Más allá de ENTROPÍA - Jesús Díez - E-Book

Más allá de ENTROPÍA E-Book

Jesús Díez

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Beschreibung

En el verano de 2008, un profesor de filosofía se ve sorprendido por una serie de extraños sucesos que le hacen creer que ha entrado en contacto con un universo paralelo de la mano de Pier Paolo Pasolini —una conexión que se hace posible gracias a una medusa inmortal, la turritopsis nutricula—. Pier Paolo le propondrá dos experiencias oníricas a través del espacio-tiempo. La primera, Abismo, le desplazará hasta el año 2015; un viaje por la realidad y el caos, por la profunda entropía que vive nuestra sociedad. La segunda, Metamorfosis, le llevará a 2085, a descubrir cómo podría ser el futuro de la humanidad si esta consiguiera superar el abismo.

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Primera edición digital: enero 2018 Imagen de la cubierta: Pixabay Diseño de la colección: Jorge Chamorro Corrección: Laura Vera Revisión: David García

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Jesús Díez © 2018 Libros.com

[email protected]

Jesús Díez

Más allá de ENTROPÍA

Dedico esta obra a mis seres más queridos, que, lamentablemente, nunca sabrán que la he escrito yo.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Nota a la presente edición

Primera parte. Por qué me escogieron a mí

1. En el palomar

2. 16 de agosto de 2008

3. Dry Martini

4. Hotel Attraction

5. ¿Despertar?

6. El héroe del rellano

7. ¿Y ese cuadro colgado ahí?

8. La huida

9. WALL•E

10. L’Ametlla de Mar

11. Una explicación pertinente

12. A…

13. La cena

14. A…, de alucinante

15. El acertijo de Einstein

16. La propuesta

Segunda parte. Abismo

Tercera parte. Metamorfosis

1. Un café con Pier Paolo

2. Imagine 2085

3.

Turritopsis imaginary

4. Buenos días, Imagine

5. Jana

6. La ciudad que fue, desde el RollingSky

7. The legacy y la excelencia de lo cotidiano

8. Vol y Vic, y el profesor David Brown

9. Y los androides limpiaban las calles

10. Hoy ya es mañana

11. City that Was

Epílogo

Apéndice

Mecenas

Contraportada

Nota a la presente edición

 

Cuando recibí el encargo de corregir y poner en orden el original de la presente edición, di por supuesto que tendría pleno acceso a su autor para poder aclarar cualquier duda que se me presentara y preparar así su publicación con el rigor necesario. No fue posible. Tuve que conformarme con una simple nota que acompañaba el original:

«Al leer esta historia, muchos creerán que tan sólo se trata de una extravagancia, de un delirio mental que, con toda seguridad, me convertiría en el hazmerreír de conocidos y extraños. Comprenda, pues, que no dé mi nombre. Tampoco me sentiría cómodo utilizando un seudónimo. No tener nombre me parece la consecuencia más lógica de esta peripecia. Decidí, eso sí, poner un nombre ficticio a todos aquellos personajes cuya identidad pudiera ser una pista para desvelar la mía; y también porque seguro que a más de uno le incomodaría que se le asociara conmigo si algún día se llegaba a conocer mi identidad.

Como es lógico, me veo asimismo obligado a ocultar o falsear cualquier otro dato que pudiera comprometerme, como fechas, lugares o circunstancias fáciles de identificar».

Y concluía con un enigmático: «Aquellos que ya saben, sabrán que mi historia es auténtica».

Añadía agradecimientos y disculpas, y eso era todo. Nunca más volví a saber de él. Vayan aquí, pues, las mías por entregarles una obra por la que he circulado en muchos momentos con los ojos vendados.

A lo largo del relato encontrarán algunas notas del autor y profusión de notas mías, convenientemente numeradas, que pretenden aclarar, acotar o ampliar algunos aspectos del texto.

Jesús Díez

Primera parte

Por qué me escogieron a mí

 

 

Entropía

1. f. FÍS. Función termodinámica que es una medida de la parte no utilizable de la energía contenida en un sistema o materia.

2. INFORM. Medida de la duda que se produce ante un conjunto de mensajes del cual se va a recibir uno sólo.

3. MEC. Medida del desorden molecular de una materia o sustancia: los fluidos tienen más entropía que los sólidos.

4. Desorden, caos.

Diccionario de la RAE

1. En el palomar

 

Pongamos que tengo un palomar con pretensiones de estudio en la parte alta de la ciudad. La ciudad es Barcelona y el palomar está cerca del Park Güell. Es un sobreático en un pequeño edificio de cuatro plantas sin ascensor. El edificio tendrá unos cuarenta años, pero la parte que yo ocupo fue edificada mucho después.

Supongamos que hacía unos años que lo había alquilado, y era allí donde me refugiaba para trabajar en temas académicos, corregir exámenes, escribir, leer…, o, en los días que atañen a este relato, espiar a mi joven vecina tomando el sol, desnuda, en la terraza de al lado; asunto sobre el que me extenderé más adelante.

Hoy sigo yendo al palomar, aunque por razones bien distintas. Tras superar «la prueba», espero, sereno y esperanzado, «mi transferencia». Y entretanto, cumplo con el deber de relatar minuciosamente esta historia.

Nunca antes se me hubiera ocurrido siquiera asomarme al estudio en un mes de agosto. Alexia, mi mujer, había ido a Grecia a ver a sus padres. A él le habían diagnosticado un cáncer de próstata. Hacía años que se habían retirado a vivir una amable vejez en Agia Pelagia, en la isla de Kythira. Pero las circunstancias obligaban a volver a Atenas al menos durante el tratamiento, que se iniciaría en septiembre. Así que, según el último parte de Alexia, alargaría su estancia a la espera de su hermano y ambos acompañarían a sus padres en el viaje y en el acomodo en la casa familiar que llevaba cerrada más de cinco años. Demetrius y Ariadne, hermano y cuñada, quedarían al cuidado de ellos.

Por otra parte, mientras sus padres preparaban el viaje y esperaban a que Demetrius se pudiera desplazar a Agia Pelagia, ella se daría una vuelta por el Jónico en el velero de unos amigos; uno de ellos había sido más que amigo, más que un inseparable compañero de instituto y de primer año de arquitectura: su bachiller sexual. Una casualidad —un poco forzada en mi opinión— había propiciado que aquellos días hubieran estado viéndose, rememorando…; y Alexia se sentía predispuesta a que le infringieran «un caluroso homenaje —me dijo por el móvil—, reverdeciendo los momentos más tórridos de nuestra adolescencia» (la de ellos). Lo que con el dulce acento de Alexia sonó casi poético. Somos una pareja abierta. Una bella ateniense y un muy poco aguerrido almogávar, muy liberales.

Nuestra hija, Sofía, en la misma senda, ocupaba con su último novio nuestra vivienda familiar en la parte alta del Ensanche. Él pinchaba discos en un local del 22@, próximo a La Mar Bella. Llegaban al amanecer y se iban cuando anochecía. Me agradeció que anticipara su mayoría de edad dejándoles el campo libre y algún dinero. Y me despidió con un par de besos agradecidos y un mohín triste. Por fuera se compadecía de mi soledad y mi exilio, pero estoy seguro de que estaba exultante.

Y nuestro hijo, Marc, veintidós años, había ido aquel verano a trabajar de voluntario a un campamento de ayuda humanitaria en Perú.

Podéis imaginar que el nombre de mi mujer es cualquier otro y que es otra su procedencia, pero lo cierto es que nuestra hija se había instalado en casa con el novio, que nuestro hijo había cruzado el Atlántico y que Alexia navegaba con su viejo amigo y esporádico amante, si no en un velero, en algún otro tipo de embarcación, y si no por el Jónico, por algún otro mar. Y que al tiempo que ella navegaba, yo deambulaba por el estudio, desnudo y sudoroso, mientras Hobbes seguía sobre la mesa encallado en la página 15, y el único desahogo a mi alcance era darme un manguerazo en la terraza o meterme de vez en cuando bajo la ducha.

