Marcadas por el odio - Lori Foster - E-Book
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Marcadas por el odio E-Book

Lori Foster

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Beschreibung

El deseo de un policía de saber más sobre la vecina de al lado podría resultar mortal Siendo responsable de la muerte de un pérfido traficante de mujeres, Alice Appleton vivía permanentemente bajo el temor de las represalias. Por eso nadie sabía nada de su pasado, y así le gustaba que fueran las cosas… hasta que el sexy policía vecino suyo llamó a su puerta. El detective Reese Bareden creía saber cómo atraer a una mujer, pero la evasiva vecina le hizo replantearse sus conocimientos. ¿Debería ser su objetivo desenmascarar los secretos de Alice? ¿Debería protegerla de una nueva y peligrosa amenaza? Lo único seguro era que la química entre ellos era una bomba de relojería a punto de estallar. Sin nadie en quien poder confiar, excepto el uno en el otro, pronto Reese y Alice se vieron arrastrados a un mortal laberinto de corrupción, intriga y deseo. Todo en primera línea de fuego… "Lori Foster teje una alta tensión sexual a la vez que desarrolla una historia de suspense". Romantic Times

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Seitenzahl: 590

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Lori Foster

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Marcadas por el odio, n.º 213 - septiembre 2016

Título original: Bare It All

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Amparo Sánchez Hoyos

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8670-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Alice se acercó a él, los cabellos sueltos, los sedosos mechones acariciándole los hombros. Los enormes ojos marrones, inocentes, pero a la vez alerta, lo observaban detenidamente, como siempre. Sonrió, y esa sonrisa provocó extrañas reacciones en él. Le despertó un deseo voraz, de un modo que jamás había experimentado. Con la lujuria sí estaba familiarizado, pero ¿con un deseo así? Jamás. Únicamente con Alice. Estaba muy cerca, tanto que sentía su calor por todo el cuerpo. Ella frotó la nariz contra su barbilla, el cuello, la oreja. Él gimió. Con fuerza. Aunque lo oyó, apenas podía creerse que ese sonido hubiera salido de él, provocado por un ligero roce de una nariz. Era de locos, pero en un instante estaba dolorosamente excitado.

—¿Reese?

Él deseó sentir su boca sobre la suya. Giró el rostro y la miró de frente. Y sintió su aliento. Ardiente. Y luego su lengua.

—Eh… ¿Reese?

Esa voz sonaba tan tentadora que él no pudo evitar sonreír mientras alargaba una mano en su dirección y abría los ojos. Su mano encontró un espeso pelaje y unos expresivos ojos marrones, pero no los de Alice. Ni siquiera eran humanos. Cash, su perro, empezó a jadear ante la primera señal de vida. Encantado de verlo despierto, ladró, describió un círculo y lamió el rostro de su amo. Otra vez.

—¡Mierda! —Reese esquivó el húmedo gesto cariñoso del perro mientras intentaba orientarse.

El sueño había sido increíblemente real. Y bien recibido. Reese se cambió de postura, y se encontró acurrucado en un sofá. El sofá de Alice. Incorporándose, bajó la vista. Solo llevaba puestos unos calzoncillos que, como solía suceder cada vez que se despertaba, estaban visiblemente ahuecados por delante. ¿Dónde estaba la sábana? Ah, sí, en el suelo. Reese se apoyó sobre un codo e intentó orientarse. Y allí estaba Alice, al pie del sofá, vestida con unos pantalones de verano y una blusa sin mangas. Las manos entrelazadas frente al cuerpo y, desde luego, esos sedosos cabellos marrones sueltos. Sin embargo, estaban muy bien peinados, a diferencia de los cabellos sensualmente revueltos de su sueño. Ella lo observaba, pero los impresionantes ojos marrones no lo miraban a la cara. Estaban fijamente clavados en el empalme matutino. Estupendo. Si malo era besarse con el perro, luchar por recuperar la sábana solo le haría parecer más estúpido. No estaba acostumbrado a encontrarse en una situación delicada o incómoda. Al menos no con mujeres.

Siendo detective de policía, a menudo se había encontrado en una situación comprometida con un criminal, pero jamás en calzoncillos y exhibiendo el arma bien cargada. Alice era muchas cosas: vecina, enigma, una bomba irritante y sutil. Y, evidentemente, a juzgar por ese sueño subido de tono, también era el objeto de sus fantasías.

—Aquí arriba, Alice —él carraspeó mientras la curiosa mirada marrón ascendía hasta su rostro—. Gracias. Y ahora, si no te importa, ¿podrías darte la vuelta? Mi modestia está más que comprometida, y me importa muy poco, pero con ese tono rosado de tus mejillas, no estoy seguro…

—Por supuesto —Alice se dio la vuelta, rígida, indecisa. El precioso cabello castaño le llegaba justo por debajo de los hombros—. Lo siento —con paso rápido, aunque vacilante, se encaminó a la puerta que conducía a su pequeña terraza.

Se había dejado la puerta abierta y la húmeda brisa de finales de agosto jugueteaba con los hermosos cabellos. Reese habría agradecido un poco de aire acondicionado, pero, dado que se trataba del apartamento de Alice, que había sido tan generosa como para permitirle instalarse en el sofá, no iba a quejarse. No mucho.

—¿Qué hora es? —sentándose, él alargó una mano hacia la sábana, pero Cash estaba sentado encima.

El perro observaba a Reese, las peludas orejas tiesas, la expresión esperanzada. Su dueño rio. Tras tironear de la sábana y cubrirse con ella, dio unas palmadas sobre el sofá.

—Ven, chico.

El perro saltó lleno de entusiasmo. Por culpa de la misión secreta que acababa de finalizar, había pasado tanto tiempo alejado de ese perro como el tiempo que llevaban juntos, y aun así se había creado un vínculo entre ellos.

—Poco más de la una.

¿Y no lo había despertado? ¿Cuánto tiempo llevaba dando vueltas por el apartamento? ¿Hacía cuánto que se le había caído la sábana? Normalmente tenía el sueño ligero de modo que, o bien estaba realmente agotado o esa mujer era muy sigilosa. La idea le inquietó y se sumó a otras que se había formado con respecto a Alice. Sagaz observadora de todo lo que la rodeaba, junto con un aire precavido… todo ello llenaba la mente del policía de horribles posibilidades. Y sobre todo estaba la manera en que había entrado en escena el día anterior: con una enorme pistola cargada en la mano.

—Hace horas que Cash no sale. Intentaba sacarlo sin despertarte, pero te vio en el sofá y entonces hiciste ese… ruido.

—¿Un ruido? —dada la naturaleza erótica del sueño, se imaginaba el ruido que había hecho.

—Cash se acercó a ti y…

—Pensaba que eras tú —le interrumpió Reese, que se sintió muy travieso al ver cómo los hombros de Alice se tensaban un poco más—. Estaba teniendo un sueño erótico.

Mirándolo con ojos desorbitados y una expresión muy parecida al espanto, ella echó un vistazo al regazo de Reese, que él había cubierto con la sábana.

—¿A qué te refieres?

—Tú y yo —él agitó una mano entre ambos—. Y ese sueño era muy real —Reese acarició la peluda barbilla de Cash—. Estabas pegada a mí. Respirabas sobre mí.

—¿Respiraba sobre ti? —Alice frunció el ceño con aspecto indignado.

—Frotaste tu nariz contra mi oreja —él asintió con gesto serio—, y sentí tu ardiente lengua.

Ella retrocedió con tal fuerza que chocó contra la puerta corredera de la terraza y casi la atravesó. Tras dirigirle una mirada de reproche a Reese por hacerla tropezar, comprobó que la puerta seguía en el rail y se aclaró la garganta.

—Yo jamás… —en vano buscó una palabra.

—¿Jamás me chuparías? —para sorpresa de Reese, ella permaneció callada, aunque sus labios, y su expresión, se dulcificaron—. ¿No? Pues qué pena —dio unas palmaditas a Cash que reaccionó con renovadas muestras de afecto—. Aunque Cash parece que sí lo haría.

