Más trabajo para el enterrador - Margery Allingham - E-Book

Más trabajo para el enterrador E-Book

Margery Allingham

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Vuelve el atractivo y elegante aventurero Albert Campion, en una trama criminal en la que se mezclan envenenamientos, cartas anónimas, médiums, certificados de defunción falsificados, merodeos nocturnos y ataúdes que se desvanecen. En la señorial casa de la excéntrica familia Palinode, nostálgica de un pasado en que la fortuna les sonreía, cuyos miembros, todos hermanos y hermanas, se comportan como si el tiempo no pasara, con una dignidad exagerada de clase, comiendo y bebiendo lo que encuentran por los parques solo para ahorrar, se producen una serie de muertes de lo más sospechosas. Campion acepta a regañadientes el caso para hacerle un favor a su fiel lugarteniente, el antiguo delincuente Lugg, y trata de desentrañar un misterio que pone a prueba todas sus capacidades.

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Más trabajo para el enterrador

Margery Allingham

Traducción del inglés a cargo de

 

 

 

 

 

Una obra maestra de la Edad de Oro de la novela negra inglesa. Un tesoro recuperado y propicio para pasar un inicio de verano escalofriante.

 

 

 

 

 

De entre todas las reinas del crimen, Margery Allingham era, sin duda, la que mejor sabía contar historias

A. S. BYATT

Este libro está dedicado a todos los viejos y tan

apreciados clientes, con mis respetos y disculpas por el

inevitable retraso en la entrega de la mercancía.

Cada personaje de este libro es el retrato meticuloso de un individuo real, y cada uno de estos individuos ha expresado su satisfacción, no ya tan solo por la fidelidad del retrato, sino también por sus tintes halagüeños. En consecuencia, cualquier parecido con una persona no consultada resulta accidental.

Escuchad la historia que os voy a contar

Y reíd hasta que os quedéis sin aliento.

Y es que a todos divierte

¡Saber sobre una mu-er-te violenta!

Más trabajo para el enterrador,

el marmolista tiene otro encargo.

En el ce-mente-rio de al lado

Han puesto una losa flamante:

¡Éste ya no va a pasar frío en invierno!

Canción de music hall interpretada por el fallecido

T. E. Dunville hacia 1890.

1

LA TARDE DE UN INVESTIGADOR

—Una vez me encontré con un fiambre ahí mismo, en la trastienda —dijo Stanislaus Oates, tras detenerse frente al escaparate—. Nunca lo olvidaré, pues, al agacharme, de pronto levantó los brazos y cerró sus frías manos en torno a mi garganta. Por suerte, ya casi no tenía fuerzas. Estaba en las últimas y terminó de palmarla mientras trataba de librarme de él. Pero me metió el miedo en el cuerpo, eso sí. Por aquel entonces era inspector de segunda clase.

Se apartó del escaparate y echó a andar por la acera, que estaba repleta de gente. Su gabardina, de un tono negruzco con motas grises, iba hinchándose a sus espaldas como la bata de un maestro de escuela.

Los dieciocho meses que llevaba como jefe de Scotland Yard apenas habían hecho mella en su aspecto físico. Seguía siendo el de siempre, un hombre algo andrajoso, encorvado, provisto de un estómago que sobresalía de forma inesperada, y su rostro grisáceo, de nariz aguileña, seguía teniendo un aspecto triste e introspectivo bajo el mullido sombrero negro.

—Me gusta caminar por esta calle —agregó, con un afecto algo sombrío—. Durante treinta años, fue el tramo más interesante de mi patrulla diaria.

—Y sigue trayéndole bonitos recuerdos a la memoria, ¿no es así? —apuntó su compañero en tono afable—. ¿Quién era ese muerto? ¿El tendero?

—No. Un pobre desgraciado que había entrado a robar. Se cayó por la claraboya y se rompió la espalda. Ha pasado tanto tiempo que ya casi ni me acuerdo. Hace una tarde estupenda, Campion, ¿no es cierto?

El hombre que caminaba a su lado no respondió. Estaba demasiado ocupado intentando zafarse de un individuo que se había quedado mirando al anciano jefe de Scotland Yard y había terminado dándose de bruces contra él.

La gran mayoría de los transeúntes que habían salido de compras no prestaban atención al viejo inspector, pero, para unos pocos, su avance por la acera venía a ser como la progresión de un gran pez de río ante el que, prudentemente, los experimentados pececillos se dispersan.

El señor Albert Campion tampoco resultaba desconocido para quienes los miraban con interés, pero su campo era más reducido y exclusivo. Era un hombre alto de cuarenta y tantos años, extremadamente delgado; su pelo, antaño rubio, ya estaba casi totalmente blanco. Sus ropas eran lo bastante buenas para resultar poco llamativas, y su rostro ya maduro, oculto tras unas gafas de carey inusitadamente grandes, aún mostraba aquella extraña cualidad de anonimato que había dado tanto de qué hablar en su juventud. Tenía el valioso don de parecerse a una sombra elegante y, como un gran policía dijo de él una vez —con más envidia que otra cosa—, era un hombre que a primera vista no inspiraba miedo a nadie.

Había aceptado con ciertas reservas la inaudita invitación a almorzar de su jefe, y la no menos rara propuesta de salir a dar un paseo por el parque lo había llevado a reafirmarse en su decisión de no dejarse arrastrar a asunto alguno.

Oates, quien por lo general caminaba rápido y hablaba poco, parecía estar remoloneando. De pronto, sus fríos ojos alzaron la vista. El señor Campion siguió su mirada y vio que había ido a posarse en el reloj de la fachada de la joyería, dos puertas más abajo. Eran exactamente las tres y cinco. Oates olisqueó el aire con satisfacción.

—Vayamos a ver las flores —dijo, y cruzó por la calle.

El jefe se dirigía a un objetivo concreto. Se trataba de un grupo de pequeñas sillas de color verde dispuestas al pie de una haya gigantesca; su sombra las cubría por completo. El jefe se acercó y se sentó, cubriéndose las rodillas con los faldones de la gabardina, como si de una falda se tratara.

En aquel momento, el único ser viviente que tenían a la vista era una mujer que se hallaba sentada en uno de los bancos situados junto al camino de gravilla. Los rayos del sol iluminaban con nitidez su espalda encorvada y el cuadrado de periódico doblado que tenía ante sí; lo estaba estudiando con gran atención.

