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En plena época de la Regencia, Inglaterra no está preparada para lidiar con una joven como Theodora Ettings. Dora, que de niña perdió media alma a manos de las hadas, a sus veinte años está muy lejos de ser la señorita casadera que su familia querría. Incapaz de sentir miedo o vergüenza, causa innumerables escándalos a su paso provocando el bochorno entre los londinenses. Para colmo de males, el insufrible sorcier real, despreciado por toda la sociedad, será el primero en descubrir el secreto de su infancia. Ambos se verán envueltos en los siempre peligrosos asuntos de las hadas, cuyos engaños tan solo son comparables con los de la alta sociedad inglesa y Dora tendrá que demostrar hasta donde puede llegar una joven con tan solo media alma. «Encantadora sin ser frívola, dulce pero no empalagosa, una novela de bondad intrínseca en lugar de simple amabilidad. La adoré.» Alix E. Harrow Nuestra edición incluye el relato «El sorcier real» que acompaña la novela además de detalles ilustrados interiores.
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Seitenzahl: 421
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Título original: Half a Soul
HALF A SOUL © Olivia Atwater, 2020
THE LORD SORCIER © Olivia Atwater, 2020
Todos los derechos reservados
© de la traducción: Laura Moreda Caballero, 2024© de esta edición: Duermevela Ediciones, 2024
Calle Acebal y Rato, 3, 33205 Gijón
www.duermevelaediciones.es
Primera edición: junio de 2024
Ilustración de la cubierta e interiores: ©Cinthya ÁlvarezMaquetación: Almudena Martínez
ISBN: 978-84-127672-7-8
Producción del ePub: booqlab
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Dramatis Personae
Media Alma
El sorcier real
Agradecimientos
Theodora Eloisa Charity Ettings: hija del anterior lord Lockheed, bajo la tutela del actual lord Lockheed; solo posee media alma; se la conoce por el nombre de Dora
Vanessa Ettings: hija de lord Lockheed; prima pequeña de Dora; muy codiciada en el mercado matrimonial
Frances Ettings: lady Lockheed; tía y tutora de Dora; alcahueta
Lady Hayworth: condesa de Hayworth; amiga de la tía Frances; otra alcahueta
Elias Wilder: el zafio sorcier real y hechicero de la corte de Inglaterra; todos los días realiza tres cosas imposibles antes del desayuno
Sr. Albert Lowe: el tercer hijo de lord Carroway; médico caritativo y veterano de guerra; el único hombre en todo Londres que disfruta de la compañía del sorcier real
Lord Carroway: el vizconde de Carroway; padre de Albert
Lady Carroway: la vizcondesa de Carroway; madre de Albert
Srta. Henrietta Jennings: solterona, carabina y antigua institutriz; acompañante de la hija de lady Hayworth
George Ricks: patrón del asilo de la calle Cleveland
Sra. Martha Dun: viuda de un mercader; dirige un orfanato financiado por lady Carroway y el sorcier real
Sr. Edward Lowe: el hijo mayor de lord Carroway; hermano mayor de Albert; un soltero de lo más codiciado
Abigail: una niña afectada por la plaga del sueño
Lord Vallebaldío: noble feérico; el marqués de Vallebaldío; le fascinan los modales ingleses; posee la mitad del alma de Dora y varias chaquetas de muy buena calidad
Lady Sotoduelo: hada baronesa y carabina severa
Lord Negraespina: hado vizconde y amante de lo inglés
Theodora Eloisa Charity Ettings era un nombre muy largo para una niña tan pequeña. A su tía le gustaba decir que quizá por eso era tan revoltosa, para cuando uno había terminado de gritar «¡Theodora Eloisa Charity Ettings, vuelve aquí ahora mismo!» la mayoría de las veces ya no quedaba ni rastro de la susodicha.
Aquel día, Theodora Eloisa Charity Ettings, de diez años —que por regla general prefería que la llamaran Dora— estaba ocupada en huir de sus captores adultos para adentrarse en el bosque que había tras la mansión Lockheed. El bosque estaba repleto de árboles ideales para escalar y arroyos embarrados en los que mancharse el dobladillo de la falda, lo cual sonaba mucho más interesante que estar sentada aprendiendo a bordar con su prima Vanessa.
Los gritos de la tía Frances se desvanecieron cuando Dora atravesó la línea de los árboles entre risitas nerviosas. Algunos rizos de color dorado cobrizo se le engancharon en las ramas, escapándose del moño bien arreglado. Dora tropezó con sus inmaculadas faldas blancas y recobró el equilibrio justo a tiempo para evitar caerse: pero la punta del zapato hundió la tela del dobladillo en el barro, manchando el vestido y el calzado. Más tarde, la tía de Dora se pondría furiosa y le impondría un castigo severo… pero, por ahora, era libre y tenía intención de aprovechar a fondo su libertad mientras pudiera.
Al otro lado del arroyo, cerca del nido de mirlos que había encontrado la última vez, había un árbol especialmente bueno para escalar. Dora siempre se atascaba antes de llegar demasiado alto, pero tras cavilar sobre el problema durante más de dos semanas, estaba segura de que esta vez sería capaz de llegar mucho más arriba si se lo proponía.
No obstante, justo en el momento en el que Dora se paró a descalzarse en la orilla del arroyo, escuchó una elegante voz masculina a sus espaldas.
—Ay, niña —suspiró la voz—. Cuánto te pareces a tu madre.
Dora giró la cabeza con curiosidad y movió los deditos de los pies en el agua. El hombre que se encontraba detrás de ella había aparecido prácticamente de la nada; y era muy probable que hubiera magia involucrada, pues su largo abrigo blanco seguía impoluto y sus ojos eran del azul más pálido que Dora hubiera visto jamás. Siendo como era una niña de gran imaginación, no se sorprendió al observar que sus orejas terminaban en punta, pero sí al advertir que llevaba al menos cuatro chaquetas de diferentes cortes y colores, todas superpuestas de forma descuidada.
—No me parezco a mi madre en absoluto, señor elfo —le informó Dora con naturalidad, como si todos los días de su vida se dirigieran a ella elfos altos y apuestos—. La tía Frances dice que el pelo de madre era más claro que el mío y que tenía los ojos marrones en vez de verdes.
El elfo esbozó una sonrisa amable.
—Los humanos siempre pasáis por alto los detalles más importantes —dijo—. No es culpa tuya, por supuesto. Pero tu alma y la de tu madre están tejidas con el mismo hilo brillante. Advertí el parecido de inmediato.
Dora frunció los labios y sopesó sus palabras.
—Oh, supongo que tiene sentido. Y bien, ¿era usted amigo de madre, señor elfo?
