Mártires mortíferos - Adolf Tobeña Pallarés - E-Book

Mártires mortíferos E-Book

Adolf Tobeña Pallarés

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Beschreibung

¿Por qué hay gente que se inmola en público con la intención de causar el mayor número de muertos posible? ¿Qué mecanismos se activan en sus cerebros para llegar a ese extremo? ¿Qué resortes psicológicos llevan a los kamikazes al sacrificio? ¿Cuál es el perfil, la personalidad y el carácter de las personas propensas a la inmolación? Atender todas estas cuestiones constituye una necesidad perentoria, sobre todo desde que esta forma de terrorismo activo se ha convertido ya en la principal amenaza para la democracia y la prosperidad del ser humano en el mundo. De hecho, el goteo incesante del terrorismo suicida y los episodios apocalípticos que se han derivado de aquél han marcado los ritmos vitales, políticos y sociales del inicio del siglo XXI. Las respuestas que han dado hasta ahora los historiadores y analistas a este fenómeno no han sido del todo satisfactorias, y a menudo incluso han venido marcadas por la improvisación. Este libro muestra cómo la biología evolutiva y la neurociencia pueden contribuir a describir y entender mejor esta opción bélica tan excepcional como dramática que viene del enfrentamiento entre grupos humanos.

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Seitenzahl: 418

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Prólogo de Andrés Moya

PREMIO EUROPEO DE DIVULGACIÓN CIENTÍFICA

ESTUDI GENERAL 2004

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Adolf Tobeña, 2005

© De la presente edición:

Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2005

http://www.valencia.edu/cdciencia

www.valencia.edu/cdciencia

[email protected]

Publicacions de la Universitat de València, 2005

www.uv.es/publicacions

[email protected]

Maquetación: Inmaculada Mesa

Diseño de la cubierta: Enric Solbes

ISBN: 84-370-6117-2

Realización ePub: produccioneditorial.com

A los ciudadanos de Manhattan, a los de Madrid, a los de Estambul, a los de Tel Aviv, a los de Bagdad, y a todos cuantos aspiran a poder vivir, en cualquier lugar del mundo, como tales a pesar del azote de los fanatismos inciviles.

ÍNDICE

PRÓLOGO

PREÁMBULO

INTRODUCCIÓN. IDEARIOS LETALES

Propósito del ensayo

Hipótesis de trabajo

CAPÍTULO 1. ¿POR QUÉ MATAN? ¿POR QUÉ SE INMOLAN MATANDO?

Los ataques suicidas del doctrinarismo islámico

La letalidad del doctrinarismo etarra

Mitos intoxicadores

La presión sectaria y los factores individuales

DOCTRINAS TOTALIZANTES Y DOCTRINAS MENORES

Conclusión

CAPÍTULO 2. BIOLOGÍA DE LA LEALTAD PROGRUPAL

Comerciantes egoístas y nepóticos

Flancos débiles del egoísmo a ultranza

Propensión al martirilogio

Facilitación de los sesgos progrupales

Cotidianeidad de la guerra

Cooperación y conflicto entre grupos

¿ALTRUISMOS GENUINOS EN ANIMALES? MÁS ALLÁ DEL NEPOTISMO Y DEL TRUEQUE

Leonas igualitarias

Felinos valientes y cobardes

El tamaño grupal y la tendencia a ayudar

RECIPROCIDAD INDIRECTA: EL PAPEL DE LA REPUTACIÓN SOCIAL

COOPERACIÓN SIN RECIPROCIDAD. EL PAPEL DE LAS SEÑALES

Castigos altruistas

Confianza espontánea y maximizadora

Neurorradiología de las interacciones cooperativas

Conclusión

CAPÍTULO 3. MARCAS BÁSICAS DEL ENCLAVAMIENTO GRUPAL

Altruistas buscan altruistas

Grupalidad arbitraria en humanos

Estereotipos raciales en criaturas

Sistemas neurales para el reconocimiento de los rasgos raciales en el rostro

Perfiles de confianza/desconfianza en los rostros ajenos: neuroregistros del espejo del alma

VOCES SEÑALIZADORAS

Fronteras fonéticas

Adquisición optimizada del habla nativa

Cerebro lingüístico precoz

Cierres en la plasticidad lingüística

Inducción emotiva, cerebro musical y rituales

Conclusión

CAPÍTULO 4. FANATIZADORES Y FANATIZADOS

Células combativas

Una pasión juvenil

Vectores temperamentales: el perfil de autoreclutamiento

Guías y soldados

Simulación maquiavélica y autoengaño

Mesianismos e impregnación doctrinal

Orgullo, honor y dignidad

Conclusión

CAPÍTULO 5. NEUROLOGÍA DEL ENTUMECIMIENTO (Y LA EXALTACIÓN) MORAL

Orígenes de la moralidad

Neuroimagen de las decisiones morales

Neuroimaginería de la amoralidad

Idiocia moral y fanatismo

Conclusión

CAPÍTULO 6. LA ETNICIDAD COMBATIVA

Galas nacionalistas para el viejo etnocentrismo

Señales identitarias nucleares

La potencia de la etnicidad

El argumento de la arbitrariedad y el de la plasticidad

La frontera étnica como inductor preferente de los conflictos intergrupales

Propósito y funcionalidad de las matanzas étnicas

El declive aparente de las confrontaciones étnicas en occidente

¿Desactivar los nacionalismos?

Conclusión

CAPÍTULO 7. EL VECTOR RELIGIOSO

Poderosas ensoñaciones

Heredabilidad de la religiosidad

Persistencia y vigencia de la religiosidad

Maniobras de renovación doctrinal

Funciones de la religiosidad: costes y beneficios

Los templos darwinianos

Memes del orden para las santas alianzas

Religiosidad y propensiones morales

Vectores neurocognitivos y componentes de la religiosidad

La religiosidad como un placebo antiestrés

Pesquisas pendientes sobre la religiosidad

Conclusión

CAPÍTULO 8. ¿POR QUÉ MATAN? ¿POR QUÉ MUEREN MATANDO? ACOTACIONES FINALES

¿POR QUÉ MATAN LOS ETARRAS?

Tropa autorreclutada de varones jóvenes en alianza agonística

Ganancias individuales a corto y a largo plazo: del prestigio a la gloria

Racionalidad del objetivo último: recambio de la élite gobernante

El papel de la doctrina abertzale

CAPÍTULO 9. ¿POR QUÉ SE INMOLAN MATANDO LOS ISLAMIKAZES?

Los comandos Atta

Autorreclutamiento de una tropa de varones jóvenes y pendencieros

Ganancias a corto y largo plazo: del prestigio a la gloria

Racionalidad del objetivo último: el desafío global

El papel de la doctrina y el liderazgo de base mesiánica

Los ataques de los suicidas palestinos

¿Son iguales todos los terrorismos?

