Más que un matrimonio de conveniencia - Dani Collins - E-Book
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Más que un matrimonio de conveniencia E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

Todo empezó con una firma… Rico, poderoso y con una hermosa mujer, parecía que el magnate griego Gideon Vozaras lo tenía todo. Lo que el mundo no sabía era que su vida perfecta era pura fachada… Después de años ocultando su dolor tras una sonrisa impecable, la heredera Adara Vozaras había llegado al límite de su paciencia. Su matrimonio, que en otra época se había sustentado gracias a la pasión, se había convertido en un simple compromiso. Pero Gideon no podía permitirse el escrutinio público que supondría un divorcio. Y, si algo le había enseñado su duro pasado, era a luchar por mantener lo que era suyo…

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Dani Collins

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Más que un matrimonio de conveniencia, n.º 2307 - mayo 2014

Título original: More Than a Convenient Marriage?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4312-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Gideon Vozaras utilizó todo su autocontrol para no pisar con fuerza el acelerador mientras seguía al coche alquilado, y se obligó a sí mismo a mantener una velocidad relajada por la estrecha carretera de la isla. Cuando el otro vehículo aparcó frente a la entrada palaciega de una finca, él detuvo el suyo a un lado de la carretera y se quedó sentado tras el volante para ver si la otra conductora se daba cuenta. Al apagar el motor, el aire acondicionado se detuvo y le envolvió el calor.

«Bienvenido al infierno».

Odiaba Grecia en cualquier época, pero habían dicho que aquel iba a ser uno de los días más calurosos del año. El aire brillaba bajo el sol implacable y ni siquiera eran las diez de la mañana. Pero el clima era lo menos importante allí.

Las puertas de la finca estaban abiertas. El otro coche podría haber entrado para subir hasta la casa, pero se quedó aparcado fuera. Vio que la conductora salía y se tomaba unos segundos para observar la entrada no vigilada. Levantó y bajó los hombros, como si estuviera reuniendo valor antes de decidirse a entrar.

Cuando desapareció entre las imponentes columnas de ladrillo, Gideon salió de su coche y la siguió a una velocidad moderada. Con cada paso el nudo en su estómago iba creciendo y la furia recorría sus venas.

Deseaba creer que aquella no era su esposa, pero era imposible confundir a Adara Vozaras. Tal vez las chanclas, los vaqueros cortos, la camiseta de tirantes y las coletas que llevaba distaran mucho de su habitual aspecto profesional, pero él conocía aquel trasero. El calor que invadió su cuerpo fue instantáneo. Ninguna otra mujer le excitaba con la misma rapidez. Su deseo hacia Adara siempre había sido su cruz, y aquel día resultaba especialmente molesto.

«Pasando la semana con su madre. Esto no es Chatham, cariño».

Se detuvo al pasar junto a su coche, miró en su interior y vio un mapa de la isla en el asiento del copiloto. El logo que aparecía en una esquina coincidía con el hotel en el que le habían dicho que se alojaba. ¿Y ahora iría a aconsejarle a su amante dónde reunirse con ella? Los escudos soldados a las puertas, que eran lo único que indicaba a quién pertenecía la finca, estaban de cara a la pared de ladrillo que separaba la finca de la carretera.

Gideon sintió la necesidad de perder el control. Él no era un hombre pobre. Había dejado de envidiar la riqueza de otros hombres cuando había conseguido la suya propia. Aun así, parte de su complejo de inferioridad cobró vida al contemplar aquella propiedad costera. La casa de piedra, de tres plantas y con torrecillas en las esquinas, era más propia de una finca inglesa que de una isla griega. Tendría veinte dormitorios como mínimo. Si aquel era el refugio de fin de semana del dueño, debía de ser un hombre obscenamente rico.

Aunque Adara no necesitaba un hombre rico. Había crecido rodeada de lujos. Tenía su propia fortuna y la mitad de la de él, así que ¿qué era lo que le atraía?

«El sexo».

¿Sería esa la razón por la que llevaba semanas sin compartir su cuerpo con él? Apretó los puños e intentó controlar su enfado.

