Melodías dispersas - Norma Echavarria - E-Book

Melodías dispersas E-Book

Norma Echavarria

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Beschreibung

Juan Francisco, Pancho, o más bien John es papá de Julie. En innumerables ocasiones ha olvidado comprarle un regalo de cumpleaños o ir a buscarla cuando prometió hacerlo. También pierde su teléfono constantemente. Esta forma de actuar, aparentemente distraida y descuidada, persiste en su vida. Enfrentarse ahora a la adolescencia de Julie y a la próxima reunión con sus ex compañeros del St. Boring, veinticinco años después, lo llevarán a reflexionar de qué manera su comportamiento, presente y pasado, conducen su vida. Sin embargo, John no es el único a quien el TDAH le ha cruzado la vida. Otros tantos tienen que enfrentarse todos los días a este trastorno que muy pocos conocemos y comprendernos. A través de Melodías dispersas, Norma Echavarria, médica, psiquiatra con más de 20 años de experiencia desarrolla en clave de novela, y con la música del cuarteto de Liverpool de fondo, las distintas caras que puede tener el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, así como sus posibilidades de tratamiento.

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Melodías dispersas

© Norma C. Echavarría

© Melodías dispersas

ISBN papel: 978-84-685-3282-0

ISBN epub: 978-84-685-3284-4

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

ÍNDICE

 

Prólogo

Mensaje de la escritora

Capítulo I

Solos de piano. Realmente solo. John

Camino al trabajo. Lena

Sinfonía del día siguiente. Otra vez John

Los demonios del David. Debajo de la piedra. David

Solo tiempo. Mariana Sogno Paterno

Capítulo II

Jardines secretos

Ella es una mujer. ¿Estiletos o borcegos? Mariana

Riña de gallos descoloridos

Margarita para John, pero sin tequila. Camino a ningún lado

Capítulo III

De dos en dos

Clave de sol para un día lluvioso

Da capo a los recuerdos

Condenados por las apariencias. Un ladrillo en la pared

Sintonizando en igual frecuencia. Mirándola a ella

Capítulo IV

Todos tienen algo que esconder, excepto yo y… ¿quién era? Cónclave de brujas finas en falsetto

Tocata y fuga a la infancia. Pentagramas en el asfalto

Epifanía de una realidad en canon. Réquiem para la ilusión

Rondó de un pasado posible. Anyway

Capítulo V

Piano, piano, pianisimo. Strawberry Fields Forever. Soledad y John

Mariana y Gonzalo. Andante fortisimo contra la corriente

Popurrí de verdad o consecuencia. Lena y David

Capítulo VI

Sognando senza misura. Passionato in crescendo

Compases de silencio. Mariana

Con voz, sin vos

Sinfonías familiares. Paternidades sin partitura. Julie y John

Dúo desafinado. Una samba triste. Julie y Soledad

Capítulo VII

Los bemoles del dinero y el miedo. Money, Money, Money

Mentiras piadosas en coro

Nesum Dorma. Réquiem para la tristeza

Capítulo VIII

Rapsodia bohemia. Más que un ensayo

Notas para todos, menos ellas. Serpentario en mi menor

Viejos trucos

Rondó triste

Capítulo IX

Claro de luna y fantasmas añejos

Reflexiones laberínticas entre cenizas. Finale de Lena

Capítulo X

Preludio de Liverpool. Collage de historias

Andante. Tocata y fuga

Capítulo XI

Hello, Goodbye. El mágico misterio final

Prólogo

Este libro tiene en cada párrafo algo de mi amigo Marcelo. Con él pensé este proyecto y me quedó pendiente plasmarlo después de su partida. Todo llega, amigo.

Para hacerlo posible, los personajes representan trocitos de la vida de muchos individuos afectados por el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Todos y ninguno pueden ser como vos.

En él va mi entrañable amor por mis cinco hijos: Juli, Andy, Lari, Luli y Billy. Por su paciencia al entender la pasión de mi trabajo. Gracias.

En él va el reconocimiento a mi hermano, con quien construimos un hermoso camino y compartimos más que un diagnóstico.

Y el agradecimiento infinito a mi padre, que sigue hoy siendo mi inspiración y mi maestro; nada de lo que soy sería posible si él no hubiera creído en mí.

«Para que no vuelva a suceder»: durante años estuve en terapia psicoanalítica. Psicoanálisis didáctico freudiano y luego lacaniano fueron el mandato que exigía formarme como psiquiatra.

Durante años, recostada en un diván, hablé de mis olvidos, de mis pérdidas, de mis múltiples historias llenas de síntomas de un trastorno que marcaba mi sufrimiento.

Sin embargo, nunca recibí un diagnóstico. Escuché interpretaciones que me devolvían a cambio más indefensión y más culpa. La última profesional, inspirada seguramente por mi insistente cuestionamiento ante las pérdidas en mi vida, hizo una asociación algo salvaje.

Dijo: «TAMBIÉN PERDISTE UN HIJO». Mi primer bebé falleció solo tres días después de su nacimiento y fue el más duro y desolador momento de mi vida.

Pude dar fin a esos cuatro años de psicoanálisis en una sola sesión. Pude irme de allí a pesar de escuchar como única respuesta a mi reacción que partía por «mi resistencia». Partí gracias a mi instinto de conservación y sentido común.

Nada peor para alguien que se dispersa que una técnica basada en la asociación libre y un encuadre desafectivizado. Nada peor que pedir ayuda y salir más con más daño.

Espero que nunca más nadie se encuentre con semejantes interpretaciones, que generan un enorme daño emocional en quien las recibe y denuncian lo graves que son la ignorancia y la soberbia juntas. Para ella va mi agradecimiento, porque si no hubiera sido tan salvaje tal vez yo hubiera seguido recostada en un diván sintiéndome estúpida y pagándole por seguir sufriendo.

Pero lo más importante es que no hubiera transitado el camino que me lleva a realmente ayudar a muchos adultos que aún deambulan buscando una respuesta.

Dra. M. M. Miles de personas te lo agradecen.