Pongamos que era De Cive, el Tratado sobre el ciudadano. Me había comprometido a colaborar en una edición crítica de las obras de Hobbes, dirigida por el que era mi maestro y amigo, titular de la cátedra de Filosofía, de cuyo departamento yo también era profesor. Recibiría por correo electrónico capítulos del traductor que iría corrigiendo y enviando a mi cátedro. Él me remitiría sus notas y yo pondría mi granito de arena.

Hacía tres o cuatro días que no daba con él. No contestaba a mi correo y tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. El asunto no tenía la menor importancia, aún no habíamos pasado del prefacio, pero yo quería señalarle una apreciación de J.W.N. Watkins referida a Hobbes sobre «el corazón como fuente de todos los sentidos». No tenía importancia, no era urgente. Pero el caso es que mi cátedro también me había abandonado.

Y, siguiendo un poco con este victimismo que sabréis perdonarme, el colofón de tanto abandono acabó poniéndolo mi vecina. Llevaba dos días sin dar señales de vida. Las persianas de la puerta de su dormitorio por la que se accedía a la terraza estaban cerradas, y tampoco había ninguna de sus camisetas y diminutas braguitas colgadas a secar como de costumbre.

Aquellas tardes, tumbada en su toalla, hablaba por el móvil a uno u otra sobre inminentes vacaciones. Al parecer, sobre un viaje, según lo que alcanzaba a oír desde mi atalaya. Lo más probable es que se hubiera ido de vacaciones con su Nico (seguramente ‘Niko’). Supe que se llamaba Niko porque ella gritó: «¡Oh, Niko!», aquel atardecer que tuve el placer de conocerle de espaldas, desnudo y a horcajadas. Aunque, a lo mejor, fue tan sólo una relación esporádica.

La mía con ella empezó a forjarse la tarde en que me asomé por ese lado de la terraza y la vi tomando el sol. Lo primero que sentí fue un acelerón del riego sanguíneo y fuertes palpitaciones. Me sobrecogió lo inesperado, la potencia de la imagen: tan próxima, tan joven, tan desnuda, tan tersa y bronceada, reluciente de aceites o cremas sobre una toalla rojo pasión y con el vértice tonsurado de sus piernas semiabiertas en la perpendicular de mi mirada. Ya imaginaréis. Era como un espejismo, como un puesto de helados en medio del desierto; aquel desierto de azoteas bajo un sol inclemente, con la bruma al fondo ocultando el mar.

Pero, aunque mi vecina fuera una belleza, que lo era, no me hubiera deslumbrado de aquella manera de haberla visto en una playa nudista. Me sobrecogió por lo inesperado y por la impactante proximidad. Lo primero que sentí al verla fue que el vulnerable era yo. Di un salto hacia atrás para esconderme. Si me descubría perdería la ocasión de volver a espiarla. Intuí, sagaz, que, si estando tan morena seguía friéndose al sol, era fácil que repitiera. Podía ser mi «secreta aventura» de aquel verano. Qué lejos estaba de imaginar lo que se me venía encima, los hechos extraordinarios que me iban a suceder a los pocos días.

Mi terraza estaba tan desnuda como ella, sin la posibilidad de poder atisbar tras una mala planta; que, por otro lado, no pudiéndola cuidar, habría muerto.

La fachada de mi estudio frente a su terraza no tiene ninguna ventana, salvo una pequeña celosía próxima al alero de la azotea. Esa celosía sirve para ventilar el baño, y esa fue mi atalaya. Así que coloqué una silla con dos patas metidas en el plato de la ducha, me subí a ella, bajé la hoja abatible de la ventana y —en un pequeño homenaje a Robbe-Grillet[1], que me perdonaréis—, diré que, mirando oblicuamente a través de la celosía, podía ver a A… en medio de un triángulo luminoso formado por los antepechos unidos en ángulo recto y la diagonal de sombra que arrojaba la parte edificada. El cuerpo de A…, bañado por el sol, quedaba enmarcado en ese triángulo y, a su vez, en el rectángulo rojo de la toalla.

Cada tarde, observaba a A… —seguiremos llamándola así— y nunca me defraudaba. Sí me preocupaba en alguna medida porque, aunque para mí fuera un regalo, ella era una seria candidata a un carcinoma.

Vi a A… en un variado número de posturas y ocupada en diferentes menesteres: refrescándose con la manguera junto al sumidero, haciéndose la manicura, poniéndose cremas y aceites, hablando por el móvil, siguiendo con voz queda las canciones que escuchaba por el iPod, contoneándose graciosamente al ritmo de la música; y también, a menudo, acariciándose a conciencia, tanto sobre la toalla como atravesada en la cama. O jugando al escondite con mi campo de visión al probarse lencería ante el espejo del armario. Muchas veces tuve que esperar pacientemente su regreso a la terraza tras haber sido engullida por otras estancias; estancias a las que yo la seguía con la imaginación, viéndola deambular desnuda con aquel movimiento liviano, aquel andar ligero sobre las puntas de sus pies descalzos, en una especie de ballet fugaz, fruto de una mente calenturienta situada a diez centímetros de la cubierta abrasadora de la azotea. Y al final la veía reaparecer con una barrita de cereales y un refresco, o con una toalla enrollada a la cabeza a modo de turbante. Pero nunca me defraudaba, porque su presencia era siempre más potente que mi imaginación. Como aquel atardecer, ¡oh, sorpresa!, en que lo hizo de la mano de Niko; y lo desnudó a los pies de su cama y le hizo una felación, y después tuvo a Niko encima y a Niko debajo en medio de la terraza, sobre su toalla roja. Y acabamos aliviándonos los tres, aunque yo prefiriera no compartirla.

Guardad esa imagen: espiando por la celosía, desnudo, encaramado a una silla, etcétera. Una imagen que sólo es posible revelar desde el anonimato, y que tanto puede hacerme verosímil por su crudeza como merecedor del mayor descrédito por innoble.

Incluso, la última tarde, tras una agradable comida en el restaurante Madrid-Barcelona con un matrimonio al que tengo mucho aprecio —agradable pareja que se pasó toda la comida elogiando mi último libro y, lo que es más, demostrando haberlo leído—, incluso en esas gratificantes circunstancias, rechacé con excusas atropelladas el prolongar la sobremesa en una terraza próxima sin más motivo que volver a casa a tiempo de espiar a A…

Y como en el pecado está la penitencia, fue justo la tarde en que ella dejó de aparecer. El pecado se interrumpía abruptamente: A… se había esfumado. Felices vacaciones.

Así que, si os parece —me gusta imaginar que llego a establecer una cierta relación con cada uno de vosotros; que no estaré solo, olvidado en una estantería—, si os parece, digo, una vez expuesto el contexto y mis circunstancias, y hecho un bosquejo de mi perfil, pasemos a la acción; a narrar estos hechos que estoy viviendo con tanta intensidad, con tanto estupor, y que producen vértigo.

2. 16 de agosto de 2008

 

Fijemos el 16 de agosto de 2008 como la fecha de inicio de los acontecimientos, en el sentido de haber tenido consciencia de ello, aunque en realidad se iniciaron mucho antes. Y podemos incluso fijar una hora aproximada: alrededor de las cinco de la tarde. Hasta puedo señalar mi posición en ese momento: ante el ventilador, después de una ducha, con los brazos extendidos y las piernas abiertas en compás como el Hombre de Vitruvio. Aunque toda la perfecta armonía que podía mostrar era la de un cuerpo que avanzaba hacia su declive a los cincuenta y tantos años, sin más musculatura que un par de libros publicados. El último pongamos que versaba sobre si la imprescindible metamorfosis planteada por Edgar Morin ya estaba en marcha[2]. Esa era toda mi musculatura; esa, y la propia del ejercicio de la docencia durante más de dos décadas.