—¡Oh! —de repente ella pareció comprender—. ¿Notaste a Cash que intentaba despertarte y pensaste…?

—Sí. Menuda manera de empezar el día. Entiéndeme, le tengo cariño, pero —Reese miró a Alice de arriba abajo—, no tanto.

—¡Pero si es adorable!

—Sin duda lo es —hacía poco que Reese tenía al perro y, si bien nunca se había considerado un amante de las mascotas, Cash y él habían sintonizado… con la ayuda de Alice—. Pero no quisiera que malinterpretaras mi… —señaló hacia su regazo—. Reacción.

Ella se tapó la boca con una mano, pero no consiguió evitar que se le escapara la risa.

Una risa que resultaba tan atractiva como la sonrisa. El bulto bajo las sábanas se movió.

—Si sigues así, no conseguiré controlarlo nunca.

—En serio, Reese —en lugar de echarse atrás, o volver a ruborizarse, ella lo reprendió—, tampoco es para tanto.

—Ni es algo por lo que avergonzarse —aunque lo estaba. ¿Qué tenía Alice que lo afectaba tanto, y tan físicamente?—. No pretendo menospreciar tu atractivo, pero a la mayoría de los tíos nos sucede por la mañana.

—¿Te refieres a cuando se despiertan?

—Sí, se llama empalme matutino o, en este caso, empalme vespertino, supongo.

—Entiendo —ella ladeó la cabeza y lo miró atentamente—. Pero, cuando llamaste a mi puerta esta mañana, estabas completamente despierto, vestido y acababas de terminar de trabajar.

Y también excitado ante la perspectiva de pasar algunos momentos de intimidad con la vecina. Consciente de que no debería confesarlo ante ella, se frotó los ojos cansados con una mano.

—Y a pesar de ello —continuó ella en tono travieso y provocador—, tuviste una… digamos…

—Erección —hablar de ello no le estaba ayudando. Reese clavó su mirada en los ojos marrones.

—Sí —Alice asintió con excesiva naturalidad—, también la tenías esta mañana —a pesar de que el tono rosado de sus mejillas se intensificó, no apartó la mirada—. Me dijiste que no me preocupara por ello.

—Ya sé lo que dije —¡por Dios cómo le gustaría besarla! De haberse tratado de cualquier otra mujer, lo habría hecho.

Sin embargo, apenas conocía a Alice, y lo que conocía le impedía forzar la situación. Y gracias al desastre del día anterior, ella ya estaba familiarizada con los riesgos de su oficio.

No era habitual que asesinos y matones, los criminales a los que estaba investigando, aparecieran en la puerta de su casa. Y menos aún lo era que lo pillaran desprevenido. Normalmente era muy bueno en su trabajo. Pero el día anterior… se había metido en un lío de primera, y Alice se había visto mezclada en ello.

Quizás por eso había soñado con ella. Se había encargado de cuidar del perro mientras él y su compañero acorralaban a su presa y, cuando todo se torció, había percibido la peligrosidad de la situación y enviado refuerzos.

—Conmigo no tienes que preocuparte de nada —Reese analizó el rostro contenido y formal que ocultaba tanta intuición, valentía y agudeza.

—De acuerdo.

—¿Así, sin más? —esa mujer era muy curiosa, otro motivo más para despertar inexplicablemente su interés por ella.

—Sé que eres una persona decente.

La muy sensata Alice. Por supuesto tenía razón. Era un hombre decente, sobre todo en lo concerniente a las mujeres. Pero con el poco tiempo que hacía que se conocían, ¿cómo podía estar tan segura de sus intenciones?

No podía.

Cierto que había adoptado un perro abandonado, un perro al que ella adoraba. ¿Y qué? Era un hombre amable y de buenos modales, vestía bien y su comportamiento era el adecuado. Pero eso no significaba nada, y ella debería comprenderlo.

Por lo que había visto hasta ese momento, parecía tener un gran instinto.

La clase de instinto que solía fraguarse con la experiencia.

Cuando ella había accedido a permitirle dormir en el sofá, Reese había considerado aprovechar ese momento a solas con ella para mantener una conversación profunda. Sentía una enorme curiosidad por la vecina, casi tan grande como la atracción que le despertaba.

Pero en cuanto ella le había preparado la cama, él se había sentado y el agotamiento lo había noqueado al instante. La conversación se había detenido.

Pero eso había sido aquella mañana.

En esos momentos disponía de todo el tiempo del mundo. Al menos del resto del día.

—Alice…

—Debería sacar a Cash. Otra vez —ella sonrió con devoción al animal—. Ambos sabemos que solo aguanta un cierto tiempo.

Esa mujer tenía la sonrisa más bonita y dulce del mundo, por supuesto, cuando sonreía. Alice no parecía ser consciente. En realidad, de no haber sido por ese perro, o la carnicería de su apartamento…

El recuerdo de la carnicería, el motivo por el que había dormido en el diminuto sofá de Alice en lugar de en su propia y espaciosa cama, le arrancó un gemido.

—¿Estás bien? —Alice interrumpió las atenciones que le prodigaba a Cash y se acercó un poco más a Reese—. ¿Resultaste herido ayer?

—Estoy bien.

Aunque muy frustrado. El día anterior, a punto de culminar una larga investigación, una maldita horda había invadido su apartamento. Amigos, sospechosos y odiosos matones. Matones asesinos. Unos matones tan feos que sus almas eran, sin duda, negras y putrefactas.

Rowdy Yates, un «testigo», menudo chiste, debería haber estado bajo vigilancia, en lugar de husmeando en su apartamento. Alice había intuido que sus intenciones no eran nada buenas y lo había telefoneado a él. En pocos minutos había llegado a su casa, justo antes de que lo hiciera también la teniente.

Todos habían sido sorprendidos por unos matones y, mientras Rowdy era apuntado con un arma, la teniente y él habían sido esposados al cabecero de la cama. El que se hubiera enfrentado en más de una ocasión a esa mujer no había hecho más que empeorar la situación. La teniente Peterson no se lo había tomado bien, y sus esfuerzos por protegerla habían sido acogidos con no poca resistencia.

En lugar de aceptar la protección que se ofrecía a todos los testigos, Rowdy había terminado siendo un objetivo de asesinato. Tenía sus habilidades, entre las que se encontraba colarse en el apartamento de Reese para husmear, pero ¿enfrentarse a dos hombres armados dispuestos a matarlo? Las probabilidades de salir airoso no habían sido muy grandes. De haber matado a Rowdy, sin duda a continuación habrían vuelto las armas contra Reese y la teniente.

Sin la ayuda de Alice, en su apartamento habría habido varios cadáveres en lugar de uno.

Y uno ya era bastante malo. No resultaba fácil eliminar la muerte de la alfombra, las cortinas y las paredes.

Por suerte, la sensata Alice había comprendido la situación y enviado al buen amigo de Reese, el detective Logan Riske, como apoyo. Logan poseía una mortífera habilidad reservada solo a unos pocos, y enseguida se había hecho cargo de la situación, no sin antes recibir un balazo en el brazo.

Durante un par de minutos había reinado el caos, prácticamente destrozando el dormitorio de Reese. Al final habían atrapado a uno de los pistoleros y a otro hombre que estaba apostado de vigía en la parte delantera del bloque de apartamentos.

El peor criminal que Reese hubiera conocido jamás había muerto al romperse el cuello. Nunca más volvería a amenazar a nadie.

Reese observó a Alice con renovado interés. Al final de la sangrienta refriega, no mucho después de que él hubiera sido liberado de las esposas, Alice había aparecido en el apartamento con una enorme pistola entre las finas y delicadas manos.

Era evidente que se le daba muy bien juzgar a las personas, claro que a él también. Y en el fondo, Reese sabía que su remilgada, a menudo silenciosa, asustadiza, tímida y endemoniadamente sexy vecina, habría empleado esa pistola con mortífera precisión.