Se dio la vuelta para mirar hacia la puerta principal y vio que Adara se había detenido a medio camino para hablar con un jardinero. Había una furgoneta con herramientas de jardinería detenida en mitad del camino, y los trabajadores se arrastraban por los jardines como si fueran abejas.

Adara y él habían llegado a primera hora de esa mañana. Ella en el ferry y él siguiéndola en una lancha motora que estaba probando. Su mujer conducía un coche que había alquilado en Atenas. Gideon había alquilado el suyo en el puerto deportivo, pero la isla era pequeña. No le había sorprendido ver el coche de Adara pasar frente a él al incorporarse a la carretera principal.

La sorpresa había sido la llamada que había recibido treinta y seis horas antes, cuando el agente de viajes de ambos había marcado su número por error. Gideon había pensado con rapidez. Había mencionado que quería sorprender a su esposa presentándose allí, y en cuestión de segundos había conseguido todos los detalles del viaje clandestino de Adara.

Bueno, no todos. No sabía a quién iba a ver ni cómo había conocido a su hombre misterioso. ¿Por qué estaría haciendo aquello cuando él le daba todo lo que le pedía?

Vio que Adara agachaba la cabeza con cara de decepción. Ja. El muy bastardo no estaba en casa. Satisfecho, Gideon se cruzó de brazos y esperó a su esposa.

Adara apartó la mirada del final del camino, donde el sol rebotaba sobre su coche alquilado y le daba directamente en los ojos.

En cualquier caso, los jardines de aquella finca eran una vista mucho más bonita. El césped daba paso a unos viñedos, y más abajo brillaba una hermosa playa de arena blanca. El aire ascendía desde el agua con un ligero aroma a sal. Todo era brillante y maravilloso.

Tal vez fuera solo su estado de ánimo, pero era agradable alejarse por una vez de la depresión, de la ansiedad y del rechazo. Se detuvo para saborear el primer momento optimista que había tenido en semanas. Miró hacia el horizonte, donde el azul del Mediterráneo se juntaba con el azul del cielo, y suspiró tranquila. No se había sentido tan relajada desde... Desde nunca. Tal vez desde su infancia. Su tierna infancia.

Y no duraría. Sintió un dolor desgarrador en la tripa al recordar a Gideon. Y a su ayudante.

«Todavía no», se recordó a sí misma. Aquella semana era para ella. Para ella y para su hermano, si acaso regresaba. El jardinero le había dicho que tardaría unos días, pero mediante sus investigaciones había descubierto que Nico pasaría allí toda la semana, así que obviamente cambiaba sus planes con rapidez. Con un poco de suerte regresaría repentinamente, como se había marchado.

«Pues llámale», se dijo a sí misma. Pero, después de tantos años, no estaba segura de si sabría quién era o si querría saber algo de ella. Nico nunca había descolgado el teléfono. Sintió un nudo de dolor en la garganta al pensar en la posibilidad de que su hermano no quisiera hablar con ella. Solo deseaba verlo, mirarle a los ojos y saber por qué no había vuelto a casa ni había vuelto a hablar con ella o con el resto de sus hermanos.

Tomó aliento de nuevo, pero aquel le costó más trabajo. Se sentía decaída porque Nico no estuviera allí. Tampoco era que hubiera planeado presentarse así en su casa, nada más llegar a la isla, pero en el hotel le habían dicho que su habitación no estaba lista. En un impulso había decidido al menos ir a buscar la finca, se había encontrado las puertas abiertas y no había podido contenerse. Ahora tendría que esperar...

–¿Tu amante no está en casa?

Aquella voz de hombre tan familiar le produjo un vuelco en el estómago. Apartó la mirada del dibujo de los adoquines del suelo y se fijó en su marido. Sintió la atracción instantánea, afilada y cautivadora como siempre.

No pasaba un día sin que se preguntara cómo había conseguido un hombre tan atractivo. Era increíblemente guapo, de rasgos proporcionados y lo suficientemente duro para resultar muy masculino. Apenas sonreía, pero no le hacía falta encandilar cuando su sofisticación y su inteligencia despertaban semejante respeto. Solo con su presencia, una habitación quedaba en silencio. Ella siempre lo consideraba un semental purasangre, firme y disciplinado, pero con una energía y un poder invisibles que advertían de que podía explotar en cualquier momento.

