Madrid será la tumba - Elizabeth Duval - E-Book

Madrid será la tumba E-Book

Elizabeth Duval

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Beschreibung

«Me gustaría disfrutarlo, pero no puedo, y me duele no tenerte a ti a mi lado para contemplar contigo mi gran imperio semántico: ya no me hace falta dirigir todos los instrumentos de una pequeñísima organización radical, de un grupúsculo, porque mi discurso está por todas partes, mi voz está en todas las voces y todo el mundo habla mi lengua». Madrid, 2016. Dos edificios ocupados, entre Goya y Lavapiés, contemplan la ciudad con ánimo expansionista: la antigua sede del NO-DO, conquistada por un grupúsculo fascista, y las ruinas de unos estudios de cine abandonados, convertidas en cuartel de una célula marxista-leninista. Entre los dos espacios, el Castillo y la Comuna, aparecen Santiago y Ramiro, hijos de una ciudad desquiciada y misántropa. Como todo el mundo sabe, cualquier madrileño de bien piensa siempre en el exterminio de la clase social a la cual no pertenece. Bengalas contra mezquitas, manifestaciones enfrentadas y los foros de internet como armas de destrucción masiva. El futuro de la villa y corte, donde la ingenuidad ha sido erradicada y el amor se ha vuelto un privilegio, estará ligado al destino de estas dos organizaciones en la periferia de lo político. La primera novela de Elizabeth Duval, a la vez discursiva y devastadora, está impregnada de los mismos rasgos que la época que retrata. Es triste, apasionada y viene cargada de indicios funestos; un retrato de la violencia, las imágenes y las palabras.

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Seitenzahl: 262

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Elizabeth Duval

Madrid será la tumba

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Primera edición, noviembre de 2021

© del texto Elizabeth Duval

© Editorial Lengua de Trapo

Calle Corredera Baja de San Pablo 39

28004 Madrid

Colección Episodios Nacionales

Directores de colección: Jorge Lago y Manuel Guedán

Diseño de colección: Alejandro Cerezo

Diseño de cubierta y maquetación: Alicia Gómez (malisia.net)

www.lenguadetrapo.com

[email protected]

ISBN: 978-84-8381-273-0

Depósito Legal: M-29152-2021

Impreso por Kadmos

Impreso en España

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte

Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

Texto publicado bajo licencia Creative Commons. Reconocimiento —no comercial—. Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.

Elizabeth Duval

Madrid será la tumba

Colección Episodios Nacionales

Lengua de Trapo

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Índice

Primera parte: Envidia 13

Segunda parte: Avaricia 53

Tercera parte: Lujuria 89

Cuarta parte: Ira 141

Quinta parte: Soberbia 167

Posfacio y agradecimientos 199

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A Hannah: para nosotras guardo la gula y la pereza

Contra el antifascismo, fascismo. Y ya está.

Melisa Domínguez Ruiz

Y es que al deseo nunca se le engaña. El interés puede ser equivocado, mal conocido o traicionado, pero no el deseo. De ahí el grito del Reich: no, las masas no fueron engañadas, desearon el fascismo, y es eso lo que hay que explicar.

Gilles Deleuze y Félix Guattari

Te necesito a ti España, toda; / cuarzo gigante, macizo bosque o piedra; / cielo total de corazones / en pena. / Te necesito España / unánime y entera / como el clamor del viento / sobre la mar inmensa. / No España tuya o mía. / ¡España nuestra! / Geografía íntegra, trasvasada en halago / de materna entereza. / Porque todos son hijos de tu carne y tu sangre, / sueños de tu vigilia, cuchillos de tu vela.

Victoriano Crémer

Si tuviera pensamientos de sangre en mi cabeza se moriría todo el Universo. Lo haría como los volcanes en un acto contra los agentes físicos. […] ETA es la verdadera y única oposición que hay contra el Gobierno. […] Viva la inteligencia y viva la muerte.

Leopoldo María Panero

Él necesita de la violencia para abolir la violencia, [él cree] que la meta de la historia es acabar con la historia.