—Por desgracia, no. Antaño sí que me consideraba como tal, pero más tarde cambió de opinión de forma muy repentina. —Sus ojos de aquel azul antinatural se fijaron en Dora, que sintió un extraño escalofrío—. Tú también has sido muy descortés, primogénita de Georgina Ettings. Yo no soy ningún «señor elfo», debes dirigirte a mí como «su señoría» o «lord Vallebaldío», pues soy el marqués de dicho reino. Se nota que soy importante por las muchas chaquetas caras que llevo puestas.
Dora lo miró con los ojos entrecerrados. Al principio, conocer a un hado de carne y hueso había sido todo un deleite, pero ahora comenzaba a sospechar que se sentiría mucho más feliz si cruzara el arroyo y escalara el árbol.
—No tenía forma de conocer su título —replicó la pequeña—. Y, de todas formas, nunca he oído hablar de Vallebaldío. Si es un lugar real, entonces se encuentra muy lejos de los dominios de su majestad y por lo tanto aquí es intrascendente.
Aquellos ojos azul pálido le clavaron una mirada gélida. El agua del arroyo se volvió incluso más fría que antes y la niña sacó los pies a toda prisa.
—¿Sabes lo que les ocurre a los pequeños maleducados que se adentran en el bosque, primogénita de Georgina Ettings? —le preguntó lord Vallebaldío a Dora con una voz suave y peligrosa.
Dora retrocedió despacio hacia el arroyo.
—Usted dijo que no era amigo de mi madre —respondió cautelosa—. No tengo motivos para ser educada con desconocidos que se acercan a mí furtivamente, lord Vallebaldío.
La mano pálida del elfo salió disparada hacia ella como una serpiente y la agarró por el cuello. Dora soltó un grito ahogado y trató de arañarle la mano; pero él era mucho más fuerte de lo que parecía, y su agarre contenía una furia fría e inhumana.
—Georgina Ettings me prometió a su primogénito —le dijo lord Vallebaldío a Dora con frialdad—. Y me cobraré mis deudas. Imagino que una vez me haya apoderado de tu alma serás mucho más educada, niña.
Dora intentó liberarse de su mano, sacudiéndose y retorciéndose, presa del miedo. Pero, a medida que el elfo hablaba, sintió que una extraña frialdad le recorría el cuerpo, diluyendo su espanto. Sus protestas se ralentizaron y su mente comenzó a divagar de manera insólita. Un elfo la había secuestrado en el arroyo, eso era cierto; pero el peligro parecía menos acuciante y más onírico que antes. No cabía duda de que ese problema se resolvería, y Dora podría continuar su camino hacia el árbol muy pronto.
Lord Vallebaldío emitió un repentino grito de dolor y la dejó caer al suelo.
Tras él, Vanessa, la prima rubia de Dora, retrocedía trastabillando con unas tijeras de hierro ensangrentadas en la mano y una expresión de terror en el bello rostro.
«¡Santo cielo! —pensó Dora para sí misma con frialdad—. Pero si Vanessa es dulce y obediente. ¿Cómo ha podido apuñalar a un marqués con sus tijeritas de bordar?»
—¡Dora! —jadeó Vanessa temerosa. Se acercó a su prima dando traspiés por el barro y la ayudó a ponerse en pie—. Por favor, Dora ¡vámonos, tenemos que marcharnos!
Lord Vallebaldío se levantó con dificultad y se agarró la parte trasera de la pierna. Vanessa le había acuchillado la pantorrilla y tan horrible era el corte que el elfo tuvo que cojear hasta ellas. Su exquisito abrigo blanco comenzaba a mancharse de sangre de un intenso color carmesí, y tenía el rostro deformado por una expresión iracunda.
—El alma de esta niña me pertenece —siseó—. ¡Entrégamela de inmediato!
Vanessa se giró hacia el hado, sosteniendo las tijeras sangrientas ante ella con aspecto atribulado.
—No quiero hacerle daño —dijo—. Pero no volverá a tocar a mi prima, bajo ningún concepto.
Lord Vallebaldío se alejó de un salto de las tijeritas. Una sombra de temor le oscureció el rostro cuando bajó la vista hacia ellas: algo extraño, puesto que eran apenas más grandes que el pequeño puño de Vanessa, y los dedales estaban decorados con alegres rositas. Vanessa guio a Dora despacio rodeando al hado y de vuelta hacia la mansión, con las tijeras interponiéndose entre su cuerpo y el marqués.
—Como desees, sobrina de Georgina Ettings —espetó al fin el elfo—. Ya me he cobrado la mitad de mi pago. Haz buen uso de la otra mitad.
En ese momento, mientras las dos tenían la vista fija en su silueta, el elfo desapareció de golpe.
—Ay, Dora —sollozó Vanessa en cuanto el hado se hubo marchado—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo ese elfo horrible? Estaba tan asustada… Yo solo iba a reñirte para que volvieras a tus lecciones, pero él estaba justo ahí y llevaba las tijeras en el delantal y…
—¿Por qué estás disgustada? —le preguntó Dora con curiosidad a su prima y la miró con el ceño fruncido—. Si ya se ha terminado todo. Puedes venir a escalar el árbol conmigo si quieres.
Vanessa la miró desconcertada.
—¿Y tú no estás disgustada? —le preguntó temblorosa—. Era un ser espantoso, Dora, y toda esa sangre…
Dora sonrió con amabilidad a su prima, aunque al hacerlo sintió que faltaba algo importante tras aquel gesto; algo que había estado presente tan solo unos minutos antes.
—Supongo que sí debería estarlo. Una persona normal lo estaría, ¿verdad? Quizá me disguste más tarde, después de haber reflexionado sobre ello.
Vanessa insistió en que debían regresar a la mansión de inmediato y Dora la acompañó, aunque seguía pensando en el árbol al otro lado del arroyo. Mientras Vanessa lloraba al relatarle la historia a la tía Frances, Dora comenzó a percatarse de que no estaba actuando de forma normal. Todas sus emociones se habían atenuado hasta convertirse en una especie de deseo menor y distante; como si se observara a sí misma en un sueño.
La tía Frances les dedicó a las dos una mirada de horror intenso mientras Vanessa repetía las palabras del elfo.
—¡Calla! —le suplicó a Vanessa—. Callaos las dos. No debéis decirle a nadie una sola palabra de lo ocurrido, ¿de acuerdo? ¡Ni siquiera debes mencionárselo a tu padre, Vanessa!
Vanessa miró a la tía Frances con los ojos muy abiertos y llorosos.