EPÍLOGO

El vector utopista y el sentido de justicia

Repaso a las hipótesis iniciales sobre el martirio mortífero

Posdata madrileña

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

¿Qué mueve a algunos al autosacrificio en aras del grupo? En el epílogo de «Mártirs mortíferos» Adolf Tobeña resume el objetivo de su obra y la respuesta a tal cuestión: «Se puede acometer el estudio del doctrinarismo combativo y del martirio exterminador desde una perspectiva biológica. Estamos ante una conducta excepcional, pero en absoluto anómala o patológica, que depende de unos ingredientes neurocognitivos discernibles que deberán interconectarse con los factores sociales que le dan curso» (pág. 251).

En un fantástico ejercicio de síntesis, Tobeña nos viene a decir que para dar con una explicación cabal a tal cuestión necesitamos combinar biología y cultura. Pero, ¿cómo es posible que necesitemos biología para explicar acciones suicidas?, ¿no sería suficiente considerar la historia, la sociología, la política, la economía asociadas a las mismas? No, no es suficiente, dice Tobeña. Él ha escrito este libro porque, como se podrá apreciar a lo largo de su lectura, si se animan a ello, lo que recomiendo encarecidamente, crece en la sospecha de que la biología tiene mucho que decir sobre las causas que subyacen a ése y muchos otros tipos de comportamientos. Contrariamente a una primera impresión, su intento no es reduccionista, pues admite que existen unos ingredientes neurocognitivos discernibles (que se pueden aislar, medir, comparar, etc.), que se relacionan con el entramado sociocultural, es decir con ese otro ámbito de interpretación que llamamos ciencias humanas y que, clásicamente, ha venido a delimitar toda explicación de la conducta, individual y/o colectiva, humana. Si se me permite, diría que tal delimitación sí que es excluyente. Lo más lógico es pensar que biología y cultura son los dos ingredientes que constituyen la receta del comportamiento humano. Y ya se sabe que, aún cuando los ingredientes sean los mismos, el plato final puede tener sabores bien distintos. Pues bien, el comportamiento humano, como digo, se nutre de biología y cultura, pero tanto la biología como la cultura de cada individuo pueden, de hecho suelen, ser diferentes. La singularidad que nos caracteriza se justifica, primero, por el hecho de que nuestra biología, desde la dotación genética hasta el programa de desarrollo que culmina en la formación de un organismo adulto, son únicos; segundo, porque la forma en cómo aprendemos la cultura es irrepetible; y, tercero, porque si no fuera suficiente con los componentes biológico y cultural su interacción incrementa todavía más nuestra singularidad. Pero, cuidado, no pensemos por ello que tales supuestos hacen inabordable el estudio científico del comportamiento humano. Probablemente la falta de consideraciones biológicas explicativas del mismo a lo largo de la historia del pensamiento no ha sido tanto la negación por evidencia empírica de nuestra biología, pues siempre se ha hablado de las partes natural y cultural, o animal y humana, del hombre, como un rechazo tácito a negar lo evidente, por consideraciones ya religiosas ya ideológicas, o simplemente por falta de ciencia suficiente como para abordar de forma efectiva su real e intuida presencia. Las cosas están cambiando, y el libro de Tobeña es un ejemplo de ello.

La aproximación de Tobeña, aunque no lo dice explícitamente, se nutre de la mejor sociobiología para tratar de indagar cómo pueden darse conductas inmoladoras, cuando no somos capaces de encontrar explicaciones basadas en consideraciones históricas y/o sociales. De hecho, él mismo admite que, al igual que ocurre con la del objetivo de estudio de su obra, hay muchas otras conductas que no admiten explicaciones exclusivistas de índole histórico-social, las circunscritas al ámbito de las ciencias sociales en sentido clásico. Es más, una sociobiología dura, y hay autores actuales que lo suscriben, interpreta el éxito, por ejemplo, de las culturas o la persistencia de actitudes religiosas, en clave de eficacia biológica. Dicho de otro modo: determinadas conductas han evolucionado porque confieren a los individuos ventajas relativas, éxito reproductor diferencial, puro Darwin podría decirse. Pero hay veces que no es tanto el individuo como el grupo el receptor de tales beneficios. Pueden evolucionar comportamientos que beneficien al grupo en detrimento del de algunos individuos, aquellos llamados altruistas.

Las poblaciones humanas, al igual que ocurre con el resto de poblaciones de otras especies, tienden a diferenciarse genéticamente. Podemos rastrear la naturaleza de tal diferenciación de múltiples formas. A veces es muy elevada, simplemente porque factores geográficos impiden el intercambio genético, otras simplemente son incipientes o inexistentes por la ausencia de barreras a tal tipo de intercambio. Nuestra historia evolutiva está plagada de barreras al intercambio, desaparición de las mismas, nuevas barreras, etc. En tales poblaciones han evolucionado caracteres muy distintos, con éxito diferencial según la historia particular que las ha atravesado. Una de tales características es la de la cohesión de esos grupos y/o poblaciones. No todas las especies son capaces de evolucionar comportamientos de cohesión grupal y, también hay que decirlo, muy probablemente algunas características que, como el lenguaje o el pensamiento simbólico, sean singularidades de la nuestra. Lo que no excluye el sustrato biológico y la necesaria interacción entre la biología y el contexto social que facilita la implantación o proliferación de determinadas conductas y actitudes. Como digo, una de especial interés en este libro es aquella que favorece la cohesión de un grupo. Un grupo más o menos organizado, con individuos altruistas en determinado grado puede evolucionar frente a otros basados exclusivamente en comportamientos egoístas. Un grupo cohesionado puede incrementar en tamaño frente a un grupo menos cohesionado. En tales grupos cohesionados pueden haber evolucionado determinadas características comportamentales. Así, explicaciones a la sensación de incomodidad ante el extraño o la solidaridad frente a la necesidad ajena, especialmente cuando el prójimo pertenece a mi grupo, por poner dos ejemplos, habría que buscarlas en los primeros tiempos de la evolución de nuestra especie, si no antes. Pero hay un sustrato biológico para esas actitudes y/o comportamientos. Desde hace algunos años disponemos de herramientas biológicas varias, genéticas y neurobiológicas fundamentalmente, que nos permiten ahondar en la componente biológica de tales caracteres. Este es el contexto general de la tesis que sostiene Tobeña.

