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El doctor Andrew Shepard, oficial de caballería inglés al servicio del rey Jorge, lleva meses en las montañas del norte de Escocia tras la pista del chieftain del clan MacFarland. Se le ha escapado una y otra vez, tras mil escaramuzas, dejando tras él la leyenda de su rebeldía, un verdadero héroe para los clanes leales a los Estuardos. Shepard es tomado prisionero, finalmente, y conducido ante el jefe del clan con una sola condición: que le salve la vida. Fiel al juramento que ha hecho como cirujano, se dispone a atender al herido cuando se da cuenta de la insólita verdad: ¡MacFarland es una mujer! Esa heroína que ha estado hostigando a los soldados ingleses, la feroz Rhona MacFarland, es la mujer más hermosa que ha visto en su vida. Después de que el doctor haya cosido su herida con instrumentos rudimentarios en una choza de piedra en las Highlands, y tras una dolorosa convalecencia, la salvaje Rhona debe decidir qué hacer con su apuesto prisionero, si matarlo o dejar que se una a su causa. Pero Shepard tiene una tercera alternativa para la bella pelirroja: un matrimonio de conveniencia para salvarla de la horca. Parte del encanto de esta novela se debe al estilo de su autor: desenfadado, dinámico y con un don especial para narrar con mucha naturalidad y delicadeza las escenas de amor. Es una historia sencilla, los dos personajes son atractivos, es una de las cosas que más me gusta de este escritor, sus personajes son de carne y hueso y sus hombres lo suficientemente reales para poder soñar con ellos pero excepcionales, como los necesitamos, siempre están ahí con carácter y humor al servicio de sus mujeres… La trama es muy divertida y emotiva. Es una de esas historias que tienes que leer si o si! No se la pueden perder. Alma de tinta "La prosa de la autora me ha cautivado por completo, te envuelve y quieres seguir descubriendo sus maravillosas páginas. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 365
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Enrique García Díaz
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una propuesta arriesgada, n.º 91 - octubre 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7231-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Notas
Si te ha gustado este libro…
Escocia, 1747
—Exijo ver al chieftain del clan MacFarland —dijo con voz autoritaria mientras forcejeaba con sus dos captores en un intento por zafarse de sus manos.
—¿Cómo habéis dicho?
La petición del prisionero sorprendió a los presentes, y en particular a su cabecilla, quien se quedó mirándolo como si acabara de decir algo incongruente.
—No estáis en situación de exigir nada, sassenach —le recordó, escupiendo la última palabra con desprecio—. No obstante, lo veréis si tenéis suerte —le aseguró mientras esgrimía su daga y mostraba una hilera de dientes amarillentos—. Decidme, aparte de vuestro rango de oficial de caballería, ¿sabéis como curar heridas?
—Soy cirujano —le respondió de manera resuelta sin perderle la cara.
Los hombres lo miraron con expectación.
—Entonces es vuestro día de suerte, si no me estáis mintiendo —matizó, dejando que el filo de su daga recorriera su mejilla con suavidad, como si de la caricia de una amante se tratara. Solo que más fría y mortal—. Venid conmigo, pero os advierto que, si intentáis algo o me estáis engañando…
El prisionero no apartó su mirada del jacobita en ningún momento. Quería demostrarle que no lo intimidaban sus amenazas, aunque sabía que podría cumplirlas. Pero se juró a sí mismo que se llevaría al infierno con él a unos cuantos jacobitas de los que lo custodiaban. Lo condujeron hacia una pequeña casa de adobe con tejado de paja. El interior era frío, lúgubre y austero. El cabecilla desapareció en el interior de un pequeño habitáculo. A los pocos segundos volvió y se dirigió al prisionero.
—Pasad —le indicó haciendo un gesto con la cabeza.
El oficial inglés caminó con paso titubeante ante el temor de que se tratara de una trampa, aunque su suerte no podría cambiar a peor. Había caído en manos de una partida de jacobitas leales al Estuardo, y ahora su destino estaba en manos de su jefe. Los habían sorprendido en una de las muchas escaramuzas a las que estaban más acostumbrados los jacobitas. Aparecieron de la nada, tras la bruma matinal. El intercambio de disparos y el cruce de aceros obligaron a los ingleses a rendirse. Algunos de sus hombres yacían muertos sobre el cenagal. Otros habían logrado escapar, y solo él había caído prisionero. Y ahora requerían sus servicios como cirujano para su propio jefe del clan. Así se lo había asegurado aquel hombre.
La habitación estaba en penumbra, salvo por la luz que entraba a través de la ventana. Paseó su mirada por todo el lugar, intentando hacerse una visión general, en busca de armas con las que poderse defender si intentaban acabar con su vida en aquel reducido habitáculo. Pero no las vio por ningún sitio. La habitación era reducida y contaba con una cama y una mesilla sobre la que había una vela apagada.
—Señor.
La voz ronca del jacobita captó la atención del interpelado. Un amasijo de cabellos de color cobrizo aparecía esparcido sobre la almohada. El jefe del clan yacía con la cabeza apoyada en esta. Se movió hasta quedar incorporado, no sin gran dificultad. El prisionero no descubrió su verdadera identidad hasta que se quedó sentado sobre la cama, y se apartó los cabellos del rostro con ambas manos para dejarlos sujetos con una cinta de cuero en la parte posterior. Fue entonces cuando el oficial se quedó obnubilado por el destello luminoso de aquellos ojos claros escrutándolo con recelo. Estaba paralizado por aquella visión. El jefe del clan MacFarland, a quien iba persiguiendo desde Inglaterra para detenerlo, estaba en ese preciso instante delante de él. Pero… pero no era a quien había esperado encontrar. Ni en sus más disparatados pensamientos podría haber llegado a imaginar que… que el jefe de los MacFarland era… ¿Cómo era posible? ¿Qué clase de broma era? Era incapaz de articular una sola palabra, y mucho menos de reaccionar ante aquella situación.
