Meditación sobre el estudio - Fernando Bárcena - E-Book

Meditación sobre el estudio E-Book

Fernando Bárcena

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¿Qué es estudiar? ¿Qué involucra que alguien estudie? ¿Qué supone una forma de vida estudiosa, si así puede denominarse? ¿Por qué hablar del estudio hoy? ¿Acaso no sabemos suficientemente en qué consiste? Nuestro saber del estudio es posiblemente cognitivo, pero no existencial. Sabemos que lo hacemos, o que hemos estudiado, pero no hemos caído en la cuenta del acontecimiento que el estudiar entraña. Para el autor de estas páginas el acontecimiento fue la lectura de un libro — En busca del tiempo perdido de Marcel Proust—, que culmina con la decisión del narrador de recluirse para escribir el libro tantas veces postergado. En esa decisión el autor de este ensayo encontró el gesto del estudio, y la oportunidad para iniciar una meditación sobre la trama de la vida estudiosa.

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FERNANDO BÁRCENA ORBE (Bilbao, 1957) es catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid. Reparte su actividad entre la enseñanza universitaria, su labor como ensayista y la música, bajo la modalidad de la canción de autor. Tiene dos discos: Entre las cuerdas, 2014 (Estudio Odé), y Corazón de gato, 2019 (Earz Studio Multimedia). Su pensamiento se centra en la reflexión filosófica del acontecimiento educativo, y su escritura tiene una vocación al mismo tiempo literaria y poética. Es autor de: Hannah Arendt: una filosofía de la natalidad (Herder, 2006); La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz (Anthropos, 2001); El aprendiz eterno. Filosofía, educación y el arte de vivir (Miño & Dávila, 2012); La educación como acontecimiento ético. Segunda edición revisada y aumentada (Miño & Dávila, 2014), junto a Joan-Carles Mèlich. Ha promovido la reedición, con un amplio estudio introductorio de su autoría, de Georges Gusdorf ¿Para qué profesores? (Miño & Dávila, 2019, traducción: Fernando Fuentes Megías). Su último libro es: Maestros y discípulos. Anatomía de una influencia (Ápeiron ediciones, 2020) que fue Finalista del Premio de Ensayo Diderot.

 

¿Qué es estudiar? ¿Qué involucra que alguien estudie? ¿Qué supone una forma de vida estudiosa, si así puede denominarse? ¿Por qué hablar del estudio hoy? ¿Acaso no sabemos suficientemente en qué consiste? Nuestro saber del estudio es posiblemente cognitivo, pero no existencial. Sabemos que lo hacemos, o que hemos estudiado, pero no hemos caído en la cuenta del acontecimiento que el estudiar entraña.

Para el autor de estas páginas el acontecimiento fue la lectura de un libro —En busca del tiempo perdido de Marcel Proust—, que culmina con la decisión del narrador de recluirse para escribir el libro tantas veces postergado. En esa decisión el autor de este ensayo encontró el gesto del estudio, y la oportunidad para iniciar una meditación sobre la trama de la vida estudiosa.

Meditación sobre el estudioUn ensayo filosófico

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

Fernando Bárcena

MEDITACIÓN SOBRE EL ESTUDIO

UN ENSAYO FILOSÓFICO

© De los textos: Fernando Bárcena

 

 

Madrid, julio 2023

 

EDITA:   La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6. 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-18657-44-3

Diseño cubierta: Editorial La Huerta Grande según idea original de Tresbien Comunicación

Producción del ePub: booqlab

 

 

«Tenía que mantener lejos de mí ese dolor mediante la reflexión. Y he aquí más o menos el fruto de mi pensamiento».

IRIS MURDOCH, El mar, el mar.

«La filosofía se nos aparece entonces originalmente no ya como una elaboración teórica, sino como un método de formación de una nueva manera de vivir y percibir el mundo, como un intento de transformación del hombre».

PIERRE HADOT, Ejercicios espirituales y filosofía antigua.

«¿Qué es estudiar? Estudiar es leer mientras se escribe».

PASCAL QUIGNARD, El hombre de tres letras.

 

Para Mónica Garre, in memoriam,que hizo y deshizo su tela, comoPenélope, hasta que me vio llegar.

«Hay seres que justifican el mundo, queayudan a vivir con su sola presencia».

(Albert Camus, El primer hombre).