No se encontraba demasiado lejos de ellos. Su pequeña y achaparrada estampa estaba envuelta en una serie de ropajes de longitudes dispares, y, como estaba sentada con las rodillas cruzadas, podía atisbarse un conjunto de dobladillos multicolores sobre un leotardo caído en acordeón. En la distancia, daba la impresión de que el césped había invadido su zapato. Numerosos hierbajos brotaban de cada abertura, incluida la del dedo gordo. Hacía calor al sol, pero la mujer llevaba sobre los hombros lo que en su momento debía de haber sido una estola de piel, y, aunque no se le veía la cara, Campion pudo distinguir las greñas que pendían por debajo de los pliegues amarillentos de un antiguo velo, de los que se usaban para ir en automóvil y se ataban con un botón sobre la frente. Dado que la mujer llevaba el velo sobre un cartón cuadrado colocado sobre la cabeza, el efecto resultante era excéntrico y hasta patético, como a veces lo son las niñas pequeñas disfrazadas con vestidos fantasiosos.

De pronto, una segunda mujer apareció en el camino, de la misma forma en que aparecen las figuras recortadas contra la radiante luz del sol. El señor Campion, que en ese momento no tenía ganas de pensar en ninguna otra cosa, se dijo con morosidad que resultaba gratificante ver a la naturaleza recurrir tan a menudo a los diseños de los artistas más eminentes, y se alegró de ver a aquella hermosa y opulenta señora. Se ajustaba perfectamente al tipo requerido: los pies pequeños, el busto enorme, el sombrero blanco y alto a mitad de camino entre una copa de vino y un ramillete de flores y, por encima de todo, la inefable y coqueta candidez que emanaba de cada una de sus curvas.

El señor Campion se dio cuenta de que, a su lado, el jefe se ponía en tensión en el mismo momento en que la reluciente figura se detenía. El abrigo, fabricado por algún sastre habilidoso para que un torso con el aspecto de un saco de patatas adquiriese los contornos inofensivos de un jarrón, pareció quedar suspendido en el aire. El sombrero blanco se giró brevemente hacia uno y otro lado. Los piececitos flotaron hasta situarse al lado de la mujer sentada en el banco. Un guante diminuto picoteó el aire y la dama se puso en camino de nuevo, avanzando con el mismo aire inocente, aunque un tanto afectado y precario.

—¡Já! —musitó Oates cuando la mujer pasó frente a ellos y vieron la expresión virtuosa de su rostro sonrosado—. ¿Se ha fijado, Campion?

—Sí. ¿Qué es lo que le ha dado?

—Una moneda de seis peniques. De nueve, posiblemente. Quizá fuera un chelín.

El señor Campion miró a su acompañante, que no era muy dado a las frivolidades.

—¿Pura cuestión de caridad?

—Justamente.

—Ya veo. —Campion era el más cortés de los hombres—. Entiendo que resulte extraño —observó, sin querer comprometerse.

—Lo hace casi todos los días, más o menos a esta hora —explicó el jefe, insatisfecho—. Quería verlo con mis propios ojos. Ah, ahí viene el comisario…

Unas fuertes pisadas resonaron en el césped que había a sus espaldas, y el comisario Yeo, el policía más policía de todos los policías, rodeó el árbol para estrecharles las manos.

El señor Campion se alegró de verlo. Eran viejos amigos y se profesaban esa profunda estima que tantas veces se da entre temperamentos opuestos.

Los pálidos ojos de Campion se tornaron especulativos. De una cosa podía estar seguro: si aquello era una broma, por mucho que a Oates se le hubiera metido en su grisácea cabeza tomarle el pelo, Yeo no estaría dispuesto a perder una tarde siguiéndole la corriente.

—Bueno —dijo Yeo con aire malicioso—. Ustedes mismos lo han visto.

—Sí. —El jefe estaba pensativo—. Es curiosa la codicia humana. Supongo que se mencionará la exhumación en ese periódico, si es más o menos reciente, aunque la verdad es que no está leyéndolo…, a no ser que esté intentando aprendérselo de memoria. No ha dejado de mirar la misma página desde que estamos aquí.

Campion alzó su delgada barbilla durante un momento, pero al cabo de un instante volvió a acuclillarse para seguir trazando garabatos con un palo en el polvo del camino.

—¿El caso Palinode?

Los redondos ojos marrones de Yeo se clavaron en el rostro de su jefe por un instante.

—Veo que ha estado intentando despertar su interés —dijo Yeo con desaprobación—. Sí, señor Campion, esa mujer es la señorita Jessica Palinode. Es la menor de los hermanos y pasa todas las tardes sentada en ese banco, haga frío o calor, como una especie de florero.

—¿Y quién era la otra mujer? —Campion seguía con la vista fija en sus jeroglíficos.

—La señora Dawn Bonnington, de Carchester Terrace —intervino Oates—. La señora Bonnington sabe que «no hay que dar dinero a los mendigos», pero cuando ve a «una mujer que lo ha tenido que pasar muy mal en la vida» no puede evitar «hacer algo». No es más que una forma de superstición, claro está. A otras personas les da por tocar madera.

—Vamos, hombre. Tampoco es necesario darle tantas vueltas —gruñó Yeo—. La señora Bonnington viene al parque a pasear al perro todas las tardes, siempre y cuando no llueva. Al ver a la señorita Palinode sentada en ese banco cada día, se formó la idea, a todas luces comprensible, de que la pobre mujer no tenía dónde caerse muerta. En consecuencia, tomó la costumbre de darle algo todos los días, y la señorita Palinode no la ha rechazado nunca. Un día, uno de nuestros muchachos se fijó en que esto sucedía muy a menudo, y se acercó a la señorita Palinode para recordarle que la mendicidad está prohibida. Pero, al llegar a su lado, se fijó en lo que estaba haciendo y…, según él mismo reconoce, se quedó tan sorprendido que no se atrevió a decirle nada.

—¿Qué era lo que estaba haciendo?

—Un crucigrama en latín. —El comisario lo dijo sin alterarse—. Lo publican en una de esas revistas intelectualoides, junto a un par más en inglés, uno para adultos y otro para niños. El pobre agente, que también es uno de esos intelectualoides, suele hacer el crucigrama infantil, y reconoció la página al acercarse. Se quedó con la boca abierta al ver a la señorita Jessica estampando las palabras en el papel tan tranquila, y finalmente pasó de largo.