Hannah Arendt

Primera parte: Envidia

Algo crece en Madrid como un parásito e inflama de cemento sus arterias, que al aire arden; bajo las vías del metro de plástico, del metro de colores, un veneno da respuesta a otro veneno. Al edificio lo llaman el Castillo y contiene un mundo a punto de explotar. En la entrada hay una sala de reparto y un ropero; en la amplia segunda planta, una multitud de dormitorios y salas; la tercera se divide para las conferencias, la biblioteca, el salón y la cocina; en la cuarta más habitaciones y un mirador desde el cual contemplar todo el territorio con ánimo expansionista. En la azotea acaba y empieza el mapa. Madrid es una ciudad asquerosa empeñada en autodestruirse: se mira en los espejos —casi cubistas: la ballena de Sol— y revienta sus nudillos. La distribución de tejados es caótica, las juntas están sucias y en cada pequeño fragmento se perciben tantos tonos cobrizos como la intemperie ha podido ir implantando mientras achicharraba su existencia, hoy frita. En su centro todo se comprime y estruja entre casas pequeñas: es un pueblo manchego con acromegalia; en el norte, donde las cuatro torres, todo se convierte en otra cosa. Las zonas ricas de las ciudades son aquellas en las que los mundos paralelos no se cruzan, aunque la frontera entre ellos sea estrechísima; los flujos son ilusorios y no hay espacios comunes que no sean posible territorio de conquista. No es tan exagerada como Las Lonas, ni languidece en los grandes bulevares parisinos; la miseria y la opulencia llegan en ocasiones a compartir esquina, pero cada una conoce perfectamente la voluntad de la otra. Todo madrileño de bien piensa siempre en el exterminio de la clase social a la cual no pertenece: es justo ese pensamiento lo que lo distingue. Hay grandes descampados de lo real, territorios que pertenecieron a unos —por uso— para luego ser comprados por los otros —por dinero—, pero en los cuales nada se ha edificado todavía. Son un lugar idóneo para la conspiración. Al bajar dos calles y muchos metros se llega a la glorieta de Embajadores; esparcidos en espiral, los abandonados esperan un coche que los arrastre y luego los deposite, un pequeño servicio o un milagro. El barrio aún cree que el mundo está a punto de cambiar, pero va perdiendo día a día sus esperanzas. Los hay que no llegaron a pensarlo nunca: son quienes entran y salen de la Casa de Baños, con llagas en la boca y sangre en las manos. No tienen tiempo para pensar, así que no piensan; no es suficiente con su dinero para vivir, así que ni siquiera viven. Aguantan, como pueden, y resisten; no sueñan. Si desean, sus caprichos se limitan a la elección entre agua fría o agua caliente, equipamientos mejores o un poco de ternura. No votaron en las últimas elecciones y encaran las próximas con indiferencia. Se implican en política de la única manera posible: callando. La política, como todo, consiste en gestionar de manera precisa los espacios. Una administración del mundo y de las personas. Si son nacionales, pueden distanciarse de lo concreto, proceder gracias a la abstracción; la gestión local no puede permitirse esas desconexiones. La política es la gestión de la soledad humana.Hay individuos que se aferran a grupos políticos con tal de conseguir un medicamento para la soledad, como el adicto o crápula que necesita otra dosis. Cuanto mayor es el sentimiento de estar haciendo algo bueno por la comunidad próxima, más importancia cobra la adicción, y mayor regularidad y compromiso se exige. En Madrid, mientras la capital gira sobre sí misma, algunos cultivan en sus corazones la conjura de mundos nuevos y distintos: es así en el norte que expolia y de igual manera en el sur que dobla el lomo, más aún cuando ambas trincheras se confunden. En la calle del Oso, mientras los ilusos anhelan, los portales se llenan a las cuatro y media de la mañana de papel de aluminio y heroína. Hay calles en Madrid llenas de infamia, pero ninguna de ellas queda por debajo de la Gran Vía; la muerte está lista para ser recibida entre los coches, la boina se hincha y coge fuerzas. Hay puentes y hay calles que nadie tendría que transitar por las noches; Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres que se pudren lentamente mientras nadie pregunta, porque quien lo hiciera sacrificaría su propia mala conciencia. Su recuerdo es menos árido y devastador, más vibrante: su malicia se olvida con las noches, como se olvidan los crímenes de los cuales nadie quiere ya acordarse. En Madrid el siglo educa a sus juventudes en la mayor de las vergüenzas generacionales, inculcando incluso con sus victorias ánimos nihilistas; las cosas ni son, ni serán, ni podrán ser de otra manera, y cuando se ponga el sol sobre sus enojos todo seguirá en las manos de los mismos hombres, carcomido por los mismos dientes.