El autor nos presenta en su obra las componentes biológicas de caracteres asociados a un tipo de comportamiento altruista un tanto peculiar: el letal. Sostiene que la lealtad o el altruismo dentro de un grupo tienen bases biológicas contrastables, no sólo por lo que hace a conductas cooperativas, sino también en el caso de litigios o enfrentamientos entre comunidades. Ello requiere, obviamente, el que los individuos sean capaces de reconocer, de forma fiable, quien pertenece o no a su grupo. Existen señales inequívocas que promueven alteraciones sesgadas de tipo neurocognitivo, y que son las que desencadenan la emergencia de una especie de lealtad colectiva. Se trata de un arma de doble filo, como decía más arriba, porque lo que puede ser un factor de cohesión grupal, también puede serlo para el ejercicio de la guerra de ideas, o la guerra simplemente. Sostiene Tobeña que creencias tales como los dogmatismos, los sectarismos o los integrismos, particularmente estas, tienen en las señales que promueven la identificación como miembro de un grupo un vehículo biológico para facilitar el incremento de la conflictividad entre los mismos. De hecho, deberíamos preguntarnos por qué no nos parece difícil pensar en morir por Dios, por la bandera, por la patria, o por la lengua. ¿De dónde proceden tales acuerdos que trascienden culturas? Podría sostenerse que con la educación de cada cultura ya se promueve tales actitudes, como un buen ejercicio de supervivencia de las mismas, biología aparte. Pero la cuestión no es tan sencilla, porque la respuesta no es uniforme entre los individuos. La singularidad existe, y la lealtad hacia el grupo y, especialmente, la de aquéllos que son extremos en sus intenciones, muestra que hay individuos dentro de ellos con papeles de liderazgo y otros simplemente seguidores. Más aún, y esto es de especial relevancia, Tobeña nos indica que hay perfiles neurocognitivos evaluables en ciertas predisposiciones temperamentales entre líderes y seguidores, entre fanatizadores y fanatizados. Así pues, tales predisposiciones biológicas van a servir a doctrinas totalizadoras como los etnocentrismos, las religiones o los idearios utópicos, como anillo al dedo. Ciertamente la educación tiene un gran reto por delante. Siempre hemos tenido un miedo atávico a reconocer que nuestra predisposición biológica era una forma anticipada de problema sin solución a conflictos y que, por el contrario, la educación en determinado tipo de valores o la vida plena (cultural y económicamente) la única forma de romper con problemas como el fanatismo suicida. Pues bien, no es el caso, los fanatismos que nos presenta Tobeña se dan en personas que han tenido acceso a educación y podido participar de una vida plena. Por ello hay una predisposición biológica a la que no podemos hacer caso omiso. Solo el conocimiento nos puede hacer libres y el libro «Mártires mortíferos» de Adolf Tobeña contribuye a ello.

ANDRÉS MOYA

Catedràtic de Genètica

Director de l’Institut Cavanilles

de Biodiversitat i Biologia Evolutiva

Universitat de València

PREÁMBULO

Hace exactamente un lustro, durante la primavera de 1999, estaba pasando una temporada en la Universidad de Tel Aviv. Era una de las épocas más plácidas, de las que hayan vivido los pueblos que se disputan el corredor palestino: el sacrosanto paso entre el Jordán y el mar que cierra el Mediterráneo oriental. En el horizonte israelí se anunciaba la formación del gobierno de Ehud Barak y las expectativas para alcanzar una paz duradera con la autoridad palestina, bajo los auspicios de Clinton y los acuerdos fijados en Oslo, eran muy grandes. Dediqué mi estancia allí a trabajar en un libro sobre la neurobiología de la agresión [193], aprovechando un sabático que me había concedido mi universidad. Retumbaban, lejanas, las noticias sobre el campaña de la OTAN en Serbia, pero el clima en Israel y Palestina era distendido. Los días tibios en Kfar Smariahu invitaban al baño en un Mediterráneo tentador, el mar Rojo en Acaba estaba espléndido y las caminatas por el Golán y el Monte Hermón resultaban estimulantes y apacibles. Los desplazamientos en las omnipresentes líneas de autobuses, los paseos por el viejo y nuevo Jerusalén, las compras en los mercados de Jaffa, Nazaret, Acre y otros lugares, tenían el punto de tensión inevitable en aquella sociedad, pero el ambiente era siempre incitador.

Concluí mi libro durante aquel mismo verano, en Sant Cugat del Vallès, pero tuvo una andadura editorial desdichada. Acabó saliendo dos años después, en la primavera del 2001, en pleno estallido de la Segunda Intifada en Palestina y con el litigio vasco, en España, recrudeciéndose a marchas forzadas. Aunque había dedicado la parte final de aquel libro a los orígenes de las confrontaciones bélicas, tenía la sensación de haber rozado, tan sólo, el tema y al iniciarse las vacaciones de verano del 2001 me puse de nuevo al teclado con la intención de redondear el panorama. Quería lidiar con el fanatismo como inductor de conflictos severos.

El 11 de septiembre del 2001 lo viví en las montañas del Tarn, en Occitania, y en los vastos lomos de aquel macizo no se vislumbró indicio alguno de la tragedia que sobrecogía al mundo. Al caer la noche y en un tramo del trayecto de retorno cercano ya a mi casa, los noticiarios radiofónicos en el automóvil me volcaron al espanto global. La mañana siguiente dictaba una conferencia, en el Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Vall d’Hebron de Barcelona, sobre Neurobiología de los Trastornos Agresivos, y mientras conducía hasta allí decidí que las sesenta páginas que había conseguido pergeñar, en las tardes estivales, irían directamente al fondo de un cajón. Aunque en el hospital me pidieron que ofreciera una interpretación de urgencia sobre lo sucedido en Manhattan eludí el asunto y me atuve al guión previsto. Decidí que no podía continuar con mi proyecto de libro ante la previsible inundación de materiales para analizar el cataclismo. Lo mejor, pensé, era callar y esperar a que amainara el temporal.

Aquellas páginas continuaban durmiendo tranquilamente cuando en marzo del 2003 apareció en Science un ensayo de Scott Atran

[5] sobre las raíces del suicidio terrorista. Era, de largo, lo mejor que había podido leer sobre el asunto pero me pareció que la perspectiva que adoptaba el artículo era restringida y que podía complementarse con incursiones a la biología. Quizás ya iba siendo hora de retomar mi trabajo aparcado. Me decidí a escribir una carta a Science para tantear la posibilidad de provocar una discusión de fondo en una tribuna de excepción. Pedí ayuda a algunos amigos para asegurarme que acertaba con el tono en un asunto obviamente delicado para los norteamericanos. Aparentemente no acerté. No tuve noticia alguna de mi carta durante muchos meses y olvidé, de nuevo, el asunto. Hasta las vísperas de la navidad del 2003. Recibí un correo de una editora de Science comunicándome que iban a publicar aquella misiva. Tenía setenta y dos horas para dar el visto bueno a la versión que habían preparado y que traía pocas modificaciones, la verdad sea dicha. Di mi conformidad inmediata, pero la publicación volvió a demorarse y no vio la luz hasta el 2 de abril del 2004 [194]. La discusión a partir de aquellos comentarios, que se prolonga con la participación de otros participantes y con materiales disponibles en la red, en <http:// www.sciencemag.org/cgi/content/full/304/5667/47/DC1>, da fe del grado de controversia y de desazón interpretativa que provoca el asunto.

He explicado esos pormenores domésticos porque ahí radica el impulso que me llevó a completar aquel proyecto. El libro que sigue es una reelaboración de un esquema que ya tenía trazado antes del 11 de septiembre del 2001 y de todo lo que ha sobrevenido después. Como he conservado la mayor parte del material escrito en aquellos tiempos más benignos tengo la impresión de que se nota. De que a pesar de los inevitables retoques para suprimir las referencias temporales inadecuadas, el flujo de la escritura deja traslucir los diferentes estados de ánimo de un texto que ha sido trabajado en momentos distintos y punteados, además, por sobresaltos mayúsculos. Eso no suele ser bueno porque el pálpito de un ensayo debe tener un tono coherente. Pero me da igual. Son los inconvenientes de abordar un tema cuyas manifestaciones reverberan y se van transformando a golpe de tragedias. De pretender acercarse, quiero decir, al análisis de unos acontecimientos de impacto indigerible mediante unos métodos que aspiran al retrato fijado. No creo, en cualquier caso, que el libro sufra mucho por ello y esta nota puede valer como preaviso.