—¿Pero por qué? —preguntó—. Ese elfo le ha hecho algo a Dora, ¡lo sé! ¡Debemos encontrar a alguien que pueda curarla!
La tía Frances cogió el brazo de su hija y tiró de ella hacia delante. Se arrodilló y bajó la voz, temerosa.
—Dora ha sido maldecida por las hadas —dijo la tía Frances—. ¡Mírala a los ojos! Uno de ellos ha perdido el color. Quizá el resto de esta familia también esté maldita, en caso de que sea cierto lo que dicen que hizo su estúpida madre. Si alguien se enterara, ¡nos desterrarían!
La tía de Dora les hizo prometer a la dos que no le contarían una sola palabra a nadie. A Dora le pareció de lo más razonable. De hecho, no sentía ninguna clase de aflicción con respecto a la situación, más allá de una leve preocupación fácil de ignorar. Era más bien como una mosca que revoloteaba en una esquina; sabía que se encontraba ahí cuando se molestaba en prestarle atención, pero tal como estaba el mundo, en realidad no tenía mayor importancia.
Vanessa hizo la promesa con mucha reticencia. Cuando se fueron a la cama esa noche, se coló entre las sábanas de Dora y la abrazó con fuerza.
Durmieron con las tijeras de hierro bajo las almohadas.
Sir Albus Balfour estaba otra vez parloteando sobre los caballos de su familia.
Vaya por delante que a Dora le gustaban los caballos. Una charla de vez en cuando sobre árboles genealógicos equinos no le molestaba. Pero sir Albus tenía el don peculiar de despojar de vida cualquier conversación con su voz monótona y su insistencia en alargar las primeras dos sílabas de la palabra purasangre. Según los cálculos algo distraídos de Dora, de hecho, sir Albus había usado la palabra purasangre al menos cien veces desde que Vanessa y ella habían llegado a la condenada fiesta en el jardín de lady Walcote.
Pobre Vanessa. Por fin la habían presentado en sociedad a la edad de dieciocho años y ya se encontraba rodeada de pretendientes de la peor calaña. Su cabello dorado y lustroso, su piel pálida e inmaculada y sus dulces modales habían atraído, hasta la fecha, a todos los jugadores, sabandijas y viejos desdentados del país. Con toda certeza, la adorable prima de Dora resultaría igual de atractiva a pretendientes de mayor categoría… pero Dora sospechaba que tales candidatos se encontraban en Londres, si es que se los podía encontrar en algún lugar.
Con diecinueve años —a punto de cumplir los veinte— Dora estaba cerca de ser considerada una solterona, aunque se suponía que acababa de ser presentada en sociedad junto a su prima. En realidad, Dora sabía que Vanessa había postergado su debut durante tanto tiempo para hacerle compañía. Nadie en la familia se hacía las más mínimas ilusiones respecto al atractivo de Dora ante posibles pretendientes, con su ojo extraño y su singular comportamiento.
—¿Alguna vez se ha preguntado lo que ocurriría si se cruza a un caballo con un delfín, sir Albus? —le interrumpió Dora con tono monótono.
—¿Si me he preguntado… qué? —El maduro caballero parpadeó, aquella inesperada pregunta le había pillado por sorpresa. Su bigote canoso se crispó y la perplejidad acentuó las arrugas en las comisuras de sus ojos—. No puedo afirmar que así sea, señorita Ettings. Son dos especies que no pueden mezclarse. —Se sentía desconcertado al tener que explicar eso último. Sir Albus volvió a centrar su atención en Vanessa—. Bueno, como decía, la yegua era purasangre, pero no nos servía de nada a menos que pudiéramos encontrar a un semental igual de impresionante y…
Vanessa pestañeó discretamente ante la repetición de la palabra purasangre. Ajá. Así que ella también había percibido aquella horrorosa costumbre.
Dora lo interrumpió de nuevo.
—Pero ¿cree que tal unión daría como resultado una cabeza de delfín con cuerpo de caballo o lo contrario? —le preguntó a sir Albus en tono desconcertado.
Sir Albus le lanzó una mirada envenenada.
—Pues, verá… —comenzó.
—¡Ay! ¡Qué ocurrencia! —intervino Vanessa con una alegría desesperada—. ¡Siempre se te ocurren los juegos más maravillosos, Dora!
Vanessa entrelazó el brazo con el de su prima y le apretó el codo algo más de lo necesario. Después volvió a dirigirse a sir Albus.
—¿Podemos pedirle su opinión como experto, señor? —le preguntó—. ¿Cuál cree que sería el resultado?
Sir Albus se alteró ante la pregunta, aturullado al perder el hilo. Solo tenía una conversación posible, observó Dora de manera distraída, y carecía del menor atisbo de imaginación para poder improvisar.
—No… no esperarán que pueda responder una pregunta tan absurda. —Acertó a contestar—. ¡La sola idea de esa unión! ¡Es imposible!
—Ah, pues estoy segura de que el sorcier real lo sabría —le comentó Dora a Vanessa. Sus pensamientos se fueron dispersando poco a poco y se centraron en otros asuntos—. He oído que el nuevo hechicero de la corte tiene mucho talento. Derrotó al sorcier real de Napoleón en Vitoria, ¿lo sabía? Además, se rumorea que todos los días realiza hasta tres cosas imposibles antes del desayuno. Seguro que podría decirnos qué parte procedería de cada uno.
Por alguna razón, Vanessa parpadeó al escucharla, como si Dora le hubiera revelado algún gran secreto en vez de un cotilleo sin importancia.
—Bueno —respondió despacio—, lo más probable es que el sorcier real se encuentre en estos momentos en Londres, muy lejos de aquí. Y me pregunto si se rebajaría a responder a tal pregunta, incluso aunque fuera la clase de cosa imposible que pudiera conseguir. —Vanessa se aclaró la garganta y dirigió la mirada hacia el resto de asistentes a la fiesta—. Aunque quizá haya entre los presentes alguien que, aunque no domine los aspectos más imposibles de la magia, pueda ofrecernos su opinión experta.
El bigote de sir Albus estaba a punto de temblar, al caballero le resultaba difícil ocultar su indignación al ver que la conversación los había abandonado por completo tanto a él como a sus preciados caballos.
—¡Señorita! —exclamó dirigiéndose a Dora—. ¡Ya es suficiente! Si desea conversar sobre fantasías, le ruego que lo haga muy lejos de nosotros. ¡Estamos teniendo una conversación seria entre adultos!
