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Ella dominaba el florete con maestría; ¿sabría hacer lo mismo con el amor? Edith es maestra de armas. Enseña esgrima junto a su padre en su escuela. Esa es su vida, aparte de espiar para la causa Jacobita. Hasta que aparece Henry Sinclair en la escuela, dispuesto a perfeccionar su estilo. Henry no quiere saber nada de los planes del conde de Mar para restaurar a Jacobo Estuardo en el trono de Inglaterra. Pero la llegada de un nuevo enviado de Londres lo trastocará todo. Eso, y el hecho de permitir que Edith se vaya convirtiendo en algo más que su maestra de esgrima. Cuando los acontecimientos se desbordan en la capital, él solo tiene en mente protegerla a toda costa, pese a saber a qué se dedica. Que sea una espía para el conde de Mar no es algo que le agrade, pero ¿qué puede hacer cuando ella le ha tocado el corazón, y no precisamente con el florete? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 502
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Enrique García Díaz
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Maestra de armas, n.º 316 - febrero 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-485-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Edimburgo, 1714
El sonido de los aceros al entrechocar, el de las suelas de los zapatos sobre el parqué, o los continuos jadeos, llenaban el ambiente de la sala de esgrima. Bajo la atenta mirada del maestro Graham Moncreiffe, quien no parecía seguro a esas alturas de qué lado se decantaría el resultado final, los dos contendientes se empleaban a fondo para doblegar a su oponente. Y cuando parecía que todo terminaría en un empate, finalmente, el botón de protección de un florete encontró el camino libre hacia su objetivo.
—Maldita sea, me he descuidado por un momento y usted lo ha sabido aprovechar —comentó el perdedor saludando a su oponente bajando su arma con gesto abatido.
—Un ataque en falso, capitán, que no confiaba en que le sorprendiera. —Ella sonreía risueña por haber logrado derrotarlo como cada día—. Debo admitir que esta mañana se bate usted con fiereza. Como si estuviera crispado por algo… o con alguien.
El capitán se había descuidado una fracción de segundo. Pero lo suficiente para que ella lo aprovechara. Debería haberse centrado más en el combate y no en la manera en la que los pantalones se ajustaban a las piernas de ella. O cómo la blusa, ya de por sí ceñida para poder moverse mejor, le marcaba la redondez de sus pechos cuando se esforzaba en tirar larga la estocada. Como su rostro enrojecía fruto del cansancio o del ejercicio físico al que se veía sometida. Ahora, la contemplaba en silencio mientras ella entornaba su mirada con interés hacia él, y sonreía con picardía. Entreabría los labios para respirar y se los humedecía de manera tímida; algo de lo más provocativo a ojos de él.
Edith Moncreiffe era una mujer encantadora y atractiva a todas luces, aun cuando tuviera una espada en la mano, lo cual la hacía más peligrosa. Era la hija del dueño de la escuela de esgrima, quien supervisaba el desarrollo de las clases en todo momento. Los ojos claros de Edith hicieron coger aire al capitán y asentir camino de la armería para dejar su florete.
Ella hizo lo propio acompañando sus movimientos con su mirada hacia Henry Sinclair, un capitán de Dragones en el ejército. Un consumado oficial y excelente esgrimista, pese a que ella seguía pensando que no mostraba todo su potencial. Apuesto, serio y callado la mayoría de las ocasiones. En otras, se mostraba algo más locuaz.
—No es nada. Solo algo preocupado o sorprendido por ciertas habladurías de la gente —le aseguró restando importancia al hecho de que se comentara en los círculos militares y sociales.
—¿Se refiere a la noticia que lleva días circulando por la capital y que guarda relación con la supuesta llegada al trono de Jorge de Hannover?
Graham Moncreiffe no se lo pensó dos veces y tanteó el terreno buscando saber la opinión de este. Lo consideraba un hombre frío, que en pocas ocasiones perdía la concentración, como hacía un momento cuando Edith le tocó con su florete.
Ella desvió la mirada con suma atención hacia el semblante que había adoptado el propio capitán. Percibió la preocupación. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados.
—Algo de eso hay —asintió.
—Por la expresión que pone, deduzco que no parece muy convencido, capitán —resumió Edith dejando su arma y quitándose el guante de su mano derecha. Lo usaba para que la empuñadura no se le resbalara con el sudor.
—Es una noticia que no deja de sorprenderme, la verdad. Que el Parlamento de Londres prefiera un monarca extranjero a pedirle a Jacobo Estuardo que regrese de Francia —resumió, no sin ironía y malestar.
—Visto desde ese punto, tiene razón —asintió Edith pensando en lo que podía suponer la llegada del príncipe alemán al trono de Londres, y por consiguiente de Escocia.
—Está en lo cierto, capitán, pero le recuerdo que a comienzos de siglo el Parlamento acordó ofrecer la corona al príncipe de Hannover en detrimento de los Estuardo —comentó Graham convencido de que así había sido. Y de que no habría marcha atrás.
—Lo sé. Y un soldado puede tener su opinión personal, pero no deja de estar al servicio del monarca. Debe acatar las órdenes que le dictan —aseguró con cierta tristeza. Como si en el fondo no las deseara.
—El ejército debe ser leal al rey, aunque discrepe de sus decisiones o no sea el rey que espera —se aventuró a decir Edith sin perderle la mirada al capitán.
—Cierto. No podemos elegirlo. Solo obedecerlo. Esta mañana ha estado bien. Me ha hecho sudar y ha conseguido arrinconarme hasta encontrar mi punto débil.
—Tal vez esa noticia le ha distraído de su cometido, capitán.
La contempló en silencio una vez más mientras trataba de convencerse de que en verdad así era. Que las noticias que circulaban por la ciudad lo habían distraído, y que no había sido ella la culpable de bajar la guardia.
—Sí, es probable. Trataré de que no vuelva a suceder. Creo que es hora de que me retire. —Inclinó la cabeza de manera respetuosa ante Edith, con una sonrisa—. Espero que me enseñe el movimiento con el que me ha vencido, señorita Moncreiffe.
—Un ataque en falso… Descuide, capitán. Lo aprenderá.
—Sin duda. —Se quedó contemplándola una vez más. Esa mañana se había recogido su cabello del color de las hojas en otoño en la parte posterior con una cinta, dejando al descubierto su rostro. Apostaba a que ella desconocía que en verdad habían sido su apariencia esa mañana y su gracia para moverse lo que le habían hecho descuidarse en el lance—. No quiero entretenerlos por más tiempo.
—Descuide, que no lo hace. ¿Vendrá pasado mañana? —le preguntó ella con un toque de entusiasmo por volverlo a ver.
El capitán era sin duda el alumno más aventajado, dada su carrera militar, y con el que podía mantener unas disputas que la obligaban a llegar al límite. Aparte, era un hombre apuesto, se viera por donde se viera.
—Sí. Seré puntual. Maestra —dijo inclinándose una vez más ante ella, y provocándole la risa, lo que captó la atención de él. Le pareció exquisita viéndola reír.
—Deje de llamarme así. Basta con Edith —le corrigió sintiendo el calor en el rostro y en su pecho.
—Pero usted es una maestra de armas. Enseña esgrima. No obstante, puedo dejarlo a un lado, si usted hace lo mismo conmigo y deja mi rango militar aparte.
—De acuerdo. Aunque, en lo referente a mí, es mi padre el que merece ese título más que yo.
—Ni hablar —atajó este sacudiendo la cabeza, convencido de lo que decía—. Edith es tan buena con la espada o el florete como puedo serlo yo mismo. El capitán no exagera al darte ese título.
