Marcas del ayer - Silvana Alicia Farré - E-Book

Marcas del ayer E-Book

Silvana Alicia Farré

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Beschreibung

Marcas del ayer es una apasionada y romántica historia de amor enmarcada en el contexto político de la dictadura militar argentina de los años setenta. Un secreto guardado casi hasta la tumba, la búsqueda de los orígenes de Benjamín, la nueva identidad de María Clara y su pálpito develado por un sueño se conjugan y entrelazan en esta trama de idas y vueltas en el tiempo. Desde el periodo del Proceso de Reorganización Nacional hasta el 2017, Benjamín y Julieta, junto a María Clara convertida en Elena, van conociéndose y descubriendo los misterios e interrogantes que los unen. ¿Serán capaces de aprender del dolor y comenzar una nueva vida? ¿Podrá el amor curar las heridas del pasado? ¿Lograrán realizar ese camino interior hacia la búsqueda de sus propias identidades, conectando esas huellas e indicios que tuvieron su origen en el pasado?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Farré, Silvana Alicia

Marcas del ayer / Silvana Alicia Farré. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

290 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-685-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Farré, Silvana Alicia

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Marcas del ayer

Un amor que trasciende el tiempo

CAPÍTULO I

La pérdida

La Perla, Córdoba, 1 de agosto de 1976

El frío calaba lo más hondo de su ser. Apenas un murmullo se escuchaba a lo lejos. Unos pasos y el tintineo de unas llaves se hacían cada vez más abruptos. El cuerpo, lleno de moretones a causa de los golpes, ya casi no le respondía. Los ojos, vendados la mayor parte del tiempo, le generaban una ansiedad y nerviosismo desesperantes.

Poco había dormido debido a los dolores y el frío. Un colchón hecho de paja y una manta de lana era todo lo que poseía para poder descansar. El silencio era grande, a los detenidos no se les permitía hablar. Solían hacerlo cuando iban al baño o en las duchas, pero ella ni en esos momentos emitía palabra. Sabía que a todas las detenidas las espiaban y, muchas veces, las ultrajaban. Debía proteger al hijo que llevaba en su vientre.

La puerta se abrió estrepitosamente.

—¡Vos, morocha, levantate! —Una voz ronca y seca dio la orden—. Te llegó la hora de hablar —le dijo en tono burlón.

Caminó arrastrando los pies por el pasillo hacia la “sala de terapia intensiva”, como le llamaban al lugar donde realizaban los “interrogatorios”. Allí, los verdugos intentaban, mediante diferentes torturas, obtener información de las personas: los movimientos que realizaban, la actividad militante en algún partido o su ideología, si es que la tenían.

Le quitaron la venda de los ojos. Las pupilas, dilatadas por la luz, no le permitían ver con claridad. Le indicaron que se quitara la ropa. ¡Cuánta deshonra! Solo su esposo la conocía desnuda. Sentía mucho frío. Una mano dura y sudada la empujó sobre un elástico de metal. Así, tan vulnerable y endeble, le ataron las manos y los pies mientras le propinaban golpes y la insultaban.

Pensó en su esposo. ¿Qué sería de él? Días atrás, durante la madrugada, un comando de cinco personas que portaban armas largas había ingresado por la fuerza a su hogar y, después de golpearlos e insultarlos, los habían metido en un auto mientras, en una camioneta destartalada estacionada afuera, otros dos custodiaban que nadie impidiera llevar a cabo el procedimiento. Había escuchado hablar por radio a quien lideraba el comando y decir: “QAP”, y así habían emprendido la marcha. Durante casi una hora habían viajado desde su campito en Guiñazú hasta su destino final: La Perla.

En este centro de detención clandestino, de tortura y exterminio de personas, que funcionaba en plena dictadura militar, los represores aprendían y practicaban todo tipo de torturas para luego aplicarlas en otras partes del país.

Se estremeció al recordar las manos de David sobre su piel. ¡David!, su gran y único amor. Esas manos tan duras y resecas por el trabajo en el campo y, sin embargo, tan diferentes de quien la sometía. Sintió una pena tan profunda que parecía desgarrarle el alma.

Los habían separado. “¿Dónde estará David? ¿Se encontrará bien?”, pensaba una y otra vez. Temía por su vida. Muchas veces escuchaba los gritos desgarradores de detenidos que eran torturados y golpeados. Conocía muy bien que algunos de ellos nunca regresaban.

Creyó perder la cordura al recordar cuántas ilusiones y alegrías habían experimentado meses atrás por la noticia de la llegada de su primer hijo. Entonces, todo se veía diferente. ¿Qué sería de ellos? ¿Qué querían estas personas?

Una punzada muy fuerte la sacó de sus cavilaciones. Sintió una descarga eléctrica muy potente que recorrió todo su ser y contrajo todo su cuerpo. Por momentos creyó que moriría, hasta lo deseaba. Era tan grande y desgarrador el dolor que la totalidad de sus órganos se entumecían. Su cuerpo ya no le pertenecía. Ella, por completo, estaba librada a la suerte de un puñado de fieras hambrientas de sangre.

Luego de las descargas, le preguntaban:

—¡Decinos! ¿Dónde mierda está tu cuñado?

El “panzón” repetía la pregunta, con voz estridente y carcajadas de por medio, una y otra vez. No dejaba de gritarle y amenazarla, mientras golpeaba su cuerpo. Era un ser despreciable y se lo conocía como torturador profesional. Usaba toda clase de elementos para dar tormento a sus víctimas.

—¡Sa... Sa... Sabemos que vi... vive con ustedes! ¿Dónde e... e... está escondido?

