Mi corazón no está en venta - Melanie Milburne - E-Book

Mi corazón no está en venta E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

"Sigo las reglas, pero las mías". Poppy Silverton era tan auténtica como el pueblo inglés donde regentaba un salón de té. Pero su hogar, su medio de vida y su inocencia corrían peligro. Rafe Caffarelli era un playboy multimillonario, y estaba decidido a comprar la casa de Poppy. Ella no estaba dispuesta a desprenderse de lo único que le quedaba de su infancia y su familia, por lo que se enfrentó a Rafe y a la atracción que sentía por él. Y fue la primera mujer que le dijo que no a un Caffarelli.

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Melanie Milburne. Todos los derechos reservados.

MI CORAZÓN NO ESTÁ EN VENTA, N.º 2276 - diciembre 2013

Título original: Never Say No to a Caffarelli

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3905-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Qué quieres decir con que no va a vender? –preguntó Raffaele Caffarelli a su secretaria.

–La señorita Silverton ha rechazado tu oferta –respondió Margaret Irvine.

–Pues hazle otra mejor.

–Lo he hecho, y también la ha rechazado.

Rafe no se esperaba semejante inconveniente a aquellas alturas. Todo había ido de maravilla hasta entonces. No había tenido problemas para adquirir, por un precio irrisorio, la casa de campo y el terreno que la rodeaba en el condado de Oxford. Pero la casita que acompañaba a la grande tenía un título de propiedad distinto, lo cual era un problema menor, según el agente inmobiliario, que le había asegurado que sería muy fácil comprarla, de modo que la finca Dalrymple volvería a ser una. Lo único que Rafe debía hacer era presentar una oferta superior al precio de mercado. Y había sido muy generoso al hacerla. Como el resto de la finca, la casita estaba a punto de venirse abajo y necesitaba una reforma urgente, y él tenía el dinero suficiente para devolver a la propiedad su antigua gloria y convertirla en una obra maestra de estilo inglés.

¿En qué pensaba aquella mujer? ¿Rechazaría alguien en sus cabales una oferta como la suya?

No iba a darse por vencido. Había visto la propiedad en Internet y había encargado a James, su administrador, que se la consiguiera. Pensaba despedirlo si no resolvía el problema enseguida.

Nadie asociaba el fracaso al nombre de Raffaele Caffarelli.

–¿Crees que la tal señorita Silverton se ha enterado de que soy yo quien ha comprado la finca y la casa de campo Dalrymple?

–¿Quién sabe? –respondió Margaret–. Aunque no creo, ya que hasta ahora hemos conseguido mantener alejada a la prensa, y yo le hice la oferta a la señorita Silverton a través del agente inmobiliario, como me dijiste. No la conoces personalmente, ¿verdad?

–No, pero conozco a las de su clase. Si se huele que alguien rico va detrás de su casa, tratará de exprimirlo –soltó un improperio–. Quiero esa propiedad, y la quiero entera.

Margaret le entregó una carpeta.

–He encontrado nuevos recortes de prensa de hace un par de años sobre el antiguo propietario de la casa de campo. Parece que el fallecido lord Dalrymple sentía debilidad por Poppy Silverton y su abuela, Beatrice Silverton, que era el ama de llaves. Trabajó allí muchos años y...

–Es una cazafortunas –masculló Rafe.

–¿Quién? ¿La abuela?

Él se levantó.

–Quiero que averigües todo lo que puedas sobre esa Polly. Quiero que...

–Poppy, se llama Poppy.

–Pues Poppy. Quiero toda la información posible sobre ella, hasta su talla de sujetador. No dejes piedra sin mover. La quiero en mi escritorio el lunes a primera hora.

Margaret enarcó las cejas, pero su expresión era la de la obediente secretaria.

–Me pondré a ello ahora mismo.

Rafe se preguntó si no debería ir personalmente a fisgar un poco por el pueblo. Solo había visto la casa de campo y el terreno circundante en las fotos que James le había mandado por correo electrónico. No le vendría mal hacer una corta excursión de reconocimiento para evaluar al enemigo, por así decirlo.

–Me voy fuera el fin de semana. Si hay algo urgente, me avisas. Si no, hasta el lunes.

–¿Quién es la afortunada esta vez? –le preguntó Margaret–. ¿Sigue siendo la modelo californiana o esa ya es historia?