¿Me perdonarás si te obligo a revivirlo, recorrer otra vez esta historia del dolor? Surge entre las ruinas de dos edificios abandonados, cuando algunos creímos que todo estaba a punto de cambiar para siempre y nos encontramos con que el cambio sólo había sido un espasmo, una elipsis o una coma. Madrid, si imaginara a sus sujetos, propondría que a la imaginación le conviene ser piadosa. Y es que muy poco queda de un cuento moral cuando la moral le da la espalda.

Maldijo su inocencia: Santiago no pensó, cuando Alejandro propuso a la Capitana añadir al tradicional reparto de comida un reparto de juguetes, que acabaría siendo él —como si se tratase de un militante cualquiera, de un peón más— quien esperara en la boca de metro de Avenida de América la aparición de un tal javi075. El susodicho había colocado días antes un anuncio en Wallapop con el título «Sparkle Girlz fiesta en la piscina seminuevo». No fue su única oferta: también intentó colar el anuncio «Muñeca coge mis manos y canta conmigo Sparkle Girlz», en concurrencia directa en el libre mercado con otro modelo («Muñeca Sparkle Girlz hada floral fucsia»). Ante la incapacidad colectiva para hacer frente a muchos de los gastos, y teniendo en cuenta que lo que posibilitaba el funcionamiento diario eran ínfimas donaciones —porque los pequeños y medianos inversores que siempre prometían emigrar de alguna organización por entonces ya senil no habían cumplido aún con sus promesas—, la Capitana instauró una nueva doctrina fundamental: se ahorrará hasta el último céntimo, no se gastará un euro en vano, no se meterá mano en caja ni se comprarán pipas con la calderilla oculta en el hueco del sofá. Lo que ya habían recibido como regalos o calderilla no era suficiente como para suplir lo requerido por las últimas previsiones: lo que excediera al material ya recuperado vendría de bazares chinos, del Carrefour o de alguna aplicación para productos de segunda mano. Borja, que llegó a la reunión decisiva cinco minutos antes, cinco nada más, se ocupó de conseguir unos cuantos balones y un Pepín Saltarín con ranitas de colores; a Santiago le tocaba la sección femenina y hacer de la abnegación virtud capital.

¿Cómo había llegado hasta aquí? Santiago es un militante. Militar significa obedecer a algo superior a uno mismo. Vivir quiere decir tomar partido. Ser militante es ser un partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. La indiferencia es la enfermedad de los exangües. Todo buen partido se divide en propagandistas y militares. La vida es, al fin y al cabo, una decisión entre convertirse en un propagandista o en un militar. Santiago era un propagandista forzado aquella noche, de forma excepcional, a interpretar el papel de militar. Militar significa creer en algo superior a uno mismo. Este «algo» puede ser Dios o cualquier idea religiosa secularizada. Los seres imperfectos necesitan ideas perfectas a las cuales aferrarse. La idea en sí misma puede variar; la relación o mecanismo de fondo permanece. El mecanismo, una vez accionado, no puede detenerse sin intervención externa.