Todo ello le helaba la sangre y, a la vez, aumentaba su interés por esa mujer y su pasado. Había muchas preguntas sin responder. Sabía que Alice era buena con su perro al que le gustaba. Y sabía, sin lugar a dudas, que quería tenerla debajo de él.

Sin embargo, hasta ese momento su relación había sido de lo más extraña, y ni siquiera conocía su apellido. Alice… algo.

Aquello era de locos.

Ella se acercó un poco más, como había hecho en el sueño.

—Tienes un moratón bastante serio.

Reese siguió la preocupada mirada hasta la muñeca y vio las feas marcas, recuerdo de cómo había intentado soltarse de las esposas metálicas, sus malditas esposas, que habían sido utilizadas contra él.

—No pasa nada —jamás se había sentido tan desvalido como cuando se había encontrado apresado, consciente de que su error podría provocar la muerte de otros. Nunca más volvería a ser pillado por sorpresa.

Con una vez bastaba.

—¿Estás herido en alguna otra parte? —preguntó Alice tras dudar un momento.

¿Aparte de en su orgullo por haber sido pillado desprevenido en su propio apartamento?

—No —lo único que quería era pasar página.

—¿Tu amigo estará bien? —ella aceptó la respuesta sin demasiada emoción.

—¿Logan? Es detective, como yo.

—Eso me pareció. Cuando lo vi ayer, supe que era de fiar.

¿De fiar? Todo lo que decía aquella mujer parecía tener un doble sentido.

—¿Del mismo modo que supiste que los otros eran peligrosos?

Alice había visto entrar a esas personas en el edificio y, de algún modo, intuido que no eran amigos. No solo era astuta, tampoco temía actuar. Gracias a Dios.

—Sí —ella lo miró fijamente—. Suelo darme cuenta.

Pero ¿cómo? Reese sentía curiosidad por saberlo. Los criminales no solían pasearse por ahí con una etiqueta en la frente. De ser así, su trabajo resultaría mucho más sencillo.

Como detective, había tratado con tipos lo bastante turbios como para haberle hecho desarrollar una especie de sexto sentido. Se daba cuenta de cosas, detalles que pasaban desapercibidos para otros.

¿Qué le había sucedido a Alice para que ella también tuviera esa habilidad?

—Logan está bien. ¿Conociste a Pepper?

—Sí, se quedó en mi apartamento, conmigo, mientras el detective Riske acudía en tu ayuda.

—Llámale Logan, seguro que insistiría en ello —Reese rememoró el instante en que se había dado cuenta de que habían disparado a Logan. El hombre no había permitido que la herida lo detuviera, hasta que la pérdida de sangre le había obligado a hacerlo—. Ahora está en casa con Pepper, curándose y, sin duda, recibiendo muchos mimos.

Sus amigos y él estaban vivos gracias a la agilidad mental de Alice, y un criminal dedicado a todo tipo de corrupción, incluyendo la trata de blancas, estaba muerto.

Reese tenía muchas cosas que lamentar acerca del desarrollo de los acontecimientos del día anterior, pero no sentía el menor remordimiento sobre lo último.

—¿Están Logan y Pepper enamorados? —Alice ladeó la cabeza.

—Él, desde luego, sí lo está —no era habitual en él ser tan indiscreto, pero las palabras surgieron de su boca—. Y eso no hizo más que incrementar la locura de todo el asunto. Los policías infiltrados no se enamoran de los testigos clave.

—¿Por qué no?

—Para empezar, por las complicaciones. No es fácil pensar con claridad cuando estás emocionalmente implicado.

—A mí no me pareció una persona muy emotiva. En cuanto le referí mis sospechas, se hizo cargo de la situación. Metió a Pepper en mi apartamento, se preparó lo mejor que pudo y nos advirtió, innecesariamente, debo añadir, que mantuviéramos las puertas cerradas.

—Pues conociendo a Pepper, debió ser un momento de risas.

—Se mantuvo en silencio casi todo el tiempo —ella sonrió ante el sarcasmo de Reese—, y parecía muy preocupada. ¿No te has dado cuenta de que Pepper también está enamorada de tu amigo?

—De acuerdo —Reese se encogió de hombros ante la seguridad manifestada por su vecina.

—¿Rowdy es su hermano?

—Sí —él se estiró e hizo una mueca de dolor mientras se frotaba la nuca y los hombros contracturados.

Sintió la mirada, claramente impresionada, de Alice sobre sus bíceps y eso contribuyó a caldearle un poco los músculos. Distraídamente, dejó el brazo en alto, unos segundos más de la cuenta, hasta comprender lo absurdo del gesto.

Maldijo para sus adentros. Esa mujer lo seducía sin siquiera intentarlo, y de un modo nada convencional.

—¿Conociste a Rowdy? —Reese no recordaba habérselo presentado, claro que estaba demasiado ocupado en otros asuntos.

—Brevemente —la atención de Alice se desvió hacia el fuerte torso y continuó hasta el abdomen.

Los músculos del policía se contrajeron a modo de respuesta.

—No estaba muy convencida sobre Rowdy. Al principio me preocupaba, por eso te llamé cuando lo vi aparecer. Pero él no es tan despiadado como los otros. Tengo la sensación de que camina sobre la cuerda floja entre lo legal y lo que encaja en su propio código moral.

—Seguramente —las palabras de Alice describían a Rowdy a la perfección y Reese la contempló estupefacto.

—¿Y la teniente?

Aunque Alice había aparecido en escena en medio de la trifulca, había identificado de inmediato a los jugadores clave.

—La última vez que la vi pisoteaba a todo el que se interpusiera en su camino mientras gritaba órdenes, como un general.

—Para ser una mujer tan menuda —él sacudió la cabeza—, manda con mano de hierro.

—Me cayó bien —Alice volvió a posar la mirada en el regazo de Reese.

—Ya supuse que lo haría —Reese se inclinó hacia delante—. Necesito algo de cafeína para poner en marcha mi cerebro. ¿Qué te parece si yo saco a Cash y tú preparas la cafetera?

El perro, que casi se había quedado dormido, dio un salto de alegría.

—Si es eso lo que quieres…

Eso ni siquiera se aproximaba a lo que quería, pero, de momento, tendría que bastar.

—Gracias —él esperó un rato, pero, viendo que ella seguía allí, parada ante él, observándolo, se envolvió con la sábana mientras se ponía de pie.

La visión del atlético cuerpo de su vecino, obligó a Alice a tomar más aire y prácticamente provocó su huida hacia la cocina. Reese pensaba que la había avergonzado y, en efecto, lo había hecho. Un poco.

Pero había mucho más, más complejo que un simple azoramiento. Había algo que no había sentido en mucho, muchísimo, tiempo.

Y se deleitó en la sensación.

Tras respirar hondo un par de veces más, ella lo llamó.

—Estará listo en diez minutos.

—Estupendo —la respuesta surgió muy cerca, pegada a su espalda.

Sobresaltada, se volvió y estuvo a punto de dejar caer la jarra.

Descalzo, y desnudo de cintura para arriba, se apoyaba en el quicio de la puerta de la cocina, a escasos metros de ella. Se había puesto los arrugados pantalones y subido la cremallera, aunque sin abrochárselos, de modo que dejaban ver el firme abdomen y la sedosa línea de cabellos rubios que desaparecían en el interior de los calzoncillos.

¡Uff! Los pantalones ayudaban, aunque no demasiado. Seguía teniendo un aspecto impresionante.

—Aquí arriba, Alice —repitió Reese, suspirando resignado ante la nueva distracción de la joven.

Sin pronunciar una palabra, ella logró la ingente tarea de devolver su atención al rostro. Dada la escasa inhibición de Reese, sospechaba que iba a tener que recordárselo a menudo.

Pero ¿cómo podía una mujer no quedárselo mirando fijamente?