Aunque llevamos 3 años ya de postefectos desde el 11 de septiembre, con un rosario de salvajadas y diversas contiendas de por medio, es evidente que el temporal no escampa ni hay señales de que vaya a hacerlo pronto. Al contrario, puede incluso que arrecie. Estaba bosquejando este prólogo la misma mañana del infausto 11 de marzo madrileño. No ha lugar, por tanto, para la distancia sosegada. Todos los materiales que se discuten a continuación tienen, inevitablemente, un cierto aire de atolondramiento, de estricta e incómoda provisionalidad. Los he reunido con la esperanza de intentar entender algo cuando las circunstancias lo permitan. Si es que lo permiten.

Bellaterra, abril del 2004

Agradecimientos

El Seminario «El cerebro social» celebrado en el Fórum Universal de las Culturas – Barcelona-2004 (Diálogos), resultó un ámbito estimulante donde pude presentar y discutir algunas de las ideas del libro. Diversos ponentes de aquel evento aportaron sugerencias y retoques muy útiles: Scott Atran, Jaume Bertranpetit, Ignacio Morgado, Arcadi Navarro, Núria Sebastián, Leonardo Valencia y Oscar Vilarroya. Walter Meyerstein revisó con esmero una primera versión del libro y me ayudó a precisar muchos puntos. Xavier Bru de Sala escaneó asimismo esa versión y sugirió énfasis pertinentes. El Jurado del Premio «Estudi General» de la Universitat de València demostró una audacia poco común al galardonar una incursión intempestiva en un área conflictiva del pensamiento biológico. Juli Peretó, como director de la colección Sense Fronteres, ha derrochado el entusiasmo y la energía que le es consustancial y que ha aplicado hasta la corrección minuciosa de las pruebas de imprenta. Andrés Moya ha escrito un prólogo tan espléndido y generoso que puede incluso despertar sospechas, cuando en realidad todavía no hemos tenido la oportunidad de intercambiar opiniones, cara a cara, por primera vez. Soledad Rubio, desde la logística de la Càtedra de Divulgació de la Ciència de la Universitat de València ha ayudado de mil maneras. Y los colegas de mi Departament de Psiquiatria i Medicina Legal, de la Universitat Autònoma de Barcelona, me ofrecen la colaboración necesaria para encontrar los huecos que hacen posible este tipo de excursiones colaterales.

Campus de Bellaterra

Febrero, 2005

INTRODUCCIÓN

IDEARIOS LETALES

Uno de los atributos más singulares de la manera de ser de los humanos es su potencialidad mortífera en función de un ideario. Los primates sabios son capaces de matar y morir por una doctrina. De liquidar vidas ajenas o sacrificar la propia para defender o promover un sistema de creencias. No todos, por supuesto, se apuntan con idéntico fervor a esos dispendios biológicos tan exigentes y muchos procuran eludir cualquier contingencia que implique riesgos de verse arrastrados hacia esas exageraciones tan onerosas. Pero tampoco puede decirse que el fenómeno sea excepcional. En circunstancias de grave desasosiego social puede darse, incluso, con considerable frecuencia. No hay más que recordar el incontable número de contiendas religiosas, patrióticas, étnicas o ideológicas que ha ido jalonando el devenir de la humanidad con las consiguientes cuotas de mártires. Y aunque todo el mundo entiende que bajo aquellas etiquetas doctrinales a menudo se esconden intereses, agendas y objetivos muy dispares, hay que reconocer que algunas personas son capaces de jugarse la piel de manera descarnada y estentórea por un ideario. Se trata de un hecho reiterado e incontestable.

Incontestable y difícil de relacionar, en principio, con lo que sabemos sobre los mecanismos de la competición y los conflictos entre los animales más cercanos a nosotros. Para muchos vectores de la letalidad humana está clara la correspondencia con mecanismos ofensivos o defensivos que se han descrito [193] en otros primates no tan distinguidos ni prominentes como los humanos modernos, así como en otros muchos linajes del reino animal. Incluso para algunas pasiones humanas tan aparentemente idiosincráticas como la ambición, el resentimiento, la envidia, la lascivia, los celos, el odio o el enviciamiento debido al uso de sustancias psicoactivas, pueden encontrarse análogos animales que cumplen funciones equivalentes en sus hábitats ordinarios o en situaciones de laboratorio. En cambio, para el fervor combativo generado por una doctrina política o por una concepción religiosa o filosófica del mundo no hay de momento parangón consignable, o mínimamente plausible, en el mundo animal. Y hay que convenir, repitámoslo, que las hogueras pasionales encendidas por esas elaboraciones mentales que llamamos doctrinas o idearios pueden conducir al máximo sacrificio o a la dedicación homicida más tenaz.

Se trata de una singularidad humana que convendría estudiar a fondo puesto que está en el origen de no pocas de las hecatombes que los primates sabios ponen en marcha con incierta pero ineluctable asiduidad. El doctrinarismo combativo muestra, por otra parte, unas derivaciones sorprendentes. Vale la pena fijarse, por ejemplo, en la consideración social que suele recibir. Aunque los fanatismos implican, de ordinario, marginalidad entre las tendencias doctrinales que caracterizan a un cuerpo social, a los individuos con arrestos suficientes para jugarse la vida por un ideal o un sistema de valores se les reserva, a menudo, el lugar más prominente y distinguido en las crónicas que elaboran sus convecinos. En la nómina de los héroes y los mártires hay un considerable cupo de doctrinarios. No todos lo son, por descontado, porque a veces no queda más remedio que atenerse a ese papel por estricta casualidad (o por conminación perentoria), pero el peso del fanatismo en el martirologio es innegable.

Como alguno de los cataclismos más singulares que nos ha sido dado presenciar, en los últimos tiempos, llevan el sello distintivo del doctrinarismo pienso que vale la pena analizar con minuciosidad el fenómeno desde la perspectiva de la disección biológica.

Eso puede parecer un despropósito y no es, desde luego, la aproximación que ha primado en un mundo que vive atenazado por la amenaza del terror integrista a gran escala desde el pórtico del nuevo siglo. Pero hay que tener en cuenta que matar o morir por un ideario es un comportamiento suficientemente regular como para intentar bucear en posibles raíces biológicas. Cuando se manejan hipótesis explicativas sobre el papel que juegan los guiones doctrinales en la germinación de los conflictos sociales nos adentramos en el ámbito de la Psicología. De las complejas imbricaciones entre las creencias y pasiones individuales con la presión y la influencia social. Ése es un ámbito científico que ha tenido unos albores titubeantes y hasta descorazonadores, con frecuencia, a lo largo de más de cien años de incipiente andadura, pero ahora conoce un impulso prometedor y en los últimos tiempos ha comenzado a generar un cuerpo firme y acumulable de datos. La novedad más reciente es que puede empezar a valerse de soportes sólidos que proceden de la Biología Evolutiva y de la Neurociencia Cognitiva. En la conjunción de esas aproximaciones hay algunas garantías de progreso y de conocimiento acumulativo para abordar el problema de la letalidad doctrinal. Intentaremos sacar partida de ese tipo de conocimiento en esta incursión a los resortes del cerebro doctrinario.

