Manuela Sáenz, la insepulta de Paita - Lía Mantilla Tanzi - E-Book

Manuela Sáenz, la insepulta de Paita E-Book

Lía Mantilla Tanzi

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Beschreibung

Desde el exilio, la Libertadora del Libertador teje remembranzas con distinguidos visitantes como Simón Rodríguez, Herman Melville y Giuseppe Garibaldi, reflexiones que la llevan a recapacitar sobre su vida personal y su papel en la independencia de América del Sur. Desde la silla de ruedas revive épocas gloriosas a la par que desengaños y, sobre todo, la pasión sin límites que siempre tuvo por Simón Bolívar, misma que terminó llevándola al exilio. La novela se desarrolla en prosa poética con el rescate de citas textuales. "Una biografía que, si bien es novelada, también está llena de verdades objetivas, pero con una fuerte carga de poesía. A través de sus letras descubrimos a Manuela la guerrillera, la aguerrida, la húsar, la amante devota. La memoria del Libertador". Gilda Salinas

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Primera edición,

© 2007 Lía Mantilla Tanzi Reimpresión: 2007 CDMX

www.tropicodeescorpio.com Distribución: Editorial Trópico de Escorpio

Ilustración: Laura Alor

Diseño de portada: Livier Rodríguez

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente,por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin elconsentimiento del autor.

ISBN: 978-607-9281-38-0

Libro convertido a ePub por:

Capture, S. A. de C. V.

 

Con amor para Rafael y Rafael, Ana Lía, Alfonso y sus tres pequeños.

Con gratitud para Gilda Salinas y cada uno de mis compañeros de taller.

A todos aquellos escritores que en sus obras pusieron, de una u otra forma, el nombre de Manuela Sáenz junto al de Simón Bolívar. Fueron ellos una fuente de la que bebí ansiosa para realizar el sueño de dar vida a Manuelita en esta novela escrita por mano femenina.

 

PAITA

Ha caído la tarde, una vez más se ha quedado sola, sola con los recuerdos íntimos, secretos; con trozos descompasados de su historia que no le gusta compartir, que nada más a ella le pertenecen. Uno a uno se le van presentando en la memoria, igual que si ésta fuera una pantalla. Cerrados los ojos a la realidad presente es como mejor contempla el mundo del ayer.

Quito, ciudad querida a la que nunca volvería, ahí donde nació hace casi 60 años; la recuerda más bien fresca. Claro, está a 2800 metros sobre el nivel del mar, en el punto medio de la tierra; ahí donde los días y las noches duran lo mismo; es un valle que parece una batea: se alarga hacia el norte y hacia el sur; por el oriente y occidente se ve protegido por las enormes moles blancas y verdes que se levantan, las dos cordilleras de los Andes.

La ciudad es pequeña, con el cielo azul limpio, transparente, del que dicen con orgullo los quiteños: “no hay en el mundo un cielo como el de Quito”. Calles angostas donde las casas que están a cada orilla no quieren separarse; algunas son empinadas, muchas recubiertas con piedras redondas que han sido moldeadas en los ríos cercanos. Las casas, varias de una planta, con portones amplios siempre abiertos que dejan el paso franco a los zaguanes, son el lugar de múltiples encuentros. En la plaza principal, la que llaman Plaza Grande, hay una gran fuente coronada por un ángel con una trompeta de la cual brota un chorro de agua y está rodeada por los edificios de la Catedral, el Cabildo, el Palacio Arzobispal y el de Gobierno. Muy cerca de esta Plaza, a dos o tres calles por el rumbo de la Iglesia de La Compañía de Jesús, se encuentra la casa donde vive Manuela con su madre, una linda criolla de familia distinguida: María Joaquina de Aizpuru. En mala hora conoció Joaquina al español Simón Sáenz, enamorada y sin voluntad se hizo su amante y concibió una hija. La niña también es linda como la madre y será siempre valiente, decidida, obsesiva y alegre, como ella.

