Más allá de la familia presidencial - Felipe Zuleta Lleras - E-Book

Más allá de la familia presidencial E-Book

Felipe Zuleta Lleras

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"Con la gracia y, sobre todo, el rigor que han caracterizado sus más de 35 años de oficio periodístico, Felipe Zuleta Lleras reconstruye más de medio siglo de vivencias en el corazón de una de las familias presidenciales más recordadas: los Lleras. Diferentes anécdotas, algunas divertidas y otras no tanto, pero todas escritas con la amigable pluma de este alumno de Juan Gossain, enmarcan la trama de este libro que mediante los sentidos y el corazón de Felipe le muestra al lector las facetas poco conocidas de una descendencia que, por su carácter presidencial, se espera que sea políticamente correcta, pero que trasciende los estereotipos, bajo la mirada sagaz, directa y sincera de Zuleta Lleras. Sobre este libro, su maestro de periodismo y prologuista Juan Gossain escribe: "puede uno, por primera vez, encontrar un retrato humano y familiar de Alberto Lleras Camargo, dos veces presidente de Colombia, uno de los personajes más fascinantes de nuestra historia, al que hasta ahora solo habíamos encontrado en descripciones cargadas de solemnidad y de un aire imperial". Mediante un lenguaje sencillo y testimonial se narran crisis financieras y familiares, años en el exilio y otros tantos en el rigor de los prejuicios locales; por ello, Más allá de la familia presidencial es un relato sociopolítico de los últimos sesenta años de una Colombia en la que, como asegura el autor, "¡ser marica es para hombres!"."

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Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Más allá de la familia presidencial

© 2022, Felipe Zuleta Lleras

© 2022, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, marzo de 2022

Edición

Pilar Bolívar Carreño

Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación

Alexánder Cuéllar Burgos

Equipo editorial Intermedio Editores

Fotografía de portada

EL TIEMPO

Intermedio Editores S.A.S.

Avenida Calle 26 No. 68B-70

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:978-958-504-044-1

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

Prólogo

Capítulo 1. Mis orígenes

Capítulo 2. Niños ricos, niños pobres

Capítulo 3. El nuevo colegio

Capítulo 4. Los primeros años de adolescente

Capítulo 5. Un buen estudiante

Capítulo 6. Mis años de revolucionario

Capítulo 7. Los años de universidad

Capítulo 8. Recuerdos del Externado

Capítulo 9. El gobierno de Barco

Capítulo 10. Madre y esposa

Capítulo 11. Mi paso por Inravisión

Capítulo 12. El suicidio de mi padre

Capítulo 13. Los movidos años noventa

Capítulo 14. Mis años posteriores en los medios

Capítulo 15. Un proyecto quijotesco

Capítulo 16. Destrozando a mi familia

Capítulo 17. María en nuestras vidas

Capítulo 18. Retorno al país

Capítulo 19. Gaviria, el salvador

Capítulo 20. El cáncer de mi hermano

Capítulo 21. Se resquebraja el matrimonio

Capítulo 22. Una gran estupidez

Capítulo 23. Mi regreso al periodismo

Capítulo 24. La nueva alternativa

Epílogo

Dedicatoria

A mi exesposa Juanita y a mi hija María por ser parte de mi vida.

Agradecimientos

A todas las personas que menciono en este libro y que me han ayudado a ser quien soy.

Prólogo

El hombre de la franqueza y el carácter

Han pasado casi cuarenta años desde aquel amanecer en que Felipe Zuleta entró por primera vez a la cabina radial en que transmitíamos diariamente el noticiero de RCN, pero lo recuerdo de una manera tan viva como si hubiera sido esta mañana.

Desde que empezamos a trabajar juntos, y a lo largo de cada día y de cada hora, Zuleta ha sido el mismo que aparece retratado de cuerpo entero desde las primeras páginas de este libro suyo: un ser humano afectuoso y cálido, que, sin embargo, se distingue por su carácter y su franqueza.

Hay veces en que su lenguaje, tanto hablado como escrito, parece crudo y hasta podría tomarse por un extenso lexicón de groserías. En realidad es directo y sincero, como Zuleta mismo. Ustedes podrán comprobarlo, con abundancia de muestras, apenas abran la primera página que tienen por delante.

