Mentes criminales - Francisco Pérez Fernández - E-Book

Mentes criminales E-Book

Francisco Pérez Fernández

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Beschreibung

"El estudio no podría ser más minucioso y exhaustivo: nuestro autor sintetiza la historia de la criminología para que entendamos mínimamente la materia tratada, y a continuación estudia el crimen de ficción en cada época, como perfecto reflejo de la sociedad que lo produce." (Revista Prótesis) "A través de sus páginas, el autor va guiando al lector por diversos aspectos de la sociedad actual, como el cómic, el cine o la psicología, para enseñarle cómo se ha tratado el mundo criminal desde estas perspectivas y, viceversa, para mostrarle cómo el crimen ha influido en la elaboración de películas, en la redacción de libros o en el desarrollo de teorías psicosociales." (Blogspot Hablando de criminología) "Vemos cómo cambian los conceptos y hasta los gustos en el tema criminal, la censura en determinados momentos y países o lo mal visto que estaba crear ficción partiendo de hechos delictivos. Hubo épocas en que deformidad fue sinónimo de maldad y llegamos hasta la actualidad con crímenes de despacho o de Estado." (Ciberanika) El crimen impregna la cultura popular y las artes, en algunos casos incluso como tema exclusivo, esta obra recoge por primera vez la incidencia de los criminales en la cultura contemporánea. El debate sobre si las manifestaciones artísticas, los videojuegos, los cómics o el cine provocan un aumento del crimen en las ciudades contemporáneas sigue abierto. Periódicamente se lanzan desde los medios de comunicación preguntas sobre si la cultura popular convierte a nuestros jóvenes en asesinos en potencia. ¿Qué hay de cierto en ello? La única forma de saberlo es recurrir a libros como Mentes criminales que realiza un exhaustivo trabajo de investigación y contrasta, con sencillez y datos rigurosos, la presencia del crimen en los productos de ocio actuales y la presencia del crimen en las calles de nuestras ciudades.

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MENTES CRIMINALES

MENTES CRIMINALES

El crimen en la cultura popular contemporánea

FRANCISCO PÉREZ FERNÁNDEZ

Colección: Biblioteca del crimen

www.nowtilus.com

Título: Mentes criminales

Autor: © Francisco Pérez Fernández

© 2012 Ediciones Nowtilus S. L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-9967-231-1

Fecha de publicación: Enero 2012

Impreso en España

Para Héctor, Gloria y Luis Manuel.Si alguien os dice que «eso no se debe hacer»,no miréis acríticamente hacia aquello que os señala.Miradle directamente a los ojos y preguntadle por qué.

 

Cada generación de padres siente terror cuando su pequeño Johnny, de catorce años, con la sangre hirviéndole en una repentina oleada de hormonas, se vuelve malhumorado. Observen cuántos «amantes de la libertad» de la generación baby boom se obsesionan con el sexo, la violencia televisiva o los videojuegos. La libertad de expresión es un oasis, tan frágil y breve como los períodos de entreguerras. La naturaleza humana es inalterable.

Frank Miller

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. MENTE CRIMINAL Y CULTURA POPULAR

DE EMPALADOR A VAMPIRO

EL LADRÓN DE CADÁVERES Y EL LOBO FEROZ

NACE EL CONCEPTO DE «MENTE CRIMINAL»

2. MALOS Y DEFORMES

JACK Y HOLMES: LA VIDA COMO IMITACIÓNDEL ARTE

LA MALDICIÓN DE LOMBROSO

3. MALOS Y PERVERSOS

VÍCTIMAS DEL TRAUMA

4. EL ASESINO PROGRAMADO

MONSTRUOSSINALMA

5. EL MODELO DEL «VILLANO TOTAL»

MALOS PORQUE SÍ

CUIDADO CON EL BROMISTA

6. NACE EL «CINE NEGRO»

ARTE VERSUS NEGOCIO

7. EL CÓMIC AL RELEVO

DETECTANDO MENTIRAS

FREDRIC WERTHAM: MATAR AL MENSAJERO

EL INOCENTE SEDUCIDO

8. ZAPATOS DE GAMUZA AZUL

ROLLOVER BEETHOVEN

LA MÚSICA DEL DIABLO

DELROCK AL DELITO

CUESTIÓNDE IMAGEN

MALAPRENSA

9. REDEFINIENDO AL ASESINO

BIOTIPOS EN ACCIÓN

NO ERES LO QUE PARECES… SINO LO QUE HACES

RASTREANDO EL CRIMEN IMPERFECTO

APRENDA A SER FAMOSO

10. DELINCUENTES DE DESPACHO, «POLIS» PERVERTIDOS Y CRÍMENES DE ESTADO

LOS RICOS TAMBIÉN DELINQUEN

CARETAS FUERA

MAGNICIDIOS, GENOCIDIOS Y OTRAS LINDEZAS

11. LOS TERRIBLES VIDEOJUEGOS

EMPIEZAN LOS LÍOS

REGULANDO EL NEGOCIO

A TIRO LIMPIO

TRANSGREDIENDO LOS LÍMITES

CRIMEN SIN PRUEBAS

12. EL TRIUNFO DEL ANTIHÉROE

MALOS «SIMPÁTICOS»

LOS OTROS MONSTRUOS

PROMESAS DEL ESTE

EL SUEÑO DE DON VITO

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

Por más que el cine, la literatura o los videojuegos han convertido la figura del criminal, sea cual sea su variante, en todo un fenómeno de masas, no es el crimen un invento del presente. En todo momento y época pueden encontrarse testimonios y relatos, más o menos imbuidos de leyenda, que nos hablan de personas que por muy diversas razones han delinquido de todas las formas imaginables. Tal vez por esto, a pesar de los éxitos —y fórmulas triunfales— de la actualidad, el criminal ha cautivado al imaginario colectivo desde tiempos remotos, haciéndose protagonista real o figurado de millares de historias que han trascendido las fronteras del tiempo. En algún caso, incluso ha gozado de la consideración de auténtico héroe popular, tal cual muchos bandoleros desde Robin Hood a José María el Tempranillo. Sucede, sin embargo, que la modernidad ha erradicado el misterio —cuando no el romanticismo— de buena parte de los rincones del pasado para enfrentarnos a una realidad bastante más prosaica y, por qué no decirlo, mucho más dura: los criminales, sea cual sea su forma y condición, son personas como todas las demás, guiadas por idénticas motivaciones y tal vez nada divertidas.