ÍNDICE

MEDITACIÓN SOBRE EL ESTUDIOUN ENSAYO FILOSÓFICO

Prefacio. Con labios de granito

1.   En la casa del estudio

2.   Un saber de espiritualidad

3.   Poética del estudio

4.   Repetición

5.   Ociosidad

6.   Melancolía

7.   Consuelo

Coda. El duelo y el estudio

Biblioteca

Agradecimientos

PREFACIOCON LABIOS DE GRANITO

Si no estuviese viva cuando vuelvan

los petirrojos, al de la encarnada

corbata, en mi memoria,

echadle una migaja.

Y si las gracias no pudiese daros

porque profundamente ya me hubiese dormido,

bien sabréis que lo intento

con labios de granito.

Emily Dickinson, La soledad sonora.

Los muertos nos hablan con labios de granito. Nos cuentan, mudos, su historia, y si crearon alguna obra, al nosotros visitarla —en ese libro antiquísimo que leemos, por ejemplo— agradecen nuestro gesto con sus «labios de granito» y nosotros, balbuciendo, su alimento. Se ha dicho que una biblioteca es como una especie de casa de los muertos, un cementerio. La lengua hebrea tiene una expresión que designa «cementerio»: beit hajaim, que significa la «casa de la vida», la «casa de los vivientes». Al parecer, según explica Delphine Horvilleur en Vivir con nuestros muertos, la palabra «vida», jaim, es plural, porque en esa lengua no existe vida en singular: cada uno tiene muchas vidas, que se trenzan entre sí. Y al morir un ser amado, nuestro lamento por su pérdida no invoca solamente lo truncado de una vida que ya no es, sino quizá lo que ha sido, como si ensalzáramos la vida que tuvo y que en el recuerdo todavía perdura.

Como el asunto de este libro es el estudio, entendido como una forma de vida, al posible lector de estas páginas quizá le resulte extraño que haya comenzado el párrafo anterior refiriéndome a los difuntos. Espero poder mostrar las razones que tengo para asignar a los ausentes un papel tan destacado en mi tema. Me adelanto a señalar ahora que toda muerte, como es obvio, impone una ausencia bajo la forma de una pérdida y, por tanto, alguna clase de duelo. Dicha pérdida puede referirse a un ser humano, pero como existen muchas clases de ocasiones de despedida en una trayectoria vital (la de la infancia, la de la madurez, la despedida de un país, de una tierra, y tantas otras), ese duelo también puede referirse —y el caso del estudio es, creo yo, manifiesto—, a alguna clase de pasado que, por quedar ya muy lejano, nos parece en realidad difunto. Mi tesis es que la vida estudiosa, como deseo considerarla aquí, tiene que ver con el sentimiento de dolor a causa de algo ya ausente y con la experiencia de una nostalgia.

Ofrezco al lector de este libro una meditación (filosófica) sobre el estudio (studium), una palabra cuyo significado tiene que ver con el afán, incluso con el amor o con el ardor hacia algo; el estudio entendido como una forma de vida. Usaré esta palabra —meditación— en el sentido de la noción griega de la melete que, aunque propiamente constituye una forma de inactividad, es al mismo tiempo ejercicio y entrenamiento, una manera de enfrentarse con la cosa misma que ocupa el pensamiento. La meditación tiene relación con la acción, como como cuando nos ponemos a pensar en lo que hacemos, y entonces entraña, a su vez, una interrupción, cierta detención o una parada. En ella estamos plenamente en el ser que somos. Meditamos o reflexionamos sobre algo y dejamos de hacer, nos quedamos quietos. En la meditación estudiosa nos disponemos en un determinado estado de ánimo que nos atrapa y en el que nos alojamos. Esta meditación es, entonces, ejercicio y ensayo, reiteración y repetición, interrupción y quietud, y quiero inscribirlo en el seno de esa tradición que, junto a una interpretación (teórica) más abstracta de la filosofía, y sin pretender rivalizar con ella, enfatiza la importancia de una versión quizá más existencial de hacer filosófico, una que hunde sus raíces en la Grecia clásica, aunque seguramente es muy anterior, y que nos enseñó a pensarla como un acto de transformación del individuo. En definitiva: filosofía como educación, como cura y como terapia, como consolación y guía espiritual, como autoformación y aprendizaje de la vida y de la muerte.

