Maria Montessori - Rita Kramer - E-Book

Maria Montessori E-Book

Rita Kramer

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Beschreibung

Este libro constituye un intento de observar la vida y la obra de Maria Montessori, con el fin de identificar las influencias intelectuales de su pensamiento y vislumbrar el papel desempeñado por su personalidad en su trabajo, para explicarlo y desvelar en qué consistió su originalidad. Se trata de una búsqueda a través de varios continentes, consultando archivos olvidados e indagando en el recuerdo de mujeres y de hombres sobre cuyas vidas influyó. Al ser escrita en 1976, estudios posteriores han matizado el contenido, tal como se comenta en el prólogo. Si esta historia sobre la vida de Montessori ha servido y sirve de estímulo para fomentar la ulterior investigación sobre sus logros y propone nuevas formas de apreciarlos, habrá conseguido su objetivo: presentarla ante las nuevas generaciones como la profesora de la que han aprendido mucho de lo que saben y sobre quien pueden seguir descubriendo todavía más.

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Prólogo

 

Maria Montessori siempre se ha caracterizado por despertar tanto la exacerbada reprobación como la adulación acrítica. Ambas posturas pueden tener el mismo efecto negativo respecto a la difusión de ese enfoque educativo, ya que el entusiasmo acrítico, no solo obnubila el juicio de quien lo manifiesta, sino que despierta sospecha y supone un freno al interés de terceros interesados en comprender genuinamente el trasfondo de la propuesta.

El sistema educativo montessoriano, como cualquier otro sistema, es una combinación de unos métodos —una forma de hacer, unos materiales, un sistema, unas reglas para los educadores y los niños, etc.— y de unos principios que remiten a la filosofía, el espíritu, las creencias y la postura pedagógica de su autora respecto al niño. Por tanto, no es posible entender la obra montessoriana al margen de Maria Montessori, ni a Montessori al margen de su obra. Como dice Hélène Lubienska, una de sus primeras colaboradoras, el material desvinculado del espíritu del método y, por tanto, de la intención original de su autora, se convertiría en “ritualismo”. Invertir y confundir los fines con los medios en el ámbito educativo no solo es una tentación reciente.

Para evitar caer en las caricaturas pedagógicas que circulan en los ambientes montesomething (como las llaman cariñosamente algunos de los montessorianos más ortodoxos), los padres y educadores deseosos de entender su método pueden encontrar en las biografías de Montessori algunas llaves que les permiten descubrir nuevos horizontes educativos y alejarse de las simplificaciones y de las interpretaciones desafortunadas que caracterizan la pedagogía montessoriana desde sus inicios. Pero no cualquier biografía sirve para ello.

Existe hoy un enfoque muy difundido que consiste en disociar el autor de sus textos, analizando a ambos de forma independiente. En algunas biografías, se intenta rescribir la historia tratando de “redescubrir” cuáles fueron los verdaderos y profundos motivos escondidos por los que se actuó y se escribió, sin abarcar la obra entera del personaje estudiado, sin entrar a valorar el mérito de su propuesta y sin intentar comprender sus motivos en relación con el conjunto de sus obras. Así, se torturan los hechos hasta conseguir pistas que permiten “mistificar” al autor —si era un personaje corriente y banal— o “desmitificar” —si era un personaje fascinante—. Algunos de sus escritos se reinterpretan desde la sospecha y la distancia, a la luz de intenciones que responden demasiadas veces a modas contemporáneas al lector, pero ajenas a las circunstancias del autor. En definitiva, se hace un juicio de intención sin apelación —y al margen de los textos— hacia personas que, por desgracia, ya no están para poder defenderse. Para los autores que suscriben ese enfoque, todo lo que se sale de ese modelo entra en la categoría despectiva de biografía hagiográfica. Si no hay sospecha, análisis desde el escepticismo, se considera que el retrato histórico no está bien hecho.

En la biografía que usted tiene en sus manos, Rita Kramer presenta el resultado de un riguroso y largo trabajo de investigación que se aleja de ese enfoque, navegando con agilidad y elegancia entre el método, las obras de la autora y su vida. Rita Kramer conoce bien los escritos de Montessori y presenta la información sobre su vida en paralelo con el conjunto de su obra, con una visión realista. Esa forma de acercarse a la pedagoga la lleva a adoptar un tono, a veces, poco complaciente, y otras veces más empático, adentrándose poco a poco en su pensamiento más profundo. Pues, ¿qué sería una biografía que no hiciera el esfuerzo de ver el mundo desde los ojos de su protagonista?

En los Estados Unidos, Rita Kramer no precisa introducción, pues es la conocida autora de siete libros y de varios artículos en revistas de prestigio, como el New York Times Magazine y el Wall Street Journal, entre otros. Maria Montessori: a biography1, inicialmente publicada en inglés en 1976, toma en cuenta fuentes documentales, testimonios de testigos contemporáneos, y tiene la peculiaridad de nutrirse del valioso testimonio de familiares cercanos, entre ellos Mario Montessori, el único hijo de Montessori, a quien su madre había hecho confidencias inéditas. Para escribir su libro, Rita Kramer tuvo acceso a los archivos de la AMI (Association Montessori Internationale), asociación fundada por la misma Montessori, y dirigida por ella hasta la fecha de su fallecimiento, con 82 años, en 1952. Sin embargo, no se trata de una biografía autorizada y se escribe desde la distancia del tiempo por una persona que no “defiende” el método o a su autor.

Con Montessori, hay material para llenar cientos de páginas sin aburrir al lector. Su vida es una verdadera cruzada a favor de la causa de la infancia, llena de guerras y de batallas sin treguas. Guerras en el sentido literal. Sufrió personalmente las consecuencias de la guerra en Italia, en España, en Alemania y en la India, donde estuvo durante años en arresto domiciliario por ser italiana (aun habiendo huido 25 años antes del régimen de Mussolini por discrepar con él).

Pero las batallas fueron también en el ámbito más personal. Los naturalistas y algunos pedagogos del siglo XX le reprocharon la rigidez y la artificialidad de su método, y su rechazo a la imaginación productiva y a la fantasía; los progresistas, la individualidad y el carácter coercitivo y dogmático del método; los modernos y los positivistas, su religiosidad; algunos la criticaron por adelantar los aprendizajes, otros, por lo contrario; unos la acusaron de no respetar la libertad del alumno, mientras otros le reprocharon lo contrario. Algunos de sus contemporáneos —prácticamente todos hombres— le reprocharon endiosarse, mientras ella rechazó la fama en varias ocasiones para mantener la integridad de su método, protegiéndolo de las distorsiones y las explotaciones. Los católicos la tacharon de laicista, naturalista, positivista, anticristiana y teósofa, mientras que los teósofos y los masones la definieron como “católica ferviente”.

En la cima de la fama, renunció a su puesto de docencia en la universidad de Roma para dedicarse a los niños pobres de las periferias deprimidas de Roma, y hablaba a menudo con lástima de las personas de clase alta. Por otro lado, siempre contó con el apoyo y el reconocimiento de personas influyentes en todos los ámbitos (político, empresarial, cultural, de la aristocracia, de la jerarquía de la Iglesia católica, etc.), como la reina Margarita de Italia, Graham Bell, Helen Keller, el millonario americano McClure, Gandhi, Rabindranath Tagore, la hija del presidente americano Woodrow Wilson, Sigmond Freud, el biólogo Hugo De Vries, la hija de León Tolstói y varios cardenales y papas, entre otros.