Hace poco más de cien años que el crimen ha comenzado a ser un objeto de estudio propiamente científico. Es cierto que los resultados obtenidos, en algún caso, se han mostrado limitados pero no es menos verdad que empezar a conocer al criminal y sus variantes ha permitido idear estrategias para anticiparse a sus movimientos, desarrollar nuevos métodos para capturarlo y, en definitiva, comprender sus motivaciones y acortar su carrera delictiva. Por supuesto, el propio estudio del crimen o la aplicación de las nuevas metodologías policiales se han convertido, asimismo, en pretexto para la creación artística y la extensión de nuevos ámbitos creativos que han hecho las delicias del público. Así, para el espectador de hoy resultan tan convincentes los argumentos apoyados en evidencias criminalísticas y forenses —CSI, Bones, Dexter, etcétera— como lo eran para el espectador del siglo XIX los basados en fantasmas y rituales espiritistas.

Es verdad. El crimen ha sido un tema tabú durante largo tiempo. Víctima de un extendido prejuicio intelectual. Una afición para pervertidos, devoradores de noveluchas enfermizas y amantes de lo macabro o de la mala vida. Indigno de mentalidades refinadas. Tradicionalmente, los detalles que han rodeado a buena parte de los crímenes han hecho de los criminales poco más que «malvados indeseables» a los que solo cabía castigar por cualquier medio —a menudo tanto o más brutal que el propio crimen cometido. Subhumanos que, tal vez, sólo podrían resultar aceptables como atracciones de circo para personalidades vulgares e insensatas. Por esto, el crimen ha pasado mucho tiempo en el lumpen de la cultura popular, sometido a los designios de la creación de segundo orden, anónima y mal pagada, víctima de toda clase de censuras, críticas sociopolíticas y vejaciones ético-morales. Desde los escritores de novelitas de «a duro» a los autores de cine de género, pasando por los creadores de cómics e incluso algún que otro guionista de radio o televisión, el seudónimo, la personalidad disfrazada, ha sido una herramienta común en todo aquel que pretendía metas mejores y más elevadas y que, por ello, entendía que eso de las historias criminales era tan sólo algo con lo que matar el hambre temporalmente.

También, desde un punto de vista netamente intelectual, los prejuicios referidos han motivado que el crimen y sus vicisitudes, obviamente, hayan permanecido en el desconocimiento, envueltos en tópicos ridículos y atrapados en soluciones de refranero. Afortunadamente, esto ha cambiado gracias a la aparición de los medios de comunicación de masas, las mejoras educativas y la necesaria revisión de los vetustos —ocasionalmente muy torpes— tabúes morales y los argumentos pseudocientíficos que han atravesado de manera transversal nuestra cultura. El simple castigo o la detestable tortura no funcionan y nunca lo hicieron. Al fin se ha comprendido que conocer con precisión al criminal y sus variables es la mejor forma de controlarlo y, por cierto, que esto puede llegar a ser incluso un buen entretenimiento, una inmejorable vía creativa y un mejor negocio. cer con precisión al criminal y sus variables es la mejor forma de controlarlo y, por cierto, que esto puede llegar a ser incluso un buen entretenimiento, una inmejorable vía creativa y un mejor negocio.

Pero el móvil económico, a menudo, también puede ser un obstáculo en sí mismo. Otra verdad insoslayable es la de que en demasiadas ocasiones se ha hablado —y se habla— del crimen con escaso conocimiento, desde tribunas poco respetables, escasamente sensatas y, por cierto, casi nada respetuosas con los hechos o con el propio público al que pretenden alimentar. Guiadas de un afán morboso y amarillista que no esconde otra cosa que un incuestionable interés mercantil —o el simple e interesado desgaste del partido político de turno— por la vía de la consigna, la propaganda y el ascenso rápido y coyuntural de las audiencias. Esto, que ha conducido a muchos al tremendismo, el alarmismo y toda otra suerte de «ismos», ha contribuido sobremanera, y por simple exceso, al desprestigio generalizado de estos asuntos. Jamás ha sido buena cosa el extremismo para casi nada.

Así, y sin fundamentos, se ha hecho común asociar con el delito muchas de las manifestaciones de la cultura popular: libros de especial temática, juegos de rol, estilos musicales, videojuegos, cine de género. Un discurso atrabiliario y torpe que resulta tan infundado en términos argumentales como insinuar que los trenes son malos para la humanidad porque alguno descarrila. El hecho, lo veremos, es que no existe hasta la fecha ningún estudio serio y riguroso, alejado de cualquier atisbo de sesgo, que permita sostener el argumento de que ver cierto tipo de cine, leer una u otra literatura, jugar con una videoconsola, tirar unos dados o ser aficionado al rock duro sean actividades que puedan transformar a un sujeto cualquiera en un delincuente. Bien diferente es que el criminal de turno seleccione la lectura de un libro u otro porque se ajuste más o menos a sus delirios.

A esta clase de amarillismo, simplista, ignorante y absurdo nos referimos. En lo que a la dinámica mental respecta, el medio no parece ser el mensaje. Por ejemplo, este sensacionalismo hizo que cuando se descubrió el perfil que Jared Lee Loughner —autor confeso del famoso tiroteo de Tucson en 2011— mantenía en una conocida comunidad de internet, los medios de comunicación destacaran que entre sus libros favoritos se encontraban Mi lucha, de Adolf Hitler, y el Manifiesto comunista, de Marx y Engels. Obviando la extraordinaria contradicción ideológica, lo que tampoco se dijo, en un deliberado intento por conducir al espectador hacia cierto posicionamiento intelectual sobre el tema, es que en ese mismo listado aparecían otros textos como La República (Platón), El mago de Oz (L. Frank Baum), Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Peter Pan (James Matthew Barrie) o Siddhartha (Herman Hesse). En otras palabras: la supuesta motivación ideológica de Loughner tenía muy poco de consistencia y mucho de indigestión.

Anthony Burgess y Stanley Kubrick, cada uno a su modo, explicaron al público de forma inigualable lo precedente. Alex, el protagonista de La naranja mecánica, ponía fin a sus violentas salidas nocturnas con la audición del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Sorprendente. Mientras que los versos de la Oda a la alegría de Schiller sirven para despertar el sentimiento místico y fraterno de buena parte de los mortales, en la mente de Alex vinieron a operar en la dirección inversa: obraban como colofón a una orgía de gamberrismo, sadismo, apaleamiento, violación y pillaje. Nadie en su sano juicio diría que Beethoven compuso la obra con aquellos fines —y si lo hiciera muy probablemente sería objeto de escarnio: la maldad no reside ni en la forma ni en el fondo de aquello que se transmite, sino en el uso particular que cada cual haga de lo transmitido.