Lo que diré a propósito de la vida estudiosa tiene que ver con un estado de ánimo atento (pero también, en cierto modo, distraído), con un cierto vagabundeo (y con un extravío), con una forma de experimentar el tiempo bajo la forma de la lentitud (como espera y como presencia propia en lo que nos pasa). En este sentido, como iremos considerando, el estudio es una relación con el mundo. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Lo que me parece importante contar en estos momentos es que este ensayo tiene su propia historia, y que comenzó queriendo ser algo muy diferente de lo que ha resultado finalmente ser. Debo empezar narrando, entonces, cómo comenzó todo.

*

Pues resulta que se me había metido en la cabeza que lo que yo quería hacer era escribir una novela. Sin embargo, la mera idea de imaginar una trama me atenazaba, porque anticipaba mi falta de talento literario y, por tanto, mi más que previsible decepción posterior. Quería escribir una novela, y simplemente era incapaz de ponerme a la tarea. Me acordé, entonces, del gran libro de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, que había empezado a leer siendo yo mucho más joven, pero sin constancia en mi lectura, y decidí zambullirme de nuevo en ese mar de palabras, en esa fiesta del lenguaje y, sin saber muy bien cómo, y seguramente debido a una situación personal empíricamente desesperada, encontré la disciplina necesaria para pasarme un tiempo largo enfrascado en la pausada lectura de esa obra.

Aunque a veces sufría leyendo —pues creía que yo también padecía las mismas intermitencias del corazón que el narrador proustiano—, al mismo tiempo experimentaba un extraño placer sumergiéndome en sus páginas, donde en realidad, sin pasar nada, ocurren muchas cosas que harán que Marcel, el narrador, acabe topándose con las verdades que le serán finalmente necesarias. Marcel no es simplemente alguien que recuerda, sino una especie de aprendiz en el tiempo que se distrae con frecuencia; esa idea me gustó.

Al inexperto protagonista de La montaña mágica, Hans Castorp, que es otro aprendiz, el pedagogo Settembrini le ofrece la consigna —«¡Magnífica palabra!», declara— «placet experiri» (que podríamos traducir así: «Por favor, inténtalo»), pues a ese joven le gusta probar sus fuerzas y jugar con tentativas destinadas al error. Precisamente para eso se es joven: para equivocarse a gusto, aunque sin plena conciencia. Será de este modo como Hans Castorp irá madurando, y es así como progresa: a base de ejercitarse en múltiples experimentos sin verdad. Al imaginar yo la novela que me sentía incapaz de escribir, y no importando ya la edad que tuviese —pues precisamente joven no era—, al mismo tiempo me sentía un novicio en mi declarada intención de componerla, y a mí mismo me aplicaba la consigna de Settembrini a Castorp: ¡Inténtalo! Deseando escribir la novela que nunca escribí, ni probablemente escribiré, encontré, no obstante, hacia el final del ciclo narrativo proustiano —cuando en el último volumen Marcel decide por fin enclaustrarse en su cuarto acorchado para escribir la anhelada obra—, un nuevo motivo. Tras la postrera revelación que se le ofrece en esa reunión vespertina que nos relata allí, el narrador dice que de día «intentaría dormir», que trabajaría en las horas nocturnas, que deberían de ser muchas, «tal vez cien, tal vez mil». Marcel vivirá con la ansiedad de no saber si el dueño de su destino le permitiría proseguir la noche siguiente. El pasaje que traigo aquí es prodigioso, ciertamente. Marcel termina diciendo que cuando estamos enamorados de una obra lo que queremos hacer lo intentamos hasta la fatiga, aunque «debemos sacrificar el amor del momento, no pensar en el gusto propio, sino en una verdad que no nos pregunta nuestras preferencias y nos prohíbe pensar en ellas».

Así pues, Marcel tomará la decisión de exiliarse en su alcoba para, por fin, escribir su libro, y fue este gesto el que me llevó a considerar que retirarse, como el narrador decide hacer, era algo muy parecido a lo que hacen —soportando su misma fatiga— quienes se disponen en un ánimo estudioso. Descubrir este motivo, que me manifestó cierta verdad, vino por fin a concederme algún sosiego, a la vez que me otorgó un nuevo propósito. Definitivamente no escribiría mi novela, pero sí, tal vez, otra cosa. Y es esa «otra cosa» lo que el lector tiene en sus manos en estos momentos. No dejo de repetirme —no sé si para darme cierta importancia— lo que el mismo Proust escribió en Jean Santeuil: «¿Puedo llamar a este libro una novela?».