La voz del “metralleta” se sentía cruel. Libidinoso hasta la médula, se saboreaba al verla desnuda e indefensa. Alto y moreno, su voz se caracterizaba por la tartamudez.

—¡No lo sé! ¡Hace meses que no lo vemos!

El grito gutural de María Clara fue estremecedor. ¿De dónde salía una voz tan potente? Quizá fue la impotencia, quizá fue el dolor que sentía; quizá su alma guerrera, que no se rendía, pero esa voz brotó de sus entrañas, amenazante.

Fueron tantas las descargas eléctricas y los golpes que le prodigaron que a María Clara decidieron trasladarla a la Maternidad Provincial. Querían que se salvara; era la única persona que sabía sobre su cuñado, un periodista muy odiado y perseguido por ellos. Además de su estado de gravidez de casi ocho meses, se sumaba un estado de shock generalizado, lo que derivó en un parto prematuro. Los médicos, después de la cesárea, debieron extirparle los ovarios y su matriz para salvarle la vida y evitar que se desangrara.

Ella se despertó confundida, miró a su alrededor y no reconoció el lugar. ¿Acaso estaba sumida en una pesadilla? Sabía que había estado al borde de la muerte. Odiaba darse cuenta de que había sido dejada allí como si se tratara de una bolsa de papas. A nadie le importaba demasiado su estado. Nadie la reclamaría. Cerró sus ojos y se entregó al sueño que la atrapaba.

Córdoba capital, 5 de agosto de 1976

Los gritos de la mujer invadieron la sala de partos y se escucharon en las demás habitaciones.

—El bebé viene mal —habló el médico.

—Tendríamos que intentar girarlo —expresó la enfermera.

—Creo que deberíamos usar fórceps; si no, no nacerá, es un bebé demasiado grande —observó el médico, e indicó a la enfermera que le alcanzara el instrumento. La mujer no dejaba de gritar—. Tiene el cordón umbilical enredado en el cuello.

Una contracción tras otra, y la situación se complicaba cada vez más. La mujer gritaba de dolor, no toleraba más el sufrimiento.

—Se desmayó —indicó la ayudante del doctor.

—Deberemos apurarnos, o el bebé morirá —ordenó el profesional.

—Tendríamos que haberle practicado una cesárea —dijo la mujer al ver que el bebé no lo había logrado.

En la sala se miraron decepcionados. La criatura había muerto y era necesario decírselo a los padres. El Dr. Villamonte salió a darle la noticia al esposo de la paciente.

—Don Luis, siento tener que darle esta noticia, pero su hijo nació sin vida. El parto se complicó y el bebé no lo logró. Lo siento mucho.

Luis sufrió un ataque de nervios. ¡Necesitaba solucionar esto! ¡Su esposa no resistiría otra decepción! Les habían indicado que no era posible que tuvieran más niños porque su mujer había perdido ya demasiados embarazos. Ese había sido el último intento y el único que había podido finalizar con éxito. Una desilusión como esta la mataría.

—Don Luis, hicimos todo lo que tuvimos a nuestro alcance —dijo apesadumbrado el cirujano.

—No puedo decirle a mi esposa que nuestro hijo murió. No lo resistirá.

El profesional se sentía responsable por no haber decidido una cesárea desde el comienzo. Miró al suelo preocupado y pensó que tenía una posibilidad de solucionarlo. Observó la desesperación del hombre e imaginó que no todo estaba perdido. Inclusive, podría sacar algún beneficio económico de esta situación.

—¿Y si no le dice a su esposa que su hijo murió? —sugirió en voz baja el Dr. Villamonte.

—¿A qué se refiere? Usted me acaba de decir que él falleció. No entiendo, ¿cómo ocultaré semejante hecho?

—Mire, don Luis, acabo de practicarle una cesárea a una mujer que está sola, sin familia. Ella está al borde de la muerte y sé, por quienes la trajeron aquí, que su esposo pasó a mejor vida. Ese bebé está sano y usted podría darle una excelente vida. Podemos hacer el cambio siempre que usted esté dispuesto.

—¿Es eso posible? Yo estoy preparado para hacer cualquier cosa con tal de no ver sufrir a mi esposa —expresó.

—En ese caso, solo necesitaré dinero para silenciar a algunas personas. Le pido discreción porque, si esto sale a la luz, perderé no solo mi empleo, sino también mi carrera —observó el médico.

—Tiene mi palabra. Ni siquiera mi esposa sabrá lo que hoy sucedió, este secreto se irá conmigo a la tumba.

Rápidamente, Villamonte hizo el cambio en connivencia con un par de enfermeras. Había mucho dinero de por medio, así que ambas mujeres accedieron sin escrúpulos.

Desde ese momento, el destino de varias personas estaba sellado.

***

Mientras tanto, en otra habitación del lugar, María Clara tenía la impresión de flotar y se abandonó a la sensación de paz y placer que sentía en ese momento. ¿Estaba soñando o eso era realidad? Ahí estaba él, tan bello, joven y lleno de luz, con esa sonrisa que siempre la había cautivado.

—¡María Clara, mi amor! Sos la mujer más maravillosa que conocí.

Ella sonrió, pero al mirarlo notó melancolía en sus ojos y tristeza en sus palabras.

—¿Qué pasa, David? ¿Por qué esa cara?

—He venido a despedirme de vos, mi amor. Me esperan y deseo ir allí, pero no podía marcharme sin antes decirte adiós.

—¿A dónde vas? ¿Acaso pensás dejarme? No entiendo.

—Claro que lo entendés, mi querida, claro que lo entendés. Vos podés sentirlo.

—¡No me dejes, por favor! ¡No voy a lograrlo sin vos!

—Debo hacerlo, mi amor..., debo hacerlo. Vos has sido todo para mí, pero llegó el momento de partir. ¡Lamento tanto tener que hacerlo ahora que...!