Norma Cristina Echavarría

Médica psiquiatra

Mensaje de la escritora

Cuando llegue a tus manos este libro, te encontrarás con varias historias que transcurren simultáneamente. Cada personaje te permitirá sentir, intuir e imaginar cómo puede manifestarse el déficit atencional a lo largo de la vida. El déficit de atención es altamente hereditario, pero las respuestas del entorno pueden hacer que se exprese en formas muy diferentes.

La historia es una ficción, pero está colmada de situaciones que a diario muchas personas sufren sin tener la oportunidad de recibir ayuda.

Mi intención es ayudar a identificar la forma en la cual conductas, estilos de funcionamiento y manifestaciones emocionales pueden ser parte de un problema que se mantiene sin ser descubierto y, por lo tanto, carece de posibilidades de ser tratado. La posibilidad de verte reflejado, en alguno de los personajes, no implica que por ello resuelvas tú solo el diagnóstico.

En caso de que algo te resuene, no dudes en informarte. Tener una evaluación para identificarlo es tu derecho. Busca alguien que sepa del tema. Mi propio diagnóstico llegó cuando tenía treinta y seis años. Y ya pasaron veintidós. Nunca es tarde para saber en verdad quién eres realmente. Te dejo ahora con ellos.

Norma Cristina Echavarría

27 de mayo de 2018

 

 

 

 

Capítulo I

 

 

Solos de piano. Realmente solo. John

 

Una tenue luz procedente del interior de un sótano oscuro daba que pensar que él seguía desentendido de lo tarde que era. Tarde, cuando para otros era ya la hora de caminar rumbo al tren haciendo una mansa fila. Una de esas malditas rutinas detestables. Aún escondido en el subsuelo, siempre algo le hacía llegar el aviso a su vida de que seguía a contramano del mundo. Sin embargo, John persistía golpeando sus dedos contra el teclado. Ni él mismo a esa altura podía escucharse. Por momentos Hey Jude, en otros Penny Lane, la vieja y olvidada banda que inundó la adolescencia de su hermano e impregnó la suya, seguía alimentando su alma adormecida en una mente demasiado despierta.

Desordenado, como en todo, nunca llegaba a terminar un tema de punta a punta. Tal vez no era desorden, sino mezcla de ansiedad y aburrimiento. Noche tras noche intentaba hacer que su cabeza hiciera una pausa. A veces solo lo lograba en parte. Sin saber qué parte de sus ideas quedaban asfixiadas, continuaba compulsivamente entregado al intento. Tocaba en el bar a cambio de un par de tragos gratis. Algo más que un par aquella noche. Ni él mismo se había dado cuenta de que era su cumpleaños.

¿O tal vez perseguía el objetivo inconsciente de olvidarlo?

Después de todo, cumplir años tan solo le generaba la presión anual de tener que hacer algo con su vida. Eso era lo que había hecho siempre. Vivir buscando zafarse de cuanta elección lo confrontase con hacerse cargo de lo que fuera.

Este, no obstante, era un momento que había elegido, pero como en materia de huidas siempre salía nominado, hasta él olvidaba su intención al hacerlo. Buscaba fundirse en el teclado, mientras su mente, llena de silencios de redonda en cuanto a proyectos tangibles, sobrevivía anestesiada por el alcohol y, de paso, servía para camuflar su existencia saturada de lágrimas. Lágrimas que no encontraban la vía de escape. Para ellas no existía ninguna salida.

—¡John…! Una voz proveniente del fondo parecía acercarse con tono de cansancio—. Tengo que cerrar, hermano. ¿O te quedas a limpiar el piso y a vaciar ceniceros conmigo?

Junto a la banqueta desvencijada, tirados a sus pies, estaba un cuaderno de cuero deslucido, una mochila de lona ajada con vestigios fluorescentes y un teléfono celular sin capacidad de brillo, uno de esos de sistema prepago, de los que se pueden comprar en un quiosco. Cansado de perderlos, aceptaba solo ser merecedor de aquellos cuyo valor de reposición ni siquiera le generase cosquillas. La verdadera razón era evitar que le recordaba su crónica estupidez al notar su olvido.

Entre anuncios de muerte inminente de la batería y la necesidad de mudarse con la música a otra parte, seguía firme en ignorarlo todo. Las palabras de aquel hombre buscando llamar su atención no entraron en su escena.

Esos pedazos de su historia serían los únicos testigos de la resaca y la soledad de un ser que amanecía a otro año más, perdido en la niebla del no destino. Con sus zapatillas gastadas aún marcaba el tempo con bastante clase. Todo en alguna medida tenía olor a fracaso. Ensimismado, apenas oía la voz que lo traía de vuelta.

—¡John!

Mientras tocaba, una sucesión de escenas de vida marcaba los ocho de diciembre de su historia. Su madre y las infaltables zapatillas de regalo para su cumpleaños, un bajo continuo de viejos deseos. Con ellas solas podría armar varias temporadas de una nueva serie o podría con facilidad testimoniar décadas de diferentes modas. Esta debería ser la número cuarenta y tres. Demasiado alcohol en el cerebro para asegurarlo. Imaginaba que el primer año debía de haber recibido otro presente. ¿O acaso sus primeros pasos habían estado marcados también por aquella rara obsesión materna? ¿Quién sabe?

Otra habilidad suya, la de engancharse en la retórica de pensamientos inútiles. Su rostro ahora amagaba muecas de tristeza, mezcladas con cierto cariño y nostalgia. Se encontraba en cada arpegio y se perdía en el siguiente silencio. Otra vez el humo del cigarrillo había ayudado a borrar el rastro de sí mismo.

John bajó la tapa del piano con la misma delicadeza con que lo hiciera su abuela, dio un empujón a la banqueta, se agachó y pudo, casi al tanteo, atarse los cordones sucios de las zapatillas. Detuvo la mirada en ellas, dejando aparecer otra vez la imagen de Julia, su madre. ¿Cuántos años habían pasado desde el último regalo? Sin ninguna claridad, creyó que casi cuatro. ¿Cómo cuatro años le parecían una eternidad si durante casi veinte se había negado a verla? Siempre de una forma u otra ella le hacía llegar su regalo, acompañando las zapatillas con una nota que decía: «Te quiero, hijo. Ojalá encuentres este año el camino a tu felicidad, no dejes de perseguir tus sueños, que la vida es eso».