—Necesita vuestra ayuda. Si en verdad sois un cirujano, no tendréis inconveniente en curarle la herida —le dijo en tono enfático.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera escuchó aquellas palabras. La belleza del chieftain del clan MacFarland no se lo permitía, o más bien el impacto de ver que en realidad se trataba de la mujer más hermosa que había visto desde que se había adentrado en aquellos malditos parajes del norte de Escocia.
—No podéis negaros, sassenach —le dijo, dirigiéndose a él con una voz dulce, pero cargada de dolor. Sus ojos brillaban por la fiebre mientras los dejaba fijos en él—. Hicisteis un juramento.
—Así es —asintió mientras sentía que le faltaba el aire, y no debido a lo pequeño de la habitación. Percibió una mueca irónica en el rostro de la mujer, que parecía sonreír complacida por este hecho.
Permaneció en silencio escrutando el rostro de la mujer. De trazos finos, pero de piel curtida por el aire y el sol de aquellos parajes. Sus ojos claros lo miraban con curiosidad mientras él se preparaba para echarle un vistazo a la herida. Su nariz pequeña, sus mejillas moteadas por una fina lluvia de pecas, ahora encendidas debido a su estado febril; sus labios permanecían entreabiertos mientras jadeaba respirando con dificultad.
Su juramento, como bien le había recordado ella, le impedía dejarla morir desangrada, a pesar de que fuera una rebelde. Un proscrito a quien le habían encargado dar captura. Se embarcó en aquella misión con su cargo de doctor para poder descubrir y atrapar al escurridizo MacFarland. Su clan estaba hostigando constantemente a las avanzadillas de soldados, y MacFarland estaba convirtiéndose en todo un héroe para los demás seguidores leales a los Estuardo. De no atraparlo, se corría el riesgo de que la rebelión no se sofocara del todo y los jacobitas volvieran a alzarse en armas. Durante meses había recorrido aquellas inhóspitas tierras en su busca para atraparlo y llevarlo ante la justicia del rey Jorge, pero paradójicamente ahora resultaba que el atrapado era él. Pero su sorpresa era mayúscula al conocer su verdadera identidad.
—Por si se os ha pasado por la cabeza escapar, sabed que no debéis intentar nada —comenzó diciéndole—, o no saldréis vivo de aquí. En el supuesto de que acabarais con Alastair, no conseguiríais salir de estos parajes sin la ayuda de uno de los nuestros. Son los únicos que los conocen.
—Tal vez ninguno de nosotros pueda salir —comentó con ironía, queriendo demostrarle que no se iba a rendir fácilmente. Era cierto que estaba aturdido tras descubrir su verdadera identidad, pero no pedería la cabeza en una situación tan delicada como aquella. Debía estar lúcido para escapar—. No estoy dispuesto a perder la vida por vos —le aseguró con un toque irónico que provocó una sonrisa cómplice en ella.
—En ese caso, así lo espero. Apuesto a que vos apreciáis vuestra vida más que la mía —dijo, esbozando una sonrisa para disimular el dolor de la herida—. Al fin y al cabo, yo soy una rebelde cuya vida tiene precio, ¿verdad, doctor?
—Tampoco estoy tan loco como para arriesgarme a acabar con vos, si es eso lo que estáis pensando. Como bien decís, hice un juramento que no pienso romper. Y ahora sería mejor que dejáramos de hablar, o de lo contrario vos misma acabaréis muerta sin que yo os haya tocado. ¿Dónde tenéis el instrumental? —preguntó con voz firme.
La mujer sonrió divertida ante aquel comentario. Este repentino gesto le provocó un dolor agudo en su vientre.
—Alastair, muéstrale el instrumental al doctor —le ordenó, no sin abandonar su sarcasmo.
El jacobita asintió y procedió a mostrarle una colección de cuchillas que el doctor miró asombrado.
—¿Pretendéis que utilice esto? —preguntó, levantando su mirada para fijarla en Alastair y después en ella mientras se mostraba perplejo.
—Es lo que hay —respondió el jacobita, encogiéndose de hombros.
—¿Sorprendido? —preguntó la mujer con un tono burlón—. No estáis en las dependencias militares del ejército del rey Jorge, sino en un simple refugio en mitad de las Highlands.
Resopló al volver la mirada hacia el instrumental con el que esperaba que la interviniera. Pero no podía hacer otra cosa. Se había visto en situaciones complicadas durante la guerra con los jacobitas, pero no recordaba ninguna tan insólita como esa.
—Corréis el riesgo de que la herida se os infecte, os lo advierto —le dijo, mirándola fijamente mientras ella sonreía como si aquella situación fuese divertida. ¡Por todos los diablos, le estaba diciendo que podía morir por no tener un instrumental adecuado! ¿Qué clase de mujer era? ¿No le tenía miedo a la muerte?
La mujer lo instó a acercarse a ella. Su mano lo sujetó por la guerrera y tiró de él para que se acercara más, casi hasta que sus labios estuvieron a punto de rozarse, mientras ella se humedecía los suyos antes de continuar.
—No lo dudo, pero dejaré mi vida en vuestras manos, doctor —le susurró, clavando sus luminosos ojos en los de él mientras su aliento se esparcía por los labios de él de manera peligrosa, suave, cálida—. Tendréis un nombre…
La miró fijamente y con una intensidad que no pudo contener. Tener tan cerca su boca de la de ella le provocó una repentina e inesperada sensación. No tenía por costumbre que las mujeres llevaran la iniciativa, y que ella lo hubiera atraído por su guerrera de aquella manera lo había dejado sin capacidad de reacción. Y solo cuando ella abrió sus ojos y sus cejas formaron un arco en clara señal de aguardar su respuesta pudo responderle.