Los ojos de ambos se anegaron de lágrimas. Lloraron y se abrazaron con una fuerza y energía tan poderosas que consiguieron enlazar sus almas.

—¡David, llevame con vos, por favor, no me dejes sola!

—Nunca estarás sola, mi amor; nuestro hijo será la razón de tu vida. Por él, debés quedarte. Él te necesita.

—¿Qué va a ser de mi vida sin tu amor? ¿Cómo continuaré sin vos? ¡No te vayas, no me dejes!

—María Clara, ya es hora. No lo hagas más difícil.

—¡Dios santo, David! ¿Qué voy a hacer ahora?

—Por lo pronto, deberías ponerte a salvo de quienes nos arruinaron la vida. ¡Podés hacerlo!

María Clara se sintió caer desde muy alto, era una sensación similar al vértigo. Los sonidos la aturdieron, se escuchaban varias personas conversando al mismo tiempo. Notó los párpados pesados, le costaba separarlos y, cuando quiso hacerlo, las luces del lugar la cegaron. Pudo despegar los labios, al fin, para hablar:

—¿Dónde estoy?

—Shhh, querida, no hables demasiado. Estarás bien, no te esfuerces, verás que pronto te recuperarás.

Se dejó llevar por el ensueño y quiso volver a dormirse, pero la mujer se lo impidió.

—Señora, ha dormido demasiado ya. En un momento le traerán el desayuno y le recomiendo que trate de comer despacito, poquito a poco, para empezar a recuperar fuerza —dijo la enfermera.

—¿Mi bebé? ¿Cómo está mi bebé?

—Querida, en un momento vendrá la doctora Pereyra, que está a cargo ahora. Yo he comenzado a trabajar hace poco aquí y no tengo más para decirte, solo sé que tus signos vitales son normales. Todo lo que quieras saber se lo preguntas a ella, por favor.

María Clara asintió. De repente, tomó conciencia de lo que le había ocurrido. Se tocó su vientre, casi plano, y cayó en la cuenta de que su hijo ya no estaba allí. “¿Qué pasó con mi bebé? —se preguntaba—. ¿Habrá sobrevivido?, ¿estará a salvo?”. Lloró quedamente al principio y con desesperación después. Recordaba los golpes recibidos, las descargas eléctricas y todos los insultos que le habían prodigado. “Malditos —pensó—. ¡Mi amor, mi único amor! ¡Él no pudo resistir, él se fue, no lo logró!”.

Colapsó en un llanto amargo, profundo y visceral. Nada podía frenar el desconsuelo por la pérdida de David. Se convulsionaba en la cama de tanto llanto y dolor, deseó estar muerta en ese momento. La doctora ingresó y frunció el ceño al ver a la mujer en ese estado. “¡Qué mierda esta situación!”, pensó para sí.

—Buenos días, querida. ¡Tranquilizate! Esto no le hará bien a tu salud. Yo soy la doctora Pereyra, pero mis amigos y colegas me llaman Dra. Piny, te imaginarás por qué.

La doctora Mabel Pereyra era bastante joven, baja y regordeta. Calzaba unos jeans oxford y zapatos de plataforma muy altos que no lograban disimular su corta estatura. Era de cutis trigueño y cabello oscuro, de apariencia sencilla y amigable. Se acercó a ella con una sonrisa y le preguntó:

—¿Cómo te sentís? Veo que has estado llorando y eso no es bueno para tu recuperación.

—Doctora, quiero saber qué pasó con mi bebé.

—El bebé, desgraciadamente, no logró sobrevivir. ¡Lo siento tanto, mi querida!

María Clara comenzó a llorar y a gritar. No podía entender.

—Mi bebé no está muerto. Él está vivo. Yo lo sé. Él está vivo.

—Lamentablemente, te trajeron un par de horas después de que acabara mi guardia. Cuando me incorporé hoy, me pasaron tu parte médico, que por cierto era muy complejo debido a los golpes y hematomas, y a la cantidad de sangre que habías perdido. Supe que los médicos que te atendieron priorizaron tu vida.

María Clara comenzó a llorar y a gritar. No podía entender.

—Mi bebé no está muerto. Él está vivo. Yo lo sé. Él está vivo.

—Querida, deberás tomar con calma lo que diré a continuación, pero no puedo ocultártelo. Los médicos debieron tomar varias decisiones difíciles para salvarte la vida. Lo que intento decir es que tuvieron que extirparte la matriz y los ovarios.

Eran tan fuertes los gritos de María Clara y estaba tan nerviosa que parecía poseída por el mismísimo demonio, así que debieron sedarla. Más tarde, la profesional volvería a hablarle, este no era el momento.

Mabel dio media vuelta y le dejó unas indicaciones a la enfermera. Luego abandonó la habitación sin siquiera mirarla. No quería involucrase demasiado, pero internamente deseaba ayudar a la mujer a superar la pérdida de su hijo.

***

Los días dentro del hospital transcurrieron en soledad. Su familia era David. Solo él y su bebé. Durante las vacaciones de verano, su cuñado, Julio, solía visitarlos y se quedaba en su casita de campo. Eran días de dicha y alegría. David y Julio se llevaban muy bien, y los tres se divertían mucho cuando se juntaban.

María Clara fijaba la vista en el techo y recordaba su pasado, así franqueaba las horas: sumergida en los recuerdos. Pensaba en su esposo: en lo apuesto, alto y esbelto que era. Dibujaba en su mente su figura, con músculos fibrosos a causa del trabajo de campo, y su pelo rubio, casi blanco, algo reseco por el sol y el viento. Su piel, más bien trigueña, exponía arrugas alrededor de los ojos y la frente, que componían lo que ella denominaba “el retrato perfecto”. Su mirada era atrapante por sus ojos de miel y sus pestañas abundantes, lo que lo convertía en una belleza poco vista en el interior de Córdoba.