Así que es en ese momento, en esa intempestiva hora solar, cuando decido echarme a la calle, ignorante de lo que en realidad me aguarda; de que ese paseo resultará ser un periplo por extrañas e inquietantes coincidencias, por situaciones inexplicables; un periplo que me devolverá aquí, al punto de partida, desconcertado y bajo el peso de una situación que sentiré amenazante sin que pueda imaginar en qué consiste tal amenaza.

Decido convertir la huida en un paseo placentero en dirección al centro de la ciudad. Es todo bajada y no tengo prisa. Esta mañana le he propuesto a Albert —ya le conoceréis— encontrarnos sobre las siete, cenar algo luego y tomar una copa viendo el partido del Trofeo Gamper. Me ha respondido: «1.º un seco sin agitar», lo que equivale a un dry martini en la coctelería del mismo nombre. Así que voy bajando parsimonioso decidido a ignorar el calor. Voy a buscar la calle Larrard, donde una animada sucesión de grupos de turistas, especialmente japoneses, bajan o suben al Park Güell.

¿De dónde viene la fascinación de los japoneses por Gaudí? Hay quien dice que tuvo mucho que ver con un spot para un whisky japonés rodado en este parque. También Gaudí se convirtió en una marca de alcance mundial a raíz del Año Gaudí, en 2002, con la proliferación de todo tipo de objetos y gadgets gaudinianos. Pero, tal como les explicaría Alexia, la fascinación de los hijos del Sol Naciente por Gaudí viene de mucho antes y parece tener raíces más profundas.

Pongamos que Alexia es arquitecta; que vino aquí a acabar la carrera atraída por un modelo arquitectónico que empezaba a tomar cuerpo a principios de los ochenta, y que llegaría a conocerse como el Modelo Barcelona; que vino atraída por la cuadrícula de Cerdà y, por supuesto, por la genial arquitectura de Gaudí, de la que no sólo se ha convertido en una notable entendida, sino que ha dejado huella en varios de sus proyectos.

Nos conocimos en esos primeros años de estancia en Barcelona, y a mediados de los ochenta nos casamos; con Marc de camino. En 1986 Barcelona es nominada sede de los Juegos Olímpicos del 92, y el recién constituido taller de asociados de Alexia entra a colaborar en el proyecto de transformación de la ciudad. Estoy casado, pues, con una arquitecta griega que sabe más que yo sobre Barcelona y que me ha enseñado buena parte de lo mucho que no sabía sobre la arquitectura de Gaudí.

Por un pequeño nepotismo de Alexia había colaborado con un trabajo sobre filosofía y metáfora en la obra de Gaudí en una edición coordinada por ella misma. Así que no es de extrañar que, rematando la última travesía de Larrard, piense en la fascinación que me producen los esbozos de Antoni Gaudí para el proyecto irrealizado del Hotel Attraction, en Manhattan. Misteriosos esbozos y misterioso proyecto del que nadie hace mención hasta más de cuarenta años después de su muerte. Una futurista «catedral laica», compuesta por varias torres en forma de ojiva, rodeando una ojiva central que alcanzaría los trescientos sesenta metros de altura; veintiún metros menos de los que tendría el Empire State, que se construiría veinte años después. El proyecto, encargado a Gaudí, al parecer en la misma Sagrada Familia, por dos magnates norteamericanos cuyos nombres también son un misterio, no se llegó a realizar; pero fue un proyecto visionario y futurista, hasta el punto de que en 2003 se propuso recuperarlo, en base a aquellos bocetos, para la Zona 0 de Nueva York.

Atravieso el barrio de Gracia, que está de Festa Major. He decidido bajar zigzagueando hasta cruzar la Diagonal y llegar a la librería La Central en la calle Mallorca para encargarles un ejemplar de Qué ha dicho verdaderamente Hobbes.

La cajera me saluda con una sonrisa que correspondo. Decido que ya me entretendré en la literatura a la salida y subo directamente a la sección de filosofía. Pero los filósofos han sido abandonados. No hay nadie en el mostrador ni aparentemente en la sala. Mi primera intención es aprovechar para ver si han repuesto mi último libro, pero justo ahí en esa esquina descubro a un cliente hojeando un grueso volumen; así que me entretengo en una de las mesas de novedades.

Al poco, mientras leo la contraportada de un ensayo sobre la filosofía de la ciencia y la comprensión humana (episteme y doxa), oigo pasos sobre el parqué a mi espalda. Es el responsable de la sección, que se me acerca y me saluda sonriente. El hombre sigue en el rincón.

—Hola. ¿Le puedo ayudar?

—Hola. ¿Qué tal? —le doy la mano. Me gusta dar la mano a quienes no esperan de uno tal cercanía.

—Seguramente no esté ni en catálogo. Tenía que haberlo mirado por internet, pero se me ha ocurrido hace un rato. Qué ha dicho verdaderamente Hobbes.

—No lo sé —responde.

Ríe su broma yendo hacia el ordenador. Me acerco.

—De Watkins —añado.

—No me suena. Se lo miro. ¿Watkins?

—Si. J.W.N. Watkins.

—¿Cómo es? Qué dijo…

—Qué ha dicho verdaderamente Hobbes.

—Ni idea —murmura. Sonreímos.

Él busca en el ordenador y yo vuelvo a la mesa de novedades.

—No lo tenemos.

—Ya…

—Del 72 —dice, mirando la pantalla—. De Doncel… ¡Uy, Editorial Doncel! A ver…

Sigue tecleando. El hombre de la esquina se vuelve y cruza hacia la salida de la sección. Al pasar junto a mí, me sonríe. No lo tengo visto. Su dentadura blanca resalta en un rostro cuarteado castigado por el sol. Una sonrisa franca y amable, a la que correspondo. Giro la cabeza para verle alejarse. Camisa blanca de manga corta, pantalones negros de corte, mocasines negros… ¿Un camarero ilustrado, quizás?

Me acerco al rincón a comprobar si mi texto ha sido repuesto.

—Ya hemos pedido la reposición de su libro para el inicio del curso —me dice, adivinando mi intención.

—Sí, claro… —respondo como pillado en falta.

Y de pronto lo inesperado: en el lugar en que debería estar un ejemplar de mi libro, lejos del que le correspondería tanto si estuviera clasificado por Hobbes como por Watkins, descubro el lomo de la obra que he ido a buscar. ¿Un ejemplar del libro descatalogado en el lugar que le correspondería al mío, que soy precisamente quien lo está buscando? Lo cojo. ¿Cómo es posible?

—Aquí tengo el ISBN, pero sale como No disponible.

—Debe de haber desaparecido —respondo mecánicamente. Y sigo intentado explicarme lo que acaba de suceder.

—En la Biblioteca de Cataluña tampoco —añade el chico al rato.

Estoy a punto de volverme blandiendo el ejemplar: «Entonces me llevaré Qué ha dicho verdaderamente Hobbes». Pero algo me impide hacerlo.

—No te preocupes. Gracias. Ya lo buscaré.

—¡Ah, sí! —me dice—, hay uno en Tarragona y otro en la de Gerona.

—Vaya.

—Sí.

Miro de reojo el libro que tengo en la mano. «Qué ha dicho verdaderamente Hobbes», leo. ¿Qué sucede? ¿Por qué no le comento un hecho tan extraordinario? ¿Precisamente por eso? ¿Porque seguramente estoy sufriendo una alucinación? ¿Por qué este libro, que no debería estar en la librería, y que hace un rato he decidido venir a buscar en relación a un trabajo sobre Hobbes, estaba aquí esperándome en el intersticio que debería ocupar el mío?

—Mire —me dice—, en el catálogo colectivo sale en la uni de Barcelona. Disponible en préstamo.

—Muchas gracias. No tenías que haberte molestado —digo, avanzando hasta la mesa de novedades—. Me pasaré por allí.