No podemos condenar al cine o al videojuego de que haya delincuentes, del mismo modo que no podemos culpar al dinero de que existan los ladrones. Lo incomprensible es que si lo segundo nos parece intelectualmente tonto, no nos lo parezca igualmente lo primero. Existe una especie de mecanismo mental que nos hace imaginar extrañas correlaciones entre hechos y cosas que nada tienen que ver entre sí pero, sorprendentemente, una vez que establecemos tales conexiones también nos cuesta mucho convencernos de que son meras ilusiones racionales. Monstruos de la razón que dijo Goya. Lo interesante es que estas simplificaciones burdas son bases a partir de las cuales pretendemos explicarnos fenómenos complejos que, simplemente, no alcanzamos a discernir en toda su magnitud.

El descrito es un proceso psicológico muy torpe y ajeno al conocimiento, desde luego, pero es muy común. Se repite tan a menudo entre la gente y se extiende con tanta facilidad que en muchos casos la mentira se transustancia en verdad. Así, todos parecemos estar de acuerdo en el hecho de que la violencia en los medios de comunicación es un grave problema del que hemos de protegernos y, asimismo, tratar de proteger a los que estimamos más débiles psicológicamente. Pero nos cuesta entender que la anterior es una cuestión multivariable que no debiera ser confundida alegremente, ni mezclada sin más, con acontecimientos aledaños como la expansión del crimen en el seno de la cultura popular, su valor artístico y su significado antropológico.

De hecho, tanto legos como especialistas suelen sumarse a una tendencia, a todas luces excluyente y absolutista, que iguala toda violencia difundida para empaquetarla bajo las etiquetas de la maldad y la perversión. Pero las cuestiones relevantes permanecen siempre al margen del debate en la medida en que lo complican: ¿coincidimos todos en la misma percepción de la violencia? ¿La violencia es siempre violencia y nada más que violencia? ¿Decide el sujeto qué es —y qué no es— violento para él? La historia que enseñamos en los colegios a nuestros hijos, por ejemplo, nos dice sin ningún recato que hay «buena violencia» y «mala violencia» en función de quien la ejerza y con qué fines. Y la gente que grita contra la violencia no lo hace contra todas sus formas, sino contra ciertos aspectos de ella que considera molestos para sus intereses… Personalmente, yo no pondría mi seguridad personal en manos de muchos de los supuestos enemigos de la violencia que claman contra ella tras una pancarta. La honestidad debe llevarnos a concluir que, en efecto, la violencia es algo social y culturalmente definido que incluye, en última instancia, una buena porción de subjetividad.

Lo anterior propicia situaciones paradójicas —y extrañas— en las que individuos pacíficos, que se dicen y piensan «ajenos a la violencia», se muestran sumamente comprensivos con la invasión de un país de Oriente Medio, con la tortura, el asesinato en un exceso de celo policial de un pacífico ciudadano o con la pena de muerte. Por el contrario, no están dispuestos a tolerar en ningún caso la violencia terrorista o el asesinato discrecional ejecutado por particulares. Desde luego, la violencia y sus manifestaciones no son algo cerrado y conciso. Parece tener colores y en ello, qué duda cabe, también influye la reconstrucción de la realidad que se realiza en los diversos cauces de difusión de la cultura. Sin embargo, estas reflexiones no alcanzan el sustrato último de un problema que sigue resultando esquivo: ¿Cuál es el sentido último de la violencia audiovisual y escrita? ¿Cómo se manifiesta? ¿Qué efectos tiene sobre el espectador? ¿Por qué los medios de control ideológico se articulan en torno a la violencia y sus manifestaciones? Deberíamos situarnos en posiciones que nos permitieran distanciarnos de aquellos que intentan magnificar los efectos que los contenidos culturales violentos causan en el ciudadano, pero también de aquellos otros que pretenden considerarlos como simples e inocuas fuentes de información y entretenimiento. Simplificar equivale a no conocer.

La violencia en la cultura no es la simple representación más o menos realista de actos violentos o criminales que suelen ofrecernos los diversos medios de transmisión y reproducción cultural. Si el asunto fuera tan sencillo, igualmente sencilla sería su resolución. Bastaría con cambiar de canal, de película o de periódico, o simplemente con limitar legalmente la difusión de tales contenidos. En no pocas ocasiones ocurre que el mandamás de turno cae en esta idea pedestre del problema para olvidar que las dificultades van mucho más allá, pues la violencia es en la mayor parte de los casos presentada de manera implícita. Obviamente, para un padre sería relativamente fácil proteger a sus hijos de los contenidos explícitamente violentos de la televisión, pues son reconocibles con facilidad y basta con oprimir el botón del mando a distancia en el justo momento en el que se presentan o, sencillamente, con restringir el uso del aparato a los niños en determinadas franjas horarias.

Pero no es menos cierto que esto, a pesar de todo, no siempre se hace, ya que el asunto está sometido a una completa discrecionalidad: es común que los propios medios ignoren los reglamentos que se autoimponen farisaicamente. También que muchos padres decidan que un programa, una película, un tebeo o un videojuego con contenidos explícitamente violentos son perfectamente asumibles por los críos siempre y cuando no aparezca la sangre, se trate de dibujos animados, etcétera. Argumentan para justificarse que lo más fácil es decir a los chavales que «eso es de mentira». Por otro lado, no todos los niños están sometidos a los mismos patrones socializadores y educativos, por lo que no todos son capaces de racionalizar e integrar psíquicamente esa violencia criminal con la misma eficacia, ni se muestran resistentes a ella en igual medida.

Para algunos críos los dibujos animados violentos, o los videojuegos que parecen estimular patrones cognitivos y conductuales de agresividad, son un mero entretenimiento sin más. Entretanto, para otros pueden convertirse en modelos de acción sólidos. En los mismos términos podríamos referirnos a muchos contenidos de y para adultos. Precisamente por ello, el discurso relativo a la protección de los supuestamente «más débiles» está vacío y forma parte del debate político más que otra cosa, al igual que otros no menos huecos como el del supuesto interés general. Palabrería destinada simplemente a suscitar batallas ideológicas y delimitar libertades. En la mayor parte de los casos el medio no es el mensaje y la subjetividad del individuo toma un papel fundamental como intérprete y canalizador de los contenidos violentos.

