2,99 €
Dos familias enfrentadas. ¡Un matrimonio para unirlas! La rivalidad entre los Blackwood y los Visconti se había extendido durante generaciones. Por eso, cuando el multimillonario Domenico se quedó atrapado en una isla remota con Evelina, la impresionante heredera adversaria, las chispas estaban aseguradas. Pero no las que él creía… Eve se rindió a la instantánea y abrasadora química que surgió con Dom, y después juró que jamás revelaría ese secreto… Hasta que la antigua rivalidad amenazó con destruir a su familia. Ahora, para asegurar una tregua, Eve debía hacer lo impensable: casarse con su enemigo. Pero ¿cómo iba a limitarse a un matrimonio de mero trámite cuando no podía ignorar el deseo que su esposo había desatado?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harlequiniberica.com
© 2024 Dani Collins
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rendido a su enemiga, n.º 3161 - mayo 2025
Título original: Marrying the Enemy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005467
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Cinco años atrás…
Evelina Visconti recibió un mensaje de su hermano mediano. Quería saber a qué club irían sus amigas y ella esa noche.
Eve respondió:
Dile a mamá que la llamaré mañana.
Seguro que su madre había llamado a su hermano en cuanto Eve, que se había negado a contestar su llamada, le había escrito un mensaje diciéndole que esa noche saldría.
Unos segundos después, su amiga Hailey miró su propio teléfono.
–Tu hermano quiere saber en qué club estamos. Quiere venir desde Nápoles para quedar con nosotras. ¿Le digo que en realidad estamos en Budapest?
–No –dijo Eve enfadada y agobiada. ¿Por qué era así su familia?
Eve tenía veintiún años y estaba celebrando el final de su vida de universitaria y el comienzo de su vida de adulta, aunque nadie de su familia la considerara como tal. Y eso que no había sido una chica problemática. En su decidido intento por demostrar su valía académica, sus momentos de fiesta se habían visto limitados a invitar a sus amigas al yate de sus padres entre semestres, y tomarse una copa de vino mientras leía era su versión de un exceso bacanal.
Cuando había terminado los últimos exámenes, sus amigas la habían animado a acompañarlas a la Costa Amalfitana. Horas después de llegar, Hailey había convencido a su tío para que las llevara en avión a Budapest a recorrer los «bares en ruinas».
A la madre de Eve no le había hecho mucha gracia que se fuera a la Costa Amalfitana, y es que su intención había sido presentarle a su futuro marido. O candidato a serlo, al menos.
Permitir que Eve se graduara en la universidad antes de casarla había sido un ejercicio de paciencia por parte de Ginny Visconti, una heredera norteamericana. A Ginny su propia madre le había buscado un muy ventajoso y cómodo acuerdo matrimonial cuando tenía diecinueve años. Si el padre o la madre de Eve habían sido infieles alguna vez, lo habían ocultado muy bien, pero tampoco es que fueran almas gemelas. Eran socios en el negocio de asegurar e impulsar el Grupo Visconti, un conglomerado de hoteles y complejos vacacionales con acciones e intereses en industrias relacionadas. Ginny había cumplido su parte al tener tres hijos, uno cada dos años, antes de «cerrar el chiringuito». Pero entonces, siete años después, una niña llegó inesperadamente.
En muchos aspectos, Eve había sido la niña sobreprotegida y malcriada, siempre intentando alcanzar a sus hermanos, mucho mayores. Su madre no le había permitido jugar haciendo el bruto y constantemente le había estado poniendo vestidos e insistiendo en que «se comportara como una señorita». Y, en cuanto le había salido pecho, había empezado a hablar de buscarle buenos partidos y «verla asentada».
El propósito de toda la existencia de Eve parecía girar en torno al vínculo que forjaría entre la dinastía Visconti y una de sus familias cohorte. Que su madre llegara al extremo de intentar mandar a su hermano como carabina para asegurarse de que su plan seguía en pie provocó en ella un caso agudo de rebelión adolescente retrasada.
Escribió a su hermano:
Deja a mis amigas en paz. Volveré a Nueva York el lunes.