Henry Sinclair le dedicó una media sonrisa que acrecentó el rubor en el rostro de ella. Debía retirarse cuanto antes o se quedaría en evidencia ante los dos.
—Le veré pasado mañana —dijo caminando hacia la salida en compañía de Graham.
Edith los siguió con la mirada mientras se mordía el labio. El capitán era un hombre interesante, pero nada más lejos de la realidad considerarlo más allá que un alumno de la escuela de esgrima. Se volvió con los brazos cruzados bajo sus pechos y caminó sin rumbo fijo por la sala pensando en la noticia que ella ya conocía, y de la que el propio capitán los había hecho partícipes.
—¿Por qué estás tan pensativa?
La voz de su padre la hizo girarse hacia este y arquear sus cejas con expectación.
—Es por lo que nos ha contado el capitán.
—¿Te refieres a lo del príncipe de Hannover? —Graham frunció los labios y asintió—. No es buena idea, pero no podemos hacer gran cosa, por el momento. Salvo tener cuidado con la gente que acude a la escuela. No todos son partidarios del rey depuesto —le advirtió con un gesto de seriedad.
—Lo sé. Nada de política durante las clases. Será lo mejor en este caso. No podemos delatar nuestras preferencias.
—Sin duda. Y habrá que tener los ojos y los oídos bien abiertos en la fiestas y bailes a los que nos inviten. Desde este momento, la política cobra especial interés.
—¿Qué esperas que suceda, padre? —Edith miró a este con especial interés en conocer su opinión.
Graham inspiró hondo antes de responder:
—Espero equivocarme, pero nada bueno, desde luego.
—¿No estarás pensando en otra guerra después de lo ocurrido la última vez? Me refiero a cuando el Parlamento británico invitó a Guillermo de Orange a ocupar el trono de Jacobo, su suegro. Fue un desastre para sus partidarios, por si lo has olvidado. —Edith sonreía con ironía porque no podía creer que su padre estuviese considerando algo semejante.
—¿Cómo olvidarlo cuando lo viví en primera línea? Tú ni siquiera habías nacido. En fin, dejemos el pasado donde debe estar y centrémonos en el presente, ya lo sabes. —El sonido de golpes en la puerta de la escuela interrumpió la conversación, pero dejó a Edith sumida en la preocupación por las palabras de su padre—. Siguiente clase. Esta la daré yo. De ese modo podrás descansar un poco.
Ella no objetó su petición y se limitó a asentir. Buscó una toalla con la que secarse el sudor de su rostro. ¿Hacía calor en la sala o se trataba más bien del capitán y su manera de mirarla esa mañana lo que hacía que la temperatura fuera mayor? Debería apartarlo de sus pensamientos, ya que no le conducirían a nada bueno.
Henry abandonó la escuela de esgrima sin dejar de pensar en la joven Edith y en lo atractiva que la encontraba esa mañana. Sin duda que esta apreciación le había llevado a cometer una torpeza en su duelo, que había propiciado que ella lo tocara con el botón de protección de su florete. Una completa locura pensar en ella de la manera en la que lo había hecho. Decidió ir dando un paseo hasta su casa y despejarse. Edimburgo y sus características fachadas de piedra clara ennegrecida. Auld Reekie, como denominaban a la parte más antigua que se sostenía de manera tenaz sobre una colina y cuya calle principal conducía al castillo, en uno de sus extremos; como al Palacio Real de Holyrood. Henry levantó la mirada hacia este lugar y sonrió. En esa misma avenida se encontraban la prisión de Tolbooth y el Parlamento, el cual habían entregado a los ingleses. Recordó la breve conversación con Graham. Sí, cierto que Escocia, o mejor dicho sus representantes, había acordado firmar el acta de unión con Inglaterra con el fin de progresar. Y todo se llevó a cabo a pesar de las protestas de numerosos ciudadanos. Él todavía recordaba cómo una muchedumbre enfervorecida se había congregado frente a las puertas del Parlamento escocés para abuchear y apedrear a Queensberry, apodado el «duque de la Unión» y al propio Argyll. Ahora, el Parlamento parecía un edificio sin ningún provecho. El silencio reinaba en High Street cuando uno pasaba por delante de este.
Henry se centró en la noticia por excelencia de esos días: el ascenso al trono de Jorge de Hannover. Este hecho iba a encender, si no lo había hecho ya, las aspiraciones de los propios seguidores del rey Jacobo. Estos creían que el Estuardo regresaría a Inglaterra procedente de su exilio en Francia. Pero todo parecía indicar que el Parlamento no deseaba sentar de nuevo en el trono a una casa como la de los Estuardo. Él, como soldado, no podía manifestar su opinión al respecto, como le había explicado a Edith y a su padre. Era alguien acostumbrado a recibir órdenes y a cumplirlas. Claro que, por mucho que se dijera que no pensara en Edith, no hacía caso. No estaba cumpliendo sus propias órdenes, se dijo sonriendo. Pero si era sincero consigo mismo, prefería pensar en la joven maestra de armas a hacerlo en los entresijos del Parlamento de Londres.
Llegó ante la puerta de madera color negro de su casa en Charlotte Square. Un edificio de piedra en color claro con ventanas blancas, con un arco de medio punto. Un alojamiento sencillo pese a estar en un buen lugar de la ciudad. Con un pequeño parque justo frente al edificio, y que solía contemplar desde la ventana del salón.
Nada más entrar en su casa, su hombre de confianza le comunicó que tenía visita.
—Henry, lord Evandale te espera en el salón.
—Gracias, Mortimer.
¿Lord Evandale en su casa? ¿Qué podía querer de él un militar retirado? Se preguntó caminó del salón para entrevistarse con este. Lo encontró echando un vistazo a su colección de poesía, pero se volvió en cuanto escuchó los pasos tras él.
—James, qué agradable sorpresa. —Extendió el brazo para estrecharle la mano.
—Henry.
—¿Qué puedo hacer por ti aparte de hablar de poesía? —le preguntó haciendo un gesto con la mano a su colección, colocada en una amplia estantería de color oscuro que se alzaba desde el suelo de parqué hasta casi el mismo techo.
—Me has pillado curioseando tu colección de literatura. Desconocía que te gustara dicho género —le aseguró lord Evandale con una sonrisa de complicidad.
—De vez en cuando me siento a leer. Me ayuda a olvidarme de lo que sucede a mi alrededor.
—Te comprendo. Pero ¿de dónde vienes? Si no es indiscreción preguntártelo. —Le lanzó una mirada de pies a cabeza cuando vio que estaba algo despeinado, y que su ropa lucía algo arrugada y manchada—. Creo que es la primera ocasión en la que te veo vestido como uno de esos habitantes de la frontera. Esos de las Tierras Bajas que se han dejado influenciar en exceso por los ingleses.
—De practicar esgrima. Sí, lo cierto es que prefiero los pantalones para practicarla. Me permiten moverme de una manera más rápida. Pero siempre prefiero el kilt —aseguró haciendo referencia al que llevaba puesto el propio lord Evandale.
—¿Esgrima, dices? Pero si tú eres un consumado espadachín, si me permites decirlo.
—Gracias por tus palabras, pero no lo creas. Esta mañana me han derrotado. De haber sido un duelo en toda regla, estaría herido y quién sabe si muerto. —Chasqueó la lengua y a continuación sonrió al recordar a la autora de ese lance. No creía que Edith se hubiera atrevido a herirle y menos acabar con su vida. De todas maneras, si hubiera sido un duelo de verdad, él no se habría distraído fijándose en la forma en la que la ropa se ajustaba a sus curvas, se dijo sonriendo con picardía al recordarla.
