente ineficaz de Suárez al frente, que mucho «puedo prometer y prometo…»; que al final lo que hace todo el mundo es meter mano y llenarse de billetes los bolsillos. Conversaciones que, poco a poco, de forma lenta, pero sin pausa, derivaban hasta llegar al grano. Ese momento, el más importante, solía comenzar ya tarde, cuando solo quedaban en la barra del bar los más aguerridos y cuando los litros de vino, zuritos o todo mezclado empezaban a hacer su efecto. La información vital se obtenía de regreso a casa. El que tenía la lengua más viva, el más locuaz, era el dueño del quiosco de prensa, que entraba siempre al trapo.

—Efectivamente, tú lo has dicho, el Xiki, el chico del panadero, es un gran líder. ¡Qué cojones tiene! Si todos fueran como ese, en cuatro días esto estaba hecho. Los de Madrid, a bajarse los pantalones y a claudicar —afirmaba—. El Xiki los tiene a todos en fila, aquí no se mueve nadie ni nada sin que él lo supervise y decida. ¡Oye, tú, Iñaki! ¿Tú por qué haces tantas preguntas? ¿Acaso le quieres hacer la rosca a Xiki?

—¡Hostias —contestaba Gallego—, ¿pues qué crees tú, que a mí me ha puesto aquí Herri Batasuna de portera? Pues que sepas que hay que redirigir esto, que no se pueden pegar tiros sin orden ni concierto, hay que encaminar el asunto bajo la dirección única de ETA, y para eso se hace lo que sea, desde llamar al orden a Xiki hasta pagaros a vosotros para que abráis bien los ojos y las orejas e informéis de todo.

Gallego ponía en marcha un particular método de captación, que rara vez fallaba.

—Sé que andas flojillo de pasta, ¡hostia! ¿La prensa te deja poco, eh? ¿Cuánto quieres por la próxima información, tres mil pesetas? Pues toma, aquí te dejo cinco mil a cuenta, ¿eh? A condición de que me des detalles de con quién se junta el Xiki, cuándo y dónde se mueve, hasta, si puedes, sin que se te note, que te arrimes para ver qué dicen y qué piensan. Si es buena la información —prometía—, seré más generoso; ¡que por pasta no sea, ¡cojones! Agur y Gora Euskadi.

Un anzuelo más se había lanzado. Era un juego peligroso, porque podía volverse en contra, pero había que arriesgarse; la lucha antiterrorista lo necesitaba. Era cuestión de tiempo: el volumen de datos que obteníamos con estas estratagemas era creciente, todo se contrastaba cuidadosamente con el fin de elaborar hipótesis de investigación cada vez más certeras. Con seguimientos, escuchas y comprobaciones varias, la información se analizaba al detalle, hasta que el objetivo estaba maduro. Se elegía el día y el momento, casi siempre sobre las dos o las tres de la madrugada. Entonces llegaba el momento de «tirar», cuando nuestro comando, el Lendakari, los denominados «escopeteros», colaborando con las brigadas, ejercíamos nuestra eficaz labor.

Y así fue. Lo primero era trazar un cerco de seguridad, vital garantía para evitar que alguna escopeta asomara sus fauces por las ventanas del caserío. También, en previsión de que alguien saltara de estampida por cualquier ventana. Habitualmente dos hombres se encargaban de la drástica apertura. Rápida y eficaz, fuerte mazazo en la puerta hasta que cedía la cerradura y entrada fulgurante para asegurar a todos los moradores. También los de la BPI (Brigada Provincial de Información) sabían ejercer estupendamente su cometido. Reunían a todos los del caserío en el salón de la planta baja y se iniciaba un meticuloso registro. En aquella ocasión el registro resultó un éxito parcial: propaganda y anagramas de ETA. También se localizó un prometedor croquis del monte Jaizkibel de Guipúzcoa que habría que verificar. De todo esto se levantaba un acta oficial en cumplimiento de la Ley Antiterrorista.

Junto con Xiki, aquella noche detuvimos a otras dos personas; Aroa, hija de un prestigioso marino mercante, e Iruretagoyena, una fortaleza humana convertida en pastor. A los tres se les aplicó la mencionada ley, lo cual significaba que pasarían diez días detenidos en los calabozos de la Jefatura de Policía. Diez días vitales para poder ser interrogados oficialmente, tantas veces como fuera necesario, antes de ser puestos en libertad o entregados a la autoridad judicial. ¡Qué tiempos! Por supuesto que fueron todos debidamente interrogados, con eficaces y experimentadas tácticas, sin demasiada delicadeza, pero no torturados, como se afirmaba en la subsiguiente denuncia presentada por todos los detenidos y defendidos legalmente por los abogados de Herri Batasuna, por sistema encomendada por ETA. En los despachos de jefatura, sin ejercer violencia, pero sí de forma hábil y reiterada, se les preguntaba una y otra vez.

Recuerdo que, a falta de mujeres policía —en aquella época eran escasas las inspectoras del Cuerpo Superior de Policía—, uno de nosotros tuvo que ir a la farmacia a comprar compresas para Aroa, del susto por la detención le bajó la regla. Su padre, un influyente capitán marino, regresó de altamar y presionó al jefe superior y a los políticos para obtener la libertad de su hija. No parecía que ni ella ni el fornido Iruretagoyena estuvieran muy implicados; como mucho, se habían encargado del traslado de algún mensaje del buzón clandestino y poco más. Los dos quedaron libres a los cinco días de su detención.

En un coche camuflado fuimos a trasladarlos a su pueblo. Pero alguien se enteró, y en la barriada del domicilio una manifestación de vecinos nos estaba esperando. No pudimos hacer otra cosa que dar media vuelta, dejar a los detenidos a un kilómetro de su casa y salir de allí a toda velocidad. Cometimos una irregularidad, que podría haberse traducido en responsabilidad, si en el trayecto hasta su casa a los recién liberados les hubiera ocurrido algún percance, nosotros, los policías que hicimos el arresto, éramos los garantes de su seguridad mientras durara la detención, pero lo cierto es que en ocasiones como aquella las circunstancias obligaban.

Xiki, en cambio, fue llevado ante la justicia, acusado de terrorismo y colaboración con banda armada. El croquis del Jaizkibel fue verificado, encontramos un zulo, el clásico bidón de plástico enterrado, con más documentación de ETA, capuchas y hasta unos cebos eléctricos o fulminantes para hacer estallar cargas explosivas. Xiki fue a la cárcel y aportó el lugar del buzón para comunicarse con el comando junto con importantísima información para capturarlo posteriormente.

Trabajos así y otros rutinarios eran desarrollados por nuestro comando, en la Jefatura Superior de Policía de Vizcaya, con sede en Bilbao, en la calle Gordoniz, cerca de la famosa Galería de Urquijo. La residencia la teníamos en el cuartel de Basauri, donde dormíamos en un barracón de sargentos, distinción, por ser geos, que nos permitía evitar las aglomeradas naves donde se alojaban el resto de los policías de la Reserva General.