Propósito del ensayo

El fanatismo político o religioso es uno de los ingredientes reverberantes de la conflictividad entre los grupos humanos. La potencialidad de algunas doctrinas para azuzar litigios letales, a pequeña o a gran escala, es proverbial. En esta obra se apuntan algunos mecanismos biológicos que forman el entramado de base para que surja ese tipo singular de pasión combativa que puede conducir a la especialización homicida y, en algunos casos, al martirio exterminador.

La lealtad o compromiso progrupal de alta exigencia es el requisito de partida. Aunque ha habido serias discrepancias sobre si esa modalidad del altruismo es aplicable a la conducta humana, la evidencia confirmatoria hoy en día es incontrovertible. El núcleo de la presente propuesta comienza ahí, con la discusión de las evidencias más consistentes sobre la operatividad del altruismo procomunal y su papel en los litigios humanos. A continuación, se discuten algunos de los mecanismos del reconocimiento intragrupal (marcadores o señales identitarias), en relación con mediadores neurocognitivos que actúan como engarces (facilitadores cerebrales) para que cuajen los agonismos basados en sistemas de creencias. Se propone, asimismo, el entramado de rasgos temperamentales que permiten distinguir a los fanatizadores de los fanatizados. Todo ello antes de pasar revista a las características nucleares de dos de los sistemas de creencias con mayor potencia agonística: los etnonacionalismos y las religiones.

TABLA I

Sacrificios agonísticos (Esquema de abordaje)

Nos proponemos, en definitiva, dibujar una cartografía tentativa de las mentes agonísticas y doctrinarias. Si la propuesta es viable, los análisis sobre el papel del fanatismo combativo como detonante/amplificador en los conflictos humanos pueden ser más penetrantes y fructíferos. Hasta hace muy poco este tema se consideraba un territorio exclusivo de las ciencias sociales y hay que reconocer que no había recibido una atención singularizada desde la ciencias de la naturaleza. Pero eso ha empezado a cambiar. Con el ánimo, por consiguiente, de ofrecer un esquema de abordaje (tabla I) y de indicar pistas productivas para exploraciones futuras, esta incursión a la psicobiología del doctrinarismo parte de una serie de hipótesis de trabajo que intentaremos sustentar con la evidencia disponible que se ha ido acumulando en la Psicología Social, la Biología del Comportamiento y la Neurobiología.

Hipótesis de trabajo

1. La lealtad o altruismo progrupal (grupalidad) tiene raíces biológicas discernibles y modula no sólo las conductas cooperativas sino los litigios y los enfrentamientos entre las comunidades humanas. Para que pueda funcionar es imprescindible que existan mecanismos de reconocimiento intragrupal fiable.

2.Hay señales primadas de identificación grupal (caracteres físicos, voz, ornamentos, rituales, etc.) que inducen un procesamiento neurocognitivo sesgado: prefiguran el surgimiento de los vectores de la lealtad progrupal al tiempo que constituyen rutas preferenciales para el adoctrinamiento combativo.

3. Las creencias encapsuladoras (dogmatismos, sectarismos, integrismos) se engarzan en esos resortes facilitados del procesamiento neurocognitivo para maximizar la conflictividad intergrupal (guerras de ideas).

4.Hay diferencias constitucionales en la proclividad individual a la lealtad progrupal y a la alianza agonística que prefiguran los roles individuales distintivos (liderazgo frente a seguidismo), en las células combativas que actúan como vanguardias en los conflictos grupales.

5.Existen, asimismo, perfiles neurocognitivos discernibles para las predisposiciones temperamentales que distinguen a fanatizadores y fanatizados.

6. Las doctrinas totalizantes (etnocentrismos, religiones e idearios utopistas) optimizan el funcionalismo de los agonismos sociales y se comportan como vectores particularmente infectivos para azuzar la conflictividad intergrupal.

Si conseguimos reunir datos que fundamenten las hipótesis anteriores, estaremos en condiciones de concluir que los conocimientos acumulados por la Psicología Social, la Biología del Comportamiento y la Neurobiología podrán ser usados para complementar las múltiples cautelas contenidas en los contratos sociales vigentes. Las estrategias para mitigar la peligrosidad de las doctrinas fanatizantes deberían tenerlos en cuenta.

CAPÍTULO 1

¿POR QUÉ MATAN? ¿POR QUÉ SE INMOLAN MATANDO?

¿Matar y morir por un ideal, por una doctrina compartida? ¿Sacrificar la propia vida y eliminar vidas ajenas por el bien de un incierto destino común? La potencia de esas pasiones suscita, de ordinario, reacciones de desazón y perplejidad. La pasión doctrinal es un atributo psicológico que causa extrañeza. Cuesta empatizar con ella si se está fuera de la burbuja cognitiva y emotiva que la cobija. Cualquier otra de las pasiones humanas destructivas puede desvelar reacciones de proximidad porque podemos reconocer resonancias múltiples en nosotros mismos. Matar por celos, por venganza o por codicia entra dentro de lo pensable. También hay creencias impulsoras en esos arietes lesivos, pero son de índole estrictamente privada. La beligerancia de los fanatismos políticos, religiosos o ideológicos suscita distancia, sin embargo, porque hay en ellos elementos que van más allá de los resortes de los intereses individuales. El doctrinarismo combativo se nutre de unas visiones y unas metas compartidas con otros individuos. De ahí la inquietud de quien se lo mira desde el periscopio íntimo.

Esas pasiones por un sujeto ideatorio de naturaleza colectiva no sólo persisten en un mundo gobernado por la tecnología ultraeficiente, sino que se renuevan sin cesar. Los doctrinarios que matan y se inmolan matando ejercen, además, una poderosa fascinación sobre un cupo siempre disponible de voluntarios dispuestos a enrolarse en esos dispendios tan exagerados. Eso es lo que debemos intentar explicar porque se ha convertido, en los últimos tiempos, en un factor de inestabilidad determinante en las cuitas más severas a escala local o global.