«Y además es un hombre de recursos», pensó para sus adentros. ¿Cómo si no habría recorrido medio mundo desde donde ella creía que se encontraba para presentarse allí cuando ella se había tomado muchas molestias para mantener su paradero en secreto?

Por suerte, Adara tenía mucha experiencia a la hora de ocultar reacciones viscerales como la atracción animal y la alarma culpable. Se dejó puestas las gafas de sol, mantuvo las extremidades relajadas y un lenguaje corporal neutral.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó con la barbilla levantada–. Lexi me dijo que estarías en Chile. Aún recordaba el tono de Lexi, compadeciéndose de ella por ser la esposa ignorante que no solo era imperfecta biológicamente como mujer, sino que además ya no interesaba sexualmente a su marido. Le habían entrado ganas de borrarle aquella sonrisa de superioridad con un buen arañazo.

–Vamos a darle la vuelta a la pregunta, ¿de acuerdo? –dijo Gideon mientras bordeaba su coche.

Adara nunca le había tenido miedo, no físicamente, como a su padre, pero en algún momento Gideon había desarrollado la habilidad de hacerle daño con una mirada o una sola palabra sin ni siquiera intentarlo, y eso sí le daba miedo.

Sus razones para ir a Grecia eran demasiado privadas para compartirlas, pues llevaban consigo el riesgo de rechazo. Por eso no le había contado a nadie dónde iba.

–Estoy aquí por un asunto personal –respondió.

–Ya veo lo personal que es. ¿Quién es él?

El corazón le dio un vuelco. Gideon no solía enfadarse, y mucho menos demostrarlo. Nunca le dirigía energías negaditas, pero su acusación hizo que se pusiera a la defensiva.

Se ordenó a sí misma que no permitiera que aquel comentario perforase su armadura, pero el ataque resultó sorprendente y no podía creer que tuviera tanta cara dura. Estaba acostándose con su secretaria, ¿y aun así tenía la desfachatez de seguirla hasta Grecia para acusarla de engañarle?

Por suerte, sabía por experiencia que no había que provocar a un hombre enfadado. De modo que ocultó su indignación bajo una fachada de desdén y corrigió su conjetura.

–Él tiene una esposa y un bebé...

Gideon la interrumpió con su sarcasmo.

–Engañar a un esposo no era suficiente, tenías que engañar a dos y arruinarle la vida a un niño.

«¿Desde cuándo te importan a ti los niños?», pensó ella.

Se abstuvo de hacer la pregunta, pero sintió el picor de las lágrimas en los ojos y el nudo en la garganta, que hizo que le temblara la voz.

–Como ya te he dicho, Lexi me aseguró que tenías asuntos en Chile. «Viajaremos a Valparaíso», me dijo. «Nos alojaremos en la suite familiar en el gran hotel Makricosta» –Adara pronunció entonces las palabras que Lexi no había dicho, pero que habían estado presentes en sus ojos y en su sonrisa maliciosa–. «Destrozaremos tu cama y llamaremos a tus empleados para que nos lleven el desayuno por la mañana». ¿Quién está engañando a quién?

Estaba orgullosa de su frialdad, pero el resentimiento de sus palabras demostraba más emoción de la que jamás se había atrevido a revelar estando con él. No podía evitarlo. Su adulterio era un golpe que no había visto venir, y ella siempre estaba en guardia ante posibles golpes. Siempre. De alguna manera se había convencido a sí misma de que podía confiar en él y, si estaba furiosa con alguien, era consigo misma por estar tan ciega. Estaba tan enfadada que le costaba trabajo ocultar sus temblores, pero apretó los dientes y obligó a sus músculos a relajarse.

–Lexi no te dijo eso porque no es cierto –respondió él con voz fría–. ¿Y por qué iba a importarte si fuera así? Nosotros no estamos destrozando ninguna cama, ¿verdad?

«Pregúntame por qué», quiso decirle ella, pero las palabras y el motivo yacían tan ocultos en su interior que no podía hablar.

