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EL RUGIDO FEMINISTA MÁS INDOMABLE DE SU GENERACIÓN Maeve trabaja de día en el lugar más feliz del mundo, encarnando a la princesa de hielo que todos los niños adoran. Pero cuando cae la noche, se transforma: recorre los bares del Sunset Strip con un cóctel en una mano y un libro en la otra, adoptando la actitud de sus ídolos literarios más misantrópicos. La llegada de Gideon Green, el hermano de su mejor amiga, despierta en ella algo profundo y peligroso. Lo que antes era solo una máscara de desencanto se convierte en una metamorfosis sangrienta. Inspirada por American Psycho, Maeve deja atrás sus disfraces y abraza una nueva identidad: feroz, desatada, letal. «Leede nos presenta una antiheroína irresistible. No le pierdas la pista a esta poderosa voz feminista». TORI AMOS, cantante y compositora
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Seitenzahl: 380
Veröffentlichungsjahr: 2025
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MAEVE FLY
CJ LEEDE
TRADUCIDO POR PILAR RAMÍREZ TELLO
Maeve Fly
Título original: Maeve Fly
Primera edición: noviembre 2025
© Del texto: Friday Harbor LLC, 2023
© De la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2025
© de esta edición, Dimensiones Ocultas Paperback, 2025
www.editorialdimensionesocultas.es
Editado por Roberto Carrasco
Corrección: Cristóbal Olmedo
Ilustración y diseño de cubierta: Aixado y Suspiria Vilchez
ISBN: 979-13-990547-9-8
Todos los derechos reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, incluidas la reprografía, tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, la difusión a través de Internet y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura.
PARA KYLE,
por contemplar alegremente conmigo el vacío,
todos los días
Soy un hombre enfermo. Soy un hombre rencoroso.
—Fiodor Dostoievski,
Apuntes del subsuelo
Mi depravación no solo me ensucia el cuerpo y los pensamientos, sino que también… mancilla el vasto universo estrellado, que no es más que el telón de fondo.
—Georges Bataille,
Historia del ojo
Esto no es una salida.
—Bret Easton Ellis,
American Psycho
Hay una fantasía común a todos los hombres y es esta:
Casarse con una chica encantadora a la que todo el mundo adore. Llevar una vida noble y tener éxito en lo que su padre consideraba más adecuado. Y, cuando se encuentran en la cima de los logros filiales y paternales, cuando por fin han alcanzado la cúspide de la bondad, el honor y la virilidad indiscutible, entonces y solo entonces, que alguien los despoje de su esposa, su progenie y su mascota. De una forma violenta e imperdonable.
Recuperando, por fin, la libertad.
Porque ellos lo han hecho bien, han hecho lo correcto y por eso ahora pueden ser las víctimas de su desaparición, estos hombres virtuosos que así cuentan con el apoyo de cualquier testigo para recurrir a la violencia, el nihilismo y la depravación; que eran sus objetivos desde el principio. Dejarse llevar por el glorioso éxtasis del justo castigo. ¿Cuántos maridos han hecho cola en la taquilla del cine para vivir precisamente esta fantasía que, en el fondo, en su esencia, desean con un ansia brutal?
Los hombres son criaturas insulsas y estúpidas.
Esta es la verdad, la que muy pocos de nosotros conocemos:
No es necesaria una historia moral y noble para hacer lo que quieras. No es necesario ser víctima para convertirte en monstruo. No es necesario que te quiten a tus seres queridos para beber, vejar y perseguir lo sublime. La vida es breve y carente de significado, y está deseando que la agarres por detrás y te la folles hasta acabar con ella.
Esta es mi historia y no puedes controlarla. Igual que no puedes controlar que tu sexo penda en un ángulo cada vez más bajo, ni el calentamiento de esta perezosa cárcel de roca que flota en la oscuridad salpicada de semen.
Me llamo Maeve Fly.
Trabajo en el lugar más feliz del mundo.
Kate y yo nos arrodillamos la una frente a la otra en la sala del castillo de la reina de hielo, con nuestros uniformes de princesa, como todos los días. Veo caer una gota de sangre y después otra de la nariz de Kate sobre la cabeza del niño sentado en su regazo.
Ella es muy guapa, está con resaca y es una piedra preciosa, aunque algo apagada, en esta cueva oscura de artimañas de falso aire nórdico. Lo digo literalmente. Han pintado las paredes para que parezcan una amalgama genérica de castillos escandinavos que nada tiene que ver con ninguno de los pocos castillos escandinavos reales que quedan en pie. Kate tiene veintiséis años, uno menos que yo. El niño sentado en su regazo viste una especie de camiseta de deporte de dibujos animados y tiene algodón de azúcar seco pegado en la mejilla. La sangre no hace más que mejorar una imagen ya de por sí desoladora. La madre no parece haberse dado cuenta. Hoy es un martes de septiembre y los padres tiemblan por el sudor del sur de California, enfriado y nauseabundo por culpa del aire artificial.
—¡Vaya, qué vestido más bonito llevas! ¡Te queda incluso mejor que a mí! —le dice Kate a la niñita que está sentada a mi lado.
Los dos críos son hermanos y no puedo evitar verlos como competidores. Algún día, uno se comerá al otro, uno le robará el cónyuge al otro. El niñito, el del azúcar y la sangre, no debe de tener más de cuatro años, pero, aun así, ahí hay una mente en acción.
Y, de repente, él parece comprender con gran claridad que se encuentra en una situación efímera y fortuita: está sentado con el rostro muy cerca de los firmes senos de una joven a la que no lo unen lazos familiares. Tiene la boca abierta y la vista fija en uno de los pezones de Kate. Se supone que debemos llevar sujetador con los disfraces, pero olvidarlo es típico de ella. No me quejo. El crío tampoco.