Los ataques suicidas del doctrinarismo islámico

Cuando el activismo doctrinal usa el suicidio como ariete letal contra los adversarios (sean éstos quienes fueren) estamos ante una táctica combativa que acentúa la perplejidad no sólo del ciudadano ordinario sino de los especialistas en confrontaciones políticas. La sensatez y el cuidado con los que muchos grupos violentos planifican y cometen sus acciones, intentando preservar en la medida de lo posible la integridad de sus efectivos, contrasta con los grandes dispendios en carne de cañón propia que diversas organizaciones han prodigado, en los últimos tiempos, en diferentes partes del mundo. El goteo de inmolaciones mediante ataques suicidas ha sido bastante regular en Palestina, Sri Lanka, Somalia, Chechenia, Cachemira y otros muchos puntos calientes del globo, aunque con periodicidad variable. Esa singular modalidad del terror se ha convertido, sin embargo, en la más temida de todas a partir del cenit destructivo alcanzado en el mayor y más fulminante atentado de todos los tiempos: la voladura mediante el impacto con aeronaves-proyectil del complejo de las Torres Gemelas en Nueva York, y de un ala del Pentágono, en Washington, a finales del infausto verano del 2001. La pregunta ¿por qué mueren matando y destruyendo? se ha convertido en una interrogación persistente porque la inmolación por una causa o un credo no sólo no ha periclitado como método de lucha prediluviano, sino que se ha convertido en el arma más escurridiza de la era tecnológica (tabla II).

Las razzias de los comandos de Al Qaeda sobre Nueva York y Washington del 11 de septiembre del 2001 quedarán fijadas en la memoria histórica como una de las hazañas más espeluznantes concebidas y ejecutadas por el activismo doctrinal. Aquellos raids sirvieron para encender un conflicto que fue bautizado como la primera gran guerra del siglo XXI, entre una alianza dirigida por EE. UU. contra el régimen talibán y los campamentos de Al Qaeda, en Afganistán, y contra sus ramificaciones celulares en diversas partes del mundo. El conflicto cumplió sus primeras etapas con una victoria apabullante para los aliados, aunque no se consiguió eliminar a los cabecillas más significados que, según todos los indicios, siguen manteniendo capacidad operativa. La campaña anglonorteamericana en Irak, en la primavera de 2003, constituyó el segundo gran episodio de esa guerra contra el terrorismo de raíces islámicas, con el objetivo en ese caso de descabalgar un régimen hostil que podía funcionar como base de apoyo para las redes activistas en una región de una importancia económica y estratégica obvia. La victoria volvió a ser expeditiva y aunque se logró apresar a los líderes derrotados, el activismo resistencial continúa muy vivo. Todas las alertas permanecen, por consiguiente, encendidas ante las secuelas y derivaciones que puede deparar una contienda difícilmente clausurable. Y la táctica guerrillera que más preocupa es precisamente la de los ataques suicidas por sus características de máxima imprevisibilidad.

TABLA II Ataques suicidas en el mundo, 2000-2003˚

* Ataques de Al-Qaeda

** Implicación de aliados de Al-Qaeda

*** Ataques de LTTE (Tigres de Liberación de la Tierra Tamil)

° Pueden consultarse datos de 2004 en [5c] que confirman la tendencia global al aumento, con un incremento espectacular en Irak y un descenso significativo en Palestina/Israel.

Fuente: ATRAN, S.: Science, 304, (5667), (2004), 47-48, Material adicional [en línea]: <http://www.sciencemag.org/cgi/content/full/304/5667/47/DC1>

La inmolación doctrinal sin más víctimas que el propio sacrificado ya es de por sí un comportamiento que provoca una enorme extrañeza porque se suele suponer, con razón, que la cuota del voluntariado para el martirologio es bastante restringida y asignable, en muchas ocasiones, a desórdenes mentales crónicos o desvaríos transitorios de los protagonistas. No siempre es así, sin embargo, porque la historia humana ha registrado episodios de inmolaciones individuales o colectivas con finalidades muy diversas y no necesariamente dependientes de anomalías del cerebro o de crisis tóxicas consignables. Conviene recordar aquí que los sacrificios que hemos convenido en denominar heroicos (salvar vidas ajenas mediante el dispendio de la propia) aparecen con alguna regularidad en muchas situaciones críticas, tanto en circunstancias bélicas como en los periodos más apacibles de la vida de los humanos. Pero una cosa son los sacrificios unipersonales estrictos o los actos desesperados de protesta con ánimo de llamar la atención en pro de una causa y sin provocar más bajas que las del propio finado (la inmolación publicitaria), y otra muy diferente las inmolaciones usadas como ariete destructivo. Cuando se cruza ese umbral estamos ante una de las manifestaciones más sorprendentes de la violencia bélica.

Los kamikazes japoneses patentaron el modelo moderno de la inmolación atacante en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y, desde entonces, los hombres-bomba o los comandos-bomba habían ido surgiendo, con frecuencia cambiante, para sembrar la muerte y generar terror, en los conflictos periféricos cronificados que asolan diversas regiones del globo. El 11 de septiembre del 2001, sin embargo, la percepción de excepcionalidad de ese fenómeno viró por completo. Ese día el mundo contempló, sobrecogido, la magnitud de la devastación infringida en Nueva York y Washington, en pleno corazón del imperio occidental, por suicidas de filiación islámica usando aviones comerciales, repletos de pasajeros, como bombas volantes para impactar contra edificios. El estupor dio paso enseguida a un escalofrío de aprensión que ha quedado instalado en las conciencias como una premonición de futuras inmolaciones ofensivas de resultados quizá mucho más terribles. El espectro del terror total ha recorrido el globo y las conjeturas apocalípticas sobre la posibilidad de un desastre nuclear o biológico, usando esas tácticas inmolatorias, son analizadas como un escenario plausible.

Timothy Garton Ash, uno de los historiadores contemporáneos más consultados por los dirigentes políticos de Occidente, se quejaba (El País, 26-9-2001) de que «entre las toneladas de interpretaciones y análisis que se han escrito a raíz del ataque suicida a los centros neurálgicos del poder USA, no he visto todavía uno que explique qué hay en la mente de un joven ingeniero de unos treinta años procedente de una familia acomodada de Arabia Saudí, que ha estudiado en Hamburgo, que se instala en Estados Unidos, que viaja por todo el país, que cursa estudios de vuelo a lo largo de varios meses y que acaba asaltando un avión para estrellarlo contra las Torres Gemelas o el Pentágono. Hay que intentar entender ese fenómeno del terrorismo doctrinal porque nadie ha conseguido explicarlo tal vez porque sea demasiado peligroso meterse dentro».

Tres años largos después de aquello y al cabo de un diluvio de interpretaciones continuamos igual de perplejos. En la extrañeza de Garton Ash había un desasosiego peculiar: el del especialista honrado consigo mismo que reconoce encontrarse sin estiletes ni periscopios adecuados para identificar, de manera convincente, el vector o los vectores esenciales que alimentan una amenaza que señorea sobre el escenario mundial. El sospechoso principal es la doctrina fanatizante. Pero Ash acotaba su desazón al preguntarse cómo puede ser que alguien que no reúne, en principio, ninguno de los atributos que suelen presumirse en los desesperados (pobreza, aislamiento, desmoralización, acorralamiento, ignorancia, etc.), consiga la determinación para proceder con un cálculo y una audacia tan insospechadas y espectaculares. Topamos pues con la conjetura de la potencia enfervorizadora y agonística de las doctrinas fanatizantes. De los guiones incitadores de la pasión exterminadora.