Cabeza abajo, casi se animó a dejar caer una lágrima. Pero tenía años de entrenamiento en evitar emociones intensas. Nadie, ni él mismo, podría ver su quiebre.

Sin percibir que olvidaba su cuaderno, recogió el teléfono silbante, abrió el alfiler de gancho que hacía las veces de tirador del cierre de la vieja mochila y largó su móvil al fondo. Hundido en la oscuridad que habitaba en ella, quedó mezclado con varias hojas sueltas y algunos cuantos cables inútiles, encargados de recordarle sus buenas intenciones de seguir comunicado en algún momento. Igual nunca llamaría a nadie. Así desaparecieron su teléfono y otro día más, sin pena ni gloria.

Ya se iba. Siempre, de alguna manera u otra, eso hacía. Al cerrar, John arrimó la puerta que daba a la calle, dándose cuenta de que se iba escurriendo sin saludar siquiera. «Mario es solo un viejo mozo», se dijo como una coartada a sí mismo y a sus inseguridades. Era experto en generar excusas y construir siempre buenas explicaciones. Mejor irse sin dejar testigos. Sobre el piano, una botella de whisky barato y un cenicero hinchado de colillas quedarían sin embargo para señalar su partida.

«Suerte que sigo viviendo cerca», pensó. ¿O tal vez era esa otra señal de su estancamiento? Subió las escaleras del frente que lo dejaban frente a su puerta y en el escalón dejó su mochila apoyada para poder revolver con las dos manos. Su habilidad de acumulador era una de muchas aptitudes inútiles. El alcohol colaboraba otro tanto en no dar con lo que buscaba. El silbido del celular, enredado en el cargador perdido, le sacó una mueca que se acercaba bastante a una sonrisa. Quien lo conociera diría que sus caras hablaban solas. Frunciendo el ceño, volvió a recordar la intención que lo frenaba.

¿Cómo diablos abriría la puerta? Imágenes innumerables de revolvedor de mochilas vinieron a agolparse en el umbral para hacerle compañía. Al parecer, era generador de algunos pensamientos positivos.

No todo estaba perdido, si seguía sumando habilidades, podría tal vez iniciar un nuevo año algo menos deprimido y derrumbado. Otra virtud más para su lista. Era bueno desordenando, tan bueno como pintando realidades imposibles. Bueno en excusas y también en desapariciones. Al fin, tirando de uno de los cables, salió el famoso manojo de llaves.

Julie insistía mucho en que se hiciera un sistema. Para las llaves, sin duda. ¿Para qué más sería posible? Su sistema era no tener ninguno.

Sin embargo, la jovencita no contaba con que su padre, quien jamás llevaba a cabo nada de lo convenido, en el extraño caso de hacerlo, dejaría enterradas sus acciones en la profundidad oscura de una mente sin recuerdos. Espacio parecido al de aquella mochila desordenada. Hiciera o no hiciera lo que debía, era un experto olvidándolo todo. Bueno, casi todo.

Después de varios intentos, logró embocar la llave en la cerradura y dio un empujón a la puerta que acompañó el movimiento con un chirrido de bisagras sin aceite. Entró en la casa y detrás suyo el golpe confirmó el cierre, sin percatarse siquiera de que la manga del viejo suéter descolorido había quedado atrapada dejando la mitad fuera.

 

 

Camino al trabajo. Lena

 

Manejar realmente era algo que le encantaba. Vaya a saber qué sucedía en ella al hacerlo. Desde la primera vez que su padre le había permitido subirse al auto y manejarlo, se había transportado hacia una nueva dimensión en su vida. Una enorme contradicción, sin embargo, porque si bien era muy distraída al caminar, no lo era para nada detrás del volante.

Irrumpieron escenas de su adolescencia: su padre sentado en el asiento del acompañante, siempre alentando cada aprendizaje, aún frente a alguna mala maniobra. Tal vez de eso se trataba todo, de convencerla de que podía, transmitirle confianza. El automóvil fue un sitio que tan solo ellos dos compartieron.

Su madre odiaba manejar, tenía muy poca paciencia y tal vez mucha inseguridad, mirándolo ahora en retrospectiva. Aprender algo de mayor es más difícil. Ella se quejaba de todo, pero el auto era una caja sin escapatoria. Magdalena aprendió no solo a manejar antes de los trece años, sino que sabía cambiar un neumático, rotar las ruedas y lavaba y aspiraba el interior como parte del combo.

Su padre era así con ella. Le daba por un lado la confianza para aprender, mientras que aceptase con ello la responsabilidad que su elección generaba al adquirir esa nueva habilidad. Su padre había sido siempre como una bocanada de aire fresco.

Su madre, sin embargo, era la antesala del infierno. Ella era el recordatorio de sus dificultades y él el de sus talentos. De su padre aprendió el amor incondicional y la mirada de valoración en tanto que de su madre una larga lista de sus defectos. Aún entrada en su madurez, no lograba renunciar a la espera de una aceptación latente.

Manejar también era un oasis para salir de su casa cuando ya no toleraba las malas caras, huyendo hacia la independencia. Estar detrás del volante la hacía sentir libre. Y la palabra que más honraba de todas era «libertad».

Ahora, a los cincuenta y dos años, disfrutaba al conducir con calma. Sin embargo, en el paquete de recuerdos acopiaba muchos episodios de ella manejando con exceso de audacia.

Cuanto más tiempo pasaba en el auto y más subía la velocidad, menor era la distracción que la acosaba. Muy loco, pero ignoraba las razones. Aún tenía el recuerdo del día en que llegó a sus manos aquel volante de auto deportivo. Fue difícil resistirse a eso. Se apropió del rol de chofer para estar atenta durante más tiempo. Lena debía tener un dios aparte, porque en tantos años de maniobras audaces, había chocado solo una vez y lo había hecho contra un camión estacionado a la vuelta de su casa.

