Maldito Boccherini - Yolanda González - E-Book
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Yolanda González

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Beschreibung

Estar dentro de una fortaleza de cristal y darse cuenta de que los muros empiezan a resquebrajarse. Ser conscientes durante unos segundos, sentir la fragilidad provocada por la sacudida y seguir bailando. O empezar a bailar para espantar el miedo, para negar la insoportable sensación de vulnerabilidad. Los relatos que componen este libro giran en torno a esa sensación con el mismo ritmo recurrente de un minué de Boccherini. Los personajes saltan de una historia a otra, se cruzan, se rozan, se iluminan, se apoyan para no caerse. Bailan mientras las bombas de largo alcance —el terrorismo, la inmigración, la crisis económica…— escapan de las pantallas y empiezan a explotar dentro de los muros, a tan solo unos metros. Bailan mientras los dramas personales —el abandono, el desamor, la muerte de los amigos, …— les golpean en la línea de flotación, sin hundirles. Bailamos y sonreímos. Como si no fuera verdad.  

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Maldito Boccherini

Yolanda González

Maldito Boccherini

Primera edición, 2019

© Yolanda González, 2019,

(representada por la Agencia Literaria Ángeles Martín)

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

Fotografía de la autora:

© José Luis Santalla

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-120458-7-1

en colaboración con

MALDITO BOCCHERINI

A mis amigas y amigos,

en el torbellino de la danza.

MALDITO BOCCHERINI

«Y ahora a cortar cabezas».

La frase estalló en el cielo nublado de pólvora. Fue una salida de tono, una de esas frases descontroladas que se escapan por una fisura del subconsciente. La mano había cortado el aire con un movimiento samurái y los demás se quedaron mirando el lugar donde se había detenido el acero imaginario, la sangre imaginaria goteando en la arena. Buscando en aquella noche tan bonita las razones de la espada, el sable o lo que fuera. Uno de los niños quiso saber: «¿Qué cabezas, mamá?».

Las suyas. Las nuestras.

Ni siquiera sabían que era la fiesta nacional. Volvían de hacer surf y necesitaban comprar algo para la cena. Todo cerrado. Todo cortado hasta después de los fuegos. No conocían la ciudad y se perdieron por un barrio de mansiones altivas. Nadie paseaba. Nada se movía. La vida se había desplazado a otra parte. Un cartel anunciaba el concierto antes de los fuegos: The Sound Cloud. También en la playa. Habría ambiente, terrazas con impresionante puesta de sol donde tomar algo. Los chicos estaban encantados de no tener que volver a la casa rural a aburrirse. Siguieron la estela que dejaba un adolescente en skate, las rastas como culebras aéreas. Un brochazo de color atravesando una fotografía antigua.

Las terrazas tenían guardianes con pajarita, y cafés a seis euros. Había damas de verdad, esfinges centenarias a las puertas de palacio. Habría sido un palacio aquel hotel, o un balneario donde recuperarse del aburrimiento de la riqueza. En la época dorada del charlestón, la cocaína libre y las pulsiones asomando por fin a la superficie. Antes de que los ecos de los bombardeos resonaran en los salones y los invitados espantaran los fantasmas con otro cóctel: No hay que alarmarse, es solo una fanfarronada, no puede ir a más. La belle époque. Vidrieras de colores, mariposas y hadas.

Compraron unos panini y unas bebidas en un quiosco y buscaron un hueco donde sentarse. Había grupos de adolescentes con sus botellas de cervezas y la risa floja. Había familias con niños pulcramente sentadas en sus mantas de algodón, con sus cestas de picnic. Soplaba un viento del Sur cargado de olores a perfume caro y a buena maría. Los chicos se fueron a dar una vuelta, a buscar el escenario del concierto. Desaparecieron en el río humano que fluía hacia el Oeste, como absorbidos por la luz rosa y naranja de la puesta de sol. No había gente fea en aquella playa, ni mal vestida, ni gorda. Brillaban los cuerpos con la luz, un collar orgánico que adornaba el cuello de la ciudad, marmóreo y aristocrático. Y arriba, en los acantilados, el perfil majestuoso del hotel principesco, como una tiara diamantina.

