Oceánica - Yolanda Gonzalez - E-Book

Oceánica E-Book

Yolanda González

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Beschreibung

Novela literaria sobre el Antropoceno y la crisis ecológica. Una ballena aparece varada en la playa de Fuenterrabía una mañana de agosto de 2019, en vísperas de la Cumbre del G7 de Biarritz. Una periodista cae derribada accidentalmente en el momento en que cubre la noticia. Un suceso políticamente sospechoso pues varios indicios apuntan a una operación de sabotaje orquestada por grupos antisistema. Paralelamente, en el mismo escenario en el siglo XVI, un grupo de balleneros vascos y sus mujeres se enfrenta a la carnicería brutal (de ballenas y hombres) que supuso la gran aventura transatlántica. Más allá del thriller ecológico y la ficción histórica, haciendo dialogar el pasado y el presente, Oceánica recoge las voces del mar, humanas y no humanas, enfrentándonos a las contradicciones éticas de una sociedad atrapada en las derivas del viejo sueño de grandeza. "Una narración con aire y tono de epopeya. Con ecos de Moby Dick en el recuento y materialidad de sus descripciones. Una historia que se ve, se oye, se toca, se huele. Con una presencia ajustada y exacta de la dimensión ecopolítica". Constantino Bértolo.

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Título:

Oceánica

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Copyright © Yolanda González (2021)

Primera edición: 03/2022

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-71-3

Producción del ePub: booqlab

 

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

 

 

 

 

 

Para Ángeles Martín, que alumbró este libro desde su refugio oceánico.

 

 

 

 

 

Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo, los vivientes que se mueven sobre la tierra.

GÉNESIS,1

Et pourtant, devant la mutation écologique, au lieu de nous agiter dans tous les sens, comme nos ancêtres devant la découverte de terres nouvelles, nous restons de marbre, indifférents, désabusés, comme si, au fond, rien ne pouvait plus nous arriver. C’est cela qu’il faut comprendre.

BRUNO LATOUR, «Face à Gaïa»

Frente a las cataratas del Pacífico allá donde todo este mundo se derrumba y son nuestras vidas el derrumbado océano que cae mundo abajo como una interminable ruina destrozado precipitándose en esos horizontes.

RAÚL ZURITA, «Las cataratas del Pacífico»

Avanzamos junto a ella sabiendo que no lo conseguirá, que terminará por claudicar y se abandonará a las corrientes y las olas. Conocemos la historia; la canción de la agonía es la misma desde el origen de la vida, cuando el espacio y las bestias eran uno, cuando las montañas que hoy nos observan aún no habían nacido.

Las otras deberían ocuparse de la cría y continuar el viaje hacia el sur en busca de un lugar, como hicieron durante milenios todas las que fueron antes que ellas, cuando la ría desplazaba marismas y arenales y ellas eran las reinas; antes de la masacre, antes de que empezara el infierno.

Avanzamos junto a ellas desde que huyeron del refugio, perdidas entre la plaga de mastodontes marinos que asolan los océanos del mundo. Seguimos el rastro de su canción entre las sacudidas de los fondos submarinos, el estruendo de los buques y las vibraciones de los radares.

Viajamos hacia el origen, hacia las aguas paraíso donde nacieron las primeras; seguimos la ruta ancestral abandonada tras la masacre, grabada en la memoria de su linaje. Elevamos nuestras voces en la noche. Conocemos la canción y su final, también la cantamos un día. Sabemos que el destino es otro, que también más allá todo es infierno.

 

La bandada que la persigue desde el atardecer huele la muerte, atenta a los movimientos lentos, al chorro de vapor que se acorta y debilita en cada exhalación. Las gaviotas alertan de que no le queda mucho tiempo; si perseveran, cuando llegue la noche será suya, empezarán el banquete por los ojos y la piel, se darán un festín con la grasa tierna. Son las únicas invitadas, ya no quedan lobos ni alimañas que escuchen la llamada, huelan la sangre, y bajen del bosque; ningún animal salvaje peleará a dentelladas por arrancarle un bocado a la montaña de carne. Tampoco los sapiens. Hace siglos que abandonaron sus atalayas. Ningún animal humano apostado en los salientes de los montes o en los riscos de los acantilados, alerta a los graznidos excitados y al rumor lejano de los sifones.

Los hombres y sus presas se deslizan sobre la masa oceánica en el vientre de los buques. Avanzan satisfechos hacia la corona de luces que puntea la tierra, ajenos al movimiento marino. Ninguna captura más. La costera del bonito se acaba por este año, son órdenes de arriba, y aunque las aguas rebosan de peces tienen obligación de parar, las cuotas son las cuotas. Los últimos atuneros vuelven a casa. En menos de media hora tocarán tierra, descargarán la mercancía y asunto terminado. La excitación y la prisa por llegar a la lonja pueden más que el cansancio de meses y los marineros ejecutan sus tareas con precisión. El engranaje orgánico del que depende el éxito de la travesía funciona en simbiosis perfecta con la máquina.