Desactivó las notificaciones y se metió el móvil en una funda bandolera.
–¿No es hora de ir a bailar? –preguntó.
Todas asintieron. Habían empezado la noche cenando en un pintoresco jardín cafetería y de ahí habían ido a un bar con billar para disfrutar de un cóctel. Luego habían estado escuchando a una banda tocar en otro bar al aire libre y en aquel momento se dirigían a una fábrica construida a finales del siglo XIX. Estaba reformada y la habían convertido en un laberinto de bares y discotecas.
–Si alguna decide irse con alguien, que les ponga un mensaje a las demás, ¿vale? –dijo Hailey antes de añadir con aire juguetón–: Dad por hecho que eso es lo que voy a hacer yo.
Todas se rieron, pero Eve solo esbozó una débil sonrisa. No sabía ligar y tampoco había aspirado nunca a ello. Había tenido alguna que otra cita, en su mayoría con hombres que le había encasquetado su madre, y había besado a demasiados sapos, pero no había encontrado a nadie que la hubiera tentado a querer una relación larga, y mucho menos a meterse en su cama. Además, su madre contaba con que llegara virgen al matrimonio, algo que a Eve le parecía tremendamente anticuado. Pero había estado tan ocupada con su doble grado en Marketing y Gestión Hotelera que eso era lo que era. Su inexperiencia sexual la hacía sentirse una solterona redomada al lado de sus amigas.
Cuando entraron en el primer bar, música electrónica retumbaba por los muros de piedra. Luces intermitentes giraban y salpicaban de color los cuerpos que saltaban en la pista de baile.
Eve se saltó la copa. Le encantaba un buen vino, o un cóctel refrescante en un día de calor, pero no le gustaba ni sentirse bajo los efectos del alcohol ni el atontamiento de cabeza y las náuseas de una resaca, así que siempre se controlaba.
–¿Todavía vas de celadora de residencia estudiantil? –bromeó una de sus amigas.
Eve se rio con el comentario y empezó a contonear las caderas mientras se dirigía a la pista de baile. Le encantaba bailar y estuvo ahí, bailoteando varias canciones, antes de quedarse sin aliento e ir a la barra a por un agua con gas.
En ese momento un griterío captó su atención y vio entrar a un grupo de jóvenes. Era una despedida de soltero, a juzgar por el grillete de plástico que uno de los chicos llevaba en el tobillo. Tenía la cadena enroscada al brazo y la bola debía de estar llena de alcohol, porque se la llevó a la boca y levantó un tapón, como el de una botella de agua, para dar un trago entre los gestos de aprobación de sus amigos.
Todos excepto uno estaban haciendo payasadas.
Una intensa sensación se le alojó en el vientre mientras observaba al que no se reía. Era mayor que el resto, rondaría los treinta, y desde luego venía de una familia con dinero.
«Igual que todos los demás», pensó Eve al ver los pantalones cortos cargo, que parecían hechos a medida, y las camisetas con discretos logos de diseñadores. El hombre misterioso también iba vestido con ropa informal, pero con unos sofisticados pantalones largos de lino apenas arrugados. Su camisa de manga corta dejaba ver unos preciosos bíceps y un reloj que, sospechaba, era un Cartier Tank.
Una incipiente barba bien cuidada le cubría las mejillas, llevaba su pelo negro peinado hacia atrás y sus cejas rectas insinuaban que era un hombre que nunca transigía. No sonreía. No se divertía.
Parecía aburrido. Aburridísimo.
Eve soltó una risita mientras sujetaba la pajita entre los dientes, y en ese instante la mirada de él pareció atravesar las luces intermitentes y alcanzarla.
Sintió un cosquilleo por dentro, aunque miró atrás como pensando: «¿Yo? No».
El hombre le dijo algo a su grupo y empezó a caminar sinuosamente hacia ella.
A Eve se le aceleró tanto el pulso que se le acompasó al ritmo de la música.
En el último segundo, él giró hacia la barra, agitó una tarjeta de crédito y pidió.
