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Sus primeros amores fueron con una emperatriz. El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut—tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia—, admiraba las cosas del pasado. Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oír misa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida en el resto de la semana. El notario, que en su juventud había leído á Wálter Scott, experimentaba la dulce impresión del que vuelve á su país de origen al ver las paredes que rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el período en que habría querido vivir. Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe. Esta la habían levantado los caballeros de San Juan, que, unidos á los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquista de Valencia.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
NOTA
MATER ANFITRITA
Cuando de tarde en tarde aparecía elTritónen Valencia, la hacendosa doña Cristina modificaba el régimen alimenticio de la familia.
Este hombre sólo comía pescado. Y su alma de esposa económica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportación.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufría graves perturbaciones con la presencia del médico. Poco después de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era elTritón, que se echaba á la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz. Siguiendo las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteniéndose ante los puestos de flores, donde era más numerosa la afluencia femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia él instintivamente, con una expresión de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podría ser un abrazo de este coloso feo é inquietante.
— Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo—decían los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps.
Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseidón tal como le habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón.
Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante. Temía á los carruajes; le molestaba el roce de los transeúntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las mañanas al abrir la puerta de su casa allá en la Marina.
En estas excursiones le acompañaba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recibían igualmente una caricia del pasado al abarcar el espectáculo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pirámides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carbón procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las montañas de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterráneo, pequeñas, finas y blancas como palomas.
ElTritóniba enumerando á su sobrino las categorías y especialidades de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz de confundir un bergantín con una fragata, rugía escandalizado:
— Entonces, ¿qué diablos os enseñan en el colegio?...
Al pasar junto á los burgueses de Valencia sentados en los muelles caña en mano, lanzaba una mirada de conmiseración al fondo de sus cestas vacías. Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya tenía él en el fondo de la barca con qué comer toda una semana. ¡Miseria de las ciudades!
De pie en los últimos peñascos de la escollera, tendía la vista sobre la inmensa llanura, describiendo á su sobrino los misterios ocultos en el horizonte. A su izquierda—más allá de los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano—veía imaginativamente la opulenta Barcelona, donde tenía numerosos amigos; Marsella, prolongación de Oriente clavada en Europa; Génova, con sus palacios escalonados en colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perdía en el horizonte abierto frente á él. Este camino era el de la dichosa juventud.
Marchando en línea recta encontraba á Nápoles, con su montaña de humo, sus músicas y sus bailarinas morenas de pendientes de aro. Más allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas.
A su derecha estaba África. Veía los puertos egipcios, con su corrupción tradicional que empieza á removerse y croquear como un pantano fétido apenas desciende el sol; Alejandría, en cuyos cafetuchos bailan las falsas almeas sin más ropas que un pañuelo en la mano, y cada mujer es de una nación diferente, y suenan á coro todos los idiomas de la tierra...
Los ojos del médico se apartaban del mar para convergir en su aplastada nariz. Recordaba una noche de calor egipcio, aumentado por los ardores delwhisky; el roce de las mercenarias desnudeces; la pelea con otros navegantes rojos y septentrionales; el boxeo á obscuras, y él, con la cara ensangrentada, huyendo al buque, que afortunadamente zarpaba al amanecer. Como todos los hombres mediterráneos, no bajaba á tierra sin llevar el aguijón oculto en el talle, y había pinchado para abrirse paso.
«¡Qué tiempos!», pensaba elTritón, con más nostalgia que remordimiento. Y añadía como excusa: «¡Ay, entonces tenía yo veinticuatro años!»
Estos recuerdos le hacían volver los ojos á una mole que avanzaba en el mar, azuleada por la distancia, despegada de la tierra á la simple vista, como un islote enorme. Era el promontorio coronado por el Mongó, el gran promontorio Ferrario de los geógrafos antiguos, la punta más avanzada de la Península en el Mediterráneo inferior, que cierra por el Sur el golfo de Valencia.