—Doctor Shepard. Andrew. ¿Y vos? Solo sé que sois el chieftain del clan MacFarland…
—Rhona MacFarland —le dijo sin dejar de mirarlo al tiempo que su mano seguía aferrada a la guerrera—. Y, ahora que ya nos hemos presentado, no os demoréis más de lo necesario.
Andrew dejó que sus labios trazaran una media sonrisa entre la ironía y el asombro. Pero lo que más le sobrecogió fue que ella le correspondiera con una sonrisa llena de complicidad.
—Necesitaré agua, trapos limpios, algo de alcohol para desinfectar… Cualquier bebida servirá. Imagino que, aunque no sean las dependencias de un general, contaréis con ello.
—Trata de encontrar todo lo que te pide —ordenó Rhona, mirando a Alastair. Una vez que se hubo marchado de la habitación se centró en Andrew—. Decidme, ¿cómo habéis logrado sobrevivir al ataque? La mayoría de vuestros soldados han huido o yacen muertos en el fango.
—Digamos que ha sido cuestión de suerte —le comentó sin atreverse a mirarla a los ojos. Temía que al hacerlo los suyos se demoraran más de lo permitido.
—¿Suerte? —repitió ella, frunciendo el ceño, sin dejar de mirarlo y de creer que en verdad se había salvado porque era un hombre de honor. Un soldado leal al ejército, a su patria y a su rey—. Podríais haber huido con algunos de vuestros hombres. ¿Por qué no…? —la herida le tiró impidiéndole terminar su pregunta.
—No os aconsejo que habléis demasiado. La herida os dolerá todavía más —le advirtió, comprobando que, a pesar de su situación, poseía cierto poder de atracción hacia él. Andrew se apresuró a achacarlo a la sorpresa inicial de conocerla.
—Sabio consejo viniendo de alguien como vos. ¿Por qué estáis prisionero de mis hombres?
—El devenir de la guerra. ¿Y vos, cómo recibisteis la herida? —le preguntó, en un intento por concentrar su atención en otra parte de su cuerpo que no fueran sus brillantes ojos.
Rhona MacFarland no vaciló al rasgarse su camisa de hilo manchada de barro y de sangre a la altura de su costado. Andrew frunció el ceño al observar la herida, pero fue su piel pálida, tersa y suave la que captó su atención. Tenía un corte por debajo de sus costillas. No tenía buen aspecto, pero trataría de hacer todo lo posible por curarla.
—Es un corte profundo. ¿Un sable? ¿Una bayoneta? ¿O tal vez una daga afilada? —se interesó mientras se inclinaba sobre la herida para observarla más de cerca. Sentía como la cadencia respiratoria de ella aumentaba por la proximidad de sus manos. Andrew pensó que su comportamiento se debía al dolor que le producía la herida.
—¿Qué puede importaros? Fue una cuchillada a traición —le comentó mientras seguía mirándolo fijamente, esperando que levantara su mirada de la herida para poder ver su reacción en su rostro. Pero no lo hizo.
En ese momento Alastair apareció para entregarle lo que había pedido.
—Solo puedo daros usquebagh para utilizarlo como desinfectante —le informó, mostrando una botella del licor.
—Aguardiente de las Highlands —comentó Andrew con asombro e ironía, tomando la botella de manos del jacobita—. Si es lo único que tenéis…
—Es una lástima derrocharlo… —murmuró Alastair MacFarland, pasándose la lengua por sus labios resecos.
—Echad un trago —le pidió Andrew, tendiendo la botella a Rhona—. Os aseguro que os va a hacer falta.
—No estéis tan seguro. Os sorprendería lo que aguantamos las gentes de estos parajes —replicó.
—No lo pongo en duda. Pero es lo mejor —reiteró, con la botella todavía en la mano, esperando.
Durante esa breve fracción de tiempo sus miradas permanecieron fijas, como si se estuvieran estudiando. Finalmente, Rhona tomó la botella de su mano, sintiendo el roce inesperado e involuntario de los dedos de él sobre los suyos. Se llevó el cuello de la botella a los labios y bebió sin apartar la mirada de Andrew en ningún momento, como si quisiera demostrarle que no sentiría dolor. O como si lo estuviera retando con sus luminosos ojos. El licor bajaba por su garganta dejando un reguero de fuego a su paso. Estaba acostumbrada a beber para divertirse en las tabernas junto a otros jefes, pero no para aplacar el dolor de su herida.
—Bebed más —le sugirió él, llevando su mano hacia la botella.
—¿Acaso pretendéis emborracharme? —le preguntó con mal humor—. Sabed que aguanto bien la bebida. Los escoceses… —volvió a relatar Rhona, tratando de ocultar las sensaciones extrañas provocadas por su mirada y su presencia.
—Ya me lo habéis dicho, pero no os vendría nada mal apurarla un poco más —le aconsejó antes de que se la entregara. Andrew vertió algo del licor en sus manos, que frotó a conciencia. A continuación empapó un trozo de lino y procedió a aplicarlo sobre la herida con sumo cuidado. Después le volvió a pasar la botella para que bebiera.
Rhona sintió la quemazón del alcohol sobre su piel, que nada tenía que ver con el trago de usquebagh bajando por su garganta en esos momentos hasta asentarse en su estómago. Volvió a llevar la botella a sus labios y a beber de nuevo pese a la quemazón. Esta vez el licor le provocó un leve dolor de cabeza acompañado de cierto malestar. Mientras tanto, Andrew seguía presionando con cuidado sobre la herida, tratando de no hacerle daño.
—Alastair… pégale un tiro… si… no cumple… lo acordado —le recordó entre balbuceos provocados por el alcohol mientras lo señalaba con su dedo índice como si lo estuviera acusando.
