El diamante del escándalo - Dani Collins - E-Book

El diamante del escándalo E-Book

Dani Collins

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Fliss renunció a sus sueños como diseñadora de moda para cuidar de su abuela. Pero cuando cayó en sus manos una invitación para el evento más exclusivo del año, pensó que esa podía ser su última oportunidad para dar a conocer sus diseños. Lo que nunca imaginó es que llamara la atención del conocido Saint Montgomery… Aunque no pertenecía a ese exclusivo mundo de lujo, Fliss no pudo resistirse a disfrutar de una noche de pasión con Saint. Sin embargo, cuando los diamantes que él le regaló como agradecimiento la convirtieron en el centro de atención de los medios, se encontró nuevamente atrapada en la poderosa órbita de Saint y no tuvo más remedio que revelarle su secreto.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Dani Collins

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El diamante del escándalo, n.º 226 - agosto 2025

Título original: Her Billion-Dollar Bump

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370008246

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cuando Felicity Corning recogió la papelera junto al escritorio de su cliente, una tarjeta negra con letras doradas llamó su atención.

 

Está usted invitado a la gala benéfica de arte más exclusiva de Londres.

 

La gala se celebraría en una elegante galería de arte en Chelsea dentro de dos semanas.

«Hazlo», susurró la voz del diablillo que llevaba sobre el hombro. Esa voz siempre estaba delirando, diciéndole que siguiera intentándolo, que encontrara una salida.

Después de tantos obstáculos que el universo le había puesto delante, estaba a punto de rendirse con su sueño de convertirse en diseñadora de moda. Tenía solo veinticuatro años, pero, tras dos años llamando a un montón de puertas de firmas de moda que seguían cerradas a cal y canto, empezaba a desanimarse.

Sabía que haber abandonado la carrera –y tener cuadernos llenos de bocetos, pero solo unas pocas muestras físicas– hacía que no la vieran como una candidata viable, ni siquiera como becaria sin remuneración.

«Si pudieras mostrarles de lo que eres capaz», insistía la voz. «Tal vez alguien empiece a tomarte en serio».

–¡No! –dijo Felicity en voz alta.

Poner en peligro su empleo actual no era la forma de lograrlo. Ser limpiadora no era el trabajo más glamuroso del mundo, pero la agencia para la que trabajaba tenía clientes adinerados. Por eso lo había aceptado. A menudo le tocaba guardar muestras, compras y ropa recién salida de la tintorería de los diseñadores más reconocidos. Salvo por algún que otro desastre postfiesta, el trabajo era sencillo. Y el sueldo le alcanzaba para pagar las facturas. Bueno, más o menos…, porque Londres era carísimo.

Felicity llevaba en realidad una vida austera. Como la mayoría de los artistas. No le importaba prescindir de cafés o de plataformas de streaming si eso le permitía gastar su escaso dinero en metros de seda y materiales de alta gama. Crear su colección era su forma de avanzar. Su pasión. La única distracción que necesitaba.

Sin embargo, su vida se había estancado. La rutina de cada día la hundía cada vez más en un mundo del que no quería formar parte. Se había planteado volver a la universidad para terminar la carrera que había dejado a medias. Al principio, su abuela la convenció de que lo más sensato era estudiar algo práctico, como Administración de Empresas. Sin embargo, luego se cambió a Artes Visuales, aunque terminó dejándolo todo para cuidar de su abuela hasta su fallecimiento.

El problema de volver a estudiar era que, entre las clases y el trabajo, no le quedaría tiempo para dedicar a la costura. Además, la mayoría de las firmas de moda buscaban candidatos con posgrado. Pasarían años antes de que estuviera «cualificada» a ojos de los grandes diseñadores.

Con un suspiro de frustración, Felicity llevó la papelera al cuarto de limpieza, pero no la vació de inmediato en el cubo grande. Antes, sacó la invitación y la dejó sobre el estante de los productos de limpieza.

No la estaba robando, se dijo a su conciencia inquieta. Simplemente no la estaba tirando.