Así pues, yo leía a Proust (y asistía a los devaneos del narrador de su obra) y me identificaba con ellos: con el escritor y con el narrador. Como la distancia casi siempre nos ayuda a entender mejor algunas cosas, recuerdo que en algún momento tuve que separarme de lo que estaba escribiendo para ponerme a recordar cómo había empezado todo. Así que volví al libro de Proust que, como sugiere Roland Barthes, cuenta la historia de una iniciación que se va articulando en distintos momentos —el deseo de escribir, la frustración, la aceptación y, finalmente, la revelación que le permitirá entregarse el narrador a la escritura de su libro—, de modo que ese relato iniciático de Marcel acaba siendo un drama en tres actos: Querer escribir (acto I), la impotencia de escribir (acto II) y poder escribir (acto III).

Recordemos, con la ayuda de Barthes, la naturaleza de este drama. Desde bien joven, Marcel (que es un niño muy lector, al que los libros le fascinan y luego decepcionan, y al que su abuela no tiene ánimo de regalar los que están mal escritos), ha querido dedicarse a la escritura y anhela escribir una novela. Este narrador es un ser enfermo; tal es el homo proustianus, y su enfermedad es múltiple: sufre ataques repentinos, vacíos que se deben colmar inmediatamente, porque no sabe esperar y siempre parece estar en falta. Necesita inmediatamente el beso materno para poder dormir, siente la falta del afecto de algunos personajes, como Swann y la fidelidad de Gilberte, las atenciones de Oriane, la ausencia de su abuela muerta. Cegado por su ansiedad, se vuelve tan insoportable como, en ocasiones, estúpido, y no termina de comprender lo que ocurre alrededor; padece de una baja autoestima y es ciertamente narcisista. Por estas y otras razones, ha perdido la confianza en sus disposiciones literarias, y sufre por ello; no es constante en su empeño, se distrae. Ha tenido que perder el tiempo hasta que, tras una estancia en un balneario por razones de salud, después de varios años regresa a París convencido de que no escribirá su obra. Asiste entonces a esa fiesta en el palacio de los Guermantes, y será allí donde se le revelen las verdades definitivas. Comprenderá que, al escribir, escribimos el mundo, y que el mundo está hecho de mediaciones. La lectura del mundo debe ser dialéctica. Lo indirecto es del todo necesario, pues nunca comprendemos inmediatamente. Nos distraemos, pero además hay que atravesar la experiencia de la propia distracción. En el azar (y la distracción es el medio que lo permite) se nos (pueden) revelar (como al narrador le ocurre) ciertas fundamentales verdades (en su caso sobre la vocación). El aprendizaje proustiano, el aprendizaje de la escritura, tiene momentos de ilusión y decepción, porque la realidad siempre es decepcionante y porque el aprendizaje nunca es lineal, no es causal, sino casual y súbito (tiene que ver con un «darnos cuenta» o con un «caer en la cuenta» que requiere una iniciación previa y muy larga).

No se aprende, entonces, sino por mediaciones, por interpretación de signos, por perder (y demorarse) en el Tiempo, que a la vez que permite la escritura la amenaza con la muerte. Marcel, al ver envejecidos a quienes había frecuentado tiempo atrás, cree estar, en esa última fiesta, en un baile de máscaras o de disfraces, y se preguntará él mismo si acaso tendrá tiempo para escribir y culminar la obra tantas veces postergada, al no haber creído en sus disposiciones literarias. Finalmente, Marcel decidirá encerrarse a escribir su obra, movido por una serie de recuerdos del pasado que se han activado por meras casualidades portadoras de signos, reminiscencias que le proporcionan un sentimiento de intensa felicidad y que constituyen la esencia de las cosas que la escritura tiene el poder de restituir, sin que sea ya necesario esperar la ayuda del azar. Marcel se ha decidido. Se retirará del mundo (ese es el gesto del estudio: un exilio voluntario) para someterse a la gran fatiga de la escritura, de la creación de la obra. El aprendizaje iniciático del narrador es el aprendizaje de un hombre de letras. El último volumen (El tiempo recobrado) es el «comienzo» de la novela de Marcel (el narrador) y, al mismo tiempo, el «final» de la novela de Proust, el escritor de En busca del tiempo perdido. Comienzo —en el narrador— y Final —en Proust— se dan la mano y se abrazan, se encuentran. La literatura ha vencido al Tiempo, o mejor, ha establecido una pacífica alianza con el Tiempo, que se ha hecho Memoria, experiencia vivida y aprendizaje que da cumplimiento a una vocación letrada.