A la pequeña, que tiene ya cuatro años y ha crecido mucho, un buen día le traen un regalo: es una negrita, retinta, un poquito mayor que ella, una esclava, una criada propia que será su compañera de juegos; la sacaron de la negrería de El Chota, pobrísimo caserío que se encuentra en una hondonada por la que se pasa camino a Colombia. Ya ha sido bautizada, dijeron, y también despiojada. Le han dejado la cabeza como un coco de limpia y ordenada; se llama Jonathás; fiel, platicadora, inteligente, inquieta, imita a los animales: maúlla, gruñe, ladra, y también imita a los hombres de voces rudas, y como ellos, silba. Le atrae la calle, salir a cumplir encargos y regresar contando chismes y noticias. Cuando la llevan a misa reza con devoción sin límites, de rodillas y con los ojos en blanco mirando a las alturas. No ayuda en los trabajos de la casa, tampoco en la cocina, su ideal es jugar y pasar los días con Manuelita, que en muchas cosas se parece a ella; se divierten, pelean, se contentan y van creciendo juntas, unidas, ayudándose y procurándose, y así seguirán hasta el final de sus días.

El padre de Manuela tiene otra familia, “la legítima” y quiere que ella conozca a sus hermanos, esos hermanos que tienen una madre distinta. Mujer fea, adusta, seria, que en nada se parece a la suya. La invitan a jugar de vez en cuando, no puede llevar a Jonathás, está prohibido presentarse con la negra. Manuelita hace amistad con los tres varones, Pedro, José María e Ignacio; juega con ellos a los soldados, marchan, van a la guerra y siempre triunfan. Eulalia, la única hermana, no los secunda, ella es diferente, niña vanidosa y altiva que sólo entra en los juegos cuando le piden que sea la virreina.

—¿Qué tanto haces, Jonathás, pegada a la ventana?

—Tener ilusiones nomás, niña linda, quisiera ver pasar mucha gente por aquí, gente que alegre este pueblo olvidado de Dios y de los hombres.

—Aquí fuimos impuestas a vivir, Jonathás, lejos de todos los amigos, de los lugares queridos; solas con los recuerdos de aquel pasado. Eso es lo que nos queda, recordar lo ya vivido, lo que antes tuvimos, lo que un día fuimos.

La ventana: lugar de ansias y locuras, de penas y alegrías, de esperanza y desesperanza, de desórdenes y descomposturas, de galanteos y reproches, de silencios y de gritos; lugar para contemplar la historia que viven las almas y las ciudades.

 

QUITO, 1809

Justo ahí, asomada a una ventana, sorprende a Manuela — que pronto cumplirá 12 años— la guerra de la independencia de América. Pegada a los cristales, temerosa, se llena de preguntas para vaciarlas sobre su madre:

—¿Qué pasa en las calles, mamá? ¿A dónde van los soldados? ¿Y los hombres armados, qué hacen?

Ella la calma y comienza a contar lo que sabe y lo que está viviendo, pues en secreto participa llevando recados, dinero, y con rezos por el éxito de la revolución.

Doña Joaquina piensa y siente, como muchos otros criollos, que los españoles deben dejar de gobernar América y especialmente su pequeña ciudad: Quito.

—El gobierno debe estar en manos de personas nacidas en estas tierras, bajo estos soles —dice—, hay muchos criollos listos para tomar el mando… es el momento de alejar a quienes desprecian a los nacidos en estos rumbos. Hay que pelear y arrancarse por las buenas o las malas de aquel rey lejano que únicamente envía cédulas reales y recauda impuestos.

Es el 10 de agosto de 1809, en Quito se ha lanzado el primer grito libertario, se ha constituido un gobierno, los “godos” han sido destituidos, apresados y muchos juzgados merced a sus actos. Por desgracia en las ciudades vecinas no secundan el empeño y las fuerzas realistas sofocan la insurrección. Dos meses apenas dura esta aventura, este primer sueño de libertad, al cabo de los cuales los españoles regresan a sus antiguos mandos; el pueblo es oprimido como nunca antes, a los revoltosos los llevan a la cárcel y a la muerte; otra vez queda Quito gobernada por los “godos”. Los sentimientos de Manuela están a flor de piel, va entendiendo lo que es el heroísmo, la lealtad a una causa, va conociendo lo que es la traición, los sentimientos bajos y egoístas de los hombres. Entre esos hombres está su padre; él es español, realista y tan diferente de su madre; ella merece su respeto y admiración, cada día la quiere más… no así a su padre que es cruel e implacable, se ha enterado de su participación en contra de los rebeldes y no deja de preguntarse: ¿se debe amar a un padre así? No encuentra respuesta, pero desde ese momento se forma un vacío en su corazón, el primer hombre al que amaba la ha decepcionado y quizá sea por esto que a través de los años irá buscando un sentimiento que llene ese vacío y será también por esto que al encontrarlo se entregará a él en forma absoluta, sin reflexión ni medida.