Volviendo al presente, no entendía el para qué de la llamada de Emilio. Una parte de su vida la había disfrutado jugando con él pese a los nueve años de brecha, otra parte estuvo dedicada a acompañarlo. Ella sabía que pocas veces llamaba, salvo que se encontrara en apuros. Él había decidido dejar su tratamiento hacía más de diez años y ella no se animaba a preguntarle por miedo a perderlo. Tal vez ahora, ya casado, era su esposa la que tenía temor a que siguiera tomando la medicación como antes. Fumaba demasiado, no hacía ejercicio, pasaba más horas sentado frente a la computadora que las que pasaba en su infancia frente a la pantalla del televisor.

Quizá su padre, que había sido fantástico con ella, no había sabido vincularse con su hermano. Quizás la timidez y las diferencias de estilo, la edad o su accionar permanente hicieron que lo dejase a cargo de alguien que tuviera un poco más de paciencia. Ella sentía que a Emilio le faltaban herramientas. Su padre era un tipo increíble, pero mostraba poca flexibilidad con aquellos que no coincidían con sus ideas.

Si Emilio insistía en llamarla, encararía la charla que hacía tiempo tenía en la cabeza. «Basta de ignorar su problema», pensó. ¿Acaso ella no había seguido tomando la medicación?

Sus pacientes revisaban cuidadosamente las recetas que les hacía, porque aún prestando atención equivocaba la fecha o algún que otro dato. Ellos insistían con bastante sentido del humor en que aumentara su dosis. Tal vez no estaban tan errados. En fin, lo importante era que ella no había abandonado.

Sus padres seguían viviendo lejos, eran demasiado mayores para hacerles reclamos, aunque debía reconocer que era con su madre con quien realmente se salía de la vaina. Ambos tenían la habilidad de mostrarle sus fortalezas y debilidades simultáneamente y el saldo de esta ecuación nunca daba cero. Aún con las quejas y críticas de ella, la mirada y el apoyo del padre, amigo y maestro siempre habían sido más fuertes.

Entendía que seguramente acercarse a esta niña hiperactiva y desatenta había sido un desafío con el que su madre no había podido. Era demasiado inquieta, vivía desaliñada, jamás se paraba a mirar detalles de su ropa o de su estilo, solo usaba lo que le fuera cómodo. El resto era perder el precioso tiempo. En definitiva, ella no había reunido las mínimas condiciones del estándar de niña impecable. Vivía con el pelo enmarañado, las zapatillas desatadas, trepando a los árboles en busca de piñas para hacer decoraciones a sus siempre creativas tortas de barro. Sin duda, la pesadilla de criar a la niña torbellino había dejado a su madre sin recursos para entenderla.

Su relación fue algo así como un intento de domesticarla. Perseguirla para peinar su larga cabellera era como enlazar un potrillo salvaje. De todas formas, no justificaba por ello las múltiples escenas negativas que guardaba en el arcón de sus recuerdos. Debía dejarlas en el pasado, estaban prescritas.

Las imágenes que su cerebro no podía cambiar quedaron enlazadas a emociones muy dolorosas. Había interiorizado el castigo en cada reproche frente a sus errores. Por ello, debería asegurarse de comentarle a Dulce, su madre, en su próxima visita, que de ella le había sido imposible olvidarse. Lo único que pudo hacer con todos los años de trabajo terapéutico fue convencerse de que cada uno hace lo que puede, ama como puede y que tiene que aprender a vivir con eso.

Al volver su atención a la ruta, se dio cuenta de lo cerca que estaba del consultorio. Max depositó el hocico en el brazo, sabía que habían llegado, luego sintió el golpeteo de la cola como señal de alegría. En ese momento percibió que había recorrido casi dos kilómetros sin prestar la más mínima atención al camino.

Una cosa se repetía, aunque era obvio que no siempre le funcionaba ese mantra: debía poner más atención, porque no deseaba perder sus logros ni su calma. Una vez más llegó porque era cierto que tenía un dios en sus zapatos.

Puso la luz de giro y ubicó la camioneta frente al edificio blanco. Con ambas manos al volante, inspirando profundo y con una sonrisa estacionó mientras volvía al presente.

Apagó el motor, sacó las llaves, tomó su cartera-mochila y poniéndosela al hombro abrió la puerta. De inmediato salió para liberar a Max del asiento de atrás. Sin ninguna orden, su fiel compañero se sentó frente a la puerta. Amaba los perros, eran parte de su vida y siempre había convivido con alguno, de pequeña había aprendido a quererlos y a considerarlos parte de la familia. Antes de cerrar el auto, volvió a buscar algo. En el asiento del acompañante llevaba una enorme caja que abrió para tomar unas cosas.

Prefería dejar la caja en el asiento, así recordaría siempre la importancia de tener todo en un solo lugar. Era bueno centralizar sus pertenencias, como hacía con su mochila. Le costaba cada vez más comprarlas, hacía tiempo que las mochilas no estaban de moda, pero no aceptaba otro tipo de accesorio. Su mochila era una de las «rampas», como ella llamaba a las soluciones creativas que encontraba, para sortear los obstáculos cotidianos.

Pensó de repente en aquel extraño que había visto cruzar esa mañana, camino a la oficina, y en la mente asoció una imagen muy familiar. Recordó su primer trabajo, recién terminada la secundaria: ayudaba en sus tareas a un niño con problemas escolares. ¿Cómo se llamaba? Maldita laguna era su memoria. Sus ojos tristes aún hoy parecían mirarla pidiendo ayuda.

Ese hombre con mochila que cruzaba la calle le devolvió una parte de su propia historia. Así funcionaba su cerebro, asociando imágenes para traer elementos de una memoria diferente a la del resto. Recordaba con claridad cuando Ani, su compañera del colegio, le había pedido ayuda para su pequeño hermano. ¿Cómo olvidarlo? Ni bien llegó a casa de ¡Pancho!, así se llamaba, se cruzó con Max, el hermano mayor, un chico que había sido el protagonista de sus románticos desvelos desde que empezara la escuela. Aceptó la propuesta de inmediato para estar más cerca, aunque él no la registrase.

Sin embargo, para su perro Max Lena jamás pasaba inadvertida. En señal de registro movía la peluda cola.

Recordó la advertencia familiar acerca de lo terrible que era aquel chico; su rebeldía y sus berrinches le harían la vida imposible. Eso fue cierto, pero algo la ayudó a quedarse: Juan Francisco, Pancho, como le llamaban, le recordaba mucho a Emilio, su hermano.