La niña sentada a mi lado da vueltas con su vestido de princesa. El personaje de Kate es la hermana pequeña del mío. Kate le dedica una sonrisa bondadosa. Nadie más se ha dado cuenta de que le sangra la nariz. El niño, despacio, como si quizá no fuera real, levanta la mano unos centímetros hacia el fruto de su adoración. Se detiene. Me mira: «¿Esto está bien? ¿Me van a castigar?». Lo que todos los hombres quieren saber. Sonrío y le guiño un ojo. A todos nos castigan, tarde o temprano. ¿Por qué no?
Me encanta interpretar a mi princesa. De todas las niñas que vienen, la mayoría parece identificarse con la de Kate, puesto que es la hermana siempre virtuosa, la protagonista que no solo salva la aldea, sino que se enamora de un escandinavo enorme y guapo para producir más escandinavos grandes y bellos. Solo a las niñas un poco jodidas les gusta mi princesa, la hermana con los poderes destructores, la que no tiene marido; la que ocupa el espacio tanto de la princesa como de la villana. Ya hablaremos del tema más adelante, pero mi princesa es significativa, un raro caso de desafío arquetípico en un mundo tan predeciblemente aburrido. Es más que gloriosa. La única desventaja de este puesto en concreto es la canción del hombre de nieve, el torpe compañero de viaje de Kate, que suena a intervalos regulares durante todo el día y consiste en un minuto y cincuenta y un segundos de tortura nasal insoportable al máximo. A los niños les encanta.
Este niñito, en concreto, sin embargo, está aprovechando de verdad el dinero de sus padres y no le presta ninguna atención a la música. De nuevo está concentrado en el seno y le veo un nuevo impulso en la mirada. La nariz de Kate deja caer otra gota roja que se mezcla con el pelo del niño y a mí me embarga un amor profundo e inquebrantable. Por Kate. Por este trabajo. Por todo.
Kate y yo rodeamos con los brazos a la niña y nos agachamos para la foto de sus padres. Hay cola y no podemos hacer esperar a los demás. Somos muy populares en el parque; las más populares, de hecho.
Al inclinarnos, el niño me mira y siento, igual que él, que ha llegado la hora. Este será el momento culminante de su infancia, la primera misión verdadera de este joven y valiente caballero. Asiento para animarlo, impasible. Él lo entiende y se prepara para avanzar hacia su destino. Levanta la mano.
—¡Decid «patata»! —grita la madre.
El niño le da un buen apretón con toda la mano al pecho de Kate.
El flash brilla con fuerza. La madre grita. Kate se ríe. El padre intenta parecer horrorizado, pero, por la sonrisa apenas reprimida y el leve cambio en la postura, no cabe duda: está muy orgulloso de su hijo. Desearía ser él quien tuviera la mano encima del pecho de la falsa princesa; por fin se deja llevar por la fantasía que, hasta este instante, no se había permitido. La suave firmeza del seno, comparado con el de su esposa, ahora maternal; la gloria ilícita de unas mamas que él todavía no ha tocado, que él todavía no ha conquistado. Cómo envidian los padres a su progenie. Cómo se aferran para siempre a esa envidia.
Arqueo la ceja para mirarlo y él se encoge de hombros, sin el menor rubor. Sabe instintivamente que yo lo sé. Los que lo saben siempre se dan cuenta.
Nos dan media hora de descanso por la tarde. Nos vamos a la sala de personal. Cenicienta y Blancanieves están comiendo yogur desnatado, sin leche y sin azúcar. Nos lanzan miradas asesinas. Entre las princesas existe una jerarquía clara, y la de Kate y la mía, como dos de las más nuevas, son las más populares. Los niños casi se han olvidado de las más antiguas. Además, cabe señalar que todas —Kate, Cenicienta, Blancanieves, las demás y yo— estamos muy abajo en el tótem, comparadas con las princesas que trabajan en el parque principal. Nosotras lo hacemos en el más nuevo, que está al lado, en el que hay más atracciones para adultos, mientras que las infantiles —como la de conocer a las princesas— se han añadido sin mucho esmero. En nuestro parque también caben menos visitantes que en el de al lado, el original. Abre más tarde, cierra antes. Así que ser Cenicienta o Blancanieves en nuestro parque es ser el equipo de segunda del equipo de segunda, y las dos lo llevan pero que muy mal. A mí me pasaría lo mismo.
Kate y yo pasamos de ellas y nos metemos en el vestuario, detrás de la sala de personal. Las dos nos quitamos las pelucas nada más llegar. Mi pelo no se diferencia mucho del rubio platino de mi personaje, pero nos exigen ponernos peluca de todos modos. El pelo de Kate, a diferencia del de su peluca castaño rojizo, es del rojo sangre más potente que se pueda conseguir sin tinte. Es tan fascinante que, a veces, me doy cuenta de que llevo mirándolo demasiado tiempo. Cable de cobre, piroclasto, sangre menstrual.
Ella prepara las rayas en un plato de papel de la sala de personal y las esnifamos con tubos de tampón. Me pego un poco en las encías. Después nos sentamos en el suelo, con la espalda contra las taquillas y toallas debajo, para no manchar los disfraces, y me como los ositos de gominola que le he sacado al chico del 7-Eleven esta mañana, tonteando con él. Los fluorescentes se reflejan en el pelo de Kate. Tiene una piel tan translúcida que le veo las venas de debajo.
Se abre la puerta y entra Liz.