¿Cómo reconciliar tantos reproches y tantas críticas en tantos aspectos tan contradictorios? ¿Cómo pueden convivir tantas paradojas en una sola persona? ¿Cómo explicar esas contradicciones? ¿Quién es Maria Montessori? Hay tantas preguntas como personas que las formulan. Pero hemos de saber que solo hay una respuesta, y es la que se ajusta a la realidad. Obviamente, nadie puede llegar a describir a la perfección a esta pedagoga con un pensamiento tan original, un estilo literario tan enredado, tan compleja, y de la que Jérôme Bruner dijo que era una “curiosa mezcla de misticismo y de pragmatismo”. Pero Rita Kramer lo intentó como casi nadie, llegando a dedicar, para hacerlo, tres años de su vida a tiempo completo.

Sin embargo, a pesar de la vigencia de esta biografía, quisiéramos destacar tres temas sobre los que el lector podría ampliar y complementar su lectura, o actualizarla con datos nuevos de escritos inéditos que salieron a la luz desde su publicación: la relación de Montessori con el movimiento antimodernista, con la teosofía y con el movimiento de la Educación nueva del inicio del siglo XX.

Contrariamente a lo que se dice, no hay prueba de que Montessori asistiera a la conferencia de Calais en 19212. Si bien es cierto que hubo colaboraciones puntuales, la relación que mantuvo con los principales representantes de ese movimiento, por ejemplo, con Decroly, Claparède y Ferrière, fue especialmente compleja y tumultuosa3, llegando a tachar el giro tomado por el movimiento de la Educación nueva —de la que se consideraba precursora ignorada— de nada menos que de “una revolución que aspira al desorden y a la ignorancia”4. Pensamos que esas discrepancias tienen un peculiar interés, porque vuelven a ser vigentes hoy en día, cuando la Educación nueva vuelve a tener más fuerza que nunca.

Respecto a los dos primeros temas, referimos al lector a las numerosas obras del historiador educativo italiano Fulvio de Giorgi5. Por ejemplo, si bien es cierto que “muchas de las personas que se sentían atraídas por la teosofía también sentían atracción por el movimiento Montessori”, unas correspondencias personales inéditas de Montessori publicadas recientemente pueden matizar ciertas afirmaciones, como por ejemplo que “Montessori y los teósofos siempre habían considerado que sus ideas eran compatibles entre sí”. Montessori no se consideraba teósofa, nunca difundió ni suscribió esa filosofía. Es más, en los últimos años en la India, deploró que su método estuviera “en manos” de teósofos6. Era más bien ella quien había tolerado esa alianza, aprovechándose del interés de la teosofía para dar a conocer y difundir su método.

En cualquier caso, aun habiendo pasado más de 40 años desde la publicación de su biografía, podemos afirmar que Rita Kramer fue una de las personas que intentó más seriamente llegar al fondo de la verdad sobre Maria Montessori. Junto con la biografía de E.M. Standing7 —que se distingue más por una exposición de la filosofía del método que por una presentación sistemática y exhaustiva de los hechos de su vida como la que encontramos aquí —, la biografía que tiene en sus manos es de las (sino la) más completas fuentes de información que existen hoy sobre la vida de Maria Montessori. Se trata, pues, de una obra de referencia. Por tanto, se agradece que el Grupo SM haya decidido apostar por la primera publicación de su versión en castellano.

Pocos saben que Barcelona fue el tercer laboratorio educativo de Montessori (después de las Case dei Bambini del barrio de San Lorenzo y del convento de las Franciscanas en Roma), así como el lugar desde el que escribió numerosos libros y cartas, a lo largo de dos décadas. Como nos indica Rita Kramer, el interés por la pedagogía montessoriana en España nació a raíz de un artículo publicado en 1911 en la Revista de Educación. La primera escuela montessoriana fue establecida en Barcelona en 1913. Dos años más tarde, Montessori manda a Barcelona su principal colaboradora, Anna Maccheroni, para dirigir una escuela que servirá de laboratorio para desarrollar su método. Montessori llegó a Barcelona en 1916 y esa ciudad fue su hogar hasta el año 1936. A partir de 1935, la Casa Editorial Araluce publica la Revista mensual ilustrada8 de la Sociedad Montessori de Barcelona, afiliada con la AMI y dirigida por la misma Montessori. Rita Kramer nos explica que la pedagoga se ve repentinamente obligada, en el momento en que estalla la Guerra civil, a huir de las bombas que caen en la ciudad condal a bordo de un barco inglés, dejando atrás la mayoría de sus posesiones y la versión manuscrita de algunos de sus libros. Pocos días antes, en el prólogo original de El niño: El secreto de la infancia9, Montessori lanza un mensaje de esperanza a los lectores de su “tierra amada”. Desea que las palabras de su libro encuentren “un eco más comprensivo en los corazones transidos de dolor, y servirnos de faro que nos guíe por una nueva vía de civilización, en la cual, las dos fases de la vida humana obtengan una consideración paralela: el niño y el adulto como partes indivisibles de una misma personalidad”. A lo largo del resto de su vida, Montessori llevará una cruzada a favor de la paz a través de la educación del niño, por lo que fue propuesta tres veces para el Nobel de la Paz.

En su prólogo de la primera edición americana del primer libro de Montessori, en 1912, el profesor Henry W. Holmes de la facultad de Educación de la Universidad de Harvard escribe: “No tenemos otros ejemplos de sistemas educativos —por lo menos, originales en su globalidad sistemática y en su aplicación práctica— que hayan sido desarrollados e inaugurados por la mente y el toque femenino”. No podemos excluir que ese hecho singular fuera parte de la causa de tantas críticas recibidas por el establishment pedagógico masculino de la época. No debía de sentar demasiado bien que una mujer —que además fuera nombrada oficialmente por Italia para representar el movimiento feminista de la época— se diera tanto protagonismo a sí misma, hasta el extremo de dar su propio apellido a un método, y menos que criticara abiertamente a los hombres que la precedieron y a sus contemporáneos, corrigiendo sus principios pedagógicos de forma tan drástica (criticó abiertamente a Rousseau, Froebel, Pestalozzi, Decroly, Dewey, Claparède, entre otros). Como es lógico, las críticas que recibió por parte de la muchos de sus contemporáneos (que preferían llamarla madame en vez de doctora), tampoco fueron especialmente amables. Esas circunstancias no ayudaron a la difusión de una interpretación correcta de su método.

Profundizar en la vida de Montessori nos ayuda a resolver las contradicciones y las controversias alrededor de su propuesta, entendiendo los motivos que la movían, sus creencias, su concepción de la infancia y del mundo. Por ejemplo, una lectura cuidadosa de su vida nos lleva a constatar que Montessori no entiende el progreso de la misma forma que los militantes sociales. En Le Règne de l’Homme, el filósofo René Brague explica que la modernidad se distingue por su propuesta de un proyecto social externo al ser humano y de un progreso que supone un nuevo comienzo, una fractura con el pasado. Para Montessori, el progreso tiene su inspiración en la tradición clásica: consiste en la construcción de la personalidad del ser humano, no se reduce a logros sociales externos a él. Como dice Brague, “l’homme n’est pas d’emblée tout ce qu’il est: il est ce qu’il fait et ce qui se fait en faisant ce qu’il fait” (la persona no es, de entrada, todo lo que es: es lo que hace y lo que se hace haciendo lo que hace). De hecho, el concepto de “normalización” en Montessori indica una fractura entre el aula y el mundo.