La primera vez que lo había visto ya lo había catalogado como un ejemplar de primera. Su pasado la había afectado, eso seguro, pero no la había dejado ciega o estúpida.

Había necesitado no pocos esfuerzos para recordarse a sí misma su necesidad de intimidad, para no mirarlo, para ignorar las amistosas sonrisas y amables saludos.

Pero, al verlo con el perro, su destino se había sellado. Alice fue consciente de haberle entregado una pequeña parte de su corazón en cuanto había visto la paciencia que desplegaba con Cash. Reese superaba ampliamente el metro noventa, pero no resultaba en absoluto desgarbado. Su cuerpo estaba perfectamente tonificado y llamaba la atención de todo el mundo. Nadie podía ignorar su fuerza. Y sin embargo, con Cash era tan delicado…

Y el día anterior, viéndolo actuar como un héroe, haciéndose cargo de una situación con peligro de muerte, y también ocupándose de su amigo herido… ¿cómo podía alguien permanecer impasible ante él?

Completamente vestido, el detective Reese Bareden era capaz de provocar un infarto. Medio desnudo, la estaba volviendo lela de deseo.

—Me gusta fuerte —los ojos verdes de Reese emitían un destello divertido.

—¿Eh?

¡Oh cielos! Había vuelto a devorarlo con la mirada. Alice tragó nerviosamente e intentó recuperar la compostura.

—El café.

—¡Oh! —¿cómo había podido olvidarlo? Sujetó la jarra con ambas manos y sonrió—. De acuerdo.

—¿Qué sucede, Alice? —la preocupación borró la sonrisa de Reese.

—Nada.

No podía confesarle que le parecía uno de los ejemplares masculinos más impresionantes que hubiera visto jamás. La observación no era baladí, pues había conocido hombres realmente extraordinarios.

Hombres de su pasado. Hombres buenos que habían estado allí para hacer frente a los depravados.

Con solo pensar en ello, todo su cuerpo se tensó, y Alice se cerró protectoramente sobre sí misma.

—¿Alice?

La dulce y gutural voz la sacó de los negros recuerdos. El corazón acelerado recuperó el ritmo y los músculos se relajaron.

—¿Sí? —soltando un pequeño suspiro, ella intentó aparentar naturalidad.

—Esa charla. Vamos a mantenerla hoy.

Había sonado como una amenaza, pero ella estaba familiarizada con las amenazas de verdad, y Reese no la asustaba. No de ese modo. En realidad, no la asustaba de ningún modo.

—Sí, lo haremos.

La rápida aceptación pareció sorprenderle. ¿Esperaba que ella se negara? ¿Esperaba que se pusiera a la defensiva?

Lo cierto era que, en ocasiones, ni siquiera ella sabía cómo iba a reaccionar. Los recuerdos menos agradables tenían la mala costumbre de surgir en su mente cuando menos se lo esperaba.

En cuanto a los hombres, la mayor parte del tiempo se mantenía alejada de ellos. Desde luego no había planeado sentirse atraída hacia Reese, pero disfrutaba charlando con él de modo que, ¿por qué evitarlo? Jamás obtendría la información que buscaba de ella, porque era una información que no podía compartir con nadie, pero le diría lo suficiente para que se conformara.

Al menos durante un tiempo.

Cash tiró de la correa, impaciente por la demora. El adorable perro, todavía un cachorro, era famoso por mearse en el suelo cuando se emocionaba, sentía curiosidad por algo, necesitaba mear… en realidad, prácticamente por cualquier cosa.

Por suerte, los dos apartamentos tenían el suelo de linóleo, lo que facilitaba notablemente la limpieza.

Tras otra prolongada mirada, Reese asintió y se alejó con el perro. Alice salió de la cocina, mirándolo con cálida admiración. Los desordenados cabellos rubios y la sombra de una barba incipiente le hacían parecer aún más atractivo. Los torneados músculos se contraían… por todas partes. En los anchísimos hombros, la espalda, los fuertes brazos, y los aún más fuertes muslos.

Reese abrió la puerta.

—¿Vas a salir así? —a Alice se le cortó la respiración.

Él miró hacia abajo y se encogió de hombros, como si no tuviera un cuerpo capaz de detener el tráfico y los corazones al mismo tiempo.

—¿Por qué no?

—Estás… indecente —¡ese hombre iba prácticamente desnudo! Ni siquiera se había abrochado los pantalones.

—No tardaré mucho —comprobó que la puerta permanecía abierta y salió.

Capítulo 2

Alice permaneció perdida en sus pensamientos hasta que recordó que tenía que preparar café.

Nunca se le había ocurrido que tendría a un hombre en su apartamento. Desde luego no a un macizo detective de policía y, mucho menos, que se quedara a dormir. Era normal que se sintiera descentrada.

Acababa de preparar el café cuando se le ocurrió que a Reese quizás también le apetecería algo de comer. Para ella era la hora del almuerzo, pero él ni siquiera había desayunado aún.

Quizás tampoco hubiera cenado la noche anterior. Se había encontrado con un grave conflicto al volver del trabajo, y dudaba que le hubiera dado tiempo de relajarse, mucho menos disfrutar de una comida. Y un hombre de su envergadura sin duda necesitaba un buen sustento.

El día anterior había estado repleto de chicos malos que iban de un lado a otro, chicos buenos que husmeaban, disparos y arrestos, muertes y ambulancias. Alice se estremeció y se rodeó la cintura con los brazos.

El mortífero escenario también había contribuido a su inquietud. Tener a Reese en su sofá, al alcance de la mano, le había proporcionado una sensación de seguridad que ningún arma podría haberle dado. Incluso tener a Cash a sus pies resultaba tranquilizador. Las personas seguían haciéndola sentirse incómoda, pero los animales no prejuzgaban y resultaban muy acogedores y ella se sentía muy a gusto con ellos.

Reese lo ignoraba, pero ser la niñera de Cash era el mayor de los regalos que podría haberle hecho. Hasta que le había propuesto el trato unos días atrás, ella no había sido consciente de lo que suponía tener a otro ser vivo respirando junto a ella. Suspiró. Habían pasado varios minutos y decidió preguntarle a Reese qué le apetecía comer.

Salió del apartamento y cerró la puerta con llave. No volvería jamás a correr riesgos con la seguridad. Levantó la vista hacia el apartamento de Reese. A diferencia de lo que sucedía en las películas, no había ninguna cinta de la policía sobre la puerta. Sin embargo, Reese le había comentado el día anterior que sus colegas preferían que se mantuviera fuera de la casa hasta que hubieran terminado de recoger las pruebas forenses, tomar fotos, o lo que fuera que tuvieran que hacer. En realidad no tenía ni idea del procedimiento policial. Aparte de Reese, nunca había conocido a un buen agente.

Sí había conocido, en cambio, a unos cuantos hombres turbios que se jactaban de portar la placa, pero no el honor que debería conllevar el trabajo. El día anterior había conocido a unos buenos policías.

Había aprendido a reconocer la diferencia de la manera más dura.

El recuerdo de los últimos sucesos hizo que le sudaran las manos. Cierto que Reese solo había acudido a ella porque su apartamento había quedado destrozado, pero de todos modos se alegraba. Aunque se había mostrado muy valiente, no tenía ninguna gana de quedarse sola.

Tal y como había hecho infinidad de veces, empujó los malos recuerdos al fondo de su mente y bajó las escaleras hasta el portal con su doble puerta de cristal.

Antes de salir a la calle vio a Reese de pie en la sombra, la correa de Cash suelta en la mano.

Dos vecinas, una hermosa rubia con pechos inflados y una bonita morena, lo miraban con adoración mientras los tres charlaban.

Llevaban mallas para correr y sujetadores deportivos que dejaban al descubierto una buena cantidad de piel. Y estaban excesivamente pegadas a él para estar manteniendo una simple conversación.