Tenía la forma de una mano cuyas falanges fuesen montañas, pero le faltaba el pulgar. Los otros cuatro dedos se tendían sobre las olas, formando los cabos de San Antonio, San Martín, La Nao y Almoraira. En una de sus ensenadas estaba su pueblo natal y la casa de los Ferragut, cazadores de piratas moros en otros siglos, contrabandistas á ratos en los tiempos modernos, navegantes en todas las épocas, tal vez desde que los primeros caballos de madera aparecieron saltando sobre las espumas que hierven en el promontorio, desde que llegaron los griegos de Marsella para fundar Artemisión, la ciudad de la divina Artemis que los latinos llamaron Diana y tomó definitivamente el nombre de Denia.
En esta casa quería vivir y morir, sin deseos de ver más tierras, con la repentina inmovilidad que acomete á los vagabundos de las olas y les hace fijarse sobre un escollo de la costa, lo mismo que un molusco á una cabellera de algas.
Pronto se cansaba elTritónde sus paseos al puerto. El mar de Valencia no era un mar para él. Lo enturbiaban las aguas del río y de las acequias de riego. Cuando llovía en las montañas de Aragón, un líquido terroso desaguaba en el golfo, tiñendo las olas de encarnado y las espumas de amarillo. Además, le era imposible entregarse al placer diario de la natación. Una mañana de invierno, al empezar á desnudarse en la playa, la gente corrió como atraída por un fenómeno. El pescado del golfo tenía para él un sabor insoportable á légamo.
— Me voy—acababa por decir al notario y su esposa—. No comprendo cómo podéis vivir aquí.
En una da esas retiradas á la Marina se empeñó en llevarse á Ulises. Empezaba el estío, el muchacho estaba libre del colegio por tres meses, y el notario, que no podía alejarse de la ciudad, veraneaba con su familia en la playa del Cabañal, cortada por acequias malolientes, junto á un mar despreciable. El pequeño se mostraba paliducho y débil por sus estudios y cavilaciones. Su tío le haría fuerte y ágil como un delfín. Y á costa de rudas porfías, pudo arrancárselo á doña Cristina.
Lo primero que admiró Ulises al entrar en la casa del médico fueron tres fragatas que adornaban el techo del comedor: tres embarcaciones maravillosas, en las que no faltaban vela, garrucha, cuerda ni ancla, y que podían hacerse al mar en cualquier momento con una tripulación de liliputienses.
Eran obra de su abuelo el patrón Ferragut. Deseoso de libertar á sus dos hijos de la servidumbre marina que pesaba largos siglos sobre la familia, los había enviado á la Universidad de Valencia para que fuesen señores de tierra adentro. El mayor, Esteban, apenas terminada su carrera, obtenía una notaría en Cataluña. El menor, Antonio, se hizo médico por no contrariar al viejo, pero una vez conseguido el título, entró á prestar sus servicios en un trasatlántico. Su padre le había cerrado la puerta del mar, y él entraba por la ventana.
Fué envejeciendo el patrón, completamente solo. Cuidaba de sus bienes, unas cuantas viñas escalonadas en la costa, á la vista de la casa. Estaba en frecuente correspondencia con su hijo el notario. De tarde en tarde llegaba una carta del menor, del predilecto, desde remotos países que sólo conocía de oídas el viejo navegante mediterráneo. Y las largas inercias á la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus pequeños buques. Todos ellos eran fragatas de gran porte y atrevido velamen. Así se consolaba el patrón de no haber mandado en su vida mas que pesados y robustos laúdes, iguales á las naves de otros siglos, en los que llevaba vino á Cette ó cargaba cosas prohibidas en Gibraltar y la costa de África.
Ulises no tardó en darse cuenta de la rara popularidad que gozaba su tío elDotor, una popularidad compuesta de los más antagónicos elementos. Las gentes sonreían al hablar de él, como si le tuviesen por loco; pero estas sonrisas sólo osaban desplegarse cuando estaba lejos, pues á todos les inspiraba cierto miedo. Al mismo tiempo lo admiraban como una gloria local. Había corrido todos los mares, y además tenía su fuerza, su desordenada y tempestuosa fuerza, terror y orgullo de sus convecinos.
Los mocetones, al ensayar el vigor de sus puños pulseando con los tripulantes de los buques ingleses que venían á cargar pasas, evocaban el nombre del médico como un consuelo en caso de derrota.