—¿Y quién te ha derrotado? Por tu cara deduzco que no ha sido para tanto.
—Tienes toda la razón. No lo ha sido. La causante ha sido la señorita Edith Moncreiffe, maestra de armas —le informó con cierto orgullo por haber sido derrotado por alguien con ese título.
Lord Evandale frunció el ceño y sonrió con picardía.
—Sé a quién te refieres. Una bella señorita. Su padre posee una escuela de esgrima cerca de Grassmarket, ¿no? —continuó mientras observaba a Henry asentir—. Pero desconocía que precisamente tú te estuvieras ejercitando con la espada.
—Es solo un pasatiempo —dijo vertiendo un poco de licor en una copa que tendió a su amigo—. Por entretenerme en algo, nada más.
—¿Echas de menos la acción?
Henry sacudió la cabeza.
—No. ¡Por san Andrés! De ninguna manera. Era un joven imberbe cuando estalló la rebelión en Escocia. No quiero que esos días regresen. Además, quedé libre de responsabilidad cuando terminó la guerra con Francia, como sabrás.
—Lo sé. Buen debut, querido amigo. —Levantó su copa para brindar.
—Sin duda que lo fue. Pero… dime, ¿qué te trae por mi casa? ¿Tú también añoras el ejército? Te recuerdo que te retiraste cuando todo terminó con la huida del rey a Francia y la fatídica muerte de Claverhouse.
—No, no lo añoro. Cuando decidí que había llegado mi momento me marché para no regresar y disfrutar de la compañía de Lucy. —Asintió bajando la mirada hacia la copa con cierta nostalgia, o tal vez cierta preocupación—. No corren buenos tiempos para la nación, Henry.
Este había tomado asiento en una de las sillas que había en lo que parecía ser la habitación en la que Henry solía pasar el tiempo. Con sus estanterías llenas de libros, a ambos lados de una ventana que daba al pequeño parque. Había una mesa repleta de papeles y documentos sin organizar, según dedujo Evandale echando un vistazo de manera distraída. Cruzó una pierna sobre la otra en un gesto relajado. Pero era consciente de que duraría más bien poco su estado de relajación.
—Me consta.
—Imagino que sabrás que el Parlamento va a nombrar como rey a Jorge de Hannover —anunció contemplando a Henry asentir con los labios apretados, emitiendo un sonido gutural de aprobación—. Y que va a traer consecuencias nada favorables para la paz alcanzada con el tratado de la unión de ambos países.
—¿Estás sugiriendo otra posible rebelión de los partidarios de los Estuardo? —Henry se mostraba sorprendido porque esto volviera a suceder.
—¿Crees que aceptarán a un monarca extranjero? Después de la derrota en Boyne a manos del rey Guillermo, los ánimos se calmaron y acabaron aceptando a la reina María, por ser hija de Jacobo. En cierto modo, había una Estuardo en el trono. Y de igual modo ha sucedido con la reina Ana, recientemente fallecida. Ahora hay un vacío que el Parlamento se ha apresurado a llenar con el hijo de una nieta de Jacobo Estuardo, hijo de nuestra querida María y lord Darnley.
—Pero, en el fondo, desciende de una Estuardo. ¿Por qué no llamar al rey en exilio?
—Porque sería sentar a uno «de verdad» en el trono, me refiero a un Estuardo, y no a un descendiente que no tiene el más mínimo interés por lo que suceda aquí.
Henry entrecerró los ojos pensando en todo ello y llegó a una conclusión que no le hacía ni una pizca de gracia.
—Eso me sugiere que el Parlamento de Londres controlará al rey —sentenció contemplando a su amigo asentir convencido de que así sería.
—Deberías dejarte caer por la recepción que los Murray darán mañana por la noche. De ese modo, entenderás mejor todo lo que está sucediendo y lo que está por llegar. Hay en marcha una conspiración por parte de los seguidores del Estuardo para traerlo de regreso a las islas.
—Pero… Debería contar con un gran apoyo. Institucional y militar.
—Los hilos se mueven, querido amigo.
—¿Sugieres que los jacobitas están fraguando una rebelión en la sombra? —dedujo algo alarmado por lo que ello podría representar.
—Ya han empezado los contactos secretos aquí en la capital. Pero, te repito que te dejes ver en casa de los Murray. Por cierto, ¿sigues sin encontrar una mujer a la que convertir en lady Sinclair? —Lord Evandale apuró el trago, miró con picardía a su amigo y se levantó de su asiento con el fin de marcharse.
—Ya me conoces. No tengo tiempo para ir de fiesta en fiesta buscando a una joven casadera.
Lord Evandale sonrió con sorna.
—Te veré mañana por la noche en casa de los Murray, ¿no?
—Claro. No faltaré. Recibí su recado para asistir. Y más después de lo que acabas de contarme. Por cierto, ¿qué tal Lucinda?
—Desde que dejé el ejército, mejor. Ya sabes cómo son las mujeres de los oficiales. Así que tal vez sea mejor que no busques una esposa —ironizó entre risas—. Ah, no me hagas caso, y encuentra a esa lady Sinclair que te hace falta.
—La verdad es que no he tenido demasiado tiempo. Y tú mejor que nadie lo sabes.
—Sí. Por suerte, conseguimos salir vivos de la batalla de Boyne y poder contarlo. En fin, te dejo que te cambies de ropa. Y no dejes que la señorita Edith vuelva a derrotarte. A no ser que tus intenciones sean seguir perfeccionando tu esgrima, ya me entiendes…
—Descuida, que no lo permitiré.
Acompañó a lord Evandale hasta la puerta y, cuando lo vio subirse a su coche, él permaneció un rato en la puerta observando cómo se alejaba. Permanecía pensativo debido a la escueta pero esclarecedora conversación con él. ¿En serio se estaba fraguando una rebelión en la sombra para traer de regreso a Jacobo Estuardo? Se volvió a preguntar sin terminar de creerlo. Era una locura, se repitió.
—¿Todo bien?
—Eh… Sí, Mortimer. Iré a asearme después de mi lección de esgrima de esta mañana.
—Bien. Si necesitas algo…
—¿Crees que es posible sentar en el trono a Jacobo Estuardo?
Mortimer frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Lo cierto es que estos últimos años han transcurrido de manera pacífica y tranquila. Una parte de la sociedad escocesa parece estar conforme con la política de Londres para Escocia. Esto es, los que se han dejado impresionar por las buenas palabras y las falsas promesas inglesas. Siempre se ha considerado a la reina Ana como una descendiente de dicha casa. Pero la noticia de sentar en el trono a un príncipe extranjero…
—Di lo que estás pensando. Somos amigos desde hace muchos años, ¡por san Andrés! —le urgió al verlo vacilar.
—La política para la nación no ha sido nada favorable desde la unión con Inglaterra. Y una parte de la sociedad está molesta con esto. Seguro que si hicieras esta pregunta a los señores de las Tierras Altas te dirían lo mismo. No vacilarían en mostrar su disconformidad.
—Lo entiendo. Pero sería peor embarcarnos en una nueva guerra.
—Sí. Pero tal vez sea la única salida para hacerle ver a Londres cuál es la situación de la nación. Londres nos convenció con buenas palabras, pero al final ha terminado por imponernos sus decisiones una y otra vez. La representación escocesa en el Parlamento es mínima. Y si a ello le añades que nuestro máximo exponente en este es el duque de Argyll…
Henry sonrió y asintió. Posó la mano en el hombro de su amigo.