Entrada a puerto. Error humano cero. Atención plena.

Mamadou vigila la popa del Ortzi; los ojos redondos y saltones escrutan la superficie del mar, el manto negro recorrido por las serpientes de espuma que parecen llamarle. El coro que le acompaña en sus noches oceánicas desde que sucedió la tragedia murmura:

Libú, Mamadou Libú, búho Mamadou, atento hermano, va a pasar algo.

Aguza la vista. Es el mejor mirador de toda la costa vasca, pero la estela blanca le impide distinguir formas en el agua. Aguza el oído, pero tampoco consigue rastrear las voces marinas. El fraseo de las aves se pierde entre el griterío humano de órdenes y palmadas, los golpes incesantes de las cajas, el resbalar mordiente de las poleas, los silbidos de los cabos… Los otros corren, limpian, recogen aparejos, maniobran, colocan defensas, cargan, hablan por radio, controlan, dan órdenes. No están atentos al oleaje, ni al viento, ni a los graznidos, ni al corte de la aleta al rasgar el agua, ni al palmeo en la inmersión. Nadie mira hacia el negro absoluto donde mar y cielo son lo mismo. Solo Mamadou Libú mira. Persigue las pinceladas fulgurantes de grises y blancos moviéndose hacia… ¿hacia dónde? Están y no están, parecen girar sobre un punto y luego no. La luna pobre no basta para adivinar la dirección del vuelo de la bandada. Hay algo grande moviéndose cerca, sí, nota el impacto de una ola contra el casco, el ligero empuje generado por una embarcación que se acerca; aunque no hay barcos a babor, no hay ni una luz de posición, son los últimos. Si estuvieran lejos de la costa, Libú sospecharía de un buque fantasma, otro depredador, otro asesino que ha apagado las luces por temor a una patrullera; el monstruo navegando a oscuras, cegado y ciego, sin importarle qué o quién se cruza en su camino, a quién arrolla, quién cae al agua y es tragado para siempre, y se convierte en fantasma, en espuma, en ola, en voz que alerta de los peligros.

Hermano Libú, estamos aquí, escúchanos.

Mamadou no está en la piragua, no está en la puerta del infierno, no está en el mar de los ladrones, en los océanos sin ley ni justicia; está en aguas civilizadas donde no se roba, ni se mata, y cuando suena el silbato dando la orden de retirada los pesqueros obedecen, recogen el aparejo y vuelven a casa. Está a salvo, en la cubierta del Ortzi, en el Golfo de Vizcaya, y ese movimiento no lo produce un furtivo.

Abre los ojos, Mamadou, está avanzando bajo el agua. Hacia vosotros.

Ve una mancha blanca que flota durante unos segundos y vuelve a hundirse. Un plástico más, quizá, una tapa de algún bidón. O solo reflejos. O una boya que se ha soltado de una nasa. Luego una curva perfecta, los brillos de un lomo. ¿Delfines?

Ve un chorro blanco, no muy alto.

¿Ballenas? ¿Son ballenas? No puede ser, estamos entrando a puerto. No nos sigas, vete, es peligroso, hay mucha arena en esta ría. Vuelve atrás, vamos. Da la vuelta.

Al jefe no le gusta que Mamadou hable con la noche, que murmure a solas, como un viejo marinero loco poseído por las supersticiones y los demonios.

—¿Ya estás relatando otra vez, Libú? ¿Qué haces ahí parado?, no hay nada que mirar a popa. A bodega, deprisa. Vamos, vamos.

No escuches, Mamadou, no te dejes. Nosotros te convertimos en búho para que cumplieras con tu destino. La salvación tiene un precio, ¿o es que nos has olvidado?

Libú echa un último vistazo a la masa oceánica. No hay más pesqueros detrás. Ningún chorro elevándose hacia el cielo, ningún resplandor blanco en el horizonte.

Es de las nuestras. La hemos traído hasta aquí para que cumplas con tu destino. No la abandones, Mamadou. No nos abandones.

Ballenas.

Ballenas.

Ballenas.

2

BALLENAS

Los chorros blancos contra el cielo gris tormentoso. Una V bien formada y luego otra y luego otra y dos más pequeñas. Brotan rítmicamente de la superficie agitada del mar. Un grupo de ballenas adultas con sus ballenatos se desplaza hacia el suroeste, acercándose a la costa. Nadan tranquilas, sus sensores no han detectado ningún peligro, ningún depredador al acecho; no hay orcas en esas aguas, ni calamares gigantes.

