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Un buen matrimonio griego necesita un heredero ¡Pero este bebé tiene un precio! Sasha se casó con el multimillonario Rafael Zamos para escapar del control de su padrastro, pero terminó en una prisión de oro. Perdida en su fachada matrimonial, Sasha protege ferozmente su corazón mientras se rinde al tacto embriagador de su marido... ¿Podría un hijo acercarles más? Sasha sabe que a los dos les encantaría tener un hijo, pero no pueden concebirlo. Ella y Rafael encuentran un vientre de alquiler entre las oscuras sombras de su pasado. Sin embargo, un secreto amenaza con destruir los mismísimos cimientos del cuidado mundo de Sasha...
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Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Dani Collins
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El pasado de la heredera, n.º 218 - diciembre 2024
Título original: The Secret of Their Billion-Dollar Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410740495
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Sentía la mano como si sus huesos estuvieran siendo aplastados unos contra otros. El dolor era lo suficientemente agudo como para devolver a Alexandra Zamos a la consciencia, pero ella no quería regresar a la realidad, ya que eso solo significaba una cosa: sufrimiento.
Abrió los ojos con dificultad y vio a su padrastro. Era él quien le estaba aplastando la mano. Típico de él. De una forma u otra, siempre intentaba mantener el control sobre ella con crueldad.
Un leve sollozo de repulsión salió de su garganta mientras trataba de apartar la mano de su agarre.
–¡Está despierta! ¡Enfermera! –La voz de su madre se alejó mientras sus tacones repiqueteaban.
Eso también era típico. Winnifred Humbolt siempre le daba la espalda cuando Sasha estaba en su momento más vulnerable. La odiaba por eso.
Los odiaba a ambos y había llegado tan lejos como para venderse a una nueva vida para escapar de ellos, pero al final se había encontrado prisionera de nuevo, aunque en un tipo diferente de tortura.
¿Dónde estaba Rafael? ¿Por qué no estaba allí para protegerla?
Su corazón dio un vuelco al darse cuenta de que estaba en un hospital. El miedo a lo que podría estar a punto de enfrentarse la hizo desear querer hundirse de nuevo en el olvido, donde nada pudiera lastimarla nunca más, pero entonces escuchó su voz:
–Déjenme verla. –Su tono de voz áspero hizo que el corazón de Alexandra volviera a dar un vuelco.
El alivio la inundó, especialmente porque Humbolt soltó su mano. Nunca, jamás, llamaba a su padrastro por su nombre de pila, Anson.
Pero ahora se veía obligada a reunir todas sus fuerzas para defenderse de su esposo. En realidad, Rafael era un hombre formidable, no lo aborrecía como a su padrastro, pero temía lo fácil que él lo tenía para poder destruirla de otras maneras. Porque ya lo había hecho.
–¿Me amas?
–Eso nunca formó parte de nuestro acuerdo.
Y así era. Durante mucho tiempo, había sido capaz de mantener la guardia alta a su alrededor, pero con el tiempo sus defensas se habían erosionado. Él se había metido bajo su piel como una astilla. Cada pequeño comentario, daba igual si era suave o bien intencionado, se convertía en un estilete en el corazón.
Y luego ella se había mostrado vulnerable ante él. ¡Qué error! Su esposo bebía poder como un batido de proteínas cada mañana. Era algo que él amaba más de lo que jamás podría amarla a ella. Debería haberse dado cuenta de eso antes de desnudar su corazón ante él.
No podía vivir así más. Realmente no podía.
–¿Signora Zamos? –Una enfermera sonrió y se inclinó sobre ella–. Voy a alumbrar con esta luz en su ojo.
¿Signora? ¿Seguían en Roma? Había asumido que estaban en América, ya que sus padres estaban allí. ¿Cómo habían llegado tan rápido?
Confundida, Sasha intentó apartarse, pero la enfermera se lo impidió.
–¿Qué me ha pasado?
–Un accidente de coche, me temo. Tiene una conmoción cerebral. ¿Puede decirme su fecha de nacimiento?
¿Un accidente de coche? ¿Cuándo? ¿Después de la gala?