No entendía bien porqué ella y su hermano no podían verse más seguido, ahora que vivían cerca. Otra vez mezclándolo todo. Se daba cuenta de por qué le decían que era difícil seguirla. Metió la mano en su mochila y tirando de un cable en espiral que, atado al interior, le permitió pescar las llaves de su oficina, se acercó a la entrada.

Entonces le vino la cara de su padre, él era un verdadero experto en organización y funcionamiento. Pudo aprender de él muchas cosas, aunque nunca llegó a superarlo. Él silbaba cuando se enfrentaba a una crisis y ella sufría migrañas. Él tenía hasta numeradas las llaves, ella atadas a su mochila. Volvió a sonreír al pensar cuánto seguía extrañándolo. El hecho de que viviera lejos la obligaba a organizarse para ir a verlo, y últimamente viajaba cada vez menos porque se quedaba enredada entre planes, tantos, como su pelo en la infancia.

Al entrar, se encontró con la sonrisa de su secretaria, que siempre la recibía para iniciar su día. Lena se dio cuenta de lo importante que era en su recorrido cotidiano rodearse de ellas, las sonrisas le hacían siempre las cosas más fáciles. Seguramente como el silbido de Franco, su padre. En una época, sin embargo, ella había sido la encargada de repartirlas. Eran expresión de su constante búsqueda de complacencia, la que necesitaba para sentirse aceptada.

Vivió con la adicción de agradar para evitar conflictos como parte de su karma. Su primer terapeuta decía que era porque jamás había tenido la aprobación materna. La siguiente dijo que en realidad ella era la única responsable de aquel rechazo, así alejaba a su rival y nadie disputaría el amor de su padre perdurando atorada en el Edipo. Una tercera sostenía que trabajar para que la quisieran marcaba su necesidad de mantenerse siempre en el centro de la escena, no tolerando pasar desapercibida. Hasta le sugirió que sus gustos poco femeninos encubrían una masculinidad no aceptada, basándose en el rechazo a su madre.

Sonrió frente a los recuerdos de años de diván y psicoanálisis. Interpretaciones salvajes, sesiones tres veces por semana que le recordaban el daño que puede hacer un profesional que no logra ajustarse al avance del conocimiento en las ciencias y sigue emperrado en encajar la realidad a su dogma. Como en el mito de Procusto. Amaba la mitología.

Procusto pretendía que sus huéspedes encajasen a su antojo. Los acostaba en un lecho de hierro donde él manejaba la estatura que definía adecuada por capricho. Si eran muy altos, les amputaba las piernas, si eran más bajos, los sometía a estiramiento.

¿Cuántos viajes a Europa podría haber hecho con tanto dinero gastado?

Si alguno de sus terapeutas hubiera recogido las evidencias en su conducta, en lugar de llenar todo con eruditas interpretaciones, quién sabe si hasta tal vez hubiera sufrido menos. De esa etapa solo le quedó la certeza de que jamás cubriría las expectativas maternas por no ser la niña prolija, tranquila, serena, callada, obediente y ordenada que la sociedad espera para el sexo femenino. Ni un millón de sonrisas repartidas le otorgarían esa imagen.

Siempre se sintió diferente al resto. Con el tiempo entendió que vivir buscando la aceptación de los demás para sentir bienestar era el peor de los objetivos.

Hacía mucho que había aprendido a dejar de temer a los conflictos. Pero no todos los malos recuerdos se extinguieron con su transformación. Algunos, los más dolorosos, volvían de vez en cuando al cruzarse con una cara demasiado seria.

Dos minutos después de ese viaje, aterrizó de nuevo en la realidad.

María había sido su secretaria durante años. Compañera fiel y tolerante con su «no estilo», su espontaneidad confusa y sus constantes cambios. Ella era una parte trascendente para su funcionamiento. Era su doble de cuerpo. Era quien la ayudaba a desenredarse cuando quedaba atascada en mil y una tareas.

María estaba ahora muy bien casada y tenía dos hijos pequeños. Siempre dispuesta a escuchar, ayudar y sonreírle desinteresadamente.

En cambio, Lena sabía más que nadie que tenía que focalizarse en lo simple. Aun así, era una experta en complicarlo todo; además tenía una torpeza que hacía que se llevara todo por delante.

Amaba la acción y aún ahora, a los cincuenta y dos años, seguía siendo una mujer demasiado comprometida. Hiperactiva tal vez ya no era aplicable, el término de moda ahora sería multitasking. Tenía muchas actividades, comparada con sus pares. Su problema había sido cambiar de una a otra actividad por no lograr manejar el aburrimiento. Si bien ahora se sentía muchísimo más calmada, su íntima sensación de intranquilidad se hacía visible con el rítmico movimiento de las piernas. Sabía que era un sistema que intentaba rescatar al cerebro de hundirse en el fondo de alguna laguna mental involuntaria… Salir le seguía generando conflictos, porque el mundo exterior está plagado de oportunidades y «todo» le era irresistible.

Volvió a conectarse al espacio de su oficina y se dio cuenta de que había sido fundamental remodelarlo. Una entrada bien luminosa, como necesitaba. Escritorios grandes, estantes con cajas, eso sí, transparentes para no olvidar qué había dentro. Un pizarrón en cada pared.

A cada paso que daba, podía recordar la influencia positiva de su padre. Tal vez, a pesar de todos los años y tanto estudio nadie había logrado superar sus sistemas. Allí residía el secreto, una organización amigable. Muchas amigas profesionales hablaban de la no resolución de su Edipo. Ella sabía que había otros motivos y dejaba vivir a Edipo en la mitología tranquilo. Las intervenciones de su padre fueron trascendentales para adaptarse al medio. Fue quien iluminó su camino, porque su funcionamiento, que era un túnel oscuro para ella, era uno harto conocido también en la historia de Franco.

Entró a su oficina mientras Max la seguía a paso lento. Sonrió al ver su ventana rodeada de colores que literalmente parecían atravesar el vidrio y meterse en su estudio. Fue genial la idea de dejar esos dos metros para sus plantas, sin su verde sería difícil sobrevivir varias horas sentada.