Solo HOMBRES

Un arco humano preparado para lanzar la flecha contra su presa. Decenas de hombres apostados en los salientes de los montes y en los riscos de los acantilados; calados hasta los huesos, con los calzones pegados a la piel y el frío mordiendo desde los tobillos como hormigas furiosas. Quietos como árboles, plantados allí desde siempre. Bajaron la guardia durante la tormenta, mientras la lluvia fuerte cegaba el horizonte y las ballenas avanzaban detrás del telón de agua. Ahora el mundo vuelve a ser una sábana grisácea donde distinguir líneas blancas en movimiento: la verticalidad de los chorros blancos, la verticalidad de las velas blancas. El atalayero cierra los ojos, aprieta los párpados, cuenta hasta cinco y vuelve a abrirlos. No puede equivocarse, esta vez no porque la mar está brava y si da la alerta, los hombres saldrán. Llevan más de un mes sin salir, no van a dudarlo. Si dudan, perderán la presa. Si dudan, otros serán los primeros en clavar el arpón. Si dudan, se quedarán sin nada otra vez. La temporada se acaba y ni una sola sarda.

Son ballenas, sí. Cuatro o cinco adultas y dos crías, rumbo suroeste, atravesando la masa de agua rizada, en dirección opuesta a los cúmulos negros. El atalayero ceba el fuego; el humo asciende, denso y negro, emite el mensaje claro de alerta. Fumarolas blancas, fumarolas negras.

Ballenas.

Ballenas.

Ballenas.

NIÑAS

Hacen equipos y apuestan. Son cazadoras de culebras voladoras, malignas culebras de humo que se enroscan y se estiran como demonios del infierno. Gana quien ve primero. Gana quien llega primero a la iglesia. ¡Mira, mira, mira! ¡Humo, humo, humo! ¡Baleak, baleak, baleak! ¡Mía, mía, mía! ¡Corre, corre, corre! Desde los caseríos, desde el río, desde el arenal. ¡Baleak, baleak, baleak! Corre, corre, corre, las niñas lanzadas como guijarros ladera abajo. Preparados, listos, ya; la carrera de la muerte acaba de empezar. Buscar a los hombres, sacudirlos si duermen. Despierta, despierta, despierta ya. Quien llegue la última pierde, quien no llegue es una perra. Quien no corre, muerta está.

¡Dale fuerte, más fuerte, más!

Las campanas tañen enérgicas y aceleradas. El pueblo entero deja lo que está haciendo, busca el humo en el cielo, escucha los gritos, el coro al que se van sumando las voces. Baleak, baleak, baleak. Todos a una. Todos moviéndose al ritmo que marca la canción.

NIÑOS, casi hombres

Basoa oye la canción y duda. No debería dudar, una vez que el movimiento ha empezado nadie puede frenarlo. Una, dos y tres; preparados, listos, ya. Tiene la chamarra en la mano, va a colgarla cerca del fuego para que se seque, pero duda. ¿Debería ponérsela y correr hacia la marina? ¿O correr hacia el bosque? Escapar por la trasera, escabullirse de la riada humana que arrastra hacia el puerto y volver al monte. No tendría que estar en la casa en ese momento, tendría que estar en el bosque, amarrando los troncos y llevando a los bueyes hasta el río. Pero la tormenta enloqueció a los animales y resbalaron cañada abajo sacudiendo las cinchas, uno de ellos lo arrastró y le hirió el muslo. El corte no es profundo, pero aún sangra. Ha limpiado el barro y la mierda de la herida y se ha puesto ropa seca. Si escapa ahora, nadie lo verá; todos corren hacia el mar, nadie hacia el monte. Una, dos y tres; preparados, listos, ya. Vuelve atrás, Basoa, nadie se va a enterar. Una, dos y tres; preparados, listos, ya. Corre, Basoa, corre hacia atrás. Hacia la espesura, contra el horizonte, contra la riada, contra el pueblo y contra el mundo. Baleak, baleak, baleak, y el tamboril, y las carreras, y los golpes en las puertas. Despierta, despierta, despierta ya. Baleak, baleak, baleak.

Ballenas.

Ballenas.

Ballenas.

No mira la puerta. No mira afuera. Mira las llamas, su baile loco: los rojos, los naranjas y amarillos, la luz que se traga las sombras de la casa, la leña que arde, el bosque que arde, el fuego del infierno, el fuego de la vida.

Una, dos y tres; preparados, listos, ya.

¡Basoa!

La voz zarpazo del padre. Nada que hacer. Ningún bosque al que huir. Ninguna cueva que lo libre de su destino de hijo de pescador y nieto de pescador y bisnieto de pescador y hermano de pescadores. Todos ellos fundidos a la misma cadena de muerte, todos lo mismo. Hay que pagar la deuda con los vivos y con los muertos, no tienen otra forma de convertirse en hombres.