–No lo recuerdo… –Se refería al accidente. Lo último que recordaba era haber sido totalmente honesta con su esposo. Había pensado que tal vez, si él la amaba, podría aceptar todo lo que ella había hecho.
Sin embargo, el amor nunca había sido parte de su acuerdo. Y saber que él no la amaba, cuando ella se esforzaba tanto por ser la esposa que él quería, la dejó abatida. No se había atrevido a revelarle todo lo demás.
–¿No recuerdas tu cumpleaños? –preguntó su madre, alarmada, apareciendo repentinamente al otro lado de la cama.
–Por favor. –La enfermera hizo un gesto para que la madre de Sasha le diera espacio.
Winnie se negó a moverse.
–Me recuerdas, ¿verdad? Soy tu madre, Alexandra.
Lo único que Sasha pudo pensar en ese momento fue: «No, no lo eres. No de la manera que importa». Ella sabía cómo se comportaba una verdadera madre, y la suya no la había tratado así en absoluto.
–¿Puede decirme el nombre de su madre, signora Zamos? –preguntó la enfermera con tono suave–. ¿Sabe dónde está?
El inglés de la enfermera tenía un acento que era una mezcla de italiano y tagalo, si Sasha no se equivocaba. Presumía que aún estaban en Roma. De repente, una idea para escapar de sus padres para siempre se desplegó como una alfombra roja en su mente. Si no podía reconocerlos, dejaban de ocupar un lugar en su vida.
–No. No sé dónde estoy y no sé quién es esta mujer.
–¿Y yo qué? –La voz masculina y tensa hizo que la enfermera se apartara para dejar paso a Rafael.
Estaba sentado en una silla de ruedas. Un lado de su rostro moreno y hermoso estaba amoratado. Tenía un ojo hinchado y un labio cortado. También tenía un brazo vendado desde el codo hasta la muñeca y una pierna enyesada que sobresalía recta.
Sasha se quedó muda de horror. Las lágrimas le quemaban los ojos. Estaba furiosa con él. Estaba tan herida que casi lo odiaba. Pero también lo amaba, lo que significaba que sus lesiones la devastaban. ¡Casi lo había perdido!
Pero el amor nunca formó parte de su acuerdo.
Él necesitaba una heredera y un heredero. Estaba obsesionado con asegurar su imperio. No la necesitaba a ella. Tenía su dinero y su sucesor estaba en camino, con suerte, aún a salvo en el vientre de su madre gestante.
Molly no había estado con ellos, ¿verdad?
Sasha miró alrededor con ansiosa confusión, aterrada por no poder recordar cuándo o dónde había ocurrido el accidente.
–¿Qué día es hoy? –Le había enviado un mensaje a Molly el día anterior diciendo que la llamaría por la mañana. ¿Era esa la mañana después de la gala?
Oh, Dios. Si algo le había pasado al bebé…
No podía soportar ese pensamiento. Era la gota que colmaba el vaso de su angustia. Se cubrió los ojos con el antebrazo, sin querer escuchar lo que pudiera venir después.
–Alexandra –gruñó Rafael–. Mírame.
Él tomó su mano inerte. Sus dedos seguían sensibles después de soportar el desagradable agarre de Humbolt, pero el cálido apretón de Rafael fue cuidadoso, aunque no exactamente tierno. Él guio su brazo para que sus manos entrelazadas descansaran en medio de su pecho.
No pudo evitar mirarlo y se preocupó al darse cuenta de que la forma en que estaba inclinado para alcanzar su mano le causaba una mueca de dolor.
Ella retiró su mano para que él no tuviera que estar en esa posición incómoda.
Los ojos de Rafael eran de un marrón tan oscuro que a menudo parecían negros, pero destellaron con fuego cuando se reclinó en su silla de nuevo y se llevó la mano a su regazo.
Alexandra notó que su mandíbula estaba cubierta por una barba de dos o tres días. Sus mejillas estaban demacradas bajo sus pómulos afilados. Su rostro estaba surcado por la tensión, con los ojos hundidos por la falta de sueño.
–¿Sabes quién soy yo?