Esa franqueza adquiere en esta obra el verdadero valor de una primicia. Basta con mirar que desde el principio puede uno, por primera vez, encontrar un retrato humano y familiar de Alberto Lleras Camargo, dos veces presidente de Colombia, uno de los personajes más fascinantes de nuestra historia, al que hasta ahora solo habíamos encontrado en descripciones cargadas de solemnidad y de un aire imperial.

Lleras Camargo, el abuelo materno de Felipe Zuleta, aparece aquí como un ser humano, en las intimidades de su vida familiar, en los paseos de fin de semana a las casas campestres de sus amigos o en las relaciones con sus hijos y sus nietos.

Este libro es un relato auténtico y limpio de la vida entera de su autor, con sus tristezas y alegrías, sus éxitos y sus descalabros, sin aspavientos literarios, pero con una gran calidad periodística. Es el tratado de la precisión y los sustantivos. Toda la vida he dicho que la crónica verdadera no es más que el cuento bien contado. Ahora le agradezco a Felipe que, leyéndolo, me haya dado la oportunidad de comprobarlo una vez más.

Hay otro ángulo de la vida de Zuleta, además de los que caracterizan su temperamento, que aparece descrito con pluma de oro en las líneas que vienen a continuación. Me refiero a su trabajo como periodista.

Mi corazón se ha llenado de emociones al leer en sus propias palabras los recuerdos de aquellos tiempos en que trabajamos juntos en el periodismo. Doy fe de su honradez profesional, de su compromiso con la verdad y con la justicia.

El carácter, la franqueza, el lenguaje rotundo, la verdad, la justicia. A lo mejor eso es lo que Colombia está pidiendo a gritos en estos tiempos de confusión y de crisis. Lo que el país necesita de sus historiadores y de sus periodistas, de los biógrafos de personajes, incluso de quienes escriben sus memorias, es que no le pinten tantas flores de adorno a la realidad y que, más bien, se decidan a encararla.

Este libro de Zuleta es un buen ejemplo de eso. Aquí está el país de cuerpo entero, sin artilugios ni acrobacias literarias. En cada una de estas líneas está Felipe Zuleta de cuerpo entero, no solo por los hechos que narra sino, especialmente, por su lenguaje rotundo y sus opiniones sin adjetivos.

Ustedes van a comprobarlo con solo empezar a leer las primeras líneas.

JUAN GOSSAIN

Capítulo 1.

Mis orígenes

Nací sietemesino el 11 de febrero de 1960 en la Clínica Palermo de Bogotá. Soy hijo de Guillermo Zuleta Torres y Consuelo Lleras Puga, pero para entender mi historia, es necesario remontarse unos años atrás y explicar de dónde vienen dichos personajes, cuya mayor equivocación fue casarse.

Mi padre era hijo del conservador abogado, político y diplomático Eduardo Zuleta y de mi abuela rezandera Lucía Torres Herrera. Cuando yo nací, por el lado de mi madre, el abuelo Alberto Lleras y la abuela Berta Puga vivían en el Palacio de San Carlos, pues Lleras era el primer presidente de la república del Frente Nacional por el Partido Liberal. (1958-1962).

El abuelo Zuleta fue magistrado de la Corte Suprema de Justicia en la época en la que le decían la Corte de Oro, entre 1935 y 1940. Relatan los historiadores que esa corte revolucionó la jurisprudencia. Estaba integrada por Antonio Rocha, Miguel Moreno Jaramillo, Eduardo Zuleta y Liborio Escallón.

También lideró, en 1946, la Comisión Preparatoria que sentó las bases de la primera sesión de la Asamblea de las Naciones Unidas y le dio inicio a su primera sesión el 10 de enero de 1946, por lo que le decían ‘el presidente del mundo’. Fue también embajador del gobierno de los presidentes Laureano Gómez y del dictador Gustavo Rojas Pinilla en Washington D.C. (1953-1957).

Zuleta era egocéntrico y vanidoso. No hablaba sino de él como si de verdad hubiera sido el presidente del mundo: “hay que hablar bien de uno mismo ya que los demás hablan mal de usted”, sostenía sin ruborizarse. Todos los días almorzaba en el Jockey Club de Bogotá y, recuerdo con horror, que masticaba mejoral, un medicamento amargo que servía para los dolores. Para sus bodas de oro hizo una enorme fiesta en su casa de la calle 22 de Bogotá.