¡Basoa!

Dentro de dos meses dejará de ser chaval y tendrá que embarcarse con los suyos a Balea Baya, al final del mar, donde el agua se convierte en hielo y hay tantas ballenas que parecen bancos de sardinas gigantes. Se necesitan hombres, todos los hombres. Pero antes del largo viaje tiene que demostrar su hombría. El padre reclama de nuevo:

¡Vamos, Basoa! La ballena no espera.

El fuego crepita, silba, lanza mensajes ardientes al padre dominado por el imperativo de la sangre y la velocidad del mundo. Todos tienen miedo la primera vez, unos más que otros, eso es cierto. Y ese hijo que tiembla cuando la mar embravece y la chalupa zozobra tiene que curtirse. No puede embarcarse en el galeón sin haberse acercado a una sarda. Es hijo, nieto y bisnieto de balleneros, ¿quién si no va a recoger el testigo?, ¿quién si no va a conservar el secreto que ha dado la vida a todo un pueblo? ¿Los vagabundos y maleantes buscadores de fortuna? Basoa nunca empuñará el arpón, eso está claro, pero en la chalupa todos cuentan. Tiene brazos fuertes, de momento eso basta. Aprenderá. Tiene que aprender.

—Solo tienes que remar.

Ballenas.

Ballenas.

Ballenas.

MUJERES

Uno de cada tres hombres de esas tierras muere en la mar. O por la mar. Hijos tributo. Ella ya ha pagado su cuota, no debería temer más.

Dos barricas por un hijo muerto. Baleak, baleak, baleak.

La riada humana desemboca en la marina. Las mujeres y las niñas forman un semicírculo, un coro de cuerpos nutricios. Vientres paridores de machos que crecerán mirando al mar con el pulso latiendo al ritmo de la canción «Una, dos y tres; preparados, listos, ya. Baleak, baleak, baleak», escucharán con los ojos muy abiertos las gestas de los valientes antepasados que se enfrentaron al gran monstruo marino, la astucia y la inteligencia de los pioneros que, hambrientos y cansados de esperar que el mar les regalase su mejor pieza, un día construyeron arpones y barcas y se lanzaron a la caza. Los dioses fueron generosos y justos con su pueblo, a falta de tierra fértil les confiaron el secreto mejor guardado del mar para que pudieran sobrevivir: les otorgaron el poder de matar a la criatura más grandiosa de la Tierra toda.

Para sobrevivir, ese fue el pacto. Los dioses no olvidan. El mar no olvida.

Pero el relato épico debe continuar, la música debe seguir sonando para impulsar la marcha de la chalupa, para que ningún mozo o ninguna mujer frene la carrera. La flecha del progreso no debe pararse, se trata de avanzar, de ir más allá, de abrazar la luz y la prosperidad. Sus hombres ya han surcado las aguas de Europa y ahora deben aventurarse mucho más lejos, a las salvajes tierras del nuevo mundo. Ellos son los encargados de cosechar la grasa animal que iluminará el mundo, es su destino, llevan siglos preparándose para eso, es su momento.

Preparados, listos, ya.

Dos dos dos dos dos dos dos dos dos

La madre sigue corriendo, cada vez más lenta, con más peso en las faldas, con más freno; el corazón resonando en la cabeza al ritmo de la txalaparta. Hay una txalaparta insidiosa e insistente en algún lugar. ¿Arriba, en el monte, en la atalaya? Una amplificación del latir acelerado de los corazones que van a lanzarse al mar. Golpes de madera contra madera que envuelven el teatro de la bahía para que el movimiento no cese, para aplastar la razón y que la flecha emprenda su viaje loco. La duda no debe colarse por una grieta, nadie debe pararse, nadie debe preguntarse quién inventó ese canto de hombres valientes y para qué, a quién sirve, quién gana. Madera contra madera, viento contra madera, madera contra la piel tensa de animal. La txalaparta, el txistu, el tamboril, los gritos, la canción, los aplausos. Hace falta mucho ruido para acallar los latidos del miedo, los golpes de las olas, los bramidos de los monstruos marinos que nadan hacia el oeste. Están cerca, todavía se oyen, menos de dos millas.

Dos barricas.

Dos dos dos dos dos dos dos dos

Las mantas, la sidra, el vino, el pan, los cabos, los arpones, las hachas, los cuchillos, las tinas, las estachas, los ganchos, las sangraderas. Todo en orden. Tres chalupas, más de veinte hombres, muchos jóvenes, alguno casi niño.