Había que rendirse ante la belleza, aunque fuera así de soberbia. Se sacudieron las migas de los panini, dieron un último trago a las cervezas y buscaron una postura cómoda para abrazarse y poder seguir abrazados contemplando aquello. Un cuerpo encajándose en el otro cuerpo. Dos parejas maduras de vacaciones, disfrutando de aquel rato de paz sin los niños, que ya tenían edad para perderse un poco.

Las olas eran magníficas, bien formadas, con cadencia. Mirarlas, y no poder dejar de mirarlas, y desear ser joven y cabalgar sobre su lomo de aquella forma tan perfecta.

Los Sound Cloud querrían haber salido del infierno, ser malditos. Versionaban rock clásico, con unos toques metálicos oscuros. Los niños se mimetizaron con el bajo y sacudían las cabezas mientras rasgaban el aire cerca del ombligo. Saltaban, como el grupo de fans de las primeras filas, la misma energía. Se mordían los labios y a veces cerraban los ojos y apretaban fuerte. Eran mayores, de pronto. No eran niños, ni mucho menos. Son buenos los tíos, le pegan bien.

La playa se fue llenando. El espacio frente a la carpa de los Sound Cloud y alrededor de la carpa, y más allá. Toda la playa. Habían abierto las compuertas de la ciudad y era imposible resistirse a la fuerza de arrastre. Hacia la música. Los brazos levantados golpeando el aire, marcando el ritmo de reggae, por qué no, también podían versionar reggae los malditos. Get up, stand up: stand up for your rights. Sonaba bien a pesar de la voz pulcra de la vocalista y del acento francés. Get up, stand up: don’t give up the fight! Ellos también levantaron los brazos y también golpearon el cielo y también se balancearon sin espacio casi, chocando unos con otros, apoyándose unos en otros. Get up, stand up: stand up for your rights. Hasta que solo quedó la voz de la gente mientras la vocalista dirigía el micro hacia ellos y marcaba el ritmo con el cuerpo. Get up, stand up: don’t give up the fight! Hay temas eternos, que nunca fallan.

Quizá fue eso. La emoción liberada. Los brazos golpeando el cielo que no eran de nadie y eran de todos. Que no eran gordos ni feos ni mal vestidos ni delgados ni elegantes. Brazos y cielo. Get up. Stand up. No se golpea el cielo en vano.

Fundieron el final de la canción con los primeros acordes de Boccherini. No era una fusión fácil. Pasar de la exaltación de la lucha a la frivolidad de los salones. La primera frase del minué se repetía en un bucle irónico y divertido. Muchos reconocieron el fraseo y siguieron el ritmo. Los giros despreocupados, las miradas por encima del hombro, las piruetas con las piernas, las cabezas erguidas como si temieran que fuera a caérseles la peluca empolvada. Los niños no podían parar de reírse. Los saltitos, las reverencias, sosteniendo las manos en el aire como con miedo a rozarse. Y a girar otra vez, de acá para allá, de allá para acá. Chocando unos con otros por la falta de espacio. Habían ensayado, una flash mob probablemente, era imposible que todos aquellos jóvenes supieran bailar un minué. No pudieron evitarlo. Estaban rodeados. No podían quedarse quietos cortando el flujo de los danzantes. Atropellados, se sumaron a los bucles y a los choques y a los giros. Casi podían sentir el peso de las pelucas, el agobio del talco en la cara, el frú frú de los miriñaques imaginarios, los tafetanes, los tules… la luz temblorosa de los candelabros gigantes, el suelo resbaladizo recién encerado. Qu’est ce que vous êtes belle ce soir, madame. Je vous adore. Bien sûr. Bien sûr. C’est formidable. Vraiment formidable.