—Nada más lejos de la realidad. El adalid de la unión de ambas naciones.
—Desde que se firmó el tratado hemos ido perdiendo capacidad de decisión en nuestros asuntos domésticos. Prometieron respetar las instituciones escocesas, ¿y qué es lo que ha sucedido? —Mortimer elevó las cejas y abrió sus ojos al máximo dejando claro a lo que se refería.
—Sé lo que vas a decirme. Hemos perdido nuestro Parlamento. Y nuestra Corte de Justicia. Las decisiones se toman en Londres, y a veces tengo la impresión de que no dejan de ser maniobras para minar nuestra independencia como nación. Creo que es mejor que vaya a asearme y a cambiarme de ropa —ironizó bajando su mirada hacia los pantalones más propios de los ingleses y de los habitantes de las Tierras Bajas que de los escoceses leales a sus costumbres.
—De acuerdo. Sí, hazlo o pronto abolirán el kilt, las gaitas y hasta las danzas.
Henry decidió posponer sus ideas y pensamientos acerca de la situación política de Escocia para más tarde. Si era sincero consigo mismo, prefería pensar en su particular maestra de esgrima. Al menos, su atractivo no lo conduciría a una rebelión, se dijo sonriendo contemplando su rostro en el espejo.
Edith y su padre llegaron a casa de los Murray en un coche de caballos. Esta se encontraba algo apartada de la parte antigua de la ciudad y en dirección a lo que se conocía como Arthur’s Seat. Una colina con forma de león durmiendo. Ella descendió del carruaje y caminó del brazo de su padre hacia la entrada, luciendo su encantadora sonrisa.
—Sean bienvenidos —les dijo Francis Murray estrechando la mano de Graham primero, para darle un besamanos a Edith después. Este vestía el traje nacional, lo cual era de agradecer en aquellos días tan convulsos con la noticia de la llegada de Jorge de Hannover.
—Gracias —respondió el primero mientras su hija charlaba con Flora Murray.
—¿Cómo marcha la escuela de esgrima? ¿Sigue Edith impartiendo clases?
Graham asintió sonriendo.
—Ya la conoce. No puede estarse quieta ni un instante. A veces me digo que si se lo prohibiera sería capaz de retarme a un duelo. Y lo peor es que podría vencerme —le aseguró con un gesto de cariño.
—En ese caso, no lo haga. Espero que tengamos un momento esta noche para charlar sobre la proclama de Londres de nombrar rey a Jorge de Hannover. Sé que Flora no quiere que me involucre en ello, pero es el tema que más preocupa hoy por hoy.
—Me hago una idea.
—Por cierto, el duque de Argyll y el conde de Mar están aquí —le informó moviendo las cejas en señal de advertencia de que allí se fraguaba algo importante.
—Sin duda que son dos personas importantes. La cosa parece seria, ¿no?
—Tendremos que hablar esta noche de lo que puede suceder en el futuro —le susurró para que su esposa no se enterara, quien en ese momento se centraba en saludar a Edith.
—Querida, esta noche está deslumbrante —le aseguró nada más verla. La tomó de ambas manos y se quedó contemplándola con cierta nostalgia. En su afable rostro se dibujó una sonrisa—. Si su madre la viera ahora…
Edith asintió agradecida por el cumplido. Se inclinó un poco con respeto e intentó que la emoción del recuerdo de su madre fallecida no la embargara esa noche. No pudo evitar que su mirada se volviera más brillante.
—Gracias por sus palabras, lady Murray.
—Confío en que los dos disfruten de la velada. Aileen está dentro con sus amigas.
—Procuraré pasarlo bien. Iré a saludarla.
—Es un placer ver en lo que se ha convertido —le comentó Flora a Graham cuando este acudió a saludarla—. Es toda una mujer. ¿Cuándo va a decidirse a formar una familia?
Su padre sonrió primero, y luego estalló en carcajadas.
—Mi querida Flora, creo que Edith está comprometida con la esgrima para el resto de los días.
—Por san Andrés, Graham, no permita que eso suceda. Por lo que más quiera. Una joven tan bonita como ella no puede permanecer soltera —le aconsejó con un tono de desilusión.
—No soy yo quien tiene que decirlo. La dejo que siga recibiendo a los demás invitados, vamos a entrar.
Graham cogió del brazo a Edith y juntos se dirigieron al interior de la casa en la que el ambiente parecía bastante animado. Hacía tiempo que Edith no visitaba a su amiga Aileen, por ese motivo reconoció algunos cambios en la decoración de la casa a medida que se dirigían al salón. Algunas figuritas de porcelana aquí y allá. Un juego de pesados candelabros sobre una repisa de mármol por encima de la que destacaba un espejo con marco dorado. Edith bajó la vista al suelo para fijarse en los tonos claros de la alfombra del pasillo y que parecía llevarla hasta la misma entrada al salón.
La gente charlaba, reía, algunas parejas bailaban, pero siempre desde una perspectiva lúdica. Graham pensó que, a pesar de las noticias que circulaban por la ciudad, a la gente parecía no importarle.
—Iré a saludar a Aileen.
—De acuerdo. Yo haré lo propio con viejos conocidos.
Edith se alejó buscando a su amiga de la infancia. Por un momento se olvidó de todo lo demás y se centró en disfrutar de la velada. Cuando la divisó, esta no se lo pensó dos veces y acudió a su encuentro.
—Estás aquí —le dijo con un tono que evidenciaba su alegría por verla.
—Pues claro. ¿No pensarías que no iba a venir? —le preguntó Edith con gesto sorpresivo.
—No estaba segura. Desde que te pasas todo el tiempo en la escuela de esgrima con tu padre, casi no te prodigas por las reuniones y fiestas. Tendré que pedir una cita para aprender yo también a manejar el florete y verte, querida.
—No es para tanto —se disculpó Edith ante esa acusación, pese a que era consciente de que así era. Apenas salía de la escuela, y cuando lo hacía no era para acudir a muchas veladas como la de esa noche. Pero, pese a ello, ella era feliz.
—Tienes que dejarte ver más a menudo en la sociedad. ¿Cuándo vas a buscarte un esposo? Los años se te están pasando, Edith, y ya sabes lo que ocurre cuando te acercas a cierta edad.
Esta contuvo la risa que las últimas palabras le habían producido. No había pensado en nada semejante. Su vida estaba entregada a la esgrima y la causa de los Estuardo. Algo que muchos desconocían, entre ellos su querida Aileen.
—No tengo mucho tiempo ya que, como señalas, paso la mayor parte de este en la escuela.
—A lo mejor puedes encontrar el amor en esta. Me refiero a que, si tú no lo buscas en las fiestas de sociedad, este se presente ante ti para que le enseñes esgrima —le aclaró con toda intención sonriendo con picardía.
Este comentario le hizo pensar sin querer en el capitán Sinclair y en su encuentro de esa mañana. Un ligero cosquilleo le erizó la piel recordándolo.
—No creo que los caballeros que acuden a practicar esgrima tengan en mente otra cosa. ¿Qué me dices de ti? Ya puestas a comentar nuestras respectivas situaciones sentimentales…
El tono con el que Edith impregnó sus palabras puso de manifiesto a Aileen que su amiga tenía razón y que intuía algo.
—Bueno, en mi caso, el joven Archibald McGovern parece bastante interesado en verme. —Hizo un leve movimiento con su cabeza hacia este.