Rafe agarró las llaves y la chaqueta.

–Aunque te sorprenda, voy a pasar el fin de semana solo. ¿Por qué me miras así?

Su secretaria esbozó una sonrisa de complicidad.

–No sé el tiempo que hace que no pasas un fin de semana solo.

–¿Y qué? Siempre hay una primera vez.

El sábado por la tarde, Poppy estaba despejando la mesa número tres del salón de té que regentaba cuando se abrió la puerta. Se dio la vuelta para saludar al cliente con una sonrisa, que estuvo a punto de borrársele al ver frente a sí el cuello abierto de una camisa y un torso masculino bronceado, a la altura en que hubiera esperado ver la cara del hombre.

Levantó la cabeza y se encontró con unos ojos marrones tan oscuros que parecían negros. Aquel rostro sorprendentemente bello le resultó familiar. ¿Era, tal vez, el de un actor?

–¿Una mesa para...?

–Uno.

¿Para uno? Poppy puso los ojos en blanco. No parecía un tipo que normalmente fuera a tomar algo solo, sino seguido de un harén de mujeres que lo adoraran.

Tal vez fuera modelo, uno de esos que hacían publicidad de lociones para después del afeitado en las revistas.

¿Y si era un crítico gastronómico? Poppy se alarmó. ¿Estaba a punto de ensañarse con ella en un blog muy leído que acabaría por arruinarla? Tal como estaban las cosas, tenía que esforzarse mucho por mantenerse a flote. La clientela había disminuido desde que habían abierto un nuevo restaurante en el pueblo vecino. La crisis económica implicaba que la gente ya no pudiera permitirse el lujo de ir a merendar, sino que ahorrara para ir a cenar... al restaurante de su exnovio.

Poppy examinó disimuladamente al guapo desconocido mientras lo conducía a la mesa número cuatro.

–Desde aquí hay una vista preciosa de la finca y la casa de campo Dalrymple.

Él lanzó una rápida mirada antes de volverse hacia ella. Poppy sintió una descarga eléctrica cuando sus ojos se encontraron. ¡Qué maravillosa boca tenía! Firme, masculina y sensual. ¿Por qué no se sentaba?

–¿Es una atracción turística? –preguntó él–. Parece salida de una novela de Jane Austen.

–Es la única atracción turística del pueblo, aunque no está abierta al público.

–Parece espléndida.

–Es fabulosa. Pasé ahí buena parte de mi infancia.

Rafe arqueó una ceja, vagamente interesado.

–¿En serio?

–Mi abuela era el ama de llaves de lord Dalrymple. Entró a formar parte de su servicio a los quince años y estuvo allí hasta que él murió. Nunca pensó en buscar otro empleo. Esa lealtad ya no se encuentra, ¿no cree?

–Desde luego que no.

–Mi abuela murió seis meses después de que falleciera lord Dalrymple –Poppy suspiró–. Los médicos dijeron que de un aneurisma, pero yo creo que no sabía qué hacer cuando él murió.

–Entonces, ¿quién vive ahora allí?

–Nadie, de momento. Lleva vacía un año. Tiene un nuevo dueño, pero no se sabe quién es ni lo que piensa hacer con la finca. Todo el pueblo teme que se le haya vendido a un constructor ávido de dinero y sin gusto. Y habremos perdido otra parte de la historia local en aras de la arquitectura moderna.

–¿Y no hay leyes que lo impidan?

–Sí, pero hay personas con dinero que creen estar por encima de la ley. Me hierve la sangre solo de pensarlo. Esa casa tiene que volver a ser el hogar de una familia, no el palacio de un playboy para celebrar fiestas.

–Es un edificio demasiado grande para una familia media actual. Debe de tener al menos tres pisos.

–Cuatro –respondió ella–. Cinco, si se cuenta el sótano. Pero necesita a una familia. Lleva reclamándola desde que la esposa de lord Dalrymple murió hace ya muchos años.

–¿No volvió él a casarse?

–Clara fue el amor de su vida. Ni siquiera miró a otras mujeres. Esa clase de compromiso ya no se encuentra, ¿no le parece?

–Desde luego que no.