Dada esta infinidad de matices, se asume desde los medios que la violencia explícita y fácilmente identificable de ciertos contenidos tan solo debe ser anunciada o limitada a ciertas edades: «esto puede herirle, queda avisado». Por lo demás, no es probable que la violencia directa sea tan peligrosa como se pretende, puesto que todos nos damos cuenta de que, sencillamente, «eso es violento», lo cual nos permite tomar partido ante ella e integrarla en la conciencia de un modo preciso y concreto. Las dificultades se nos presentan más claramente cuando nos referimos a la violencia implícita, pues no es reconocible con facilidad y no suele crear por ello alarma de especie alguna entre el gran público. Es subrepticia y ajena a la crítica. Podemos recurrir a la autoprotección —o la de aquellos que estimamos «psicológicamente débiles»— de cambiar de canal cuando las noticias nos muestran las crudas imágenes de los cadáveres desmembrados por un coche bomba en Tel Aviv. Pero la otra violencia, la implícita, es aviesa, suele pasar inadvertida y penetra en nosotros sin que obre sobre ella filtro psicológico alguno. No es identificable con facilidad y, en general, queda al criterio no siempre definido del espectador determinar si esos contenidos son peligrosos e inasumibles, o no. Así, por ejemplo, muchos podrían contemplar la agresión de un famoso ofuscado sobre un periodista como un ejercicio de la violencia, mientras que otros justificarían el acto como una razonable defensa del derecho a la intimidad.

En efecto, hablamos de esa violencia estructural y simbólica, consustancial al tejido de nuestras sociedades que se reviste de ideología, cultura, tradición o costumbre y en la que nos socializamos y resocializamos constantemente sin que nadie la critique o señale porque sus contenidos no hablan a las claras del crimen, por ejemplo. Es evidente que esta clase de violencia implícita no es difundida en exclusividad por los medios de comunicación de masas, puesto que se presenta de manera horizontal y vertical en todas las instituciones y, por supuesto, todas ellas trabajan para su legitimación. Sin embargo, los medios no pueden ser cínicamente exculpados como mero «reflejo» de la sociedad en la misma medida en que sus tentáculos llegan a todas partes y operan como correa de transmisión y poderoso catalizador de esa violencia simbólica.

Un hecho está meridianamente claro: el crimen y la violencia forman parte de nuestra concepción cultural del mundo —del ser social— y no van a desaparecer por mucho que nos esforcemos en defender un inocente optimismo antropológico. Antes bien, en tanto que fenómeno de entretenimiento masivo el crimen y el criminal tienen vida propia y, por cierto, cada vez más estética, ficticia, y por ello mismo alejada del crimen y del criminal reales. Este es precisamente uno de los primeros malentendidos que a menudo me veo obligado a zanjar ante mis alumnos casi en el primer día de clase: «el crimen real no tiene nada que ver con el crimen del cine o de la televisión, de modo que olvidaros de todo eso si queréis aprender algo». No se puede negar que la representación artística del crimen ha generado muchas nuevas vocaciones, pero tampoco que la mayor parte de los alumnos y alumnas que estudian criminología se muestran confusos cuando comienzan a descorrer el telón de lo real, que no es menos apasionante pero sí bastante diferente.

Y no obstante, en tanto que aficionado desde la juventud a estas manifestaciones culturales, no puedo negar que el crimen de ficción me resulta, en sí mismo, extraordinariamente apasionante en lo que tiene de nosotros, de explicación de lo que somos como seres humanos, de discurso creativo estéticamente perfecto y cerrado. Vivo y en evolución permanente. Ello justifica el esfuerzo de escribir este libro que ofrece una panorámica dinámica del asunto que, espero, resulte al lector tan interesante como a mí me lo parece.

Muchos han sido los amigos que me han ayudado con sus sugerencias y apoyo a lo largo del recorrido que ha culminado con la construcción de esta obra. Casi todos me advirtieron que me embarcaba en una tarea imposible por lo que tenía de enciclopédico, pero siempre rehuí este obstáculo diciéndome a mí mismo que este sería más un trabajo reflexivo que de carácter erudito o simplemente acumulativo, y espero haberlo conseguido tal y como me lo propuse. Sea como fuere, aún a riesgo de dejarme a muchos sin mencionar, no puedo eludir un recuerdo para David G. Panadero, por sus siempre amables sugerencias en materia de novela negra y giallo; Juan Ramón Biedma y Joanne Mampaso, quienes nunca pararon de animarme; Frank G. Rubio, cuya necesidad de sospechar de todo y de todos me hizo cuestionarme muchas cosas; a los compañeros y amigos del Departamento de Criminología de la Universidad Camilo José Cela por sus interesantísimas aportaciones y, por supuesto, a Francisco Pérez Abellán, quien comprendió —y suscribió— lo que pretendía hacer prácticamente desde que escribí la primera línea.

Sin embargo, y sin obviar el incondicional apoyo que siempre encuentro en mi familia y a todos los niveles, reconozco que el principal estímulo que me ha llevado a culminar este tortuoso proyecto —el más especial cuando menos— han sido mis hijos. En cierto modo siempre entendí que este trabajo debía ser una especie de camino de Pulgarcito. Un sendero de miguitas de pan. Una guía para que ellos, si alguna vez lo estimaban conveniente, pudieran adentrarse seguros, sin miedo a extraviarse, en el frondoso y oscuro bosque de la cultura popular por el mismo camino tenebroso por el que hace décadas lo hizo su padre.

De ellos depende.

1

MENTECRIMINAL Y CULTURA POPULAR

Cuando en 1919 ve la luz El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, no sólo está naciendo una joya del cine expresionista, sino que también se alumbra al cinematógrafo un nuevo tipo de criminal: el de Cesare, asesino contra su voluntad, hipnotizado, que mata sin querer preso de irresistibles fuerzas internas que no puede controlar. Es el primer modelo en celuloide del psicópata moderno: ese asesino terrible, temible, con el que es imposible razonar y al que nada conmueve porque no es dueño de sí, sino presa de indescriptibles diablos interiores que le inducen a la destrucción sistemática y despiadada de sus congéneres.