Liz es todo lo mala que puede ser una persona y, por consiguiente, mi némesis. Es a la vez aborrecible y, por lo que sea, fascinante. Adora las reglas, le encanta cumplirlas y defenderlas, y les chupa la metafórica pollita con el amor y la paciencia de una santa o de una mujer a la que le pagan por hacerlo. También es nuestra supervisora, más o menos.
La observo ponerse roja al vernos. Es uno de los dos modos de Liz, ambos son insufribles; aunque este, al menos, me hace algo de gracia. Kate sorbe por la nariz y Liz entrelaza las manos por debajo de sus fantásticos pechos, la fuente de toda su desesperación. Bongos. Melones. Antes era una princesa, como nosotras, pero, un día al despertarse, descubrió que el pecho le había crecido de la noche a la mañana sin razón aparente hasta tal punto que, de repente, no cabía en su disfraz. Bueno, sí que cabía, pero se parecía tanto a una estrella del porno que en Administración se sentaron con ella y le dijeron que sus días de princesa habían quedado atrás. Es la mayor ofensa y la mayor decepción de su vida y nunca se recuperará emocionalmente. Liz está buena hasta extremos absurdos y que se le quedara pequeño el vestido, para convertirse en el paradigma de lo que todas las mujeres de esta ciudad quieren ser —y por lo que pagarían un montón de dinero, de hecho—, para ella es la muerte de todo lo bueno que hay en el mundo.
A Kate la saca de sus casillas. A Kate, que —aunque también es preciosa— mataría por el cuerpo de Liz. Si añadimos una adicción a los donuts, por la que Liz siempre se flagela a pesar de no ganar ni un gramo en ninguna parte, y la sensación generalizada y repelente de no haber abandonado nunca la adolescencia, cualquier posibilidad que pudiera haber tenido con Kate queda anulada para siempre. A mí no me importa una mierda todo eso; simplemente, no la soporto. Siempre está o vigilando o regodeándose en el anhelo eterno de algo que no regresará nunca, además de ser la persona menos consciente de sus defectos que he conocido en esta ciudad. La melancolía, los suspiros profundos y las miradas hambrientas con las que nos come cuando llevamos los vestidos, un deseo tan intenso que me provoca arcadas. Liz es, en todos los aspectos y por encima de todo lo demás, lo peor y más básico que se puede decidir ser: una víctima.
Ahora, Liz interpreta un personaje peludo, a veces una ardilla, a veces una ratona, y montó tal escándalo cuando perdió su papel de princesa que en Administración —para intentar apaciguar su necesidad extrema de contribuir y evitarse la demanda que creían inminente, aunque ella jamás haría nada que mancillara el nombre del parque— le otorgaron el título semioficial de supervisora de las princesas. No se trata de un puesto real ni le supone un aumento de sueldo, cosa que sé porque Kate y yo nos colamos en su taquilla y le abrimos el sobre de la paga para comprobarlo, ni tampoco obtiene con él ningún beneficio perceptible, salvo darle la impresión de tener una pizca de poder sobre nosotras.
—¿Otra vez? ¿Otra vez? ¡Voy a pedir que os despidan! ¡Estáis acabadas las dos! —escupe en un susurro enfebrecido.
—Anímate, Liz. Hazte una raya —le dice Kate.
—Si crees que te vas a librar de…
—Perdona, ¿qué decías? ¿De qué no me voy a librar? —dice Kate—. Creo recordar algo de lo que quizá tú no te librarías, Liz, si se me ocurriera, ya sabes, decir algo en Administración. —Se examina las uñas—. O… enseñarles algo.
Liz palidece.
A Liz le encanta el parque. Es su lugar favorito del mundo entero. Su sueño es prometerse allí con un futuro marido que también adore el parque, ataviados con orejas de ratón a juego, casarse en el castillo de Cenicienta y pasar una noche mágica malgastando su pureza, desechándola a toda prisa en la codiciada suite del castillo del parque de la Costa Este, que jamás será capaz de reservar. Comparte un piso de moqueta blanca y su dormitorio está abarrotado de parafernalia del parque; todos los días desayuna donuts con forma de ratón y ve dibujos animados en bucle, sobre todo de los antiguos. No se ha masturbado nunca, ya que se está reservando para un Ben, Jake o Paul que, sin duda, también será virgen. Puede que no Jake. Los Jake a veces son unos cabrones. No sé, estoy divagando. Quiero meterme otra raya antes de tener que volver a nuestro turno.
Liz me dice con sinceridad:
—No sé por qué te llevas bien con ella. Vales más que eso.
Siempre ha etiquetado a Kate como la chica mala, mientras que yo soy la secuaz de poca voluntad, y nunca he sentido la necesidad de corregirla.
—¿Vamos esta noche al Bab’s o qué? —me pregunta Kate, haciendo caso omiso de Liz.
Liz ha recuperado su cara exagerada de dolor extremo y no puedo evitar preguntarme si alguna vez se ha recortado el felpudo o si crece salvaje debajo de sus bragas de algodón de princesa.
—Sí, a lo mejor —respondo, distraída.
Bab’s es el diminutivo de Babylon, el bar de strippers con temática del Hollywood clásico que se encuentra en el sótano del bar de strippers con temática de piratas, el Gangplank, adonde van todos los neoyorquinos. Kate y yo vamos porque esos mismos neoyorquinos casi siempre buscan guapas californianas a las que emborrachar con la esperanza de aliviar su jet lag, su rabia cotidiana o cualquier otro veneno que lleven dentro. Deseando sacárselo de la entrepierna para descargarlo en alguien dispuesto o más o menos dispuesto. Al fin y al cabo, suele ser cuestión de perspectiva. Y siempre se marchan al día siguiente.
—Me gustaría terminar mi libro —digo—, pero puede que después.