— ¡Si estuviese aquí elDotor!... Media docena de ingleses son pocos para él.
No había empresa poderosa, por disparatada que fuese, de que no le creyeran capaz. Inspiraba la fe de los santos milagrosos y los capitanes audaces. En algunas mañanas de invierno serenas y asoleadas, corrían las gentes á la orilla, mirando con ansiedad el mar solitario. Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en seco, al tender su vista, habituada al sondeo de los dilatados horizontes, alcanzaban á ver un punto casi imperceptible, un grano de arena danzando á capricho de las olas.
Todos emitían á gritos sus conjeturas. Era una boya ó un pedazo de mástil, restos de un lejano naufragio. Para las mujeres era un ahogado, un cadáver que la hinchazón hacía flotar lo mismo que un odre, luego de haber permanecido muchos días entre dos aguas...
De pronto surgía una suposición que dejaba perplejos á todos. «¡Si será elDotor!» Largo silencio... El pedazo de madera tomaba la forma de una cabeza; el cadáver se movía. Muchos llegaban á distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos... ¡Sí que era elDotor! Se prestaban unos á otros los viejos catalejos para reconocer sus barbas hundidas en el agua, su rostro contraído por el esfuerzo ó dilatado por los bufidos.
Y elDotorpisaba la orilla seca, desnudo y serenamente impúdico como un dios, dando la mano á los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas y admiradas á la vez de su monstruosidad colgante que esparcía á cada paso una rociada de gotas.
Todos los cabos del promontorio le inspiraban el deseo de doblarlos á nado, como los delfines; todas las bahías y ensenadas necesitaba medirlas con sus brazos, como un propietario que duda de la mensura ajena y la rectifica para afirmar su derecho de posesión. Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.
Se había sentado á descansar en las rocas negras con faldellines de algas que asoman su cabeza ó la hunden, al capricho de la ola, esperando la noche y el buque ciego que venga á romperse como una cáscara. Había penetrado lo mismo que un reptil marino en ciertas cuevas de la costa, lagos adormecidos y glaciales iluminados por misteriosas aberturas, donde la atmósfera es negra y el agua diáfana, donde el nadador tiene el busto de ébano y las piernas de cristal. En el curso de estas nataciones comía todos los seres vivientes que encontraba pegados á las rocas ó moviendo antenas y brazos. El roce de los grandes peces que huían medrosos, con una violencia de proyectil, le hacía reír.
En las horas nocturnas pasadas ante los barquitos del abuelo, Ulises le oyó hablar delPeje Nicolao, un hombre-pez del estrecho de Mesina, citado por Cervantes y otros autores, que vivía en el agua manteniéndose de las limosnas de los buques. Su tío era algo pariente delPeje Nicolao. Otras veces mencionaba á cierto griego que, para ver á su amante, pasaba á nado todas las noches el Helesponto. Y él, que conocía los Dardanelos, quería volver allá como simple pasajero, para que no fuese un poeta llamado Lord Byron el único que hubiese imitado la legendaria travesía.
Los libros que guardaba en su casa, las cartas náuticas clavadas en las paredes, los frascos y bocales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las costumbres de sus convecinos, le habían dado una reputación de sabio misterioso, un prestigio de brujo.
Todos los que estaban sanos le tenían por loco, pero apenas sentían cierto quebranto en su salud, respiraban la misma fe que las pobres mujeres que permanecían largas horas en casa delDotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para enseñarle los niños enfermos que llevaban en brazos. Tenía sobre los otros médicos el mérito de no cobrar sus servicios; antes bien, muchos enfermos salían de su casa con monedas en las manos.
ElDotorera rico, el más rico de todo el país, ya que no sabía qué hacer de su dinero. Diariamente, su criada—una vieja que había servido á su padre y conocido á su madre—recibía de sus manos la pesca necesaria para la manutención de los dos, con una generosidad regia. ElTritón, que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado; la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de laescòrpa; cantaba el aceite en la sartén, cubriendo la piel rosada de los salmonetes; chirriaban bajo el cuchillo los erizos y las almejas, derramando sus pulpas todavía vivas en el hervor de la cazuela. Además, en el corral mugía una vaca de repletas ubres y cacareaban docenas de gallinas de incansable fecundidad.