La vehemencia del hombre era tal que una gota de su saliva salpicó la mejilla de Dora, que lo miró y parpadeó despacio. Sir Albus estaba colorado y temblaba de indignación, cerniéndose sobre ella con cierto aire amenazador. Dora tuvo la vaga impresión de que debería temerle; cualquier otra dama se hubiera encogido ante tal arrebato pasional. Pero hacía ya varios años que el impulso que provocaba que las damas se sintieran desfallecer ante cosas aterradoras se había perdido de camino a su mente consciente.
—¡Señor! —consiguió enunciar Vanessa, con voz temblorosa y conmocionada—. No le hable a mi prima de esa manera. ¡Su comportamiento es completamente inaceptable!
Dora contempló a su prima, la forma en que le temblaba el labio y se apretaba las manos. Trató de imitar sus gestos con discreción. Al fin y al cabo, su tía le había suplicado que se comportara con normalidad en esa fiesta.
Por un momento, mientras Dora volvía a dirigir su labio tembloroso hacia sir Albus, los ojos de este mostraron un ápice de arrepentimiento.
—Lo… lo lamento —dijo con rigidez. Pero Dora se percató de que la disculpa iba dirigida hacia Vanessa y no hacia ella.
—¿Qué es lo que lamenta? —murmuró la joven con aire distraído—. ¿El efecto de sus palabras en sus posibilidades con mi prima o haberse comportado como un patán?
Sir Albus se quedó anonadado a causa de la rabia.
«Vaya —pensó Dora con un suspiro—. Supongo que no es eso lo que diría una mujer asustada normal».
—¡Acepto su disculpa! —exclamó Vanessa deprisa. Se levantó mientras hablaba y cogió a Dora del brazo para tirar de ella—. Pero... me temo que debo marcharme para poder recobrar la compostura. Ya retomaremos la conversación en otra ocasión.
Vanessa se dirigió hacia la casa con toda la delicadeza y dignidad de la que fue capaz arrastrando a la vez a su prima mayor tras de sí.
—He vuelto a meter la pata, ¿verdad? —le preguntó Dora en voz baja.
Una distante punzada de angustia le oprimió el corazón. Los problemas graves no solían perturbar a Dora, pero las emociones fruto de preocupaciones más duraderas la seguían envolviendo como un manto.
«Vanessa ya debería haberse casado —pensó Dora—. Ya estaría casada de no ser por mí».
El pensamiento no era nuevo, pero siempre la entristecía.
—¡Oh no, en absoluto! —La tranquilizó Vanessa mientras entraban en la casa—. Has vuelto a salvarme, Dora. Quizá fuiste un poco descarada, ¡pero no creo que hubiera podido soportar oírle decir esa palabra ni una vez más!
—¿Cuál? ¿purasangre? —le preguntó Dora con una sonrisilla.
Vanessa se estremeció.
—Ay, por favor, ni la menciones. Fue horrible. No creo que sea capaz de volver a oír a alguien hablar de caballos sin escuchar ese retintín.
Dora le ofreció una sonrisa amable. Aunque su alma se encontrara entumecida y distante, la presencia de su prima le seguía brindando una luz cálida y constante. Vanessa era como un farol resplandeciente en la oscuridad, o un fuego reconfortante en la chimenea. Dora no sentía alegría por sí misma, aunque sabía lo que era sentirse satisfecha o sentir una especie de paz placentera. Pero cuando Vanessa era feliz, Dora podría jurar que a veces se contagiaba del sentimiento, que este se filtraba en los recovecos en los que antaño había nacido su propia felicidad, y prendía su propio farol.
—De todas formas, no creo que te hubiera gustado casarte con él —le dijo Dora a Vanessa—. Aunque me pondré triste si he ahuyentado a algún otro hombre que sí hubiera podido gustarte más.
Vanessa dejó escapar un hondo suspiro.
—No tengo intención de casarme y dejarte sola, Dora —susurró—. Me preocupa de verdad que madre sea capaz de echarte si no estoy ahí para evitarlo.
Vanessa frunció los labios en una expresión preocupada que por algún motivo resultaba más bella que cualquier sonrisa que hubiera adornado el rostro de Dora.
—Pero si debo casarme, espero que sea con un hombre al que no le importe que vengas a vivir conmigo.
—Esa es una petición algo difícil. —La amonestó Dora, aunque las palabras acariciaron los cálidos rescoldos que brillaban en su interior—. Muy pocos hombres estarán dispuestos a compartir a su nueva esposa con una prima loca que lleva unas tijeras de bordar colgadas del cuello.
Vanessa posó la vista en el corpiño del vestido de Dora. Las dos sabían que un pequeño estuche de cuero reposaba contra su pecho, protegiendo aquellas tijeras de hierro. Había sido idea de Vanessa.
«Lord Vallebaldío teme esas tijeras —había dicho—, así que debes llevarlas siempre contigo, por si vuelve a por ti y no estoy cerca para apuñalarle la otra pierna».
Vanessa frunció los labios de nuevo.
—¡Pues muy bien! En ese caso supongo que tendré que ser difícil. La única manera de que me separe de ti, Dora, es que te enamores locamente y me abandones por un marido encantador. —Le brillaron los ojos al pensarlo—. ¿No sería maravilloso que nos enamoráramos las dos a la vez? ¡Yo podría ir a tu boda, y tú a la mía!
Dora sonrió a su prima con placidez. Nadie se va a casar conmigo, pensó. Pero no lo dijo en voz alta. Aquel pensamiento no llegaba siquiera a ser una pequeña molestia —igual que la mosca de la esquina— pero Vanessa siempre se horrorizaba cuando decía cosas de sentido común como aquella. A Dora no le gustaba darle disgustos, así que se guardó el pensamiento para sí y en cambio respondió:
—Eso sería estupendo.
Vanessa se mordió el labio inferior y Dora se preguntó si su prima le habría leído la mente de alguna manera.
—De todas formas —prosiguió al fin Vanessa—, no creo que ninguna de nosotras encuentre un marido adecuado en el campo. Madre ha estado insistiendo en que debo acudir a la temporada en Londres. Y creo que me gustaría ir, Dora... pero solo si me prometes que me acompañarás.
Dora parpadeó despacio mirando a su prima.
«A la tía Frances eso no le gustará ni un pelo» pensó.
Pero Vanessa, con toda su elegancia, encanto y buen comportamiento, siempre se salía con la suya frente a su severa madre.
Por una parte, Dora estaba bastante segura de que su presencia en Londres solo sería un obstáculo para las perspectivas matrimoniales de Vanessa, igual que en el campo. Pero, por otra parte, seguro que los salones londinenses estaban plagados de sir Albuses a la caza, deseosos de abalanzarse sobre su pobre y bondadosa prima. Y es que por mucho que Vanessa sembrara el terror entre la aristocracia feérica, cuando se trataba de personas normales y corrientes era tan inofensiva como un ratoncito.