Un hogar en su consultorio le recordaba el living de la antigua casa del campo de sus abuelos. Parecía algo extravagante, pero sentarse frente al fuego le devolvía la serenidad y la concentración que muchas veces perdía. Otro de sus contrastes, encontraba calma mirando el fuego o el agua. Sabía que, de poder hacerlo, tendría una ventana gigante frente al río. Atender pacientes era algo que, si bien le daba aún enormes satisfacciones, competía últimamente en su agenda interna con el placer que le generaba perderse escribiendo historias.

Debía pensar en su edad, porque su energía por momentos la hacía sentirse mayor de treinta. Sus rodillas de vez en cuando se lo recordaban. Mirando alrededor, se volvió hacia María para preguntarle si tenía mensajes.

—Tres, Lena —le contestó—, ya te los mandé al correo como me pediste. —Quienes la conocían le llamaban de esa forma, y María era una de las personas que más había llegado a conocerla.

Tirada en su sofá junto a la ventana, abrió la computadora para leer los correos. En la «Bandeja de entrada» vio, después de distraerse un rato, el que estaba buscando. Mensajes: Mariana, nueva paciente derivada por el doctor Feldstein, David y Andrea, su hija. Tomó su celular y le escribió a su hija. Deberían de ser las cinco de la mañana en California. Mejor hacerle saber que ella estaba disponible nada más abriera sus ojos.

Pensó otra vez en la dificultad que le generaban las distancias físicas de quienes amaba. No tardó en volver a «Favoritos» y llamarla. Impaciente y ansiosa olvidaba muy rápido sus decisiones.

La misma charla de siempre. Dolor, angustia, miedo por ella. Suspendida entre una danza de imágenes, sin saber exactamente cuánto tiempo pasó entre pensamientos sin rumbo, escuchó que María golpeaba la puerta. Su voz la devolvió al presente.

—¿Lena? ¿Puedo?

Acercándose con una bandeja, llevaba un humeante café doble y galletitas de avena. Imposible reemplazarla. Era eficiente, afectuosa, ordenada: lo que necesitaba.

Una vez ya organizada su mañana, sobre todo después del café doble, se dispuso a revisar prioridades. ¿Cómo sabía María antes que ella lo que siempre le hacía falta? Debería volver a aumentarle el sueldo.

Volvió a fugarse en su mente. La perturbaba la imagen de la mochila.

La dejaba perpleja la indecisión de tomar nuevos casos. ¿Qué haría con la nueva paciente? Había mirado los correos mientras pensaba en su historia, era un vicio el multitasking. Debería definirlo sin demora, porque María había agendado el turno para esa tarde.

Parecía que nunca estaba lista para emitir un NO frente a una petición de ayuda ajena. Vería a esa Mariana, pero ¿quién era?

«Será la última vez que ingrese pacientes». Su mente funcionaba en varios canales al mismo tiempo. Para eso había formado un equipo, se dijo. Acto seguido buscó algo en su biblioteca.

Varias revistas apiladas le recordaron los inicios de su carrera y su dedicación al TDAH1. Eran revistas de la asociación americana CHADD, Attention. Buen nombre para tantos distraídos juntos.

Las duras batallas contra el descreimiento y la gran ayuda que le diera ese espacio en sus inicios la acompañaron muchos años. CHADD era una asociación dedicada a niños y adultos afectados por ese trastorno. Le hubiera gustado mucho seguir yendo a los encuentros. Pero ya no disponía de tiempo. Tampoco podía gastar tanto en viajes. La congeló el recuerdo de aquella presentación donde conociera a David.

David. No entendía bien qué le sucedía esa mañana.

Volvió su atención al mensaje que le había pasado María. El correo era de gran ayuda.

Ni se había dado cuenta de que su secretaria seguía cerca porque seguramente tenía algo más que decirle. No había forma de no interrumpirla. Lena estaba siempre metida en algo. O pensaba o hacía, pero su vida no conocía demasiado los tiempos en blanco. María había aprendido a permanecer de pie a su lado hasta lograr entrar otra vez en su área de registro. Sobre la bandeja no advirtió que estaba el teléfono inalámbrico en espera.

—Lena, está David al teléfono. ¿Qué le digo?

—Pasame por favor —le dijo temblando como una hoja—. Gracias.

María entendió al instante que debía irse, también era una experta en traducir lo que Lena no decía. Media hora después, abrió la puerta tras golpear y sentir que podía entrar. Se acercó de nuevo a Lena para comprobar que había recibido todo.

—Lena, ¿cortaste? ¿Puedo? Te pasé por correo la lista de esta semana, doc ( le dice cariñosamente a la doctora) fijate en tu calendario, ya debes tener todo el listado de pacientes, junto con su número telefónico. Perdoná, pero ¿estás segura de atender dos veces en la semana? ¿No será demasiado poco? ¿Qué hago si los pacientes llaman y no tenemos más turnos? No te olvidés de modificar las recetas que dejé en tu escritorio. La mitad son vencidas de tus pacientitos en «vías de reparación». —Sonriente, María caminó hacia la puerta—. Y miralas bien, la otra mitad son tuyas, Lena, ¡prestá más atención cuando pones las fechas! Vas a desilusionarlos si seguís distraída… Y yo tengo que escuchar los reproches de varios…

En ese punto Magdalena volvió a aterrizar con su habitual estilo.

¿Debería sostener el NO? Qué difícil le resultaba hacerlo. Ella hablaba a sus pacientes acerca de la libertad que decir «No» generaría en sus vidas. Sin embargo, seguía peleando en la cabeza cuando quería sostenerlo. Lo hacía cada vez mejor: pero el costo era una enorme culpa. El placer surgido de elegir ella «primero» aparecía después de que el resto abasteciera todos sus deseos. Una hermosa mentira.