La idea, por supuesto, aunque efectista no era ni mucho menos novedosa o exclusiva en el mundo del arte y la cultura popular. Con el devenir de los años y el desarrollo de los modelos científicos en la comprensión de la vida psíquica hemos entendido, al fin, que las leyendas de monstruos sedientos de sangre (vampiros, hombres lobo, ogros, quimeras, minotauros, etc.) son mucho más reales de lo que suponíamos. De hecho, como muestra la antropología contemporánea, toda leyenda, al igual que todo mito, no es otra cosa que la explicitación del pensamiento mágico del ser humano: la invención de una respuesta, primero individual y colectiva, por cultural y compartida después, de carácter «racionalizador», para dar cuenta de aquello que no se comprende o se explica por los medios convencionales. No es que la respuesta en sí sea cierta, pero el hecho de que exista reconfigura la realidad, la fija, sitúa cada cosa en un lugar bien definido y le da un aspecto ordenado y, por tanto, tranquilizador para el sujeto. Precisamente por ello, toda leyenda en su fondo tiene un poso de verdad, un sedimento de hechos que deben ser encontrados y analizados para que pueda ser comprendido el papel que la historia, que se construyó para explicarlos, desempeña en el seno de una cultura.

DE EMPALADOR A VAMPIRO

Pensemos en el célebre príncipe de Valaquia, Vlad III, conocido en el mundo entero como el Empalador —Tepes— o como Drácula —‘dragoncito’ o ‘dragoncillo’, al heredar el apodo de su padre, Vlad Dracul, el Dragón. Se estima que nació en Sighisoara, al sur de Bistrita, en noviembre de 1431, si bien unos meses después la familia se trasladaría a Tirgoviste, sede del principado. La amenaza constante de los turcos sobre Valaquia se cobró precio en la adolescencia de Vlad y uno de sus hermanos, Radu, pues a partir de 1442 fueron rehenes del sultán Murad II en Gallípoli, y empleados para mantener bajo control a su padre. Fue en estos años, durante los que pasó gran parte de su tiempo custodiado por los temibles jenízaros del sultán, cuando Vlad presenció cientos de torturas, adquirió gran habilidad con la espada y se forjó su terrible personalidad. No menos afectado de la experiencia salió Radu —apodado el Hermoso—, pues se haría afín a la causa de los turcos.

Valaquia, por otro lado, vivía enfrentada a otros peligros no menores que la amenaza turca, pues junto al peligro que suponían los húngaros el reino hervía de nobles sajones y boyardos que conspiraban por el poder con enorme ferocidad. Así, la trágica muerte del padre de Vlad, se dice que asesinado por orden del rey de Hungría, Yanos Hunyadi, en 1447, y la posterior tortura y asesinato a manos de los boyardos de Mircea, tío de Vlad y heredero legítimo del trono, puso a Drácula del lado de los turcos, ya que estos eran adversarios tanto de húngaros como de sajones y boyardos. De este modo, puesto en libertad, se trasladó a Moldavia con sus parientes y reclutó un pequeño ejército con la finalidad de recuperar el trono. Sorprendentemente, traicionó a los turcos para aliarse con Hunyadi, librando diferentes batallas a su lado. Después de la muerte del monarca húngaro en 1456, tras la epidemia que sucedió a la batalla de Nandorfehervar1, Drácula regresó a Tirgoviste en olor de multitudes siendo coronado entonces como voivod o ‘príncipe’. A partir de ese momento, y para consolidarse en el trono, inició una campaña de limpieza étnica y venganza contra los sajones y boyardos valacos, arrasando ciudades como Sibiu o Brasov, torturando, mutilando y empalando personas por millares.

Tras ello, ya conocido como el Empalador, reemprendió su guerra soterrada contra los turcos, a quienes no pagaba los tributos desde hacía años. En 1462 el sultán Mehmet II decidió dar un escarmiento a Vlad Tepes y envió su ejército contra la pequeña Valaquia. Drácula solicitó ayuda a varios monarcas europeos, pero pronto descubrió que se encontraba solo ante la invasión. Fue tras vencer en varias batallas y adentrarse en Serbia y Bulgaria, que en una carta dirigida al soberano húngaro, Matthias —hijo menor de Yanos Hunyadi—, le informó de haber acabado con más de veinticuatro mil enemigos.

Preso de la cólera, negándose a aceptar que un pequeño reino como Valaquia le propiciara semejante humillación, Mehmet dispuso un gran ejército y una flota presta a remontar el Danubio. No obstante, la suerte acompañó a Tepes de nuevo, pues una intempestiva epidemia de peste ocasionó tantas bajas entre los hombres del sultán que no les quedó otro remedio que emprender la retirada. Sin embargo, Tepes subestimó la habilidad estratégica de los otomanos. Así, fue traicionado por su propio hermano Radu, quien al frente del grueso del ejército turco invadió Valaquia y se sentó en el trono de Tirgoviste. Tal y como Mehmet esperaba, Vlad se negó a combatir contra su propia sangre. Así, se refugió en Brasov y pidió refuerzos al rey de Hungría. Matthias sólo tenía dieciocho años, pero advirtió una ocasión propicia para eliminar a alguien de quien no se fiaba y prestó a Drácula una ayuda tardía y engañosa, pues al mismo tiempo que firmaba un tratado con los otomanos, utilizó los supuestos refuerzos para tomarle prisionero y confinarle por varios años en el castillo de Visegrado.

Vlad Tepes, el empalador. Imagen que la inspiración lejana de Bram Stoker, la admiración del tirano Ceaucescu y la cultura popular han asociado de manera indeleble al vampiro. Lamentablemente, no lo era.

No se sabe muy bien qué razones personales o políticas tenía el joven Matthias para desconfiar de un azote de los turcos como Tepes que, en todo caso, recibió tratamiento de monarca durante su cautiverio. A menudo, Matthias lo presentaba en las recepciones oficiales, pues su persona y su leyenda causaban gran impresión entre los visitantes. De hecho, se cree que el único retrato que se conserva de Drácula fue pintando precisamente durante su cautiverio. Más aún, se convirtió al catolicismo y llegó a tomar en matrimonio a Ilona, una prima del rey de Hungría, lo cual era provechoso para todo el mundo en tanto en cuanto Valaquia y Hungría se emparentaban por lazos reales y las desconfianzas mutuas se disipaban.

Tepes abandona Visegrado en 1473, trasladándose a Transilvania con un pequeño ejército. Por entonces Radu ya había fallecido y Valaquia estaba en manos de un gobernante títere. Drácula se instaló primero en Sibiu, desde donde siguió realizando diversas incursiones de castigo contra los turcos, como por ejemplo la batalla de Vaslui, acaecida en enero de 1475, junto al ejército del príncipe transilvano, Esteban Báthory. Lo cierto es que el Empalador recuperó su trono en Curtea de Arges, en noviembre de 1476.