*

Fue entonces cuando pude considerar algunas cosas con mayor detenimiento. Cosas bastante obvias en realidad, como por ejemplo que la historia nos muestra la existencia de hombres y mujeres, en diferentes ámbitos de actividad humana —académicos y científicos, literarios, artísticos, artesanales y musicales— a quienes se puede observar completamente entregados a sus respectivos quehaceres con un enorme afán, pasión y amor, ensimismados y atentos, minuciosos y esmerados, y que entregan (esa es la palabra) sus vidas a algún asunto del que no pueden ni quieren separarse. ¿Qué mueve a un individuo a empeñar su vida a un objeto cuyo valor y sentido está en la propia realización de lo que hace, y sin que le asigne ninguna clase de propósito utilitario? Tratando de dar alguna clase de respuesta a esta pregunta reparé en el hecho de que por muchos años que se hayan vivido, la vida resulta siempre demasiado corta, que el tiempo huye a la carrera y que —como Saturno a sus hijos— nos devora a todos, de modo que cuando uno cae de verdad en la cuenta de todo está casi al final, y es entonces cuando —como leemos en un poema de Jaime Gil de Biedma— nos percatamos de que «La vida iba en serio» y nos preguntamos: ¿Y ahora qué?, ¿A qué he dedicado mi vida?, ¿Qué hice con ella, o mejor, qué hizo la vida conmigo? Es en estos momentos cuando uno está tentado de concluir que una vida dedicada al estudio no habría estado tan mal, al fin y al cabo.

En la historia de las ideas y en la literatura se muestra al estudioso como formando parte de esos individuos que son, en muchos casos, intratables y asociales; lectores o escritores compulsivos y coleccionadores de libros desconocidos para la mayoría; individuos que no parecen pertenecer a su tiempo y cuyas existencias se ordenan en torno a los libros que leen y a la biblioteca que habitan y en la que se refugian. Sus cuerpos se prolongan en el corpus de los libros leídos, que estiman como apreciadísimos tesoros. Lectores, pues, que han sacrificado sus vidas a libros y lecturas para, en algunos casos, hacérselos llegar a otros. Aunque no en todos los casos, estas gentes permitieron la continuidad de la transmisión entre las generaciones y contribuyeron a hacer posible lo que, al menos ellos mismos, entienden por cultura: un cultivo del espíritu y una relación de cuidado con aquello que se ama. Aprecian el pasado —donde encuentran su alimento espiritual—, y parece que aspiran a instalar lo mejor de sus pesquisas en el presente para que otros logren pensar mejor y tal vez de otra manera. Los estudiosos, y los que en otro tiempo se llamó «letrados» o «humanistas», alimentándose de los libros, al mismo tiempo que tratan de expresar el mundo de otra forma se alejan temporalmente de él para intentar comprenderlo más atinadamente. No pasan a la acción sin antes haberse detenido en la contemplación. Aquí, esta palabra, «humanidades», refiere la humanitas de la que habla Aulio Gelio en sus Noches Áticas: un individuo suficientemente cultivado e instruido mediante libros y lecturas (13-17).

El estudio, entendido como lo que da forma a una vida «letrada» —la vida del homme de lettres, una vida atravesada de palabras— se ha asociado tradicionalmente a la vida contemplativa, a una vida volcada a la teoría (bios théorètikos) en vez de a la vida activa (por ejemplo, productiva). Esa vida contemplativa es una en la que el ocio, en su sentido clásico, es un verdadero disfrute y proporciona un sentimiento de honda libertad. Este ocio es un ocio filosófico, se ha dicho, y tiene una naturaleza teórica, aunque aquí teoría quiere decir alejamiento de todo lo que tenga significación práctica o meramente útil. El contemplador parece que se distancia del mundo y sus afanes viviendo para sí, y no es nada extraño que al resto de los seres les resulte tal individuo un ser, de lo más extraño, que no está en el mundo, o que es de otro mundo, un especie de muerto en vida.