Montessori no estaría de acuerdo con lo que se escucha hoy en cientos de congresos educativos inspirados por la corriente de la Educación nueva y por la escuela progresista de Dewey: el colegio es o ha de ser “como el mundo”. Es imposible entender a Montessori si uno no está dispuesto a profundizar sin prejuicios en el incómodo concepto de la “normalización”. Para entender a Montessori, hay que estar dispuesto a romper esquemas propios. El niño montessoriano no se normaliza estando en contacto con la sociedad, sino en un entorno adecuado a su naturaleza, desarrollando su personalidad, su disciplina interna, su capacidad de concentración y su sentido de responsabilidad personal. Para Montessori, la disciplina colectiva no puede ser el resultado de una imposición colectiva, sino el fruto de la disciplina personal, puesto que la disciplina no es un obstáculo para la libertad, sino su condición sine qua non, algo tan actual en un mundo que pretende educar a golpe de leyes y de la rebaja de las exigencias.

No es casualidad que Maria Montessori vuelva hoy a estar en primera línea de la actualidad educativa. Su propuesta no puede ser más actual en un contexto educativo de dialéctica infértil entre la “educación nueva” y la “educación vieja”. Montessori propone una tercera vía, resolviendo las falsas retóricas educativas, en un mundo que se ha olvidado de los fines de la educación, de su sentido; que se ha entregado a la novedad como valor en sí y al eclecticismo educativo como escaparate de una pedagogía a merced de las modas y de empujones que responden a los intereses económicos y políticos, no del niño.

El “progreso” en Montessori es interno y se refiere principalmente a la edificación de la personalidad del niño en relación con los fines que caracterizan su naturaleza10. Para Montessori, lo que hace el niño es perfectivo, porque el niño no actúa meramente para realizar una tarea externa como lo hace el adulto, sino que actúa para edificarse a sí mismo de acuerdo con un plan puesto por la naturaleza. Quizá esa fue la razón por la que algunos pedagogos le reprochan el dogmatismo de su método. Lo que ellos interpretan como rigidez procede, en realidad, de un enfoque teleológico que da estabilidad al Método. Montessori nunca se describió a ella misma como “inventora” o “creadora” de ningún método, ella tan solo lo “descubrió” observando al niño. Si su método no cambia es porque el ser humano y sus fines tampoco cambian cada vez que surge un cambio de circunstancias culturales, o una nueva era tecnológica o filosófica. El educador puede decidir que quiere ver el mundo de una forma o de otra, pero esa visión del mundo no va a cambiar cómo es el niño. El niño siempre ha sido, es, y será el mismo: un niño.

 

Catherine L’Ecuyer

Doctora en Educación y Psicología

Prólogo original

 

La personalidad de Maria Montessori11 y el valor de sus contribuciones justifican la meticulosa y profunda descripción que este libro le dedica. Aquellos que solo han conocido los efectos posteriores de su obra podrán ahora apreciar, a la luz del contexto histórico original, sus motivaciones y esfuerzos y, de esta manera, constatar su ardua batalla por el progreso social que solo una voluntad férrea como la suya podía ser capaz de librar. De manera apasionante, la autora hace surgir ante nosotros la imagen de Maria Montessori que, en 1886, fue la primera mujer en cursar estudios de Medicina en Italia y que puso toda su pasión en mejorar la suerte de muchos niños pobres y con discapacidades que estaban en desventaja tanto por su constitución física como por sus circunstancias sociales. Lo que de todo ello se derivó, y que por primera vez se describe en forma comprensible, es su paulatino alejamiento ulterior de la medicina y su orientación hacia la pedagogía, así como la ampliación de su círculo de influencia más allá de su Italia natal hacia todos los países del mundo, un inevitable paso de enorme importancia para varias generaciones de niños considerados “normales”.

Como contemporánea de Maria Montessori y sus colaboradores, puedo dar testimonio, desde mi propia experiencia, del enorme entusiasmo que se describe en este libro, ese mismo entusiasmo con el que sus enseñanzas fueron recibidas y aplicadas en muchos lugares, por diferentes razones. Trabajadores sociales, maestros de escuelas infantiles, psicólogos y psicoanalistas infantiles han coincidido en estimar que el método Montessori, en diversos aspectos importantes, constituye un paso más allá de lo que hasta entonces se les ofrecía a los educadores.

En una Casa Montessori para niños (como la de Viena), el niño, al estar “en su propia casa” era quien tomaba las decisiones. Por primera vez, su interés por el material a su alcance podía desarrollarse con entera libertad, en lugar de ser algo organizado dentro de una determinada actividad de grupo, tal como en las escuelas maternales al uso. Por primera vez, no era ya el reconocimiento o la desaprobación de los adultos lo que constituía la principal motivación, sino la alegría por el éxito del trabajo personal. Ante todo, en el método Montessori ya no es la disciplina autoritaria lo que constituye el principio de la educación, sino la libertad dentro de unos límites cuidadosamente establecidos.

Hoy, al cabo de más de veinticinco años de la desaparición de Maria Montessori, sus enseñanzas corren la misma suerte que otras innovaciones que fueron pioneras en su tiempo: no siempre son aplicadas en la forma correcta que propusieron quienes las originaron, sino que se han visto sometidas a amplificaciones y cambios. Es más, solamente algunos pocos que hoy día siguen activamente las líneas de Maria, comparten los mismos principios religiosos y de percepción sensorial y psicológica del entorno. Todo lo cual no altera, sin embargo, el hecho de que los elementos más importantes del método Montessori hayan entrado en la pedagogía moderna de una u otra forma y se hayan convertido en elementos indispensables de la educación de los niños pequeños, elementos que no pueden ser ignorados.

 

Anna Freud

Psicoanalista austríaca, hija de Sigmund Freud,

que centró su investigación en la psicología infantil

Prefacio

Este libro constituye un intento de observar la vida de Maria Montessori y su obra, para conocer quién fue realmente, cuáles fueron sus orígenes y lo que de verdad le aconteció. Se trata de identificar las influencias intelectuales de su pensamiento y vislumbrar el papel desempeñado por su personalidad en su trabajo, y no para disminuir su importancia, sino para explicarlo y desvelar en qué consistió su originalidad. Se trata de ideas basadas en otras ideas. Lo interesante no es el hecho en sí, sino cuál fue su pensamiento y cómo fueron utilizadas, cambiadas, combinadas y refinadas sus ideas hasta llegar a obtener algo nuevo.

Maria Montessori es mucho más complicada e interesante que la santa imagen de yeso en que la han convertido sus devotos seguidores. Bajo toda esa reverencia casi mística, bajo la hagiografía que ha pretendido ser su biografía, hay una mujer inteligente, dura, que, al menos durante su juventud, tuvo que pensar y hacer cosas que nadie hasta entonces había hecho.

Es precisamente la búsqueda de esa mujer lo que ha motivado este intento de ir más allá de una estrecha visión de culto sobre su ser y sus logros, y de presentar a Maria Montessori ante aquellos para quienes sigue siendo una desconocida o permanece incomprendida.

Se trata de una búsqueda a través de varios continentes, consultando archivos olvidados e indagando en el recuerdo de hombres y mujeres sobre cuyas vidas influyó y que a menudo cambió. Dicha búsqueda nos hace descubrir a una nueva mujer, tanto en el sentido en que la propia Montessori utiliza el término como en el del biógrafo.