Hay dos versiones acerca del final de Tepes y ninguna de ellas ha podido probarse. La primera dice que semanas después de su nueva coronación, un contingente turco le cogió desprevenido, con una pequeña escolta y logró darle muerte. Según esta versión, su cuerpo fue enterrado en algún lugar del monasterio de Snagov, pero su cabeza fue enviada a Constantinopla como regalo para el sultán y exhibida públicamente. La segunda explicación alude a una rebelión de sus propios hombres que, instigados por una traición y hartos de su crueldad, le asesinaron. Sea como fuere, los restos de un hombre que podría ser Drácula fueron exhumados de la iglesia del citado monasterio y trasladados al museo arqueológico de Bucarest, de donde desaparecieron tiempo después sin que se conozca su paradero, si bien se cree que fue por orden del dictador Ceaucescu, quien admiraba profundamente al personaje —¿vidas paralelas?— y se empeñó en publicitar sus andanzas hasta elevarlo al rango de héroe nacional, que fueron sacados del museo y enterrados en algún lugar de su villa de vacaciones en el mismo Snagov.

El temor reverencial que inspiró en sus enemigos y el fervor popular que suscitó en Hungría y Rumanía, unidos al hecho de que no se localizó el supuesto paradero de su cadáver hasta siglos después de su muerte, dieron pie a historias extrañas posteriores a la muerte de Vlad Tepes. Muchos dijeron haberle visto tras su defunción, otros arguyeron que no podía morir puesto que era inmortal, idea alimentada por el hecho de que su vida fue en gran parte tan oscura que parecía aparecer y desaparecer a su antojo, incluso cuando muchos le pensaban muerto desde hacía años. Sea como fuere, estas historias alimentaron exponencialmente las leyendas alrededor de la figura de Tepes. Ha sido no obstante la supuesta vinculación entre el novelesco conde Drácula, personaje creado por el dramaturgo irlandés Bram Stoker, y no su propia vida, la que lo ha transformado en un mito. De hecho, su crueldad no fue necesariamente mayor que la de cualquier otro gran mandatario de su época: el empalamiento, la quema y la decapitación, en ocasiones masivas, eran modalidades de ejecución muy comunes en la Centroeuropa del Medievo. No es razonable pensar, por tanto, que Vlad Dracul fuera por principio un monarca más violento, brutal, dogmático, tiránico, conspirador o agresivo que cualquier otro de su época.

En efecto, se insiste hasta el hastío en que el irlandés Bram Stoker se inspiró en el príncipe valaco para construir el personaje del vampiro por antonomasia, pero no parece que sea verdad más allá de las similitudes físicas y nominales. De hecho, Tepes fue un tirano homicida y brutal, pero jamás practicó el vampirismo ni existe constancia documental alguna de que así fuera. Lo cierto es que la conexión parece menos estrecha de lo que se presume y es, básicamente, una leyenda urbana difundida y acrecentada, más por apasionamiento que por malicia, por muchos de los seguidores y críticos de su obra. Hasta donde puede afirmarse sin caer en especulaciones difícilmente justificables, el dramaturgo irlandés era miembro de la orden ocultista conocida como Golden Dawn, siendo allí que se le da a conocer la existencia del personaje. Seguramente acicateado por la preexistente leyenda popular construida en torno a la vida del Drácula real, Stoker se limitó a utilizar poco más que el nombre y la apariencia física de Tepes para dar forma a su personaje. No olvidemos que el escritor jamás estuvo en Rumanía, conocía el país únicamente a partir de los escasos testimonios de unos cuantos libros de viajes, y las referencias históricas en torno a Vlad Dracul en la literatura científica de la época eran vagas, harto confusas y a menudo especulativas.

La verdad es que una vez madurado el personaje central, puede que con la ayuda de un misterioso catedrático de la Universidad de Budapest llamado Arminius Vambery, Stoker construyó su novela desde la antropología, prestando suma atención a las leyendas y mitos del folclore centroeuropeo, en las que la figura del vampiro y el sinfín de cuentos populares que protagoniza son una piedra angular. Se presume también que fue capital en la conformación final de la figura del celebérrimo vampiro de la ficción la historia de otra terrible asesina en serie real, esta sí estrechamente relacionada con la sangre y cercana en el tiempo a Vlad Tepes: Erszebeth Bathory. Además, una de sus inspiraciones literarias fundamentales, pues cuando Stoker comienza a escribir su novela en 1890 el tema de los vampiros no suponía ni mucho menos una novedad, fue Carmilla, de Sheridan le Fanu. Por supuesto, los propios rumanos no han hecho nada por deshacer esta singular cadena de equívocos a fin de montar un impresionante —y comprensible— negocio turístico alrededor de Tepes, sus nebulosos castillos y su oscura historia de crueldades y empalamientos masivos.

Los primeros eslabones literarios que conducen a la mitificación literaria —y cultural— del vampiro se producen a partir de 1797, cuando Goethe escribe La novia de Corinto y, casi de inmediato, Samuel Taylor Coleridge escribe el poema titulado Christabel. Sin embargo, puede decirse que el relato de adoradores de la sangre que inaugura la modernidad —titulado como no podía ser de otro modo El vampiro— fue creación de John Polidori, si bien estuvo atribuido durante mucho tiempo, de forma errónea, a Lord Byron. En la línea de los relatos góticos alemanes en los que se inspira, la historia de Polidori vio la luz en 1819, en las páginas del New Monthly Magazine, y obtuvo un éxito notable que influyó enormemente en muchas creaciones literarias posteriores sobre el tema del vampirismo, como las de Nicolai Gogol, Nathaniel Hawthorne o del antes referido Sheridan le Fanu. Así, este tipo de personajes e historias se hicieron enormemente populares y demandados por el público. Lo interesante es que los protagonistas de los relatos de Polidori y Le Fanu adquieren ya el proverbial aspecto de maldad y diabolismo que se hará tópico en relación a la figura del vampiro.