¿Cómo había llegado hasta allí javi075? Santiago supuso que tendría cuarenta años, estaría divorciado; calculó una hija o dos, como fruto del matrimonio. Creyó acertar: los números son predecibles a partir de los nombres, su contraseña probablemente fuera la dirección de su ex —la última, la iría actualizando a cada mudanza: voyeur sigiloso, precavido y vulnerable a un bobalicón ataque de diccionario— y el año de su aniversario. Tenía cara de maltratador: se le veía capaz de cortar el cable del teléfono con un cuchillo jamonero, predispuesto a amordazar y amenazar. Todo esto podía deducirse por el espesor de su barba. Obtuvo consuelo de la ausencia de parecido: él era imberbe, más alto, rudimentariamente en forma, los ojos dirigidos perpetuamente a la intimidación. Nada en aquel mequetefre respondía a la pregunta fundamental, véase, nada parecía ofrecer respuesta a por qué un señor vendería justo el 5 de enero dos juguetitos «Sparkle Girlz» en Wallapop. Santiago se acordó de que los anuncios llevaban colgados algunos días. Supuso que el hombre no tenía familia o, en su defecto, que la ausencia de su familia habría de ser reciente, pero no tanto como para que no hubiera podido pasar por los procesos necesarios del duelo, a no ser que se tratase de un psicópata: alguien capaz de vender los juguetitos de la niña una semana después de su muerte. Un oportunista del comercio, una mentalidad de tiburón: a todo inmune, incapaz de enfermar (ni mentalmente). Cáncer. ¿Carcinoma? ¿Cómo se llamaba al cáncer ya no de piel, sino de los tejidos de la sangre? Leucemia, la enfermedad de los exangües. ¿Cuántos niños mueren al año de leucemia? La niña, con cabecita bola de billar blanca, abatida a golpes químicos, serológicos, esperó pasar en paz el principio de año. El padre preparó los regalos. No hubo suerte: otra vez será. La demografía ha de permanecer más o menos estable para que la Tierra no se sobrecargue de almas. A lo mejor la respuesta no era un cáncer, carcinoma, enfermedad; quizás el hombre había matado a la niña y a su mujer tras pillar a esta última en la cama con otro: un ataque de celos, un crimen pasional. El juguete ya lo habría recogido antes de que la idea misma de matar a madre e hija se instalara en su cabeza. Ni siquiera fue una idea: había sido una imagen, un impulso. La violencia no es una idea, anotó mentalmente Santiago: la violencia es una fuerza y no se para, como el mecanismo que, una vez accionado… Esta idea —pensó en si idea era la palabra adecuada, pero rehusó sustituirla por imagen— le parecía repugnante (las ideas pueden parecernos; las imágenes lo que hacen es provocar, inducir al vómito, a la náusea). Si sobre él recayera, ya no querría comprarle a javi075 ningún juguete «Sparkle Girlz», ni financiar de modo alguno sus perversiones. Pero la decisión no era suya. Surgió en su cabeza una hipótesis alternativa, capaz de permitirle proceder con el intercambio: se trataba de un degenerado de otra calaña, un perverso ansioso por deshacerse del fetiche, origen y rastro de su fijación; otro macho de los que cuelgan en Reddit fotos de muñecas cubiertas de semen tras cascársela mirándolas. La nínfula brillantina en su piscina era rubia, esbelta, casi anoréxica, con un traje de baño de una pieza que no marcaba escote alguno, plana —sin pecho—, con la cara extrañamente envejecida, aparente usuaria de crema antiarrugas, bebía un smoothie, tenía unas gafas de sol en forma de corazón, rosas, con los cristales tintados de rosa. Esto debía excitar a javi075. Santiago no quiso pensar, recordando el otro anuncio, en qué sería capaz de hacer el depravado que tenía delante con su otra muñeca «Sparkle Girlz», la de las manitas, la cantarina. El tamaño de las manos: tacto desagradable de plástico con carne. Pensó en esterilizar los juguetes antes de dárselos a los niños. Las cosas no habrían sido tan complicadas si le hubiera tocado a él la búsqueda del Pepín Saltarín: ningún señor mayor se masturba para eyacular sobre ranas de colores, quizá sí sobre yeguas o ponis, pero cualquier hombre con fantasmagorías sexuales perversas es capaz de excitarse con una Bratz. Pensó, durante un instante, en si estaba proyectando sus propias perversiones sobre el pobre javi075. Descartó rápidamente la idea: jamás había sentido excitación por muñeca alguna, de pequeño satisfizo siempre sus pulsiones frotándose contra la almohada de la cama o con la ayuda de un calcetín: instrumentos más nobles, utilitaristas, simples. El intercambio también fue utilitarista y simple. Cogió la caja, la guardó en una bolsa de plástico verde, sacó las monedas del bolsillo, las soltó en la mano abierta de javi075 sin dirigirle la mirada. Se dieron las gracias y se desearon una feliz noche.