David descendía de una familia de inmigrantes. Sus padres, italianos provenientes de la región de Torino, habían llegado a la Argentina recién casados. Se habían instalado en Guiñazú, casi una década después de haber desembarcado en Rosario.

Los años pasaban y Adela y Giuseppe Rossini no lograban concebir un hijo, ya estaban “viejos” —según ellos mismos decían— y habían decidido adoptar un bebé. Así, llegó su primer hijo varón, Julio.

A poco tiempo de la llegada de su hijo adoptivo, Adela había comenzado a sentir mareos, náuseas y vómitos. Giuseppe se pasaba las noches en vela, deambulando preocupado por la salud de su amada esposa. Fue entonces cuando, un día, don Pepe, como le decían, había decidido llevar a su esposa a la ciudad para que un médico la controlara. La sorpresa fue enorme cuando el doctor los había felicitado por el hijo que venía en camino. Así, David había llegado unos meses después que su hermano, y juntos se habían criado prácticamente como si fueran mellizos, ya que apenas los separaban unos pocos meses.

Doña Adela había fallecido primero y Giuseppe no había soportado la pérdida. Un tiempo después de su muerte, se había ido tras ella. David, con apenas veinte años, se había puesto al frente del pequeño campo y su hermano había decidido irse a la capital. Él amaba el periodismo y tenía posibilidades de conseguir un puesto en un diario prestigioso de la ciudad. Julio había debido empezar de abajo, pero pronto había demostrado ser un gran escritor y crítico político.

***

Los días pasaban y ella se recuperaba cada vez más. Se sentía demasiado triste, pero notaba que físicamente había mejorado. María Clara se encontraba sumida en sus pensamientos cuando la puerta se abrió y se dibujó la figura de la Dra. Piny.

—Buenas tardes, María Clara. ¿Cómo te sentís hoy?

—Le diría que sin dolores y sin malestar, solo con algunas molestias en mi tobillo al caminar, pero eso es todo.

—Así es. Yo también te noto mucho mejor y por eso he venido a dialogar. He hablado con los demás doctores y enfermeras, y hemos notado que nadie ha venido a buscarte. Estoy pensando en darte el alta y me siento preocupada por tu situación, querida.

—No tengo más familia que mi esposo, doctora, y... —Su mandíbula comenzó a temblar y los ojos se le inundaron de lágrimas—... temo que él haya muerto, lo siento así en mi corazón.

—Lo siento mucho, de verdad.

—Doctora, desearía ver el cuerpito de mi hijo. Necesito verlo para entender lo que ha sucedido.

—María Clara, te recomiendo que no lo hagas. Está en la morgue y temo que, al mirarlo, volverás atrás con tu recuperación. Estoy segura de que eso va a impresionarte mucho y esa imagen te perseguirá de por vida. Yo te acompañaré cuando vayas a enterrarlo, estaré a tu lado, lo prometo.

—Gracias, doctora.

—Hasta aquí, nadie ha venido a verte y me pregunto sobre tu otra familia. Digo, tus padres o hermanos.

—Para ellos estoy muerta y enterrada desde que decidí casarme con “ese gringuito muerto de hambre”, como llamaron a mi esposo. Un Sánchez Pose no se mezclaría con alguien de menor estirpe. No quiero hablar de eso, es historia pasada.

—Bueno, seguramente, más adelante me lo dirás. Hay algo que da vueltas todo el tiempo en mi cabeza... ¿Por qué creés que tu esposo murió?

—A mi esposo y a mí nos secuestraron y pienso que, al igual que a mí, lo sometieron a torturas. Él me ha visitado en sueños, pocos días después de ingresar aquí, y presiento que fue algo más que un sueño, que él vino a mí para despedirse. Quizá usted me crea loca, pero yo lo sentí así. Creo que él ha muerto.

—¿Podrías contarme con más detalles lo que les sucedió el día del secuestro?

—Estábamos en casa juntos, nos dormimos temprano debido a que vivíamos solos en el campo y estaba helando afuera. Escuchamos llegar unos autos y David se levantó para ver quién era. Pensábamos que podría ser algún vecino, ya que los Pérez estaban a la espera de su tercer hijo, y creímos que podrían necesitar de nuestra ayuda. Fueron unos segundos y todo cambió. Alrededor de cinco personas nos redujeron por la fuerza y nos llevaron detenidos. Escuché que el lugar donde estuve varios días en cautiverio se llama La Perla. Nunca supe por qué a nosotros, pero supongo que fue a causa de que mi cuñado trabaja en un periódico y sus opiniones les molestan. Varias veces me preguntaron por él en los interrogatorios. Nos maniataron como si fuésemos delincuentes y nos separaron en distintos pabellones. No sé qué pasó con mi David, pero presiento que ellos lo torturaron hasta darle muerte. A diario se escuchaban gritos de personas que eran sometidas a las más horrendas y miserables formas de martirio. ¡No descansaré hasta saber qué pasó con él!

—Y vos... ¿cómo terminaste acá?

—No lo sé. Solo recuerdo que me golpearon muchísimo mientras me hacían preguntas. Me pusieron en una cama elástica de metal y allí me daban descargas eléctricas. Creo que perdí la conciencia debido al dolor, en ese momento solo deseé morir. No sé quién me trajo ni lo que pasó después.

—Mi temor es, si mañana te doy el alta..., ¿qué harás?, ¿a dónde irás?