La madre empuja, deshace el arco de cuerpos ruidosos, la carne nutricia, el barullo de anhelos, fascinación y miedo. Se abre paso con los codos, los hombros y las caderas, rompe el perímetro de seguridad y avanza hacia la orilla como si no viera el agua y las olas que le entran por debajo de la falda y la hinchan y la mueven, los rastrojos flotando y suspendiendo la tela; un globo deformado, ella el eje. Va recuperando el aliento mientras observa los movimientos de los hombres. Siete hombres dentro del esqueleto de un muerto, eso son. Las cuadernas son las costillas de su hijo, el mástil tumbado el esternón, los cabos las venas, la piel de roble, los remos sus brazos y sus piernas… El padre y los dos hermanos, el tío y el primo, los compañeros supervivientes se mueven en el tronco estrecho sin chocar unos con otros, se sientan en los bancales, se ciñen bien las chamarras de piel y empuñan los remos. Todavía quedan horas de luz, no es imposible. Si no lo consiguen antes de que acabe el día, seguirán la estela. Aguantarán la noche.

¡Preparados, listos, ya!

—¡Estebe!

El grito roto de la madre. El coro calla. El arco se tensa ante el desafío. ¿Qué hace esa mujer desgreñada contra las olas, con las faldas llenas de hierbajos y rastrojos como culebras secas? ¿Qué hace con los brazos y los puños levantados al cielo, en pie de guerra? ¿A quién reta? ¿A Dios, al pueblo, al mar, al país, al mundo entero? ¿Quién se cree que es para frenar el lanzamiento de la flecha? ¿Acaso no sabe que la mano invisible que tensa el arco es tan vieja y tan fuerte como el tiempo? ¿Quién es ella? Una madre con el útero gastado y la vagina seca, que se mea encima cuando corre y engaña a la gente crédula con ungüentos y conjuros. No debería gritar, no debería provocar a los dioses. Solo se le ha muerto un hijo, le quedan todavía dos y tiene también dos hijas para que la consuelen de las tristezas y del frío. Pero Oihana no baja los brazos. Oihana la montañesa, la herbolera, la bruja, la sorguiña; la madre de Basoa, y de Mikel, y de Peru; Peru, que no descansa en paz y vaga en la mar con el cortejo de los náufragos. Nadie tiene la culpa de su desgracia, los marineros mueren en la mar, la mar es el cementerio de sus hombres, debería aprenderlo y vivir con ello. Así es esa tierra; y es la tierra la que hace a los hombres, no las madres. Oihana no debería olvidarlo.

La mar está fuerte y las chalupas chocan puntas con el arrastre de la resaca. Hay que salir. Estebe clava el remo en la arena y empuja; no responde al grito, no pregunta. Ya sabe lo que quiere su mujer.

—No te lo lleves, Estebe. A Basoa no, es un niño.

Golpes de olas, madera contra madera, crujir de cuadernas, remos atravesando el agua en las dos chalupas que inician la marcha.

Basoa está sentado en el primer bancal, en la popa, alejado del puesto del arponero. El padre señala el estrobo de babor para que compruebe la fijación. El remo no debe estar ahogado, ni suelto, no debe bailar.

—Vamos, chico, vamos.

No cabe la duda. El chico no va a empuñar el remo contra su padre y saltar a tierra. Las nubes negras atrapan el grito de la madre y se lo llevan lejos. Tendrían que gritar todas, una lluvia de gritos. Todas las madres, y las hermanas, y las abuelas, y las futuras esposas y madres de sus hijos. Las mujeres tendrían que echarse al agua y aferrarse a la chalupa para que los hombres no salieran. A ballenas no, eso no, va contra la naturaleza y contra la inteligencia y contra el sentido común. Unos cuantos mamíferos pequeños flotando malamente en una cáscara de nuez, impulsándose sobre la superficie rabiosa del agua con ramas de árboles; setenta kilos de animal humano sin aletas, sin garras afiladas y sin dientes afilados; fuera de su elemento, corriendo enloquecidos tras la reina de los mares, persiguiendo a muerte al gran monstruo.

No va a pasarle nada. Solo tiene que remar.

Remar porque otros remaron antes que él; porque su padre rema y su hermano rema y su hermano mayor remó y murió remando; remar sentado en el cadáver de su hermano, aferrarse al brazo de su hermano, hundirlo en el agua y empujar. Las vidas de unos se construyen con la muerte de los otros, es el tributo, dicen, es el precio que hay que pagar, dicen.

La voz se alza otra vez, desafía a los hombres.

—Basoa no. No tienes derecho. No es tuyo.

La mirada fiera de macho herido. Las manos aprietan el remo y tratan de frenar el avance de la chalupa, pero la mar arrastra. No hay tiempo para saltar y agarrar a su mujer por el pelo y hundirle la cabeza en el agua hasta que se trague las palabras y la ofensa pública. Todos ellos saben que desde que empezaron los viajes a las Tierras Nuevas sus mujeres pasan nueve meses sin hombres, acosadas por los soldados y las sombras. Que se encaman, por gusto o a la fuerza y luego callan. Nadie puede estar seguro de la pureza de su linaje. Basoa, solo el nombre ya es una provocación: hijo del bosque —de un carpintero, de un herrero, de un carbonero, un boyerizo… o de un soldado, un patrón o de cualquiera de los hombres que se quedan en tierra, esperando la caza—.