Edith giró el rostro para verlo, pero quien captó toda su atención fue el capitán Sinclair. Precisamente estaba charlando con el joven pretendiente de su amiga. Una repentina sonrisa bailó en sus labios y un extraño calor invadió su cuerpo cuando fijó sus ojos en él.
Aileen se quedó contemplando a su amiga mientras esta no apartaba su mirada del grupo de personas, que permanecían junto a Archibald. Sonrió cuando comprendió que Edith parecía mantener su atención puesta en un solo hombre.
—¿Algún interés especial en el capitán Henry Sinclair, querida?
El tono de curiosidad que impregnó la pregunta de su amiga hizo que Edith reaccionara de inmediato. Cierto que se había quedado contemplándolo como una adolescente, y no era algo propio de ella. Sonrió con disimulo y asintió desconcertada porque Aileen la hubiera pillado en aquella situación.
—Es la primera ocasión en la que me lo encuentro fuera de la escuela de esgrima —explicó tratando de parecer tranquila.
—¿Me estás diciendo que el capitán acude a tus clases?
Edith no supo decir si fue la mirada de su amiga o su tono lo que aumentó sus pulsaciones.
—Sí.
—Bueno, antes te he dicho que, si tú no sales más, tal vez el amor aparezca en la escuela. Desconocía que el capitán estuviera tomando clases de esgrima… —Aileen entornó su mirada con toda intención a la espera de que Edith siguiera hablando de sus encuentros.
—Acude a la escuela para perfeccionar su estilo. Soy de las que pienso que lo hace más bien por diversión. No las necesita del todo, la verdad.
—Tal vez acuda porque encuentra fascinante otra cosa, o debería decir a alguien.
Edith miró a su amiga con los ojos abiertos como platos. Sintió la taquicardia al instante con solo pensar en esa remota posibilidad.
—¿Qué estás sugiriendo? —le preguntó fingiendo sentirse escandaliza por sus ocurrencias—. ¿Que acude a clases de esgrima por verme? —El calor y un ligero cosquilleo comenzaron a hacerse más pronunciados y llegó un momento en el que ella no supo cómo reaccionar.
La mirada de Aileen le indicó que no era tan descabellada esa idea. Y Edith se limitó a coger aire y a sacudir la cabeza sin querer pensar en esa sugerencia ni un solo segundo más. Le parecía algo tan absurdo como que el Parlamento inglés hubiera decidido sentar en el trono de Inglaterra a un príncipe extranjero.
—¿Por qué no?
Edith decidió cerrar la boca y no hablar más del tema. De ese modo no le daría pie a su amiga a seguir diciendo cosas que no tenían ni pies ni cabeza. Sin embargo, no pudo evitar seguir contemplándolo en compañía de los demás caballeros.
Henry Sinclair asentía, sonreía e intercambiaba sus opiniones con la gente que acudía a saludarle. Pero hubo un momento en el que su atención se distrajo del grupo de personas con las que estaba. Creyó que estaba viendo visiones al fijarse con atención en la joven que le sostenía la mirada con una mezcla de interés y de curiosidad. ¿Edith? No pudo evitar preguntarse cuando se fijó en ella con mayor detenimiento. Durante unos segundos estuvo perdido en su imagen; tanto, que se olvidó de que estaba debatiendo sobre la actual situación de la nación. Y no solo eso, sino que se excusó para ir a comprobar si en verdad su mente no le estaba jugando una mala pasada.
Edith se fijó que el capitán se apartaba del corrillo de gente y se dirigía directo hacia donde estaba.
—Creo que vienen por ti —le susurró Aileen con toda intención—. Tal vez no esté equivocada del todo en mis suposiciones.
Edith no dijo nada porque los nervios la habían paralizado. La visión del capitán a escasos pasos de ella era algo para lo que no estaba preparada esa noche. ¿Por qué? Se preguntó al verlo detenerse y contemplarla con una expresión de sorpresa. Estaba atractivo esa noche vestido con el traje nacional y no con los pantalones y camisa que llevaba a sus clases de esgrima. El kilt, que dejaba al descubierto sus piernas, con el tartán de los Sinclair verde oscuro con anchas listas azules y una fina de color rojo por encima de estas. Tenía el sporran de piel marrón atado a la cintura con pequeñas borlas de color claro. El plaid echado por encima de su hombro y sujeto a su chaqueta oscura con un broche plateado. La camisa y el pañuelo eran blancos y resaltaban sobre estos colores. Aquella imagen de él había elevado un par de grados la temperatura de su cuerpo. Había visto a muchos hombres vestidos con el traje nacional, pero debía admitir que Henry Sinclair sin duda llamaba la atención allá donde fuera. De manera que más le valía comportarse con naturalidad o tendrían que soportar las puyas de su querida Aileen si la sorprendía contemplarlo más de lo permitido.
—Buenas noches, señoritas —saludó inclinando la cabeza—. Hace un momento me he estado preguntando si en verdad era usted, señorita Moncreiffe.
Se quedó contemplándola sin saber si estaba ante una aparición. Con aquel vestido verde que dejaba sus brazos desnudos y con un escote revelador, que palpitaba en ese momento, y sobre el que reposaba una fina cadenita. Henry desvió la atención hacia el rostro de ella, algo encendido por el sonrojo. No había contemplado aquel par de ojos con ese brillo en ninguna de las clases de esgrima. Ni aquellos labios entreabiertos que ella se humedecía con disimulo. Aquella muchacha acababa de darle una nueva estocada ganadora con su arrebatador atractivo.
—Capitán…
—Oh, deje mi rango militar fuera de la conversación. No estamos en un cuartel, ni en un campamento. Simplemente Henry. Es más… Creo recordar que ya le pedí que lo hiciera esta mañana cuando terminamos la lección de esgrima.
—Cierto. Pero no puedo evitarlo.
—Señorita Murray. ¿Cómo se encuentra?
—Bien, capi… Henry —rectificó en el último momento al ver que él abría los ojos en demasía a modo de corrección—. Desconocía que estuviera asistiendo a clases de esgrima. Precisamente, mi querida Edith me lo estaba comentando cuando le ha visto.
Él se mostró sorprendido y agradecido porque lo hubiera reconocido.
—Es para perfeccionar mi estilo y distraerme un poco de la monotonía del día a día. Un pasatiempo.
—Pero usted es un soldado, se supone que sabe manejar el sable —le recordó Aileen, que no parecía dispuesta a hacer confesar al capitán cuál era su verdadero motivo para acudir a la escuela del padre de su amiga.
—Cierto, pero siempre hay que mantenerse alerta.
—¿Qué opina de lo que Londres pretende hacer? Me refiero a sentar en el trono al príncipe de la casa de Hannover.
—Bueno, tal vez no sea un tema para hablar con bellas señoritas —dijo paseando su mirada por los rostros de ambas—. Pero, ya que me lo pregunta, creo que es mejor esperar a ver qué sucede.
—Entiendo. No le entretengo por más tiempo. Supongo que querrá charlar con Edith. O tal vez pedirle que baile con usted.
Edith la contempló como si acabara de revelarle algo inconfesable al capitán. Pero ¿cómo demonios se atrevía a decirle algo así? Sintió el sofoco en su cuerpo, pero por encima de todo en su rostro, lo cual la delataría ante este.
Pero si ella estaba aturdida, cuando se fijó en el rostro de Henry Sinclair, se quedó algo más tranquila al comprobar que este parecía estar también en un aprieto. Podía deducir que no sabía muy bien qué hacer. La miraba como si estuviera esperando que ella dijera algo; que rechazara la petición de baile o que incluso se marchara del lugar aludiendo cualquier excusa. Sin embargo, no lo hizo, dando pie a que él reaccionara sembrando de temor sus pensamientos.