Vaya, pues era una creída, ¿no? Al parecer, sus amigas habían mentido al decirle que ese top fucsia de cuello halter y la minifalda de lentejuelas plateadas la hacían muy sexi. No era la figura más curvilínea del local. Corría mucho cuando estaba estresada y, ahora que había terminado los exámenes, estaba flaca como un galgo. Su madre siempre estaba intentando que se pusiera sujetador con relleno «para una silueta más atractiva», pero Eve prefería ir directamente sin sujetador. En ese sentido se alegraba de ser menos Marilyn Monroe y más tabla de planchar.
–¿Estás sola?
Se quedó paralizada.
Don Alto, Moreno y Flemático de pronto estaba a su lado, acercándosele para no tener que gritar. Su voz era como el chocolate negro, demasiado intensa para resultar dulce pero tentadora igualmente.
Ella se atragantó un poco y se cubrió la boca mientras negaba con la cabeza.
–Con amigas.
Le costó tanto hablar que él tuvo que leerle los labios, y la intensidad de su mirada le provocó un cosquilleo.
Eve señaló hacia la pista de baile, pero era imposible que él distinguiera a quién se refería.
¿Era su aftershave lo que la estaba rodeando como un abrazo? Era una deliciosa mezcla de nuez moscada y clavel, cedro y cítricos, bergamota y pimienta negra. Su aura de poder, que resultaba incluso más abrumadora, la sumió en un campo energético que le paralizó el cuerpo, pero le dejó las terminaciones nerviosas zumbando.
Quería tocarlo. Era lo único en lo que pensaba mientras le recorría el torso con la mirada.
–¿Cuántos años tienes? –preguntó él. Parecía norteamericano, igual que ella.
Ofendida porque se pensara que era menor de edad, Eve dijo con contundencia:
–Casi veintidós.
–Así que veintiuno –contestó él con la misma contundencia mientras se apartaba ligeramente.
–¿Cuántos tienes tú? –preguntó ella con tono desafiante y queriendo volver a tenerlo en su espacio, y eso que era como estar pegada a un horno.
–Casi demasiado viejo para veintiuno.
Él se giró para levantar la bandeja llena de chupitos que había pedido y la sostuvo fácilmente sobre una mano. Se detuvo lo justo para ofrecerle uno a ella y servirse otro él.
–Soy Dom.
Y seguro que era un «Dominador». Había leído bastante romance erótico como para poder imaginarlo como la clase de hombre al que le gustaba controlarlo todo, sobre todo en el sexo. Un sensual estremecimiento la recorrió desde la nuca hasta el ombligo.
–Eve –dijo ella al servirse un vaso.
Se los bebieron de un trago, él asintió y les llevó la bandeja a sus amigos.
Ella respiró como pudo a pesar de cuánto le ardía el pecho, dejó el vaso vacío en la barra y fue a reunirse con sus amigas para seguir bailando.
No se paró a mirar adónde había ido Dom, pero sabía perfectamente dónde estaba. Durante las siguientes horas, mientras los dos grupos se movían por los distintos túneles, bares y clubs, ella fue consciente de su presencia. Y no porque el grupo de él fuera grande y escandaloso, que lo era, sino porque podía sentir a Dom. Sabía cuándo estaba en un bar, cuándo salía de una sala o cuándo se le acercaba una mujer para bailar. Era como si una especie de señal invisible palpitara en su interior conectándola a él.
En cierto momento, cuando estaba en el baño, su amiga le dijo:
–Mi hermana salía con uno de esos chicos de la despedida de soltero.
–¿Con cuál? –preguntó Eve sintiendo una punzada de celos.
–Con el desaliñado. Por eso ya no salen. Ve yendo tú –añadió su amiga mientras le lanzaba una coqueta mirada a la mujer que se acercó al lavabo.
A Eve no se le ocurriría estropearle la diversión a nadie. Ya habían perdido a Hailey, que se había ido con un tío alemán que llevaba vaqueros ajustados y un pendiente en la lengua. Todas sus amigas parecían estar encontrando pareja.
Literalmente todas, pensó con diversión al salir del baño y pasar por un rincón donde había una pareja haciendo lo posible por practicar sexo contra un muro.