Liz mira con anhelo el vestido de Kate, deja escapar un suspiro largo y tembloroso, y se vuelve para seguir contemplando el insondable abismo del deseo.
—No, cabrona, me lo prometiste, ¿no te acuerdas? ¿Mi hermano?
Kate se me acerca tanto que su pelo me roza el brazo y huelo su sudor y la colonia barata y dulzona que dice que lleva usando desde la pubertad. Atisbo el agujero de la lengua, donde vivía su piercing antes de que se lo quitara para este trabajo. Esa lengua sabe hablar cinco idiomas, uno más que yo. Por eso consiguió el trabajo, probablemente igual que yo. Hay milenials a patadas con exceso de cualificación o falta de ella, pero, no sé cómo, las dos acabamos aquí.
Y entonces lo recuerdo: su hermano acaba de mudarse a la ciudad. Se me había olvidado. Últimamente he tenido la cabeza… en otra parte.
A un paseo colina arriba del gigantesco bar para turistas decorado como un burdel del Oeste, en el Sunset Strip, hay una casa enorme de estilo mediterráneo repleta de enredaderas y flores que solo se abren de noche. A ambos lados de la gran puerta de madera importada hay cactus maduros de una variedad sudafricana que se encuentra por toda la ciudad, en casas bonitas, como esta. Los esquejes de estos cactus se venden online a veinte dólares la unidad. Su savia, conocida como látex lechoso, si se ingiere o entra en contacto con los ojos provoca sarpullidos graves, ceguera y la muerte en mascotas y personas. Casi nadie lo sabe, pero yo sí.
Llego a casa y me restriego los dedos contra uno de los cactus al pasar junto a él.
La gente dice que nadie es de Los Ángeles. Evidentemente, no es cierto en todos los casos, ni siquiera para la mayoría de las personas blancas a las que se refieren, ni tampoco para la mayoría de las personas de las minorías que componen el tejido vibrante y vital de esta ciudad. Sin embargo, sí se me aplica a mí. No importa de dónde vengo, ya que estar aquí es mi destino y el trasfondo suele estar sobrevalorado. Se diseña tan solo para saciar nuestra necesidad de comprender por qué alguien es como es y así categorizar y patologizar, en vez de simplemente aceptar. Pero no carezco por completo de generosidad, así que aquí van los datos básicos.
Mis padres y yo nos separamos de manera poco amistosa hace unos años. Su transgresión se limitó a traer a este mundo algo que no tenía nada que ver con ellos y que les resultaba completamente incomprensible. No obstante, cualquier persona que haya experimentado de verdad ese ostracismo doméstico, no solo el tumulto hormonal de los años adolescentes, sino la gran ausencia de comprensión y la traición que supone la absoluta incapacidad para ser vista, comprenderá que no se trata de un error sin importancia.
La única persona que existe en mi mundo, aparte de Kate, es la mujer que me acogió. Mi abuela, Tallulah, fue actriz en los años dorados de Hollywood, no tan famosa como para que la gente oiga mi nombre y sepa de quién soy pariente, pero sí lo bastante como para que, al ver su cara cuando todavía la veían, a menudo se parasen, fruncieran el ceño e intentaran averiguar por qué les resultaba tan familiar. Pero su famosa fotografía de Halloween adorna innumerables paredes y se vende en láminas, que seguramente costarán menos de veinte dólares en cualquier esquina o en las tiendas online. Decían que era la starlet más angelical de todas, un rostro eternamente juvenil e inocente, y que su pelo natural, de un rubio casi blanco, era una baza excepcional en esta ciudad. Y sus ojos, azules como el hielo, incluso ahora; como los míos. Lo cierto es que nos parecemos tanto que somos casi idénticas. Pero los seres humanos tienen poca memoria. Y rara vez les importa algo que no sean ellos mismos.
Ahora estoy aquí, su doble, su fantasma, y vago por el Strip sin que me vean.
Al entrar por la puerta principal me recibe el vestíbulo, que se abre al gran salón. Mi dormitorio está a un lado de la casa y el principal, el de mi abuela, al otro. Entre ambos hay una serie de espacios abiertos: comedor, cocina, bar. Los balcones envuelven tanto la planta principal como la inferior, y dan al Strip y a las colinas. Abajo hay un pequeño cine y una suite para invitados que nunca se ha utilizado, al menos desde que estoy aquí. Y debajo de eso está la bodega. En Los Ángeles, solo los ricos tienen bodega. Aquí les resulta inapropiado, y pasarse demasiado tiempo bajo tierra en una ciudad en la que el suelo se mueve constantemente es una forma muy glamurosa de tentar a la suerte. No tenemos ni patio ni piscina. Solo las tres plantas unidas de forma permanente y precaria a la ladera. Algo tan inamovible y efímero como nosotros mismos.
Entro en el dormitorio de mi abuela. Hilda, su enfermera, acaba de marcharse y el aire todavía apesta a su desinfectante. Nunca me ha gustado Hilda, desde el primer día que llegó y me apartó; me echó de la habitación como si yo fuese a hacer otra cosa que no fuera ayudar, como si no me fuera a entregar por completo a esta mujer a la que tanto quiero. Pero Hilda ha mantenido con vida a mi abuela y eso es más que suficiente para compensar su impaciente eficiencia europea y su vulgar forma de comportarse, como si nuestra casa fuese suya.
Sin embargo, ahora estamos solas mi abuela y yo, nadie más. Me quedo en el umbral. No me acerco a ella ni digo nada. La habitación, como el resto de la casa, la decoró con mucho gusto un diseñador siguiendo la estética de los chalés de una planta del Hollywood clásico, aunque la casa es mucho más grande. Las cortinas de terciopelo están bien abiertas y por ellas entra el sol de última hora de la tarde, que se le derrama por el cuerpo.