Sin pensárselo dos veces, sin tener siquiera tiempo para procesar su reacción, Alice se encontró cruzando el patio en dirección a Reese y Cash. Con un movimiento brusco, le arrebató la correa del perro.

—Alice —él la miró sobresaltado.

El corazón de Alice se golpeó dolorosamente contra las costillas. No era justo que un hombre con los cabellos revueltos, y sin afeitar tuviera ese aspecto.

—El café está listo —Alice miró a las mujeres mientras arrojaba las llaves de su casa en la mano de Reese—. Yo me ocuparé de Cash y tú puedes volver adentro y tomarte una taza.

—Vaya, gracias, Alice —la expresión de Reese cambió de la sorpresa a la diversión—. Tu hospitalidad no tiene límites.

¿Cómo había que responder a algo así?

Con una sonrisa satisfecha, él le acarició la mejilla, saludó a las otras dos mujeres y se dirigió al interior del edificio. El brillante sol iluminaba sus hombros y arrancaba destellos dorados de sus rubios cabellos. Aunque iba descalzo, no caminaba con cuidado, sino como un hombre que tenía la situación bajo control, confiado de sí mismo y de cuanto le rodeaba.

Alice fue consciente de que no era la única que se había fijado y carraspeó exageradamente.

—Lo siento, cielo —la rubia rio—, pero soy incapaz de apartar los ojos. Es un hombre impresionante.

La mujer morena asintió y dirigió su mirada a Alice.

—¿Hay algo entre vosotros dos? —preguntó con evidentes dudas.

¿Algo? De repente, Alice lo comprendió.

—¿Cómo? ¡No!

Siguió la mirada que la joven deslizaba sobre ella. No era mona y menuda como la morena, ni tenía las curvas que exhibía la rubia. Era, simplemente, ella misma, normalita, discreta, invisible la mayor parte del tiempo.

¿Acaso no se lo habían recordado hasta la saciedad?

«Gracias a Dios».

—Solo somos vecinos.

—Sí, claro, eso es —la amigable rubia sonrió—. Ojalá fuera yo también esa clase de vecina. Se lo he sugerido, pero Reese siempre me está esquivando.

—¿De verdad le has sugerido que…?

—Que nos acostemos, pues claro. Y, créeme, no he sido nada sutil —la mujer soltó una carcajada—. Supuse que me había rechazado porque vivíamos demasiado cerca para que resultara cómodo, en el mismo edificio de apartamentos y todo eso. Pero, si ha pasado la noche contigo, no debe suponer ningún problema para él.

Las mujeres la miraron fijamente. Aguardaban una explicación. ¿Por qué había tenido que intervenir? No tenía ningún derecho sobre Reese, debería haberse mantenido al margen.

Pero había irrumpido en la conversación, comportándose como una novia posesiva, dándoles motivos para especular. Marcharse sin más no solo sería una grosería, les daría más motivos para chismorrear.

—¿Vivís aquí las dos? —preguntó mientras ganaba tiempo y decidía cómo proceder.

—En el piso de arriba —le informó la morena—. Ella vive a un lado de Reese y yo al otro.

—¿A que suena de lo más travieso? —la rubia volvió a reír—. Conocemos a Reese desde hace tiempo.

—Qué… bien —las sienes de Alice martilleaban con fuerza.

—He oído a Reese llamarte Alice —la rubia procedió a las presentaciones—. Yo soy Nikki y ella, Pam.

—Hola —salvo por Reese, ella había conseguido mantener las distancias con todos los vecinos. Y de repente había despertado la curiosidad de las admiradoras del detective.

Consciente de que acababa de complicarse la vida, Alice devolvió su atención a Cash. Quizás podría distraer a las mujeres jugando con el perro…

Pero no, Cash se tumbó al sol y parecía tan a gusto que no tuvo corazón para molestarlo. El perro no iba a ayudarla.

—Si vivís tan cerca de Reese —Alice sonrió—, ya estaréis enteradas de lo que sucedió ayer.

—¿Te refieres a lo que sucedió entre vosotros dos? —Pam enarcó las cejas.

—¡No! —por el amor de Dios, qué idea—. No sucedió nada entre nosotros.

Nikki sonrió.

—Hablaba de la intervención policial que tuvo lugar en su apartamento.

—Estuvimos fuera toda la noche —intervino Pam.

—Y gran parte de la mañana —añadió la morena—. ¿Qué pasó?

—Ayer vi a una persona entrando en el apartamento de Reese —Alice hizo un resumen con la esperanza de acabar cuanto antes con aquello—, y le avisé.

—¿Tienes su número de teléfono? —preguntó Pam incrédula.

—Pues… sí —ella quiso llorar. Pam y Nikki saltaban sobre cada palabra que pronunciaba. Señaló hacia Cash—. Cuido al perro cuando él está trabajando, por eso fue necesario intercambiar los números.

Las dos mujeres contemplaron al perro con desprecio.

—Se mea por todas partes —se quejó Nikki—. Yo le encerraría en la perrera.

—Aún es un cachorro —Alice frunció el ceño—. Está aprendiendo.

—¿Entonces es el perro de Reese? —Pam no lograba abandonar el gesto de disgusto—. Yo pensaba que era tuyo, dado que suele ser a ti a quien veo sacándolo.

—Yo se lo cuido. Hace poco que Reese lo tiene, pero, siendo un detective, sus horarios pueden ser poco convencionales. Y Cash todavía necesita mucha atención, por no mencionar las pautas.

—De modo que ayer, cuando dices que alguien entró en su apartamento —Nikki había perdido todo interés por el perro—. ¿Estaban robando a Reese?

—No exactamente. Fue… —no sabía muy bien hasta dónde podía contar y optó por suavizar la verdad—. Una especie de pelea, nada más. Todo terminó bien cuando apareció otro detective. Pero el apartamento de Reese quedó un poco… revuelto.

Con agujeros de bala, sangre y un cadáver en el suelo.

—Tras los arrestos, Reese tenía mucho que hacer —continuó ella—, mucho papeleo, de modo que regresó tarde —más bien pronto—. Su apartamento sigue siendo la escena de un delito.

—¿Y por eso acudió a ti? —Pam seguía mirándola incrédula. La explicación, al parecer, le traía sin cuidado.

—Durmió en mi sofá —Alice se encogió de hombros.

—¿En tu sofá? —Nikki se llevó una mano al corazón en un gesto de dramatismo—. Yo lo habría arrastrado hasta el dormitorio.

—O me habría acoplado con él en el sofá —Pam sonrió

—No tenemos esa clase de relación —explicó Alice a disgusto.

En realidad, no estaba segura de qué clase de relación mantenían. En un par de ocasiones, Reese le había hablado de atracción, pero seguramente estaría bromeando, ¿no?

Y, si no era broma, ¿qué era entonces?

—Cielo —exclamó Nikki en tono lastimero—, qué tortura debe haber sido para ti tener a un hombre como ese tan cerca sin poder disfrutar de las ventajas.

—No obstante, para nosotras es una buena noticia —Pam le propinó un codazo a su amiga—. Sigue disponible.

—¿De modo que las dos estáis interesadas en Reese? —preguntó Alice boquiabierta, incapaz de imaginarse cómo podría funcionar. ¿Ninguna de las dos era celosa?

—Yo hago lo que puedo para llamar su atención —Pam se encogió de hombros—, pero Reese es un maestro a la hora de ser amable sin dar demasiados ánimos.

—Yo me acostaría con él en un abrir y cerrar de ojos a la menor señal. Es tan deliciosamente fuerte y musculoso.

Fuerte y musculoso no eran atributos que Alice admirara habitualmente. No en un hombre que mostraba un excesivo interés por ella.

Pero, por algún motivo, Reese le parecía diferente, y lo cierto era que su corazón se aceleraba cada vez que estaba cerca.

—Es muy compasivo —observó, haciéndose merecedora de una mirada de extrañeza por parte de Nikki y Pam—. ¡Es verdad! Salvó a Cash. Alguien había metido al perro en una caja de cartón y lo había abandonado en medio de la calle.