—Descuidad —le aseguró el hombre, levantando su pistola.
Andrew ni siquiera se inmutó por este hecho. Trabajaba en silencio ajeno a todo lo demás.
—No os preocupéis, Alastair. No tendréis que usarla. Tengo en alta estima mi vida. Y no tengo la menor intención de acabar mis días en este lugar —afirmó, alzando su mirada de la herida para ver la reacción de ella. La vio sonreír burlona—. Bueno, la herida está desinfectada. Ahora necesito aguja e hilo. He de cerrarla. Habéis tenido suerte de que no sea un corte tan profundo como creía. Podría haberos abierto en canal y dejar vuestras tripas fuera. Procederé a cerrarla. Tal vez deberías morder algo para ahogar los gritos.
—No hace falta. Las gentes de estos lugares…
—Sí, sí. Eso ya lo habéis dicho —dijo Andrew mientras se disponía a coser la herida sin apartar su mirada de ella. Sentía una extraña mezcla de sentimientos. Deseaba curarla y que se restableciera, ya que era su deber como médico. Pero al mismo tiempo tenía una obligación como oficial inglés de entregarla a la justicia. Nunca pensó que conocer al jefe de los MacFarland en persona pudiera afectarle hasta el punto de no saber si sería capaz de cumplir con su cometido.
Rhona sentía como la piel se le erizaba con el leve roce de las yemas de los dedos de Andrew. Como su respiración se agitaba pese a haber ingerido una gran cantidad de alcohol. Andrew trabajaba con suma delicadeza sobre la piel de Rhona, quien no pudo evitar dejar escapar un suspiro cuando él presionó un poco más de lo normal. Entrecerró sus ojos y lo miró con una mezcla de inusitado deseo y misterio. ¿Quién era aquel doctor? Rhona se mordió el labio inferior para ahogar un grito de dolor y Andrew se apresuró a tranquilizarla.
—Calmaos, ya termino.
Rhona volvió a llevarse el cuello de la botella a los labios y a dejar que el licor la impregnara una vez más. Había perdido la cuenta de las veces que lo había hecho. Solo era consciente que el licor ya le había hecho efecto, tanto por el dolor de cabeza como por los leves mareos que sentía.
—¿Puedo preguntaros qué hacíais en estas tierras? —el tono de su voz comenzaba a mostrar los efectos del alcohol. Quería mantenerse lúcida pese a todo.
—Soy un oficial inglés. Creo que vuestra pregunta sobra —le respondió sin mirarla, concentrándose en la herida por la que ahora deslizaba la aguja—. Pero, ya que lo preguntáis, os diré que estábamos de patrulla.
—¿En busca de rebeldes leales a los Estuardo? —rebatió al instante mientras hacía ademán de inclinarse hacia adelante. Sus cabellos rozaron el rostro de Andrew de pasada.
—No os he calificado de tales en ningún momento. Echaros hacia atrás o no podré terminar —le pidió, volviendo a mirarla, mientras el olor a licor le golpeaba en pleno rostro.
Rhona permaneció inmóvil mientras lo veía hurgar en su herida. Viendo que no parecía dispuesta a colaborar, Andrew se apresuró a ayudarla a recostarse posando una mano sobre su espalda mientras no dejaba de comprobar cada uno de sus gestos. Sus cabellos se esparcían como filamentos de cobre sobre la almohada. Rhona cerró momentáneamente sus ojos como si se quedara dormida y entonces la mirada de Andrew recorrió su rostro desde sus párpados hasta sus labios, pasando por sus sonrosadas mejillas. Seguramente, si se inclinara sobre sus labios y los probara, él mismo se embriagaría con el sabor que destilaban. Apartó esas ideas absurdas de su mente y volvió a concentrarse en su tarea.
—Necesito algo de lino para vendarla —le exigió a Alastair, quien seguía vigilándolo.
Durante el momento que Andrew se sintió liberado de la vigilancia del jacobita, su mirada volvió a concentrarse en ella. Rhona lo había atrapado misteriosamente desde el primer momento en que sus miradas se cruzaron. Seguía sin poder comprenderlo. ¡Una mujer traía en jaque al ejército inglés con sus continuas escaramuzas! ¡El temido jefe del clan MacFarland era una mujer! ¿Cómo se lo tomarían en Londres? No pudo evitar esbozar una sonrisa irónica al pensarlo, por no mencionar que no podía apartar sus ojos de aquel rostro angelical y aquel cuerpo moldeado para pecar. Porque Rhona era una mujer cuyos encantos eran visibles. Apostaba a que ningún hombre se podría resistir. Por unos instantes se le pasó por su mente la idea de preguntarle por su marido. Estaba seguro de que tarde o temprano aparecería. Pero justo entonces Alastair interrumpió sus pensamientos.
—Tomad. Es lo único que he podido encontrar —dijo, tendiéndole un rollo de lino blanco—. Espero que os sirva.
Andrew lo cogió y procedió a extenderlo con el fin de poder cubrir la herida.
—Ayudadme —le pidió mientras pasaba un brazo alrededor del cuello de Rhona y sentía sus suaves cabellos acariciando su antebrazo. Su tacto era como la seda sobre su piel. Había olvidado la ternura, las caricias y lo que era una mujer desde que había comenzado aquella estúpida guerra. Casi seis años lejos de su hogar, sin más compañía que su caballo y su regimiento.
Alastair MacFarland siguió sus indicaciones y cogió a Rhona de tal manera que Andrew pudiera deslizar el lino bajo su cintura.
—Me siento… mareada… y la cabeza… me da vueltas —murmuró mientras sentía que la elevaban y posteriormente la dejaban sobre la cama otra vez.