—Será todo un placer hacerlo —le dijo inclinando la cabeza ante ella y extendiendo el brazo para que tomara su mano.
Edith miró de manera fugaz a Aileen, quien le sonreía con toda intención y la animaba a que siguiera al capitán. No supo si fue su propio cuerpo el que la empujó al salón de baile o si más bien se trató de la mano del capitán que tiró de ella. Pero cuando quiso reaccionar se encontraba en brazos de aquel apuesto y elegante hombre.
Henry Sinclair no podía creer que estuviera bailando con aquella muchacha. No podía porque sencillamente no esperaba encontrarla allí esa noche. Ni sabía que le gustara asistir a bailes y a fiestas. Pensaba que ella solo vivía para la escuela de su padre, para la esgrima. Para seguir perfeccionando su estilo. Tal vez buscando una estocada perfecta. Cierto que había deseado verla fuera de aquella sala en la que ella se movía a gusto; en la que controlaba todo y a todos. Era su mundo. Y encontrarla fuera de este era de lo más emocionante que él había experimentado en su vida. No podía evitar quedarse con la mirada fija en su rostro.
—No tenía que haberse dejado llevar por el comentario de Aileen —le dijo en un momento del baile, como si ella pretendiera rebajar la tensión que la cercanía de él le estaba provocando.
—Nada más lejos de la realidad. Tenía intención de solicitarle un baile, Edith —le confesó con toda intención, sabedor de que esas palabras le afectarían. Era su pequeña revancha por la derrota que le había infligido esa mañana. Ella era otra mujer cuando no tenía un florete en la mano, lo intuía.
—Oh.
Se sintió más confusa y azorada por aquellas palabras que venían a arrojar más dudas acerca del comentario de su amiga. Le lanzó una mirada de reojo pensando si sería cierto que iba a la escuela por ella. Qué estupidez por su parte pensar en algo semejante, se dijo mientras el baile seguía y la mano del él no la soltaba en ningún instante. Sentía que le faltaba el aire cuando los pasos lo acercaban más a ella. Debía mantenerse firme y relajada al mismo tiempo, como cuando practicaba en la escuela con el florete. Era fácil pensarlo, pero era algo complicado llevarlo a la práctica con el capitán sujetándola de la mano. Decidió centrarse en el baile para no cometer el error de tropezar. Y cuando por fin terminó, se sintió algo más liberada. Se había dejado influir por la charla con Aileen y por ese motivo no había disfrutado del baile mostrándose algo tensa y distraída. El capitán no parecía haberse dado cuenta de ello, o lo había disimulado muy bien porque no le había comentado nada.
—Le agradezco que haya aceptado el baile, Edith.
—No hay razón para que me lo agradezca.
—Lo cierto es que ha sido toda una sorpresa encontrarla aquí esta noche.
—¿Por qué lo dice? —Entornó la mirada hacia él esperando una aclaración.
—Bueno, desde que acudo a las clases de esgrima me ha dado la sensación de que ese es su mundo.
—Lo es, pero no significa que no pueda salir de este en alguna que otra ocasión —ironizó—. No piense por un momento que me paso los días allí encerrada. Esta noche lo puede comprobar con sus propios ojos.
—Cierto. Y debo reconocer que está deslumbrante con ese vestido. El verde le favorece. Me recuerda al color del brezo en los valles de las Tierras Altas. Sin duda que me encuentro ante una mujer completamente distinta a la que esgrime un florete por la mañana.
Ella acusó el cumplido en su pecho. Sonrió y se inclinó a modo de agradecimiento. Los nervios amenazaron con poseerla toda la noche si no se apartaba de la compañía de él. Pero, al mismo tiempo, sentía una necesidad de quedarse a su lado porque le agradaba.
—Es lógico. Una es la maestra de armas, que viste de la manera que le permite moverse con rapidez y agilidad por la sala de esgrima. Y la que ve esta noche es una mujer.
—¿Sin más? —percibió el gesto de incomprensión en el ceño fruncido de ella—. Me refiero a que ha dicho que es una mujer sin añadir ningún comentario más, como ha hecho al referirse a la maestra de armas y a su forma de moverse.
—Si lo prefiere, esta noche soy Edith Moncreiffe.
Sin darse cuenta habían comenzado a caminar por la casa hasta la terraza. Salieron a esta para encontrarse con más gente que charlaba al fresco de la noche. Edith se había relajado algo más que durante el baile. Había logrado dominar sus nervios cuando él se acercaba y poco a poco parecía ir controlando la situación. De igual modo que si estuviera batiéndose con él. Levantó la mirada hacia el cielo para fijarse en la redondez de la luna esa noche. La música procedente del interior de la casa tenía el tono y el volumen necesarios para dotar de romanticismo aquel encuentro.
Henry la contemplaba mientras ella no parecía inmutarse por ello. Le parecía fascinante esa noche. Cómo podía cambiar en unas horas pasando de ser una afamada tiradora de esgrima a ser la muchacha más seductora de la fiesta. Pero no debería dejarse llevar por lo que percibía. No estaba allí para seducirla, ni nada parecido. Aunque no podía dejar de contemplarla y pensarlo.
—¿Ha venido solo? —Su pregunta despertó la curiosidad del capitán, quien pareció como si despertara de repente. Parpadeó en repetidas ocasiones y se aclaró la garganta.
—Eh… Sí. He venido solo. A su padre ya lo he saludado cuando llegaron a la casa. Por eso sé que no está sola.
—Sí, hemos venido juntos. A veces no tengo claro quién saca al otro de casa para distraernos. Desde que mi madre falleció, la escuela ha sido el mejor refugio de él.
—Lamento la pérdida. Y entiendo a su padre, ya que hay momentos en los que a mí me llega a suceder algo así.
Edith frunció el ceño.
—¿Perdió a algún ser querido?
—No lo digo por eso. Sino porque en ocasiones me encuentro solo en mi propia casa. Y eso que tengo a mi amigo Mortimer —le confesó con una mirada que provocó un ligero pálpito en el pecho de Edith. Al parecer, no estaba casado, se dijo sin saber por qué había pensado en esto de inmediato.
—Por ese motivo acude a la escuela.
—Sí. Debo llenar parte del tiempo libre del que dispongo en estos días. Aunque uno nunca puede saber cuándo cambiarán las cosas.
A ella le pareció que se refería a la situación política actual, y creía percibir cierto enojo.
—¿Teme volver a entrar en batalla, capitán? Me ha parecido que se refiere a la decisión que Londres ha tomado.
—A eso mismo. No sé qué me deparará el destino. —Sonrió con desgana y se fijó en la expresión del rostro de ella. Como si todo aquello le afectara—. Pero dejemos la política aburrida para los entendidos y hablemos de usted. Resultará más gratificante, sin duda alguna.
—¿De mí? —Se mostró sorprendida por aquella pregunta tan directa—. ¿Qué puedo contarle de mí salvo lo que ya sabe? Paso gran parte del tiempo enseñando esgrima junto a mi padre. Y de vez en cuando salgo a alguna que otra velada. No hay más de interés en mi vida —le resumió con sencillez mientras levantaba el rostro hacia él.
No le revelaría la otra vida que llevaba junto a su padre. No era de su interés, ni creía que pudiera llegar a serlo. Pero espiar para la causa jacobita no era algo que se pudiera comentar a la ligera. Una nunca llegaba a saber de qué lado estaba la gente. De ahí su cautela.
—Presiento que se subestima y que me oculta algo.