Era, por tanto, cuestión de tiempo que apareciese la primera novela de vampiros contemporánea, y no fue precisamente la de Bram Stoker, sino un folletín de creación literaria británica, editado por entregas, que se hizo muy popular y que con toda probabilidad el propio Stoker conocía muy bien: nos referimos a Varney, the vampire or the feast of blood, creación del escritor James Malcolm Rymer —aunque también mal atribuida por algunos especialistas a su coetáneo Thomas Preskett Press— que vería la luz entre 1845 y 1847. Un texto vastísimo que cuando se editó finalmente reunido en formato libro en 1847 demostró tener proporciones ciclópeas: doscientos veinte capítulos y más de ochocientas páginas a dos columnas. Muchos son los relatos de vampiros posteriores, e incluso contemporáneos, cuyos protagonistas adoptan características físicas y psíquicas muy similares a las de Varney, por lo que puede decirse que con él eclosionó el vampiro de ficción tal cual se ha popularizado en la cultura occidental. Además, Varney introduce un detalle que ha terminado siendo muy relevante en las historias de vampiros contemporáneas: el vampiro es un ser con conciencia moral, que se sabe maldito y sufre tanto por ello como por sus actos.

Sin embargo, es un hecho que en todas las culturas, con características definitorias y preferencias depredadoras muy particulares, existen vampiros. No hay lugar en el mundo en el que este tipo de leyenda —seres que chupan sangre, que absorben el alma, que parasitan la energía vital de sus víctimas, etcétera— no exista en alguna forma. Y no podemos atribuir este hecho a la casualidad sino, en todo caso, a la necesidad de razonar determinados sucesos que han tenido lugar y que nadie ha sido capaz de explicar o comprender: al pensamiento mágico al que antes aludíamos y que es parte intrínseca de la condición humana.

Los pueblos eslavos, origen de la visión propiamente occidental del mito vampírico, distinguían entre dos tipos de muertos: los puros, que fallecían por causas enteramente naturales, y los impuros. Mientras que el muerto puro alcanzaba el rango de influencia benéfica y protectora para la familia y el clan, el impuro, que era resultado de fallecimientos violentos, prematuros o habían sido en vida practicantes de la brujería, personas malvadas, alcohólicas, perversas o simplemente de poco fiar, se convertían en origen de toda suerte de calamidades y desgracias para sus allegados vivos. Se les atribuían las enfermedades, las epidemias, las muertes del ganado. Estos fallecidos malditos recibían el nombre de upir o nav, y se les creía capaces de mostrarse en forma de aves, como el cuervo, que a menudo chupaban la sangre de los vivos y cuyo graznido presagiaba la muerte. De hecho, el upir era un auténtico muerto viviente ya que el folclore eslavo anterior a la llegada del cristianismo no era animista y, por tanto, estimaba que era el propio cadáver del fallecido maldito el que volvía de la tumba y trataba de retornar al hogar. Por consiguiente, la única defensa posible cuando se sospechaba que un vampiro rondaba a la familia durante la noche tomaba la forma de todo aquello que impedía al muerto acercarse físicamente, como el encierro en el hogar, el fuego, las corrientes de agua o toda suerte de remedios disuasorios de índole físico-química, como los ajos o los amuletos.

Sin embargo, con el tiempo hemos asumido que, en efecto, los vampiros existen más allá de las creencias o la ficción. Cierto que no como en las historias de campamento o en los cuentos infantiles, pero sí de un modo mucho menos literario y tal vez por ello más descarnado y aterrador: pensemos en Richard Trenton Chase, el conocido como Vampiro de Sacramento, un demente que asesinó a cuatro personas para beberse su sangre y curarse —según él— de una inexistente dolencia que diluía sus vísceras y convertía su propia sangre en polvo. Antes se había hecho experto en degollar pájaros, conejos, ovejas e incluso vacas para mantener su angustiosa dieta… Si nos retrotraemos a épocas pasadas de nuestra historia, momentos en los que la ciencia era un ideal antes que una realidad, en los que el analfabetismo, el misticismo, los ritos esotéricos y las supersticiones eran norma de vida, comprenderemos perfectamente que estos vampiros, por incomprendidos, en realidad siempre fueron tipos como Chase. No es que con esta constatación se pretenda destruir la magia de los viejos mitos, entiéndase bien, pues descubrir la verdadera naturaleza del monstruo sólo ha servido para cambiar el misterio de sitio, para alumbrarlo con nuevos focos. Ahora la magia simplemente es otra porque lo desconocido ha cambiado de aspecto.

EL LADRÓN DE CADÁVERES Y EL LOBO FEROZ

Pensemos en este momento en el ambivalente Viktor Frankenstein, uno de los antihéroes favoritos de nuestra cultura en la medida en que es un hombre que, obsesionado por la búsqueda del bien mayor, crea un espanto del que para su desgracia se convierte en la primera y más apetecida víctima. Casi un arquetipo que explica en buena medida lo que somos como civilización. El Frankenstein de Mary Shelley es también el Fausto de Goethe: la paradoja que se alcanza en la cima de la ilustración en tanto que triunfo radical de la mente sobre la materia y de la ciencia sobre la moral. Saber es poder, en efecto, pero tal vez haya cosas que sea mejor no conocer jamás, porque no todo conocimiento tiene necesariamente que sernos benéfico. Viktor Frankenstein, ese hombre sediento de ciencia que, pretendiéndose un dios, se convierte en un necrófilo profanador de tumbas, en un ladrón de cadáveres y en un maltratador del descanso de los muertos.

También en los excepcionales relatos góticos de Robert Louis Stevenson —como El ladrón de cadáveres, posteriormente versionado para el cine en la extraordinaria película homónima de 1945— y otros autores aparecen estos personajes que saltan tapias de cementerios en mitad de la noche y excavan tumbas a la luz mortecina de viejos faroles. ¿Una simple invención? ¿Una parte más del juego de alegorías en el que se apoya toda ficción? Por supuesto que no. A finales del XVIII, en las islas británicas, se produjo una auténtica ola de asaltos a cementerios que llegó a preocupar muy seriamente a las autoridades. Las bandas de profanadores de tumbas se multiplicaban por todo el país a tal punto que los familiares de los fallecidos que podían permitírselo empezaron a proteger las sepulturas de sus seres queridos con cancelas y jaulas. Los motivos de este inusual proceder criminal no tenían que ver con lo religioso o lo esotérico, a veces ni tan siquiera con el robo de las posibles joyas con que se había enviado a los finados a su último reposo, sino fundamentalmente con la investigación médica.