Conviene hacer notar aquí un aspecto central de mi argumento, pues es cierto que una vida estudiosa mantiene cierta relación de aprecio con la cultura, en su sentido más elevado. A menudo el amante de la cultura aspira a encontrar en las obras que frecuenta una forma de reconciliarse tanto con el mundo como consigo mismo. Aquí, este término refiere la experiencia de un encuentro, y es muy fácil caer en la impostura de pretender que ella misma realice promesas que no será capaz de cumplir. Así, no son pocos los que han dicho que el consuelo o la reconciliación que la cultura promete perpetúa la injusticia del mundo, volviendo soportable lo que de hecho debería percibirse como insoportable e inaceptable: el dolor del mundo. Como supuso Georg Simmel, la tragedia de la cultura precisamente consiste en el conjunto de decepciones a las que el individuo se expone cuando busca satisfacción en las obras que produce. Precisamente por eso, la relación entre los estudiosos y el mundo es siempre, si no trágica, al menos dramática. De este drama —que merecería un estudio aparte— sólo se hablará tangencialmente en este ensayo, aunque se tendrá presente en todo momento.

Debo insistir en que el estudioso que tengo en mente es alguien que no tiene por qué corresponderse en exclusividad con los llamados hombres de letras; sin embargo, tengo un interés especial en colocar como trasfondo precisamente a esta figura, que adquiere unas determinadas características en la tradición humanista. Es al amparo de esta tradición donde la dicotomía entre vida contemplativa y vida activa se torna quizá problemática y que, en mi propia versión del estudio, trataré modestamente de problematizar.

Mi estudioso es alguien que piensa, reflexiona o medita, alguien que escribe, y es un lector. Hace cosas que antes tenían un lugar en la universidad, que comenzó siendo la casa del estudio, y que, me parece, lo es cada vez menos. El libro que atentamente lee el estudioso no es un mero objeto de consumo (que es como frecuentemente hoy se lo considera), y la experiencia de leerlo no es un trabajo, en el sentido en que Hannah Arendt habló de este término en su libro La condición humana al referirse a la vida activa, o sea, producción o fabricación que se somete a la racionalidad medios-fines. La lectura de ese libro es un tipo de acción de efectos imprevisibles, y en este sentido tiene que ver con algunos de los rasgos, pero no con todos, que Arendt asignó a la noción de acción en la obra mencionada, como tendremos ocasión de ver. Así que, como algo que se hace, el estudio compromete una vida que ni es meramente vida contemplativa ni tan sólo vida activa, y probablemente ni siquiera una síntesis de ambas. Es otra cosa. Y es de esa «otra cosa» de la que este libro pretende decir algo.

Emplearé la palabra estudio en dos sentidos complementarios. Por una parte, como una actividad que carece de una finalidad utilitaria predeterminada; y, por otro, un lugar —el cuarto de estudio, el gabinete de trabajo—, en el que el estudioso se recluye disponiéndose en un estado de ánimo peculiar, un lugar que precisa de una atmósfera de tranquilidad y sosiego adecuados para el buen desempeño del quehacer estudioso. El estudio es algo que se hace y un lugar donde ese hacer se lleva a cabo. Y ese hacer y ese lugar (o esos «lugares») están estrechamente conectados entre sí.

*

He comenzado diciendo que este ensayo comenzó queriendo ser algo diferente de lo que ha resultado finalmente ser, y que fue la lectura del libro de Proust lo que me proporcionó la idea del gesto estudioso, cuando el narrador finalmente decide encerrarse para escribir la novela tanto tiempo postergada. Insistamos en que lo que narra Proust en su libro no es meramente una exposición de los trabajos de la memoria de su narrador, una búsqueda de la verdad en el pasado, sino el relato de un aprendizaje, uno que tiene que ver con un juego de constantes revelaciones y decepciones; un aprendizaje que le llevará a tener que desprenderse de alguna clase de antigua ilusión, bajo cuyo influjo se hallaba más o menos sometido. Hay progreso en el aprendizaje del narrador, pero no es un progreso meramente lineal. A menudo, el narrador dice estar distraído y carecer de la disciplina necesaria para prestar atención al mundo. Merced a esa última revelación de la que hemos hablado ya, sabrá que el asunto de su libro no es otro que la experiencia de lo que ya ha vivido. Entonces, un ser nuevo nacerá en él, un ser que se alimenta de la esencia de las cosas que el arte desvela, y por eso dirá que la verdadera vida, la vida al fin descubierta y aclarada no es otra que la literatura. Marcel se ha convertido en escritor, y las lecciones que ha aprendido, a base de decepciones y revelaciones, son las lecciones de un hombre de letras, como he dicho: «Toda mi vida hasta aquel momento habría —y no habría— podido resumirla en este título: “Una vocación”», dirá Marcel. Su búsqueda, su recherche, su «investigación» le ha incitado a transformarse en aquello a lo que parecía estar destinado, sin apenas él saberlo, y que al mismo tiempo que anhelaba también dilataba en el tiempo: una vida de escritor, una vida literaria. Ha perdido el tiempo, se ha distraído, ha tenido que estar muchas veces desatento (perdiéndose en el transcurrir vital diario), pero para llegar a convertirse en lo que estaba buscando. Y es eso mismo lo que al estudioso le acontece: el músico encarnando la música, el pintor la pintura, el lector su libro y sus lecturas. Es preciso entender estas cosas. O más bien: es esto mismo lo que, quien esto escribe, aspira a poder comprender. Comprender no sólo recordando lo que en mi caso he tratado de hacer, sino narrando mis propios descubrimientos, los momentos de epifanía, las decepciones, ese extraño movimiento que avanza y retrocede en el aprendizaje que atisbo en el homme de lettres; un aprendizaje unido a un hacer que llamamos estudio; un estudio que compone un determinado arte de vivir, una existencia en el mundo en un hacer unido a la vida contemplativa, donde el ruidoso y frenético hacer productivista de nuestras sociedades del rendimiento puede interrumpirse, detenerse.