—Eso sí, al día siguiente solo estaba leyendo un libro, así que el agente decidió cumplir con su deber —agregó Oates con retranca—. Y la señorita Palinode le soltó un buen sermón sobre las normas de cortesía. Y también le dio una moneda de media corona.

—El agente no reconoce lo de la media corona. —La pequeña boca de Yeo estaba fruncida, aunque no podía ocultar que el asunto lo divertía—. Pero, bueno, el agente tuvo el buen sentido de averiguar el nombre y la dirección de la señorita, y le explicó la situación a la señora Bonnington. Ella no le creyó en absoluto (es una de esas mujeres), y desde entonces se ha visto obligada a entregar sus pequeñas dádivas cuando cree que no hay nadie mirando. Lo más curioso es que el muchacho asegura que la señorita Palinode acepta el dinero de buena gana. Dice que se queda esperándolo y se marcha hecha una furia si la señorita Bonnington no se presenta. Y bien, ¿le interesa, señor Campion?

El tercer hombre enderezó la espalda y esbozó una sonrisa a mitad de camino entre la disculpa y el remordimiento.

—La verdad es que no —dijo—. Lo siento.

—Es un caso fascinante —afirmó Oates, como si no lo hubiera oído—. Un caso de los que siempre van a estar en boca de todos. Y es que estamos hablando de una gente tan complicada, tan interesante… Sabe quiénes son, ¿no? De niño yo ya había oído hablar del profesor Palinode, el ensayista, y de su mujer, la poeta. Estos son sus hijos. Tan raros como inteligentes, todos viven de alquiler en la que antes era su propia casa. No es fácil acercarse a ellos, sobre todo desde un punto de vista policial, pero resulta que ahora tienen a un envenenador pululando por la casa. Pensaba que estas cosas eran lo suyo.

—Digamos que hoy en día lo mío son otras cosas —murmuró Campion a modo de disculpa—. ¿Y qué están haciendo sus hombres?

Oates le respondió sin mirarle:

—Bueno, el inspector que lleva el caso es el joven Charlie Luke. El hijo menor de Bill Luke —puntualizó—. Se acordará usted del inspector Luke. El comisario aquí presente y él estuvieron trabajando juntos en la brigada. Y si el joven Charlie tiene lo que hay que tener, cosa de la que estoy convencido, no veo por qué no va a poder resolverlo… con un poco de ayuda. —Posó una mirada esperanzada en Campion—. Le daremos toda la información que tenemos —prosiguió Oates—. Vale la pena escucharla. Lo más curioso es que todos los de esa calle parecen estar implicados, de un modo u otro.

—Discúlpenme, pero debo decirles que estoy al corriente de gran parte de esa información. —El hombre de las gafas de carey miró a sus acompañantes, apesadumbrado—. La propietaria de la casa en la que viven los Palinode es una artista de variedades retirada llamada Renee Roper. La conozco desde hace años. De hecho, me hizo un gran favor hace mucho tiempo, en una época en la que me relacionaba con bailarinas de ballet muy conocidas. Esta mañana ha venido a verme.

—¿Le ha pedido que la represente? —preguntaron los dos al unísono.

Campion se echó a reír.

—No, no —dijo—. Renee no es su asesina. Sencillamente le disgusta tener un asesinato o dos (¿ya son dos, Oates?) en sus bonitas y respetables manos. Me ha invitado a alojarme en su casa, con la idea de que solucione el asunto y le proporcione un poco de tranquilidad. No me he atrevido a decirle que no, de forma que me ha puesto al corriente de toda esta horripilante historia.

—¡Bueno! —El comisario se había erguido en el asiento, como un oso, con la seriedad pintada en sus ojos redondos—. No soy un hombre religioso —dijo—, pero ¿saben lo que pienso? Creo que se trata de un buen augurio. Es una coincidencia significativa, señor Campion, una coincidencia que no podemos ignorar. Es una llamada del destino.

Él se levantó y se quedó observando, más allá del césped iluminado por el sol, la forma sentada en el banco y las flores situadas a su espalda.

—No —repuso con tristeza—. No, dos cuervos no son suficientes para una llamada del destino, comisario. Según el dicho, hacen falta tres cuervos para eso. Tengo que irme.

2

EL TERCER CUERVO

Un cuervo significa peligro;

dos, desconocidos; tres, una llamada.

Se detuvo en lo alto de la pequeña loma y miró atrás. A sus pies, la escena se extendía como una miniatura reluciente, como si se encontrara bajo la cúpula de un pisapapeles de cristal. Contempló el césped brillante, la cinta del camino y, más allá, no mayor que una marioneta, la desaliñada figura con la cabeza en forma de champiñón, un borroso misterio agazapado en el banco oscuro.

Campion vaciló un instante y se sacó del bolsillo uno de esos minúsculos telescopios. Cuando se lo puso ante los ojos, la imagen de la mujer se precipitó hacia él a través del aire soleado; por primera vez, pudo verla con todo detalle. Seguía cabizbaja, con el periódico en el regazo, pero, de pronto, como si se hubiera dado cuenta de que la estaba observando, levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos, o eso le pareció. Pero Campion estaba demasiado lejos como para que ella hubiera visto el telescopio, o incluso como para haberse percatado de que él estaba mirando en su dirección. Su rostro lo dejó asombrado.

Bajo el borde irregular del cartón, claramente visible tras la abertura central del velo, aquella cara denotaba inteligencia. Tenía la piel oscura, los rasgos delicados y los ojos hundidos, y todo el conjunto parecía dar fe de su mente despierta.

Apartó el telescopio con rapidez, consciente de su intrusión, y, por pura casualidad, fue testigo de un pequeño incidente. Un chico y una chica habían aparecido entre los arbustos, justo detrás de la mujer. Estaba claro que no esperaban toparse con ella, y en el preciso instante en que aparecieron en el campo de visión de siete leguas de Campion, el chico se detuvo y pasó el brazo por los hombros de la chica. Emprendieron la retirada, caminando sigilosamente hacia atrás. El chico era el mayor de los dos, de unos diecinueve años de edad, y tenía la típica constitución desmañada y huesuda que augura corpulencia y peso. Llevaba la cabeza descubierta, mostrando un pelo rubio y desgreñado, y su rostro sonrosado estaba marcado por unas facciones feas pero agradables. Campion podía ver su expresión con claridad, y se sorprendió ante la inquietud que translucía.