Feliz noche de Reyes. Pensó, como quien piensa en cualquier cosa, en el cariño entre Primo de Rivera y Lorca, en cuántas cosas habrían compartido. Unos versos en su cabeza: si tu madre quiere un rey, la baraja tiene cuatro: Rey de oros, Rey de copas, Rey de espadas, Rey de bastos.Guillotinar monarcas siempre había sido una buena idea: con una lámina afilada hacer desaparecer esos puros fenómenos saháricos de espejismo, rebañar estrellas sin aurora, hombres sin aura, muertos en vida. Con ardor jacobino desplegar una bandera nacionalista, popular y exasperada; alzándose, saliendo de la tráquea de deformes eunucos consanguíneos, cuelgan bien los estandartes. El Rey viejo y el Rey nuevo recordaban a los señoritos cuyas casas limpiaba siempre su madre, las casas, tantos libros en las estanterías y tan poco cariño. En casa rica siempre había mucho espacio y a veces se votaban hasta partidos socialistas. Los defensores del sistema demoburgués podían permitirse tener larguísimos pasillos uniendo habitaciones entre ellas; ya no practicaban ningún eclecticismo carpetovetónico, ni eran capaces de decorar distintas habitaciones como si estas integraran épocas diferentes. Primaba un nuevo y singular malasañismo como estética, en dos vertientes: los pobres —añadido reciente, como subcategoría: de un tiempo atrás, entre hablantes de neolenguas perversas, el proletariado se había visto sustituido por el precariado, es decir, por los clasemedianos en descomposición— tenían todos los mismos muebles, a los que olvidaban arrancar las etiquetas, capaces de trazar su origen hasta algún enorme edificio muy concreto y hormigonado de IKEA en el extrarradio madrileño; los que no eran pobres —los hijos de puta— encargaban sus muebles a medida, pedían diseños, valoraban opciones y ahorraban dinero o incluso se permitían sobrecostes. Los pobres compraban «Sparkle Girlz»o cualquier mierda y los hijos de puta encargaban sus juguetes a medida, diseñaban tablas sensoriales, llevaban a sus hijos a colegios Montessori; querían que desarrollaran su inteligencia, pero sobre todo que no se mezclaran con parias de muy diversa calaña. Nunca creyó en esos mitos. La luz era una cuestión genética, española, de raza. Lola Flores diciendo que el brillo de los ojos no se opera; sólo puede maquillarse el blanco de los dientes. Insoportables arrogantes encocados, estatólatras, creyentes en el progreso, mareados de tantas vueltas que daba su peonza pero siempre siendo quienes tiran del hilillo, felices, radiantes, siempre familias y nunca colectivos, siempre conservadores y progresistas y nunca revolucionarios, camaleónicos, capaces de acostarse siendo algo y levantarse en su contrario, ahorradores y amantes del despilfarro, sin necesidad del dinero, sin necesidad de las clases, sin alma, sin vida pero aparentemente felices, absortos, exhaustos, carroñeros de tanto trabajo ajeno y de tantas manos y cuerpos que se rompen todos los días. A ellos les declaraba la guerra. Ninguno vendría hoy con sus hijos a probar el roscón de Reyes comprado en el súper. Si militar tenía algún sentido era ser la voz de los mudos, el resguardo de los sintecho.

Ven a probar nuestro roscón de Reyes. Extendamos el roscón, y con él la felicidad, y con la felicidad la patria. No cabía perversión en las córneas de ninguno de los padres que aquel día traerían a sus hijos. Las lágrimas, pensaba siempre Santiago, purgan las bajas pasiones (precisamente por parecerse tanto a la sangre). Exorcizan lo real. En los ojos de los padres que vinieron, y era por esto por lo que algo podía merecer la pena, se apreciaba la gratitud iluminándose. No acudirían si tuvieran algún otro recurso. ¿Comerían algo tan repugnante si pudieran permitirse otra cosa? No rechazaban ni siquiera las rodajas de fruta escarchada, aunque las verdes fueran las más asquerosas. Viva el Rey de España.

Por más poder que tuviera, sabía que la suya no era la opinión mayoritaria en el seno de la organización, así que tenía que convivir con las de los demás y aprender a doblegarlas. Siempre había sido posible hacer de la diversidad ideológica una virtud organizativa. La Capitana lo repetía insistentemente: poco importa de donde vengamos si nuestros objetivos son los mismos. ¿Con quién, sin contarla a ella, tenía confianza? Sabía que sus tres Reyes Magos eran la Nación, la República y la Socialización; la patria, el trabajo, el pan. En otra época habrían empuñado juntos espadas y martillos. Ocultaban las muestras demasiado evidentes de ideología y se deshacían de los símbolos habituales. ¿Quién había dicho esto? No haremos nuestra propaganda ni alcanzaremos nuestra victoria al grito de lo desfasado. Había que aprender a vivir en territorio hostil: cuando la reacción ante algo aparece antes que la semilla de la cosa en sí misma. Ser sentido común y ser sentido común del pueblo. ¡Adelante, pueblo de la libertad! ¡Vivan los mitos uniformes que sólo pueden sustentarse en la guerra, en la violencia! No hay violencia en entregar pan a quien llega con las manos vacías, pero sí que hay construcción mitológica, y hay amor. Estamos estableciendo comunidad, diría ella, y escogiendo a quienes a ella (a la comunidad, que no a ella: importante el matiz) pertenecen. Nos rebelamos contra quienes van al centro comercial a comprar patatas de Israel, cebollas venidas de la otra punta del mundo —literalmente: de Nueva Zelanda— cuando otrora podíamos cultivarlas localmente. Detestamos la nutrición de res proveniente de la Amazonia brasileña, que ya no es ni pulmón, algún día no será nada, sólo barbecho y muerte. Soñamos con otro mundo en el que nos queremos, nos amamos y luchamos todos juntos. Todos tenían algunas cosas mínimas en común, unos cuantos factores: odiaban espectros poblacionales parecidos, vivían rutinas más o menos semejantes, elegían los mismos animales de compañía. Nadie en toda la organización tenía gato.