Basoa. Como si el nombre pudiera enraizarle en la tierra y librarle de su destino.

Estebe afloja el remo, golpea el agua y salta de bancal en bancal hasta ganar su puesto de gobierno en la popa. La chalupa zozobra en el último salto y los cuerpos responden mecánicamente haciendo contrapeso. La proa marca rumbo noroeste. No dudar ni en la dirección, ni en la fuerza, ni en el propósito. Los veintidós hombres lanzados hacia su objetivo. Baleak, baleak, baleak.

—¡No es de nadie! ¡No somos de nadie!

Grita la madre.

Los brazos obedecen las voces de mando: las chalupas enfilan hacia la bocana, se aproan para traspasar la barrera de olas que golpean con fuerza, queriendo disuadir al grupo de mamíferos pequeños de su loca idea.

Remar. No parar. Remar. No dudar. Remar. No hundirse. Remar. No tener miedo. Remar. Un, dos. Remar. Un, dos. Remar. Un, dos. Remar. Un, dos. Remar. Un, dos. Matar. Un, dos. Morir. Un, dos. Remar, matar, morir.

Avanzamos hacia vosotros, arrastramos hasta vuestros pies el cuerpo que habéis olvidado, al que un día hincasteis la piedra, el hierro, el bronce y el acero.

Remontamos la cadena de la muerte hasta el origen, cuando el simio indefenso salió de los bosques y peleó con otras bestias por su pedazo de carne; y más tarde, cuando cansado de esperar el don de los dioses se arrojó al mar en su cáscara de nuez, armado con la punta de hierro y la cuerda, a matar a la reina de los mares; y más tarde, cuando poseído por la locura arrasó los bosques que le dieron la vida y construyó con ellos naos para cabalgar los océanos salvajes.

Seguimos la estela del viaje del simio loco, hambriento siempre de algo más: de luz en la noche, de calor en el frío, de frío en el calor. Avanzamos hacia vosotros, el último eslabón de la cadena, ensamblado en el sueño de ser orca y calamar gigante y águila y león y caballo y delfín y señor y dios. Serlo todo, poseerlo todo, habitarlo todo, verlo todo, devorarlo todo.

Arrastramos hasta vosotros los cuerpos de vuestras víctimas, a quienes, en vuestra locura de dioses de todo, gestores de la vida y la muerte, pretenderéis salvar.

 

El impacto del cuerpo contra la arena es la sentencia de muerte. Queda esperar. Las olas pequeñas que la han arrastrado hasta la playa se retiran; volverán con la pleamar, cuando el agotamiento y el dolor hayan vencido al instinto de supervivencia y ya no luche. En el aire aún vibra el estribillo de la muerte salvaje: los graznidos de excitación de las aves marinas, el barrido monótono de las olas, el chapoteo desesperado de la aleta contra el fondo arenoso.

Los pescadores vuelven a casa. Tienen prisa por llegar, por pillar la ducha caliente, el café caliente, la ropa seca, una cama-cama, abrazar un cuerpo. El asfalto se mueve bajo sus pies y andan como borrachos. Mamadou se detiene en medio del paseo, frena a los otros y les obliga a callar; escucha la resonancia del estribillo en los montes, identifica el origen de los gritos de las gaviotas. Ahí, dice señalando lo oscuro. Los pájaros dan vueltas alrededor de algo muy grande, enorme; forman un círculo que se ensancha y se encoge, que sube y baja hacia lo que sea que hay en la playa. Libú está seguro, no se equivoca nunca. Abdou y Peio protestan y se ríen de sus visiones, como si no hubieran tenido ya su dosis de gaviotas y de peces, de otear el horizonte buscando señales. Cuatro meses persiguiendo atunes, pensando atunes, ensartando atunes, golpeando atunes, cargando atunes, oliendo atunes. Mamadou Libú sueña con atunes y ve bancos hasta con los ojos cerrados, hasta en tierra ve peces… las líneas luminosas que se quedan flotando cuando se cierran los ojos y se aprietan. Eso es lo que le pasa, que está borracho de peces. Mamadou salta el pretil y avanza hacia los gritos y el batir de alas y el bufido cada vez más cercano, que solo puede ser aire escapando de una bestia, está seguro. De lejos parece una gigantesca bolsa de basura brillante y maloliente, desechos arrojados al mar, un residuo más que ha terminado volviendo a casa. Pero los residuos no respiran como ogros dormidos. Los pasos rápidos de Mamadou retumban en la arena seca y la vibración del sonido se extiende hacia el mar, hasta rozar el cuerpo varado y provocar el movimiento lento de una aleta, un palmeo mojado contra la arena. Las gaviotas se asustan y huyen. Mamadou bate palmas, agita los brazos. Grita: Fuera, fuera, fuera. Bichos de mierda.