Sasha sabía quién era. Eran honestos el uno con el otro, en su mayoría, pero nunca abiertos del todo.
Una mirada torturada apareció en el rostro de Rafael. Volvió a alcanzar su mano y comenzó a acariciarla de manera inquieta.
Ambos estaban magullados y doloridos, pero aún existía esa chispa de energía entre ellos. De vida.
–Soy tu marido. Rafael. –Él esperó un momento, observando si el reconocimiento aparecía en el rostro de ella.
Su débil deseo de protegerse de él se aferró a la farsa de la pérdida de memoria. Era un escudo fuerte y útil que la protegería contra todos los que le estaban exigiendo demasiado en aquel momento. Así que fingió una mirada vacía.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que había recuperado un poco de poder para sí misma. Como si tuviera una carta comodín, una que podía mantener contra su pecho hasta que fuera el momento adecuado de jugarla.
No había tenido una carta tan explosiva desde…
«Quita tu mano de la suya», se dijo a sí misma, a pesar de que amaba sentir sus manos sobre ella.
Esa siempre había sido su perdición. Desde sus primeros días, había pensado que su conexión física sería suficiente para mantenerla en pie, pero no lo era. No cuando su pasado y su presente estaban siendo estirados y envueltos como una banda elástica a su alrededor, enrollándose y enrollándose sobre sí misma, volviéndose lo suficientemente apretada como para cortarle la respiración mientras amenazaba con romperse por completo.
–Me alegro de que estés despierta. Estaba preocupado. –Rafael sonaba sincero, pero ella no le daba mucha importancia a eso. «Démosle a la gente el espectáculo que ha venido a ver», solía decir–. ¿Cuándo podemos irnos a casa? –le preguntó a la enfermera.
Sasha retiró su mano de la de él, ganándose otra mirada aguda de Rafael.
–Ella vendrá a casa con nosotros –dijo su madre–. ¿Verdad, papá?
–Sí. Está confundida y necesita a su madre –respondió Humbolt con firmeza.
–Alexandra es mi esposa. Volverá a nuestra casa en Atenas. Conmigo.
–Tú no puedes cuidarla en ese estado. –Humbolt hizo un gesto condescendiente hacia Rafael.
–Aún necesitan un par de días o más de recuperación para poder viajar –se apresuró a intervenir la enfermera, tratando de frenar la confrontación–. Las decisiones no tienen que tomarse en este momento. El médico querrá evaluar a ambos pacientes y realizar más pruebas. Dejémoslos descansar. –Acompañó a los padres de Sasha fuera de la habitación.
Rafael permaneció junto a ella, pero Sasha cerró los ojos y volvió el rostro.
Él maldijo por lo bajo y ella oyó cómo alguien empujaba la silla de ruedas para llevárselo.
Tres años antes
Rafael Zamos se había convertido en un camaleón capaz de adaptarse a cualquier entorno que le proporcionara la mejor oportunidad de supervivencia.
Esa noche, se puso su esmoquin a medida y entró en un salón de baile de Nueva York donde se había reunido la élite más adinerada.
Él también era un hombre poderoso, pero no tenía tanto como deseaba. Dudaba que alguna vez lo tuviera. Durante su infancia, había estado en el lado equivocado del poder demasiadas veces, lo que le había generado una insaciable sed de este, con el objetivo de nunca más estar a merced de nadie.
Esa sed le había llevado allí esa noche. Sus competidores en Grecia lo veían como una amenaza y empezaban a presionarlo.
Rafael entendía que los trajes a medida eran un tipo de armadura y que las conexiones adecuadas podían ser un escudo impermeable. Odiaba estar en deuda con alguien, pero las asociaciones estratégicas reforzarían el lugar que se estaba labrando como actor global en el comercio internacional. Nadie más cerca de casa estaba dispuesto a alinearse con él, pero un pilar estadounidense le vendría bien por ahora.
