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Este maravilloso relato es una meditación compleja sobre la naturaleza de la biografía, algo que seguiría explorando a lo largo de su vida. La complejidad proviene del hábil manejo de Woolf de las capas de ficción dentro de la historia. Woolf entrelaza maravillosamente la historia de una escritora de ficción, la señorita Willatt, y también de su biógrafa posterior, la señorita Linsett. Y lo hace tan bien que llegamos a convencernos de que estas dos personas existen en la realidad. La señorita Willatt no quería que su vida se hiciera pública, pero su amiga la convenció de que debía escribir su biografía. Y así se hacen preguntas sobre el papel de los escritores tanto de realidad como de ficción.
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Seitenzahl: 34
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Virginia Woolf
Memorias de una novelista
Cuando murió la señorita Willatt, en octubre de 1884, el sentir general, como bien lo definió su biógrafa, fue que «el mundo tenía derecho a saber más de una mujer tan admirable como retraída». Semejante elección de adjetivos revela que ella nunca habría deseado lo mismo, a menos que alguien la hubiera convencido de que el mundo extraería, con ello, un notable beneficio. Tal vez, la señorita Linsett logró convencerla antes de morir, pues publicó dos libros sobre su vida y sus cartas con el beneplácito de la familia. Si examinamos la frase introductoria y moralizamos un poco al respecto, puede surgir toda una página repleta de preguntas interesantes. ¿Qué derecho tiene el mundo a saber de un hombre o una mujer? ¿Qué puede decirnos un biógrafo sobre una persona?, y ¿en qué sentido puede el mundo beneficiarse? La objeción a estas cuestiones viene dada no solo por el enorme espacio que ocupan, sino también porque conducen a incómodas divagaciones. Concebimos el mundo como una bola pintada de verde en los campos y los bosques, azul fruncido en el mar y unos piquitos bien apretados en las cadenas montañosas. Cuando nos disponemos a imaginar el efecto que la señorita Willatt o cualquier otro ejercerían en él, la indagación, aunque respetuosa, perdería su viveza. No obstante, si empezar por el principio y preguntarnos por qué se escriben las vidas supone malgastar el tiempo, tal vez no estaría de más preguntarnos por qué se escribió la vida de la señorita Willatt y, con el fin de responder a dicha cuestión, quién era esa mujer.
La señorita Linsett, pese a cubrir sus razones bajo un manto de larguísimas frases, actuó con una fuerza que la impulsaba desde atrás. Cuando la señorita Willatt murió, «después de catorce años de amistad inquebrantable», la señorita Linsett —siempre según nuestras conjeturas—, sintió un cierto desasosiego. Tuvo la impresión de que algo se perdería si no hablaba en ese momento, y aunque otros pensamientos muy distintos no vacilaron en ocupar su mente —lo agradable del placer de la escritura, lo importantes e irreales que se vuelven las personas en el papel y el mérito que supone haberlas conocido, lo bien que sienta hacernos justicia a nosotros mismos—, la impresión primordial acabó por imponerse. De regreso del funeral, al mirar por la ventanilla del coche, le resultó extraño, primero, e indecoroso, después, que la gente de la calle pasara de largo sumida en una total indiferencia, algunos incluso silbando. Luego, de forma espontánea, fueron llegando cartas de «amigos comunes», el editor de un periódico le propuso escribir mil palabras de aprecio y, al final, la señorita Linsett decidió sugerir a William Willatt que alguien debería escribir la vida de su hermana. Él era un abogado sin experiencia literaria, pero accedió a que otra persona emprendiera la escritura, siempre y cuando no «derribara ciertas barreras», y así fue como la señorita Linsett escribió el libro, que, con un poco de suerte, aún puede encontrarse en Charing Cross Road.
A juzgar por las apariencias, el mundo no parece haber hecho uso de ese derecho a saber más sobre la señorita Willatt. Los dos libros se colocaron entre Sobre las beldades de la naturaleza, de Sturm,[1] y el Manual del cirujano veterinario en la atestada estantería de la calle, a expensas del polvo y los chasquidos del gas, donde cualquiera podía leerlos hasta que el chico les llamaba la atención. Casi sin darnos cuenta, uno empieza a confundir a la señorita Willatt con sus restos mortales y mirar esos libros sucios y desgastados con cierta condescendencia. Hay que repetirse una y otra vez que sí, existió de verdad, y sería más pertinente comprender cómo era entonces que afirmar —por muy cierto que resulte— que, a día de hoy, su figura roza el ridículo.
Entonces, ¿quién era la señorita Willatt? Probablemente, su nombre apenas resulte conocido en la presente generación, que habrá leído sus libros solo por un mero azar. Estos reposan junto a las trilogías de los años sesenta y setenta en el estante más alto de las pequeñas bibliotecas que suele haber en la costa, de modo que solo pueden alcanzarse con la ayuda de una escalera y un trapo para quitar el polvo.