—Seguramente porque se mea por todas partes —Nikki soltó una carcajada.

A Alice no le parecía nada divertido. ¿Cómo podía alguien ser tan desalmado? Por suerte, Reese había sentido curiosidad por la caja y, en cuanto hubo descubierto a Cash, lo había llevado al veterinario, adoptado y amado. Cierto que pasaba mucho tiempo fuera de casa, pero siempre se aseguraba de que alguien cuidara del perro.

Ella.

—Reese es uno de los hombres más amables que he conocido jamás —ella suspiró.

—Sí —Nikki volvió a reír—, y a pesar de su atlético cuerpo e impresionante rostro, fue su amabilidad lo que llamó tu atención, ¿verdad?

No, la verdad era que no había sido esa la cualidad de Reese la que había llamado su atención, pero sí lo que había atravesado el muro con el que se protegía.

—También es un detective de policía honrado y protector.

—Y mientras nosotras nos dedicamos a charlar —Pam bufó—, puede que en estos momentos ese fornido policía esté en la ducha—dio una palmadita en el hombro de Alice y empezó a alejarse con Nikki—. Si yo fuera tú, me apresuraría a reunirme con él.

—Diviértete por mí, Alice —Nikki siguió a Pam sonriente—. ¡Y mañana queremos conocer los detalles más jugosos!

Alice estaba demasiado estupefacta para decir nada. Hasta el último comentario de Pam, no se le había ocurrido que había dejado a Reese Bareden, un detective, solo en su apartamento.

¡Por Dios santo!

A saber lo que podría encontrar si se decidía a husmear un poco. Y, para un detective, husmear era seguramente algo natural.

—Cash, vamos chico. ¡Vamos!

Con las orejas tiesas y los ojos brillantes, el perro se levantó de un salto, siempre preparado para vivir una emocionante aventura.

Y eso era muy conveniente porque, en opinión de Alice, allí donde estuviera Reese Bareden, nunca faltaría la emoción.

Mientras Alice remoloneaba ahí fuera, hablando de a saber qué, Reese echó un rápido vistazo a su apartamento. El dormitorio era sencillo hasta límites casi dolorosos, nada que ver con la mayoría de los dormitorios femeninos. En lugar de una colcha con volantitos, la cama de matrimonio estaba cubierta por un sencillo cobertor en color beige. Las prácticas cortinas estaban abiertas para dejar pasar la cálida brisa veraniega. No había ni una sola prenda de ropa a la vista. Y, aparte de una foto sobre la cómoda, el resto de las superficies estaban despejadas. Reese se acercó a la foto para verla mejor.

En la imagen, Alice lucía los cabellos más cortos y, junto a ella, se sentaba una chica algo más joven. ¿Su hermana? Tenían los mismos ojos, color de pelo y sensual boca. Su vecina parecía feliz, como nunca la había visto.

Despreocupada.

Relajada.

La Alice que él conocía nunca miraba con esa calma y el contraste con la foto le inquietó.

A continuación se acercó al armario para echar un vistazo al interior.

El vestuario, muy básico, estaba dispuesto ordenadamente en perchas, y los zapatos alineados en el suelo. Una caja de zapatos en una estantería llamó su atención y la bajó para inspeccionar su contenido.

Allí estaba la pesada Glock que había llevado a su apartamento el día anterior. De nuevo recordó el arma en sus manos y la mirada en sus ojos.

—Mierda —tras devolver la caja a su lugar, cerró la puerta del armario y se dispuso a abandonar la habitación, pero antes dudó y optó por mirar debajo de la cama.

No había ni una mota de polvo, aunque sí encontró una mortífera porra extensible. Frunciendo el ceño, abrió el cajón de la mesilla de noche y encontró una Taser.

—Hijos de perra.

¿Contra cuántos tipos creía tener que defenderse? ¿Y qué demonios le habían hecho para que considerara necesario tener todas esas armas?

No le encontraba ningún sentido. Alice era muy introvertida. Dolorosamente seria y retraída. Con una especie de tranquila… dignidad. Le recordaba a su profesora de tercero, pero sin el moño y las medias de compresión. Frunció los labios, asqueado con la comparación, sobre todo dado lo mucho que esa mujer lo excitaba.

Tenía que haber algo más.

Al principio, Alice lo que fuera, en serio debía averiguar su apellido, le había parecido un desafío. No solía pecar de vanidoso, pero no resultaba indiferente a las mujeres, de modo que su desinterés le había despertado la curiosidad.

Más tarde había percibido esa extraña intensidad que había en ella, el modo en que miraba a su alrededor cada vez que salía a la calle, casi como si esperara encontrarse con el hombre del saco. ¿Por qué una mujer joven de clase media, que vivía en un buen barrio, iba a necesitar tantas medidas de precaución incluso en pleno día?

Su dulzura era como un reclamo. Los grandes y oscuros ojos. Los sedosos cabellos.

Y esos delicados y carnosos labios…

La primera vez que la había visto sonreír, a su perro, una chispa había saltado en su interior. Reese no podía explicarlo, como no podía negarlo, pero algo en esa mujer lo excitaba profundamente.

Era ver esa sensual sonrisa suya y se ponía duro.

Consciente de que podría regresar en cualquier momento, Reese registró el cuarto de baño, pero solo encontró los habituales productos femeninos. Ningún medicamento, salvo algún analgésico, y pastillas para el catarro.

En el dormitorio de invitados, que hacía las veces de despacho, encontró el tesoro. Con tiempo suficiente, seguramente descubriría toda clase de información en esa elaborada red informática. Unos archivos se apilaban en la esquina del escritorio, junto a una memoria externa. El correo llenaba una bandeja. Le bastaría una ojeada para averiguar su apellido. Todo estaba tan pulcramente organizado que repasarlo todo sería muy fácil.

Pero también sería una imperdonable invasión de su intimidad.

Peor que husmear en los armarios y bajo las camas.

Por Dios, qué tentador era…

Haciendo acopio de toda la integridad de que era capaz, Reese cerró la puerta. Hablaría con Alice. Le haría algunas preguntas y, con suerte, conseguiría algunas respuestas, y entonces decidiría cómo proceder.

Después de ver la pistola, la porra y la Taser, necesitaba urgentemente ese café.

Minutos más tarde, acababa de sentarse a la mesa con la segunda taza cuando la puerta se abrió de golpe y Alice irrumpió con Cash pisándole los talones.

—¿Qué pasa? —Reese se incorporó en la silla.

Ella se detuvo bruscamente, jadeando. Cash la miró, miró a Reese, y retorció las orejas como si esperara instrucciones.

—¿Alice?

Tras suspirar ruidosamente, ella sacudió la cabeza.

—No pasa nada —cerró la puerta y se limitó a quedarse allí de pie.

—¿Te apetecía echarte una carrerita? —¿alguna vez entendería a esa mujer?

Pues claro que lo haría.

—No tenía ni idea de que pudieras moverte a tanta velocidad —con la taza de café en la mano, él se levantó de la mesa—. Tienes la frente empapada de sudor. ¿Has venido corriendo?

Alice lo miró inexpresiva un instante antes de recorrer el apartamento con la mirada, como si buscara señales de su intrusión.

Que buscara. Reese había doblado las sábanas, colocado su ropa junto a la puerta. Incluso se había abrochado los pantalones.

Sin embargo, no estaba dispuesto a ponerse una camiseta, no cuando su torso desnudo provocaba esa mirada de apreciación. Y hablando de apreciación…

Reese se acercó.

—¿Qué haces? —ella lo miró fijamente a los ojos.

—Saludar a mi perro —con delicadeza, tomó la correa de la pequeña mano y soltó a Cash antes de arrodillarse—. ¿Me has echado de menos, Cash? ¿Eso has hecho?

—Le hablas como si fuera un bebé —Alice lo miró.