Sintió que la pena amenazaba con abrumarla. Le invadió la desesperanza y la derrota. Un escalofrío recorrió su cuerpo y le ayudó a congelar el dolor y a ignorar la humillación.

–Quiero el divorcio –afirmó con el corazón en la garganta.

Por un segundo el mundo se quedó quieto. No sabía si lo había dicho en voz alta y él no se movió, como si no la hubiese oído o no la entendiese.

Después Gideon tomó aire y estiró los hombros.

Ella agachó la cabeza y pasó a su lado con la intención de dirigirse hacia la puerta del coche.

Gideon estiró una mano y su corazón traicionero dio un vuelco.

–Ni se te ocurra tocarme –le advirtió.

–Claro. Tocarte está prohibido. Siempre se me olvida.

Adara experimentó entonces una puñalada de remordimientos, de tristeza y de anhelo por que pudiera entenderla. Gideon era un experto en apretarle las heridas más cercanas a su alma, y lo único que tenía que hacer para lograrlo era decir la verdad.

–Adiós, Gideon –sin volver a mirarlo, se metió en el coche y se alejó.

Capítulo 2

El ferry se había ido, así que Adara no podía abandonar la isla. Condujo por colinas y por bulevares rodeados de árboles. Las ramas de los olivos proyectaban sombras sobre las flores amarillas y moradas de las fincas con mansiones blancas. Cuando se encontró con un mirador, aparcó e intentó caminar para calmar los temblores.

Lo había hecho. Le había pedido el divorcio.

La palabra le partía por la mitad. No quería que su matrimonio se acabase. No era solo el fracaso que representaba. Gideon era su marido. Ella no era una persona posesiva. Intentaba no aferrarse demasiado a nada ni a nadie, pero, hasta que la aventura de Gideon había salido a la luz, había estado convencida de que le era fiel. Eso significaba algo para ella. Nunca le habían permitido tener nada. Ni el trabajo que deseaba, ni el dinero de su fondo fiduciario, ni la familia que había tenido brevemente siendo una niña, o la familia que deseaba tener siendo adulta.

Gideon era un premio que deseaban todas las mujeres a su alrededor. Ser su esposa le había otorgado un profundo sentimiento de orgullo, pero él había actuado a sus espaldas y había logrado convencerla de que la culpa era suya.

No había hecho el amor con él en semanas. Era cierto. Sin embargo se había hecho cargo de sus necesidades. Cuando él estaba en casa, claro. ¿Se daría cuenta de que no había pasado en casa más de una noche seguida en meses?

Oscilando entre la culpa y la virtud, Adara no podía escapar de la situación en la que ella misma se había metido. Su matrimonio se había acabado. El matrimonio que ella había organizado para que su padre dejase de intentar casarla con abusones como él.

Sintió un vuelco en el corazón al recordar que le había pedido a Gideon solo aquello que le parecía razonable esperar de un matrimonio: respeto y fidelidad. Nada más. No le había pedido amor. Apenas creía en eso, no cuando su madre aún quería al hombre que había abusado de ella y de sus hijos, levantándoles la mano con tanta frecuencia que Adara se estremecía solo de pensarlo.

No. Ella había sido tan práctica y realista como le era posible. Había encontrado a un hombre cuya riqueza estuviese a la altura de la fortuna de su padre. Había elegido a uno que tenía un gran control sobre sus emociones, pues intentaba evitar pasarse la vida esquivando ataques y minas sentimentales. Se había adaptado a Gideon en todos los aspectos, desde firmar el acuerdo prenupcial hasta aprender cómo complacerle en la cama. Nunca le había pedido romance ni muestras de afecto, ni siquiera flores cuando estaba en el hospital recuperándose de un aborto.

Se llevó la mano instintivamente al vientre. Tras el primero, había intentado no molestarle mucho, informándole, pero sin involucrarle, y ni siquiera le había contado lo del último. Todo su ser vibraba como una herida abierta al recordar las semanas de espera, después de la primera mancha de sangre y de las dolorosas horas posteriores.