Llegó el presidente Misael Pastrana, el Cardenal, los políticos y lo que se consideraba la clase alta e influyente de Colombia. A los nietos, que éramos 22, nos vistieron como pajecitos y nos dieron de comer lo mismo que a los adultos. Eso era inusual para la época, pues siempre tenían un menú diferente para los niños.

En no pocas oportunidades pensé que era alcohólico, porque no recuerdo haberlo visto sin un vaso de whisky en la mano y era, además, un fumador empedernido de unos cigarrillos mentolados que se llamaban Nevado. Murió de cáncer en el año 1973, en Miami, prófugo de la justicia pues lo estaban investigando penalmente por un presunto caso de colusión en un tribunal de arbitramento. Triste final para ‘el presidente del mundo”. La abuela murió muchos años después rodeada del afecto de sus hijos y nietos.

Los abuelos Zuleta tuvieron ocho hijos, tres hombres y cinco mujeres muy católicas y, a veces, mandonas. Tuve la mejor relación con la menor de ellas, la tía Cristina, quien fue embajadora en Perú, en donde yo viví muchos años, contando siempre con sus consejos y cariño. Sin su apoyo, seguramente, no habría podido hacerle una consultoría a la familia Santo Domingo en Lima. Era inteligente, elegante y gran trabajadora desde que, a su esposo, el magistrado Alfonso Patiño Roselli, lo mataron en el Palacio de Justicia en 1985, como contaré más adelante. Especialmente afectuosa es la tía Teresa Zuleta.

No quise a todas las tías. Una de ellas se portó muy mal conmigo cuando me separé de Juanita. Por fortuna nunca más tuve que verlas. Ella me criticó porque era maricón y, años después, su hijo consentido, también casado, salió del clóset más viejo de lo que yo lo hice a mis 36 años. ‘¡La lengua es el azote del culo!’, se dice popularmente.

Eduardo Zuleta Ángel, mi abuelo, era hijo del médico antioqueño Eduardo Zuleta Gaviria y doña Josefa Ángel (‘Pepa’). El doctor Zuleta era mestizo y le decían ‘el negro’, en Remedios (Antioquía), en donde nació. Doña Pepa era blanca, elegante y sofisticada.

Cuando se casaron la sociedad decía: “pobre ‘Pepa’; pasó de la A, de Ángel, a la Z, de Zuleta.”

El bisabuelo, sin embargo, se hizo también célebre porque escribió una magnífica novela llamada Tierra virgen, que relata, a través de sus personajes, las tensiones raciales del país. La bisabuela ‘Pepa’ murió en Bogotá, en el Hotel Continental, de la avenida Jiménez. Se había mandado a hacer un elegante apartamento, pero mantenía los servicios del hotel aun cuando solo comía en su vajilla francesa, con sus cubiertos de plata y copas de Baccarat. Se sabe que, por ejemplo, se levantaba por las noches a hacerle inventario a toda la platería que poseía.

Cuando murió, la encontraron en una tina azul con una copa de champaña cerca. Eso explica el egocentrismo de mi abuelo y las enfermedades mentales de mi padre a quien, de niño, ‘Pepa’ le ponía la banda presidencial y le decía: “vas a ser presidente”.

Mi padre no solo no fue presidente; sino que tuvo una vida de mierda entre el alcohol, su familia, sus esposas y sus trabajos de los últimos años. Después de haber sido tan exitoso con su profesión en Colombia, acabó su vida haciéndole mantenimiento a unos edificios de Washington.

Los abuelos Zuleta, por su actividad diplomática, viajaban mucho, por lo que mi padre fue criado por su egocéntrica abuela ‘Pepa’ y las empleadas del servicio (‘sirvientas’, las llamaban despectivamente). Y si estaban presentes, les decían ‘las maids’.

Los Zuleta Torres vivían en una enorme casa en la calle 22 entre las carreras 13 y 10. Era en el barrio Santa Fe, aquel en donde en algún momento, a mediados del siglo pasado, vivían las familias de la alta sociedad. Hoy es un barrio de putas.