Las persecuciones siguen, los que pueden salen de Quito aterrados.

—Iremos a la hacienda —dice doña Joaquina muerta de miedo.

Tiene miedo especialmente por su niña que es lo único que le importa. También el señor Sáenz está preocupado, es mejor que madre e hija dejen el caos que se está viviendo. Simón y Joaquina ya no tienen otra relación más que procurar el bienestar de Manuela; la pasión que antes vivieron se ha olvidado y por muchas causas sus encuentros son fríos, pero hay que ponerlas a salvo de traiciones, denuncias, persecuciones; las cárceles están llenas de amigos insurrectos.

—¿Se les puede visitar? —ha preguntado la chiquilla, sabe que su madre va y a ella le gustaría acompañarla, llevarles comida, ropa, en fin, unas palabras de apoyo, de consuelo.

Estas experiencias la han ido formando: valerosa, audaz, decidida, con un gran amor por la libertad.

—Hoy mismo nos vamos —continúa doña Joaquina—, estaremos ahí en tanto esta ciudad se ordena.

Catahuango, en el valle de los Chillos, es la hacienda que los padres de Joaquina le heredaron. Van también Jonathás y Nathán, esta última es otra pequeña esclava que regalaron a Manuela. Negrita, caribonita. No es como Jonathás que con su rostro cacarizo y su negrura asusta: “Jonathás, cada día te pareces más a Satanás.”

—Sí, mi niña —responde la negra con cariño a la que todo le permite.

Ella, Manuela, es en cambio una muchachita linda, más llamativa conforme crece, con unos ojazos negros profundos, risueños, que van mostrando ya sus primeras pasiones. En la hacienda todos los días monta a caballo, hace largas caminatas sin mostrar cansancio. Le agradan las mañanas frías que pintan sus mejillas en tonalidades rojas.

Se divierte ayudando a los peones a sembrar y cosechar la cebada y el maíz, saca agua del pozo; en ocasiones, sin venir a cuento, lanza un masculino “carajo” que luego recoge entre risas contagiosas, ella es así, y vive feliz haciendo lo que le provoca hacer en el momento mismo.

Por las tardes, cuando va siendo nochecita, a la luz de las velas meriendan pan de maíz negro, pan de agua, galletas de manteca y raspadura, y grandes tazones de mazamorra morada, hecha con la leche de la ordeña reciente, y mortiños que recogen las niñas en la huerta.

Después de un largo tiempo de estar en la hacienda vuelven a Quito y días más tarde otra vez a la hacienda; en este ir y venir por circunstancias diversas van pasando los meses que se hacen años. Manuela está aburrida del campo, ya no le gusta estar ahí, su lugar, dice, es la ciudad: el ruido de la gente que camina por las calles, los coches con caballos y carretas que van de un lado a otro. Le gusta Quito que amanece con el tañer de campanas de las múltiples iglesias. Le encanta ir a misa muy temprano y observar cómo la admiran. Ella llama la atención, en las reuniones de amigos es el centro de todo y le encanta asomarse a la ventana derramando sonrisas, a medida que riega los tiestos de malvones y geranios.

Está cada día más voluntariosa, esto preocupa a sus padres quienes de común acuerdo deciden que ya es hora de que la niña aprenda cosas que sólo le pueden enseñar las monjas en el convento. Ahí donde van todas las señoritas de la sociedad y las de las buenas familias criollas.

La educaron en el Monasterio de Santa Catalina, por desgracia, dice el Obispo de Quito e historiador, Federico González Suárez:

… la relajación de la moral en la Colonia era consumada. Las virtudes habían sido expulsadas de los claustros y los vicios habían invadido el Santuario. Los conventos abrieron de par en par las puertas a los venidos en nacimientos ilegítimos; así santificaban el escándalo. El número de monjas era muy crecido en cada convento y todavía lo era mucho más el de mujeres seglares que acompañaban a las monjas como criadas, sirvientas o ahijadas de ellas; en semejantes conventos ni el silencio ni la clausura ni el recogimiento eran posibles. Las monjas vivían constantemente ocupadas en servir a los frailes en todo cuanto éstos necesitaban o querían. Cuando Monseñor Romero llegó a Quito, siglo XVIII, encontró en los conventos que ninguna clausura se guardaba, la portería se abría al amanecer y no se cerraba hasta las diez de la noche; por locutorio, tenían las monjas salas espaciosas donde sin rejas ni velos recibían visitas a cualquier hora del día; las tertulias eran prolongadas y los concurrentes todos cuantos querían.