Las biografías de los hombres y las mujeres famosos atraviesan fases que parecen obedecer a conjuntos de leyes que se aplican a todas las ideas. En cada generación hay revisionistas. Los primeros intentos de recoger hechos e interpretarlos se ven inevitablemente sobrepasados por imágenes basadas en nuevos descubrimientos, nuevos enfoques.

Si esta historia sobre la vida de Montessori sirve de estímulo para fomentar la ulterior investigación sobre sus logros y propone nuevas formas de apreciarlos, habrá logrado su objetivo: volver a presentar a Maria Montessori ante las nuevas generaciones como la profesora de la que han aprendido mucho de lo que saben y de quien pueden seguir conociendo más sobre los niños, sobre ella y sobre sí mismos.

Introducción

 

Cuando el vapor Cincinnati, que cubría la línea entre Hamburgo y Nueva York, apareció humeante en la bahía una fría mañana de diciembre del año 1913, una corpulenta mujer sonriente vestida de negro, envuelta en pieles, con su espeso cabello castaño oculto bajo un amplio sombrero negro con un velo, estaba de pie junto a la barandilla. Había permanecido allí, silenciosamente desde el momento en que el contorno de la ciudad empezara a perfilarse en el horizonte hasta que el barco hubo de atracar. “Debo verlo todo”, le dijo a quien la acompañaba. Había empezado siendo una observadora y el hábito de la observación la había acompañado hasta aquel momento. El barco atracó y ella descendió la pasarela con majestuosa seguridad y una maternal sonrisa en su rostro dedicada a los discípulos y dignatarios que se apelotonaban en un grupo de seis a su alrededor, abrazando, gesticulando, hablando todos a la vez apasionadamente en italiano. Una bienvenida digna de la realeza12.

Cuando Maria Montessori desembarcó en América a finales de 1913 se encontraba en la cumbre de su fama: era sin duda alguna una de las mujeres más célebres del mundo. La prensa, incluyendo el venerable New York Times, le dedicaba páginas enteras de entrevistas, y las controversias sobre sus ideas bullían en las páginas editoriales, así como en las columnas de cartas a los editores de todos los principales periódicos de la época. El New York Tribune la definió como la mujer más interesante de Europa. El Brooklyn Daily Eagle la describe como “una mujer que ha revolucionado el sistema educativo mundial […]. La mujer que había enseñado a leer y a escribir, a personas con discapacidad intelectual y a personas con enfermedades mentales13, y cuyo éxito tan maravilloso había logrado que el método se hubiera propagado de país en país y llegado desde países del extremo oriente, como Corea, hasta el occidente más lejano, como Honolulu, y a la muy austral Argentina”. Incluso el conservador New York Sun informaba de su llegada en los titulares y expresaba que traía consigo “el plan de una nueva humanidad14”.

Un público impaciente esperaba a Montessori en los Estados Unidos.

La noticia de su llegada compartía espacio en primera plana con las actividades de Pancho Villa en México con la detención en Inglaterra de la Sra. Pankhurst, militante sufragista, y con el rechazo del presidente Wilson, en Washington, de hacer declaraciones públicas sobre el derecho de la mujer al voto, incluso con la recuperación en Italia de la Mona Lisa de Da Vinci, que había sido robada. Para muchos, aunque todavía no se habían percatado de ello, era el último buen año antes de que el estallido de la Primera Guerra Mundial devastase Europa y cambiara el mundo para siempre. Las mujeres todavía andaban trabajosamente, enfundadas en sus largas faldas; se estaba construyendo el canal de Panamá y entre las ofertas más solicitadas en las columnas de empleo, se buscaban camareras personales y ayudas de cámara. La vida resultaba confortable para un número sin precedentes de norteamericanos y, si bien había una cantidad jamás alcanzada de inmigrantes pobres, las clases más favorecidas seguían gozando de sus privilegios y pensaban en la educación como una forma de enriquecer las vidas de sus propios hijos y de ayudar a “civilizar y americanizar” a las hordas recién llegadas.

La doctora llegada desde Italia, capaz de obrar milagros, parecía traer la respuesta a ambas necesidades.

Allí donde fuese, era saludada como una profeta de la pedagogía y como una fuerza principal para la realización de grandes reformas y, en el momento de su regreso a su hogar, la víspera de Navidades, parecía razonable pensar que las escuelas norteamericanas jamás volverían a ser las mismas o, al menos, que Montessori habría dejado un impacto perdurable sobre la educación en Norteamérica.

La historia conlleva expectativas muy confusas. Durante los cinco años siguientes Montessori no podía ser considerada como una persona olvidada por el público norteamericano. Diez años más tarde, ya casi nadie conocía su nombre, salvo unos pocos profesores de Educación.

Y mientras que muchas de sus ideas echaron raíces en Inglaterra, en el resto de Europa y en Asia se vieron encerradas dentro de un movimiento que cada vez fue adoptando matices de culto específico en lugar de convertirse en parte de la teoría y la práctica habituales. Maria continuó trabajando incansablemente por Europa y Asia, impartiendo conferencias y escribiendo, fundando escuelas y enseñando hasta su muerte, en Holanda, con casi ochenta y dos años. Se había convertido en una gran señora, un símbolo para sus devotos seguidores, poco conocida para el resto del mundo, y considerada una reliquia histórica, no como una influencia fundamental en el pensamiento pedagógico.

En el momento de su muerte, acontecida en 1952, muchos lectores de su obituario, bien no sabían de quien se trataba, o bien se mostraban sorprendidos de que hubiera seguido con vida hasta entonces y que durante la postguerra hubiese continuado desarrollando tanta actividad. Parecía haber pertenecido a otros tiempos.

Una década después de su muerte, es decir, medio siglo después de su primera visita triunfal a los Estados Unidos, Montessori fue redescubierta, una vez que el movimiento pendular de la reforma escolar volviese a aproximarse a su punto de vista sobre la naturaleza y los objetivos del proceso educativo.

Con la perspectiva del tiempo transcurrido, su genio ha vuelto a resplandecer. Maria Montessori sigue siendo uno de los referentes principales de la teoría y la práctica educativas.

Parte ILas primeras luchas

Capítulo uno

Contexto histórico, infancia y juventud de Montessori

 

Durante más de un siglo antes de la unificación de la nación italiana en 1870, Italia había sido una zona de estancamiento en Europa Occidental. La mayor parte de los diversos reinos, principados y ducados de la península, particularmente en el sur agrícola, vivían en unas condiciones miserables, con una tasa de pobreza solo superada por Portugal. Los nuevos desarrollos en el pensamiento europeo y en la política, solían ser importados, distorsionados con algunos años de retraso y, en muchas ocasiones, sin que las mejores ideas lograran echar raíces. Las reformas sociales emprendidas en otros países no se aplicaban o resultaban desconocidas en los Estados italianos.

A principios del siglo XIX eran los franceses quienes dominaban la península y, después de 1848, los austríacos. La burocracia política y sus interminables papeleos hacían imposible llevar nada a buen término. La ausencia de libertades civiles, la carencia de una prensa libre y la existencia de un sistema escolar con cien años de retraso al que solo accedía una pequeña parte de la población, así como la existencia de un campesinado supersticioso y hambriento, todo ello resultaba muy anacrónico en la Europa de finales del XIX. Tanto los empresarios como los intelectuales deseaban la incorporación de Italia al mundo moderno, pero para lograrlo sería necesario dejar a un lado los intereses foráneos y doblegar el poder de la Iglesia católica.