—Entonces supongo que debo acompañarte —coincidió Dora—. Aunque sea para que no tengas que volver a hablar de caballos nunca jamás.
Vanessa le dedicó una sonrisa encantadora.
—Eres mi heroína.
La luz del farol interior de Dora brilló un poco más fuerte ante esas palabras.
—Pero tú fuiste la mía primero. Así que debo devolverte el favor.
Vanessa volvió a tomarla del brazo y pronto los pensamientos de Dora se alejaron de Londres, de los caballos purasangre y de hechiceros de la corte imposibles.
A la tía Frances no le gustó nada la idea de que Dora acompañara a su prima a Londres.
—¡Necesitará vestidos! —Fue la primera protesta de la mujer cuando hablaron del tema mientras tomaban el té—. ¡Vestiros a las dos resultará demasiado caro! Estoy segura de que lord Lockheed no aceptará incurrir en ese gasto.
—Puede usar mis vestidos viejos —respondió con alegría Vanessa, como si ya lo hubiera pensado bien todo—. Siempre te ha gustado la muselina rosa, ¿verdad, Dora?
Por su parte, Dora se limitó a asentir de forma servicial y a tomar el té a sorbitos.
—¡Ahuyentará a tus pretendientes! —se alarmó la tía Frances—. Con lo rara que es…
—¡Madre! —protestó Vanessa, mirando a Dora de reojo—. ¿Es necesario que seas tan cruel? ¡Y delante de ella además!
El rostro de la tía Frances se ensombreció.
—A ella no le importa, Vanessa. Mírala. Conseguir que esta muchacha albergue el menor sentimiento es un ejercicio fútil. Para el caso podría ser una muñeca que llevaras contigo para ofrecerte consuelo.
Dora volvió a tomar un sorbito de té sin inmutarse. Las palabras no consiguieron afectarla como debieran. No se sentía alterada, ni ofendida, ni tenía ganas de llorar. Sin embargo, había una pequeña parte de ella —en lo más profundo de su ser— que añadió esa crítica a la montaña de comentarios recibidos de la misma índole. Esa montaña le producía un leve sentimiento de desazón que era incapaz de ignorar, siendo consciente de que a veces, sin razón aparente, sacaba esa montaña de comentarios y la examinaba en mitad de la noche.
Lo que sí resultaba evidente era el abatimiento de Vanessa, pues se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Estoy segura de que no lo dices en serio, madre —le dijo—. ¡Retíralo, por favor! ¡No seré capaz de perdonarte si no lo haces!
La tía Frances se puso rígida ante la obvia tristeza de su hija. Una expresión de resignación y cansancio atravesó su rostro.
—Está bien, de acuerdo. —Suspiró, pero no miró a Dora al hablar—. Me he excedido con ese comentario. —Sacó su pañuelo de encaje y se lo entregó a su hija—. ¿De verdad deseas ir a Londres, Dora? —le preguntó. Era evidente por su tono de voz que esperaba una respuesta vaga y evasiva.
—Así es —contestó Dora con serenidad.
La tía Frances frunció el ceño y la miró.
«Porque Vanessa quiere que vaya —pensó Dora—. Y yo no quiero alejarme de ella».
Pero le pareció que esas explicaciones lo complicarían todo más, así que se las guardó para sí.
La tía Frances declaró que reflexionaría sobre el asunto. Dora sospechaba que esa era su manera de demorar la conversación, con la esperanza de que Vanessa cambiara de parecer.
Pero Vanessa Ettings siempre conseguía salirse con la suya.
Y así fue como poco después las tres emprendieron su viaje a Londres. Lord Lockheed, siempre distante y más preocupado por sus asuntos que por su hija, no se dignó a acompañarlas; pero la tía Frances se había valido de los contactos del marido de su hermana para hospedarse con la condesa de Hayworth, que poseía una residencia en Londres y estaba encantada de tener invitados. Dado que Vanessa había mostrado un interés tardío en acudir a Londres, hubo que esperar a que los caminos estuvieran libres de barro, y para cuando se marcharon de Lockheed ya estaban a finales de marzo y solo quedaban un par de meses de la temporada.
Después de tanto alboroto, el viaje en carruaje a Londres no fue en absoluto como Dora había imaginado. Incluso en su habitual estado de indiferencia, no pudo evitar percibir el hedor cuando entraron en la ciudad propiamente dicha. Era una mezcla desagradable de sudor, orín y otras cosas, todo ello reconcentrado en un espacio demasiado reducido. Sus acompañantes reaccionaron de forma mucho más ostensible; la tía Frances se sacó el pañuelo del bolsillo y se cubrió la boca, Vanessa frunció el ceño y estiró el cuello para observar el exterior. Dora la imitó y se asomó por encima de su hombro para mirar por la ventanilla.
Había muchísima gente. Una cosa era saber que Londres estaba muy poblado, y otra muy diferente verlo con sus propios ojos. Todos iban y venían con prisas, se chocaban entre sí y parecían enfadados y molestos. A menudo, el cochero tenía que gritarle a alguien que se cruzaba por delante del carruaje: sacudía el puño y amenazaba con atropellarlo.
Si Dora fuera capaz de alarmarse, el ruido le habría resultado alarmante. Pero se adaptó a él con más facilidad que a cualquier otra circunstancia anterior: la mosca más grande en la esquina de la habitación. Y se descubrió frunciendo el ceño ante aquel caos.
Por suerte, tanto el alboroto como los espantosos olores desaparecieron cuando el carruaje se adentró en la ciudad y recorrió caminos más amplios y tranquilos. El batiburrillo de edificios que pasaban de largo se volvió poco a poco más elegante y refinado, y la presión sofocante de la gente se diluyó. Al final, el cochero se detuvo frente a una casa adosada y se apeó para abrirles las puertas.
Justo cuando Dora bajaba del carruaje tras su prima y su tía, la puerta principal de la residencia se abrió, dando paso a una criada y un lacayo seguidos de una mujer delgada de cabellos plateados ataviada con un solemne vestido rosa y beige. Los dos criados se apresuraron a descargar el equipaje, mientras la señora se adelantaba con una sonrisa para tomar las manos de la tía Frances entre las suyas.
—¡Mi querida lady Lockheed! —declamó la mujer—. Es un verdadero placer poder hospedarlas a su hija y a usted. Hace siglos que se casó la última de mis hijas y no he tenido excusa alguna para visitar a las otras damas desde entonces. ¡Estoy deseando poder enseñarles todo Londres!
La tía Frances le devolvió la sonrisa con una calidez inesperada, aunque tras su expresión se intuía un ápice de nerviosismo.