Mientras Gideon estaba en Barcelona con la sinvergüenza de Lexi a su lado.

Adara se dio cuenta de que no había aprendido nada de su madre. Siendo complaciente no se conseguía nada salvo un marido mentiroso. Su matrimonio se había acabado y eso le producía una intensa quemazón, como si tuviese dentro un rayo que intentara escapar.

Sin embargo le esperaba una nueva vida. Se obligó a plantarle cara y a aceptar el desafío con la cabeza bien alta.

Buscaría una nueva casa mientras estuviera allí. En Grecia siempre había sido feliz y había tenido esperanza. Su nueva vida empezaba aquel mismo día.

Tras descubrir que su habitación aún no estaba preparada, Gideon se fue al restaurante ubicado en el jardín del hotel y pidió una cerveza. Atendió una breve llamada de negocios antes de sentarse y pensar en lo ocurrido con Adara.

Él nunca le había engañado.

Pero a lo largo del último año había pasado más tiempo con su secretaria que con su esposa.

Sin embargo Adara sabía que aquel sería un año duro. Ambos lo sabían. Le habían llegado varios proyectos al mismo tiempo. En aquel momento debería estar en Valparaíso inaugurando su nueva terminal. Era otro de los pasos de su plan de cinco años, algo que habían elaborado juntos en los primeros meses de su matrimonio. Ese plan estaba alejándolos, y la muerte del padre de Adara el año anterior así como la salud deteriorada de su madre no ayudaban. Casi nunca estaban en la misma habitación, mucho menos en la misma cama, así que, siendo sincero, no era solo culpa de ella que no estuvieran destrozando las sábanas.

Y además estaba Lexi, que le acompañaba a todas partes y le ayudaba a cumplir con su agenda. Lexi, que había mencionado que su última relación había salido mal porque viajaba demasiado, y después se había ofrecido inocentemente a alojarse en su suite con él para poder estar disponible a cualquier hora.

Había estado ofreciéndoselo toda la noche, y tal vez él no la hubiese alentado directamente, pero tampoco se había negado. La abstinencia, o más bien la negativa de Adara a hacer el amor, había hecho que se sintiera insatisfecho e inquieto. Había empezado a pensar que a su esposa no le importaría que tuviese una aventura. Con aquel matrimonio ella tenía todo lo que deseaba; el puesto de presidenta ejecutiva de la cadena hotelera de su padre, un marido que cumplía con todas las fechas que le ponía en el calendario. El ático en Manhattan y, a finales de año, una nueva mansión en Los Hamptons.

Mientras que él había dejado de tener lo único que deseaba en aquel matrimonio: a ella.

De modo que había contemplado sus alternativas. Sin embargo, por muy atractiva que fuese Lexi, no estaba interesado en ella. Su secretaria era demasiado oportunista. Y obviamente su respuesta de «lo pensaré» le había hecho imaginar que tenía posibilidades con él.

Aun así, no podía ser aquello lo que había hecho que Adara se fuera a Grecia en busca de otro hombre. El asunto de Valparaíso había concluido recientemente. Adara no era tan impulsiva. Habría tenido que pensar en aquello detenidamente antes de pasar a la acción.

Sintió un vuelco en el estómago. De joven había sido un matón y, con el tiempo, había encontrado otras maneras de canalizar esa agresividad al reinventarse como ejecutivo frío y racional, pero nunca había perdido el instinto callejero de luchar para mantener lo que era suyo. Ese instinto territorial había resurgido con la mentira de su esposa y con la amenaza que representaba para todo lo que había conseguido en la vida.

El sonido de las pisadas y el grito ahogado le hicieron levantar la mirada. Sintió un golpe de energía sexual, como si se hubiera bebido un whisky de doscientos grados, mientras que Adara palideció tras sus gafas de sol.

Adara se preparó para huir, pero, antes de que pudiera darse la vuelta, él se puso en pie con actitud amenazante y sin dejar de mirarla a los ojos, para indicar que iría tras ella si decidía huir. Deseaba saberlo todo sobre el hombre que creía que podía robarle.

Para poder destruirlo.

–Las habitaciones no están listas –le dijo.