—Le gusta —y para subrayar sus palabras, continuó en la voz más ridícula que fue capaz de producir—. ¿Verdad, chico? Pues claro que sí.

—Siento haber irrumpido —balbuceó ella.

¿A qué venía eso? Lentamente, para no sobresaltarla, Reese se incorporó.

—Vamos a la cocina. Ya voy por la segunda taza, pero con lo aturdido que me siento hoy, puede que necesite la jarra entera.

—De acuerdo —Alice lo precedió—. Iba a ofrecerte un desayuno. O almuerzo —se detuvo ante el fregadero y se volvió hacia él—. ¿Qué te apetece?

La pregunta tenía su miga y, siendo hombre, a su mente acudieron un montón de respuestas inapropiadas. Pedo, dado el arsenal y los secretos que guardaba su vecina, fue directamente al grano, saltándose las bromas.

—Me gustaría alguna explicación —o dos o tres. Reese se sirvió otra taza de café, para lo que tuvo que acercarse mucho a ella, y comenzó por la última frase—. ¿Y exactamente cuándo has irrumpido?

—Ahí fuera. Con tus amigas.

Interesante. ¿Qué justificación tendría para ese numerito?

—Querías que me tomara el café —él levantó la taza a modo de saludo—. Lo cual agradezco.

—En realidad no —Alice se frotó la frente—. Quiero decir que sí, que quería que te tomaras el café, por supuesto. Pero yo… yo no sé en qué estaba pensando. Te vi ahí fuera con esas mujeres y, de repente, me encontré comportándome como una esposa celosa.

¡Vaya! Reese la miró fijamente, pasmado. Lo había confesado como si tal cosa. Sin ninguna reserva.

Sin ningún instinto de conservación.

—Insisto —continuó ella en el mismo tono neutro—. Lo siento.

—No pasa nada —él se recuperó de la impresión y abrió la nevera, de la que sacó unos huevos.

—Son muy atractivas —Alice frunció el ceño.

—¿Nikki y Pam?

—No finjas ser tan ingenuo.

—De acuerdo —si ella quería saberlo, se lo diría—. Son endemoniadamente sexys —él sonrió como un pecador, o como un hombre dispuesto a provocar—. Y lo saben.

—Esto resulta muy incómodo —Alice se acercó a él y sacó el beicon de la nevera.

No se comportaba como si se sintiera incómoda. Se comportaba como si fuera normal para ella mantener una conversación tan extraña.

—Conmigo no debería haber incomodidad.

—Si lo entendí bien, ¿intentaban despertar tu… interés? —ella lo miró antes de volverse para buscar una sartén.

—Esas dos son incansables en su persecución —Reese añadió la dosis justa de queja en el tono de voz para sonar cómicamente lastimero.

—Pobrecito. Qué horrible debe ser tener a unas mujeres endemoniadamente sexys coqueteando contigo.

El sarcasmo, por inesperado, le encantó.

—Dado que no tengo ningún interés en liarme con ninguna de las dos, ni siquiera para un revolcón de una noche, empieza a resultar tedioso.

—¿Entonces las has rechazado de verdad? —preguntó ella antes de aclararle—, eso dicen ellas. Me contaron que no paraban de intentarlo, ni tú de esquivarlas.

Reese asintió.

—¿Es por la proximidad? Eso opina Nikki.

Dado que ese mismo argumento habría situado a Alice fuera de los límites, él sacudió la cabeza.

—Quizás haya contribuido un poco. Pero, básicamente, el problema es que ambas son muy bebedoras y amantes de las fiestas.

—¿Y tú no?

—¿Cuándo fue la última vez que me viste irme de fiesta?

—No estoy pendiente de tu agenda.

Chorradas. Alice estaba demasiado pendiente de todo y de todos como para no haberse dado cuenta. Incluso sin sus agudas dotes de observación, no le pasaría desapercibido un hombre de su envergadura. Gracias a una buena jugada de la genética familiar, poseía tanto la estatura como la fuerza.

Tanto hombres como mujeres se fijaban en él. Sin embargo, Alice ni se había dado cuenta de que existía hasta la aparición de Cash.

—Trabajo demasiado —él se dispuso a calentar la sartén—, y cuando tengo algo de tiempo libre, me gusta estar con los amigos, lo cual suele implicar deportes, pesca y esa clase de cosas —abrió un cajón y encontró una paleta—. Y un par de veces por semana me gusta ir al gimnasio para desconectar.

—Pareces —Alice carraspeó—, en muy buena forma.

—Gracias —estaba en una excelente forma, pero si ella deseaba subestimarle, no sería él quien se lo discutiera.

Alice sacó el pan para las tostadas. Era interesante comprobar lo bien que se sincronizaban para preparar juntos el desayuno.

—Otro aspecto en contra de Pam y Nikki es que no les gustan los perros —Reese sonrió al ver cómo Alice esquivaba a Cash sin quejarse, proporcionándole una caricia o palmadita ocasional.

—¿Y eso es importante para ti?

—El perro y yo vamos en el mismo lote —Reese empezó a echar el beicon en la sartén—. Ámame, pero ama también a mi perro.

El silencio se hizo dueño. ¿Le había escandalizado el verbo «amar», cuando no lo había hecho compararse a sí misma con una esposa celosa? Un misterio más.

—Bueno, Alice, mientras preparamos el desayuno, ¿por qué no charlamos?

—De acuerdo —ella llenó dos vasos con zumo de naranja—. Pero antes, ¿te importaría decirme qué encontraste mientras husmeabas por mi apartamento?

Reese se quedó inmóvil. No estaba seguro de si era un farol o si…

—Sé que lo hiciste, Reese.

—Das por hecho…

—Lo sé.

—Dispones de todo un arsenal —él al fin cedió—. ¿Te importaría explicarme el motivo?

—Para protegerme —ella se encogió de hombros.

—La mayoría de la gente lo consigue con una sola arma.

—¿Y bien? —Alice evitó su mirada y le dio la vuelta al beicon con un tenedor—, ¿qué encontraste?

—Una Glock en el armario del dormitorio, una Taser en la mesilla de noche…

—¿Registraste mi mesilla de noche?

Curiosa reacción.

—Lo bastante para ver la Taser, sí —él observó el ceño fruncido de Alice—. También vi la porra bajo la cama.

—¿Y ya está? —preguntó ella con gesto tenso.

—¿Hay más? —¡no podía ser!

Tras apenas un instante de duda, Alice bajó el fuego de la sartén, le tomó una mano y lo condujo fuera de la cocina, pasillo abajo.

Reese estaba tan sorprendido por el contacto físico que apenas se fijó en Cash que les seguía de cerca. Al parecer, el perro iba allí donde fuera Alice.

Después de entrar en el dormitorio, ella lo soltó y señaló detrás del inodoro. Él frunció el ceño y se inclinó para ver… un revólver pegado con adhesivo a la cisterna. No estaba a la vista, y solo alguien que supiera dónde estaba lo encontraría.

A punto de decir algo, vio que ella se daba media vuelta. De modo que la siguió junto a Cash. Alice entró en el despacho, apartó la silla del escritorio y la inclinó para mostrar otra Taser y un móvil pegado bajo el asiento.

—¡Jesús! —Reese deslizó una mano por la cabeza—. ¿Qué más hay?

Porque, por algún motivo, sabía que había más.

Ella regresó a la cocina, abrió el cajón de un armario y sacó una linterna, otro móvil, un cuchillo enorme, una maza y una pistola eléctrica.

—Prefiero la Taser, para no tener que acercarme, pero tengo esta pistola eléctrica por si acaso.

Todos los músculos del policía se tensaron ante la desapasionada exhibición de armas.

—¿Por qué?

Aquello era una maldita fortaleza y tenía que haber algún motivo.

—No quiero que me hagan daño.

A diferencia del tono de voz de Reese, el de Alice era suave, y algo frío. Él no se imaginaba qué podría haber provocado la necesidad de tomar tantas precauciones.