—El placer es todo nuestro, lady Hayworth. Es muy amable por su parte concedernos su tiempo y su atención.
La tía Frances se volvió de nuevo hacia Vanessa, que ya había hecho una educada reverencia, a pesar de que todas estaban agarrotadas y cansadas tras el viaje.
—Esta es mi hija Vanessa.
—Es un placer conocerla, lady Hayworth —dijo Vanessa con total sinceridad.
Uno de los atractivos de Vanessa, reflexionó Dora, era que siempre era capaz de encontrar algo con lo que deleitarse.
—¡Ay, querida! ¡Eres un encanto! —exclamó la condesa—. Ya me recuerdas a mi hija menor. ¡Puedes estar segura de que dentro de poco tendremos que lidiar con más pretendientes de los que podremos atender! —La mirada de lady Hayworth recorrió brevemente a Dora, y pasó de largo. La joven llevaba un vestido oscuro y recio, que la hacía parecerse más a la criada de una dama que a un miembro de la familia. Lady Hayworth se volvió hacia la casa y las instó a entrar—. Seguro que están agotadas tras el viaje. Pasen, por favor, y prepararemos la mesa…
—¡Esta es mi prima Theodora! —anunció Vanessa.
Al decirlo cogió a Dora del brazo, como para asegurarse de que nadie la confundiera con otra persona. La condesa se giró enarcando una ceja. Su mirada regresó a Dora y después se fijó en sus ojos. Los modales cálidos de lady Hayworth se enfriaron un poco, evidenciando cierto recelo ante sus colores desparejados.
—Ya veo —dijo la condesa—. Mis disculpas. Lady Lockheed mencionó la posibilidad de que las acompañara otra prima, pero me temo que lo había olvidado.
Dora sospechaba que la tía Frances le había restado importancia a dicha posibilidad, con la esperanza de que Vanessa cambiara de idea. Pero su anfitriona se adaptó deprisa, aunque no se detuviera a terminar la presentación formal.
Después, lady Hayworth las condujo hasta una cómoda sala de estar. Una criada les trajo galletas y té caliente mientras esperaban a que la cena estuviera lista. La condesa y la tía Frances hablaron durante largo rato, cotilleando sobre los próximos bailes y los solteros adecuados cuya asistencia estaba confirmada. Dora se hallaba distraída a causa de una pequeña mariquita que trepaba por la rodilla de su vestido, y estaba sopesando cómo sacarla a escondidas antes de que la viera alguna criada cuando la voz de Vanessa la sacó de su ensimismamiento.
—¿A qué bailes asistirá el sorcier real? —le preguntó la prima de Dora a la condesa.
Lady Hayworth parpadeó, la pregunta la había pillado desprevenida.
—¿El sorcier real? —repitió, como si no estuviera segura de haber oído bien a Vanessa. Pero cuando esta asintió de forma enfática, la condesa frunció el ceño y dijo—: Debo admitir que no lo sé de antemano. Pero sean cuales sean las ideas románticas que te hayas formado sobre él, me temo que no será un buen candidato para ti, querida.
—¿Por qué motivo? —preguntó Vanessa con inocencia mientras tomaba el té—. He oído que es bastante joven para ostentar el puesto de hechicero de la corte y muy apuesto también. Además, ¿acaso no es un héroe de guerra?
Dora percibió una sutil falsedad en la voz de su prima y estudió su rostro con detenimiento para tratar de descifrar lo que estaba tramando.
—Eso es cierto —admitió lady Hayworth—. Pero lord Elias Wilder apenas puede considerarse un lord. El príncipe regente insistió en concederle el título de cortesía francés, por supuesto, así como todos los estúpidos privilegios que ofrecen los franceses a sus hechiceros de la corte. En teoría, el sorcier real puede incluso asistir a la Cámara de los Lores. Pero no es de sangre noble, y además sus modales son excepcionalmente groseros. He tenido la desgracia de cruzarme con él en varias ocasiones, y puede que tenga un rostro angelical, pero es deslenguado como un repugnante… estibador.
A Dora le pareció gracioso que la condesa considerara a los estibadores el contrapunto adecuado de los ángeles. Se distrajo un poco con la idea de que el infierno podría estar lleno de miles y miles de estibadores, en lugar de demonios.
—Sí que parece alguien inapropiado —dijo con reticencia Vanessa, recuperando la atención de Dora—. Pero por favor, si no le importa, me encantaría conocer al sorcier real al menos una vez. He oído historias increíbles sobre él y me sentiría muy apenada si me marchara de Londres sin haberlo visto.
La condesa chasqueó la lengua.
—Bueno… ya veremos. Pero lo primero de todo es que acudas al baile de lady Carroway. Tiene muchos hijos, todos ellos refinados y apropiados para ti, y ser presentada en la sociedad londinense en uno de sus bailes no estaría nada mal…
Se perdieron de nuevo en aquel tema de conversación hasta que las llamaron para la cena. Allí conocieron de pasada a lord Hayworth, que parecía muy ocupado con sus propios asuntos y mostraba poco interés en los haberes sociales de su mujer. En varias ocasiones, Dora pensó en interrogar a Vanessa acerca de su interés en el sorcier real, pero su prima no dejaba de cambiar de tema y poner excusas, así que al final decidió no volver a mencionarlo mientras siguieran acompañadas.
Dora decidió que lo mejor sería preguntarle cuando se fueran a la cama… pero justo después de la cena, una criada la secuestró para darle un baño caliente y acostarla en una preciosa cama de plumas, separada por varias habitaciones de la de su prima.
«Mañana —pensó la joven mientras contemplaba con interés aquel techo desconocido—. Estoy segura de que mañana hablaremos».
Sacó con cuidado las tijeras de hierro de la funda que le colgaba del cuello y las escondió bajo la almohada. A medida que se iba adormilando, sus sueños se llenaron de ángeles en los muelles de Londres, que recorrían el puerto cargando cajas de té en los barcos.
Pasaron muchos días sin que Dora encontrara ninguna oportunidad de hablar con su prima.
De hecho, cuando se despertó en su habitación al día siguiente, tuvo que ir en busca de una criada para descubrir que lady Hayworth y la tía Frances se habían ido con Vanessa a comprarle accesorios. A mediodía, recibió el mensaje de que se retrasarían un tiempo indeterminado, pues las habían invitado a cenar en casa de uno de los amigos de lady Hayworth. Tras pasarse el día dando paseos llenos de incertidumbre por la casa, Dora decidió acostarse temprano, con la esperanza de que la próxima jornada resultara más provechosa.