He necesitado adentrarme en el refugio de mi cuarto de estudio sabiendo que no era simplemente un espacio que recorría, sino un lugar propio que habitaba y en parte me definía en lo que estaba tratando de hacer. Esa estancia era mi refugio y mi exilio voluntario, pero al mismo tiempo sabía que no podía permanecer en él todo mi tiempo pretendiendo no dejarme tentar por el mundo, que a veces adoptaba la forma de las calles por las que deseaba pasear o los cafés en los que permanecía observando, leyendo, anotando o escribiendo en mi cuaderno. Digamos que llevaba conmigo a esos otros lugares los objetos de mi estudio —libros, cuadernos, mi lápiz, mi estilográfica— y con ellos mi forma de vida, que componían un mundo del todo personal y que, en muchas ocasiones, me confrontaba con el Mundo. Tan pronto como entraba en el aula universitaria que se me había asignado sabía que ese mundo mío no podía proponerlo como modelo a mis estudiantes, entre otras cosas porque la generación de la que forman parte está a mucha distancia de la mía, aunque tanto ellos como yo estuviéramos en el mismo presente, que leíamos de forma diferente. Yo llevaba conmigo «mi mundo», pero ese mundo tenía que ver con mi propia representación de una idea de la universidad o del quehacer universitario que ellos y ellas no tenían por qué compartir, y quizá incluso tampoco era tan importante o necesario que lo compartieran, pues de lo que se trataba era de poder, juntos, adentrarnos en una conversación que, esa sí, podía legítimamente aspirar a erigirse en un diálogo más o menos estudioso, esto es, atento, considerado instalado en esa clase de fervor que, como iré diciendo en las páginas que siguen, define el estudio.

Es difícil defender el ideal de una vida estudiosa, que entraña una retirada en la soledad e intimidad de una estancia privada, cuando tantas cosas alrededor nuestro parecen estar tan sumamente mal y reclaman una mayor participación por nuestra parte. En un mundo acelerado como el nuestro, completamente configurado en torno a los valores del trabajo, la eficacia y la productividad, y que se supone nos señala el tipo de personas que deberíamos ser, ese aislamiento y esa retirada, ese ocio estudioso —lector y meditativo—, puede ser objeto de todos los reproches, por evidenciar un hondo e injustificado individualismo. El escritor vienés Stefan Zweig escribió un muy personal y hermoso libro sobre Michel de Montaigne, que no logró terminar, en el que recordaba que el ensayista francés, desde lo más profundo de su alma «odiaba a los reformadores profesionales del mundo», a los «expendedores de ideologías». De sobra sabía Montaigne hasta qué punto conservar la independencia interior era ya una tarea de por sí tan colosal como para pretender ir más allá pretendiendo transformar por completo el mundo. Montaigne, decía Zweig, trabajaba «a la sombra del mundo», pero —y esto lo añado yo— no necesariamente a sus espaldas. Su tarea pareció ser la defensa de un fortín o de una ciudadela interna desde la cual ir en busca incesante de sí mismo. Manteniéndose libre frente a todo y a todos, parecía aumentar la libertad de la Tierra. En su ensayo «La ejercitación», dirá Montaigne, a propósito del libro que ha decidido escribir, que «esto no es mi doctrina, es mi estudio; y no es la lección de otros, es la mía». Su empresa es espinosa, pues persigue la senda de un pensamiento vagabundo, la errancia del propio espíritu. Leyendo, meditando y escribiendo en su cuarto de estudio el ensayista se estudia: «Hace muchos años que mis pensamientos no tienen otro objeto que yo mismo, que no me examino y estudio sino a mí mismo. Y si estudio otra cosa, es para aplicarla de inmediato a mí, o en mí, por decirlo mejor».