La chica era un poco más joven, y la primera impresión de Campion fue que iba vestida de forma un tanto extraña. Recortándose contra las flores de vívidos colores, su cabello relucía con un lustre negroazulado, muy parecido al que lucen las amapolas en la parte central de la flor. Resultaba imposible apreciar su rostro con claridad, pero Campion se fijó en la alarma que destilaban sus ojos redondos y, sorprendido una vez más, detectó en ellos la misma indefinible aserción de inteligencia.

Los siguió con el telescopio hasta que llegaron a un santuario formado por un grupo de tamariscos y desaparecieron. Se moría de curiosidad. Las palabras de Yeo, afirmando que su intervención en el caso Palinode era cosa del destino, le vinieron a la mente como una profecía.

A lo largo de aquella semana se habían sucedido una serie de coincidencias que le habían hecho tener el caso muy presente. La aparición casual de estos dos jóvenes era el último de tales episodios. Se dio cuenta de que sentía una gran curiosidad por saber quiénes eran y por qué temían ser vistos por la insólita bruja sentada en el banco.

Se alejó a paso rápido. No podía permitir que el viejo hechizo volviese a caer sobre él. Dentro de una hora, telefonearía al Gran Hombre y aceptaría con gratitud y modestia la extraordinaria buena fortuna que había obtenido gracias a sus amigos y allegados.

Estaba cruzando la calle cuando se fijó en una vieja limusina con un blasón familiar en la portezuela.

La ilustre señora, una viuda de gran renombre, estaba esperándolo con la ventanilla bajada. Campion se acercó y se quedó plantado ante ella, con la cabeza descubierta bajo el sol.

—Mi querido muchacho. —Su fina voz tenía el encanto de un mundo desaparecido dos guerras atrás—. Lo he visto por casualidad y he decidido detenerme para decirle lo mucho que me alegro. Ya sé que se trata de un secreto, pero Dorroway vino a verme anoche y me lo contó todo con la mayor discreción. Así que ya está decidido. Su madre estaría muy contenta.

El señor Campion le respondió con los sonidos de gratitud pertinentes, pero en sus ojos había una nota de desolación que la experimentada mujer no podía ignorar.

—Una vez que esté allí le gustará —dijo, recordándole las mentiras que en su momento le habían contado sobre el colegio—. Al fin y al cabo, se trata del último lugar civilizado que queda en el mundo, y el clima es estupendo para los niños. ¿Y cómo está Amanda? Sin duda va a volar hasta allí con usted, como es natural. Diseña sus propios aviones, ¿no es así? Qué listas son las chicas de hoy.

Campion titubeó.

—El plan es que venga más adelante —dijo por fin—. Su trabajo es verdaderamente importante, y me temo que va a tener que atar muchos cabos antes de poder marcharse.

—¿En serio? —Los ancianos ojos de la aristócrata lo miraron con astucia y desaprobación—. No permita usted que se retrase mucho tiempo. Desde el punto de vista social, es fundamental que la esposa de un gobernador esté a su lado desde el principio.

Campion pensó que lo dejaría ahí, pero resultó que a la mujer se le había ocurrido otra cosa.

—Por cierto, estaba pensando en ese sirviente tan extraño que tiene usted —dijo—. Tugg… o Lugg. El que tiene esa voz tan insufrible. Debe usted irse sin él. Lo entiende, ¿verdad? Dorroway se había olvidado de él, pero prometió mencionarle el asunto. Esos pobres individuos que son tan fieles a su amos pueden llegar a ocasionar grandes equívocos y causar muchos daños. —Sus labios azulados moldeaban las palabras con meticulosidad—. No sea usted tonto. Se ha pasado la vida entera malgastando sus capacidades en el afán de ayudar a personas que no lo merecen, a invididuos que se han metido en problemas con la policía. Ahora tiene la oportunidad de ocupar un cargo que incluso su propio abuelo habría considerado adecuado. Me alegro de poder verlo. Adiós, y mi más sincera enhorabuena. Por cierto, haga que le confeccionen las ropas de su hijo en Londres. Tengo entendido que las modas de ese lugar son más bien extravagantes y que a los niños no les sientan bien.

El gran coche se puso en marcha. Campion siguió su camino con lentitud. Se sentía como si estuviera arrastrando una pesada espada ceremonial, y seguía igual de deprimido cuando salió del taxi ante la puerta de su apartamento en Bottle Street, la calle cortada que se extiende hacia el norte desde Piccadilly.

La angosta escalera le resultaba tan familiar y amigable como un viejo abrigo, y, cuando la llave giró en la cerradura, toda la calidez del santuario en el que había estado viviendo desde que abandonó Cambridge corrió a recibirlo como lo habría hecho una amante. Contempló detenidamente la sala de estar por primera vez en casi veinte años, y se sintió atónito al toparse con el selvático montón de trofeos que tantos recuerdos le traían. Prefirió no mirarlos.

En el escritorio, el paciente teléfono aguardaba inmóvil, y, trás él, el reloj indicaba que faltaban cinco minutos para la hora. Se preparó para lo que lo esperaba. Había llegado el momento. Cruzó la estancia a paso rápido, con la mano extendida.

La nota que descansaba sobre el secante llamó su atención, pues estaba clavada a la superficie con una daga de hoja azulada, un recuerdo de su primera aventura que se había acostumbrado a utilizar como abrecartas. Se sintió irritado por la extravagancia del truco, pero dos cosas llamaron su atención: la tipografía experimental del encabezamiento de la carta y la espontaneidad del anuncio publicitario. Campion agachó la cabeza para empezar a leer:

Cortesía — Comprensión — Confort

en el tránsito al más allá

Jas Bowels e Hijo

Servicios funerarios «con sentido práctico»

Entierros familiares

12, Apron Street,

Londres W3

«Sea usted rico o no tenga un denario,

nos hacemos cargo de su calvario.»

A la atención del Sr. Magersfontein Lugg,

En casa del muy honorable Sr. A. Campion,

12a Bottle Street,

Piccadilly,

Londres

Querido Magers,

Si Beatty estuviera viva que ya no es así convendrás conmigo en que es una pena sería ella la que estaría escribiendo esta carta y no yo o mi chaval.

Esta tarde nos estábamos preguntando si podrías ayudarnos a que tu señorito, si es que sigues trabajando para él y esto te llega, nos echara una mano con el jaleo de los Palinode sobre el que habrás leído en el periódico.