Estaba a punto de volver a entrar en la zona de bar cuando un hombre borracho se abalanzó sobre ella.
Lo esquivó al pensar que simplemente se había tropezado, pero él la rodeó por la cintura por detrás e intentó llevarla hacia sí. Dijo algo arrastrando palabras en un idioma que ella no entendía.
Reaccionando por puro instinto, ladeó las caderas para poder darle un buen golpe en la entrepierna. Cuando él lanzó un «¡Uf!» cargado de dolor y la soltó, ella se giró y le pegó en la oreja.
Lo dejó desplomado en el suelo y en ese mismo instante se topó con otro hombre. Echó el brazo atrás, preparada para soltar un buen puñetazo.
Dom le agarró el puño y se acercó para decirle:
–Buen trabajo.
Entre la emoción de sentir su mano y la cercanía de sus labios a su mandíbula, le dio un subidón de adrenalina.
–Tengo hermanos.
Que su madre no la hubiera dejado pelear con ellos no significaba que ellos no le hubieran enseñado cómo «ir a por la entrepierna» y protegerse.
–Ven a bailar conmigo.
Dom le bajó la mano y entrelazó los dedos con los de ella mientras la llevaba a la pista de baile.
Eve ya había observado disimuladamente cómo se movía, hipnotizada por la oscilación de sus caderas y sus anchos hombros. Tenía la elegancia de un atleta, con cada movimiento suave y perfectamente sincronizado.
Por un instante se sintió cohibida, pero entonces Dom la recorrió con la mirada y, como si le hubiera lanzado un hechizo, el cuerpo de Eve empezó a moverse y acompasarse al de él, movimiento a movimiento, sin tocarse. Al momento Eve vio que estaba interponiéndose entre otros hombres y ella, alejándola con disimulo, obligándolos a mantener la distancia.
Fue un gesto posesivo y extrañamente excitante que alimentó el cosquilleo que sentía en el vientre. Se sentía libre para ser todo lo sexi que quisiera y lo miró a los ojos al rozarse contra él antes de girarse de modo que su espalda quedó prácticamente en su regazo.
Apenas lo tocaba, pero por dentro su cuerpo gritaba de entusiasmo. Las grandes palmas de Dom le sujetaban las caderas cuando empezaron a moverse juntos. El torso de él estaba contra la espalda de ella, rodeándola con su cuerpo.
Así haría Dom el amor. Como un animal.
Solo de pensarlo experimentó por primera vez la poderosa atracción del sexo. Quería que la envolviera y la mantuviera a salvo mientras la llenaba y la hacía suya. Lo deseaba con tantas ganas que presionó aún más las nalgas contra su bragueta y frotó la dureza que encontró ahí. Aumentándola.
Él siguió sujetándola por las caderas, presionándola contra su erección, antes de soltarla, girarla y volver a acercarla. El repentino choque contra su torso la dejó sin aliento y sentir su erección contra el abdomen le llenó la mente de fantasías. Sentía sus musculosas piernas separándole las suyas. Su peso recaía sobre su pelvis mientras acercaba la boca a la suya…
Y entonces Dom la apartó, le agarró una mano y le dio una vuelta bailando.
Ella se sintió devorada por el calor de su mirada cargada de lujuria.
Volvió a acercarla y dobló las rodillas para que sus pelvis quedaran a la misma altura. Eve nunca había sido tan consciente de su propio sexo. Nunca había sentido esa palpitación entre los muslos, ese anhelo por esa gruesa forma que se frotaba contra ella con tanta promesa.
Él le enganchó el lóbulo de la oreja entre los dientes antes de decir:
–Tengo que evitar que el novio de mi prima se pille una borrachera de muerte. Sé buena.
Hundió la boca en su cuello y la rodeó con los brazos mientras le hacía un pequeño chupetón. La dejó ahí, tambaleándose entre la multitud de desconocidos.
¿Sé buena? ¡A la mierda! Estaba harta de ser buena.
Eve se había ido.