—No me subestimo. Soy una mujer joven y sencilla que disfruta haciendo lo que hace.
De manera lenta y segura iba adoptando la pose de la mujer fría que era en ocasiones. Y eso comenzaba a tranquilizarla. Era como cuando manejaba el duelo. Ella gustaba de ser quien dominaba el lance.
—¿En alguna ocasión ha pensado en dejarlo? Me refiero a retirarse de la enseñanza.
—No. —Su respuesta fue muy clara. Tanto que incluso se sorprendió a sí misma cuando la dijo. Y al propio Henry Sinclair, quien parecía haber cambiado su forma de mirarla.
—Parece tenerlo muy claro.
—Sí.
—¿No desea formar una familia? ¿Retirase a vivir fuera de la capital?
—¿Lo desea usted? —Se quedó contemplándolo con una ceja elevada y con una sonrisa irónica—. Ambos somos parecidos. Nos apasiona lo que hacemos. Usted es un capitán del Cuerpo de Dragones y yo una maestra de armas.
—Ambos parecemos estar unidos por la esgrima, por las espadas.
—Puede decirse que así es.
Henry desvió su atención del rostro de ella y se percató de la aparición del padre de Edith. Graham Moncreiffe se dirigía hacia ellos con una sonrisa.
—Creo que la buscan.
Edith volvió el rostro y se fijó en su padre.
—Me dijeron que estabas aquí fuera con el capitán.
—Sí, estábamos hablando y sin pretenderlo salimos a la terraza —le dijo ella—. ¿Qué querías, padre?
—Venía a buscar al capitán para que me acompañara.
—No hay inconveniente —dijo este mirando a Graham primero y luego a Edith—. Prometo seguir con nuestra conversación en otro momento. Ha sido un placer bailar con usted, Edith.
—Gracias. El sentimiento es mutuo.
Se apartó de ella y siguió a Graham de regreso al interior de la casa. Pero pronto se dio cuenta de que Edith los acompañaba, así que la dejaron pasar y de nuevo su perfume floral, que lo había atrapado durante el baile, volvió a hacerlo. Tuvo la sensación de que una corriente de frío lo envolvía, y no vaciló en girarse para regalarse una última visión de ella. Encantadora, delicada, exquisita salvo cuando esgrimía un florete, claro estaba, se dijo para sí mismo esbozando una sonrisa pícara.
—El conde de Mar y el duque de Argyll han venido esta noche —le indicó Graham conduciendo al capitán hacia una habitación algo apartada del salón de baile.
Henry frunció el ceño ante tal información. ¿Qué pretendían dos personalidades de la sociedad y de la política escocesa como estas estando esa noche en casa de los Murray? Argyll era el representante de Escocia en el Parlamento de Londres, acérrimo defensor de la consabida unión de ambas naciones. Y el conde de Mar era todo lo contrario. Había hecho una defensa a ultranza de la independencia escocesa y, por consiguiente, de restaurar a una dinastía como la de los Estuardo, que había regido las islas durante años, pensaba Henry entrando en el despacho privado del dueño de la casa en el que el humo de los cigarros parecía haberse concentrado. La habitación era lo más parecido a una pequeña biblioteca como la que él mismo poseía en su propia casa. Claro que tampoco podía fijarse en demasiados detalles debido al grupo de personas que departían de manera animada. A Henry no le quedó ninguna duda al respecto de cuál sería el tema de conversación: el nombramiento de Jorge I como rey de Inglaterra.
—Caballeros, el capitán Henry Sinclair —anunció Graham señalando a este, que se había quedado parado a su lado, siendo el centro de todas las miradas en ese momento.
—Señores. Aunque deberíamos dejar mi rango al margen, puesto que ya no ejerzo como tal desde hace años. Desde que la guerra con Francia terminó, para ser más exactos.
—Sea bienvenido, capitán —anunció el conde de Mar dando un paso al frente para estrecharle la mano—. Creo que conoce a los demás invitados.
—Sí, por supuesto. Caballeros —asintió este paseando la vista por los rostros de los presentes.
—Bien, capitán. En ese caso, no perderé el tiempo y seré directo al hacerle la siguiente pregunta: ¿qué opinión le merece la decisión del Parlamento de Londres con respecto a sentar al elector de Hannover en el trono?
—Veo que no pierde el tiempo —comentó el anfitrión de esa noche mirando al conde con una sonrisa.
—Es el asunto que nos ha traído aquí esta noche —reiteró este con total serenidad y cierta sorpresa porque Murray parecía haberse olvidado de ello.
Henry apretó los labios y pareció dudar sobre qué respuesta debía dar. Pero le habían pedido la de un oficial del ejército. Y se la daría les gustase o no.
—Un soldado tiene la ventaja de que no le piden su opinión al respecto de los temas políticos, y mucho menos sobre los cambios de monarcas. Se limita a cumplir las órdenes que le dan en relación a una batalla.
—Eso es cierto —asintió el duque—. Pero en este caso que nos incumbe…
—Como soldado me debo a las órdenes, acabo de decirlo. El ejército se debe al Parlamento y al rey.
Hubo un momento de silencio en el que todos parecieron estar meditando aquella respuesta.
—Eso quiere decir que si le pidieran que regresara al ejército lo haría para apoyar al Parlamento, y por consiguiente al nuevo monarca —resumió el conde de Mar.
—Es probable. Pero ¿por qué tanto interés en mi opinión?
—Imaginemos que en las Tierras Altas se estuviera fraguando una rebelión contra la decisión de Londres —comentó Argyll de una manera serena. Como el que comentaba el tiempo atmosférico en Edimburgo, contemplaba a Henry con total naturalidad.
—¿Lo dice en serio?
—Solo me pongo en el hipotético caso de que así sucediera. Espero por el bien de la nación que eso nunca llegue a pasar —comentó paseando la mirada por los presentes hasta detenerse en el conde, leal defensor de la causa jacobita.
—Sería un grave error.
—¿Un grave error? —intervino John Erskine, conde de Mar—. ¿Piensa entonces que es mejor acatar lo que diga Londres?
—No, tampoco digo que eso sea lo más acertado. Pero un nuevo levantamiento armado después de lo sucedido durante la Revolución Gloriosa, como la llaman algunos, sería una equivocación. Escocia quedó diezmada y al final Jacobo tuvo que marcharse a Francia.
—¡Entonces, tenemos que conformarnos con lo que nos imponga el Parlamento inglés! —recalcó el conde contrariado por las palabras del capitán.
—El duque de Argyll es la voz de Escocia en este. Puede mostrar la disconformidad de los escoceses sin necesidad de coger las armas —dijo Graham señalando a este con un dedo y mirando al capitán.
Todas las miradas se volvieron hacia este. Argyll permanecía expectante, apoyado sobre el canto de la mesa en una actitud relajada, contemplando al capitán.
—He elevado mis protestas ante la cámara, pero no han sido de gran ayuda. Londres está dispuesto a seguir adelante y sentar en el trono a Jorge de Hannover. No quieren a los Estuardo. Según ellos, han gobernado durante muchos años.
—Pero es el legítimo monarca —apreció Graham, dando un paso al frente como si buscara recalcar más su opinión.
—Sí. Pero los ingleses son mayoría en el Parlamento y han votado en contra de traer de regreso a Jacobo —anunció un duque sin demasiado interés en dar explicaciones. No parecía interesado en el tema.