Quizá la dueña de aquella casa adosada de tres habitaciones que estaba limpiando –una supermodelo muy conocida– la había desechado por accidente. La mujer había sido seleccionada para un trabajo en una superproducción y estaba fuera de la ciudad. Seguramente por eso había tirado la invitación, a pesar del mensaje que figuraba en la parte trasera.

 

Delia Chevron y acompañante, cortesía de Brightest Star Studio.

 

El estudio debía de haber pagado las entradas por ella. Qué bonito debía de ser tener tanto dinero y fama como para tirar a la basura una cena valorada en cientos de libras. Qué despilfarro. Un crimen, en realidad, cuando había tanta gente que pasaba hambre cada día.

«Gente como tú», susurró la vocecilla.

–Cállate –masculló Felicity.

Pero cuando se marchó al final del día, se dijo que solo se llevaba la tarjeta como fuente de inspiración. Algún día la invitarían a un evento así… O al menos a uno de sus vestidos, pensó con ironía.

Pero en el fondo sabía la verdad. Sabía que estaba a punto de arriesgarse a algo que podía salir terriblemente mal.

Aunque, por otro lado, también podía cambiarle la vida.

Y al final resultó que hizo ambas cosas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A Saint Montgomery no le habría importado desfilar por la alfombra roja sin acompañante, pero esa noche prefirió optar por la discreta entrada lateral, donde lo guiaron como a un novillo al matadero, pasando frente a un grupo más reducido de fotógrafos. Pero ni así pudo librarse del bombardeo de preguntas acerca de su reciente ruptura.

–¡Saint! ¿Sigues hablando con Julie? ¿Qué pasó?

Debería haber llevado una acompañante. Un rostro nuevo habría desviado la atención de los medios.

Sus relaciones siempre habían sido breves, agradables y sin dramas. Si le preguntaban por alguna ruptura, solía responder diciendo que había sido por «diferencias artísticas» o alguna otra excusa irónica.

Pero lo de Julie había sido un gran escándalo.

La había sorprendido intentando acceder a su portátil. Ella se había excusado diciendo que estaba convencida de que él la engañaba y que la habían movido los celos. Y él le aseguró que era un hombre posesivo, sobre todo con su último software exclusivo.

No le sorprendió descubrir que Julie tenía motivos ocultos para acostarse con él. La mayoría de la gente actuaba por conveniencia propia, él incluido, pero su experiencia con Julie le había robado la poca fe que le quedaba en la humanidad.

Cuando empezó a salir con ella, creyó que no buscaba nada más que compañía adinerada. Era hija de un famoso comentarista deportivo estadounidense y heredera de una gran fortuna. Acababa de romper con un deportista famoso y le había asegurado que no quería nada serio. Alguna vez le habló de su deseo de casarse y tener hijos, pero siempre pensando en un futuro muy lejano. Tampoco tuvo problemas para encajar en el círculo cercano de Saint, la mayoría empresarios multimillonarios y gente famosa.

Prometía fidelidad y parecía una buena pareja para él. Jamás se le pasó por la cabeza que ella pudiera ser una adicta al juego. Ni que intentaría robarle secretos industriales para saldar sus deudas.

Podría haberle costado miles de millones si su software de seguridad no la hubiera detectado. Prefirió no presentar cargos y ser indulgente. Simplemente la echó de su vida y le ofreció pagarle un tratamiento.

Pero Julie lo rechazó con despecho y luego fue a todos los malditos programas de entrevistas del mundo angloparlante, vendiendo la historia de que él la había traicionado.

Ese cuento ya estaba muy leído. Y Saint necesitaba pasar página.

–Puede esperar a su acompañante allí –le indicó el acomodador a una mujer que aguardaba al lado de la puerta mientras un grupo de invitados pasaba por delante.

En el momento en que logró verla con claridad, un torrente de deseo lo inundó.

¿Quién era ella? No era la mujer más hermosa que había visto en su vida, pero tenía algo especial, como si ocultara un tesoro. Mientras otras se paseaban con escotes de vértigo, tiaras y capas de plumas de avestruz, ella destacaba por su sencillez. Su maquillaje era discreto y su melena castaña caía en suaves ondas desde una raya lateral. En lugar de diamantes ostentosos, llevaba unos delicados aros de oro y una fina cadena con un relicario. Su vestido, de estilo halter y de color azul, se ataba al cuello, realzando sus generosos pechos con pliegues que fluían armoniosamente hasta la cintura. La falda caía recta desde sus caderas, ocultando sus piernas y los zapatos, aportando un aire elegante.