La harina amasada por la sirviente y el café espeso como barro era todo lo que elTritónadquiría con su dinero. Si buscaba la botella de aguardiente de caña á la vuelta de una natación, era para emplear su contenido en frotaciones.
Una vez al año el dinero entraba por sus puertas. Las muchachas de la vendimia se extendían por la escalinata de sus viñas, cortando los racimos de grano pequeño y apretado. Luego los tendían á secar en unos cobertizos llamadosriurraus. Así se producía la pasa menuda, preferida por los ingleses para la confección de suspuddings. La venta era segura: del mar del Norte venían los buques á buscarla. Y elTritón, al ver en sus manos cinco ó seis mil pesetas, quedaba perplejo, preguntándose interiormente qué puede hacer un hombre con tanto dinero.
— Todo esto es tuyo—dijo á su sobrino al mostrarle la casa.
Suyos también la barca, los libros y los muebles antiguos, en cuyos cajones estaba disimulado el dinero con disfraces cándidos que atraían la atención.
A pesar de verse proclamado dueño de todo lo que le rodeaba, un despotismo cariñoso y rudo pesó sobre Ulises. Estaba muy lejos su madre, aquella buena señora que cerraba las ventanas á su paso y no le dejaba salir sin haberle anudado la bufanda con acompañamiento de besos.
Cuando dormía mejor, creyendo que aún le quedaban muchas horas á la noche, sentíase despertado por un tirón de pierna violento. Su tío no podía tocar de otro modo. «¡Arriba, grumete!» En vano protestaba, con la profunda somnolencia de su juventud... ¿Era ó no era el «gato» de la embarcación que tenía al médico por capitán y único tripulante?...
Las zarpas del tío lo exponían de pie ante las bocanadas de aire salitroso que entraban por la ventana. El mar estaba obscuro y velado por una leve neblina. Brillaban las últimas estrellas con parpadeos de sorpresa, prontas á huir. En el horizonte plomizo se abría un desgarrón, enrojeciéndose por momentos, como una herida á la que afluye la sangre. Abajo, en la cocina, humeaba el café entre dos galletas de marinero. El «gato» de barca cargaba con varios cestos vacíos. Delante de él marchaba el patrón como un guerrero de las olas, llevando los remos al hombro. Sus pies marcaban en la arena una huella rápida. A sus espaldas, el pueblo empezaba á despertar. Sobre las aguas obscuras se deslizaban como sudarios las velas de los pescadores huyendo mar adentro.
Dos paladas vigorosas separaban su barca del pequeño muelle de rocas. Luego iba por las bordas desatando la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férreas plantas. La lona subía chirriante y se hinchaba con blanca convexidad. «Ya estamos; ahora á correr.»
El agua empezaba á cantar, deslizándose por ambas caras de la proa. Entre ésta y el borde de la vela veíase un pedazo de mar negro, y asomando poco á poco sobre su filo, una gran caja roja. La ceja se convertía en un casquete, luego en un hemisferio, después en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los peñascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se extinguían por la parte de tierra las últimas estrellas. Un enjambre de peces de fuego coleaba ante la proa, formando un triángulo con el vértice en el horizonte. La espuma de los promontorios era sonrosada, como si su blancura reflejase una erupción submarina.
— ¡Bòn día!—gritaba el médico á Ulises, ocupado en calentar sus manos, ateridas por el viento.
Y enternecido por la alegría pueril del amanecer, lanzaba su voz de bajo á través del marítimo silencio, entonando unas veces romanzas sentimentales que había oído en su juventud á una tiple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las palabras más indecentes al azar de la rima. En ciertos recovecos de la costa amainaba la vela, quedando la barca sin otro movimiento que una lenta rotación en torno de la cuerda del ancla.
Al mirar Ulises el espacio obscurecido por la sombra del casco, encontraba el fondo tan inmediato, que casi creía alcanzarlo con la punta de su remo. Las rocas eran como de vidrio. En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar en el aire, y á través de la atmósfera líquida que envolvía á este mundo del abismo iban bajando los anzuelos, y un enjambre de peces nadaba y coleaba al encuentro de la muerte.