Cuando se levantó al día siguiente, la informaron de que, por recomendación de lady Hayworth, Vanessa había ido a que le ajustaran el vestido en el último momento. Como ya era el segundo día que se repetía el patrón, Dora decidió no perder más el tiempo sentada junto a la ventana bebiendo té y preguntó dónde podía encontrar algo que leer. La condujeron hasta una estantería específica de la pequeña biblioteca, que albergaba la clase de libros que debían leer las señoritas. Pero, escondida en un rincón, descubrió una novela mecanografiada hecha jirones—quizá el placer culpable de una de las hijas ausentes de lady Hayworth— y se pasó varias horas leyéndola. Si hubiera sido capaz de escandalizarse, el tema de la novela le habría parecido de lo más escandaloso; aun así, le resultó entretenida.
El tercer día, Dora decidió que ya era el momento de salir al exterior, y así lo hizo. Se puso su vestido más sobrio y salió por la puerta principal. Si a los criados les resultó extraño que saliera sola, debían de estar convencidos de que existía algún atenuante del que no estaban informados, pues nadie trató de detenerla. Dado que Dora no conocía el temor, se le daba bastante bien transmitir un aire de confianza distraída.
Un buen número de sirvientes correteaba de un lado a otro por la calle. Dora se fijó en una criada de aspecto despistado que cargaba con sábanas recién lavadas. Aceleró el paso y le tiró de la manga.
—Disculpe —dijo Dora—. En Londres hay postres helados, ¿no es cierto?
La criada se giró en su dirección sorprendida.
—Ah… sí —respondió. Después contempló el atuendo de Dora, tratando de averiguar si se trataba de una persona respetable. Debió de decidir que era mejor pecar de precavida, y añadió—: a las damas les gusta comer helados de frutas en Gunter’s, en la plaza Berkeley.
Dora le sonrió.
—Muchísimas gracias. ¿Podría indicarme cómo llegar hasta la plaza Berkeley?
Muchas calles y muchas conversaciones extrañas más tarde, Dora se descubrió paseando por una parte más mercantil de Londres, con tiendas a ambos lados. Se adentró en algunas para admirar el espectáculo de encontrar tantísimos bienes exquisitos en un solo lugar, y más de una vez tuvo que volver a preguntar por el camino correcto, habiendo olvidado por completo su intención original. Para cuando llegó a la plaza Berkeley, un estruendo amenazador atravesó el cielo y sintió el golpeteo de unas frías gotas de lluvia sobre la piel.
Dora contempló las nubes protegiéndose los ojos de la lluvia. Aquellas nubes, tan oscuras y turbias, le produjeron gran asombro y fascinación.
Cerca de allí una joven gritaba bajo su capota y se apresuraba a refugiarse de la lluvia bajo el tejadillo más cercano. Al observarla, Dora recordó con un poco de retraso que debía intentar actuar con la mayor normalidad posible mientras estuviera en Londres para favorecer las posibilidades de Vanessa de encontrar un pretendiente.
Retrocedió lentamente hacia el tejadillo más próximo y cruzó la puerta de una tienda cercana.
Al abrirse la puerta, el repiqueteo de una campanilla discreta anunció su presencia. Dora miró a su alrededor con curiosidad, examinando lo que la rodeaba. La tienda era pequeña pero refinada: las paredes estaban repletas de estanterías, rebosantes de tomos de cuero con aspecto lujoso. Todos los libros parecían haber sido escritos a mano, en vez de impresos, que era más barato. Sobre un mostrador de madera y cristal había expuesta una colección de pergaminos iluminados, y tras él descansaba un antiguo espejo de plata. Al fijarse en él, Dora atisbó un hermoso salón de baile iluminado con cientos de velas y escuchó un sonido distante de violines que la hizo inclinarse sobre el mostrador para mirar más de cerca.
En el espejo también había una Dora; pero esta llevaba el vestido de muselina rosa que le había regalado Vanessa y el pelo recogido en un moño cobrizo. Un collar de finas perlas, que no reconoció de inmediato, le adornaba el cuello. Y bajo las perlas, una siniestra mancha carmesí se extendía por el corpiño de su vestido. Al llevarse la mano al pecho, vio que le caían unas gotas de color rojo oscuro de las puntas de los dedos.
Mientras contemplaba la imagen, un hombre alto se colocó tras ella. Su despeinado cabello rubio platino y su piel pálida parpadearon bajo la luz sobrenatural de las velas; sus ojos tenían un peculiar tono dorado rojizo que danzaba con las llamas. Llevaba un atuendo de gala: una chaqueta blanca de buena calidad y un chaleco plateado. Pero tenía el pañuelo del cuello un poco flojo y la sonrisa que adornaba su bello semblante le confería cierto aire diabólico.
—No moje los libros, querida —le dijo al oído.
Su voz era suave y grave. Sus palabras estaban teñidas de un leve acento norteño, y su tono descendía de forma casi imperceptible en las últimas sílabas. Dora se quedó tan fascinada al verlo y oírlo que tardó unos instantes en procesar sus palabras.
La Dora del espejo no era la única que estaba goteando por todas partes. Al bajar la vista, vio que estaba completamente empapada.
—¡Ay, cielos! —dijo mientras se volvía para mirarlo—. No he mojado ningún libro, ¿verdad?
El hombre que se encontraba tras ella no iba vestido de gala, llevaba una chaqueta marrón informal a medio abrochar y un pañuelo blanco con un nudo sencillo al cuello; aunque, por todo lo demás, era idéntico al hombre del espejo. De cerca, sus ojos eran aún más extraños y llamativos, y Dora los observó hipnotizada, admirando la forma en que bailaban con una tenue luz interior.
El hombre parpadeó despacio, con aire lánguido, cuando Dora levantó el rostro hacia él.
—Creo que no —respondió. Dora tuvo la impresión de que estaba algo indignado por el hecho de que no se hubiera sobresaltado y gritado ante su repentina aparición tras ella.
La joven volvió a encarar el espejo, pero la imagen del salón de baile había desaparecido. Ahora la superficie lucía negra y apagada y no reflejaba nada en absoluto.
—¿Ha visto algo interesante ahí dentro? —le preguntó el hombre que estaba a su lado.
—Creo que sí, ahora que lo pienso —caviló Dora. La visión del salón de baile no le había parecido inusual en aquel momento, pero ahora que le habían preguntado de forma directa, comprendió que no era lo que una solía ver en los espejos.
En ese instante Dora se percató de que otro cliente los observaba con interés tras una de las estanterías independientes. Tenía el pelo castaño y era algo más bajo que su interlocutor, y habría sido muy apuesto a la manera clásica de no ser por las cicatrices que moteaban su mejilla derecha. Vestía con elegancia, llevaba una casaca y un par de robustas botas hessianas, y la calidez de su sonrisa era capaz de borrar sus cicatrices.