—Es lógico. Os habéis bebido tres cuartas partes de la botella de usquebagh —comentó.
Andrew procedió a cubrir con el lino la cintura de Rhona, poniendo el máximo cuidado. Una vez hecho esto, la dejó recostada sobre la cama. Se quedó de pie contemplándola en silencio mientras la respiración hacía subir y bajar su pecho de forma relajada.
—¿Pensáis quedaros junto a ella? —le preguntó Alastair MacFarland, arqueando una ceja en clara señal de desconfianza mientras cruzaba sus brazos sobre su pecho.
—Soy vuestro prisionero. No creo que me dejéis marchar —le comentó con un deje de ironía en su voz—. De manera que sería lo más adecuado. Vigilaré que no le suba la fiebre —se apresuró a responder, volviendo su mirada hacia la de Alastair.
—¿Creéis que sobrevivirá? —preguntó con cierta preocupación en su tono.
—Es fuerte. Si ha conseguido doblegar el espíritu y la voluntad de un grupo de hombres, conseguirá burlar a la muerte —le aseguró mientras su mirada quedaba fija en la mujer que había en la cama.
—Su esposo era igual —comentó de forma distraída, mirando a Rhona.
—¿Su esposo? —repitió un contrariado Andrew, sintiendo una inexplicable punzada de celos y curiosidad al mismo tiempo. La pregunta que se le había pasado por la cabeza momentos antes iba a ser respondida sin necesidad de que él la formulara—. Os habéis referido a él en pasado —comentó, mirándola con el ceño fruncido, actuando como lo haría alguien que desconoce la historia.
—Murió en la batalla de Prestonpans.
—Y ella… —las palabras no le salían por la boca en esos momentos, debido a la situación tan inesperada que le estaba tocando vivir—. ¿Ella se hizo cargo del clan? —quiso saber, ya que no lograba entender por qué lo había hecho.
—Así es —asintió Alastair.
—Pero ¿por qué sigue luchando contra los ingleses? La guerra concluyó hace más de un año —le comentó Andrew—. Muchos clanes han depuesto las armas.
—Tenéis razón, pero ella no es como el resto de los jefes que se han rendido. Por no mencionar los que han pasado al bando inglés. Rhona lo lleva en la sangre. Desde que era una chiquilla, su padre le enseñó el amor por su tierra. El ideal de una Escocia libre —le explicó, sabiendo que él no lo entendería—. Ese carácter propio de las gentes de las Highlands. No se doblegará ante un rey inglés. Mejor dicho, ante un rey que ni siquiera es inglés, como Jorge, de la casa de Hannover. Si al menos fuera un Estuardo…
—Los Estuardo solo han traído la guerra a estas tierras. ¿Por qué ese afán en devolverlo al trono?
—Mejor un Estuardo que un príncipe extranjero, ya os lo he dicho. Al menos con el Estuardo en el trono de Londres tendríamos un rey legítimo e inglés. ¿Por qué hubo Londres de ofrecerle la corona a un extranjero? Por ese motivo luchamos.
Andrew volvió a concentrar su mirada en Rhona, quien movía la cabeza hacia un lado. Allí tumbada sobre la cama le parecía tan frágil que sintió deseos de arrullarla entre sus brazos y permitir que su cabeza descansara sobre su pecho. Le acariciaría sus cabellos de manera lenta, dejando que sus dedos se enredaran en ellos hasta que despertara y clavara su mirada en la suya. Y entonces se sumergiría en su profundidad, dejándose arrastrar hasta el fondo del abismo que representaba.
La noche envolvió el refugio en el que los pocos hombres del clan MacFarland permanecían. Varios de ellos hacían guardia por si aparecían los ingleses. En el interior de la casa, Andrew contemplaba el cielo despejado y las montañas silenciosas mientras su mente permanecía convulsa por diversos pensamientos en torno a Rhona. De repente, un leve quejido lo hizo volverse. Su mirada se posó con ternura sobre ella. Con paso lento se acercó a la cama y la observó detenidamente. Su respiración parecía algo más agitada, a juzgar por la cadencia rítmica de su pecho. Posó la mano sobre la frente para comprobar su temperatura y sintió la quemazón de la fiebre bajo su palma. De inmediato procedió a preparar un remedio casero con los ingredientes que Alastair MacFarland le había llevado antes de retirarse. Una vez concluido el brebaje se acercó hasta la cama y, pasando la mano bajo el amasijo de rizos, levantó la cabeza de Rhona para que bebiera.
—Bebed.
Rhona dio un pequeño sorbo a través del velo del sueño, de la fiebre y del cansancio. Andrew la recostó con extrema delicadeza sobre la almohada una vez más y, tras dejar el vaso, procedió a revisar la herida a la luz de una vela. No parecía que se le hubiera infectado, lo cual lo tranquilizó. Pero decidió cambiarle el vendaje, aprovechando su sueño profundo. Sintió su piel suave una vez más bajo las yemas de sus dedos y, al momento, como una especie de corriente recorría su brazo. ¿Qué le estaba sucediendo con aquella mujer? Seguramente se trataba de su situación. Verla herida sobre la cama. Se estaba dejando arrastrar por sus sentimientos como médico sin importarle quién era ella, o que él fuera su prisionero. Sacudió la cabeza, intentando apartar conclusiones estúpidas, y la dejó dormir mientras él procedía a seguir su vigilancia por si se producía algún cambio. La noche sería larga y le daría para pensar en todo lo ocurrido; pero lo que más le preocupaba era desconocer qué sucedería. Qué haría Rhona con él. No creía que fuera capaz de acabar con su vida después de haber curado su herida. La verdad era que en esos momentos no podía pensar en llevar a acabo su misión. No estaba en una situación que le permitiera llevarla ante la justicia del rey Jorge. Y aunque pudiera hacerlo, ¿sería capaz de cumplir con su cometido ahora que conocía la verdadera identidad de MacFarland?