Fue divertido ese Versalles playero y metálico. Ese sentido del humor, tan francés, tan sutil. Fue entonces, después del último cartucho pirotécnico de traca final, después del éxtasis luminoso y los silbidos de serpientes y la cascada de explosiones retumbando todavía en los oídos. Quizá fue el olor de la pólvora, los gritos de la marea humana, los empujones, el Get up, stand up, el palacio principesco allá en lo alto, dominando la vista, la imagen fantasmal de la aristocracia ebria contemplando despreocupados la riada humana después del minué. Uno de los galanes comentaría a su dama: Volvamos, no hay que alarmarse, es solo una fanfarronada más, no puede ir a más.

Época luminosa y deslumbrante. Palacios, florituras, piruetas.

«¿Qué cabezas, mamá?».

Las de los nobles y los reyes. Las de los privilegiados que bailaban en sus palacios mientras el pueblo oprimido se moría de hambre. La Revolución. Por eso la fiesta y los fuegos. Eso celebraban los franceses el catorce de julio.

«¿Qué cabezas, mamá?».

Fueron los ecos de la voz del hijo adolescente con maneras de roquero los que hicieron insoportables las imágenes la mañana siguiente. No entendía qué le pasaba, el cuerpo de repente hecho un temblor, los sudores fríos y la raíz del pelo electrizada, emitiendo calor, evacuando las emociones tóxicas. Había entrado en la cafetería porque quería tomar algo rápido para conseguir cambio. Nadie se percató de su presencia. La realidad se había detenido: la camarera con el vaso y el trapo en la mano, los jubilados sostenidos por la barra, de espaldas. Las imágenes se sucedían hipnóticas en el televisor: gente corriendo despavorida. Una avenida grande, con palmeras. De noche. La mala calidad de los vídeos con los móviles atestiguaba la realidad de la tragedia. Los reporteros improvisados grababan desde sus balcones mientras lanzaban preguntas al tropel que huía de alguna bestia sin rostro. Qu’est-ce qu’il se passe? Qu’est-ce qu’il se passe? Algunos volvían la mirada atrás, hacia el principio de la avenida, y seguían corriendo. Niños pequeños, carritos de bebés vacíos. Jóvenes veloces. Mujeres con pañuelos. Miraban atrás y corrían. Desbordaban las aceras y cruzaban el bulevar.

Comprendió por fin cuando los jubilados se llevaron las manos a la boca para tapar el grito, y uno de ellos exclamó Oh putain, oh putain, le voyou! La bestia blanca avanzaba. Aceleró. Zigzagueó hacia la acera segando todos los cuerpos que encontró a su paso. Los gritos. De mujeres, de hombres, de niños. El tiroteo. Los disparos. Dos o tres personas corrían hacia la cabina del camión blanco. Policías o héroes anónimos intentando frenar la masacre. C’est pas possible, pas possible, ils sont fous. Las imágenes seguían, sin tregua, sin darles tiempo a digerir lo que estaban viendo. La mañana siguiente, esa misma mañana, quizá en ese mismo momento, o hacía tan solo unos minutos. Había mucha luz. El verde mate de palmeras de fondo. Una cúpula rosa. El mar brillante. Vallas. Helicópteros, coches de bomberos, ambulancias. El camión blanco con las puertas abiertas y el cristal agujereado. La bestia abatida. Cadáveres cubiertos sobre el asfalto. Bultos blancos. Bultos aluminio en las camillas. Un altar improvisado con flores, girasoles, un peluche, cartas, velas. Adolescentes encendiendo velas. Frases rojas en folios blancos. Llanto. Víctimas. Testigos. Frases entrecortadas. El asombro en los ojos. El miedo encerrado en los cuerpos. Las voces llenas de angustia. Qu’est-ce qu’on a fait, nous, pour mériter ça? Entendió la frase del joven con pendiente en la oreja y gafas de sol. El eco en el bar: C’est ça, qu’est-ce qu’on a fait?¿Qué hemos hecho nosotros?

«¿Qué cabezas, mamá?».