Mi abuela no sabe que estoy aquí. Se muere, lleva meses muriéndose despacio y sin elegancia. Cirrosis hepática que ha derivado en una encefalopatía hepática que ha derivado en coma hepático. El cuerpo al fallar nos recuerda de todas las formas posibles que no somos más que una serie de impulsos que se disparan, una máquina de compulsión biológica que, en realidad, sirve de poco después de la reproducción.
Un ligero estremecimiento recorre a mi abuela mientras la observo y le tiemblan los labios como si intentara hablar. No está consciente, así que es demasiado pedir.
Recuerdo esos mismos labios, con su carmín rojo característico, pegándose al borde de un vaso en el que daba vueltas un old fashioned ambarino. Las dos metidas en un reservado del Jones mi primera noche en la ciudad, hace tantos años. Manteles de cuadros rojos, paredes de ladrillo, iluminación tenue gracias a los apliques y las lamparitas. Pidió dos platos de espaguetis, ninguna de las dos los tocamos. Le di un traguito a mi vaso, lleno del mismo líquido que el de ella, y lo dejé; la mano me temblaba un poco.
Ella se echó hacia atrás y empezó a dar toquecitos con las uñas en la mesa, examinándome. Vestía una blusa marfil de Chanel desabrochada hasta unos niveles alarmantes, con un sujetador de encaje negro de La Perla debajo. Una serpiente de diamantes de Bulgari al cuello. Nunca me ha dicho su edad. Podría averiguarla con una búsqueda rápida en internet, pero, si hay algo que no quiere que sepa, me contento con no saberlo.
—Bueno. Eres mi nieta —dijo la palabra despacio, saboreando las sílabas y exagerando las duras consonantes con su altiva precisión del Atlántico medio. Fue el día que nos conocimos.
Mi padre y ella nunca se llevaron bien. Tenía todo que ver con el hecho de que ella puso muy poco interés en educarlo y lo dejó al cuidado de una niñera durante la mayor parte de su infancia. Su padre era una estrella de cine, sin duda, pero él nunca ha sabido quién. Yo lo sé ahora, por supuesto; pero no se lo voy a decir.
—Eres preciosa —me dijo mi abuela.
—Soy como tú —respondí.
Se le inclinó un poquito hacia arriba el borde del labio y dejó quietas las uñas sobre la mesa. Me estudió:
—¿Qué ves cuando miras a tu alrededor?
En los altavoces sonaba Billie Holiday. Los camareros atendían sin prisa las mesas. En los charquitos de luz de aquel espacio en penumbra, los rostros se acercaban para conversar y se inclinaban para darle un bocado o un trago a algo. Alguien reía. El camarero de la barra agitaba y servía.
—Veo…
—No intentes complacerme, por favor. Tú solo mira. Mira de verdad.
Aparté la vista de sus ojos y examiné de nuevo la sala. Vi seres humanos. Seres humanos intentando con todas sus fuerzas dar significado a sus vidas, crear un espacio para el significado. Una experiencia. Algo deseable. Vi cadáveres andantes envueltos en ropa lujosa diseñada para no parecer tan lujosa. Cara pero informal. «No me estoy esforzando —decía—, lo hago sin esfuerzo». Pero el esfuerzo, el afán, envenenaba el ambiente, lo perfumaba. Estaba por todas partes. Era embriagador. En todas partes, todo el tiempo, la gente finge. Sin embargo, aquí, en Hollywood, es otro nivel. Hasta tal punto que lo convierte en auténtico. Quería bebérmelo, tragármelo y llenarme de ello. Me volví de nuevo hacia ella y supe que me había ruborizado.
Después permanecimos las dos sentadas y yo la miré a los ojos, tan parecidos a los míos, a esta mujer cuyo aspecto adoptaré al envejecer, esta mujer en la que me convertiré. Y la desgarradora soledad que había sentido toda la vida, el simple hecho de ser absolutamente diferente, empezó a desvanecerse. Éramos dos lobas en un rebaño de ovejas.
Entonces sonrió, como si me hubiera leído el pensamiento. Era la sonrisa amplia y cómplice de un depredador, y arqueó las cejas; levantó el vaso por encima de los platos de comida intacta.
—Nos vamos a llevar muy bien —anunció.
El bar va desdibujándose y me encuentro mirando a una mujer inmóvil, hundida de un modo que jamás me habría imaginado. Conectada mediante tubos translúcidos y cables a máquinas que se iluminan y no parecen hacer nada más que ocupar espacio en la habitación, que mancillar un espacio por lo demás precioso. Es todo un sueño agonizante. Me explicaron que su condición, normalmente provocada por el alcoholismo, en su caso se debía a un raro trastorno genético. «Hereditario —me dijeron—. Debería ir con cuidado». En mi frenética investigación inicial, en lo que quizá fuera mi momento más oscuro, recurrí a los rincones del internet new age más potentes y menos conectados con la realidad —en su mayoría con sede en el oeste de Venice o el este de Joshua Tree—, en las que se me informó de que la enfermedad hepática está vinculada al exceso de ira.
El familiar de mi abuela, el decrépito Gato Lester, me pasa rozando el tobillo y entra en el dormitorio para saltar a su cama. Se agacha para hocicarle la cara e intentar que reaccione; por supuesto, no lo consigue. No puedo seguir aquí.
Cierro con cuidado la puerta y me voy al salón. El ventanal que ocupa del suelo al techo da al Strip por un lado y a las colinas por el otro. Los recuerdos de sus películas cuelgan de las paredes y reposan en los estantes de las esquinas, pavoneándose, vivos. Una tiara, un viejo teléfono, un jarrón con flores invernales falsas.