Las primeras luces de un nuevo día se adentraron en la habitación a través del sucio y arañado cristal de la ventana para acariciar el rostro de Rhona. Andrew estaba despierto desde hacía horas. Durante las noches en vela al lado de ella había conseguido conciliar el sueño solo en un par de ocasiones. El más leve sonido procedente de la cama lo hacía incorporarse como un felino dispuesto a todo. Sus noches de guardia durante sus campañas militares habían agudizado sus sentidos al máximo. No era sencillo conciliar el sueño sabiendo que los jacobitas podrían aparecer en cualquier momento; y más después de la masacre de Prestonpans, cuando estos sorprendieron a los ingleses aún durmiendo.
Andrew permanecía observando como el color ceniciento del primer día había abandonado por fin el rostro de Rhona. Se incorporó sobre ella una vez más para tomar su temperatura. Esta vez no parecía que su cuerpo desprendiera tanto calor como las anteriores noches. El peligro parecía haber pasado, en parte debido al brebaje preparado a base de hierbas medicinales de los jacobitas. Satisfecho con esta idea, sonrió mientras procedía a apartar las sábanas para dejar a Rhona expuesta a su mirada y una vez más se dispuso a cambiar el vendaje. Sintió como el cuerpo de ella respondía a su tímida caricia y como abría los ojos.
Rhona divisó la silueta borrosa de alguien a su lado. Entrecerró los ojos intentando ponerle un nombre a quien hurgaba en su cuerpo. Sentía que unos dedos la acariciaban con pereza e intentó enderezarse, pero el tirón de la herida en su costado la obligó a desistir de su propósito.
—Tranquilizaos, o se os abrirá la herida y mi trabajo no habrá servido para nada —le dijo una voz que no lograba encajar en sus recuerdos.
Rhona seguía escrutando aquel rostro en el que destacaba la sombra de una incipiente barba. El cansancio era patente bajo sus ojos.
—Decidme si os duele —le pidió mientras lentamente la despojaba de su vendaje para comprobar que la herida se iba cerrando de manera sorprendente.
—¿Qué tal está? —preguntó en un susurro sin apartar la mirada de él.
Andrew trataba por todos los medios de esquivarla.
—No tiene mal aspecto. Lo importante es que la fiebre os ha bajado. Pero el riesgo de infección no ha desparecido —le comentó, atreviéndose a mirarla directamente, y temiendo quedarse allí suspendido.
—¿Fiebre? ¿He tenido fiebre? —le preguntó, mirándolo con ceño fruncido.
—Durante las dos últimas noches. Por suerte vuestro cuerpo aceptó bien el remedio que os preparé con algunas hierbas que Alastair me trajo —le dijo, incorporándose de la cama mientras tendía su mano para posarla sobre su frente.
Rhona dirigió su mirada hacia la mano de Andrew posada sobre su frente. Andrew la contemplaba en silencio. A los pocos segundos se apartó y se alejó de la cama y de la presencia de Rhona, quien lo siguió con la mirada sin pronunciar una sola palabra. Pero sentía el deseo de hacerle la pregunta que había asaltado su mente de pronto.
—¿Dos últimas noches? ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? ¿Habéis pasado todo ese tiempo aquí? —le preguntó en un susurro.
Andrew se volvió hacia ella, sin esperar encontrarse con aquel rostro enmarcado en una cascada de cabellos cobrizos. Sus ojos relampagueaban pese a su estado. Sus labios entreabiertos le parecieron tan seductores y apetecibles como fruta madura. El escote de su camisa dejaba entrever la curva de sus pechos de piel cremosa así como su hombro derecho, debido a que la maga de lo que quedaba de su camisa se había deslizado más de la cuenta. La tensión entre ambos era patente y sus miradas se cruzaron cual aceros. Andrew sonrió burlón e inclinó la cabeza como si estuviera rindiéndose ante aquella evidencia.
—Habéis estado durmiendo dos días enteros. Y velaros por las noches era mi deber como médico —se limitó a decirle al tiempo que levantaba una vez más la mirada hacia ella. Sentía que no podía evitar hacerlo—. No podía dejaros sola en vuestro estado. Además, ¿adónde podía ir? —le preguntó, extendiendo sus brazos en un intento por abarcar la habitación—. Vos misma me dijisteis que no sabría encontrar el camino en estos parajes.
Rhona sintió que sus mejillas se encendían sin motivo aparente. ¿Acaso le había gustado escuchar de sus labios que la había velado por las noches? Nunca nadie había hecho algo parecido por ella. Ni siquiera su esposo.
—¿Y cuál es mi deber ahora con vos? —le preguntó, recostándose sobre el respaldo de la rústica cama en la que yacía.
Andrew se acercó hasta ella para colocarle la almohada detrás y hacerla sentir más cómoda. Aquel gesto no pasó desapercibido para Rhona, quien se sintió halagada por sus atenciones. Se encogió de hombros y abrió las palmas de sus manos en claro gesto de rendición.
—Deberíais ser vos quien me lo dijera. A fin de cuentas… soy vuestro prisionero —fueron sus palabras mientras paseaba la mirada por toda la habitación y se inclinaba con respeto.
Rhona sonrió irónicamente, pero al instante su gesto se torno serio.
—Cierto. Sois mi prisionero —hizo una breve pausa mientras pensaba qué haría con él—. Pero, por otra parte, os debo la vida. De no haber sido por vos, seguramente ahora estaría muerta —resumió de manera resuelta.
—¿Por qué no os ha atendido uno de vuestros hombres? —preguntó con interés.
—Nuestro hombre murió en la escaramuza con vuestros soldados.
Andrew inclinó la cabeza y chasqueó la lengua.