La presencia de los gatos —que ya tienen la consideración de peste o invasión en lugares como Chipre— era vista como primer síntoma de la degeneración. Sus chucherías contienen cereales, carnes y subproductos animales, aceites y grasas, sustancias minerales, subproductos de origen vegetal, aceite de palma, aceite de muerte. Los perros, en cambio, protegen de algo: no son mascotas o sumisos, son camaradas, herramientas, escudos o armas; exactamente iguales a los pobres, los parias, los famélicos, quienes llegaban entonces con sus hijos y veían en el edificio regalos, comida y un oasis. La caridad cristiana era una inspiración, pero la importancia no era neocatólica: si controlamos el flujo de aquello que se llevan a la boca, decía la Capitana, controlaremos también sus aspiraciones, sus deseos, sus metas y objetivos, su visión colectiva del mundo y de las cosas. Quien maneja lo que alguien se lleva a la boca maneja también sus dedos, los dientes, las encías, el hueso maxilar y la mandíbula.

Habría añadido: tienen incluso más poder aquellos que llegan a dominar los sueños, el vínculo que un niño puede desarrollar con los objetos. Había algo genuinamente emocionante en cómo la Capitana los cogía, en brazos o de la manita, para llevárselos a Melchor, es decir, a Juanma. Los demás no hacían demasiado ruido mientras ella gritaba —por turnos— el nombre de cada uno; recibían un regalo, posaban para cámara, escogían otro de entre todos los disponibles. Santiago se olvidaba durante unos instantes de la fuerza de repulsión que lo alejaba de muchos de los presentes. Emilio. Aitana. ¡Hola, Aitana! Vamos a hacernos una foto, una foto y un regalito, una foto y un regalito con nuestra bandera de fondo, nuestro logotipo tan bellamente diseñado, una fortaleza y un oso madrileño y español mientras tú te chupas el pulgar, o el índice, como quien no quiere la cosa. Las caras eran conocidas. Los pobres se multiplican, pero quienes ya lo eran siguen siéndolo. El mecanismo, una vez accionado, no puede detenerse sin intervención externa. ¡Hola, Gabriela! Supuso que todo había merecido la pena: ¿quién en aquel lugar no era momentáneamente feliz al contagiarse por la felicidad de los otros? Puedes coger el regalo que quieras, campeón… pero no vayas a coger una de esas mariconadas. Toma, Tristán, corre. ¿No quieres? No, no quiere. ¿Te gusta el caballito? ¡Adiós! ¿Cuántos años tiene Diego? Yo me voy al balcón a fumar. Daniela. ¿Te llamas Daniela? ¡Daniela! ¿Y cuántos años tienes? ¿Has sido buena este año? Has sido muy buena. La más buena de todas. ¿Cómo te llamas? Jorge. ¿De qué equipo eres? Del Real Madrid. ¡Ole! Pues puedes coger el que quieras.

Se dio cuenta de que también en su infancia él había sido un miserable: el capital inocula enfermedades así, convierte a los niños en desagradecidos, transforma la pobreza en una cuestión genética, prepara para el odio y lo peor y la tristeza. A los ocho años, un seis de enero, su padre le regaló un libro, y un libro no vale lo mismo que un juguete, un libro no vale nada, si se compra en el Carrefour ni siquiera es un signo distintivo de clase, se da la vuelta sobre sí mismo y se repliega y se convierte en una vergüenza: gritó y lloró por no tener regalos como los otros niños, por tener que ir a clase desclasado a «presumir» de un cuadernillo ridículo y verde. Un padre no tendría que limpiar el cementerio y oler a mierda. Pensó en si el olor también se hereda. Contempló la función un rato más; salió a fumar un cigarrillo mientras esperaba el final del paripé.