Poppy le dio el menú ante el breve silencio que se produjo. ¿Por qué hablaba de lealtad y compromiso con un desconocido? Chloe, su ayudante, tenía razón: debía salir más. La traición de Oliver la había vuelto cínica. Oliver la había utilizado de la manera más vil. No la quería, sino que se había servido de sus conocimientos y experiencia para montar un negocio que le hiciera la competencia. ¡Qué ingenua había sido! Todavía le daban escalofríos al pensar que había estado a punto de acostarse con él.

–La tarta del día es de jengibre con nata y mermelada de frambuesa.

Él no miro el menú y se sentó.

–Un café solo, sin azúcar.

Poppy pensó que no le vendría mal sonreír de vez en cuando. ¿Qué les pasaba a algunos hombres? ¿Y quién demonios iba a un salón de té a tomar café?

Había algo en aquel hombre que la ponía a la defensiva. Le parecía que, en el fondo, se estaba burlando de ella. ¿Era por el vestido de época y el delantal con volantes que llevaba? ¿Por su pelo rizado y rojizo recogido en una cofia? ¿Creía que estaba desfasada? Pero de eso justamente se trataba en su establecimiento, Poppy’s Teas, de disfrutar de una experiencia del pasado, de tener la oportunidad de olvidarse de las prisas de la vida moderna tomando una taza de té y un dulce artesanal igual que los que hacían nuestras bisabuelas.

–Enseguida.

Poppy volvió a la cocina y dejó la bandeja en la encimera con demasiada fuerza.

Chloe, que estaba haciendo galletas de mantequilla, alzó la vista.

–¿Qué pasa? Estás un poco sofocada. No me digas que ha venido el imbécil de Oliver con su nueva novia para echar sal en la herida. Cuando pienso en las recetas que te robó para hacerlas pasar por creaciones propias le cortaría ya sabes el qué y lo serviría de primer plato en su asqueroso restaurante.

–No –dijo Poppy mientras vaciaba la bandeja–. Ha entrado un tipo al que tengo la sensación de haber visto antes.

Chloe se acercó de puntillas a echarle un vistazo por el cristal de la puerta.

–¡Por Dios! ¡Es uno de los hermanos R! –exclamó volviéndose hacia Polly con los ojos como platos.

–¿Uno de qué?

–Uno de los hermanos Caffarelli –le explicó Chloe bajando la voz–. Son tres: Raffaele, Raoul y Remy. Rafe es el mayor. Son multimillonarios francoitalianos: jets privados, coches veloces y mujeres a las que cambian a mayor velocidad todavía.

–Pues su dinero no le ha servido para tener buenos modales. No me ha dicho «por favor» ni «gracias» –observó Poppy mientras preparaba el café–. Ni me ha sonreído.

–Tal vez, cuando se es asquerosamente rico, no haya que ser amable con la gente vulgar como nosotras.

–Mi abuela afirmaba que dice mucho de una persona el modo en que respeta a la gente que no tiene por qué respetar. Lord Dalrymple era un claro ejemplo, ya que trataba a todo el mundo del mismo modo, fuera un empleado de la limpieza o un rico empresario.

Chloe volvió a sus galletas.

–¿Qué hará en este pueblo de mala muerte? No estamos precisamente en las guías turísticas. La nueva autopista ya se ha encargado de ello.

–¡Es él! –exclamó Poppy.

–¿Quién?

–El nuevo dueño de la finca Dalrymple, el que quiere echarme de mi casa. Estoy segura de que fue él quien mandó a la mujer que vino el otro día con el agente inmobiliario.

Chloe hizo una mueca.

–Ya sé lo que eso significa.

Poppy sonrió.

–Tienes razón –agarró la taza de café y se dirigió a la puerta–. Significa la guerra.

Rafe miró a su alrededor. Era como haber retrocedido en el tiempo. Casi esperaba ver entrar a un soldado de la Primera Guerra Mundial del brazo de una elegante dama. Flotaba un delicioso aroma a tarta o bizcocho horneándose. En las coquetas mesas había flores y servilletas bordadas a mano. Las tazas y los platitos eran de porcelana.

Supuso que la belleza que le había servido era Poppy Silverton. No era como se la esperaba. Había pensado que sería mayor y más dura.

La señorita Silverton parecía recién salida de las páginas de un cuento de hadas. Pelirroja, con ojos castaños, labios carnosos y sonrosados, piel blanca y sin arrugas y pecas en la nariz. Era una mezcla de Cenicienta y Campanilla.