–Eso acaban de volver a decirme –contestó ella. Tenía los labios apretados en señal de resistencia, pero dio un paso al frente. Si había algo que Gideon podía decir de ella, era que no era una cobarde. Aceptaba los enfrentamientos con una dignidad que le desconcertaba siempre y le hacía sentir el verdugo de una inocente, a pesar de no haberle levantado nunca la voz.

Nunca le había dado razón para ello.

Hasta aquel día.

Con una tranquilidad que le resultaba admirable y frustrante, Adara dejó el bolso a un lado y se sentó con elegancia en una de las sillas.

Sin quitarse las gafas de sol y sin dirigirle la mirada mientras se sentaba, abrió la carta que le habían dado a él. No la bajó hasta que llegó el camarero. Entonces pidió un souvlaki con ensalada y una copa de vino blanco.

–Yo tomaré lo mismo –anunció él.

–¿No quieres hablar griego ni siquiera con un nativo en su propio país? –murmuró Adara cuando el camarero se alejó.

–¿He hablado en inglés? No me he dado cuenta –mintió Gideon, y sintió que ella se quedaba mirándolo a pesar de no desafiar sus palabras. Otra cosa con la que podía contar de su esposa; nunca le presionaría para que le diera respuestas que no quería darle.

En cualquier caso, Gideon se dio cuenta de que estaba esperando a que hablara, deseándolo casi, cosa que no era propia de él. Le gustaba comer en silencio, sin tener que soportar conversaciones insustanciales.

Sin embargo no estaba esperando a que le preguntara por el tiempo. Deseaba respuestas.

Adara levantó la cabeza y se quedó mirando la vegetación que formaba la pérgola sobre sus cabezas, y que les protegía del insistente sol. Las macetas azules con flores rosas y palmeras ofrecían una barrera de privacidad entre su mesa y la de al lado, que estaba vacía. Un colorido mosaico situado en la pared exterior del restaurante captó su atención durante unos segundos.

Gideon se dio cuenta entonces de que no tenía ninguna intención de hablar.

–Adara –le dijo en tono de advertencia.

–¿Sí? –preguntó ella con tranquilidad, aunque podía ver que se le había acelerado el pulso en el cuello.

No estaba cómoda, y eso suponía una satisfacción para él, pues estaba costándole trabajo mantener el equilibrio. Tal vez la cómoda rutina de su matrimonio se hubiera vuelto algo aburrida para ambos, pero eso no significaba que pudiera dejarlo todo y fugarse para encontrarse con otro hombre. Nada de eso encajaba con una mujer a la que siempre había considerado ética, racional y alérgica al riesgo.

–Dime por qué –dijo él con rabia.

Adara le miró con desprecio.

–Desde el principio dejé claro que preferiría divorciarme a tener que soportar la infidelidad.

–Y aun así tú te escabulles para tener una aventura –respondió él, furioso por haber estado tan ciego.

–Eso no es... –se estremeció y Gideon pudo ver el dolor inconfundible en su cara antes de que volviera a recomponerse como si nada hubiese ocurrido; algo que hacía con frecuencia y que ahora se daba cuenta de que era completamente falso.

Su furia se transformó en confusión. ¿Qué más escondería tras esa expresión serena?

–No estoy teniendo una aventura –dijo sin más.

–¿No? –al ver su angustia, Gideon experimentó unas sensaciones inesperadas. Despertó en él la necesidad masculina de proteger. Era algo que no sabía cómo interpretar. Adara era como él, despreocupada ante la vida. Si había algo que estuviera perforando su armadura, debía de ser grave, y eso le provocaba tensión–. Entonces, ¿a quién has venido a ver?

–A mi hermano –admitió Adara con la barbilla levantada tras una breve pausa.

–Buen intento, matia mou –le dijo él con sarcasmo–. Tus hermanos no ganan lo suficiente para construirse un castillo como el que hemos visto hoy.

Ella levantó la cabeza y estiró los hombros. Con la educación que tanto valoraba en ella, su esposa se quitó las gafas de sol, cruzó los brazos y los colocó junto a su bolso antes de mirarlo a los ojos.