—Entonces imagino que, si ninguno de los que sobrevivieron tiene conocimientos de medicina...
Dejó su comentario en el aire mientras escrutaba el rostro de Rhona en busca de su reacción. Prefería que ella completara su razonamiento.
—Sí. Seguramente hubiera muerto de no haber sido por vos, ya os lo he dicho —dijo con un tono de resignación en su voz.
—No ha sido para tanto —le dijo, restando importancia a este hecho.
—¿Os estáis refiriendo a la herida? —le preguntó confusa, pues creía haberle escuchado decir que era un corte profundo—. Me dijisteis que era una cuchillada profunda, y que tenía mal aspecto —le recordó, empleando un tono de voz más duro y tratando de incorporarse.
Andrew se limitó a sonreír y a asentir. Se quedó frente a ella con los brazos cruzados sobre el pecho al tiempo que su mirada recorría cada centímetro de su cuerpo, acariciándolo lentamente. Aquella mirada tan atrevida la hizo sentirse confundida e incómoda. Nunca ningún hombre se había atrevido a mirarla de aquella manera. Ni siquiera su marido. ¿Por qué él sí era capaz de hacerlo? Era capaz de provocarle un remolino de calor en su cuerpo.
—No creo que hubierais muerto. Poseéis un espíritu fuerte. Digno de los habitantes de las Highlands y la sangre de los MacFarland...
—¡Qué sabréis vos! —le espetó, algo molesta por que hubiera hecho referencia a su clan. Trató de incorporarse de la cama y mostrarse valiente, decidida, y orgullosa ante él, pero la herida le tiró y la obligó a ahogar un gemido de dolor. Su mirada cálida se había transformado en fuego. En un fuego abrasador que amenazaba con destruirlo todo a su paso.
—Alastair me lo contó. He tenido tiempo para conocer mejor la situación del clan durante vuestra convalecencia.
—¿Alastair? —le preguntó confusa. No esperaba que él le hubiera contado nada de su vida—. ¡Ese mal nacido de...!
—No deberíais alteraros. Vuestra herida... —le recordó en un tono bastante jocoso mientras se acercaba a ella y la obligaba a recostarse de nuevo. Posó sus manos sobre los hombros de Rhona, sintiendo la suavidad de su piel. Sus miradas se encontraron a escasos centímetros. Los ojos de ella brillaban como luceros, tal vez debido a su estado convaleciente. ¿O tal vez por otro motivo?
Se sintió extrañamente reconfortada cuando sintió sus manos sobre ella, recostándola con calma, con tranquilidad y con gran ternura. Algo que en parte no le había gustado, ya que no quería tenerle ningún aprecio si finalmente decidía acabar con su vida. En un intento por apartar de su mente esos pensamientos decidió ser directa con él.
—Bien, dejando a un lado el hecho de que ya sabéis quien soy, y volviendo al tema en cuestión, decidme, ¿cuál de las dos opciones os conviene más? ¿Uniros a mí, o seguir siendo mi prisionero? —le preguntó de manera tajante y directa mientras trataba de calmar el escozor de su herida. No le gustaba que la mirara de aquella manera tan peculiar. Sentía su fuerza y su determinación en sus ojos, lo cual la estaba sumiendo en un mar de sentimientos encontrados.
Andrew se quedó pensativo durante unos segundos, mirándola fijamente, tratando de doblegar su espíritu. Esbozó una ligera sonrisa socarrona.
—Dos opciones. Me siento halagado, pues veo que al menos respetáis mi vida… —le comentó sin abandonar su tono irónico mientras en su interior se divertía con su comportamiento.
—Es lo menos que debo ofreceros por haber salvado la mía. Entenderé que necesitéis tiempo y que…
—Hay otra posibilidad que tal vez no hayáis considerado, pero que bien podría agradaros —la interrumpió, dejándola sin palabras. Su mirada de perplejidad no le sorprendió en lo más mínimo.
—¿Una tercera? —preguntó Rhona con curiosidad. A simple vista ella no creía que hubiera una tercera—. Está bien. Decidla, tal vez me convenza. Soy una persona abierta a la negociación, siempre y cuando no perjudique a mi gente.
—Disolver el clan y regresar a vuestra casa —le propuso de manera firme y tajante, y vio que su propuesta la había sorprendido por completo, tal como esperaba.
Hubo unos instantes de silencio en los que ambos se observaron, como si estuvieran estudiándose. Andrew se acercó despacio a la cama hasta quedarse a escasos centímetros de ella. Andrew no estaba dispuesto a entregarla y, por una extraña y alocada razón, estaba dispuesto a salvarle la vida a toda costa. Rhona parecía confundida por aquella explicación. Miraba a Andrew como si acabara de decir una completa estupidez, y no le faltaba razón. Aguardaba una respuesta, una aclaración, pero, viendo que no llegaba, fue ella quien se aventuró a recordarle una vez más cual era su situación.
—No es de mí de quien estamos hablando, sino de vos, y, por otra parte, no estáis en condiciones de plantear nada —su tono era irónico y mordaz. Entrecerró los ojos, escrutando el rostro de Andrew e intentando averiguar qué tramaba.
—Pero yo sí. Me estoy refiriendo a regresar al hogar. La guerra ha concluido, Rhona, ¿por qué seguís combatiendo? —quiso saber. En el tono de su voz apareció una chispa de anhelo por que ella aceptara.
—¿Ahora os dedicáis a juzgarme? —preguntó, elevando la voz—. ¿Quién creéis que sois para proponerme disolver el clan y regresar a mi hogar? Os recuerdo que sois mi prisionero, por si lo habéis olvidado —le dijo, mirándolo con desprecio.
—No, no lo he olvidado.