Era un chisporroteo de fuegos amarillos, de lomos azules, de aletas rosadas. Salían de las cuevas plateados y vibrantes como relámpagos de mercurio; otros nadaban lentamente, panzudos, casi redondos, con una cota de escamas de oro. Por las pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la superficie flotaban las medusas, sombrillas vivientes de un blanco opalino, con borde circular lila ó rojo tostado. Debajo de su cúpula gelatinosa se agitaba la madeja de filamentos que les sirve para la locomoción, la nutrición y el amor.
No había mas que tirar de los sedales y una nueva presa caía en la barca. Los cestos se iban llenando. ElTritóny su sobrino acababan por fatigarse de esta pesca fácil... El sol estaba próximo á lo más alto de su curva: cada ondulación marina se llevaba un pedazo de la faja de oro que partía la inmensidad azul. La madera de la barca parecía arder.
— Hemos ganado nuestro jornal—decía elTritónmirando al cielo y luego á los cestos—. Ahora un poco de limpieza.
Y despojándose de sus ropas, se arrojaba al mar. Ulises le veía descender por el centro del anillo de espumas abierto con su cuerpo. Ahora se daba cuenta de la profundidad de este mundo fantástico, compuesto de rocas vidriosas, plantas-animales y animales-piedras. El cuerpo moreno del nadador tomaba, al descender, las transparencias de la porcelana. Parecía de cristal azulado: una estatua fundida con pasta de espejo de Venecia, que iba á romperse apenas tocase el fondo.
Caminaba como un dios de la profundidad, arrancando plantas, persiguiendo con sus manos los relámpagos de bermellón y oro que se ocultaban en las grietas de las peñas. Transcurrían minutos enteros; se iba á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde, creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecía sobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando los brazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.
— Ahora tú—ordenaba con voz imperiosa.
Resultaban inútiles sus intentos de resistencia. El tío le insultaba con las peores palabras ó le inducía con promesas de seguridad. No supo ciertamente si fué él quien se arrojó al agua ó si le arrancaron de la barca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentó la impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente, adivinando lo que debía hacer antes de que se lo aconsejase su maestro. Despertaba en su interior la experiencia ancestral de una serie de marinos que habían luchado con el mar y algunas veces se quedaron para siempre en sus entrañas.
El recuerdo de lo que existía más allá de la blandura golpeada por sus pies le hacía perder de pronto su serenidad. La imaginación tiraba de él con la pesadumbre de una bala de artillería.
— ¡Tío... tío!
Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda y sonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba el agua con su sombra de ébano.
Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación. Luego, en las tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa.
ElDotorconocía lo mismo las alturas del promontorio que sus profundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desde las que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, la lejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. ElTritónmostró á su sobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo con lentas ondulaciones. Eran á modo de cuadras marítimas, donde podían anclar los buques, permaneciendo ocultos á todas las miradas. Allí habían escondido muchas veces sus galeras los berberiscos, para caer inesperadamente sobre un pueblo cercano.
En una de estas cuevas, sobre un zócalo de peñascos, vió Ulises un montón de fardos.
— Vámonos—dijo elDotor—. Cada hombre se gana la vida como puede.
Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el mar apoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejos si estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!... Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas. Los fenicios, que difundían con sus navegaciones las primeras obras de la civilización, se cobraban este servicio llenando sus barcos de mujeres raptadas, mercancía rica y de fácil transporte.
La piratería y el contrabando formaban el pasado histórico de todos los pueblos que visitaba Ulises, amontonados unos al abrigo de un promontorio coronado por un faro, abiertos otros en la concavidad de una bahía moteada de islotes con cinturas de espuma. Las viejas iglesias tenían almenas en sus muros y troneras junto á las puertas, para el disparo de culebrinas y trabucos. El vecindario se refugiaba en ellas cuando las humaredas de los vigías avisaban un desembarco de piratas de Argel. Siguiendo las sinuosidades del promontorio, existía una fila de torres rojizas, cada una de ellas con otras dos iguales á la vista. Esta fila se prolongaba por el Sur hasta el estrecho de Gibraltar y por el Norte llegaba á Francia.