Saint no podía dejar de mirar aquel escote generoso. No llevaba sujetador y los pezones se intuían bajo la tela.

Tragó saliva. Él era un hombre con un apetito sexual sano, pero casi nunca sentía una necesidad tan fuerte. No así. No tan inmediata e intensa.

Ella parecía incómoda, forzando una sonrisa mientras miraba a los fotógrafos, que la ignoraban en favor de los recién llegados.

¿Estaba buscando una vía de escape? Saint frunció los labios y se encaminó hacia ella.

–Cielo… –dijo él de manera impulsiva, colocándose frente a la misteriosa mujer–. Me alegra que hayas venido.

Le ofreció el brazo, consciente de que las cámaras giraban su atención hacia ellos.

–¿Qué? –La mirada ámbar de ella se clavó en la de él, encendiendo una mecha en su interior que bajaba directamente a su entrepierna.

–Disculpe –interpeló el acomodador al ver que Saint intentaba pasar sin esperar la cola–. ¡Oh!, señor Montgomery, no me di cuenta de que era usted. Pase, por favor.

–Me temo que estamos bloqueando la entrada –dijo Saint, sujetando con firmeza a su improvisada acompañante mientras la guiaba hacia el bullicioso vestíbulo. Luego la condujo hasta un rincón tranquilo de la galería principal.

Ella parpadeó sorprendida al contemplar las esculturas y los óleos abstractos que inundaban la sala.

La fascinación que mostraba resultaba encantadora. Esa boca rosada, ligeramente curvada hacia arriba, resultaba casi irresistible.

–A mí también me dejaron plantado –comentó Saint, haciendo una seña a un camarero para que les trajera champán.

–Estás de broma –respondió ella, girando la cabeza hacia él justo cuando le ofrecía una copa.

–Bueno, no exactamente. Estoy exagerando –reconoció él. Nadie lo dejaría esperando–. Mi cita y yo nos separamos hace dos semanas.

–Vaya. Lo siento mucho. –Su voz sonó tan dulce y genuina que lo desarmó.

–Fue lo mejor, créeme. ¿Y tú? ¿Quién tuvo tan mal gusto como para dejarte colgada?

Ella bajó la barbilla con timidez.

–En realidad, ya sabía que mi… acompañante no vendría. Aun así, vine con la esperanza de que me dejaran entrar, cosa que no hicieron. Así que acabas de ayudar a una intrusa.

–Yo he hecho cosas peores.

Ella abrió la boca para decir algo, pero se contuvo, mordiéndose los labios con aire culpable.

–¿Qué? ¿Has oído cosas sobre mí? –A Saint no le sorprendía. Había malgastado su juventud entre el alcohol, las mujeres y todo tipo de excesos. Actualmente era mucho más cauteloso, pero la fama de seductor seguía siendo su sello distintivo y, como aún le resultaba útil, no se molestaba en desmentirla.

–Tal vez –murmuró ella, mientras lo observaba con detenimiento.

Él aprovechó para volver a recorrer con la mirada ese cuerpo en forma de reloj de arena tan tentador. Era un diez indiscutible. Captó el momento en que ella se humedeció los labios pasando la punta de la lengua por los bordes. El inferior, carnoso y voluptuoso; el superior, más fino, con dos picos elegantes que terminaban en unas comisuras suavemente curvadas hacia arriba.

Maldita sea, quería besarla. Ya.

Pero al levantar la mirada hacia él, sus ojos, llenos de curiosidad, dejaron entrever una sombra de cautela.

–¿De verdad eres Saint Montgomery? –le preguntó ella, alzando una ceja.

–Sí –respondió él. Le gustaba cómo sonaba su nombre con su acento. No era una pronunciación estirada que exigiera que se comportara como un santo. Su tono escéptico parecía saber que él era todo lo contrario.

–¿Y por qué estás hablando conmigo?

También le gustaba lo directa que era.