Sin embargo, esos círculos esnobs eran notoriamente difíciles de penetrar. Podían oler a un impostor a kilómetros de distancia. Ya estaba recibiendo miradas de reojo mientras aceptaba una copa de champán y examinaba la sala llena de hombres calvos y corpulentos con sus esposas enjoyadas de mediana edad al lado. Las pocas mujeres jóvenes que allí había probablemente eran trofeos. Aquel no era un evento para llevar amantes. Era una recaudación de fondos políticos de algún tipo. El poder detrás del poder.
Pero ¿quién demonios era ella?
El abdomen de Rafael se tensó como si recibiera un puñetazo mientras su mirada se fijaba en una mujer rubia de ojos azules de unos veinticinco años que se adentraba en el salón de baile con un arriesgado vestido de color púrpura. La tela se retorcía desde un hombro sobre sus pechos y alrededor de su torso antes de caer en paneles casi transparentes alrededor de sus piernas. Lentejuelas bien colocadas en el forro cubrían sus pezones y su monte de Venus, pero podía ver su trasero.
El cual era una alegría contemplar. Toda ella era apetitosa.
Aunque no era el único que se había dado cuenta. Todos giraron sus cabezas y abrieron los ojos como platos. Incluso la música vaciló brevemente, lo suficiente como para que se oyera una maldición desde algún rincón lejano de la sala.
Una mujer de unos cincuenta años vestida de azul se dirigió hacia la recién llegada para decirle algo al oído.
La rubia mantuvo una sonrisa insulsa de desinterés mientras escuchaba y escaneaba la sala, hasta que terminó haciendo contacto visual con él.
Otro golpe sacudió su abdomen, irradiando calor en su pecho y en su ingle.
Mientras los demás intercambiaban miradas y se esforzaban por escuchar lo que pasaba entre las dos mujeres, Rafael se acercó a ellas.
–Hola, querida. Te estaba esperando –dijo él al llegar a su lado. Le encantaba usar frases como esa. Sugerían que había sido invitado y hacían que personas como la mujer mayor tropezaran en la cortesía mientras intentaban darle la bienvenida y al mismo tiempo tratar de ubicarlo.
Su acento también los desconcertaba siempre. Su madre era rumana y él había hablado griego desde la infancia, luego le enseñó inglés un australiano-indio, así que había sutiles matices en su acento que hacían que la gente parpadeara confundida.
–Estás preciosa. ¿Bailamos? –le preguntó Rafael a su nueva obsesión.
–El baile comienza después de la cena, señor –respondió la mujer mayor en tono correctivo.
Rafael la detestó de inmediato por ello. No iba a dejarse frustrar.
Afortunadamente, la rubia parecía sentir la misma repulsa por la otra mujer.
–Pensé que nunca lo preguntarías –respondió la joven ofreciéndole su mano.
Si Rafael hubiera sido un hombre que creyera en esas cosas, lo habría llamado amor a primera vista. En realidad, era atracción animal y el encuentro de dos almas gemelas. Era embriagador. Esa mujer no solo sabía cómo acaparar la atención, sino que ejercía su influencia con una fascinante falta de escrúpulos.
La condujo entre las mesas y la multitud hasta que llegaron a la pista de baile.
Rafael deslizó su mano de la cadera de la mujer a su espalda baja, apreciando que llevara tacones tan altos porque la ponían casi a la altura de sus ojos. Ella se acercó más y entrelazó los brazos alrededor del cuello de él, ofreciéndole una sonrisa divertida ante el revuelo que provocaban.
–Tu vestido está causando impresión.
–¿En ti? –Ella se arqueó un poco más cerca, muy consciente de que estaba provocando una reacción específica en él.
–En todos.
–No es solo el vestido. Es quién lo lleva –dijo la joven, trazando una línea con los dedos a lo largo del cuello de la camisa de Rafael.
–¿Se supone que no deberías estar aquí? –preguntó él con indiferencia–. Bienvenida al club.
–¿Te has colado en la fiesta? –preguntó, fingiendo estar escandalizada–. Creo que acabo de enamorarme…
Él la sujetó con más firmeza, disfrutando del pequeño jadeo en su respiración y la forma en que su mirada volvió a la suya, llena de calor.
La joven no sabía qué hacer con el hecho de que él estuviera teniendo el mismo efecto en ella que ella en él. Eso le gustaba. Le gustaba mucho.