Las exhumaciones, como las llamamos en el sector, nunca son agradables y también son malas para el negocio que antes de todo esto iba mucho mejor.

Los dos pensamos que nos iría bien que tu señorito nos ayudara con la policía etcétera y que nosotros podríamos ser útiles para quienes no van de azul, tú ya me entiendes.

Sin forzarlo demasiado, traetelo un día a tomar el té y charlar un poco, pues no tenemos mucho que hacer después de las tres y media, y vamos a tener menos que hacer si las cosas siguen por este camino.

Recibe un abrazo, con la esperanza de que todo haya quedado olvidado.

Tuyo afectuosamente,

Jas Bowels

Cuando alzó la cabeza del papel, detectó un movimiento en la entrada que había tras él; el suelo tembló con suavidad.

—Hay que tener una jeta de hormigón armado, ¿eh? —La pintoresca personalidad de Magersfontein Lugg invadió la sala como solo lo hace el olor a comida. Llevaba puesto un déshabillé y sujetaba ante sí una pieza de ropa interior de cuerpo entero, confeccionada en franela gruesa; a primera vista, parecía que iba disfrazado del trasero de un elefante de pantomima. La «voz tan insufrible» que había mencionado la gran señora no era más que cuestión de gustos, en realidad. Muy pocos actores lograrían imitar la expresividad y la ductilidad que había en aquel resonante retumbo.

—Un hombre horroroso, ese Bowels del demonio. Ya se lo dije a ella cuando se casó con él.

—¿Justo en la boda? —preguntó su jefe con curiosidad.

—Después de haberme bebido media botella de champán.—Pareció recordar el episodio con satisfacción.

Campion posó la mano sobre el teléfono.

—¿Y quién era ella? ¿Su amor verdadero, Lugg?

—¡No, por Dios! Era mi hermanita. Ese maldito paleador de gusanos es mi cuñado. Llevaba treinta años sin dirigirle la palabra y sin pensar en él… hasta que hoy ha llegado esto.

Campion se sorprendió al ver que su viejo compañero de fatigas lo miraba directamente a los ojos, cosa que no había pasado en mucho tiempo.

—Jas se lo tomó como un cumplido. —Sus relucientes ojillos lo observaron a través de los pliegues circundantes, con una agresividad que no llegaba a encubrir el reproche e incluso el pánico que anidaban en su interior—. Es un tipo de esos. Me cogió tirria después de que me retirasen de la circulación una temporadita, ¡como si a él también lo hubieran metido allí dentro por mi culpa! Se puso hecho una furia y me devolvió el regalo de boda que compré para mi Beatty, haciéndome unas cuantas preguntas del tipo al que usted y yo no estamos acostumbrados. No quise volver a saber nada más de él en la vida. Y ahora aparece de repente, me dice que, por cierto, mi hermana lleva un tiempo muerta, cosa que yo ya sabía, y me pide un favor. No es más que una coincidencia, ya lo sabe. ¿Quiere que vaya fuera mientras hace usted sus llamadas?

Campion, delgado y con gafas, se alejó del escritorio.

—¿Es que están ustedes compinchados? —preguntó con brevedad.

El lugar donde antaño estuvieran las cejas del señor Lugg se alzó hasta alcanzar la calva bóveda de su cráneo. Dobló su pieza de ropa interior con cuidado.

—Haremos como que no he oído eso —dijo, con aire muy digno—. Solo estoy preparando mis cosas. Tampoco pasa nada. Ya tengo escrito el anuncio.

—¿El qué?

—El anuncio. «Caballero al servicio de caballeros busca un empleo interesante. Referencias extraordinarias. Preferencia por títulos nobiliarios.» Es eso, más o menos. No puedo ir con usted, jefe. No quiero verme envuelto en un conflicto internacional.

El señor Campion se sentó a releer la misiva.

—¿A qué hora ha llegado esto, exactamente?

—Con el último reparto del correo, hace diez minutos. Puedo enseñarle el sobre si no se lo cree.

—¿Sería posible que la vieja Renee Roper estuviera detrás de todo esto?

—La señora Roper no fue quien casó a mi hermana con este individuo, si a eso se refiere. —Lugg hablaba en tono desdeñoso—. No se ponga tan nervioso, hombre. Lo de Bowels es una simple coincidencia, la segunda con la que se ha encontrado en relación a este embrollo de los Palinode. Pero no se ponga nervioso. No es para tanto. Y, de todas formas, ¿a usted qué le importa Jas?

—Jas Bowels viene a ser el tercer cuervo, ya que quiere saberlo —dijo Campion. Al cabo de un momento, su rostro adoptó una expresión de tranquila felicidad.

3

CHAPADA A LA ANTIGUA

Y MUY POCO COMÚN

El inspector de división lo estaba esperando en el piso superior del Platelayers Arms, un bar discreto y muy chapado a la antigua, situado en una de las calles más oscuras de su distrito.

Campion se encontró con él unos minutos después de las ocho, según lo convenido con el comisario. Al teléfono, la voz de Yeo había sonado aliviada y satisfecha.

—Sabía que no iba a poder resistirse —le dijo, jovial—. Uno no puede luchar contra su naturaleza. Siempre lo empuja a determinado tipo de situaciones. Lo he visto un montón de veces. A usted lo ha enviado el cielo, no solo la comisaría, para que investigue a la familia Palinode. Voy a hablar con Charlie Luke inmediatamente. Sugiero que se encuentren en ese pub que hay en Edwardes Place. Le caerá bien Charlie, ya lo verá.

Y ahora, al terminar de subir las escaleras de madera y entrar en el reservado situado justo sobre la gran barra circular, los pálidos ojos del señor Campion examinaron al hijo de Bill Luke. El tipo era de los duros. Sentado en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos, el sombrero sobre los ojos y la tela de su gabardina de paisano deformada por los músculos, su aspecto recordaba al de un gangster. Era un hombre grande, pero su maciza estructura ósea tendía a disimular su envergadura. Tenía el rostro moreno y animado, la nariz fuerte y los ojos achinados y atentos; Campion pudo apreciar que en su sonrisa, presta a recibirlo, había cierta ferocidad.

El inspector se levantó al momento y tendió la mano en su dirección.

—Me alegro de verlo, señor —dijo. Su tono dejaba claro que incluso le habría rezado a Dios para que así fuera.