Ni siquiera registró a María hablar acerca de las recetas, así sucedía aún en ella, cuando algo era importante, el resto quedaba irremediablemente fuera de foco. La charla con David la había desencajado. Lena se acomodó y sonriente dijo:

—María, es así, todo no puedo. Necesito tener tiempo para escribir, para terminar mi bendito libro. Tengo varias carpetas atoradas en mi computadora. Debo enfocarme y, la verdad, nada hay más importante ahora que priorizarse. Les das hora para más adelante y listo. No olvides que estoy haciendo un trabajo de investigación, eso me dispersa y me estresa mucho más que veinte urgencias. —Pensativa, se interrumpe y con el ceño fruncido dice—: Esperá, si es alguien que ya era paciente, podrías decirle que me escriba. Ah, y si es una urgencia, ponelo en mi día libre. —Nuevamente como pensando—. O mejor, dales mi celular a esos. Bueno, mejor no, después se me hace mucho lío. Mejor que te llamen y vos me avisás en todo caso. Ya a esta altura sabés la diferencia entre la urgencia de quien se olvidó de comprar la medicación y una crisis de pánico, ¿cierto? —Hace una pausa mientras sus ojos van de un lado a otro como buscando una mejor propuesta—. ¿Qué te parece si hacemos una lista de los pacientes y definimos esto juntas? —Sonríe y parece convencida—. Sí, mejor —se contesta a sí misma. Con la mano en el mentón, parece arrepentida al segundo—. Esperá, María. Pensándolo bien mandemos a todos un correo avisándoles del cambio. Así les anunciamos que atenderé menos.

Mientras María se dispone a salir, Lena vuelve a cambiar el recorrido de la consigna.

—O pensándolo un poco, ¿podríamos organizar los pacientes del fichero para saber quién podría llamar antes? —La expresión de la cara refleja más confusión que la de María—. No, no me hagás caso, dejemos que llamen y vemos.

María la mira, se retira hacia su escritorio y vuelve con algo en la mano. Se acerca y tímidamente le pregunta:

—Perdón, doc. Me parece a mí ¿o se olvidó de tomar su medicación esta mañana?

Lena sonríe y extiende la mano para aceptar la falta.

—Ves, María, ¿qué haría sin vos?

 

 

Sinfonía del día siguiente. Otra vez John

 

Cuando logró abrir la puerta, casi en automático, John intentó manotear la luz del hall de entrada. Nunca se dio cuenta de que su abrigo no había entrado del todo. A esa hora, con suerte, solo registraba quién era.

Con un bufido ahogado, le volvieron a la mente las múltiples escenas en las que había anotado «cambiar la lamparita quemada» y cómo de manera casi automática se repetía: «mañana». Una palabra que siempre estuvo asociada a cualquier tarea.

Mañana lo hago. Mañana. Un mañana que, de alojar semejante lista de pendientes, debería tener más horas que un año entero.

Tanteando, llegó a apoyar sus cosas sobre la mesa, puesta por él en el pasillo, con la intención de dejar sus manos libres. Cualquier superficie le servía para dejar sus pertenencias en cuanto sus manos las soltaban. Toda superficie plana acogía su historia, que en verdad era como una sucesión de fragmentos inconexos. Con la desgracia, esta vez, de que la oscuridad y su desidia no se lo permitieron. Le vino el recuerdo de otra tarea pendiente: encolar la pata. ¡Zas! Tal vez debería anotarlo junto a cambiar la lamparita. Mal momento para barajar tanto de golpe. Casi todo se dirigía directo al piso.

En una de sus típicas reacciones rápidas, logró detener aquel derrumbe. A pesar de su rescate salvador, del alcohol y del sueño, una opresión angustiosa en el pecho le hizo tomar conciencia de sus innumerables tareas pendientes. Una constante en su vida, su agobiante recordatorio de aquello no hecho.

Atajó las cosas, enderezó la mesa, y como era su costumbre solucionar momentáneamente el problema, puso uno de los libros debajo para nivelar la pata. Se engañó con otro «mañana lo arreglo», certificando así que lo transitorio en su vida era siempre una constante.

Se premió por ser tan ocurrente, silenciando al juez que habitaba en su interior y que siempre se las ingeniaba para criticarlo. Otra representación clara de su estilo de vida. Era un experto en soluciones temporales, con la posterior racionalización de un plan perfecto y una sucesión de explicaciones o excusas para postergar todo, literalmente todo.

Dejó atrás el primer obstáculo y tanteando llegó a encender la luz de la cocina recibiendo así su segunda cachetada de bienvenida. Asomó otra superficie desbordante de cosas, contaminada de restos de comida chatarra, bolsas de papel de envíos de cenas improvisadas, botellas vacías y más ceniceros apilados que lo esperaban, sin que él decidiera darles una sagrada sepultura. Una imagen que apestaba y que trajo consigo otra escena de su infancia. Podía aún verse allí, parado frente a su madre, mirándola sin respuesta o sin mirarla siquiera. En la cocina de Julia, siempre impecable, él lograba aún oír los gruñidos quejosos y reclamos como parte de la escena del recuerdo.

—¡Para que dejás todo en la pileta, Pancho! —Repetía su madre. Una respuesta que venía como en espejo.

—Después lo lavo, mamá, no me apures, después lo hago, dejalo. No me estreses, yo no tengo tus tiempos…

Lo clásico. El después era pariente directo de mañana y mañana siempre tenía la oportunidad de postergarse indefinidamente, o sea, nuevamente se tornaba en la palabra perfecta. Invitado por la escena, presionó el switch que le mostraba lo que pretendía ignorar, aunque su mente «selectivamente conservadora de recuerdos» no pudiera hacer lo mismo. No le hacía falta encender la lámpara para saber que no comía nada sano ni apetecible desde hacía meses. Volvió sobre sus pasos y visualizando su mochila que todavía conservaba vestigios de fluorescencia tanteó la segunda tecla posible.

¡Eureka!, ¡se hizo la luz! Una pantalla amarillenta y cubierta de polvo, torcida y emparchada con una bandita adhesiva iluminó el resto de la habitación, aunque seguía en penumbras.