—¿Me necesita para algo más? —dice saliendo del mostrador con unos papeles en la mano.

—No, no. Gracias.

Con un gesto furtivo cojo el libro de epistemología del que he estado leyendo la contraportada y lo paso a mi mano izquierda ocultando el de Watkins.

—Entonces —muestra los papeles—, voy a… Vuelvo enseguida.

—Vale. Gracias. Nos vemos.

Voy hacia el centro de la sala y le veo alejarse por la planta en dirección a la sección de arte recortándose contra la luminosidad de las cristaleras de la cafetería.

Salgo de la sección, bajo las escaleras, voy directamente al mostrador, le doy los libros a la cajera, cruzamos unas palabras amables, firmo la transacción, me devuelve la tarjeta de crédito, me alcanza los libros metidos en la bolsa roja, nos decimos «hasta otra» y salgo a la calle acelerando el paso hacia Rambla de Cataluña.

Aminoro la marcha al darme cuenta de mi actitud furtiva. «Ni que hubiera robado los libros», me digo. Pero estoy nervioso, desconcertado.

Alcanzo el paseo central de la rambla y enfilo hacia abajo preguntándome cómo es posible lo que acaba de sucederme. Aceptar que ha sido un capricho de la fortuna, un juego del destino, no es propio de mí. En principio, siempre me inclinaré a pensar que tiene que haber una razón que, por extraña que resulte, responda a una lógica. Pero me arde la piel y se me aflojan las piernas porque hay un nivel de consciencia que me dice que si no se trata de una de esas grandilocuencias irreflexivas es porque detrás de ese hecho insólito, inexplicable, hay una razón muy poderosa que se escapa a mi entendimiento.

Sigo caminando en dirección «mar». La luz todavía brillante de la tarde, la concurrencia al borde de la acera a la espera de que cambie la luz del semáforo, las conversaciones animadas en las terrazas, el ruido de la circulación, la atmósfera densa y ardiente…, todo me aturde. Demasiados focos de atención, ninguno al que poder echar el ancla buscando apaciguar esta excitación. Siento las palpitaciones aceleradas; y ardo, pero no sudo; ni una gota de sudor. Otro hecho, aunque menor, también insólito: no he dejado de sudar un sólo momento en todo el día. «Líquido», pienso. Y entonces me acuerdo que he quedado con Albert en el Dry Martini, y, por lo tanto, estoy caminando en dirección contraria al encuentro.

Deshago el camino sintiendo un pequeño alivio al pensar en Albert, en poder compartir mi desconcierto, en encontrar en él una complicidad que aunque al principio seguro que me irritará por su tono burlón, enseguida se preocupará al verme preocupado. Se mimetizará; porque Albert tiene una singular habilidad para mimetizarse; y se mostrará solidario y a continuación concernido; y, finalmente, caminaremos juntos al encuentro de alguna especulación que, si bien no pueda explicar lo inexplicable, nos ayude a relativizarlo todo a la altura del tercer o cuarto dry.

Siento el peso ligero de la bolsa, pero me doy cuenta de que tengo el brazo como agarrotado y que aferro las asas con una fuerza desproporcionada. Intento aflojar la tensión. Miro la bolsa. Ni por un momento se me ha pasado por la cabeza volver a comprobar por tercera vez que no se trata de una alucinación, que ahí llevo realmente el libro de Watkins.

3. Dry Martini

 

Llego al Dry Martini casi con un cuarto de hora de antelación. Pienso que lo que necesito ahora es tomarme una cerveza ligera, bien fría.

Entro en el local y lo cruzo directo a los servicios; tengo que orinar y refrescarme la cara. Suena Take Five. Echo al pasar un vistazo por la barra y las mesas, convencido de que Albert aún no ha llegado; llegar antes de la hora no es precisamente una característica de Albert.

Dejo la bolsa sobre la cisterna del váter y me dispongo a orinar pacientemente apoyando una mano en la pared frente a mí. Dice el Doctor que tengo que irme haciendo a la idea del ritual; que la próstata ha crecido, pero que no hay motivo de preocupación, que la prueba del PSA está bien, que si acaso más adelante me mandará hacer otra exploración. Pienso en mi suegro. Pienso en Alexia…; si pudiera contarle…

Me refresco la cara, paso la mano por la piel ardiente bajo la camisa. Debemos de estar casi al ochenta por ciento de humedad y yo estoy completamente seco. Me veo pálido y con expresión estúpida en el espejo.

Al salir de los servicios vuelvo a repasar el local en busca de Albert. No lo veo. Elijo la mesa libre más próxima a la entrada. El camarero acude enseguida y le pido la cerveza. Y cuando se retira, aparece tras él el hombre de la librería, el hombre con el rostro cuarteado y oscuro, que se dirige a mí con una sonrisa mostrándome la bolsa de La Central.

—Me parece que se ha dejado esto en el lavabo —me dice alcanzándome la bolsa.

¿Qué hace este hombre aquí? ¿Trabaja aquí? ¿O es el Día Mundial de las Casualidades? Me medio incorporo balbuceando mi agradecimiento.

—¿Encontró su libro? —me pregunta.

—Oh, sí, aquí está —le digo cogiendo la bolsa—. Qué despiste.

—¿Qué ha dicho verdaderamente Hobbes?

—¿Le interesa Hobbes? —le pregunto, por decir algo. No me cuadra que pueda conocer a Hobbes; tampoco me cuadró hojeando un libro de filosofía; pero debe de ser un trasnochado prejuicio mío.

—Me llamó la atención el título. ¿Hobbes? Nació y murió en Inglaterra, ¿no? Westport, 1588 - Hardwick Hall, 1679. El hombre en permanente conflicto; «el hombre es un lobo para el hombre». ¿No es eso?

Voy a responder algo y en ese momento suena mi móvil.

—Atienda a su amigo.

«¡Atienda a su amigo!», acaba de decir. Miro al hombre, suplicándole una explicación con la mirada, mientras meto la mano temblorosa en el bolsillo en busca del móvil.

En efecto, la llamada es de Albert, que suelta una carcajada al tiempo que me pide disculpas. El hombre me hace un gesto con la mano, amplía su sonrisa y se va. Le veo abrir la puerta y salir a la calle.

Albert me explica una historia atropellada y gozosa al parecer. No para de bromear con un relato emocionante al que no acabo de cogerle el hilo. En un primer momento he pensado en que iba a revelarme —no imagino cómo— que todo aquello había sido una broma urdida por él en la que yo había caído de cuatro patas. Pero Albert no habla de eso; habla de un «golpe de fortuna» que le ha llevado a ligarse a la enfermera de su dentista. «¡Imagínate, una enfermera! ¡Un mito sexual!».

Salgo del Dry Martini y me coloco en la esquina para intentar pillar un taxi de subida. No puedo evitar mirar a uno y otro lado buscando a ese hombre al acecho.

Hubiera necesitado hablar con Albert, pero ha tenido que ligar justamente hoy. Imposible contárselo por el móvil. Le he deseado suerte con su ligue y hemos quedado vagamente para mañana. Me ha preguntado si me pasaba algo; me notaba preocupado, ha dicho. «No, no, no pasa nada. Disfruta con tu enfermera», ha sido mi respuesta.

Paro un taxi, subo y le doy la dirección. Un veterano taxista con bigote canoso y calva reluciente. Lleva puesta la radio. Están hablando del Trofeo Joan Gamper.

—Eso está por encima del tenis, cerca del Parque Güell, ¿no?

—Yo le indico —le digo, deseando que no sea muy parlanchín.

—A ver cómo lo tenemos en la Diagonal. Por el fútbol.

—Ya.

¿Ese hombre ya estaba allí cuando he llegado o me había seguido?

De pronto caigo en que me he ido del Dry Martini ¡sin esperar a que me sirvieran la cerveza!