–¿No sabes quién soy? –Parecía escéptica ante eso.
–Una diosa, supongo.
–Un demonio, más bien. Pero no solo fui invitada, sino que me dieron órdenes estrictas de usar algo apropiado, ya que se espera que esté con mi madre detrás de mi padrastro mientras acepta su premio por ser un buen donante político. –Las comisuras de su boca se curvaron con amarga satisfacción por su despiadada respuesta.
Su espíritu rebelde era tanto una atracción como una advertencia, una que no lo disuadió.
–¿Y quién es el hombre que parece desear estar sosteniendo pistolas de duelo en lugar de copas de champán? –Rafael había sido el objetivo de muchos desde sus primeros años. Detectaba cualquier amenaza. El hombre tenía aproximadamente su misma edad, rondaba los treinta. Iba bien vestido. Rafael estaba seguro de que aquel hombre era más rico y que tenía mejores contactos que él, pero podría vencerlo si llegara el caso.
–¿Se le puede llamar «hombre» a quien acepta casarse con la mujer que su padre elige para él? Su madre todavía le compra la ropa interior.
–¿Eres su prometida? –Esa era una noticia que no le agradaba. Sus manos se tensaron inconscientemente sobre ella.
–Aún no. –Ella movió sus dedos hasta la base de la cabeza de Rafael y presionó con invitación–. Deberías besarme ahora, mientras aún estoy libre.
Ella estaba jugando con él para sus propios fines. Lo sabía, pero estaba dispuesto a tomar el beso que le ofrecía. Y fue más que emocionante. Cuando encontró sus labios entreabiertos con los suyos, un calor eléctrico lo atravesó. Normalmente sería un caballero y le permitiría marcar el ritmo, pero con ella, inclinó la cabeza para capturar sus suaves labios en mayor profundidad. Dejó de bailar y acunó su cabeza. Aprendió la forma de sus labios carnosos, la textura de su lengua y el sabor erótico de su boca.
Hizo todo lo posible por dejar su huella en ella.
«Tómame. Soy todo tuyo. Todo».
Esa disposición a entregarse por completo hizo sonar campanas de alarma en su interior, pero el roce receptivo de la lengua de ella envió un rayo de placer puro a su entrepierna, vaciando su mente. Reaccionó de una manera casi bárbara, excitado por lo ansiosa que estaba ella.
Demonios, estaba listo para tener sexo con ella allí mismo en medio de la pista de baile con sus padres y el resto del mundo mirando.
¿Pero era eso todo lo que significaba para ella? ¿Un espectáculo?
–Me estás utilizando –afirmó él. No era una acusación. Era una declaración de hecho, pero mantuvo las caderas de ella pegadas a las suyas, tanto para ocultar como para aliviar su furiosa erección.
–No del todo –susurró ella contra su barbilla. Parpadeó de una manera que sugería que estaba tan impactada por el beso como él–. Quería saber cómo se sentiría. Armar una escena mientras lo hacíamos fue la guinda del pastel.
No estaba seguro de creerla, pero su atención se había reducido a un deseo muy básico y libidinoso de acostarse con ella. En ese mismo momento.
–Ven conmigo –ordenó Rafael. Quería ponerla a prueba. ¿Estaba ella realmente tan arrebatada como él? ¿Dejaría de alardear delante de esos mojigatos y llevaría aquello al siguiente nivel?
–Pensé que nunca me lo pedirías. –Ella lo tomó de la mano y lo guio fuera del salón de baile, ignorando las exclamaciones que dejaban a su paso.
Probablemente estaba destruyendo cualquier oportunidad que tuviera de encontrar un socio comercial, pero no le importaba, no cuando ella se había convertido en su única razón de existir.
Por fortuna, se alojaba en el ático del hotel. Era un movimiento extravagante, teniendo en cuenta lo endeudado que estaba, pero creyó que era necesario para sus estrategias comerciales. Pasó su tarjeta de acceso por el mecanismo del ascensor y subieron rápidamente.
–¿Quién eres? –preguntó Rafael.