Me sirvo un vaso de agua, me quito la camiseta y la dejo caer en el suelo. A diferencia de mi abuela, no me adorno con nada. Visto ropa sencilla y mantengo la cara y el cuello desnudos, salvo por el maquillaje que me exigen llevar en el trabajo. Es lo que me queda mejor. Bebo del vaso y me tiembla de nuevo la mano.
Esto es lo que importa: mi abuela se muere, y Kate pronto descubrirá que quiere más y más, y yo no entraré con ella en su nuevo mundo feliz de estrellato televisivo y esplendor hollywoodense. Pero he investigado. La enfermedad tarda unos dos años de media en llevarse a las personas de la edad de mi abuela que se encuentran en su estado actual, si no despierta, cosa que los médicos me han dicho que espere sentada. Y, de media, por lo que he observado, una actriz joven de Hollywood tarda unos cinco años de búsqueda ininterrumpida en conseguir despegar, si es que lo hace. Kate llegó hace tres años, así que también le quedan unos dos años para que pase algo. Por lo tanto, he decidido que a mí me quedan dos años con las dos personas que me importan antes de quedarme sola. No es algo exacto, ni siquiera fiable, la verdad, pero me basta para no perder la cordura. Mi abuela ya no me habla, pero está aquí y eso es lo esencial. Ella lo es todo.
Tengo el Strip, tengo el parque y tengo a Kate y a mi abuela durante dos años. Lo conozco todo sobre este lugar, cada grieta, cada superficie, y soy su supervisora, su guardiana, su dueña y su admiradora. Durante los próximos dos años, mi vida es perfecta; después, viviré sola. El cronómetro de mi vida tal y como es ahora suena más fuerte con cada día que pasa, hasta que culmine en la inevitabilidad final.
Todavía no tengo que enfrentarme a ello y, mientras tanto, encuentro un gran placer en la rutina.
En mi habitación, pongo a Billie Holiday. En mi mundo solo existen dos géneros musicales: Billie Holiday y las canciones de Halloween. Lo demás no me emociona del mismo modo, no me produce un cosquilleo que me recorre de la oreja al pecho y me baja por la columna. He dedicado mucho tiempo a seleccionar y desarrollar lo que considero el canon musical definitivo de Halloween, y es precioso.
Enciendo mi pequeña tele, un televisor de verdad, de los antiguos, que ocupa espacio y profundidad y solo reproduce cintas VHS. Me encanta mi tele vieja. Sé que no me durará para siempre, que un día el tiempo y el deterioro reclamarán su tecnología obsoleta y sus muchos años de funcionamiento diligente, como ocurre con todas las cosas. Todo lo bueno se apaga y desaparece.
Meto una cinta porno, dos tíos, bondage suave, una de mis favoritas de siempre. En el ordenador de escritorio abro YouTube y reproduzco un vídeo de un lobo gris cazando a un conejo. Como el porno, lo he visto antes y sé cómo acaba, lo que no le resta placer a la expectación. En la vida no hay spoilers; si eres observadora y pragmática, es fácil predecir el final de todo. En el sentido más básico, la muerte siempre es el punto final de la vida humana, lo que no rebaja la expectación del camino hasta ella. Existen muchos senderos que conducen a la inevitable conclusión y observarlos es tan bello como doloroso.
Me bajo los vaqueros y me tumbo en la cama justo cuando Rick introduce el plug más pequeño en Conrad y el lobo sale de detrás de un árbol de corteza gris, con el sentido del olfato alerta, aunque sin haber encontrado todavía a su presa. La melódica voz de Billie brota de los altavoces. Abro el móvil con la mano libre, miro la hora. Perfecto. Siempre está más activa en las redes por la tarde, cuando los niños ya han llegado casa y necesitan de su atención. Me refiero a Susan Parker y, si soy capaz de llevar esto a término como tengo pensado, su vida está a punto de acabar.
Abro mi app, una de mis muchas cuentas falsas: Trixie Krueger, treinta y dos años, condado de Orange, «¡Proamericana y orgullosa de ello!». En estos tiempos puedes poner los nombres que te dé la gana. Su pila de niños se llaman Paxton, Austynn, Braydyn y Braydee. Serán los nombres de padres y abuelos de otros niños. Nombres que se escribirán en los libros de historia.
Trixie Krueger lleva meses charlando con Susan Parker, una miembro fanática de la Asociación Nacional del Rifle y madre de cinco. Se ha ganado su confianza y se ha convertido en su amiga y confidente. Los hijos de Susan Parker tienen un parecido asombroso con una masa de carne deforme y ninguno de sus nombres decepciona. Están Kayleigh, Karleigh, Chasen, Brantleigh y, mi favorito, Boone. Los he memorizado, he disfrutado pensando en que su futuro será aún más deprimente. Susan y su marido conducen Hummers H2 a juego, aunque el de ella es rosa. Tienen dinero, de familia petrolífera. El vestuario del marido consiste exclusivamente en ropa de camuflaje informal y bebe tres litros de refresco al día en la taza de viaje HuMUGous de Kum & Go. No he sido capaz de averiguar de qué sabor, pero me gusta pensar que es Mountain Dew. Por otro lado, Susan no bebe ni cafeína ni alcohol, nunca ha fumado ni tomado droga alguna y, como la obediente esposa que es, mantiene su cuerpo puro para su marido y para Jesús. Quizá, más que cualquier otra cosa, su rechazo a los vicios sea lo que me llevó a comprender que era el objetivo más bello y perfecto. No me importa tanto que sea racista, hay personas moralmente decepcionantes por todas partes. Lo que me mata es la santurronería. No hay nada más delicioso y satisfactorio en esta vida que ver caer a una persona piadosa.