–¿Lo dices en serio? Me pareces atractiva.

Ella se atragantó con el sorbo de champán.

–Pero si todavía estás en plena resaca emocional de tu última ruptura.

Él hizo una mueca y replicó:

–¿Y no pueden ser ciertas ambas cosas? Me atraes, y además me venía bien darle a los paparazis algo nuevo de qué hablar. Ahora todos deben de estar preguntándose con quién he entrado.

Los ojos de ella se abrieron de par en par, parecía inquieta.

–¿Por qué te preocupa? ¿Con quién se supone que he entrado? –quiso saber él.

–Prefiero no decirlo –respondió ella, mirando a su alrededor con visible nerviosismo–. Me presenté aquí con una identidad falsa y debería marcharme antes de empeorar las cosas. Gracias por ayudarme a entrar, pero será mejor que me vaya.

–¿Por qué? –Saint alargó la mano, deseando volver a tocarla, aunque fuera solo para rozar su codo desnudo. Y ver cómo sus pezones se marcaban bajo la fina seda del vestido–. ¿Quién era tu cita? ¿Por qué viniste si sabías que no te dejarían pasar?

–Me da vergüenza decirlo –confesó, con las mejillas enrojecidas–. Si me quedo, solo causaré más problemas. Ha sido un placer, pero me voy. Aunque me duela desperdiciar una cena que vale cientos de libras.

Estaba claro que era nueva en aquel mundillo.

–Son veinticinco mil.

–¿Qué? ¿Te refieres a la estatua? –preguntó ella, deteniéndose justo antes de dejar su copa sobre la base de una escultura.

–El cubierto.

–¿¡Veinticinco mil libras!? –exclamó espantada, derramando champán sobre sus nudillos.

Él le ofreció un pañuelo y decidió no mencionar que había pagado una mesa para diez, destinada a su equipo directivo de Londres y sus parejas.

–Me voy –insistió ella, devolviéndole el pañuelo mojado.

–No antes de medianoche, Cenicienta –dijo él, acariciándole el brazo de nuevo, complacido al ver cómo se le erizaba la piel con su suave roce. Señaló un arco que conducía a otra sala–. Tengo que saludar a algunas personas. Quédate, contigo será mucho más divertido.

Ella se puso seria.

–No me importa reírme de mí misma, pero no quiero convertirme en la diversión de otros.

–¿Y por qué lo serías? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–Está claro que no encajo aquí. ¿Por qué otra razón querrías llevarme del brazo? ¿Ahora vas a decirme que tienes ansiedad social?

–Tu sentido del humor es un alivio entre tanta gente que se lo toma todo demasiado en serio.

–Vaya, suena divertidísimo conocerlos, pero creo que pasaré –le respondió ella, dejando su copa en la bandeja de un camarero que pasaba.

Al ver que se marchaba de verdad, Saint sintió una extraña presión en el pecho. Deseaba retenerla, agarrarla con fuerza como si ella estuviera a punto de caer al vacío.

–¡Saint Montgomery! Justo el hombre que necesito –dijo una mujer a su espalda y agarrándolo de un hombro. Era la esposa, de unos cuarenta y tantos, de un hombre que Saint había conocido en alguna parte por algún motivo. Llevaba el cabello castaño recogido en lo alto de la cabeza y un vestido atrevido de alta costura que enmarcaba un escote donde reposaba un rubí del tamaño de una sandia–. Estoy organizando una fiesta para ver el eclipse. Necesito tu mente brillante para calcular el momento y lugar perfectos. Hola. Tú no eres Julie.

La misteriosa acompañante de Saint se quedó inmóvil como un conejo asustado, pero enseguida desplegó una sonrisa deslumbrante que lo golpeó como un rayo de sol, aunque no fuera dirigida a él.

–No soy Julie, tienes razón. Soy Fliss. Por desgracia, el eclipse total de este año ya pasó. Habrá otro dentro de unos catorce meses, con buenas vistas desde Islandia, Portugal y España. La trayectoria es fácil de encontrar en Internet. Te lo buscaría, pero me reclaman, así que…, ¡buenas noches! –se despidió, haciendo un gesto que también abarcó a Saint.