¡Manuela Sáenz fue educada en ese ambiente!

 

PAITA

—¿Por qué, negrita, esas lágrimas?, ¿por qué lloras?

—Por todo lo que dejamos niña, de vez en cuando me pongo triste y lloro por la cantidad de muertos que son nuestros y no los podemos visitar ni ponerles unas florecitas. ¡Estamos tan lejos! Usted, mi niña, no sabe llorar, ¡nunca he conocido sus lágrimas! ¿Se le acabaron en algún tiempo?

—Yo lloré. Y aún sigo haciéndolo por dentro, con gritos que se revuelven en las entrañas, con rabia, con palabras duras y fuertes, con aullidos internos, así me trago las penas. Creo que las únicas lágrimas que salieron de mis ojos fueron aquéllas que dejé caer cuando mis padres decidieron mandarme interna con las monjas; debían formarme como una señorita, una dama de sociedad, convertirme en una flor que adornase los salones de Quito; entonces lloré y mucho, porque pensé que ahí perdería mi libertad… ¿sabes, negrita? Fui a dar al mismo sitio, con las mismas monjitas que me acogieron el día que nací, para ocultar la vergüenza de mi mamá, que dio a la luz una nena bastarda.

—¿Cómo sabe esto, mi niña?

—Escuchando detrás de las puertas y preguntando, siempre preguntando. También entonces debo haber llorado mucho, tal vez todo el año, o dos, los mismos que estuve separada de mamá, quizás ahí se fueron gran parte de esas lágrimas destinadas a usarse durante el resto de mi vida.

—De nuestra vida, niña Manuela.

—Pero nunca imaginé lo divertido que me resultaría la segunda estancia en el convento, ¿lo recuerdas? No perdí mi libertad sino que me volví libertina, eso decían de mí en esos días, y yo complaciente me comportaba a la altura de sus decires. Actué para ese público que tanto me observaba y criticaba. ¡Cómo nos divertíamos tú, yo y Nathán!

—¡La mar de divertido el convento!

—Aprendí muchas cosas, es cierto, de toda índole, como esto de liar mis cigarrillos y fumar uno tras otro dejando que el humo salga de mi boca, de mi cuarto, de mi casa, y empujado por el viento vaya a lugares a los que yo no puedo ir porque soy una inválida; sí eso, una gorda inválida…

—No diga eso, mi niña, sus piernas están quietas, pero su imaginación tiene alas y sus manos son artistas.

—Eso también se lo debemos a las monjas: descubrí que mis manos podían hacer, y hacen aún, cosas bellas y útiles como tejer, bordar. Acércate, mira qué bonito está quedando este ropón para un próximo ahijado.

—Será el número 20, mi niña, y seguro se llamará Simón. A todos los que amadrina les pone ese nombre. El pueblo está lleno de Simones y Simonas.

—En el convento bordé con hilos de oro; sí, de oro puro era el hilo con el que ensartaba la aguja para bordar los ornamentos de la capilla. Y bordé con seda cosas lindas para mí: camisones, corpiños, refajos… los lucí muchas veces en esas lejanas noches de amor, de pasión, ¡no te rías! Tú bien sabes que yo viví “mis noches” hace mucho tiempo.

<También aprendí a cocinar, a preparar comida criolla, platillos hechos con esas mazorcas blancas, grandes, tiernas, que se cultivan en las faldas de las montañas allá muy lejos, en la sierra.

—Me cuenta como si yo no lo supiera, como si no hubiéramos estado usted, yo y Nathán, como si no extrañáramos la comida de nuestra tierra y sus olores.

—Basta de llorar, negrita, vamos a reírnos como entonces, a carcajadas, al fin aquí no tenemos damas encopetadas que se escandalicen. Escucha lo que te voy a decir: de todo lo que pasó en el convento, lo mejor, lo más afortunado fue aprender a leer y a escribir.