Tras tantos meses de trabajo, creo que hoy podría ser el día. Estoy tan emocionada que casi chorreo.
Abro nuestro chat. La conversación empieza como siempre. Cháchara sobre sus niños y los largos fines de semana de verano de los que hemos regresado. Le doy la enhorabuena por su última publicación en Instagram, una imagen con otras dos mamás amigas suyas, posando con ropa beis y botas de montar de cuero, con el texto: «¡TOMÁNDOME UN PUMPKIN SPICE LATTE CON MIS CHICAS! ¡LLEGÓ EL OTOÑO CRISTIANO!». Le pregunto por los dramas de la asociación de padres. Menciono un robo a mano armada en un sitio que podría ser cualquiera, aunque sé dónde vive, el número de calle y el color del buzón. Basta para soltarle la lengua. La verdad es que no hay que esforzarse mucho.
SUSAN: «Es que hay tanta gente de esa mudándose al barrio que temo por la seguridad de mis hijos. ¡Dan miedo las cosas que se oyen y la policía también está preocupada! El hermano de mis vecinos y también el marido de mi cuñada están en el cuerpo, Dios los bendiga, y los dos dicen que hay que tener cuidado».
TRIXIE: «Es que no está bien. Sé que lo hemos dicho antes, pero no pagan impuestos. ¡Les dan todas esas subvenciones y encima hacen que no sea seguro que nuestros hijos vivan en sus propios hogares como Dios manda!».
SUSAN: «Amén. ¿Recuerdas el robo que te dije? A seis casas de la mía y encima les robaron su bandera. Y es voluntario de nuestra iglesia!!!»
TRIXIE: «La verdad es que no es muy cristiano por mi parte decirlo, pero a veces desearía cogerlos a todos y quemarlos».
Le envío el mensaje, con el corazón acelerado, y espero. Ella escribe. Rick y Conrad, en la tele, pasan al plug mediano. El lobo capta movimiento. Billie canta suavemente: «All of me, why not take all of me?». Me meto la mano bajo la ropa interior.
SUSAN: «La verdad es que es lo que se merecen. Todos los días tengo miedo por mis niños. Todas las noches me voy a dormir y me quedo en vela pensando en que alguien puede venir a por ellos mientras Joel y yo no estamos. Nadie sabe lo que es eso. No está bien y no es el mundo que creía que heredarían de nosotros. El que deberían heredar. Me revuelve las tripas».
El corazón se me acelera de nuevo y respiro más deprisa. Cojo un vibrador para poder usar las dos manos para escribir.
TRIXIE: «Mira, sé que no nos conocemos en persona, pero es como si lo hiciéramos. Y es fantástico saber que hay mujeres temerosas de Dios en este país, que mantienen vivo Su espíritu. Llevo un tiempo queriendo preguntarte algo, pero tenía que saber primero cómo eras. Tenía que saber si podía confiar en ti».
Enviar. Ella escribe. Espero. Con el corazón acelerado. Conrad gime. Estoy completamente empapada.
SUSAN: «Puedes confiar en mí».
Escribo.
TRIXIE: «Bueno, no digo que sea cierto… Pero, hipotéticamente, si te dijera que formo parte de una organización… de esas que se crearon hace tiempo y siguen existiendo, aunque se mantengan en secreto… Si esa organización existiera y si yo formara parte de ella, quizá te dijera que tenemos una sede en tu ciudad. Puede que te dijera que quizá puedan hacer algo con tu problemilla. Lo hacemos continuamente… Nos ocupamos de los nuestros. Sabemos lo importante que es permanecer unidos para defender el país que se nos prometió. Así que… hipotéticamente, si esto fuera real, ¿estarías interesada?».
Lo envío. Estoy sudando. Toda la sangre se me acumula en el clítoris. En el cráneo. Envío otro.
TRIXIE: Si no lo estás, podemos fingir que no he dicho nada. Al fin y al cabo, es todo hipotético.
TRIXIE: ;)
Ella escribe. Se detiene. Escribe otra vez. El lobo localiza al conejo. Rick la tiene dura como una piedra. Susan Parker escribe. Espero. El vibrador me zumba entre las piernas.
Por fin, cae.
SUSAN: Estoy interesada.
Dejo escapar el aire. Saco pantallazos de la conversación. De todo. Ciento ochenta y seis mensajes de Trixie Krueger, ciento setenta y dos de Susan Parker, de treinta y siete años, residente de Louisville, Kentucky. 251 Sherman Drive. Saco pantallazos de su LinkedIn, en el que aparece su trabajo como voluntaria en la Iglesia y en las misiones de Haití. Saco pantallazos de su Instagram, su Facebook y de su foto de socia en la página de la asociación de padres.
Conrad, en la tele, dice: «¡Sí, papi!».
Abro Reddit y lo publico todo. Mi servidor pasa por una dirección de IP ucraniana, así que nadie encontrará a la ficticia Trixie Krueger. Lo he hecho antes y sé cómo ocultar mis huellas. Susan Parker, por otro lado…
Los votos y comentarios de Reddit empiezan a llegar. La van a aniquilar. Su vida va a acabar arruinada sin remedio y está a punto de quedarse sin nada ni nadie. Lo he hecho. Se lo he hecho yo.
El lobo cierra las mandíbulas. Rick se la mete a Conrad. Billie canta.
Aparto el vibrador. Termino con la mano y el orgasmo es brutal.
Una hora después, más o menos, me inclino sobre la buganvilla del exterior de la tumba de Tower Records, todavía disfrutando de la deliciosa satisfacción de haber hecho caer a otra, de la destrucción de una mujer que se cree elegida, que se cree intocable.