—¿Y de dónde ha salido esta señorita? —dijo el hombre de pelo castaño entre risas—. No la habrás invocado, ¿verdad, Elias?
El rubio, Elias, le lanzó a su interlocutor el tipo de mirada fulminante que solo dos amigos podrían dirigirse sin provocar un duelo.
—Si me molestara en invocar a alguien, Albert —contestó—, estoy bastante seguro de que se me ocurriría traer algo mejor que una criada medio empapada.
El castaño, Albert, le dirigió otra sonrisa arrepentida.
—Elias, si fueras un caballero le ofrecerías tu chaqueta. Seguro que la señorita tiene bastante frío.
Elias apartó la mirada tanto de Dora como de su amigo, su pregunta sobre el espejo olvidada de repente.
—Si cualquier otro hombre me acusara de ser un caballero lo convertiría en rana en el acto —respondió Elias con acidez—. Retira ese horroroso insulto antes de que piense en otro animal.
Albert ignoró a Elias y se quitó su propia chaqueta para ofrecérsela a Dora.
—De parte de mi amigo —dijo con cortesía—, ya que hoy está algo gruñón.
Dora tomó la chaqueta que le ofrecía, más por educación interiorizada que por otra cosa. Pero al hacerlo, sus ojos se posaron en la mano de Albert. Lo que al principio le había parecido un guante en su mano derecha, había resultado ser algo muy diferente. Se trataba de una mano hecha de plata en su totalidad, pero que se movía con la fluidez de una extremidad humana corriente. Un pequeño vistazo le bastó para asegurarse de que la mano izquierda de Albert era completamente normal. Dora volvió a observar la mano de plata con una curiosidad evidente y se olvidó de que seguía sujetando la chaqueta.
Albert se miró la mano y le ofreció una media sonrisa.
—Obra del sorcier real —explicó—. Por desgracia, perdí la de verdad y gran parte del brazo a causa de la metralla. Pero esta es bastante especial, ¿no cree?
«El sorcier real—pensó Dora—. Elias Wilder».
La joven se volvió hacia el hombre de cabellos claros, que aparentaba estar bastante avergonzado por el tema de conversación, si había sabido interpretar bien su reacción, aunque no tardó mucho en ocultar su turbación tras un aburrimiento fingido.
—Estoy bastante seguro de que es de mala educación mirar fijamente a los lisiados —le dijo Elias a Dora en tono jocoso.
—No me importa —apuntó Albert con alegría—. Además, yo estoy bastante seguro de que llamar a alguien «lisiado» es incluso peor.
El sorcier real se mofó del comentario, pero pronto guardó silencio. Poco después, un hombre bajo y enjuto salió afanoso de la trastienda, cargado con un montón de libros.
—¡Lo que me había pedido! —dijo el hombre menudo mientras colocaba los libros en el mostrador—. Todo lo que he conseguido encontrar sobre los humores. Algunos han sido bastante difíciles de localizar.
El sorcier real alargó la mano para abrir el libro que coronaba la pila. Dora vio una serie de diagramas acompañados de garabatos y anotaciones en el interior, y se inclinó con curiosidad por encima del codo de Elias, con cuidado de que su pelo no goteara sobre las páginas. Según pudo ver, las anotaciones estaban escritas en un francés muy formal que no era capaz de descifrar. Aunque estaba segura de que si contara con algo de tiempo sería capaz de traducirlo…
—¿Sabe qué? —le dijo Elias en tono amistoso—. La última mujer que se me acercó tanto terminó con el pelo en llamas. Fue un desastre terrible. Creo que todavía conserva la cicatriz.
Dora levantó el rostro hacia él. Elias la observaba con una ceja arqueada, lo que le resultó confuso. Su tono sugería que estaba tratando de ser amable, pero si no se equivocaba, su expresión mostraba cierta repulsión… oh.
Estoy actuando de forma extraña otra vez, pensó la joven. Se apartó de él deprisa.
—Mis disculpas —dijo Dora—. Su libro me ha llamado mucho la atención.
—¿Le ha llamado la atención? —repitió Elias con su voz grave y sonora. Añadió una suave carcajada, que también parecía amistosa, pero ahora Dora no estaba segura de si debía tomársela como tal—. Pues muy bien. Entonces ya no hay ningún problema. Ya que estamos, ¿hay algo más que le haya llamado la atención? ¿Debería quitarme los pantalones para que pueda tomarme las medidas?
Dora frunció el ceño.
—¿Tomarle las medidas? —preguntó—. ¿Y qué es lo que debería medir, señor?
Albert dejó escapar un hondo suspiro, alargó la mano para coger la chaqueta que seguía colgando de los dedos de Dora y se la puso sobre los hombros.
—Ignórele. Es lo que hago yo siempre que se pone así.
El hombre tras el mostrador gimió y Dora vio que se había puesto colorado.
—Ay, por favor, no haga esas cosas en mi tienda, mi señor sorcier —suplicó, dirigiéndose a Elias—. Quizá su reputación no pueda empeorar más, ¡pero yo tengo que llevar un negocio!
Dora examinó con más detenimiento al hombre rubio que tenía al lado, esforzándose por concentrarse en él. Así que, en efecto, se trataba del sorcier real, del que tanto había oído hablar. El que Vanessa se había empeñado en ver aunque fuera por un instante tras su comentario.
Debía admitir que sí que era bastante apuesto. Incluso con ropa informal, el sorcier real tenía un aspecto salvaje, con el cabello al viento y esos cautivadores ojos dorados. Dora tan solo había visto un rostro tan etéreo una vez, y aquel había pertenecido a un elfo noble y cruel.
Era una lástima, pensó, que tantas cosas bellas también fueran desagradables por dentro.
El sorcier real se irguió y miró a Dora desde las alturas con una expresión que la muchacha conocía bien. La misma que su tía le había dirigido en incontables ocasiones y que denotaba que la consideraba demasiado estúpida como para comprender que la estaban insultando.
—No te preocupes, John —Elias se dirigió hacia el hombre tras el mostrador—. Esta jovencita es casi tan aburrida como una misa de domingo. Puedes venir a buscarme si alguna vez se percata del significado de mis palabras.
—Elias —lo reprendió su amigo.
Dora inclinó la cabeza mientras sopesaba la intervención de Elias.
—No estoy segura de qué es lo que he hecho para insultarle, milord. ¿Le he ofendido de alguna forma o es solo que mi presencia le ha resultado oportuna para poder desquitarse conmigo?