El médico las había visto iguales en todas las islas del Mediterráneo occidental, en las costas de Nápoles y en Sicilia. Eran las fortificaciones de una guerra milenaria, de una pelea de diez siglos entre moros y cristianos por el dominio del mar azul; lucha de piratería, en la que los hombres mediterráneos—diferenciados por la religión, pero idénticos en el alma—habían prolongado hasta principios del siglo XIX las aventuras de laOdisea.
Ferragut había alcanzado á conocer en su pueblo muchos viejos que en sus mocedades fueron esclavos en Argel. Las ancianas cantaban aún romances de cautivas en las noches de invierno y hablaban con pavor de los bergantines berberiscos. Los ladrones del mar tenían pacto con el demonio, que les avisaba las buenas ocasiones. Si en un monasterio acababan de profesar hermosas novicias, se conmovían sus puertas á media noche bajo los hachazos de los demonios barbudos que avanzaban tierra adentro, dejando á sus espaldas la galera preparada para recibir su flete de carne femenil. Si se casaba una muchacha de la costa, célebre por su belleza, á la salida de la iglesia surgían los impíos, disparando sus trabucos y acuchillando á los hombres sin armas, para llevarse las mujeres con sus ropas de fiesta.
De todo el litoral sólo temían á los navegantes de la Marina, tan audaces y belicosos como ellos. Cuando osaban atacar sus caseríos, era porque los marineros estaban en el Mediterráneo y habían ido á su vez á saquear é incendiar alguna aldea de la costa de África.
ElTritóny su sobrino cenaban bajo el emparrado en los largos crepúsculos estivales. Después de levantados los manteles, Ulises manejaba las fragatas de su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de las diversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas veces permanecían los dos hasta una hora avanzada en el rústico atrio, contemplando el mar luminoso bajo los esplendores de la luna ó con un tenue regleteo de luz sideral en las noches lóbregas.
Todo lo que los hombres habían escrito ó soñado sobre el Mediterráneo lo tenía el médico en su biblioteca, y lo repetía á su oyente. Elmare nostrumde los latinos era para Ferragut una especie de bestia azul, poderosa y de gran inteligencia, un animal sagrado como los dragones y las serpientes que adoran ciertas religiones, viendo en ellos manantiales de vida.
Los ríos que se arrojaban en su seno para renovarlo eran pocos y de escaso caudal. El Ródano y el Nilo parecían tristes arroyos comparados con los cursos fluviales de otros continentes que desaguan en los océanos.
Perdiendo por evaporación tres veces más líquido que el que le aportan los ríos, este mar asoleado se habría convertido en una extensión de sal, de no enviarle el Atlántico una rápida corriente de renovación que se precipitaba por el estrecho de Gibraltar. Debajo de esta corriente superficial existía otra en sentido opuesto, que devolvía una parte del Mediterráneo al Océano, por ser más saladas y densas las aguas mediterráneas que las atlánticas. La marea apenas se hacía sentir en sus riberas. Su cuenca estaba minada por fuegos subterráneos, que buscaban salidas extraordinarias por el Vesubio y el Etna y respiraban continuamente por la boca del Stromboli. Alguna vez estos hervores plutónicos elevaban el suelo, haciendo surgir, como tumores de lava, nuevas islas sobre las olas.
En su seno existía doble cantidad de especies animales que en los otros mares, aunque menos numerosas. El atún, cordero juguetón de sus praderas azules, saltaba sobre la superficie ó pasaba en rebaño bajo el lomo de las olas. El hombre le tendía la trampa de sus almadrabas en las costas de España y de Francia, en Cerdeña, el estrecho de Mesina y las aguas del Adriático. Pero esta carnicería apenas aclaraba sus compactos escuadrones. Luego de vagar por los recovecos del archipiélago griego, pasaban los Dardanelos, pasaban el Bósforo, conmoviendo con el hervor de su galopada invisible los dos callejones acuáticos, y dando la vuelta á la copa del mar Negro, volvían, diezmados pero impetuosos, á las profundidades del Mediterráneo.