Peio, Abdou y Mamadou, tres mamíferos pequeños frente al gran mamífero varado en una bahía urbana. Nadie ve a los tres pescadores, perplejos frente a las cuarenta toneladas de carne. La mar está planchada, sopla viento sur y las olas no van a crecer más, no van a devolverla de nuevo a casa. No ha tenido suerte el pobre animal. ¿A quién se le ocurre acercarse por allí? Debería estar por el norte, disfrutando del fresquito y no allí, no a finales de agosto, con el mar como una piscina climatizada, los peces locos sin saber a dónde tirar… Quizá esté enferma y las corrientes la hayan arrastrado. Pero el agua que resbala por los costados está transparente, no hay sangre, no hay heridas abiertas. Unos parásitos blancuzcos se mueven entre las callosidades de la cabeza al recibir la luz de la linterna. No abre los ojos, ni siquiera cuando bordean el músculo del párpado. Tiene cicatrices en el lomo y manchas. Es una hembra, pero no saben calcular la edad. Abdou ha visto ballenas más de una vez, en el largo de la Casamanza y en Azores, y en los mares de Rusia, pero en el agua nunca se las ve enteras, ni siquiera cuando saltan, no imaginaba que fueran tan largas, como serpientes hinchadas. Mamadou mira la franja de arena mojada y calcula el movimiento de la marea. El animal llevará una hora varado, dos como mucho; debió de entrar en la bahía justo detrás del Ortzi. Entró con ellos, está seguro. Mamadou vigilaba el mar, no dejó de vigilar ni un minuto desde que avistaron Pasajes. Vio el chorro, vio el chorro blanco en la noche, pero solo una vez; tuvo que bajar a bodega y no vio más. Peio no sabe si creerle, no puede ser tan torpe Libú, porque si hubiera avisado, los de salvamento habrían hecho algo, se habrían movilizado enseguida y la habrían guiado de nuevo hacia mar adentro. No es posible que él sea el único que la ha visto, esta noche han entrado decenas de barcos y ninguno ha llamado. Una ballena de ese tamaño rondando la costa no puede escapársele a todo el mundo.

—Estábamos entrando en casa, Peio. Nadie mira el horizonte cuando se entra en casa, se miran las luces, las benditas luces. Solo Mamadou mira a mar abierto, por eso es Libú, solo hay un Libú, ¿no? Seguro que la viste, pero ya estaría medio muerta. No es culpa tuya, no hay Dios que salve a este bicho, pobre animal.

Hay que intentarlo. Avisar. Avisar al patrón, que avise él a salvamento marítimo, o a los bomberos, o a los barcos cuidadores de delfines y ballenas. Quizá todavía estén a tiempo, la marea empezará a bajar dentro de nada, quizá si consiguen empujarla y la ayudan a salir de la bahía, pueda encontrar el camino. Abdou exagera. No parece herida, solo hambrienta quizá. Peio no recuerda ningún varamiento en Hondarribia, en Donostia sí, y en Zarautz, pero allí no. Algún delfín y otro tipo de ballena, más clara y sin esas manchas blancas. Más «ballena», por decirlo así. Antes sí, antes muchas, hace unos cuantos siglos, la ballena de los vascos, la que cazaban sus antepasados con las chalupas.

El cielo ya no está negro, tampoco el mar. Un resplandor de baja intensidad dibuja el perfil suave de los montes, también negros, también dormidos, como gigantescas ballenas varadas, monumentos esculpidos por el viento en la piedra como homenaje a los miles de cetáceos que durante milenios encallaron en sus arenales o murieron asesinadas en sus costas. Una más, la última. La luz aumenta de intensidad y el cuerpo negro manchado empieza también a perfilarse, una réplica en miniatura del monte Jaizkibel. Los tres mamíferos pequeños se alejan unos metros y observan la grandeza deshinchada de la reina de los océanos.

—Ven, Mamadou, vamos a hacernos una foto. Somos grandes pescadores, auténticos balleneros vascos. Si conseguimos arrastrarla hasta la lonja y aparece el tarado del japonés, nos forramos, volvemos a casa del tirón, como reyes.

Abdou se ríe, todo dentadura y ojos. Peio recula unos pasos, encuadra para no perder ni un detalle del paisaje, para que salga el monte y el pueblo. Pero todavía hay poca luz, no se les ve.

—Qué negros sois, la ostia. Igual de negros que la ballena. Casi no se os distingue.