Apuntemos algunos matices. Santiago no detestaba tanto a sus compañeros, no en exceso; sus discrepancias, aun con los matones, tenían que ver con pequeñas desavenencias ideológicas, diferencias formales, algún que otro desajuste en el cálculo. Sabía que él había sido detestable, pero allí y entonces, al ver en los niños caritas de alegría, supuso que aquel ingrato de espíritu que fue en su infancia podía quedar redimido por sus obras presentes. No se identificaba con el sentimiento más común de las miserias: aquel que lleva a alguien a decir que, ya que no poseyó algo, nadie más lo tendrá nunca, extendiendo sus carencias al mundo entero; recordaba siempre que la envidia era uno de los siete pecados capitales. Por ella los huesos se pudren. Él hacía entonces lo que le habría gustado que alguien hubiera hecho por él, cuando era niño, y quería cuidar de los demás tal y como calculaba que ellos tendrían que haberlo cuidado. Su proyecto no era angosto, sino extensivo: una ampliación generalizada del reino de los cielos, su grandísimo ensanche por toda la superficie.

Pasó un largo rato hasta que salió al balcón la Capitana. Santiago recordó sus interminables noches de conspiración, dos años atrás; los actos por encima de las palabras, las ideas en la medida exacta de sus efectos, la transformación radical del mundo siempre por delante del discurso y no al revés. Sus figuras vistas por la espalda: la gasa en el tobillo de ella, con su permanente herida imaginaria; las chaquetas escudo que llevaba él, la forma estirada y esbelta, la pisada territorial. Pensó en las pizarras y en los calendarios, en la matemática controlada de aquellos días, en los golpes de efecto, las revelaciones, la construcción narrativa del mundo. Aquella noche, mientras veía cómo el paseo de la Castellana se iluminaba con las luces de la cabalgata, mientras contemplaba el paso de unos Reyes aún más postizos que los suyos, supo por primera vez que todo el guion que él había escrito podría fracasar; contempló la posibilidad de que alguien le arrancara la batuta de las manos.

No llegaron a cruzar palabra, porque a la Capitana no le dio tiempo a saludar efusivamente; Santiago tiró la colilla, bien consumida, y volvió a entrar en el Castillo.

Sobre el suelo de cerveza sólida, un retrete; en el retrete, una tapa; por encima de la tapa, alguien pinta unas rayas —mal definidas— de speed. Ramiro no participa las primeras dos veces, porque aún no ha bebido lo suficiente, pero a la tercera acepta mientras otra persona ilumina el baño con la linterna del móvil. Enrolla a tientas un billete de cinco euros, se agacha y se alza. El volumen de la música es insalubre un piso más abajo —el local también, el local también es insalubre—; en todas las paredes hay pintadas que nadie a tales horas es capaz de leer. Los vivos se miran entre ellos con respeto y desdén: como se mira a los aliados. Bajan deseando que las guitarras se transformen en otra cosa, que acabe la actuación y aparezca alguien que pinche; muchos cuerpos en los cuales disolverse mueven arrítmicamente las cabezas, los brazos, las caderas. Cansado y despierto sale a fumar y se encuentra con sus amigos. Piensa en el resto de adolescentes —porque son eso, son eso, no son más— que salen de la ciénaga y en toda la droga que invade simultáneamente sus cuerpos; compra la lata de un latero cuyo paseo aprovecha, deja de pensar, se sienta y escucha conversaciones ajenas.

Ramiro es un militante. Militar significa obedecer a algo superior a uno mismo. Vivir quiere decir tomar partido. Ser militante es ser un partisano. Odia a los indiferentes, pero es incapaz de sentir desprecio por las fiestas, aunque den náuseas. Sirven para financiar otros asuntos: la oficina de okupación, la biblioteca autogestionada, los cursos de lengua de signos, las cafetas populares, la resistencia a la gentrificación. También son espacios en los que morir sin ataduras.