Él me ha dicho: «Atienda a su amigo». Eso no puede ser una alucinación. Él estaba allí, frente a mí, con la bolsa roja, y me ha dicho: «Atienda a su amigo».

En la radio hablan de un eclipse parcial de luna, que ya se puede observar en directo y por internet.

—Eclipse de luna —dice el taxista en voz baja.

Siento el deseo irrefrenable de meter la mano en la bolsa. Lo hago. Saco los libros. Ninguno de ellos es el de Watkins. Mal que me pese, es lo esperado. Estoy sufriendo alucinaciones. Mi cerebro me está haciendo una jugarreta. El libro que debería ser el de Watkins es una introducción a la metafísica. No diré el título ni el autor; se puede dar por sentado que ocupaba el lugar adecuado en la estantería, y que, junto a él, le correspondería estar al mío; y que, por tanto, al menos las primeras letras de su apellido coincidirían con mucha probabilidad con las mías.

Cuando he metido la mano en la bolsa ya estaba seguro de que el libro no estaría allí. En la librería, por dos veces, he creído tenerlo en mi mano. ¿Lo tenía realmente? Es evidente que no. ¿No hubiera detectado la cajera en su pantalla que estaba comprando un libro inexistente? Tanto en ese momento, como ahora, he leído el título y el autor con toda claridad, pero la racionalidad de que soy capaz me dice que el episodio de la librería no puede ser real, mientras mi deformación filosófica me lleva a preguntarme si el real no será el de Watkins y la alucinación sea este que acaba de aparecer en mi mano.

Siento como si estuviera dentro de una película de cine fantástico. Lo mejor es ir a un especialista, me digo. La preocupación se convierte en angustia y la angustia en miedo.

«A cincuenta metros, gire a la derecha». El taxista ha prescindido de mí y está utilizando el GPS. Me deja en la puerta. Le pago. Nos damos las gracias.

Ha empezado a oscurecer. Enciendo la luz de la escalera. Siento una presión amenazante en mi cerebro, pero también siento la presencia amenazante de ese hombre esperándome quizás en mi rellano. Sé que la luz se apagará antes de llegar arriba. Me detengo unos segundos junto al interruptor del tercer piso. La luz se apaga; vuelvo a encenderla y subo el último tramo de escalera. No hay nadie. Abro la puerta, escucho, enciendo la luz. Dejo la bolsa sobre la mesa. «No seas idiota —me digo—, es tu cabeza. Algo pasa en tu cabeza». No obstante, decido atrancar la puerta con una silla tal como he visto hacer en las películas; pero la puerta no tiene ningún relieve que me permita atrancarla y no alcanza al pomo.

«Lo mejor es adoptar una actitud normal, cotidiana, e ir observándote —me digo—, esperar acontecimientos». Pero miro dentro del baño y enciendo la luz de la terraza y me agacho para mirar por debajo de la persiana a medio alzar. La terraza está vacía, por supuesto. Me veo ridículo reflejado en el cristal. Levanto la persiana y salgo.

No puedo evitar, como de costumbre, mirar de inmediato a la terraza de mi vecina, que está a oscuras. Miro la luna; es luna llena y la sombra de la Tierra va oscureciéndola por el costado de menguante.

Lo mejor, me repito de nuevo, es tener una actitud de normalidad, sin dejar de estar vigilante. O sea, una actitud muy poco normal, en definitiva. Pero no quiero llamar a nadie, no quiero alarmar a nadie. Tampoco quiero poner en marcha el portátil y ver si tengo algún correo; no quiero ningún mensaje que me distraiga y que me vea obligado a responder. Sólo quiero, de momento, observarme y ver qué pasa.

Comer algo, tomarme un vino y ver el partido, como si no pasara nada; y observarme.

Pero de pronto decido sacar el colchón a la terraza, ponerme cubitos en un vaso y llenarlo dos tercios de Jameson. Me desnudo y me echo sobre el colchón. Dejo el whisky al alcance de la mano, y también el móvil, al que le deben varias llamadas. Pienso en Albert, en hablar con Albert, en que pueda ayudarme a entender. Pienso en Alexia…

La sombra va cubriendo la luna. A lo largo de la próxima hora veré avanzar la sombra de la Tierra hasta dejar tan sólo una pequeña tajada de luna al descubierto.

De vez en cuando me incorporo un poco para beber. Repasemos, me digo: Si todo había sido una jugada del cerebro —¿un cortocircuito en el córtex prefrontal?—, querría decir que el episodio se había presentado de repente, sin antecedentes y avanzando a pasos agigantados en unos pocos minutos. ¿Un episodio repentino y esporádico, sin antecedentes y sin ninguna manifestación posterior?

Por otra parte, sería demasiado rocambolesco, ridículo, pensar que aquel hombre me había dado el cambiazo del libro en los lavabos de la coctelería. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿A quién le importa Hobbes? ¿A quién le importa hasta ese punto? ¿A quién le importo yo como para organizar un montaje de esta envergadura? ¿Una broma? El cambiazo, bueno; y una llamada compinchada de Albert, también. ¿Pero cómo montar el resto? ¿Cómo montar la alucinación? Imposible. Y, sin embargo, siento una amenaza que no sé si proviene del interior o del exterior. Le doy vueltas a la cabeza y la cabeza me da vueltas. ¡Párate mente, por favor! La sombra de la Tierra ha empezado a abandonar la luna. Tengo necesidad de cerrar los ojos, de refugiarme en el sueño.

Y al poco, me quedo dormido…

4. Hotel Attraction

 

… y sueño que caminamos por la sola cara de una cinta de Möbius escarlata que sobrevuela la laguna a los compases del Canon del cangrejo, de Johann Sebastian Bach.

Caminamos al tiempo que somos transportados hacia el horizonte nocturno, en donde se alza, fusiforme y majestuoso, el rascacielos organicista que convoca sueños; la gran ojiva rodeada por otras cinco de menor tamaño que se funden con ella en un armonioso abrazo. La luz de sus ventanas, de sus comedores panorámicos, de su cúpula fulgente como una antorcha y de la radiante estrella que lo corona, producen multitud de destellos que parpadean y se descomponen en las aguas profundas y oscuras; en las aguas embalsadas de la laguna artificial, pobladas de millares de medusas que van quedando al descubierto cuando los haces de los proyectores de los helicópteros barren las aguas atravesando su superficie; y mi amigo Albert —biólogo marino—, inclinado hacia el vacío, señala y grita:

—¡Turritopsis nutricula… gigantescas!

—¿Turri… qué? —le pregunto, porque el rotar de las aspas me impide oírle bien, y el viento obliga a estar pendientes de la estabilidad amenazada y de que no nos vuelen los sombreros.

Albert trastabilla sobre la ondulante cinta, pero consigue recobrar de inmediato el equilibrio, y, colocando ambas manos en torno a la boca a modo de bocina, brama una especie de serpiente articulada que intento entender:

—La… tu… rri… top… sis… nu… triiii… cu… laaa… ¡Pero estas son imposibles…! ¡Giganteeescas…!

—Aquí todo es gigantesco —respondo.

—¡Mutaaantes! —me grita.

—¿Mutaaantes?

—Sííí… Podremos verlas de cerca en el acuaaaaario —ulula contorsionándose. Pero, al hacer la bocina, la mano izquierda ha abandonado el sombrero y este ha echado a volar inalcanzable. En un gesto solidario, lanzo el mío a su encuentro.

Por el fondo de la laguna, como una luciérnaga submarina, avanza el transporte modular en dirección al Hotel Attraction. Surcan las aguas las embarcaciones abanderadas con los dignatarios llegados de todos los continentes; embarcaciones que son escoltadas por las motos acuáticas de los submarinistas del ejército; embarcaciones y escoltas que crean decenas de estelas de espuma y haces luminosos; destellos y estelas tangenciales que se multiplican a medida que crece el tránsito rompiendo el movimiento cansino de las aguas, tanto más agitadas cuanto más cerca de la isla y sus embarcaderos.