—No lo sé. Creo que regresaré al campo para buscar lo poco que haya quedado allí. Sé que es arriesgado, pero debo hacerlo. No tengo nada y debo empezar de nuevo. Temo que esta gente haya ocupado mi casa. Primero pensaba en acudir a los Pérez, para que ellos envíen a alguien a revisar el lugar. Si es factible, tomaré algunas pertenencias y me iré a otro lugar; en lo posible, dejaré el país.

—Tus padres serían una alternativa, María Clara.

—No es así. No quiero pedirles nada. Yo era su única hija. Crecí rodeada de lujos y obsequios. Llevaba una vida agradable. Asistí a los mejores colegios, aprendí inglés a la perfección y era una promesa en lo que amaba hacer, que era pintar. Cuando ellos se enteraron de mi noviazgo con David, se opusieron terminantemente. Mis padres habían decidido casarme con Juan Diego De Castro, ahijado de mi padre e hijo de una familia muy acomodada de la ciudad. Para ellos era un horror que me hubiese enamorado de alguien inferior a mí.

—Siendo su única hija, ¿decidieron olvidarse de vos?

—Creo que nunca imaginaron que yo iba a desafiarlos. Fueron orgullosos y yo me sentí decepcionada de su forma de actuar, por eso creo que no logramos recomponer nuestra relación. Pero, en este momento, prefiero no acudir a ellos.

—María Clara, yo tengo un conocido que puede ayudarte. ¿Te gustaría vivir en Montevideo?

—Doctora, se lo agradezco, pero no quisiera que se vea involucrada en nada por prestarme su ayuda.

—Hagamos un trato. Yo te presento a mi amigo que puede sacarte de aquí con vida. Te dirá a dónde irás. Hay una familia que te alojará en su casa y vos, cuando estés instalada, me escribirás a esta dirección.

La Dra. Piny le entregó un rollito de papel con sus datos y algo de dinero para que tuviese para afrontar el viaje.

—¡No sé qué hacer!

—Debés hacer lo que te digo para no correr riesgos. Si vas a tu casa, asegurate de que nadie te vea. Es mejor que todos crean que estás muerta. Tomá lo que necesites y salí del país. Por favor, María Clara, sé sensata y dejá el orgullo de lado, debés dejarte ayudar. —Se levantó y caminó lentamente hacia la puerta. Volteó al llegar al dintel y le dijo—: Mañana comenzará una nueva vida para vos. Se escribirá una nueva historia.

—¡Dios así lo permita, doctora!

CAPÍTULO II

El impacto

Córdoba, abril de 2017

—Cami, te prometo que llego. ¡En una horita y cuarto, estoy ahí!

—¡Estás loca, nena! Julieta querida, amiga del alma —dijo tratando de calmarse—, ¡la ruta a esta hora debe estar muy cargada! Acordate de que, llegando a Córdoba, el tráfico se acumula por el trabajo de las máquinas de vialidad.

Camila se refería a la construcción de la autovía Córdoba-San Francisco.

—¡Despreocupate, darling, voy con cuidado!

—¿En una hora y cuarto? Ja..., con cuidado —dijo entre dientes.

—No te escucho bien, voy con el altavoz. ¡Nos vemos en un rato!

—Sí..., claro. ¡Nos vemos!

Camila quedó pensativa. Le preocupaba que su querida amiga, su inseparable amiga desde muy pequeña, llevase una vida tan agitada. No paraba nunca. Viajaba seguido a distintas ciudades de la provincia, a donde el bufete de abogados para el que trabajaba la enviaba.

—¡Dios mío, amiga! ¿Cuándo vivirás un poco más normal? —pensó en vos alta.

Julieta iba muy seguido tanto a los tribunales de San Francisco como a los de Río Cuarto, sin contar la cantidad de causas que atendía en la ciudad de Córdoba. El estudio jurídico en el cual se desempeñaba pertenecía a su papá, el Dr. Rodrigo Palacios Yáñez, y a su socio y amigo, el Dr. Claudio González. Ella se desenvolvía como una empleada más, no le gustaba verse privilegiada y sentía el deber de dar el ejemplo.

Su especialidad eran las causas relacionadas con el fuero de familia. Tenía a su cargo divorcios, demandas por cuotas alimentarias y tenencia de hijos. Aunque a ella le encantaba atender estas causas, su padre o su socio también solían delegarle otros asuntos.

Yuli, como le decían sus amigas, conducía su Peugeot 308 blanco y, como el día estaba nublado, había corrido el techo para que entrara más luz. Llevaba una sonrisa dibujada en el rostro. Ni bien cortó la comunicación con su amiga, subió la música con el comando satelital que tenía su auto próximo al volante. Sonó Adele, Set Fire to the Rain. Le fascinaba conducir y escuchar música en un volumen bien alto cuando viajaba sola, así “desafinaba” tranquila y cantaba durante todo el camino.

Recordó la audiencia en la Asesoría de Familia. Todo había salido de acuerdo a lo planeado. Siempre era así. Ella, normalmente, hacía su voluntad. Imponía mucho respeto en sus colegas porque desplegaba, además de simpatía, su destreza e inteligencia. Era el tipo de persona que, después de una audiencia, sonreía a todos, saludaba a sus colegas con cordialidad y extendía su encanto para cautivar tanto a sus clientes como a su contraparte. Ella era consciente de su persuasión y la usaba a su favor. Por esa razón los clientes la preferían y recomendaban.

Miró el reloj. Debía cargar nafta urgente, ya que disponía de pocos minutos para la reunión concertada con ese cliente “suculento”. Ingresó a una estación de servicio que advirtió a la vera del camino. En el surtidor, delante de ella, observó una camioneta Nissan Murano cargando combustible en la expendedora. “¿Le alcanzará para llenar el tanque al ‘señor’?”, pensó divertida.