Mira al latero que sigue vendiendo cervezas y piensa en si será indio, pakistaní, norafricano. Se arrepiente inmediatamente de que el impulso primero de su cabeza haya sido la categorización, el encasillarlo, pensar en sus orígenes: una taxonomía colonizadora. Se da cuenta de que no sería capaz de intercambiar muchas palabras con él, porque provienen de mundos distintos, y ni siquiera sabe si compartirían un lenguaje común. Si hablaran él y el latero de la «precariedad» o, peor aún, de la «lucha de clases», la salida más probable sería que el latero lo mandara soberanamente a la mierda.

Vero, a quien conoce perfectamente —porque militan juntos—, hace el más inesperado de los movimientos, una sutil inclinación rotativa de unos cuantos grados, y entabla conversación con el latero. Resulta que viene de Bangladesh, se llama Abdul y se expresa con relativa fluidez en el castellano. Para mayor sorpresa y vergüenza suya, Vero sabe quién es: las reuniones del gremio de lateros suelen tener lugar en la misma casa okupa en la que acaban de estar de fiesta. Hablan de la miseria que Abdul gana por las noches y en cómo las cervezas a duras penas llegan para soportar las multas.

Ramiro no vive lejos de la plaza Nelson Mandela, a cuyo nombre no se acostumbra; piensa en irse, pero justo viene la policía. La música se apaga y todo el mundo se queda en silencio, se sienta, se esfuma. Pero nadie va a encararse con ellos: los policías se acercan a los lateros, buscan a los senegaleses que campan por la plaza. Abdul aún no se ha ido y es interpelado por uno de los agentes. Todos se imaginan mediando, pero nadie lo hace. Al irse escucha a alguien vomitar en una esquina.

Ramiro no sabría del todo responder si le preguntaran la razón exacta por la cual empezó a militar. Sólo sabe que la hipocresía es insoportable y que el Ayuntamiento no está haciendo gran cosa por la miseria que él ve cada día en la calle. Repetiría lo que ha escuchado tantas veces dentro del local: de nada sirve que los socialdemócratas insistan machaconamente en la necesidad del voto útil a la izquierda; después de las elecciones, «izquierdas» y «derechas» pondrán en práctica exactamente las mismas medidas. El fascismo siempre ha estado ahí, habitando en los cimientos y cloacas del presunto Estado democrático. El Estado tiene claros sus enemigos principales y el PSOE es el partido del Estado por excelencia.

Como está demostrando tras las elecciones, el PSOE prefiere que gobierne la derecha corrupta antes que ceder al tímido reformismo de Podemos y a las mínimas concesiones que piden los independentistas; prefiere ir a una repetición electoral a que asome la patita una socialdemocracia de antemano condenada que se oponga —léase: que resista levemente, que niegue tres veces en lugar de cero, que permita que le den por culo con lubricante y no a pelo— a las medidas de austeridad dictadas por Bruselas y la Unión Europea. Es el partido que ha instaurado de facto nuestro modelo económico, empezando con Felipe González y Solchaga y sus primeras reformas laborales, con la introducción de la precarización, la constitución del IBEX 35 y de los monopolios privatizados del Estado o el modelo de fomento de la especulación del ladrillo y rescate a la banca de Zapatero, que no tuvo ningún reparo en continuar con la política inmobiliaria intensificada por Aznar ni en firmar con los neoliberales del Partido Popular la reforma del artículo 135 de la Constitución para asegurar la prioridad del pago de la deuda.

Cualquier partido que se ofrezca a participar de ese juego no puede sino definirse como colaboracionista. Los ilusos de Podemos y su buenismo discursivo tan solo repiten la misma historia que se ha escuchado tantas veces antes. Nadie se cree que ellos vayan a tomar el cielo por asalto, ni a elaborar unas genuinas políticas para la clase trabajadora; nadie se cree que desde el Estado capitalista pueda hacerse algo en beneficio de la clase trabajadora. A todo el mundo cuenta la misma fábula, la de SYRIZA, para demostrar que incluso en circunstancias más dulces los resultados serían completa y absolutamente mediocres. Muy bien, muy bien. ¿Qué pasó con SYRIZA? Llegaron al Gobierno en enero de 2015 con chulería, motos y ganas de plantar cara a los malos. Aparecieron en los primeros mítines de Podemos. Dijeron que negociarían duramente con la Troika, que no aguantarían su desprecio; que Grecia no podía continuar por la senda de la austeridad y pagar con su humillación, que no dejarían que unos cuantos países ricos del norte mearan en la boca de los PIGS, de unos «gorrinos»