Si la clave del retraso económico y social de Italia era su división y la sumisión a las potencias extranjeras, entonces, una reforma solamente podía lograrse si el Piamonte y la Toscana, Parma y la Romaña, Umbría y las Marcas, las dos Sicilias y todos los otros Estados separados se unían para obtener su independencia y constituir una nación.

El “Risorgimento” fue el movimiento liberal que expresó el despertar de la conciencia nacional italiana e hizo un llamamiento en nombre de la libertad y la unidad. Comenzó con las ideas de Mazzini y las armas de Garibaldi durante la tercera y la cuarta década del XIX. En los años sesenta de dicho siglo, el rey de Cerdeña, Víctor Manuel y su primer ministro, el conde de Cavour, lograron expulsar a los austríacos y consiguieron unir la península gracias a la anexión de los últimos Estados papales, en 1870. Italia ya se había convertido en una única entidad territorial. Faltaba hacer de ella una nación.

La unificación había cambiado de fondo político, pero apenas había alterado el tejido social en forma alguna. El electorado consistía en una pequeña minoría de menos del 5 % de la población masculina, la burocracia local se había visto incluso reforzada por una nueva superestructura de reglamentos centralizados y un monarca esencialmente conservador estaba en el poder.

Los ciudadanos del nuevo país seguían estando profundamente divididos. Los ricos con buena educación disfrutaban de todo el poder y los privilegios, mientras que los trabajadores y la enorme población campesina no habían mejorado su situación respecto a la anterior. La unificación no había traído ni democracia política ni revolución social. De hecho, la igualdad nunca había sido un tema de consideración. Las diferencias de clase estaban bien estratificadas y se habían trazado líneas entre el norte y el sur, los hombres de negocios urbanos y los terratenientes, los monárquicos y los republicanos, aquellos que estaban en favor de una federación más flexible y los que querían un fuerte centralismo. Y luego estaba el perenne conflicto entre la Iglesia y el Estado entre los católicos y los ateos liberales, sobre quién debería controlar la educación y, por tanto, la forma de pensar de los jóvenes.

El papado golpeaba contra el poder laico que se había anexionado sus territorios prohibiendo a los creyentes votar en las elecciones nacionales y, de hecho, una gran parte de la población no participó en la política nacional hasta bien entrado el siglo XX.

A mediados de la década de 1970, el Gobierno pasó de estar en manos de la derecha a estarlo en las de la izquierda y la nueva colaboración entre liberales y conservadores produjo un programa intermedio conocido como transformismo, centrado en reformas tan básicas como la ampliación del derecho al voto, las libertades civiles, un sistema impositivo más equitativo, y el desarrollo y fomento de la educación pública.

Incluso los reformistas moderados veían en la educación el camino hacia un cambio eficaz y efectivo. Como primer ministro, Cavour empezó a construir escuelas dependientes del control estatal, no de la iglesia, que mantendría su propio sistema paralelo de educación. La educación universal primaria, obligatoria hasta el tercer grado, entre los seis y los diez años, ya aparecía en los libros desde 1859, pero poco se había hecho para aplicarla. En 1860, las tres cuartas partes de la población de más de diez años, no sabía ni leer ni escribir y las mayores tasas de analfabetismo estaban en el sur, donde si los padres decidían que necesitaban que sus hijos trabajasen en las labores del campo, nadie querría ni podría insistir para que en cambio los enviasen a la escuela. Las fábricas textiles podían emplear a niños de nueve años y muchos niños fueron enviados a trabajar porque la aterradora pobreza de sus familias les hacía pensar que comer era más importante que saber leer.

En 1877 fue aprobada una nueva ley que establecía la educación primaria obligatoria para chicas y chicos en los ocho mil municipios del reino italiano, en escuelas libres independientes, pero la aplicación de dicha ley seguía siendo algo esporádico.

El nuevo sistema educativo público consistía en cuatro años de escuela primaria, seguidos, desde los diez años, por una o dos ramas de educación secundaria. El programa clásico consistía en cinco años de “gimnasio” (escuela secundaria básica) seguidos de tres años de liceo (escuela secundaria superior), lo que permitía acceder a la universidad. La otra alternativa era cursar siete años de formación científico-técnica, la rama “moderna ”, frente a la clásica.

Tradicionalmente la educación de la mujer había sido de índole privada, un asunto familiar y de la iglesia. Ahora se habían creado escuelas públicas femeninas junto a las escuelas normales para la formación de educadores laicos destinados al nuevo sistema de enseñanza pública. Sin embargo, las escuelas públicas tenían mayormente alumnos varones mientras que las chicas predominaban en las escuelas privadas católicas.

Las altísimas esperanzas de las décadas de los setenta y los ochenta se fueron transformando gradualmente en decepción ya a finales del siglo XIX. La mayor parte de la población continuaba siendo analfabeta y sin recursos. Los trabajadores invertían un promedio de doce horas diarias en el campo, o trabajando en la mina, y en los dos casos era frecuente el trabajo infantil.

Había reiteradas violaciones de la libertad de prensa y del derecho de reunión por parte del Gobierno federal. Las huelgas eran ilegales y la corrupción administrativa, omnipresente. Al entusiasmo de 1870 le había sucedido una progresiva apatía, una menguante convicción de la posibilidad real de hacer reformas, ante las asfixiantes reglas de una rígida burocracia y la falta de preocupación por la educación de los pobres por parte de los ricos y poderosos. Tanto las experiencias iniciales como el desencanto posterior tuvieron su impacto en la educación de Maria Montessori como mujer y en su carrera como reformista social.

Maria Montessori nació en el pueblo de Chiaravalle situado en la provincial de Ancona, el 31 de agosto de 1870, el año del surgimiento de la nueva nación. En el puerto marítimo de Ancona las mujeres todavía cargaban vasijas llenas de agua, desde la antigua fuente situada en lo alto de la colina, con vistas al Adriático. Abajo se encontraba la ciudad moderna repleta de gentes bulliciosas, con sus muelles y cobertizos, sus casas y sus patios. He aquí los dos mundos de Italia, lo viejo y lo nuevo. Maria Montessori pertenecía a ambos y, disciplinada por el pasado, decidió dedicarse a contribuir a conformar el futuro.

El espíritu del Risorgimento y de las clases altas en los años que siguieron a la unificación era esencialmente anticlerical y estaba muy a favor de la ciencia. El espíritu de la Ilustración, como todo lo demás, había tardado en llegar a Italia. La Italia nueva y recientemente unificada de la infancia de Maria Montessori se caracterizaba por una realidad y un determinado estado de ánimo. El impulso inicial había sido el optimismo posrevolucionario y un nuevo sentimiento de esperanza para los oprimidos: los pobres y las mujeres. Sin embargo, la realidad que iba emergiendo poco a poco era que las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores del campo en el sur, así como las de la nueva clase urbana pobre y las de los inmigrantes provenientes de zonas rurales que iban agrupándose en las ciudades, seguían siendo pésimas en todos los casos. La nueva concienciación entre las clases trabajadoras gozaba de la simpatía de unos pocos, pero la mayor parte de las clases media y alta seguían percibiéndola como una amenaza hacia el tejido social.

Cuando era muy joven, Maria Montessori comprendió que era posible cambiar las reglas del mundo en que se desenvolvía para lograr un cambio para sí misma. Empezó por romper las barreras tradicionales entre hombres y mujeres respecto a la educación, como más tarde rompería las existentes entre el docente y el alumno, y en este proceso hubo de redefinir las reglas de cada cual. Gestionó su carrera y su propia educación con la actitud de que dicho cambio era posible y con la convicción de que ella podría ser capaz de llevarlo a cabo. Además, aportó esa actitud general y esa convicción social ante los problemas sociales que veía a su alrededor.