Segundos después, mientras contestaba unos mensajes, un golpe en su auto le cambió el humor. Levantó la mirada, y la rabia empezó a bullir en su interior al ver que la maniobra realizada por el conductor del superauto le había estropeado la parte delantera del suyo.

—¿No tiene retrovisor esta mierda de auto? —gritó mientras se bajaba furiosa.

Observó el abollón del capó y la rotura de la óptica delantera. Enojada, miró que, del otro vehículo, más precisamente del asiento del acompañante, se bajaba un hombre que, calculó rápidamente, pisaba los cuarenta años.

—Perdoname, belleza. Mi amigo aún no se acostumbra a las marchas automáticas. Es mi vehículo el que ha dañado el tuyo.

—Primero, no me llames belleza, nadie te dio confianza. Y segundo, si no se acostumbra a los cambios automáticos, ¡que no conduzca! —dijo exaltada—. ¡Mirá cómo destrozaron mi auto!

—No te hagas problema, lo vamos a solucionar.

—Claro que lo “vas a solucionar” —habló Julieta remarcando las sílabas.

—Aquí tenés la tarjeta de mi asesor de seguro. Hablale, él se va a encargar de todo.

Miró la tarjeta y resopló.

—Viniendo de este señor, dudo que lleguemos a un arreglo. Igualmente, quiero que te quede claro que me vas a pagar hasta el último centavo del arreglo. ¡Aunque el tiempo que me estás haciendo perder es insalvable!

—Lo siento mucho... ¿No me dijiste tu nombre?

—¡No, claro que no te lo dije! Mi nombre es Julieta Palacios Yáñez —dijo ella con aire de grandeza al pronunciar su apellido, que era reconocido en toda la ciudad.

—¿Algún parentesco con el Dr. Rodrigo Palacios Yáñez?

—Soy la hija.

Julieta observó cómo el semblante del hombre se contraía. Hizo una mueca que no entendió y, al cabo, dijo:

—Mañana mi asesor de seguro te llamará para concertar una reunión y acordar el arreglo. Sacale foto a mi tarjeta verde, carné y seguro, así no perdés tiempo escribiendo los datos.

—Claro, lo haré. ¿Y vos sos...? No me dijiste tu nombre.

—No me lo preguntaste tampoco —dijo irónico y mostró los dientes perfectos de risita Colgate al sonreír—. Soy Benjamín Mora.

El hombre extendió la mano derecha para saludarla y ella respondió con pocas ganas. Al estrechar su mano, Juli sintió una corriente eléctrica que le hizo levantar la mirada y posarla en sus ojos. “¡Por Dios, qué mirada! Si no fuese el responsable de este abollón, lo invitaría a un café”, pensó confundida.

Benjamín era dueño de unos ojos encantadores, pequeños y de un color difícil de determinar porque no eran ni verdes ni caramelo, enmarcados por abundantes pestañas y cejas pobladas. Su barba, de un par de días, su mandíbula cuadrada y su cabello corto oscuro y algo ondulado definían “la perfección”. “O la ‘perdición’ —pensó—, porque este tipo de hombre deberá tener un tendal de mujeres detrás de él”.

Retiró su mano como si le quemase. Dio media vuelta y le habló:

—Sacá tu auto de colección de mi camino. Todavía no he podido cargar nafta y ya no puedo seguir perdiendo el tiempo. Hoy tengo un día largo y, a causa de este “accidente”, voy a tener que reprogramar todas las reuniones.

—Perdoname. Y disculpá a Juan Pablo, no fue su intención arruinar tu auto.

Se alejó en dirección a su amigo, que le extendió las llaves del vehículo. Benjamín le sonrió e hizo un gesto restando importancia al asunto.

—Subí, hermano, y quedate tranquilo. Yo voy a conducir.

—¡Qué macana me mandé!

—No te preocupes por nada. Debí escucharte cuando me dijiste que aún no estabas preparado para manejar este auto. Fue mi culpa. Despreocupate, que esto se arregla fácil.

Marcó su celular y usó el comando satelital para hablar con el altavoz del auto. Miraba por el retrovisor la belleza desplegada por Juli. “¡Qué hermosa es! —pensó—.¡Y cuánto carácter!”. Rio para sí mismo.

—Hola, Benja. ¿Cómo estás? —contestó una voz femenina.

—Claudita, preparame un ramo de flores silvestres. Tiene que ser un arreglo original, es para una mujer joven y poco convencional. Quiero que la envíes al bufete de Palacios Yánez y González, en Cerro de la Rosas. ¿Lo conocés?

—Sí, claro. Decime a nombre de quién hago la tarjeta.

—Julieta, solo Julieta.

—¿Algún mensaje para Julieta?

—Sí, que diga: “Para un buen final, no existe un mal comienzo”. Tiene que enviarse lo antes posible, querida Claudita.

—¿Debe llevar tu nombre?

—Sí, por favor.

—¡No te preocupes, Benja, no voy a decepcionarte!

Ella tomaba los pedidos de Benjamín con felicidad. Era un cliente de su florería y demasiado bello para negarle algo. Se sentía realizada cada vez que pasaba por su local a pagar algún encargo; con solo verlo, le alegraba el día.

Benjamín cortó la comunicación y miró de reojo a Juan Pablo. Lo vio cabizbajo y pensativo.

—Amigo, no quiero nada de caras largas.

—El tema no es la plata que gastarás en el arreglo de los autos, sino que te vas a tener que volver a “fumar” a la flaca del 308 —dijo Juan Pablo pensativo.

—Por ahí hasta te lo termino agradeciendo —le contestó su amigo y soltó una carcajada que lo terminó contagiando.