Para Domenico Blackwood fue como un puñetazo en el pecho no ver el cabello negro azulado que captaba los tonos morados de las luces intermitentes. El reloj y su radar interior le decían que se había ido, probablemente con alguien que explotaría la flagrante sexualidad que ella había volcado sobre su regazo de forma tan seductora.
Maldijo, aún excitado y ahora furioso.
Era demasiado joven para él, se recordó. Era una chica de veintiún años y mirada inocente mientras que él era un hombre de veintinueve con un «corazón frío y vacío». Según su exprometida, al menos. Y, sin duda, la opinión popular.
A primera vista, Eve y su grupo le habían recordado a la mujer que había roto su compromiso con él hacía unos meses. Por mucho que estuvieran de fiesta y bailando con unos mochileros, sus raíces de niñas ricas estaban tan claras como los pendientes de diamantes comprados por papá que llevaban.
Dom estaba más que preparado para una aventura, pero tuviera o no un corazón frío, le había prometido a su tía que se aseguraría de que su futuro yerno no hiciera nada que pudiera arruinar la lujosísima boda que llevaba un año organizando.
Ejercer de hermano mayor para un puñado de borrachos era penoso, pero al menos gracias a eso Dom se había llevado el regalito de ver unas piernas larguísimas. Los pechos de Eve eran como preciosas tazas de té de las que ansiaba beber y su cabello era lo bastante largo como para poder darle dos o tres vueltas alrededor de su puño. El destello de su falda mientras había contoneado las caderas lo había hipnotizado cada vez que se habían cruzado al entrar o salir de los distintos bares y discotecas.
Cuando una hora antes la había visto dirigirse al baño de chicas, se había esperado a verla salir y luego se había preocupado al ver a un tipo entrar tambaleándose en el mismo pasillo por el que había entrado ella.
Para cuando había llegado ahí para asegurarse de que estaba bien, ella estaba sacudiéndose las manos. Se había sentido tan excitado que le habían entrado ganas de llevarla contra la pared y poner a prueba los límites de la decencia pública.
Pedirle que bailara fue una negligencia por su parte que resultó en una pura tortura erótica. Eve tenía un ritmo natural y una sensualidad innegable. Cuando lo había mirado descaradamente a los ojos y se había frotado contra él, él había captado su fragancia anisada y a lilas. Quería ese olor cubriéndolo por todas partes.
En esos momentos la había deseado tanto como para poder reconocer el peligro que suponía. Precisamente le había pedido matrimonio a su exprometida porque no sentía nada intenso por ella. Había visto cómo un hombre se dejaba consumir por sus propias emociones; dos hombres, mejor dicho. Su abuelo había vivido obsesionado por el deseo de ajustar cuentas y su padre se había visto tan condicionado por la misma ira que sus rencores habían acabado con cualquier forma de ternura y habían dejado solo un interior áspero y retorcido.
Crecer rodeado de toda esa aversión había enseñado a Dom a aplastar, reprimir e ignorar sus propios sentimientos. Por eso, cuando la ágil figura de Eve y su seductora mirada lo habían tentado a olvidar sus responsabilidades, se había obligado a alejarse llevándose solo ese diminuto sabor suyo en los labios.
No encontró ninguna gratificación en ser tan noble, y menos cuando por fin soltó a su futuro primo en la cama de su hotel y se fue a su ático. Se dio toda clase de duchas en un intento por sofocar el deseo que lo devoraba, pero no sirvió de nada.
Al amanecer ya no pudo soportarlo más y se levantó para hacer deporte con la intención de sacarse ese deseo, aunque fuera a la fuerza.
El gimnasio aún no estaría abierto, pero el hotel era suyo. Era el dueño de toda la cadena y tenía acceso constante a todo.
Cuando el ascensor se detuvo a medio camino, esperó encontrarse al otro lado a un empresario con prisa por llegar a su vuelo.
Pero era ella. Eve. Llevaba unos pantalones cortos, un cortavientos amarillo chillón y una mirada de sorpresa exacta a la que tenía él. Su hermana a eso lo llamaría «destino». Él no creía en esas cosas. Para él era una mera coincidencia. Una oportunidad conveniente.
Y el cazador que llevaba dentro se lanzó a por esa oportunidad.