El inspector de división está al cargo de su propio territorio, a no ser que en su zona tenga lugar algo tan inusual que su comisario de área en Scotland Yard se sienta obligado a enviarle ayuda. Y siempre existe la posibilidad de que el inspector de división tenga que limitarse a hacer de segundo de a bordo, a pesar de conocer mejor el distrito. Campion se hacía cargo de la situación.

—Espero que no sea para tanto —dijo, mostrándose encantador—. ¿De cuántos asesinatos relacionados con la familia Palinode estamos hablando?

Los ojos achinados parpadearon al mirarlo, y Campion advirtió que Luke era más joven de lo que había supuesto; debía de tener treinta y cuatro o treinta y cinco años como mucho, una edad extraordinariamente temprana para su rango.

—Lo primero de todo: ¿qué le apetece beber? —Pulsó con el pulgar la joroba del timbre que había en la mesa—. Se lo explicaré todo con detalle una vez que Mamá Chubb nos haya servido y se haya marchado.

Les sirvió la tabernera en persona. Era una mujercita de ojos y movimientos rápidos, con el rostro cortés y serio y el cabello gris recogido intrincadamente bajo una redecilla.

Saludó a Campion con un gesto de la cabeza, sin mirarlo de forma directa, y se alejó al trote con el dinero.

—Bien —dijo Charlie Luke, pestañeando. Su voz, tan fuerte y elástica como sus propios hombros, tenía un deje rural—. No sé qué le habrán explicado, pero voy a contarle la historia tal y como yo mismo me fui enterando. Todo empezó con el pobre doctor Smith.

Campion nunca había oído hablar del tal doctor Smith, pero de pronto el médico apareció junto a ellos en el local. Empezó a cobrar forma como un retrato dibujado a lápiz.

—Un hombre alto y muy mayor, bueno, no tan mayor, de cincuenta y cinco años, casado con una arpía. No hace más que trabajar; concienzudo a más no poder. Por las mañanas sale de casa dándole vueltas al trabajo que le espera en la consulta: un pequeño local con escaparate, como una lavandería. Siempre camina encorvado, su espalda parece la de un camello. Lleva los pantalones muy holgados y con los fondillos abolsados a más no poder. La cabeza echada hacia delante, como un galápago, se le balancea. La mirada siempre inquieta. Buena gente. Amable. No tan prestigioso como otros, no tiene tiempo para lucimientos, pero todo un profesional. Un profesional de la vieja escuela. Un hombre completamente volcado en su trabajo, no conviene olvidarlo. Y de pronto empiezan a llegarle cartas difamatorias, cosa que lo angustia.

Charlie Luke hablaba sin prestar mucha atención a la sintaxis o a la coherencia, pero se expresaba con todo el cuerpo. Al describir la espalda del doctor Smith, encorvaba su propia espalda. Al mencionar el escaparate de la consulta, trazaba con las manos un cuadrado en el aire. Rebosaba de una energía que era más física que nerviosa y que impregnaba todo su discurso, subrayando los hechos con efectividad.

Campion estaba empezando a sentir en sus propias carnes la ansiedad del galeno. Las palabras brotaban de su interlocutor de forma torrencial.

—Luego le enseño las pruebas más asquerosas —dijo—. Por el momento, resumo. —Se disparó de nuevo, bombeando con una boca vigorosa y musculada las palabras que al momento las manos enfatizaban—. Las acostumbradas acusaciones calumniosas. Hice que un psicólogo les echara un vistazo. Dice que, como era de esperar, probablemente estemos ante unos textos de autoría femenina. Al parecer se trata de una mujer sexualmente experimentada y con más estudios de los que uno pensaría en un principio, al ver las faltas de ortografía. Acusa al médico de ser cómplice de un asesinato. Una anciana llamada Ruth Palinode, asesinada y enterrada sin despertar sospechas, al parecer. Se supone que el médico es culpable. El médico empieza a estar cada vez más angustiado. Tiene la impresión de que a sus pacientes les están llegando unos anónimos parecidos. Empieza a otorgarles una importancia exagerada a los comentarios que le hacen. El pobre diablo comienza a darle vueltas a la cabeza. Repasa los síntomas que tenía aquella mujer. Cada vez más asustado. Se lo cuenta a su esposa, quien aprovecha para martirizarlo. El médico empieza a sufrir de los nervios y visita a otro matasanos, que lo obliga a llamarnos. Y entonces me asignan el caso.

Respiró un momento y bebió un trago de whisky con agua.

—«¡Por Dios, muchacho!», me dice. «Es posible que la envenenaran con arsénico. Ni se me ocurrió pensar en veneno». «Bueno, doctor», respondo yo, «puede que no fuera nada en absoluto. Pero hay que investigar el caso. Averiguaremos lo que pasó y todo se aclarará de una vez». Ahora pasamos a Apron Street.

—Le sigo —dijo Campion, esforzándose en no dar ninguna muestra de agotamiento—. La casa de los Palinode, ¿no es así?

—Todavía no. Antes era preciso preguntar por la calle. Esa calle tiene su miga. Una callecita de nada, con pequeñas tiendas a uno y otro lado. En un extremo, el teatro Thespis, donde antes estaba la vieja capilla, un teatro serio y respetable; en el otro, Portminster Lodge, la casa de los Palinode. En los últimos treinta años, el barrio se ha venido abajo como un borracho, y lo mismo les ha pasado a los Palinode. Ahora la casa de la familia es propiedad de una antigua artista de variedades reconvertida en dueña de pensión. A los Palinode no les llegaba para pagar la hipoteca, esta señora cobró una herencia y su propia casa fue bombardeada durante la guerra, así que se mudó a la vivienda con algunos de sus huéspedes y pasó a convertirse en la nueva patrona de los Palinode.

—La señorita Roper es una vieja conocida mía.

—¿En serio? —Los ojos brillantes se abrieron de par en par en el rostro del policía—. Entonces puede decirme una cosa. ¿Es posible que fuera ella quien escribiera esas cartas?

Campion enarcó las cejas.

—No la conozco lo suficiente como para determinarlo —murmuró—. Eso sí, diría que la señorita Roper es completamente incapaz de dejar una carta sin firmar.