—Pues, por vuestra manera de hablar, yo diría que sí —rebatió, haciendo énfasis en la última palabra—. Tal vez seáis vos quien tiene fiebre ahora.
—Solo soy un doctor a quien acabáis de perdonar la vida y ofrecerle…
—Exacto, eso es lo que sois —asintió Rhona, divertida. Admitía que aquella conversación le estaba proporcionando una distracción inesperada—. Yo no necesito regresar a mi hogar. Ya no lo tengo —le informó sin dejar el tono irónico empleado anteriormente—. No mientras los ingleses gobiernen Escocia.
—Deberíais ser…
—¿Qué? ¿Cómo debería ser, según vos? —le preguntó, extendiendo los brazos hacia él, al tiempo que fruncía el ceño y sentía el latigazo del dolor en la herida—. Vamos, hablad. No os calléis. Parece que sepáis más de mi vida que yo misma. Y os concedéis licencia para hacerlo. Prometo no mataros.
—Tal vez debierais ser más racional y olvidar esta maldita estupidez en la que os habéis embarcado. Vuestras acciones no harán sino acrecentar el odio entre ambas naciones. Y a vos se os perseguirá hasta acorralaros como una fiera. Y ese día no habrá justicia que os salve de la horca —le dijo, alzando su voz, expresando su preocupación mientras la señalaba.
Durante unos segundos el silencio reinó en la habitación. Solo se escuchaba el ruido que hacían los hombres fuera de la casa. Rhona lo miró con los ojos entrecerrados, escrutando su rostro en todo momento. Le había producido cierta sorpresa el hecho de que se preocupara por ella. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué intenciones ocultas había en sus palabras?
—Para ser un médico os explicáis muy bien. Pero perded cuidado, sé donde esconderme. No me encontrarán, y mucho menos acabarán conmigo —replicó, sintiéndose segura de sus palabras y queriendo hacerle ver que lo equivocado que estaba con ella.
Andrew sonrió, complacido por esta apreciación.
—¿Nunca habéis pensado en regresar al hogar? —le preguntó en un tono más relajado mientras dulcificaba su mirada.
Rhona se volvió a recostar sobre la cama mientras su mirada quedaba suspendida en el vacío. Lentamente comenzó a esbozar una sonrisa irónica.
—Os repito, ¿qué hogar? Para vos es fácil decirlo, ya que no lo habéis perdido todo con esta guerra. Y apuesto que, tarde o temprano, regresaréis allí junto a vuestros seres queridos.
—Para vos también podría serlo —le dijo con un tono que captó la atención de Rhona—. Podríais empezar de nuevo obteniendo el perdón del rey.
—¿De qué diablos estáis hablando? —le preguntó, sin lograr comprender en ningún momento qué se le estaba pasando por la cabeza al médico inglés—. Sois un hombre misterioso, doctor Shepard. ¿Acostumbráis a hablar siempre con acertijos? ¡El perdón del rey, decís! En cuanto me presentara ante él me echarían la soga al cuello —le aclaró, burlándose de él.
La estupidez se apoderó de Andrew de una manera sin igual. Tal vez fue una locura pasajera, o un acto fugaz, pero sus palabras fueron como un disparo a bocajarro.
—No si os presentáis con un marido.
Rhona se quedó paralizada, con la mirada cargada de incredulidad por lo que acababa de escuchar. Hizo una mueca y sonrió burlona, hasta que su risa desembocó en una cascada de carcajadas. Andrew permaneció en su sitio, sin pestañear siquiera. Entendía que su propuesta era una locura, pero en ese momento no se le ocurría otra. Ahora mismo se estaba preguntando si sería capaz él de cometer la estupidez que acababa de proponer. Mientras contemplaba a Rhona reírse de su propuesta se daba cuenta que, en el fondo, su aspecto fiero y aguerrido no era sino una fachada. Ahora se la veía vulnerable, tierna, femenina. Le agradó contemplar como el color regresaba sus mejillas por unos breves instantes; o que sus ojos chispeaban como las estrellas. Rhona contemplaba a Andrew de manera divertida, pues creía que se trataba de una broma.
—No me interesa encontrar un marido. Ya estuve casada, y enviudé gracias a los ingleses —le dijo, recordando la amargura de días pasados.
—Solo sería para reconciliaros con el rey —apuntó, arqueando sus cejas mientras entornaba su mirada.
—¿Un matrimonio de conveniencia? ¿Es eso lo que me estáis proponiendo que haga para salvarme de la horca? —le preguntó, sin poder sacudirse la conmoción en la que las palabras de Andrew la habían dejado. Rhona creyó que se estaba burlando de ella. Así que decidió seguirle la broma—. Y, según vos, ¿quién estaría tan loco como para aceptarme por esposa en esas condiciones que sugerís? —le preguntó, sin abandonar su ironía por un solo instante.
Andrew permanecía en silencio, contemplándola. Cada vez se convencía más de dar ese paso. Pero ¿por qué? ¿Por qué estaba dispuesto a correr ese riesgo? Y estaba seguro de que ella no aceptaría.
Rhona esperaba su respuesta, y su risa se iba apagando al comprobar, por el rictus de su rostro, que no se trataba de una broma. Iba en serio.
Andrew permaneció quieto, evaluando sus posibilidades de convertirse en el marido de aquella hermosa y rebelde mujer. Y ella sintió como su corazón se le aceleraba ante la simple idea de aceptar su petición.
Rhona no podía dar crédito a las palabras de Andrew. Ni en sueños habría podido imaginar aquella locura. Pero ¿cómo? ¿Por qué? Aquella propuesta era un desvarío inconcebible. Intentó asimilar con rapidez lo que Andrew acababa de proponerle para poderlo discutir, aunque en realidad no había nada que discutir. Su propuesta era inadmisible, a pesar de que él le pareciera convencido de llevarla a cabo.