Ellos continuaron el viaje sin mayores complicaciones.

***

En tanto, Julieta llegó a su casa algo cansada. Había sido un día difícil y estaba enojada por lo que le había sucedido con el carilindo y por el abollón del auto. Deseaba un poco de tranquilidad junto con su familia.

—¿Mamá? ¿Dónde estás? ¡Llegó tu hija predilecta!

—Que yo sepa, tengo solo una hija.

Su mamá se presentaba en bata y pantuflas detrás de ella.

—¡Mami! ¡Casi me matás del susto! —dijo Juli llevándose una mano al pecho.

—Perdón, mi amor. Estaba a punto de bajar por un vaso de agua. He estado muy mareada hoy. No fue mi intención asustarte.

—¿Cómo? ¿Otra vez? Me parece que deberías dejar de darle vueltas al asunto y hacerte todos los estudios que te pidieron hace un par de semanas. Vos sos una mujer demasiado joven para tantos problemas de salud.

—¿Joven? No me hagas reír. Ya tengo sesenta y dos años y, para serte sincera, estos últimos meses me siento de setenta. Estos malestares me están matando.

—Mamita bella, por favor, mañana voy a cancelar mi agenda por la tarde. Vamos al sanatorio para que te hagan todos los estudios. Hasta que no los terminemos, no voy a dejarte en paz.

—¡Me debo estar muriendo para que vos dejes todo y me quieras acompañar!

—¡Ay, mi Dios! ¡Lo que debo escuchar! —Julieta caminó hacia su mamá y la abrazó con fuerza. La miró con mucha ternura y la tomó de las manos—. Dios ya se llevó a mi mamá al nacer, no voy a dejar que ahora te lleve a vos. Qué hubiese sido de mi vida sin tu presencia. Gracias a tu gran amor y entrega, yo soy tan feliz. Papá y yo te lo debemos todo.

—Nada me deben. Los amo y me aman. ¿Qué más podría pedir a la vida? —dijo y su mirada, de repente, se perdió, sumida en un mundo de recuerdos que tanto dolor le causaban.

—Mami, ¡de nuevo esa mirada! ¿Estás triste? Me siento angustiada a causa de tu estado últimamente.

—Tu mamá, desde el cielo, va a ayudarme. Despreocupate, corazón. Te amo, hija, mucho más que si te hubiese parido.

—¡Yo también te amo, mamita!

Un golpe en la puerta de ingreso y el tintineo de las llaves anunciaron la llegada de Palacios Yáñez.

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —dijo con voz potente el jefe de la familia. Julieta y Elena bajaron por las escaleras a su encuentro—. Pensé encontrarlas en la cocina, pero debe estar Juana sola, cocinando.

—Mamá no se sentía bien —acotó Julieta con una mueca de preocupación—. Estábamos conversando sobre el asunto cuando llegaste. Mañana la acompaño a hacerse todos los estudios, no quiero que dejemos pasar más tiempo.

—Recordá que mañana tenemos una reunión muy importante por la mañana. Debemos liquidar este divorcio que, entre nosotros, va a dejarnos varios ceros más en nuestra cuenta.

—Sí, por eso voy a acompañarla por la tarde, así a la mañana nos ocupamos del asunto. ¡No quiero hablar de trabajo en casa, papá! —le recriminó su hija.

—Tenés razón, perdón. Cambiando de tema, vi tu auto en la cochera recién. ¿Cómo lo chocaste?

—¿Qué? ¿Tuviste un accidente y no me dijiste nada? —preguntó Elena alterada.

—No, mamá, no fue un “accidente” literalmente. Un idiota que cargaba nafta en frente de mí, en lugar de salir hacia adelante, dio marcha atrás. En realidad, fue el amigo de un carilindo engreído que me aseguró que ¡se haría cargo de todo!

—Nena, con esa actitud, nunca vas a tener un novio. ¿Viste, Rodrigo, lo que dijo? “Carilindo engreído”. Pobre chico, ni posibilidades le dio.

—Ay, Elena, si por mí fuese, desearía que nunca se enamore. ¡Ese día voy a perder mi mano derecha y mi mejor empleada! —bromeó Rodrigo, y Elena le hizo un gesto de desaprobación. Años atrás, su hija había sufrido un desamor y, después de eso, nunca había vuelto a salir con nadie—. Me refería a que, en las nubes, no va a cerrar ningún caso —quiso aclarar, pero empeoró el comentario.

—Juana ya traerá la cena, querido. Me parece que el hambre te afecta y decís incoherencias —dijo Elena haciendo un guiño de ojo a su hija.

—Es verdad, muero por una buena comida y un excelente vino en compañía de mis dos mujeres —habló tratando de mejorar su metida de pata.

Rodrigo era un hombre de pocas palabras, pero junto con ellas siempre se mostraba atento, divertido y muy, pero muy celoso. Rodrigo le llevaba un par de años a Elena. Ambos se conocían de pequeños, ya que pertenecían a familias tradicionales de Córdoba y se encontraban en cuanta celebración social había. Rodrigo se había casado con Rosalía Gauna y, a unos años de su feliz idilio, ella había muerto dando a luz a su primogénita Julieta. Elena, luego de la muerte de su amiga Rosalía, se había abocado al cuidado de Juli. Años después de su viudez, Rodrigo le había propuesto matrimonio a Elena y habían formado, junto con Juli, una hermosa familia.

Mientras cenaban esa noche, Elena comenzó a reír recordando las travesuras de Juli cuando apenas era un bebé de meses. La miró y descubrió en su hija a una hermosa mujer. Admiraba su pelo ondulado y rojizo que caía como en cascada, sus grandes ojos verdes y las pecas que adornaban su naricita. Ella le recordaba muchísimo a su amiga, aunque Juli tenía la personalidad de su papá. Ya, a punto de cumplir treinta y cuatro, era la destinataria de varios suspiros varoniles.