—Ah, lo mismo pienso yo. Me encanta esa mujer. —Luke hablaba con convicción—. Pero nunca se sabe, ¿verdad? —Su manaza surcó el aire—. Piénselo. Una mujer sola, que ya ha dejado atrás la mejor etapa de su vida, para la que todo es un fastidio y un aburrimiento, que seguramente detesta a esa vieja y engreída familia de gorrones, quienes seguramente la tratan con condescendencia, por mucho que la condenada casa sea ahora de ella. —Hizo una pausa y agregó—: Yo no se lo echaría en cara, no crea —dijo con repentina sencillez—. Toda mente tiene sus pequeños mecanismos retorcidos, y son las circunstancias las que a veces llevan a que entren en funcionamiento. No quiero ensañarme con esta pobre mujer. Lo único que quiero es saber lo que pasó. Es posible que quisiera quitarse de encima a toda la familia y no supiera muy bien cómo hacerlo. O quizá se encaprichara del médico y quisiera ponerlo en un apuro. Aunque ya está mayor para esos jueguecitos, claro está.

—¿Alguna otra persona?

—¿Que pueda haber escrito las cartas? Unas quinientas. Cualquiera de los pacientes del médico. A veces puede ponerse muy desagradable cuando la bruja de su mujer lo ha estado atosigando, y, por definición, todos esos pacientes suyos están enfermos, ¿no? Y luego está esa calle. No voy a describírsela casa por casa, porque nos llevaría la noche entera. Pero beba, por favor, señor. En fin, le haré un pequeño resumen. En la esquina situada frente al teatro hay un colmado-ferretería. El propietario es un hombre de campo que vino a vivir a Londres hace cincuenta años. Lleva la tienda como si fuera un almacén de pueblo. Siempre tiene problemas; a veces deja el queso demasiado cerca de la parafina. Y no es el mismo desde que murió su esposa. Conoce a los Palinode de toda la vida. El padre de la familia lo ayudó en sus comienzos, y tengo la impresión de que, si no fuera por él, algunos de los de la casa se morirían de hambre antes de fin de mes.

»Junto al colmado está el almacén de carbón, que es nuevo. Y al lado está la consulta del médico. Y al lado está la verdulería. Buena gente. Una familia con muchas hijas. Las caras llenas de pintura y las manos llenas de tierra. Y al lado, señor Campion, está la farmacia.

Charlie Luke había estado hablando en tono quedo, pero su voz resonaba tanto que, incluso al susurrar, hacía vibrar los paneles de madera. Campion se sintió agradecido por el repentino silencio.

—¿La farmacia tiene algún interés? —inquirió su oyente, fascinado por aquella interpretación.

—Papá Wilde es todo un personaje —dijo Luke—. ¡Menuda farmacia la suya! ¡Menudo emporio! ¿Ha oído hablar del «Jarabe Dinamita, antitusivo y regulador de la digestión, de Mamá Appleyard»? No, claro que no, pero seguro que su abuelo lo tomaba. Pues Papá Wilde todavía lo vende, en su envoltorio original y todo. En la farmacia hay decenas de cajoncitos con porquerías de todo tipo; parece el dormitorio de una señora mayor, huele que echa para atrás… Y Papá Wilde lo preside todo, ¡con esas pintas que lleva! El pelo teñido, el cuello de la camisa así —Luke alzó la barbilla y abrió los ojos de forma desorbitada—, una corbatita negra, los pantalones a rayas. Cuando el viejo Joey y Pantaleón Bowels desenterraron a la señorita Ruth Palinode, estuvimos un buen rato helándonos a la intemperie, esperando a que sir Doberman terminara de llenar sus malditos frascos de una vez, y me puse a pensar en Papá Wilde. No digo que fuese él quien administrara el veneno, pero estoy convencido de que el producto procedía de su farmacia.

—¿Cuándo esperan recibir el informe del laboratorio?

—Ya tenemos uno provisional. Esta noche nos entregan el definitivo. A medianoche, o al menos eso nos han prometido. Si se trata de algo que solo pudo haber sido administrado con intención criminal, despertaremos a los sepultureros y exhumaremos al hermano inmediatamente. Ya tengo la orden judicial. Odio esta clase de trabajo. El olor es lo peor.

Meneó la cabeza como lo haría un perrillo mojado por la lluvia, y bebió un trago.

—Estamos hablando del hermano mayor, ¿no? ¿Del mayor de todos?

—Sí. Edward Palinode, de sesenta y siete años de edad en el momento del fallecimiento, en marzo. ¿Cuánto hace? ¿Siete meses? Esperemos que ya no esté. El cementerio es viejo y siempre llueve, así que ya no debería estar.

Campion sonrió.

—Me ha dejado en esa botica tan extravagante —recordó—. ¿Dónde vamos ahora? ¿Directos a casa de los Palinode?

El inspector de división lo pensó un momento.

—Vayamos pues —convino, con inesperada reticencia—. Al otro lado de la calle solo están ese viejo demonio de Bowels, el banco (una pequeña sucursal del Banco Clough), la entrada al callejón lateral y el peor pub del mundo, un local llamado Footman’s. Muy bien, señor, finalmente hemos llegado a la casa. Está en la esquina, en la misma acera que la farmacia. Es enorme. Como ya le he dicho, es uno de esos edificios con el sótano a la vista. Está muy pero que muy dejada y a un lado tiene un pequeño jardín desastrado, lleno de malas hierbas y calveros. Hay gatos y bolsas de papel por todas partes.

Se detuvo. Había perdido parte de su entusiasmo y miraba a Campion con ojos sombríos.

—¿Sabe qué? —anunció repentinamente—. Creo que ya puedo mostrarle al capitán.

Había un gran cartel en el centro de la pared; se trataba de un anuncio de whisky irlandés. Charlie Luke se puso en pie sin hacer ruido y, con esa tranquila delicadeza tan propia de los más fuertes, levantó la lámina enmarcada. Detrás de ella había un ventanuco por el que un propietario precavido podría contemplar a toda su clientela. Los reservados se extendían desde la barra central como los radios de una rueda, albergando a distintos grupos de parroquianos. Los dos hombres se mantuvieron a cierta distancia del cristal y, con las cabezas juntas, echaron una ojeada a la abarrotada sala.

—Ahí está. —Los susurros de Charlie Luke recordaban al rumor de una artillería lejana—. En el lateral. El hombre alto que está en el rincón. El del sombrero verde.

—¿El que está hablando con Price-Williams, el del Signal? —Campion había reparado en la cabeza finamente cincelada del más sagaz de todos los periodistas de sucesos.