El estudioso que es también Montaigne forma parte, junto a otros muchos que la historia ha dado, de la cohorte de artistas y poetas que Platón convidó «cortésmente» a abandonar su ciudad ideal. Por supuesto que Platón puso al mando de su utopía al rey filósofo, y aunque en su filosofía concede un papel crucial a la Belleza, cuando la define es para excluir de ella al arte, acusando a los artistas de debilidad moral e incluso de envilecimiento. Los artistas son, como nos los presenta Platón, unos entrometidos, unos críticos independientes que harán lo que sea para proteger su libertad, y con frecuencia sus vidas no resultan dignas de ser imitadas; además, no saben explicar aquello que producen. Si gobernasen ellos, la ciudad sería un caos, y no imperaría, como debe ser, ni la Ley, ni el Orden, ni la Razón. Es sumamente tentador adentrarse aquí para tratar de comprender las razones más profundas que Platón tuvo para exiliar a los artistas y poetas. Pero debemos detenernos ante la fuerza de esta imagen y tomarla como una provocación al pensamiento y como la posibilidad misma de una pregunta: ¿Acaso no han sido expulsados también los estudiosos de la ciudad moderna?

El estudioso, que es un letrado —litteratus— parece encontrarse en el paraíso mientras viaja al reino de los muertos, dijo una vez el escritor Pascal Quignard (que es, él mismo, uno de ellos). Lee y relee a los clásicos, y llama por su nombre de pila a los autores de los libros que lee, como Ivan Ilich hacía con Hugo de San Víctor mientras comenta su Didascalicon de Studio Legendi. Estudia, y ese estudiar es un leer escribiendo. En su libro se aísla, está solo, pero no es una soledad absoluta la suya, como la de quienes se sienten ajenos al arte de las letras. Es una soledad acompañada de muertos que le conceden la oportunidad de componer una forma de vida. Esa palabra —estudio, studium— a la que una vida se consagra, es extraña y enigmática. En su amor al estudio, el estudioso, de tan cerca como parece estar de su propia alma, parece olvidar su cuerpo, y sus manos no sirven para nada más que para sujetar el libro que lee, el lápiz con el que subraya y la estilográfica con la que escribe en sus cuadernos de notas. Esa vida consagrada al estudio lector tiene sus consecuencias —en forma de exilio y retirada, de aislamiento y soledad. Es algo doloroso y a la vez dulce. Los romanos lo llamaron otium, los griegos skholē, en el Renacimiento francés, humanités. Es una vida al parecer holgazana, pues los letrados lectores leen con frecuencia tumbados en sus camas y, como los fantasmas, se ocultan en las sombras. Se parecen a los muertos de cuya sabiduría obtienen sus lecciones. Cuando lo logran, consiguen soportar sus inmensos dolores, físicos o existenciales, con un libro entre las manos; y a veces derraman lágrimas.

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Con objeto de hacer menos pesada la lectura, he tomado la decisión de evitar una constante llamada a pie de página para dar cuenta de las citas que el lector se encontrará a lo largo del libro. Todas ellas, incluso las que no están entrecomilladas, son comprobables. El arte de la cita es importante, como ya advirtió Walter Benjamin. Las citas, decía, son como salteadores de caminos que irrumpen armados despojando de sus convicciones al ocioso paseante. Toda escritura es una glosa de una glosa anterior: «Es la manía, la idea fija, la obsesión de la escritura», insinúa Antoine Compagnon en La segunda mano o el trabajo de la cita. Así que un texto tiene el que ha sido escrito por el autor y el que componen las citas que en él se incorporan, y que son mutilaciones de otros textos. Lo que viene a expresar el arte de citar es un trabajo anterior, uno en el que la lectura se hizo con un lápiz en la mano y un cuaderno de notas próximo: dos elementos característicos de una vida estudiosa. Al final del libro, en el apartado llamado «Biblioteca», encontrará el lector las obras que me han inspirado y las que han sido explícitamente mencionadas a lo largo de estas páginas.