En Gran Bretaña existía un problema científico de primer orden al no poder practicarse disecciones con cadáveres en las facultades de medicina, pues estaba prohibido legalmente proceder de tal manera con los restos de un ser humano a causa de la llamada Acta Médica. De hecho, incluso la práctica de autopsias era extraordinariamente rara por motivos religiosos y morales. Habitualmente se utilizaban para la enseñanza cuerpos de vagabundos o sujetos no identificados, que nadie reclamaba y que eran hurtados de la fosa común mediante pequeños sobornos a los funcionarios públicos. Pero cuando la persecución de estas prácticas se hizo más severa y los cadáveres comenzaron a escasear, el tráfico de muertos se convirtió en un pingüe y bien remunerado negocio que se extendió por media Europa: cuanto más fresco el cuerpo, mejor pagado por estudiantes y docentes. Y en Edimburgo, Escocia, a la sombra de esta historia truculenta, apareció otro inopinado Frankenstein, el doctor Robert Knox, quien se hizo especialmente interesante para los ladrones de cadáveres porque pagaba cada pieza excepcionalmente bien y sin hacer preguntas molestas. Un perfecto reclamo para el crimen. Cuando obtener muertos frescos se hizo harto complicado a causa de la contumaz prevención de los familiares y la obsesiva persecución policial, Robert Burke y William Hare, los Vampiros de Edimburgo, utilizaron la posada del segundo para asesinar a más de una decena de personas cuyos cuerpos vendieron puntualmente al cirujano Knox.

Como vemos, también aquí hay mucho más que literatura o leyenda, al punto de que la historia forma parte del folclore popular británico y se canta en coplas tabernarias, siendo la más conocida de ellas la que lleva el título de The ballad of Robert Burke. Y más lejos aún puesto que el modo en que Burke y Hare terminaban con la vida de sus víctimas se ha integrado de forma activa en el inglés popular de las islas británicas mediante la palabra burking —o «burkear»2.

Homólogo al de los vampiros es el mito del hombre lobo tanto en su origen como en sus manifestaciones folclóricas. No obstante, aunque actualmente convertido en un hermano menor del vampiro por razones de índole meramente comercial, el hombre lobo es un personaje mucho más antiguo y exitoso en la cultura occidental que el vampiro, pues su rastro literario es sondeable hasta las mismas bases de la civilización grecolatina y la idea de la metamorfosis, esto es, la conversión física de un ser de determinada especie en otro de especie diferente. Rica es la cultura occidental en leyendas de licántropos que ya eran particularmente populares en Grecia y Roma, y es precisamente por ello que los textos grecolatinos son una de las fuentes más antiguas y amplias a este respecto. No podemos olvidar, en tal sentido, que Rómulo y Remo, los supuestos fundadores de Roma, fueron según la tradición amamantados por una loba. Pero este tratamiento extensivo no se circunscribió tan solo al punto de vista de lo legendario o lo mitológico. Ya una figura en absoluto sospechosa como Heródoto de Halicarnaso (484-425 a. C.) fue uno de los primeros autores en tratar con tintes netamente legendarios el tema de la transformación de hombres en lobos, al narrar la incursión de castigo que el persa Darío realizó en Escitia.

Muy conocida, especialmente desde su representación cinematográfica3, es la historia de la Bestia de Gévaudan, supuestamente ocurrida en la región francesa de Auvernia y que funde y confunde lo real con lo ficticio al punto de que ambas cosas son ya indiscernibles: lo que fue descrito como un «lobo gigantesco» asoló a los habitantes de esta zona del macizo central galo hasta que el animal fue supuestamente cazado, pero nunca quedó claro que la resolución del hecho fuera este y los lugareños prefirieron seguir creyendo que la bestia era, en realidad, un hombre capaz de transformarse en lobo. Y no son pocos los asesinos que, alimentados por la superstición y las leyendas confusamente digeridas, se han creído capaces de convertirse en lobos para ejecutar sus correrías. Célebre es nuestro Manuel Blanco Romasanta, pero no el único ni el primero en ser juzgado por su condición de lobishome. Así, Jacques Roulet, el llamado Hombre Lobo de Angers, un mendigo juzgado y condenado por los tribunales de dicha localidad francesa en 1598 por canibalismo y licantropía. En su caso la debilidad mental era tan obvia que el parlamento parisino, en un gesto de inusitada modernidad, revocó la sentencia a muerte original para determinar que Roulet terminara sus días en un asilo para dementes. Y todavía antes, curiosamente en 1589, Peter Stubbe —puede que Stumpf, Stumpp, Stube o Stübbe, pues depende de las fuentes que se consulte— fue acusado y condenado a muerte por canibalismo y licantropía en la pequeña localidad alemana de Bedburg, culpándosele del asesinato de dieciséis niños, mujeres y hombres. Cabe destacar, no obstante, que en los dos casos referidos las confesiones de los acusados fueron extraídas mediante terribles torturas y, consecuentemente, no cabe esperar que resulten tampoco demasiado fiables.

De hecho, ya en fecha tan temprana como 1584, autores como Reginald Scot sostenían que la licantropía era un trastorno mental, atribuyendo a la superstición popular la idea de que realmente un ser humano pudiera transformarse en lobo o cualquier otro animal. Lo cierto es que los testimonios históricos de verdaderas epidemias de esta locura son variopintos y pueden ser rastreados en la literatura desde el siglo XVI hasta, prácticamente, finales del XIX. Sirva un dato: tan sólo en el período comprendido entre 1520 y 1630 los historiadores han podido registrar hasta treinta mil supuestos casos de licantropía sólo en Francia. Esto es interesante desde un punto de vista antropológico. Parece que mientras el este de Europa era el hogar de los vampiros, los bosques franceses se habían transformado en el territorio de los hombres lobo. Lo cual nos indica que el ser humano necesita de referentes socioculturales hasta para perder el juicio y que, a menudo, resulta más sencillo inventar una leyenda para explicar las razones por las que la gente enloquece que tratar de profundizar en el asunto por vías más áridas.

La idea de Scot fue posteriormente ampliada por otros autores ingleses como Robert Burton, quien en 1621 sostuvo que algunos llaman a la licantropía una especie de melancolía; pero él prefería denominarla locura. Nada tiene de sorprendente para la época este racionalismo británico al respecto del tema, pues en Inglaterra los lobos se habían extinguido muchos años antes de que ambos textos fueran escritos. De hecho, es fácil encontrar relatos de hombres lobo en el trabajo de los ensayistas de las islas si nos remontamos al período comprendido entre los siglos X y XIII . Ahora bien, a partir del siglo XVI, este tipo de historias tan sólo sobrevivió allí como argumento literario.