Las buganvillas son el despliegue microcósmico definitivo de esta ciudad. Exquisitas, exóticas, eróticas. El escándalo de sus morados y rosas es una transgresión contra el verde polvoriento de las palmeras y el pizarra ahumado del cielo. Como la ciudad misma, la buganvilla no encaja aquí. Es demasiado vibrante, está demasiado viva, no estaba pensada para este desierto al final del mundo y, sin embargo, aquí está. Y por debajo de los colores deslumbrantes y el aroma embriagador, tiene unas espinas más largas que colmillos y más afiladas que cuchillos de cocina, a la espera de abrirnos en canal. Me gusta recogerlas con los puños, perforados, complacidos y en carne viva.
Sunset Strip, en sus comienzos, era una carretera de tierra construida para conectar Hollywood con Beverly Hills. Una tierra de nadie, una extensión desértica y vacía. Una ausencia que solo se recorría cuando era absolutamente necesario. Al cabo de un tiempo, aparecieron unos cuantos bares, a modo de puestos fronterizos para el viajero, y alguna que otra gasolinera. Después llegaron los visionarios, los que veían en aquel espacio lo que en realidad era y lo que podría ser. Francis Montgomery, Arnold Weitzman y William Douglas Lee, los arquitectos del Chateau.
A lo largo de los años, el Strip ha llevado una vida de extremos. Lo más alto de lo alto y lo más bajo de lo bajo, momentos de apogeo seguidos de periodos de la nada absoluta, del olvido. El último auge, por supuesto, fue en los días del rock and roll. Los disturbios del 66. Mötley Crüe, Jim Morrison, Tom Petty, Blondie, Jane’s Addiction. The Roxy y Whisky a Go Go. The Viper Room.
Desde finales de los noventa, ha sido una especie de ciudad fantasma, en absoluto el estridente reducto de anarquía glamurosa que fue antaño. Está la librería que tiene la otra librería detrás. Está el hotel de mala fortuna, con sus botones jóvenes y musculosos. Está la torre en la que antes se encontraba el restaurante Spago, que ha estado prácticamente vacía desde entonces, y el Coffee Bean y la estatua de Bullwinkle. Sitios en los que hacerte la cera en el coño y alargarte las pestañas. Los clubs roqueros de antes y todas las vallas publicitarias. Pero, en general, es tranquilo. Es el secreto más conocido y peor guardado de todos. Y es todo mío.
Inhalo el aire de primera hora de la noche, el perfume de las buganvillas en flor, la luz que cae de soslayo, las sombras largas, el calor tardío, y disfruto de la gloria que supone contar con cierto grado de certeza sobre la vida. Conocer tu hogar y no temer a nadie.
Vislumbro algo: un cuerpo extraño, una criaturita escondida entre los tallos. Parpadeo, pensando que me lo he imaginado, pero no, aquí hay algo. Me acerco más y entorno los párpados para examinarlo. En esta ciudad hay tantas agujas y basuras errantes varias que suele ser mala idea meter la mano en alguna parte sin saber bien qué pretendes coger. Sin embargo, la cosa que tengo frente a mí no es basura. Es algo intencionado, puede que incluso significativo. Y sé que antes no estaba aquí.
Siento un malestar que me recorre como una enfermedad que aparece sin previo aviso.
Es una cabeza de muñeca, esta cosa recién llegada, sin pelo y con una pestaña de menos, unida con mucho esmero y cariño al cuerpo de un caimán de plástico mediante una sustancia rojo oscuro que, instintivamente, sé que es sangre. Alargo la mano y la saco con cuidado de su nido espinoso. Acuno a esta pequeña expósita como si fuera de cristal o de algo aún más preciado y frágil. Lleva un único pelo humano enrollado y atado al cuello. En el vientre, con letras garabateadas del mismo color rojo, pone: «Para conocer la virtud».
Parpadeo y me recorre un escalofrío. El aire permanece inmóvil. Pronto llegarán los vientos de Santa Ana y sacudirán toda la ciudad, pero, por el momento, la calma es demoledora, el aire está casi estancado.
Saco el móvil y lo busco. Sé que lo he leído antes, lo sé… La cita es del marqués de Sade. Le doy vueltas en la cabeza, la hago rodar por las fisuras y los rápidos del pensamiento, la esperanza y el deseo. Vuelvo de uno y otro lado a esta criatura perfecta, y el único párpado de la muñeca se abre y se cierra con mis manipulaciones. Es precioso. Va más allá de la hazaña que acabo de lograr en mi dormitorio. Lo es todo. Que esta criatura exista aquí, como nacida de mi carne y mi mente.
Es algo nuevo.
Estoy descolocada. Muy inquieta. Porque sé con una claridad profunda y repentina que esta expósita presagia algo oscuro y estremecedor. No es más que una muñeca, una cosa. Sin embargo, conozco el Strip como la palma de mi mano. Todos los bares, árboles y secretos. Y esta diminuta entidad se ha colado dentro, delante de mis narices. Alguien la ha fabricado y, aunque puede que esa persona no sea como yo, tampoco es nada.
No me gusta. No me gusta en absoluto.
Tardo un rato en convencerme de que debo soltarla y dar media vuelta para alejarme. Es como si me vibrara la piel que la ha tocado. Picada, envenenada.
Es posible que mi paso, por un momento, resulte vacilante.
Las palabras del marqués de Sade siguen trastabillándome por la cabeza:
«Para conocer la virtud, primero debemos familiarizarnos con el vicio».
La noche se alarga ante mí como unas enormes fauces abiertas.