Las vías de asfalto, de apariencia liviana, planean desde distintas direcciones hasta converger en Atlantis Island: la isla artificial en medio de la laguna artificial que sustenta en su centro la recreación del colosal proyecto de Gaudí con sus torres catenarias apuntando al cielo. Asfalto que se pierde en el subsuelo justo donde se inicia la floresta, entre cuya vegetación pueden verse las luces de los vehículos de seguridad y los reflectores de las fuerzas que patrullan los trayectos zigzagueantes del inmenso laberinto que rodea el edificio. Trayectos que quedan abortados de repente, obligando a retroceder ante cada cul de sac, para reiniciar, desde la convergencia con el inmediato pasado, un nuevo itinerario sin salida.

Las comitivas terrestres, con su potente luminaria y la de los escoltas motorizados que las flanquean haciendo sonar sus sirenas, circulan a gran velocidad por las vías de asfalto hasta ser engullidas por las rampas subterráneas.

Mientras, nuestra cinta de Möbius se convierte en alfombra al alcanzar el paseo central del parque; del hiperbólico jardín frente al impresionante pórtico con su columnata ligeramente vencida, como brazos que alzaran el edificio; brazos con arbóreas manos de trencadís[3]. Y, en sus puertas de forja, ujieres con librea recogen las invitaciones personales que dan paso al catedralicio vestíbulo donde esperan, junto a los arcos detectores y los mostradores del procedimiento de identificación, policías uniformados con micrófono en la solapa, auricular en la oreja y gafas de cristales ahumados.

Y mientras otros son escrutados, escudriñados, registrados, y forman colas a la espera de su turno, nosotros pasamos sin que nadie nos reclame nada, sin que nadie nos llame la atención, ni siquiera nos la preste.

—Una catedral laica —digo, admirando el portentoso y descomunal vestíbulo.

—El poder, adore a un dios o a un becerro, siempre construye sus catedrales —dice Albert.

—Su zigurat —le digo, mientras veo que se aleja en dirección a un panel informativo—. Su torre de Babel —añado, sabiendo que ya no puede oírme.

Porque, en efecto, la multitud que ahora nos rodea se expresa en diferentes lenguas. Y, por un momento, Albert desaparece entre ellos… Y allá en lo alto, rozando los artesonados del techo, nuestros sombreros añaden un nuevo lenguaje revoloteando en torno a sí cual mariposas.

—Mira —me dice, tan pronto consigo alcanzarle—, en el Salón América —señala el panel— se reúne el mundo mundial para debatir la crisis económica. Tenemos cumbre.

Veo a Benedicto XVI cruzar el bosque de columnas a pasos rápidos y menudos, acompañado de su séquito de rojas sotanas cardenalicias con sobrepelliz blanca, mozetta y birretes rojos. Séquito al que sigue un enjambre de voces aflautadas, de querubines alados y desnudos.

—El cónclave por la fe multiconfesional; ayatolás, rabinos, monjes tibetanos, el Dalai Lama, el patriarca de Constantinopla…

Albert acaba su frase cuando, sin solución de continuidad, nos bajamos de un ascensor en el piso treinta y cuatro de una de las torres destinadas a hotel y me pide que le espere un momento, «mientras contemplas el paisaje», me dice, ante la inmensa y combada pared de cristal, que nos entrega ahora una mañana luminosa de un azul radiante.

—¡Mira, allí…! ¡Gavilanes…! ¡Y allí, un halcón! —señala—. Mira, mira… —insiste. Y, alejándose por el pasillo de la derecha en el que las puertas sucesivas se alinean a uno y otro costado, oigo el eco de su voz que asegura que no tardará; y aunque tengo la absoluta convicción de que tanto Albert como yo visitamos el Hotel Attraction por primera vez, con la misma convicción veo normal que Albert se mueva y se comporte como un perfecto conocedor de este gigantesco organismo.

Avanzo hacia el distribuidor y, conforme me acerco a la cristalera, voy sintiéndome suspendido sobre la laguna. A mi derecha, allá en lo alto, veo parte de la cúpula de trencadís que culmina las torres más bajas. Desde esta posición, las carreteras que sobrevuelan sinuosas para converger en la isla semejan las cintas de una cucaña.

Quienes se desplazan por el aire lo hacen en las bandas de Möbius o en vehículos lepidópteros para dos personas; vehículos que llevan sujetas a la cola banderolas de colores que promocionan en diferentes idiomas la exposición del Museo del Homo sapiens: «De la Galaxia Gutenberg a la de Leibniz»; o la conferencia de Edgar Morin en el del Homo demens: «Abismo o Metamorfosis». Tengo que saludar a Morin —me digo— y agradecerle de nuevo sus elogios a mi ensayo sobre su ensayo.

¿Son pelícanos los que se precipitan contra las aguas? ¿Son, aquellas, fragatas o cormoranes en vuelo rasante?

Los movimientos antisistema hacen volar sus eslóganes en pancartas que cuelgan de la panza de pequeños zepelines teledirigidos. En la que pasa ahora frente a la cristalera puede leerse: «El hombre es un lobo para el hombre. Thomas Hobbes». Pero los agentes de seguridad, que se desplazan con sus mochilas propulsoras por el cielo de Atlantis Island, se hacen pronto con ellos por medio de unos garfios electrónicos sustentados en el extremo de pértigas telescópicas.

Por debajo de la banderola «subversiva» veo aparecer a lo lejos un diminuto velero flanqueado por delfines. Retrocedo y corro por el pasillo en busca de una terraza. La encuentro. Sobre el dintel, un cartel advierte: «Precaución al asomarse al exterior. Ráfagas de viento peligrosas». Salgo y recibo una bofetada huracanada que me obliga a aferrarme a la baranda de forja. Y, aferrado, veo frente a mí el velero ciñendo a barlovento, e instintivamente alzo el brazo y saludo a Alexia, por si navegara en él; por si navegara en él y estuviera, justo en este momento, enfocando su catalejo hacia esta terraza.

Y por un extremo de la ondulante terraza, aparece el hombre del rostro cuarteado y bruno avanzando hacia mí contra el viento; viste esmoquin, lleva gafas de pasta negra y cristales ligeramente tintados.

«¡Pasolini!», exclamo para mí; porque ahora me recuerda a Pier Paolo Pasolini.

Pier Paolo —las perneras pegadas a los muslos y los faldones de la chaqueta revoloteando—, me advierte de que hace demasiado viento y que es peligroso asomarse. «¡Ráfagas de viento peligrosas!», grita.

Y veo cómo, desde las terrazas de las Torres Gemelas —incluso desde aquellas que, en buena lógica, no podría ver—, veo, digo, personas que se precipitan al vacío. Pero no arrebatadas por el viento, sino que caen a plomo, obstinadas o vencidas, sin gesticular, con los brazos pegados al cuerpo.

Pier Paolo me trae un recado de Albert:

—Que, si puede, ha dicho, aparecerá por el acuario dentro de una hora, y que… —sonríe— si no puede, estará allí en quince minutos. Que usted ya lo entendería.

—Lleva veinte años explicando el mismo chiste —le digo.

—Biólogo apasionado —puntualiza Pier Paolo—. Sígame, por favor —me indica, dirigiéndose hacia la puerta de la terraza.

Le sigo convencido de que tras aquel hombre hay una revelación.

—¿Adónde me lleva? —le pregunto.

—La peruana Ruth Shady da una conferencia en el Homo economicus sobre Caral; sobre la civilización más antigua de América descubierta allí. Ya sabe.

—Sí —le respondo, sin conocimiento que avale tal afirmación.

—Su hijo… ¿Marc…?

—Sí, mi hijo se llama Marc.

—Su hijo, Marc, ha venido con la expedición.

—¿Marc está aquí?

—Sí. Acompaña una interesante muestra de quipus traídos del Perú y de Alemania.