La casa era de estilo inglés, con muchos cuartos, dos comedores y varias salas, pero sobre todo, una familia disfuncional. Mi papá nos obligaba a ir todos los 13 de mayo, pues se le hacía un homenaje a la Virgen mientras cantábamos. Los primos grandes la cargaban por una pérgola que conducía desde el garaje hasta la casa. Fácilmente podría ser una cuadra. Los chiquitos cogíamos unas cintas de colores que colgaban de un palo y que se llevaban detrás de la Virgen. Nos obligaban a cantar: “el 13 de mayo, la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría”. Yo siempre dije “alcoba de día”. Solo, de adulto, entendí la letra. También nos obligaba, mi padre, a ir a misa los domingos. Mi mamá no, pero mandaba papá, mientras vivimos con él.

La familia del lado de mi madre era diferente. El abuelo Lleras era afectuoso con sus nietos, pero por fuera de su familia era “tan frío que quemaba”, como decían algunas personas que trabajaron con él. Ese cuento se lo escuché al expresidente Virgilio Barco, que había sido ministro de Transporte y con quién trabajé durante todo su cuatrienio.

El abuelo durante su presidencia recibió al presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy, en 1961, e inauguraron el barrio Kennedy. Jacqueline, la esposa del presidente gringo, hizo un clic con mi abuelo Alberto. A mi abuela, como era obvio, le pareció una vieja ordinaria. Contaba la abuela que la primera dama de los Estados Unidos siempre usaba guantes porque se comía las uñas.

Contaba además que Jackie salía a fumar con los guarda espaldas. Nunca la quiso. Jackie, en cambio, en sus memorias dijo que Lleras era uno de los estadistas que más admiraba. Lo hizo, nuevamente, después en una entrevista. Eso confirmó las sospechas de la abuela sobre la amistosa relación entre Lleras y Jackie.

Si bien él no tenía muchos amigos, el abuelo frecuentaba la finca de los que, para él, eran los más íntimos, como Eduardo Jaramillo y su señora Amparo Vallejo. Eduardito era para ese entonces el importador de los cigarrillos Lucky para Colombia. Un paisa desabrochado e inteligente. Su finca se llamaba La comuna. Otro de sus amigos fue René van Meerbeke y su esposa Adela.

Frecuentaba también la finca de su amigo y abogado José Lloreda Camacho y su señora Isabel (Ogamora) y, en los últimos años de su vida, sólo veía a Carlos Pérez Norzagaray y a su esposa Josefina Dávila y al director del diario El Tiempo, Hernando Santos. Quería mucho a Hernando, pero le compartimentaba información porque siempre pensó que los periodistas, sin excepción, eran y somos unos chismosos. Y no se equivoca. Con Pérez vivía muerto de la risa, no solo por su inteligencia sino por sus dichos, que yo heredé. El que más recuerdo es el de “lo único que en la vida no se puede ocultar son la tos y la plata mal hecha”.

Obviamente, el abuelo veía a sus hijos Consuelo, casada con mi Padre; Alberto, casado con la cantante Matilde Díaz; Ximena, casada con el médico pediatra Otto Gutiérrez, y su menor hija, Marcela Lleras Puga. Los abuelos no quisieron ni a mi papá ni a Matilde Díaz, pues venía de estar con el maestro Lucho Bermúdez y cantaba en cabarés. Cuando Alberto se casó con la cantante de Carmen de Bolívar y San Fernando, se armó un escándalo en la pacata sociedad colombiana.

El tío, literalmente, se cagó en la noticia, como debe ser. Estuvo casado por más de 35 años con Matilde. La abuela fue mucho más allá. Por años dejó de hablarles. Al esposo de Ximena tampoco lo quisieron porque, decía mi abuelo, se la pasaba diciendo y haciendo “chistecitos pendejos”. Pero lo grave es que Otto la llevaba a una finca en Melgar que le pertenecía a su padre Cecilio Gutiérrez, que colindaba con la del dictador Rojas, de quien era íntimo, exponiendo de esa manera a Ximena.

En cuanto a los nietos, siempre tuvimos un lugar en su corazón a pesar de lo frío que dicen que era. Jamás le vimos en familia esa faceta. Pasamos todas las navidades de mi infancia en casa de los abuelos Lleras. El árbol de navidad, espléndido, siempre estaba lleno de juguetes y regalos que compraba la abuela desde septiembre. Éramos tan pequeños que nos poníamos insoportables. La perrita de los abuelos, Swettie, ladraba como desquiciada por el tronar de los voladores. Nosotros nos excitábamos mucho. La abuela, entonces, nos daba (a sus nietos y a la perra) Pasiflorina, un medicamento que nos tranquilizaba de inmediato.