—Mejor nos hubiera ido no uniendo las dos coronas y ambos Parlamentos en uno solo —protestó Murray—. Durante años hemos combatido a los ingleses para lograr nuestra libertad. Para acabar uniéndonos a estos. Si William Wallace y Robert Bruce se levantasen de sus tumbas, nos escupirían y nos llamarían traidores en nuestra propia cara, caballeros. Hemos entregado nuestro Parlamento y nuestros tribunales de justicia. Y ahora debemos acatar al rey que nos impongan. ¿Qué será lo siguiente? ¿Nos prohibirán que llevemos el kilt? —dijo aferrándose a este para mostrarlo al resto—. ¿Las gaitas, las danzas tradicionales o tal vez hablar gaélico?
El silencio se adueñó de la sala mientras todos se miraban entre sí, al mismo tiempo que parecía sentirse avergonzados tras lo dicho por Murray.
—¿Y qué sugieren entonces? ¿Levantarnos en armas? ¿Esa es la respuesta del pueblo escocés? —preguntó Henry Sinclair mirando desconcertado a los presentes.
—Déjenme decirles, caballeros, que Londres enviará a un diplomático para ver cómo está la situación aquí en Escocia —apuntó el duque—. Richard Longstream llegará en breve a la ciudad para hablar sobre las opciones que hay para ocupar el trono y demás asuntos. Abogo por la calma y el diálogo, caballeros. No es cuestión de precipitarse a la hora de tomar una decisión que puede ser desacertada y que podría provocar consecuencias irreparables.
—Vendrá a espiar, a ver qué estamos haciendo —protestó Murray enervado por la situación—. Meterá sus narices en todo y luego le faltará tiempo para volver a Londres e informar de lo que ha visto. Y si por casualidad descubre que nos reunimos en secreto conspirando contra la propuesta de Londres… —Murray se detuvo para reírse de manera sarcástica—. Entonces ya podemos prepararnos para lo que se nos vendrá encima, caballeros. No tendremos otra alternativa que las armas, capitán —dijo con toda seguridad mirando a este.
—Una respuesta armada de buenas a primeras sería un suicidio. No estaríamos preparados. ¿Qué opinan los principales clanes de las Tierras Altas? —preguntó Henry Sinclair mirando al duque de Argyll, como jefe de los Campbell.
—Los Campbell abogan por la paz entre las dos naciones. Esa es mi postura. Buscar el entendimiento. Además, estamos dando por hecho que la política del rey Jorge será desfavorable para Escocia antes siquiera de que se haya sentado en el palacio de Whitehall, caballeros.
—No se tratará de lo que diga el nuevo monarca, sino el Parlamento de Londres —rectificó Graham conociendo lo que sucedería—. Y sus medidas para esta nación han sido nefastas. Ni siquiera se han atrevido a abrir caminos que conduzcan a las Tierras Altas.
—En ese caso… —intervino Murray decepcionado con esas palabras—. El clan Campbell es el más poderoso de toda Escocia, y si este se pone del lado del Parlamento de Londres y del rey Jorge, poco o nada se puede hacer para restaurar al monarca legítimo.
—Deberíamos tantear a ese enviado sassenach y averiguar qué es lo que pretende Londres —comentó Graham mirando a los presentes.
—¿Qué hará el ejército llegado el caso? —La pregunta de John Erskine, conde de Mar, provocó un leve sobresalto en este. Henry Sinclair sabía que debería tomar una decisión—. Muchos son escoceses como usted. Se alistaron tras la unión de ambas naciones. ¿De qué lado estará usted, capitán, si llegara el caso de una rebelión en favor de la casa Estuardo?
El aludido se limitó a sonreír.
—Por el momento no haré nada que favorezca la revuelta. Eso lo tengo claro. Y les digo que no estamos obligados a alistarnos en el ejército inglés según quedó acordado después de la última guerra con Francia por los Países Bajos.
—De acuerdo, pero llegado el caso de que se iniciara una rebelión en las Tierras Altas, ¿de qué lado estaría? Usted es escocés. Es el chieftain de los Sinclair. ¿Apoyarán estos a la casa Estuardo o a Londres?
—Les repito que no haré nada por mi parte que incite a una nueva guerra. No he recibido ninguna orden para alistarme. Aun así, creo que es mejor no adelantar acontecimientos.
—¿Defendería el uniforme escarlata que ha llevado hasta este día o bien los colores del tartán del clan? —concretó Murray contemplándolo con recelo.
—Esperemos que ese día no llegue y que no asistamos a otra guerra. Creo que deberíamos alcanzar un acuerdo con Londres que beneficie a esta tierra, caballeros, y no lanzarnos de buenas a primeras a una nueva rebelión.
—En eso tengo que darle la razón. Es necesario esperar a que el rey Jorge llegue y veamos qué opina de la situación —comentó el duque tratando por todos los medios de apaciguar los ánimos de los más exaltados.
—Creo que es una buena idea tantear al enviado inglés a ver qué propone —corroboró Henry siguiendo el tono de Argyll.
—Capitán, vemos que no está por la labor de apoyar una revuelta —resumió el conde de Mar.
—No, claro que no. Podría suponer un duro revés para la nación. No creo que estemos preparados para ello. No tenemos la seguridad de que esta vez logremos derrotar a los ingleses. Creo que ha llegado la hora de la diplomacia, y no de las armas, como señala el duque de Argyll —sentenció mirándolo y comprobando cómo asentía mostrando su conformidad con sus palabras.
—Deberíamos tranquilizarnos todos y aparcar el asunto por el momento —intervino el conde de Mar—. No vamos a llegar a ningún acuerdo entre nosotros. Pero queda claro que la opción de unir a los clanes leales a la casa Estuardo es un hecho.
—Si los McGregor y los McDonald se ponen de parte de Jacobo, no habrá ninguna duda de que todos los demás los seguirán. Y estoy convencido de que los escoceses que formaron parte del ejército inglés también lo harán —aseguró Murray lanzando una mirada hacia el capitán por ver su reacción.
Este no dijo nada. Se limitó a sostenerle la mirada a su interlocutor.
—Tengo en mente enviar recado al propio Jacobo en París —comentó el conde captando la inmediata atención de todos los presentes.
—¿Qué pretende, Mar? —preguntó Argyll mirándolo con inusitada expectación. Aquello parecía ir en serio.
—Comentarle cuál es la situación aquí y escuchar su opinión al respecto.
Hubo un ligero revuelo entre los asistentes.
—Se ha vuelto loco, Erskine. Si alienta a Jacobo Estuardo a que regrese para iniciar una rebelión, usted, y solo usted, será responsable de lo que le suceda a esta nación. Queda advertido. Caballeros, creo que las posturas están claras. Buenas noches —recalcó el duque de Argyll paseando su mirada por todos los presentes antes de caminar hacia la puerta para salir de la habitación de malas maneras.
Graham elevó una ceja con suspicacia mientras no dejaba de mirar al conde de Mar.
—Me temo que ha sido suficiente por esta noche, caballeros. Henry…
—Si nos disculpan.
—Creo que Graham tiene razón. Caballeros, es momento de regresar junto al resto de los invitados y disfrutar de la velada —sugirió Murray señalando la puerta con su brazo extendido.
—Espero que podamos contar con los escoceses que se alistaron en el ejército inglés en su día —comentaba el conde de Mar chasqueando la lengua con decepción—. Es un nutrido grupo de compatriotas.
—Tal vez, llegado el momento, formen parte de las filas de los seguidores de Jacobo. No desespere, conde de Mar —le pidió Graham.
—Sí. Tal vez. Espero que el capitán cambie de parecer una vez que el delegado de Londres llegue y oiga lo que tiene que decirle.