—El pequeño Price no le ha sacado nada de nada. Está aburrido. Fíjese en cómo se rasca la cabeza —dijo el inspector de división con suavidad. Era la voz del pescador, experimentada, paciente, interesada y apasionada.

El capitán ofrecía una estampa muy militar. Tendría algo menos de sesenta años, y su figura era la de un delgado eduardiano que estaba entrando suavemente en la vejez. Llevaba el pelo y el bigotito tan cortos que parecían ser de un color indeterminado, ni rubio ni gris. Campion no podía oír su voz, pero intuía que era de acento cortés y tono desdeñoso. También intuía que tenía el dorso de las manos moteado, como la piel de una rana, y que probablemente llevara un discreto anillo grabado en el dedo y tarjetas de visita en el bolsillo.

Le resultaba asombroso que un hombre como aquel tuviera una hermana que se cubría la cabeza con un trozo de cartón y un velo de automovilista, y así lo dijo. Luke se disculpó al momento.

—Disculpe. Tendría que habérselo dicho. Él no es uno de los Palinode. Sencillamente vive en la casa. Renee se lo trajo de su vivienda anterior. Es uno de sus inquilinos de siempre, y ahora tiene una de las mejores habitaciones. Se llama Alastair Seton y forma parte del ejército regular, aunque está en la reserva. Por un problema de corazón, creo. Cobra una pensión de cuatro libras y catorce peniques a la semana. Pero es un caballero y hace lo posible por vivir como tal, pobre diablo. Este es el pub al que viene en secreto.

—Ah, claro —convino Campion—. Viene aquí tras mencionar de pasada que tiene una importante cita de trabajo, supongo.

—Exacto. —Luke asintió—. La cita es con Nellie y media pinta de cerveza. En realidad disfruta de estas salidas, muy a su pesar. Por una parte se siente escandalizado por haber entrado en contacto con un ambiente tan sórdido, pero por otra parte le puede la excitación.

Guardaron silencio un momento. Campion estaba examinando la multitud. Se quitó las gafas y dijo, sin volverse:

—Inspector, ¿por qué no quiere hablarme de los Palinode?

Charlie Luke se sirvió otro vaso y levantó la vista. Sus ojos miraron a Campion con una sinceridad repentina.

—Porque, simplemente, no puedo —respondió.

—¿Cómo es eso?

—No los entiendo. —Su voz recordaba a un alumno modélico que de pronto se confesara ignorante.

—¿Qué quiere decir?

—Eso mismo. Que no entiendo lo que dicen. —Volvió a sentarse a la mesa y abrió sus musculosas manos—. Si hablaran en una lengua extranjera, me buscaría un intérprete —dijo—. Pero no es eso. Y el problema tampoco estriba en que no hablen. Les gusta hablar; se pasan horas enteras hablando. Pero cuando salgo de su casa me duele la cabeza, y al leer las transcripciones me veo obligado a llamar al taquígrafo para preguntarle si ha pillado bien lo que decían. Él tampoco está seguro.

Se produjo una pausa.

—Hum… ¿Se expresan con palabras muy largas y complejas? —preguntó Campion, intentando utilizar un tono casual.

—No, no en particular. —Luke no se sentía ofendido. Más bien parecía triste—. Los Palinode son tres —dijo finalmente—. Por lo menos puedo dejarle eso claro. Hay dos muertos, pero tres siguen con vida. El señor Lawrence Palinode, la señorita Evadne Palinode y, la menor, la señorita Jessica Palinode. La señorita Jessica es la del parque, la mujer a la que le dan limosnas. Ninguno de ellos tiene dinero, por lo que Dios sabe por qué a alguien le ha dado por empezar a matarlos. Y no están locos, no. Es un error que cometí al principio. Pero bueno, señor, todo esto no lleva a ninguna parte. Lo mejor es que lo vea todo con sus propios ojos. ¿Cuándo tiene previsto trasladarse?

—Ahora mismo, si le parece bien. He venido con una maleta.

El inspector de división emitió un gruñido.

—La verdad es que me hace un favor —dijo en tono serio—. Tenemos a un hombre vigilando la puerta, pero lo conoce a usted de vista. Su nombre es Corkerdale. Siento no poder decirle nada sobre esta gente, señor Campion, pero son una familia chapada a la antigua y muy poco común. No me gusta esta descripción, pero es la única que puedo darle.

Fijó la mirada en el vaso y se frotó el estómago.

—El asunto ha llegado a tal punto que, cuando pienso en ellos, me siento un poco enfermo. Le comunicaré las conclusiones del informe del analista tan pronto como lo tenga en mis manos.

Campion terminó su bebida y cogió su pequeña maleta. Entonces se acordó de algo.

—Por cierto, ¿quién es la chica? —preguntó—. La joven morena. Apenas pude verle la cara.

—Se llama Clitia White —repuso Luke—. Es una sobrina que tienen. En su momento, los hermanos Palinode fueron seis. Una de las hermanas se fue de casa y se casó con un médico, y ambos se marcharon juntos a Hong Kong. Durante la travesía, el barco se hundió, y los dos estuvieron a punto de morir ahogados. Cuando la niña nació su madre seguía empapada de agua de mar. De ahí el nombre. No me pregunte más detalles. Es lo que me han dicho: «de ahí el nombre.»

—Entiendo. ¿Ella también vive con Renee?

—Sí. Sus padres la enviaron a Inglaterra, lo que fue una suerte, pues no tardaron mucho en morir. Ella no era más que una niña pequeña. Ahora tiene dieciocho años y medio. Trabaja en la redacción del Literary Weekly, donde hace un poco de todo, desde poner sellos en los sobres hasta vender los ejemplares sobrantes enviados por las editoriales. Tiene previsto dedicarse a la escritura tan pronto como aprenda a mecanografiar.

—¿Y quién es el chico?

—¿El de la moto? —Luke pronunció las palabras con tanta agresividad que Campion dio un respingo.

—No vi que tuviera una moto. Estaban en el parque…

El final de la frase quedó en el aire. De pronto, el rostro aún juvenil de Charlie Luke se había oscurecido varias tonalidades; sus párpados triangulares ocultaban sus brillantes ojos.

—Un perro sarnoso y una gatita descarriada, eso es lo que son —dijo con el ceño fruncido. Entonces levantó la cabeza, soltó una carcajada repentina y, con una gracia impregnada de autodesprecio, agregó—: Una bonita gatita descarriada… Todavía no ha abierto los ojos.