—¿Marc?

—Sí —responde avanzando por el pasillo.

—¡Qué sorpresa! ¿Dónde?

—Ya le he dicho: en el Homo economicus. Sígame.

Su tono resulta algo autoritario, pero como las noticias e indicaciones parecen de lo más natural, e intuyo que cualquier otro las entendería, oculto mi desconcierto y me dejo conducir. Sin embargo, me pregunto perplejo: «¿Marc aquí con una exposición sobre el quipu?».

A lo lejos veo a Albert persiguiendo por el corredor a su enfermera; ella corretea acompañándose de una risita histérica; la luz que penetra por la cristalera del fondo permite aventurar que está desnuda bajo la bata blanca.

Al pasar frente a la habitación 3489 vemos salir de ella al escritor Enrique Vila-Matas.

—Por lo que me he podido informar, hay un encuentro de arquitectos, literatos y otros artistas, en el Salón Europa —me comenta Pier Paolo—. Un debate sobre la obra de Gaudí. De Barcelona, estarán también: Ruiz Zafón —quien presentará pruebas irrefutables sobre el viaje de Gaudí a Manhattan—; el crítico de arte Giralt-Miracle; el artista plástico Marc Mascort, que es el autor de esta infografía en la que nos hallamos…

—Asombrosa —le digo.

—Sí. Por aquí —responde, señalando hacia el ascensor—. Y también los arquitectos Solà-Morales, Azara, Bassegoda, Montaner, Lahuerta… —recita—. Entre los extranjeros, el mejicano Marcos Mejía y el japonés Torii Tokutoshi.

—Todo un éxito de convocatoria —le digo, agradecido, como si él fuera el artífice de semejante éxito. En realidad, me asombra que maneje con tal soltura tanta información.

La cápsula de cristal se detiene y las láminas solapadas se abren con un sonido neumático; al fondo del cubículo veo a Vila-Matas tomando notas en un bloc. «Este Vila-Matas… —me digo— ¿cómo puede estar ahí si caminaba detrás de nosotros? Qué travieso. La realidad no le distrae cuando está maquinando sus fantasías».

Las láminas de cristal se cierran y la cápsula se precipita hacia las entrañas; Pier Paolo acerca sus labios a mi oreja derecha y, tapándose la boca con la mano, me susurra:

—Le he encontrado un ejemplar de Qué ha dicho realmente Hobbes. Se lo he dejado en el buzón.

—Oh, gracias. Muy amable. No tenía que haberse molestado…

Me veo en el Dry Martini diciéndole a Pier Paolo que tengo el libro en la bolsa de La Central que él ha rescatado amablemente del baño. Yo aún no sabía que en esa bolsa no estaba el ejemplar, pero él, por lo que parece, sí.

El ascensor se desliza a gran velocidad deteniéndose en cada planta. Nadie accede a él ni lo abandona…, y, sin embargo, cuando miro a mi alrededor, descubro que Vila-Matas ha desaparecido. Pier Paolo y yo somos los únicos viajeros.

En la pared de cristal se ilumina en ámbar Homo economicus, pero la cápsula no se detiene en esta ocasión. Pier Paolo mira al frente sin inmutarse. La sensación es que él sabe lo que hacemos, que tengo que dejarme llevar. Quizá le he entendido mal y veremos a mi hijo más tarde… Pero también, por otra parte, el descenso infinito, la soledad en la cabina, su expresión hermética, están contribuyendo a inquietarme. Cuando por fin me decido a preguntarle, la cápsula se introduce en el interior de una gigantesca botella de Klein[4] tumbada que se adentra en el fondo de la laguna: el acuario.

Estamos dentro de la botella de una sola cara, que pierde su virginidad violada por el sistema de cápsulas que nos ha traído hasta aquí y por el andén del tren submarino; el espectacular vestíbulo en el que el cuello y el culo de la botella se funden en una sola superficie. El agua de la laguna nos rodea por todas partes; los visitantes se desplazan por el interior en cintas deslizantes contemplando a través de la pared de cristal —que llega a conformar una gran bóveda a decenas de metros sobre nuestras cabezas—, la diversidad de flora y fauna adaptada al hábitat, que diría Albert. Otros se divierten lanzándose por el tobogán que forman el cuello y la panza inferior de la botella.

Bajo nuestros pies, un lecho de flores, de posidonia, de algas y corales habitados por pececillos; estrellas de mar, pulpos que se camuflan entre las rocas, tortugas, cetáceos…; flora y fauna que cubre el fondo de la laguna hasta donde las aguas se dejan penetrar por la mirada.

De repente surgen de la oscuridad grandes tiburones y mantas que hienden las nubes de peces; y las nubes, como fuegos de artificio, se dispersan en un estallido de escamas de vivos colores y dibujos sorprendentes, para reunirse de inmediato a resguardo del pecio de un galeón. Y, en el espacio que abandonaron los peces, se ve avanzar ahora un banco de medusas de una gran belleza. Las mismas que vislumbramos desde la banda de Möbius: una campana translúcida, de reflejos fluorescentes, que guarda en su interior una especie de flor esponjosa de un rojo intenso y luminoso. Lucen numerosas extremidades, como una falda hecha de jirones, de flecos dispares y transparentes que bailan mecidos por las aguas: la turritopsis nutricula.

Los servicios de infografía captan imágenes acuáticas que son proyectadas a intervalos en la superficie de la botella, allí donde el ejemplar fue capturado por la cámara hace un instante. Junto a las imágenes se despliegan en grandes caracteres todos los datos sobre el individuo y sobre su especie. En unos segundos veo cómo se despliega la ficha de la turritopsis, pero no llego a leerla porque Albert y su enfermera se han lanzado divertidos por el tobogán y descienden hacia nosotros a considerable velocidad.

Llegan contagiados de sus risas nerviosas. Ella con las piernas levantadas, confirmando la desnudez ya intuida, y los brazos alzados, mostrando sus manos abiertas… una de ellas ¡palmípeda!: una membrana transparente entre los dedos separados. Mano palmípeda que de inmediato asocio al personaje de Romy Schneider en la versión de Orson Welles de El proceso de Kafka.

—¿Las ves…? —grita Albert, entre risas, aterrizando a mis pies—. La turritopsis nutricula. No acostumbran a medir más de medio centímetro. ¡Es asombroso! ¿De dónde han salido estos ejemplares? ¿Cómo habrán mutado? Esta hydrozoa caribeña está invadiendo todos los océanos; pero son diminutas, no tengo noticia… ¿De dónde han salido estas gigantes?; ¿veis esa especie de tulipán rojo?; es la cavidad gastrovascular, el estómago. Tenéis que saber que la turritopsis es biológicamente inmortal…; sólo la enfermedad o tortugas como esa —señala— pueden acabar con ellas.

Efectivamente, una tortuga merodea.

—¿Demasiado prolíficas? —le pregunto.

—Inmortales —insisto.

—No me creo que puedan ser eternas —digo, girándome para buscar apoyo a mi incredulidad en Pier Paolo. Pero Pier Paolo ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido?, me pregunto. Entre la gente o en el baño; no hay otro sitio, me respondo.

—El secreto —sigue, Albert, docto— está en un insólito fenómeno llamado transdiferenciación, por el que las células se van modificando de tal manera que una vez la turritopsis llega a la madurez sexual empieza a rejuvenecer hasta alcanzar el estado de pólipo y, a partir de ahí, renace —entrecomilla con los dedos— para iniciar un nuevo ciclo de vida… infinita. No sucumbe a la muerte orgánica.

—¿Inmortales? —insisto.

¿Dónde habrá ido el misterioso caballero intangible?, sigo preguntándome.

—Se ha experimentado en laboratorio, y los científicos han concluido que la turritopsis es potencialmente infinita.

—Potencialmente —remacho recalcitrante.