—De nuevo —susurró ella mirándolo con sus enormes ojos marrones.

Los peores temores del detective quedaron confirmados.

Capítulo 3

Alice devolvió metódicamente todos los objetos al cajón. Oía el latido de su propio corazón, sentía el pulso acelerado, pero por fuera todo era calma y control.

Solo Dios sabía lo buena que era en eso.

Durante largo rato, Reese permaneció en silencio y ella no estuvo segura de cómo iba a reaccionar.

Pero, cuando al fin se movió, fue tan solo para darle la vuelta al beicon.

—Pareces muy hábil en la cocina —ella cerró el cajón e intentó entablar una conversación. En realidad, ese hombre parecía hábil en todo—. ¿Te apetece preparar también los huevos o lo hago yo?

—Tú siéntate. Yo me ocupo.

De acuerdo. Su tono de voz se acercaba mucho a la indiferencia, desde luego no lo que se había esperado de un detective. Sacó una silla y Cash se apresuró a sentarse a sus pies.

—¿Tienes permiso para todas esas armas?

—Sí —contestó ella tras unos segundos de silencio.

—Ya…

—Quédate aquí, Cash. Enseguida vuelvo —Alice se dirigió a su despacho, comprobó que Reese no la había seguido y sacó los papeles ocultos en la rejilla de ventilación. En su interior encontró varios permisos. Localizó los que necesitaba, devolvió el resto a su escondite y regresó junto al detective—. Aquí tienes.

—Si los compruebo, ¿encontraré que son legales?

—Eso espero.

—Las cosas que dices, y cómo las dices… —Reese sacudió la cabeza.

—Sí, son legales —se corrigió ella. Ni por un segundo dudaba de ello. Todo lo que tenía, incluyendo cada arma, soportaría el mayor de los escrutinios.

El beicon olía deliciosamente y el detective lo dispuso sobre un plato antes de empezar a preparar los huevos.

—¿Cuántos quieres?

—Uno, por favor —Alice se deleitó con el espectáculo.

Reese, sin camiseta, los músculos tensándose mientras cascaba los huevos, los pies descalzos plantados sobre el suelo de linóleo. No le resultaría difícil acostumbrarse a verlo en su cocina.

—La mayoría de las mujeres desearán cocinar para ti.

—Puede —él tomó otro sorbo de café y la miró—. Por suerte tú no sigues los estereotipos.

No, no podía hacerlo. No se parecía a la mayoría de las mujeres. Cualquier comparación resultaría complicada de hacer.

—¿Sabe alguien más lo de tu arsenal? —Reese seguía con la vista fija en ella.

—No —nadie que él conociera. No le gustaba tener que mentirle, pero no tenía elección.

—Te has tomado demasiado tiempo para contestar.

—Lo siento.

—Entonces, ¿por qué me lo has contado a mí? —Reese se volvió para darle la vuelta a los huevos.

—Me estaba preguntando lo mismo —Alice sacudió la cabeza—. Y te agradecería que no se lo revelaras a nadie.

—¿Y a quién iba a contárselo?

—A tu amigo, el detective Riske. O a la teniente Peterson. Preferiría no tener que responder preguntas complicadas.

—De acuerdo —él dispuso los platos sobre la mesa—. A no ser que resulte estrictamente necesario revelárselo a alguien, guardaré tu secreto —las tostadas saltaron de la tostadora y Reese las untó con mantequilla.

—No es un secreto, más bien mi asunto privado y personal.

Él le ofreció una servilleta, le acarició la mejilla y se sentó.

A pesar de que el detective comía sin presionarla, Alice era consciente de que seguía esperando una respuesta.

—Es muy raro —observó ella tras mordisquear el beicon—, pero creo que confío en ti.

—Eso ya es un comienzo.

—Soy buena juzgando a la gente —le explicó Alice—. Tú eres de fiar.

—¿Lo dices porque soy un policía?

—No —ella soltó una carcajada antes de cubrirse la boca con una mano al comprender el penoso efecto que había producido—. No, ser un agente de la ley no tiene nada que ver.

—Por desgracia, tienes razón —Reese comía con apetito.

—¿Por qué dices eso?

—Lo que sucedió, me refiero al tiroteo en mi apartamento. Hay unos cuantos policías en el cuerpo que no son honestos, no son buenos policías. La teniente hace lo que puede para eliminar la corrupción, pero no es fácil. Un mal policía es una catástrofe. Varios trabajando juntos, y todo el departamento queda comprometido.

—¿Y tu amigo Logan?

—Tan de fiar como el que más.

—Eso me pareció.

El día anterior, Logan Riske había aparecido con su hermano y Pepper Yates. Alice lo había estudiado largo rato, lo bastante para reconocer en él la misma actitud que tenía Reese.

En un rapto de fe, le había hablado acerca de los intrusos que estaban con Reese en su apartamento.

—¿Otra de tus intuiciones? —él se bebió la mitad del zumo de naranja—. Debo decir, Alice, que me gustaría saber cómo lo haces. ¿Cómo consigues distinguir lo bueno de lo malo con solo un vistazo?

El silencio que se hizo fue tal que se oía a Cash roncar bajo la mesa. Alice terminó de comer una loncha de beicon mientras se preguntaba por dónde empezar y decidía que, en realidad, no importaba dado que el relato iba a terminar igual.

—Me secuestraron.

Todos los sentidos de Reese se agudizaron, su atención, la postura. Su preocupación por ella. Y algo más, algo muy parecido a la ira.

«Porque, además de ser un buen policía, es un buen hombre y se preocupa por los demás».

—¿Te secuestraron?

—Y me mantuvieron cautiva —cómo odiaba expresarlo en voz alta.

—¿Cuándo? —Reese se acercó más a ella—. ¿Durante cuánto tiempo?

No estaba dispuesta, ni se sentía capaz, de elaborar una respuesta. Alice sacudió la cabeza.

—Lo único que importa es que me escapé. Y ahora que estoy libre, no corro riesgos. No te puedo decir más.

—Necesito saber más.

—Lo siento, pero no.

—¡Maldita sea, deja de disculparte! —él se echó bruscamente hacia atrás.

—Sinceramente, Reese —ella sonrió ante el estallido—, no esperaba contárselo jamás a nadie. No me gusta recordarlo. Y, desde luego, no quiero hablar de ello —sumida entre la confusión y los conflictos, hundió una mano en el pelaje de Cash. El contacto con el perro siempre la ayudaba a recuperar la compostura. Y, curiosamente, estar junto a Reese despertaba en ella otra clase de emociones. Unas emociones que había temido no volver a sentir jamás. Sin duda significaba algo, pero ¿el qué? No le resultaba fácil encontrar las palabras adecuadas—. La cuestión es que tú me gustas, y eso que durante muchísimo tiempo no me gustaba nada ni nadie, ni siquiera yo misma.

Reese permaneció inmóvil y en silencio.

—Me acostumbré a sentirme… —no quería dramatizar, pero solo servía una palabra—. Fea —por dentro y por fuera.

—No lo eres —afirmó él con rotundidad.

Era la clase de hombre agradable que haría todo lo posible por tranquilizarla, pero ella no necesitaba eso de Reese.

—Y entonces decidí que era simplemente del montón.

—Para nada —Reese apoyó los brazos sobre la mesa y se inclinó de nuevo hacia delante.

—Por el modo en que me miras —la respiración de Alice se aceleró—, sé que no lo crees.

—Explícame por qué lo crees tú.

No. No podía hacerlo. Por muchas razones, no todas suyas. Era imposible dar más detalles.

—No puedo.

—¿No puedes o no quieres?

—Las dos cosas, supongo —haciendo acopio de coraje, se zambulló en los ojos verdes y vio reflejada simpatía en ellos.

Pero ella no merecía simpatía. Ella no merecía nada.

No después de lo que había hecho, después de lo que había permitido que ocurriera.

Qué cobarde había sido. Pero nunca más lo volvería a ser.