Con cierta intermitencia, la luz de un cartel de neón entraba al cuarto a través de las varillas vencidas de la cortina de enrollar, que cerraba en parte la abertura de la única ventana que daba hacia la calle. Ya en la cara no se le dibujaban sonrisas, ni siquiera esas sarcásticas que le ayudaban a sobrevivir a su propio estilo. Intentaría buscar la cama debajo de tantas cosas…

Era muy bueno desordenando. Ya lo había registrado en el umbral de su casa. Con movimientos lentos, despejando la superficie que intuía sepultada, ni reparó en que el contestador automático que conservaba, aunque obsoleto, sobre la mesa de luz, mostraba dos dígitos parpadeantes, trece mensajes. Trece mensajes que marcaban su ausencia, junto al polvo y al olor a encierro. Mientras tanto, su teléfono celular yacía muerto en silencio, sin poder darle siquiera las buenas noches.

Otra vez solo, otro día más, otra enorme tristeza para hacerle compañía.

Solo atinó a sacarse las zapatillas, sin desatar los cordones, como era su estilo, y vestido como llegó a la puerta dejó caer su humanidad sobre la cama, después de acomodar prolijamente el calzado, único ritual que resistía a cualquier cansancio. Ni registró que al hacer a un lado la pila de cosas, había tirado también las sábanas junto. Dormir sobre el colchón era una costumbre, lo mismo que hacerlo vestido.

Un ruido agudo junto a un rayo de sol en la cara lo trajeron de vuelta. Hacía tiempo que el despertador no funcionaba en su vida. Expuesto al libre albedrío de su no estructura, había elegido ignorar la persiana rota al ver su beneficio secundario como despertador para sus mañanas zombis.

El silbido le recordaba que era lunes. El camión de residuos pasaba para dar aviso al inicio de otra semana.

¿Qué importancia tendría realmente cuando en su vida todos los días eran lo mismo? Algo lo sobresaltó, sin embargo. Entre sueños, en la nebulosa de seminconsciencia, registró de nuevo aquel sordo dolor en el pecho. Sabía claramente su significado. Le recordaba algo no hecho. Algún asunto pendiente ignorado. Algo importante devenido urgente. Era un recordatorio del fracaso. Su compañero de ruta. La misma sensación surgida la noche anterior al abrir la puerta, cuando casi cayeron todas las cosas de la mesita del hall de entrada. ¿Pero qué sería aquello por hacer que su conciencia no podía recordar con claridad? La resaca le dejó otra migraña para sus colecciones matinales.

Aturdido, repasando tareas posibles, un flash de memoria lo hizo literalmente levantarse de un brinco. Taquicardia y sudoración se sumaron a la tan conocida opresión en el pecho. Como enloquecido, volcó el contenido de la mochila sobre la cama, que se mezcló con la pila de cosas que yacían en ella.

«Revolvedor compulsivo», «ciruja», acotó la voz del fiscal que vivía comentando sus actos. Voz que estaba archivada con el tono de Severo.

Giró sobre sus talones, desesperado buscando algo. Otra escena harto conocida. Pasaba la mayor parte del tiempo en ese estado: buscando algo perdido, algo olvidado. Tanto buscaba todo, que después de un rato, hasta olvidaba qué era aquello que necesitaba encontrar.

Caminando por todas partes, se detuvo para fijar su mirada en la pared que seguía al hall, justo junto a la puerta de la cocina. Allí se paró frente a una imagen. Se encontró con un tímido ensayo de sonrisa, fuera de lugar como siempre. ¿Se reía de los nervios o era su habitual sarcasmo?

La imagen que le vino a la mente fue la de sus dos «Julias».

Sus flashbacks eran parte de su forma de caminar por la vida. Perdido en el túnel del tiempo, parecía escucharlas en incansables intentos.

Su madre y sus tan mentados paneles de corcho. «Buenos organizadores» decía ella. «Si pudieras poner tus cosas en un sitio visible, no tendrías que revolverlo todo», parecía oír las palabras de Julia. «El orden hace todo más fácil, hijo». «Un corcho, una serie de alfileres de colores, un calendario y solamente tendrás que ponerte en frente para saber qué te espera cada día».

Y allí estaba él, sin coordenadas ni mapa…

Julie, su hija, había vivido casi diez años muy cerca de la abuela. Soledad, su exmujer, tras el divorcio se había acercado a su suegra en busca de ayuda y, por supuesto, también de una niñera disponible. Tal vez su madre, por otra parte, sintió que teniendo cerca a su nieta volvería a recuperar el viejo olorcito a familia. Extrañas conexiones de la vida, porque hoy las palabras de la niña eran casi las mismas.

—Papá, por favor, usá este corcho, colguémoslo, para que puedas poner todas tus notas en algún lugar en que las veas.

Recordó aquella tarde, cuando al abrir la puerta, lo único visible detrás de una gran pizarra de corcho eran sus ojos claros y una sonrisa cómplice.

Sosteniendo entre sus manos el enorme paquete cual juguete nuevo, estaba firmemente parada frente a su puerta. Tenía intacta la imagen fresca de esa jovencita, llena de etiquetas y papeles coloridos, decidida a mostrarle las ventajas de hacerse un sistema. Como el de las llaves.

Bajando la cabeza, recordó cuántas veces olvidó ir a buscarla, la dejó sola en la puerta del colegio o no tuvo siquiera tiempo para comprarle un regalo de cumpleaños. Víctima del recuerdo de su crónica desorganización se le borró la tímida sonrisa. Ella deseaba ayudarlo y lo amaba incondicionalmente. Por momentos parecía ser la madre y no la hija. Igual que la abuela, seguían siendo sus ojos los únicos con amor sincero que registraba cerca.

Soledad había vuelto a casarse y Julie detestaba su nuevo estilo de vida acartonado y rígido. Peleaban la mayor parte del tiempo, siempre porque nada de lo que hiciera alcanzaba a satisfacer el alto estándar de su madre.

Nada era suficiente.

Nada.

En más de una oportunidad, cenando solos, ella insinuó la idea de mudarse juntos. Le sugería que podrían hacer un muy buen equipo: Julie cocinaría su comida favorita, él tocaría el piano y entonces así ella podría animarse a cantar. Porque solo cantaba frente a su padre. Jamás nadie había podido oír su dulce voz. Mucho menos en la escuela esnob a la que Soledad había decidido mandarla.

John sentía que apenas podía con su vida, como para sumar la responsabilidad formal de ser padre veinticuatro horas. Lo inundó el dolor en el pecho solo que esta vez fue de la mano de la vergüenza.