El padre de Maria, Alessandro Montessori, era un caballero chapado a la antigua, con un temperamento conservador y hábitos militares. En su juventud, había sido soldado, luego pasó a ser funcionario y pertenecía a una generación que acogía con beneplácito la creación de la Nueva Italia pero que se encontraba desconcertada ante muchos de los cambios producidos. Lucía con orgullo sus condecoraciones, incluyendo la Orden de Caballería y se sentía orgulloso de su bella esposa, que provenía de una familia de rancio abolengo.

Hijo de Nicola Montessori, que procedía de Bolonia, donde había ejercido como directivo en una tabacalera, probablemente de nivel intermedio, Alessandro, que había nacido en agosto de 1832 en Ferrara, estudió retórica y aritmética, poseía una hermosa caligrafía y solo hablaba italiano15.

Durante el fervor revolucionario que recorrió Europa en 1848, los italianos de diversos reinos y principados que configuraban un país, todavía en espera de ser unificado, agruparon sus fuerzas en un intento fallido de liberar el país del yugo austríaco. El joven Alessandro Montessori había participado en una de las primeras batallas por la liberación, que finalmente consiguió la unificación, y había sido condecorado en 1849. Al año siguiente había empezado a trabajar para los Estados Pontificios, en el departamento financiero, hasta que, en 1953 presentó su dimisión.

Durante los cinco años siguientes trabajó para las manufacturas de sal en Camacchio y Cervia y, más tarde, en 1863, como inspector en las industrias de sal y fábricas de tabaco de Bolonia y Faenza. En 1865 fue enviado a Chiaravalle, un pueblo situado en el feraz valle del río Esino donde se plantaba y procesaba el tabaco. En las regiones vecinas se cultivaba el trigo, la vid y los olivos. Las pequeñas manufacturas de vidrio y de cerámica, así como las fábricas de cuero situadas en el pueblo incorporaban una población de trabajadores manuales y directivos de clase media que se añadía a los terratenientes y a los campesinos. Chiaravalle era la típica pequeña ciudad provinciana situada en plena zona agraria y probablemente resultaría asfixiante para quien tuviera aspiraciones o intereses fuera de lo convencional.

A su llegada, Alessandro Montessori era un exitoso funcionario gubernamental que trabajaba en la gestión financiera de la industria tabacalera, controlada por el Estado. Pese a sus sueños o recuerdos revolucionarios, se había convertido en un respetable miembro del funcionariado burgués.

Fue entonces cuando conoció a Renilde Soppani, miembro de una familia de terratenientes, ocho años menor que él. Era alguien de una inesperada buena educación para su época, una chica que había leído con fruición muchos libros, en un lugar donde la gente se sentía orgullosa al ser capaz de escribir su nombre. También hacía gala de un patriotismo feroz, consagrado a los ideales de liberación y de libertad para Italia y en Alessandro había encontrado a alguien con quien, a diferencia de muchos católicos de provincias, podía compartir sus ideales.

En la primavera de 1866 contrajeron matrimonio y al año siguiente viajaron a Venecia por razones laborales. En 1869 regresaron a Chiaravalle y un año más tarde nació Maria. La vida laboral de un funcionario de finanzas del nivel de Alessandro exigía viajes constantes y el Gobierno lo trasladaba continuamente de una fábrica a otra, en varias regiones. Cuando Maria cumplió tres años, la familia Montessori se desplazó a Florencia.

Eran una atractiva pareja, él con su oscuro cabello rizado y un bigote a la usanza de la época, y ella con esa hermosura algo entrada en carnes, los ojos negros y unos rasgos perfectos. Cuando hicieron aparición en la ciudad, Alessandro iba vestido con un traje formal, luciendo una leontina, y Renilde llegaba enfundada en un elegante traje negro con cuello de encaje que dejaba entrever una pequeña cruz de oro, y entre los bucles de su negro cabello recogido lucía una única rosa. Constituían la verdadera imagen de una pareja próspera y respetable.

Cuando Maria tenía cinco años, Alessandro fue trasladado nuevamente, en esta ocasión a Roma, como contable de primera. Este fue su último desplazamiento profesional, pues los Montessori permanecieron en la ciudad. Alessandro continuaba progresando en su trabajo y, en recompensa a sus largos años de lealtad y trabajo, fue nombrado Caballero de la Orden de la Corona de Italia, en 1880, cuando Maria tenía diez años. Una década después un año antes de su jubilación recibió la Orden de San Mauricio y Lázaro.

A finales del siglo XIX, el título de caballero, equivalente al término knigthood inglés, era otorgado por el Gobierno por diversos tipos de servicios menores prestados tanto por hombres de negocios como por políticos. Un primer ministro apuntaba que “Italia se gobierna concediendo condecoraciones” y Victor Manuel II acostumbraba a afirmar que “una cruz de caballería o un cigarro habano nunca se pueden rechazar16”. El derecho a emplear el título conllevaba una cierta distinción social, al menos separaba a dicha persona de la plebe.

Al principio no siempre le había resultado fácil a Alessandro Montessori aceptar el trepidante ritmo al que estaba cambiando el mundo, o adaptarse a él. Sin embargo, su esposa siempre se mostraba más receptiva ante la promesa de un cambio que, de hecho, veía con muy buenos ojos especialmente para su única hija. Renilde Stoppani era sobrina de un erudito sacerdote a cuya memoria la Universidad de Milán dedicó un monumento en 1891 cuando su fallecimiento súbito había interrumpido su colaboración como catedrático. Profesor de Geología, era muy conocido no solo como naturalista, sino como clérigo liberal que abogaba por el acercamiento entre la Iglesia y el Estado bajo el nuevo régimen, al cual tantos miembros de la jerarquía ortodoxa católica continuaron manifestando una amarga oposición durante las dos décadas siguientes a la reunificación.

Stoppani, además de poeta, era autor de numerosos trabajos científicos. Fue fundador de un periódico liberal en el que buscaba reconciliar el espíritu de las ciencias naturales con el de la religión. Su libro Il dogma e le scienze positive (El dogma y la ciencia positiva) fue publicado cuando su sobrina nieta Maria tenía dieciséis años. Unos doce años más tarde, ella abogaba por la aplicación de ese mismo enfoque de positivismo científico a los problemas sociales en Italia.

El punto de vista de Stoppani y sus logros constituyeron parte del legado materno de Maria. Eso y su infancia, que la hizo ser fuerte y tener suficiente confianza en sí misma para trazar su vida acorde a este tipo de logros, en lugar de conformarse con seguir el papel tradicional de la mujer.

Los hechos referentes a la infancia de Maria Montessori son escasos. La mayor parte de lo dicho sobre sus primeros años son anécdotas, historias que sus devotos seguidores narraban nuevamente al cabo de los años basándose en el recuerdo de acontecimientos que ella les había descrito. Recuerdos todos matizados por el paso de los años, al cabo de los cuales ella se había convertido en alguien célebre y alrededor de quien, de manera consciente o no, se había constituido una leyenda que resulta eficaz, como todas las historias sobre la infancia de los héroes, debido a una ironía histórica: aquello que se nos cuenta sobre el pasado solo adquiere su significado visto a la luz de lo que sabemos que iba a ocurrir.