—Niña, ¿qué su mamá no le había enseñado cuando estábamos en la hacienda y nos ponía a todas a rezar con el devocionario?

—Sí, tienes razón, en ese entonces aprendí algo, tú nada, ¿lo lamentas, verdad? Escucha, negrita: leer y escribir ha sido mi tesoro más grande en mis largos 58 años; ha sido la luz que me mantiene viva, pues gracias a la lectura he ido descubriendo el mundo en su enorme magnitud. Lo he recorrido con la mente, despacio, paso a paso y me he instalado en rincones apacibles para reflexionar. Leyendo voy de viaje, camino, me muevo, aún cuando esté atada a esta silla o a esa hamaca por lo que me quede de vida.

—¿Quiere que la saque a mirar el cielo? ¿Damos un paseo niña?

—¡No, déjame aquí!, lo que pasa es que no entiendes lo que trato de decirte, pero este tema de la lectura me obliga a hablar y a expresar en voz alta lo que tengo adentro. ¿Sabes que leyendo he podido conocer el pensamiento de muchos hombres llenos de ideales, de deseos de crear un mundo nuevo y mejor? Mira, el acto de leer te conecta con el pensamiento del que escribe, te lleva a él, a su vida; te eleva por espacios sin más límite que el de tu imaginación. Sigues sin entender, ¿verdad? Te diré algo claro, clarito para ti, yo pude ir detrás del General, seguirlo paso a paso, lograr que se acordara y se ocupara de mí gracias a las letras, a la cantidad de cartas que nos escribimos. No hubiera sido igual nuestra relación, sin el puente que fabricamos con todos esos papeles, los tengo uno a uno grabados en el corazón y en la mente… voces que viven en mí.

A nadie amaré. El altar que tú habitas no será profanado por otro ídolo, ni otra imagen, aunque fuera la de Dios mismo. Tú me has hecho idólatra de la humanidad hermosa. De ti Manuela.

Bolívar

 

QUITO

Hay que casar a Manuela, su conducta está en boca de toda la sociedad; la hija de Simón Sáenz es la comidilla de la gente, dicen que en las noches, ayudada por sus dos negras, se escapa del convento para verse con sus amantes, con esos militares que la vuelven loca. Es que Manuelita tiene delirio por ellos, por sus uniformes llamativos; le gustaría ir a caballo vestida como ellos y realizar hazañas que muestren su valor. Lástima que no fue varón, de ser así formaría parte del ejército, como sus medios hermanos.

—Hay que casarla —dicen sus padres—, será la única solución para acallar las voces del escándalo—. Y como el matrimonio no es asunto que resuelvan las novias, sin preguntar a Manuela lo deciden.

Vive en Quito un hombre que suponen está hecho a la medida de su hija, justo lo que necesita: médico con grandes riquezas, extranjero sin prejuicios, católico frío, flemático, y con edad suficiente para controlarla: el doctor James Thorne.

—Con ese inglés no, es tan frío como los páramos andinos y tan viejo como mi padre. No y no.

—¡Hija, por Dios! —dice doña Joaquina.

—¡No, ni por Dios Padre, ni por el Hijo, ni por el Espíritu Santo, ni por la Santísima Trinidad completa! No y no —corre hasta su dormitorio y dando un portazo se encierra por dos días y medio; al cabo de ese tiempo aparece toda vestida de negro como si fuera a un funeral diciendo: —Está bien mamá, me caso con el inglés.

Joaquina agradece al cielo que ha escuchado sus rezos, el destino de su hija no será como el suyo; Manuela, su Manuelita, se convertirá en una señora en toda forma, respetable y respetada.

A James le gustó Manuela desde el día en que la conoció, y a medida que el tiempo pasaba se iba enamorando más y más de ella; deseaba que la boda se celebrara lo más pronto posible. O´Leary dice refiriéndose a Thorne: “Él cada día la amaba más, tuvo para ella una inextinguible pasión que ni el tiempo pudo destruir.”

La boda se arregla para mediados de 1817, faltan cuatro meses, el tiempo requerido para preparar el ajuar hecho por las hábiles manos de las monjas del convento, las amigas cercanas de madre e hija y por la misma Manuela, que entre suspiros se dice: tanta alharaca para esta boda, cuando falta el principal ingrediente, el amor.