–No digas tonterías, Fliss. No puedo dejar que te vayas sola –contestó él, encantado de descubrir su nombre–. Con permiso.

Le dedicó una sonrisa cortés a la otra mujer, que los observaba con gran interés, y guio a Fliss en dirección contraria a la corriente de invitados que seguían entrando.

–No tienes por qué irte. Te vas a perder una cena que vale una mínima fracción de lo que pagaste por ella –dijo Fliss mientras salían al exterior, donde la gente aún se agolpaba para entrar.

Una brisa fresca de primavera se coló entre la multitud, levantando el cuello de la chaqueta de Saint y jugando con el cabello suelto de ella.

–Tú también te la vas a perder. Tendremos que buscar otro sitio para cenar –comentó él, enviando un mensaje a su chófer.

–Estaba siendo sarcástica. Yo…

–¡Saint! ¿Quién es tu cita? –preguntó un fotógrafo junto a la acera, disparando su flash y atrayendo la atención del resto de periodistas.

Fliss lo miró horrorizada.

–Ignóralos –le aconsejó él, lanzando una mirada a un fornido guardia de seguridad con auricular y camiseta negra.

El portero se interpuso de inmediato, abriendo los brazos para frenar a los fotógrafos.

–¡Eh! ¿Cómo te llamas? ¿Desde cuándo sales con Saint?

Fliss seguía mirándolo con espanto.

–Ahí está mi coche –anunció él. Su chófer se acercaba por el carril contrario, aunque ambos sentidos estaban atascados.

Le tomó la mano y se deslizó entre dos limusinas que dejaban pasajeros. Abrió la puerta trasera justo cuando el coche se detenía en mitad de la calle. Ayudó a Fliss a entrar, recogiendo el dobladillo de su vestido antes de cerrar la puerta. Luego rodeó el coche para subir por el otro lado.

–¿Y ahora qué va a pasar? –preguntó Fliss, girándose para mirar por la ventanilla mientras el coche avanzaba lentamente.

–Ahora no tendré que pasarme tres horas hablando de astrología. Gracias.

Ella parpadeó, luego se acomodó en el asiento, mirando al frente.

–Y yo que estaba a punto de preguntarte de qué signo eres.

–Escorpio –respondió él con desgana–. Solo lo recuerdo porque alguien me dijo que eso explicaba mi carácter.

–Tiene sentido –opinó ella, lanzándole una mirada de soslayo–. Audaces hasta la temeridad. Intensos. Les gusta mandar. ¿Sabías que los escorpio creen en la astrología en secreto?

–Falso.

–Bueno, no sería un secreto si lo admitieras, ¿verdad? –dijo ella, con una chispa de diversión en los labios.

–Voy a lamentar haberte conocido, ¿verdad?

No lo haría. Hacía mucho que no se divertía tanto.

–No te preocupes. Nuestra relación será muy breve –aseguró ella, estirando el cuello para mirar más allá del conductor hacia el tráfico–. En cuanto me saques de aquí, no volverás a verme.

–Entonces, tendré que aprovechar al máximo el tiempo contigo, ¿no crees, Fliss?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

La forma en que pronunciaba su nombre le erizaba la piel. En realidad, lo había estado haciendo desde que la llamó «cielo» y la arrastró dentro de la galería.

Fliss sabía que lo hacía a propósito. Conocía a Saint Montgomery. O, al menos, conocía lo que decían los titulares. Era el heredero de Grayscale Technologies, una de las empresas más ricas y punteras en innovación de Silicon Valley. Tenía un cargo importante, aunque nadie sabía si realmente trabajaba. Era mucho más conocido por su estilo de vida lujoso y sus escarceos amorosos con mujeres impresionantes.

Un seductor. Y parecía querer jugar con ella.

Para su disgusto, se lo estaba permitiendo.

Sabía que no debía, pero cada vez que lo miraba, su cerebro se apagaba. ¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Era guapísimo! En lugar del clásico esmoquin que llevaban la mayoría, Saint vestía una chaqueta azul oscuro con bordados geométricos. Las solapas de seda negra enmarcaban su corbata del mismo material sobre una camisa blanca impecable. El pantalón, perfectamente entallado, caía justo sobre unos zapatos negros relucientes. Todo realzaba su físico atlético y su carisma arrollador.