Los datos sociodemográficos sobre los integrantes de los comandos que protagonizaron aquellos raids han sido ampliamente divulgados y componen un retrato-robot singular. Eran varones jóvenes, solteros, procedentes de familias acomodadas o de clase media, multilingües, con educación superior y un dilatado período de instrucción y especialización en tareas combativas. Manejaban unos recursos económicos considerables y llevaban un tren de vida más que holgado. Y los jefes de la organización se ajustan casi punto por punto a ese perfil con algo más de edad, por supuesto. Una élite guerrera pertrechada con un guión integrista. Conviene precisar ahí un punto esencial. La inmolación ofensiva es una táctica guerrera de alta exigencia. No es, primariamente, ni un grito de socorro, ni una demostración de protesta, ni una llamada de atención. Puede cobijar alguna de esas características como componente adicional pero todo eso no constituye el núcleo del asunto. La inmolación atacante es un procedimiento bélico que requiere determinadas cualidades. No todo el mundo está dotado para llevarlo a cabo, quiero decir. Se necesita gente con un talante y un temple muy especiales. De una temeridad, una valentia y una frialdad excepcionales. Guerreros de élite, en definitiva. Para las inmolaciones unipersonales intempestivas (la autodestrucción selectiva con fines testimoniales o propagandísticos) no se requiere tanto coraje. Muchos individuos, doctrinarios o no, con una quiebra en un estado de ánimo ya de por sí desesperanzado pueden ejecutarlas. Pero para culminar una acción minuciosamente elaborada a lo largo de un periodo dilatado de tiempo y que requiere complejos pasos instrumentales, no basta con ser fanático: hay que ser un profesional bien entrenado. Un soldado altamente cualificado y motivado para cumplir con un objetivo mortífero.

Hay ahí, por tanto, una conjunción de diversos fenómenos (pasión doctrinal, encapsulamiento dogmático, talante temerario y profesionalidad atacante) que deberíamos poder abordar para complementar las disecciones de los especialistas en historia y en política. Si queremos construir una respuesta viable que ayude a atenuar las perplejidades de los especialistas habrá que revisar, punto por punto, los engranajes neurocognitivos que hacen posible la clausura dogmática en un grupo y engarzarlos, a su vez, con las motivaciones agonísticas individuales.

Es momento de adelantar que el modelo que nos proponemos elaborar debe proporcionar herramientas de investigación en dos ámbitos ineludibles: 1. Hay que identificar los mecanismos neurocognitivos que hacen posible la conjunción de la fanatización doctrinal con la alianza agonística. 2. Hay que identificar los requisitos temperamentales imprescindibles para dibujar las tipologias individuales que predisponen a idear, planificar y consumar ataques mortíferos (incluyendo los suicidas) y a atreverse, además, a poner en jaque a una sociedad o al mundo entero.

Antes de entrar en materia, sin embargo, nos detendremos un momento en un fenómeno local que ha generado asimismo un sinfín de perplejidades entre los estudiosos.

La letalidad del doctrinarismo etarra

Gabriel Jackson es un académico norteamericano que ha dedicado buena parte de su vida al estudio de la historia contemporánea de España y ha reflejado sus afanes en diversos trabajos muy apreciados. Jackson no solamente posee un buen conocimiento de los antecedentes inmediatos y remotos de la España actual, sino que sigue día a día el acontecer de la vida peninsular porque vive la mayor parte del año en Barcelona y suele participar en el debate de ideas con artículos en los periódicos y con apariciones esporádicas en televisión. ¿Por qué matan? era la pregunta que se hacía [90] a principios del 2000 desde el desconcierto del especialista que no consigue explicarse la perpetuación de la mortandad que ha ido sembrando la organización Euskadi Ta Askatasuna (ETA) desde hace medio siglo.

ETA es un fenómeno singular: un grupo armado de tamaño reducido pero altamente profesionalizado y muy eficiente que ha conseguido enquistar un litigio de soberanía política en un rincón, por otra parte muy bello y amable de Europa, hasta convertirlo en una de las pústulas de la plácida y ordenada vida de las democracias occidentales. El único parangón es el persistente enfrentamiento civil en el Ulster, porque ni el terrorismo corso o el bretón en Francia, o los ocasionales rebrotes de violencia política en Italia, Suecia, Bélgica

o Alemania tienen la relevancia de las acciones etarras ni han llegado a sacudir tan hondamente los cimientos de los estados donde se producen. ETA, en cambio, tiene en vilo a menudo al conjunto de la sociedad española y manda mensajes inquietantes, de paso, a la francesa, aunque prefiere encarnizarse en el flanco Sur, el más propicio por el momento en su ámbito de acción transpirenaico. ETA es un vocero macabro: cumple con la función de alertar que incluso en el seno de las sociedades avanzadas y plurales hay margen para la tozuda reverberación de conflictos sangrientos de índole étnico/nacional.

Jackson limitaba el ámbito de su interrogación al ¿porqué matan?, dado que los miembros de los comandos etarras siempre han procurado salir ilesos de sus acciones y, a ser posible, eludiendo la detección. Si sufren alguna baja durante la preparación o ejecución de algún atentado (como consecuencia de la manipulación inadecuada de los explosivos o del fallo de algún dispositivo, por ejemplo) es imprevista y no buscada. Y aunque los caídos en esas circunstancias sean ensalzados como mártires por sus correligionarios, no consta que persiguieran deliberadamente la autoliquidación inmoladora. Se hace difícil pensar, por otra parte, que ETA pueda virar hacia el uso de tácticas de terrorismo suicida porque hay que tener en cuenta que la bolsa demográfica donde se nutre es relativamente limitada. No es imposible, ni mucho menos, esa deriva pero el mantenimiento de una cierta masa crítica para las levas futuras es un asunto relevante en ese tipo de menesteres.

La consternación de Jackson y su lamento interrogatorio (¿qué factores impulsan la persistencia del terrorismo vasco?) era particularmente ilustrativa porque el caso vasco reúne condiciones especiales. En una sociedad rica y que vive un progreso sistemático, donde el nivel de autogobierno es, además, amplísimo, donde el auge de la cultura local es formidable y donde la capacidad de funcionar como polo de atracción turística tiene enseñas tan rutilantes como el museo Guggenheim de Bilbao, los festivales de San Sebastián o las innumerables mesas de primerísima línea gastronómica, ¿cómo explicar que haya gente que siga prodigando los tiros en la nuca, activando bombas lapa, preparando cargas mortíferas en los coches o mochilas-bomba, extorsionando y secuestrando a empresarios o destrozando los escaparates de los comercios y las entidades bancarias? Así lo planteaba Jackson y confesaba su desazón al afirmar que no conocía un caso semejante en la historia de las democracias. Lo contraponía incluso al de Irlanda del Norte porque allí hay dos bandos que guerrean en una sociedad largamente escindida, mientras que en el País Vasco sólo hay uno. Ante el vacío explicativo aventuraba una respuesta atribuible a una secreción aberrante de su propia disciplina: la historia.