–¿Realmente quieres hablar? –respondió ella, deslizándose en sus brazos.
No quería. Nunca había tenido un encuentro a ciegas en su vida, siempre había tenido cuidado de no dejar ningún flanco desprotegido. Luchó por no permitir que la lujuria ganara, pero ella estaba tan pegada a él de nuevo, y ese vestido que llevaba era casi como acariciar su piel desnuda. Todo en él quería reclamarla. Si hubiera tenido un preservativo, la habría tomado en el ascensor.
Las puertas se abrieron y él la arrastró por el pasillo hasta dentro de su suite.
La presionó contra la pared y se entregaron a la pasión.
Ella le quitó la chaqueta de los hombros y luego comenzó a buscar los botones entre los pliegues de su camisa.
Rafael metió la mano en el enredo de tela de su falda hasta llegar a uno de sus muslos. Era tan suave, tan lisa, cálida e innegablemente femenina. Encontró la delgada línea de un tanga color carne en su cadera y lo siguió con la mano hasta llegar a su entrepierna. Estaba tan sensible y receptiva que su respiración tembló mientras él movía los dedos en su núcleo cálido. Ella se mordió el labio inferior, con los ojos entrecerrados.
–¿Quieres seguir? –preguntó Rafael.
–Lo quiero todo –susurró ella–. Excepto hablar.
Él resopló y rompió el minúsculo triángulo de seda. Ella se sacudió y gimió, lloriqueando mientras él jugueteaba. La abundante humedad que descubrió casi lo cegó de excitación. La forma en que ella temblaba y gemía casi lo deshizo.
Profundizó su caricia, deslizando la punta de su dedo alrededor y a través del hinchado nudo que hacía que sonidos deliciosos resonaran en su garganta. Hasta que ella se arqueó y arrugó su camisa en sus puños y gimió sin control en su boca.
Sus pulsaciones y latidos eran tan intensos que los sintió como un golpe de martillo en la punta de su erección, pero no se permitió dejarse llevar. Aún no.
«Me estás utilizando», la había acusado ese desconocido y, sí, Alexandra lo había utilizado para escandalizar a su madre.
Pero ahora lo estaba utilizando solo para obtener un tipo de placer que no sabía que fuera posible para ella. Había entrado en aquel salón de baile sintiéndose tan atrapada que apenas había podido respirar. Pero ahora jadeaba y volaba. Era libre de una manera que no esperaba sentir jamás. No con todos los complejos que tenía en torno al sexo. Su belleza y sexualidad eran armas que había aprendido a utilizar para desconcertar y humillar, para que no pudieran volverse contra ella. Nunca habían sido fuentes de placer.
Hasta ahora.
Hasta que ese desconocido le mostró de lo que su cuerpo era capaz.
En cierto modo, era aterrador dejarse llevar de una manera tan salvaje, pero era un paso adelante que agarraba con ambas manos. De todos modos, aquello era solo algo de una noche. No es como si fuera a jugar con ella de esa manera para siempre.
Él tomó al pie de la letra lo de no hablar. Cuando su cuerpo se deshizo tras un orgasmo que le cambió la vida, la llevó en brazos al dormitorio. La dejó de pie junto a la cama y entró en el baño para tomar una caja de preservativos que arrojó sobre el colchón.
En una especie de neblina, ella se volvió para ofrecerle la cremallera del vestido, levantándose el pelo.
Él accedió a bajarla, lentamente, dejando besos a lo largo de su columna vertebral y un cálido aliento contra su piel, hasta la parte baja de la espalda.
Temblando, ella dejó caer el vestido y se quitó los zapatos. El tanga ya había desaparecido. Se deslizó sobre la cama y se volvió para mirarlo.
Él se estaba desnudando sin quitarle los ojos de encima, bajándose los pantalones y los calzoncillos de un tirón, revelando que estaba muy excitado. Su erección era acerada y oscura, su expresión apenas civilizada.
Cuando puso una mano y una rodilla en el colchón, empezando a cernirse sobre ella, Alexandra retrocedió ligeramente, intimidada. Su mano presionó instintivamente contra el pecho de él.
Él se quedó inmóvil.