 

Ni una ola. El mar quieto, como muerto, en un amanecer de agosto rosa y tibio que anuncia otra jornada de temperaturas máximas. No hay veleros, ni pesqueros, ni siquiera traineras preparándose para las regatas del final de verano. Movimiento casi nulo, solo una bandada de gaviotas girando de forma nerviosa en el extremo de la bahía. Los surfistas dejan de escrutar el horizonte y consultan el parte de olas. Nada en Zarautz, nada en San Juan de Luz, ni en Bidart, ni en Biarritz, ni en Hossegor. Un día más sin echarse al agua. Mala temporada, mal verano. Una alerta entra en el móvil de Jon: «SOS, venid a Hondarribia. YA. Hay que salvar a la ballena». La foto está tomada con poca luz y apenas se distingue el perfil del cetáceo, destacan las manchas blanquecinas en la cabeza, como una luna de bordes irregulares. Dos sombras oscuras hacia la zona de la cola, señalando algo. De fondo el monte Jaizkibel, también oscuro. No recuerdan un varamiento cetáceo en esa playa estrecha y sin pendiente, al final de la bahía, protegida por el cabo de Higuer, por el espigón y por el puerto. No es fácil entrar desde mar abierto, y esas olas no tienen fuerza ni para arrastrar a un atún. Estaría enferma y se enredó en los rompientes hasta quedar herida y la marea ha hecho lo demás. Si es así no hay ninguna esperanza. Si no tiene fuerzas para nadar, no habrá forma de devolverla al mar. No con esas olas, no así. El mensaje ha sido enviado hace unos minutos, la foto debe de ser de hace una media hora, no más. Por la luz. La marea está bajando, queda poco tiempo de empuje. Poco respiro. La asociación de cetáceos tardará todavía en llegar, están lejos. Salvamento, la policía, los bomberos, una grúa…

Hay que intentarlo. Cuantos más sean, mejor. Más empuje, más fuerza. Amplifican el grito. El mensaje fluye por la red.

SOS SALVAR A LA BALLENA.

SOS SALVAR.

SOS. SOS. SOS.

BALLENA.

BALLENA.

BALLENA.

No es la primera vez para Jon. El verano pasado varó una en Zarautz, la salvaron entre unos cuantos. Estaban ya surfeando cuando la vieron venir, ni siquiera llegó a encallar. No era tan grande como esa, ni tan negra, era una cría de rorcual despistada; llevaba ya unos días dando vueltas por la zona y no pilló a nadie por sorpresa. Fue un subidón ver cómo arrancaba a nadar, una de las cosas más alucinantes que le ha pasado nunca. Es una tragedia, en los últimos años están cayendo como moscas. En la costa cantábrica aparecen muertas cada dos por tres, sobre todo en Galicia. Crías, ejemplares adultos, grupos enteros de ballenas… Están muriendo por todos lados. Aquí, en Nueva Zelanda, en Australia, en Chile, en Canadá… Los científicos no se ponen de acuerdo sobre el fenómeno. Los casos individuales son fáciles de resolver, pero treinta o cuarenta cadáveres en una playa es otra historia, algunos dicen que son suicidios masivos. Están tan jodidas que cuando sienten la muerte cerca nadan hacia las costas. Porque recuerdan su pasado terrestre, dicen algunos. Él está más por el sepuku animal. Una cuestión de dignidad, de poner delante nuestra mierda asesina. Si al abrir la tripa del animal te encuentras cuarenta kilos de plástico dentro, no hay duda sobre la causa de la muerte. Hace nada en una reserva natural del Índico, Kiwabati o algo así, encontraron de todo dentro, no solo bolsas de plástico, hasta dos pares de chanclas. Son todo boca, tienen una mandíbula gigantesca, la abren y ahí entra todo lo que flota, sopa de camarones con ricos tropezones de desechos humanos: zapatos, maquinillas desechables, juguetes rotos, tampones, aerosoles, botellas, pajitas, platos, vasos, carcasas de móvil, aletas, más bolsas, todas las bolsas que han cargado toda la mierda que se ha tragado… Al cerrarla por sus filtros gigantes no puede salir nada que sea más grande que el plancton y la mercancía queda atrapada para siempre, un estómago como un bazar chino, Pinocho y Jonás estarían contentos en ese estómago, encontrarían de todo para amueblarse la vivienda, un catálogo de Ikea. No hay jugo gástrico que disuelva el plástico, ese es el problema. Uno de los problemas. El problema más obvio, el problema más claro. La evidencia es la evidencia. Kilos de mierda plástica saliendo en cascada de un vientre de ballena es una prueba irrefutable de la causa de muerte, no se necesitan detectives para encontrar al asesino, no hay que llevar ninguna muestra a analizar al laboratorio.