Sus colaboradores de toda una vida, Anna Maccheroni y E. M. Standing17 han descrito su infancia en memorias llenas de contradicciones, omisiones y datos erróneos. Sin embargo, de todo ello emerge el retrato, más un esbozo que una fotografía, de alguien reconocible.

Renilde Montessori creía en Dios, según sus ideas liberales. Era posible ser anticlerical sin oponerse a la religión. También creía firmemente en los niños disciplinados. En una ocasión, cuando la familia regresaba a casa luego de un mes de vacaciones y era necesario volver a poner todo en orden, la entonces pequeña Maria se quejaba porque tenía hambre y pedía que les diesen algo de comer. Renilde le contestó que tendría que esperar un poco, pero Maria siguió insistiendo en que quería algo inmediatamente. Renilde encontró una hogaza de pan duro que llevaba un mes en el armario y replicó: “Si no puedes esperar, cómete esto”. La indulgencia no formaba parte de la educación recibida por Maria.

Se suponía que Maria debía ayudar a los vecinos menos afortunados y dedicar un tiempo diario a tejer para los pobres. Se interesaba por una niña vecina que padecía una grave escoliosis y la invitaba con frecuencia a dar un paseo andando. Hasta que Renilde pensó que el gran contraste que existía entre las dos niñas debería hacer, probablemente, que dichas excursiones públicas constituyesen más un suplicio que un placer para la acompañante de Maria y dedujo que tal vez fuera preferible que Maria encontrase otra forma de ayudar a la niña.

La pequeña Maria se autoasignaba la tarea de limpiar un cierto número de lugares donde había que fregar las baldosas del suelo, una experiencia de la cual parece que disfrutaba y que se asemeja a lo que posteriormente fue conocido como “los ejercicios de la vida práctica” en la escuela Montessori.

Otro recuerdo de la primera infancia de Maria se refiere a su papel de conciliadora entre sus padres. Al haber oído que discutían, arrastró una silla hasta el lugar donde se encontraban, se subió a ella y tomando las manos de sus padres las entrelazó entre las suyas y de esta manera se cree que logró reconciliar a su familia.

Los Montessori no viajaron a Roma cuando Maria porque quisiera, “para brindar a su única hija la mejor educación que Ancona podía ofrecer18”, como escribió Standing posteriormente, sino porque la profesión de Alessandro Montessori los llevó a dicha ciudad cuando la niña tenía unos cinco años. Incluso hoy día sería poco corriente para una familia dejar sus raíces y decidir viajar a otra ciudad para que su hija de cinco años pudiera recibir una mejor educación. Por aquella época, en dicha sociedad esto hubiera parecido absurdo para un hombre del temperamento y la forma de pensar del caballero Montessori. No obstante, ellos probablemente lo viesen con buenos ojos e incluso buscasen el traslado desde provincias hacia un entorno más sofisticado. Cierto es que Renilde Montessori no hubiese pasado por alto las ventajas que Roma podía ofrecer a su única hija.

En el momento de su unión al resto de Italia mediante plebiscito en 1870, Roma era una ciudad aislada, una isla urbana en el mar de la campiña romana: casi un millón y medio de kilómetros cuadrados, más de doscientas mil hectáreas de ignotas tierras de pastoreo. Las ovejas y el ganado, en general, deambulaban por las inmensas praderas, los terrenos seguían sin cultivarse y las ciénagas sin drenar. La siguiente década trajo consigo un crecimiento considerable. A su llegada en 1875, se unieron a una clase media urbana en expansión formada por nobles y terratenientes, muchos de los cuales habían perdido su fortuna y propiedades y habían llegado a las ciudades para contraer matrimonio y establecerse, mientras que, al mismo tiempo, muchos campesinos marchaban hacia las ciudades en busca de algo mejor que la mera subsistencia a la que a duras penas podían aspirar en las empobrecidas áreas rurales.

La ciudad ha sido siempre una enseñanza y, aunque la familia Montessori no se hubiera desplazado hasta Roma por causa de su pequeña hija, lo cierto es que ella hubo de beneficiarse del cambio. Crecería en la capital, un centro cultural donde había gran cantidad de instituciones diversas —una universidad, librerías, museos— de las que no hubiera dispuesto en Ancona. Además, estaba esa atmósfera llena de vida creada por la presencia de los teatros, la ópera, los cafés que servían de sitios de reunión para los intelectuales, los periodistas y los artistas. Había más periódicos que leer y diferentes tipos de personas con las que uno se podía relacionar.

Como la mayor parte de las familias romanas, los Montessori vivían en un piso, no en una casa individual, otra circunstancia que a una niña le permitía tener más contacto con otras personas como las familias de la vecindad y sus hijos.

A los seis años Maria fue inscrita en el primer curso de la escuela pública de la calle de San Nicolò da Tolentino. Aunque no hay duda de que en Roma tuvo mejores maestros, unos compañeros que le servían de mayor estímulo y asistió a clase en un edificio más moderno que si hubiera permanecido en provincias, todo el sistema educativo del país, incluyendo el de la capital, dejaba mucho que desear.

En el momento del cambio de siglo, un historiador inglés, todavía podía escribir sobre la Italia moderna: “La educación es el capítulo más sombrío de la historia social italiana19”. El nuevo reino se había propuesto la tarea de reformar el retrógrado sistema educativo lleno de buenas intenciones, pero había sido derrotado por un sistema en el cual “las leyes, los códigos y las circulares ministeriales se contradicen unos a otros y confunden cualquier estabilidad con ese desorden contradictorio20”. Entre 1860 y 1900 hubo treinta y nueve ministros de educación, cada uno de ellos con sus propias políticas educativas y ninguno con suficientes fondos gubernamentales para lograr poner algo en práctica con éxito. Lo que sí lograron generar fue una serie aparentemente infinita de leyes, códigos, circulares —muchos contradictorios— con lo que un escritor de la época describió como “profusión autodestructiva”

Durante la infancia de Montessori, la educación primaria elemental era un asunto local que dependía de cada municipio. Muchos funcionarios administrativos eran hombres cuya formación educativa solo podía resultar impresionante para una comunidad donde la mitad de la población no sabía leer ni escribir. Quienes tomaban decisiones oficiales sobre las escuelas carecían de idea alguna sobre la educación al haber recibido poca o ninguna y semejante ignorancia era solo comparable a sus prejuicios. Albergaban sus aulas en antiguos establos y hacían esperar a los maestros durante meses antes de poder cobrar sus escasos salarios. Había quienes despedían a sus maestros al cabo de uno o dos años en lugar de otorgarles el aumento que por ley les correspondía. A menudo eran contratados nuevamente, pero seguían cobrando el antiguo salario.

Una escuela primaria italiana de la época estaba sucia y sobrecargada de alumnos. Los maestros ganaban el equivalente a unos ciento veinte dólares al año y, si se trataba de mujeres, menos. Muchos de estos formadores eran hombres y mujeres que luchaban por abrirse camino fuera de las tareas agrarias y obtener así un precario sitio dentro de las clases medias bajas.

No solo recibían un salario de miseria, sino que gozaban de muy poco prestigio en el seno de la comunidad que pudiera compensar la carencia de recompensa material, A menudo debían impartir tres niveles mixtos cuando su propia educación no llegaba mucho más lejos que una competencia en las tres R21. Los dos métodos de aprendizaje más empleados eran insistir una y otra vez. Su trabajo consistía fundamentalmente en comprobar que los alumnos realizaban los ejercicios exigidos; los docentes no impartían conocimiento ni sobre las ideas del pasado ni sobre el mundo del momento.