Sus cejas rectas y oscuras le daban un aire severo que le provocaba un cosquilleo en el estómago, pero el sutil desorden de su cabello rubio oscuro y la barba que enmarcaba su boca sensual eran pura tentación.

«No lo mires», se recordó, pero era imposible. En persona era incluso más atractivo que en las fotos. Irradiaba una confianza despreocupada que resultaba magnética.

Su mirada, que se deslizaba por ella como una caricia, era una especie de hechizo oscuro que debería haberla hecho saltar del coche, no quedarse allí conteniendo el aliento, esperando qué pasaría después.

«Vete a casa».

Había cambiado turnos y gastado un dinero que no poseía solo para asegurarse de que su vestido estuviera listo a tiempo, pero, aun así, no podía compararse con los de las verdaderas profesionales. Para nada. Servía para una dama de honor en una boda campestre, pero su idea de que la sencillez era elegancia había sido, en realidad, una decisión basada en el miedo. Ahora lo veía claro.

Así que, en cierto modo, la noche no había sido un desperdicio. «Se aprende más del fracaso que del éxito», solía decir su abuela. Fliss comprendía ahora por qué no la tomaban en serio a ella ni a su trabajo. La inseguridad le impedía expresarse.

Su confianza se había desplomado al llegar y ver lo fuera de lugar que estaba. En vez de intentar entrar por la alfombra roja, se había escabullido hacia la entrada lateral, solo para que la apartaran porque no era la invitada.

Estaba a punto de marcharse con el rabo entre las piernas cuando aquel hombre la había arrastrado a la fiesta, luego a su coche y ahora…

–A mi hotel –dijo Saint al conductor cuando el tráfico empezó a despejarse.

«Qué típico».

–Presuntuoso… –le soltó ella, y luego se inclinó hacia el conductor–. ¿Puede dejarme en la estación de metro más cercana, por favor?

–Pensaba en ir a cenar. La que está presumiendo cosas eres tú –replicó Saint, indignado, aunque con una leve sonrisa queriendo asomarse en los labios.

Fliss sintió cómo la diversión le bailaba en el pecho, acompañada de un cosquilleo de emoción y curiosidad. ¿Era realmente tan superficial y predecible? ¿O había algo más? Quería saberlo.

Y prefería pedir un coche desde un hotel antes que dejar que él la dejara frente a la modesta casa adosada donde alquilaba una habitación con otros cuatro compañeros. Además, se había saltado el almuerzo por falta de tiempo y había pensado que cenaría bien esa noche.

¿Estaba buscando excusas para pasar más tiempo con él? Sin duda.

¿Y también cediendo a esa parte ambiciosa y calculadora que se había puesto su propio vestido y había llegado con la invitación de Delia Chevron en el bolso, intentando colarse en un mundo que no era el suyo?

¿Cómo se había engañado pensando que podía «ser descubierta» en la alfombra roja? ¡Vaya forma de colarse en la fila!

Estaba avergonzada de su comportamiento y aliviada de haberse escabullido sin que nadie supiera su nombre. Solo le había dado su apodo a aquella mujer que le había dicho: «Tú no eres Julie». Si su abuela estuviera viva y lo supiera, le habría echado la bronca. Y también tendría mucho que decir sobre el hecho de que permitiera que un mujeriego como Saint Montgomery la llevara a cenar.

«Sabrás quién es el hombre adecuado cuando lo conozcas», le había dicho su abuela mil veces. «No pierdas el tiempo con chicos que no te valoran».

Fliss había aprendido por las malas lo irrespetuoso que podía ser un chico. Saint le recordaba mucho a su primer y único novio, con el mismo aire de poder, riqueza y carisma.

Sabía que no debía imaginar que él era ese «hombre ideal» que estaba esperando, pero sentía que podía ser una oportunidad. No de fama ni de provecho, sino de conexión. No sabía explicar por qué era tan importante pasar un poco más de tiempo con él, pero cuando bajaron del coche frente al hotel, no rechazó su invitación a cenar ni pidió un coche para volver a casa.