Al abuelo le encantaba el campo, pues su padre había sido un hacendado sin tierra que trabajaba en las fincas de los hacendados. Felipe Lleras era un campesino que labraba la tierra, entre otras, en la Hacienda Hato Grande que fue donada por sus propietarios al municipio de Sopó y este, a su vez, se lo cedió al Gobierno en 1959. En efecto, su ministro de obras, Virgilio Barco, convenció al presidente Lleras de recibirla, pues él se oponía porque su padre había trabajado allí. Desde ese entonces, es la hacienda presidencial.

En 1972, se fue a vivir a Chía en donde montaba en bicicleta y a caballo. Se hizo construir una casa muy sencilla en la vereda de Fagua, a la que le puso Siatá. Explicaba que el nombre Siatá quería decir, entre los muiscas, el dios del agua. Sembraba árboles y tenía unos rosedales que él mismo había plantado. La abuela lo acompañaba en sus caminatas y, por supuesto, se dedicaba con rigor y cariño a sus labores como ama de casa. Ella no sabía ni hacer un huevo, pero disponía las comidas muy bien.

Recibía muy poca gente. Los fines de semana, sagradamente, lo visitábamos. En algún momento, alguien (que no recuerdo bien quién fue) propuso que mi hermano Diego y yo viviéramos con ellos.

El abuelo vio eso con buenos ojos. Además, decía que el colegio de Chía era muy bueno. Mamá no quiso hacerlo porque le parecía que no podíamos seguir de colegio en colegio –algo que ya entenderán más adelante. Acabó su vida pública siendo concejal de ese municipio. Durante sus últimos años de vida tuvo taedium vitae (cansancio de vivir), por lo que no veía casi a nadie. Murió a los 84 años en enero de 1990. La abuela Berta murió de anciana a los 98 años en agosto de 2007.

Ese día, llegó a la iglesia una avanzada de la Presidencia porque el presidente Uribe asistiría a la misma. Mi hermana Juanita, que tiene un temperamento duro y, siempre ha hablado con claridad, les informó que Uribe no tendría asiento en la primera fila, pues, ciertamente, a la familia nunca le gustó Uribe. Se sentaron en primera fila los familiares y dos expresidentes (César Gaviria y Belisario Betancur).

Uribe tuvo que sentarse en las sillas traseras. Eso, por supuesto, fue la comidilla en Bogotá, pues nadie –hasta entonces– se había atrevido a hacerle un desplante así al presidente. En mi familia nunca quisimos a Uribe y eso quedó claro en el sepelio de la abuela. Yo, por encontrarme en Canadá, no pude venir a despedir a la abuela que tanto quise (y aún quiero). A pesar de haber sido dos veces primera dama, su ataúd estaba cubierto con la bandera de Chile que llevó el embajador de ese país. Siempre tuvo a su país de origen en el corazón.

Con los nietos Zuleta Lleras eran muy especiales. Tanto así que mis hermanos y yo, en épocas distintas, vivimos en la casa de los abuelos. Los abuelos Lleras fueron sin lugar a dudas el único polo a tierra que mis hermanos y yo tuvimos y tenemos. Y lo digo claramente, porque mis padres, por su personalidad y problemas, no eran siquiera, remotamente, sensatos. La prueba reina de su insensatez fue que se casaron. Años después de separarse, ese matrimonio fue anulado por un tribunal eclesiástico por –decía la sentencia– haber existido vicios del consentimiento por parte de mi padre.

Lo curioso es que, en este proceso, los testigos principales fueron las hermanas de mi papá, mis tías. Los efectos de esa nulidad (y de todas las nulidades de los matrimonios católicos) es que declara que el matrimonio no se consumó. Aun hoy no entiendo esa figura, porque si el matrimonio no se consumó ¿entonces mis hermanos y yo somos hijos del Espíritu Santo? Esas son las “maravillas” de la iglesia católica que dejé hace años, como lo contaré más adelante.

Este es un breve abrebocas de lo que es y fue mi familia. A lo largo de este libro ustedes verán un poco más, o un poco menos, a cerca de cada uno de estos personajes.