En las escuelas de los pequeños municipios, donde la formación solo llegaba hasta el tercer grado, los pequeños alumnos, que a menudo hablaban únicamente el dialecto materno, aprendían italiano, rudimentos de su lectura y escritura, se les impartía suficiente aritmética y algo de ciencias naturales. En las grandes ciudades, como Roma, donde Maria asistía a una escuela que continuaba más allá del tercer curso, los alumnos aprendían algo de historia y geografía, más ciencias básicas y también algo de geometría. En las escuelas que continuaban impartiendo formación a partir del tercer grado se exigía que los niños y las niñas se educasen en aulas separadas.

Con muy poca frecuencia había suficientes libros. A veces, ni tan siquiera un mapa de Italia y a menudo no había tinta ni plumas ni material escolar alguno. La enseñanza religiosa no se exigía por ley, pero el municipio la solía impartir, especialmente en las pequeñas ciudades, donde era muy probable que los padres la requiriesen.

Incluso en las escuelas de una ciudad como Roma, no era este un sistema que desarrollase las mentes ni alentara la imaginación de los jóvenes.

Maria no era una niña precoz. Según su propio nieto, a Maria se la veía como una niña muy dulce, no especialmente brillante y como tal se consideraba. Su madre veía en ella cualidades especiales, pero la pequeña Maria no destacó especialmente en sus primeros años escolares. Durante el primer curso, recibió su primera distinción, un certificado de buena conducta, y en el segundo curso recibió otro premio por lavori donneschi, “labores femeninas” como la costura y las labores de aguja. Parece no haber sido competitiva en lo académico. Al ver cómo una de sus compañeras de aula lloraba por no haber sido promovida a otra aula mejor, Maria —que no podía comprender tanta emoción, le dijo: “Todas las aulas son igual de buenas”.

Durante un tiempo, como muchas niñas de su edad, quería ser actriz. Ni tan siquiera pensaba en emprender una carrera como profesora. Pero al darse cuenta de su facilidad de aprendizaje y que rendía bien en los exámenes concluyó que “no hacerlo sería un contrasentido”. Maria empezó a estudiar con tal propósito que en una ocasión en que la llevaron al teatro llevó consigo su libro de matemáticas para poder seguir estudiando en la semioscuridad durante la representación22.

En su personalidad había un cierto tono de autoridad. Durante los juegos con otros niños, Maria era habitualmente quien llevaba la iniciativa. Sus compañeros de juego se quejaban a veces de las maneras un tanto desdeñosas en que Maria podía tratarlos. Ella poseía una fuerte personalidad. Aquellos con quienes no coincidía eran despedidos con frases como: “Recuérdame por favor que he decidido no volver a dirigirte la palabra”. También con los adultos Maria seguía en sus trece. Ante la objeción de un docente por la expresión en esos ojos, la respuesta de Maria fue no levantar nuca más la mirada en presencia de esa persona.

Recordando sus primeros años escolares, Maria Montessori hablaba de una maestra que hacía que sus alumnas se aprendiesen de memoria las biografías de las grandes mujeres del pasado y las alentaba a seguir sus pasos y convertirse en personajes famosos algún día. La respuesta de la joven Maria ante semejante exhortación fue que le preocupaban demasiado los niños del futuro para añadir otra biografía a la lista.

Una de las anécdotas sobre la infancia de Montessori, según Anna Maccheroni, que ya era muy anciana cuando la contó, es que Maria, estando muy enferma a los diez años, le dijo a su ansiosa madre: “No se preocupe usted, madre, que no me puedo morir porque tengo demasiadas cosas que hacer”.

Estos acontecimientos pueden o no haber ocurrido de la forma en la que los recordaba Montessori y que luego repitieron sus devotos seguidores, pero al menos nos dan una idea de cómo la veían los demás. La niña de la que nos hablan estas historias tenía confianza en sí misma, una fuerte voluntad y algo de autocomplacencia. Poseía ese sentido del deber que a veces crea intolerancia en los demás. Dicho en pocas palabras, era una reformista social nata. Ciertamente, era alguien muy independiente y nada convencional en semejante momento y lugar.

Con un entusiasmo incontrolable, debido probablemente a los estímulos de Renilde más que a cualquier otra cosa acontecida en la escuela, la joven Maria devoraba libros, formulaba preguntas y empezaba a pensar en continuar su educación. Por aquella época, probablemente debido la influencia del trabajo de contable de su padre, Maria había desarrollado un apasionado interés por las matemáticas y poseía algunas ideas propias sobre su futuro. La mayor parte de las relativamente pocas niñas que continuaban estudiando más allá de la escuela pública elemental del sistema educativo, seguían el programa clásico. A los doce años, Maria decidió que quería proseguir su educación en una escuela técnica y, como de costumbre, se salió con la suya.

Esta elección puede parecer un tanto extraña y plantea varias preguntas sobre el carácter de esta chica de doce años y férrea voluntad, más aún de las que con certeza podamos responder. ¿Acaso estaba satisfaciendo las fantasías de una madre que se identificaba con su tío profesor y consideraba su vida como infructuosa? ¿Se estaba rebelando contra un padre que intentaba imponerle una serie de condiciones demasiado estrictas para ganarse el cariño y la aprobación de su hija?

Es decir, que la joven Maria se convertiría en modelo representativo de su tiempo en lugar de llegar a poseer una exitosa masculinidad. Con toda seguridad, era menos singular por poseer fortalezas y habilidades no alentadas en las mujeres de su mundo que por su determinación de llegar a conquistarlas para llegar a abrirse camino en un mundo de hombres en lo que entonces eran términos masculinos. De pequeña había sido un tanto mandona; ahora era competitiva. Conocía aquello en lo que era verdaderamente buena, aceptaba los retos, optaba por el curso más difícil en lugar de intentar evitarlo. Y lo hacía por su propio gusto. Dicha elección con seguridad no complacería a nadie más que a la propia Maria, con la única e importante excepción de su madre.

Debemos añadir que, aunque Maria no había nacido en un mundo que esperase que se autoafirmara y que luchase por realizarse de formas que se consideraban entonces inadecuadas para la mujer, ya entonces se trataba de un mundo que tampoco le impediría lograrlo.

Montessori pertenecía a la generación que se desarrolló en los primeros años después de la unificación. Era una niña cuando todavía florecía la esperanza en el Risorgimento, y tanto su carácter como su forma de ver la vida ya se habían formado cuando llegó la desilusión. Su autoconfianza, su optimismo, su interés por el cambio y el convencimiento de que era posible llevarlo a cabo, ya se habían formado por la interacción de su robusta y agresiva constitución con las prácticas de crianza infantil de su madre.

Pero si bien su manera básica de ver la vida se hubo de definir en esa temprana relación, esta se fue consolidando por el clima cultural reinante en los años en que por primera vez Maria tomó consciencia del mundo, asistió a la escuela, prestó atención a las conversaciones de los adultos y, entre ellos, encontró modelos a los cuales imitar. Era un momento en que a la gente le gustaba citar al estadista Massimo d’Azeglio: “Italia ha sido creada, ahora tenemos que crear a los italianos” Un observador apuntaba: “Existe una convicción generalizada en el seno de la generación actual de italianos de que todos ellos en mayor o menor medida han echado una mano para “construir su país23”. Un visitante norteamericano constataba: “Hay un furor por la educación en la nueva Italia24”.

Tal era el estado de ánimo que predominaba en el país durante los años siguientes a la unificación, los años de la infancia y adolescencia de Montessori.