Esa singular patología social que lleva (reproduzco punto por punto sus palabras) «a gente por otra parte decente, que sabe prodigar cariño a sus familias y amistades, que cumple ordinariamente con sus obligaciones laborales y cívicas y que sabe disfrutar de las múltiples amenidades de su tierra y su cultura, y que no se ha decantado, prioritariamente al menos, por el tráfico de armas, drogas y otras variedades de la parasitación mafiosa, esa extraña deriva que convierte a ciudadanos corrientes en asesinos o en encubridores y jaleadores de asesinos sería el resultado de una obnubilación doctrinal». El fundamentalismo nacionalista (el radicalismo abertzale, una variedad del exclusivismo etnocéntrico), sería el verdadero germen impulsor de la violencia cronificada. Un ideario intoxicador que ha anidado en la mentalidad de muchos vascongados y que ha sido fabricado a partir de una versión singularmente anómala y distorsionada de su propia historia, sería el culpable principal y responsable último de la sangría incoercible en ese confín ibérico.

Estamos, pues, ante la conjetura del mito tóxico y fanatizador como motor primigenio de la violencia política. La yihad vasca como detonante y perpetuador del conflicto. Es decir, un artefacto doctrinal que mesmeriza a un pueblo o a un segmento significativo de un pueblo, para conducirlo al paraíso (la soberanía política plena en un estado independiente, en este caso) o a la perdición de la derrota y las miserias subyugantes. Ésa suele ser la hipótesis tradicional que proponen los especialistas en cuitas históricas cuando se quedan sin otras a las que recurrir (lo hacen a regañadientes, hay que consignarlo, porque prefieren otras de base económica o sociológica pero a falta de mejores argumentos la sacan a colación como último recurso). Jackson coincide ahí con buena parte de los especialistas que han intentado explicarse, durante los últimos tiempos, la incomprensible sinrazón de la violencia nacionalista en el País Vasco [4, 62, 95, 96]. El irredentismo patriótico de base romántica, la deriva nostálgica cultivada por rituales primigenios asociados a las sones, los hablares y las brumas de un paisaje y un paisanaje peculiar, habrían acabado por alumbrar un discurso histórico mítico y exclusivista que secreta, justifica y ensalza la violencia. Por ahí van las interpretaciones más usuales que pretenden encontrar un motor explicativo satisfactorio a ese desvarío colectivo. Un mito obnubilador que ha acabado conformando, sin embargo, un cuerpo político tenaz en comunión con la ideología destilada por una vanguardia armada.

Mitos intoxicadores

Las interpretaciones preponderantes sobre la germinación del activismo islámico en las últimas décadas, con las diferentes versiones de la yihad y la deriva hacia el uso de las tácticas de ataque suicida van, por supuesto, por el mismo camino [88, 97, 110].

Démonos cuenta, sin embargo, que esas tentativas explicativas posponen, al tiempo que desdibujan, la respuesta de fondo a las preguntas de partida. Es decir: ¿por qué matan?, ¿por qué se inmolan matando? No basta con recurrir de manera genérica a la intoxicación doctrinal y quedarnos tan tranquilos porque ya hemos dado con un vector iniciático plausible. Porque si de veras queremos explicar por qué los mitos fanatizantes de base religiosa o patriótica dejan en algunos (la mayoría de los presuntos intoxicados) simples ensoñaciones de un paraíso deseable pero difícilmente alcanzable, mientras que lleva a otros a enrolarse en un grupo guerrillero y a asumir de lleno la disposición a matar o morir por la causa, hay que desentrañar los mecanismos que hacen posible tamaña diferencia de comportamiento.

Es decir, ¿por qué la intoxicación doctrinal de corte etnicista o redentorista lleva a algunos individuos a convertirse en profesionales del terror o al martirologio por inmolación, mientras que en otros no pasa jamás del ámbito de una vaga esperanza de salvación culminatoria para su pueblo? Y aún más, ¿por qué razones el recurso a la violencia inmisericorde triunfa en algunas sociedades con mitos doctrinales vigentes, mientras que otras con ensoñaciones parecidas aceptan modus vivendi mas pragmáticos (pactos duraderos de conllevancia con los vecinos o los infieles subyugadores), al tiempo que aparcan la cuestión frontal en litigio y la satisfacción postrera de sus designios?

En definitiva, lo que planteo es que si nos tomamos en serio aquella conjetura y queremos ir hasta el meollo del asunto hay que intentar responder unas preguntas que no tienen un abordaje satisfactorio únicamente desde la historia, la sociología o el análisis económico o político, porque la capacidad de penetración enfervecedora de los mitos intoxicadores nos lleva hasta la psicología. Los verdaderos interrogantes que se deducen de aquella hipótesis germinatoria son los siguientes: ¿por qué puede llegar a ser tan potente la intoxicación doctrinal? ¿Qué tipo de resortes activan los mitos grupales compartidos en la mentalidad de los individuos, como para convertirse en fuerzas de acción colectiva que llevan al conflicto sangriento? ¿Qué individuos son más susceptibles de verse arrastrados al asesinato o al martirio por intoxicación doctrinal? ¿Qué atributos distinguen a los líderes intoxicadores de los gregarios intoxicados? Esas, insisto, no son cuestiones que puedan abordar en solitario y con solvencia la historia o las ciencias sociales al uso.

Porque, al fin y al cabo, todo historiador, sociólogo o politólogo sabe que las narrativas históricas distorsionadas, los mitos doctrinales favorecedores de cohesión identitaria y hasta los irredentismos de base patriótica o religiosa son moneda corriente en la mayoría de sociedades [4, 62, 82, 83]. Seguramente no hay ninguna comunidad humana donde no puedan rastrearse esos fenómenos con más o menos vigencia y vigor. El nudo del problema es la intensidad, la infectividad y la virulencia que pueden tomar esas narrativas de vez en cuando. Es decir, ¿cuándo y cómo se pasa del guión vertebrador indispensable de un determinado grupo social al intento de imposición de un credo exclusivista al conjunto de una comunidad que contiene realidades e identificaciones múltiples? De ahí proviene, imagino, la desazón de Jackson y la de la mayoría de especialistas en ciencias sociales ante la persistencia del fenómeno de la violencia doctrinal en las sociedades abiertas. Pueden constatarlo pero no explicarlo y deben limitarse, por tanto, a actuar como cronistas de urgencia o relatores de sucesos lúgubres. Noble papel, por descontado, que procuran revestir con toques de alta erudición y algún que otro ropaje teorizante que les deja inermes, sin embargo, para hurgar en los engranajes básicos y discernir las corrientes de fondo. Carecen, en definitiva, de herramientas adecuadas para ello.

La presión sectaria y los factores individuales

Mediante el adoctrinamiento y la instrucción bajo la guía de líderes carismáticos, las células suicidas canalizan los sentimientos religiosos o políticos de los individuos en un grupo fusionado emotivamente. Un grupo de hermanos ficticios se conjuran para morir, con deliberación y espectacularidad, como una contribución al bien común de aliviar la onerosa realidad de su pueblo.

ATRAN, S.: «Genesis of suicide terrorism», Science, 299, (2003), 1534-1539.