El teléfono sonó y Palacios Yáñez contestó con pocas ganas.

—Blanquita, ¿qué sucede?

—Señor, ha llegado un hermoso ramo de flores para su hija, y me tomé el atrevimiento de pedirle al cadete que siguiera dos cuadras más y se las dejara en su casa. Debe estar llegando —explicó su secretaria.

—Gracias, Blanquita, pero debo llamarte la atención porque a esta hora deberías estar en tu casa. Te ordeno que dejes ya la oficina. ¡No es necesario que trabajes tanto!

—Gracias, señor, enseguida me voy. Estoy terminando todo lo necesario para la reunión de mañana.

Mientras se despedían, el timbre sonó y Juana apareció con el ramo de flores.

—Son para vos, “fosforito”, mirá qué preciosas —dijo Juana.

—¡Hermosas! ¿Quién pudo enviármelas?

—Abrí la tarjeta enseguida, no nos dejes intrigados —pidió Elena curiosa.

—¡No podés ser tan caradura! —pensó en voz alta—. ¿Cómo se le ocurre enviarme flores después de lo que hizo?

—¿Nos podrás hacer parte, hija? —pidió Elena intrigada.

—Son del carilindo que me chocó hoy. Debe tener miedo de que lo demande y pretende aplacar mi ira con flores. ¡Se nota que no me conoce!

Sus padres se miraron sonriendo. ¡Julieta había caído bajo el encanto de alguien, al fin!

Más tarde, sola en su cama, no podía dejar de pensar. “Benjamín... ¡Ni se te ocurra pensar en él, no tiene posibilidades con vos!”, se decía a sí misma mientras leía y releía su tarjeta: “Para un buen final, no existe un mal comienzo”. “¡Cómo se le ha ocurrido algo tan ingenioso!, como si tuviésemos futuro juntos”, pensó.

Recordó a Cami: no solo la había dejado plantada, sino que ni siquiera la había llamado. ¡Iba a ser una larga charla! Debería disculparse y explicarle lo sucedido a su amiga del alma. Por suerte, Camila la entendía siempre y tenía el mejor de los humores, nada más opuesto a ella.

CAPÍTULO III

Huyendo del pasado

Córdoba, septiembre de 1976

María Clara se puso su abrigo. Hacía justo un mes que había enterrado a su hijo, aunque ella estaba convencida de que allí, en ese pequeño cajoncito, no había nadie.

El día estaba especialmente frío. Llevaba una bufanda algo viejita, pero estrenaba una nueva identidad. Si quería seguir con vida, no podía continuar usando su nombre.

La doctora Pereyra la había puesto en contacto con Juan José Díaz, quien trabajaba en el Registro Civil de Córdoba. Él le debía la vida a Mabel y, haciéndole este favor, compensaba, en parte, lo que la Dra. había hecho por él.

—Seguramente, usted debe ser una persona especial para que Mabel haya insistido tanto en que la ayude —dijo Juan José estudiándola.

María Clara bajó la mirada y no contestó.

Mabel Pereyra había sentido la necesidad de ayudarla porque era consciente del peligro al que María Clara estaba expuesta. Además, se había conmovido por las pérdidas que había sufrido y por la soledad que la acompañaba.

La joven había regresado a su casita de Guiñazú para recoger la ropa que necesitaba para su viaje. Miró el piso y encontró un par de fotos de su David, las observó con ternura y se las llevó consigo. Era todo lo que tenía de él. Halló sus pinceles y óleos desparramados por doquier y pensó que ya no le harían falta, no deseaba volver a usarlos nunca. Buscó debajo de la alfombra de su cama y levantó una baldosa. De allí, extrajo una cajita de metal donde escondía unos pocos ahorros que, con su esposo, utilizarían al nacer su hijo. Retiró el dinero y lo guardó. Al hacerlo, posó sus ojos sobre la silla mecedora que David le había comprado para transcurrir cómodamente los últimos meses de embarazo. Vio un pedacito de papel sobre ella que decía: “VER: casilla de correo 348”. Esa letra no era de David. ¿Era de Julio? ¿Él había estado allí después de que se los habían llevado a ellos?

Puso en el bolso todo lo necesario y salió rápidamente. Juan José Díaz se disponía a llevarla al aeropuerto.

—Juan José, necesito pedirle que, camino al aeropuerto, pase por el correo. Debo enviar una carta. Será rápido.

—Por favor, va a tener que apurarse para que no tengamos inconvenientes en el camino. Si pierde su vuelo, Mabel no va a perdonármelo —le contestó con una mueca de preocupación.

—Así será, lo prometo —dijo María Clara mientras bajaba ágilmente del auto.

Se dirigió con prisa al correo. Al llegar al mostrador, preguntó por su correspondencia (casilla de correo 348). Enseguida le entregaron un sobre que recibió temerosa. Agradeció y rezó de que no se tratara de una trampa. Subió al auto corriendo y suspiró.

—Vamos, Juan José, no quiero llegar tarde —pidió amablemente.

—¿Pudo enviar su correspondencia? —preguntó incrédulo del trámite que ella había realizado.

—Sí, claro, pude hacerlo. Gracias —respondió.

—¡Sigamos viaje entonces!

Ninguno de los dos emitió palabra hasta llegar al aeropuerto. Franquearon un par de controles, pero, para suerte de ambos, los dejaron proseguir sin inconvenientes.

—Bueno, llegamos —dijo Juan José al tiempo que se bajaba de su auto y buscaba el bolso que su pasajera había preparado para viajar.