—Es poco probable que alguien viva para comprobarlo, pero la turritopsis que conocemos lo es. ¡Mira! —señala la ficha—. ¡Ahí se explica la mutación!… Son el resultado de un experimento realizado en este lago: ¡la turritopsis victory!, ejemplares únicos en su especie, dice. Y escuchad esto: «El alimento inagotable del futuro. El alimento eterno. Podremos clonar a esta medusa eterna, eternamente».

—Estamos salvados —digo.

Romy, de rodillas, reclama la atención de Albert. Algo ha visto en el fondo de la laguna y le tira de la mano para que se agache.

Albert besa la mano palmípeda y se arrodilla.

—¡Mira, mira! —dice Romy, entusiasmada.

—Peces pipa —dice Albert.

—¡Qué peces pipa! —refunfuña Romy—. Ahí —señala—: un caballito de mar.

—Un hipocampus —engola Albert—. ¿Sabíais que el hipocampo es la única especie animal en la que el fecundado es el macho?

—¿Sí? —se admira Romy.

Albert me mira.

—No, no lo sabía —le digo.

Ya son varias las tortugas al acecho.

—Se van a dar un banquete —dice Albert.

—¿Se las van a comer? —se angustia Romy.

—Sí —se regocija Albert.

—¿Tan bonitas?

—Sí —responde impertérrito.

Pero, inesperadamente, las tortugas retroceden.

—¿Qué les pasa? —se extraña Albert.

Las tortugas vuelven al ataque; las medusas no se inmutan: siguen absorbiendo agua y expulsándola para propulsarse a un ritmo continuado y sin modificar la trayectoria.

Las tortugas retroceden.

—Pero ¿qué les pasa? —insiste Albert—. Hace cien millones de años que se alimentan de medusas.

—A las tortugas también les parecen demasiado bonitas para comérselas. ¡Vamos! —dice Romy, estirando de él—. ¡Vamos! ¡Tirémonos otra vez! —insiste entre risas.

Albert, que me mira sin verme, cavilando quizá sobre el extraño comportamiento de las tortugas, se deja arrastrar hacia una de las cintas transportadoras.

Por mi parte, busco a Pier Paolo entre la multitud. Pero, de pronto, no sé cómo, me veo apretujado dentro de una cápsula que se eleva. Y desde allí, mientras ascendemos, veo a través de la bóveda de la botella de Klein tumbada, el cuerpo de Pier Paolo sumergido en las aguas, vagando inerte. Pier Paolo, ahogado, a la deriva; Pier Paolo apresado por medusas que le abrazan con sus extremidades y se alejan con él. Hasta que ya soy incapaz de distinguirlas en las aguas turbias, y sólo veo el cuerpo de Pier Paolo penetrando la oscuridad hasta desaparecer, al tiempo que nuestra cápsula penetra el rascacielos.

Y despierto de la conmoción que me ha producido la visión de Pier Paolo sintiéndome aplastado contra el cristal por una algarabía de paparazzi que rodean a la radiante estrella; radiante estrella que resulta ser, sin la menor sorpresa por mi parte, mi propia hija.

—La secuencia que más me gusta —está diciendo— es cuando él, tras hacerme el amor, exclama satisfecho: «¡Ahora ya puedo morirme!», y yo le pego un tiro entre las cejas. «¡Pam!», hace, apuntando con los deditos.

La algarabía ríe empalagosa.

Se ilumina en el cristal, en rojo, Homo ludens & theatre y la cápsula se detiene. Sofía me guiña un ojo, señala la indicación luminosa y me dice:

—Hoy canto. En el teatro.

Y a continuación dibuja con los labios un «luego-te-lla-mo», acercando el meñique a la boca y el pulgar a la oreja. Su anuncio me resulta tan insólito como que Marc acompañe una exposición de quipus. Hasta ayer quería ser arquitecta como su madre, me digo. Sale del ascensor perseguida por la nube de flashes y preguntas y por el beso que yo le lanzo.

Me palpo para comprobar que llevo el móvil, pero no lo encuentro; ¿se me cayó al volar sobre la laguna?, ¿o cuando salí a la terraza? Se ilumina America Saloon en letras azules y rojas. Me apeo. Debería encontrar un teléfono público para hablar con mi hija, o al menos dejarle en el buzón que ya la llamaré yo; que estoy sin móvil. Debo averiguar a qué hora actúa.

Una especie de ujier me saca de mis cavilaciones y me pregunta si me puede ser útil.

—¡Oh, gracias! Muy amable —le digo—. He perdido el móvil y me preguntaba…

—En la tienda junto al Homo economicus pueden facilitarle uno; y si prefiere el correo a la vieja usanza, aquí tengo una carta para usted. —Carta que me entrega con una sonrisa, y que resulta ser de Alexia.

El sobre es liliáceo, como un fondo de acuarela, huele al perfume de Alexia, y está dirigido a mí, al Hotel Attraction, sin más indicación que esa. ¿Cómo es que me escribe una carta? ¿Hay estafeta en mitad del Jónico? ¿O es cierto que está aquí, en mi sueño, surcando la laguna? ¿Puedo preguntarme semejante cosa si estoy soñando? ¿Un sueño dentro de un sueño?

Pero apenas me hago esta serie de preguntas mientras me dispongo a abrir el sobre, cuando este me es arrebatado por una corriente de aire repentina que se produce al abrir un ayudante una de las hojas de la enorme puerta del Salón América. Al parecer, dentro la discusión es acalorada, la refrigeración se ha estropeado y alguien abrió uno de los ventanales del mirador para rebajar la atmósfera, me explica el ujier.

—Es un momento tenso —me susurra—. China no parece dispuesta a apreciar el yuan, al menos a corto plazo.

Apresuro el paso tras la carta, a la vez que él apresura el suyo a mi lado hablándome de productos tóxicos y de las consecuencias de la quiebra de Lehman Brothers.

La carta de Alexia rompe por un momento el discurso de uno de los comensales, que con una copa en la mano está dispuesto a brindar por un acuerdo de mínimos; pero todos levantan su cabeza para verla volar a varios metros de altura, acariciando los artesonados y las organicistas figuras alegóricas del techo abovedado, por donde han decidido revolotear también nuestros sombreros. Y cuando la carta inicia un vuelo rasante sobre sus cabezas, todos la agachan sucesivamente, acompañando la esquiva con un gritito de satisfacción. Y después la siguen con la mirada conteniendo el aliento. Excepto George W. Bush, quien saca un revólver y dispara, consiguiendo agujerear el sombrero de Albert.

Yo sigo tras la carta, jugándome, al parecer, la vida, y especialmente los camareros, que, por auxiliarme, se han encaramado unos a los hombros de los otros en un desesperado intento por atraparla. Al tiempo que, en el escenario, acompañado por la orquesta, Silvio Berlusconi —sonrisa dentífrica y cabello planchado— canta La lontananza.

Un «¡ooooh!» de decepción acompaña la fuga de la carta por el gran ventanal. Corro tras ella, mientras el comensal en pie arranca un hábil brindis para levantar el ánimo, y el presidente del Banco Central Europeo le pide un baile al de la Reserva Federal Americana.

Y la carta revolotea sobre la barandilla ondulante de la terraza alejándose hacia la laguna, en la que aún es un día radiante y colorido; y veo a Albert y Romy yuxtapuestos, fornicando sobre una banda de Möbius; y el velero que se aleja con Alexia en la popa, que sonríe en un primerísimo plano y me lanza un beso como el que yo le lancé a nuestra hija; y el velero que se pierde en una neblina cada vez más densa y me hace pensar con terror en Caronte navegando hacia el Hades, y, finalmente, me devuelve a la noche; y yo, que en mi alocada carrera me precipito al vacío tras la carta y hacia Alexia, caigo y caigo, infinitamente, pegado a la fachada de la catedral laica. «Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaré nunca de caer? Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya —se dijo (Alicia) en voz alta».