Era guapa, pero no era su tipo.

La puerta de la cocina se abrió y Poppy salió llevando la taza de café. Sonreía sin mostrar los dientes. Sus ojos no lo hacían.

–Su café, señor.

–Gracias.

–¿Está seguro de que no quiere una ración de tarta? Tenemos de varias clases, y también galletas, si no le gustan las tartas.

–No soy goloso.

–También preparamos sándwiches.

–Solo quiero el café –Rafe agarró la taza y le dedicó una sonrisa formal–. Gracias.

Ella se inclinó a recoger un pétalo que se había caído de una de las flores y él aspiró su aroma, además de contemplarle el escote. Tenia el tipo de una bailarina, con curvas donde debía haberlas y una cintura que Rafe estaba seguro que abarcaría con las dos manos. Se dio cuenta de que ella estaba retrasando el momento de volver a la cocina.

¿Había adivinado quién era? No parecía haberlo reconocido. Al entrar, lo había mirado como si tratara de situarlo, pero había visto confusión en sus ojos. Era un consuelo saber que no todos los británicos habían oído hablar de su último desastre sentimental. No era su intención hacer daño a sus amantes, pero corrían tiempos en que una mujer despechada poseía armas de destrucción masiva: las redes sociales.

Poppy se acercó a otra mesa y estiró las servilletas, que ya estaban perfectamente estiradas. Rafe no podía dejar de mirarla. Lo atraía como un imán, como si lo hubiera hechizado.

«Contrólate», se dijo. «Has venido a solucionar este asunto, no a ser seducido por una mujer que debe de ser tan astuta como cualquier otra. No te dejes engañar por sus ojos de cervatillo».

–¿Siempre hay tan poca clientela?

–Esta mañana ha habido mucha gente, más que nunca. No dábamos abasto.

Rafe se dio cuenta de que mentía. Había una tranquilidad absoluta en aquel pueblecito; por eso quería comprar la casa. Era el sitio perfecto para construir un hotel de lujo para los ricos y famosos que desearan conservar la intimidad. Bebió un sorbo de café. Era mucho mejor de lo que esperaba.

–¿Cuánto lleva regentando esto? Supongo que es la dueña.

–Dos años.

–¿Dónde trabajaba antes?

–En Londres, en un restaurante del Soho, pero decidí que quería estar con mi abuela.

Rafe supuso que no era ese el único motivo por el que había cambiado de empleo.

–¿Y sus padres? ¿Viven aquí?

–No tengo padres. Murieron cuando tenía siete años.

–Lo siento –Rafe sabía lo que era crecer sin padres. Lo suyos habían muerto cuando tenía diez años, en un accidente de barco en la Riviera Francesa. Su abuelo Vittorio se había hecho cargo de él, pero tenía la sensación de que la abuela de Poppy no se parecía en nada a su autoritario abuelo.

–¿Lleva sola el negocio?

–Hay una chica que trabaja conmigo. Está en la cocina. Y, usted, ¿está de paso o se va a quedar?

–Estoy de paso.

–¿Y qué le trae por aquí?

¿Eran imaginaciones suyas o ella lo miraba de manera peculiar?

–Estoy investigando.

–¿El qué?

–Para un proyecto en el que estoy trabajando.

–¿Qué clase de proyecto?

Rafe volvió a agarrar la taza y la estudió con indolencia durante unos segundos.

–¿Utiliza el tercer grado con todos los clientes en cuanto cruzan la puerta?

–Sé por qué esta aquí –replicó ella cerrando los puños.

–He entrado a tomarme un café.

Los ojos de ella relampaguearon.

–No es así. Ha venido a sondear el terreno, a evaluar la oposición con la que se va a encontrar. Sé quién es usted.

–He venido a hacerle una oferta que no podrá rechazar –dijo él al tiempo que le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas. ¿Cuánto quiere por la casa pequeña?

–No está a la venta.

Rafe comenzó a excitarse. ¿Así que iba a hacerse de rogar? Pues disfrutaría mucho haciendo que capitulase. Le encantaban los desafíos y el fracaso era una palabra que no existía en su diccionario.

Iba a ganar.

–¿Cuánto quiere por cambiar de opinión?

Ella entrecerró los ojos y puso las manos en la mesa, frente a él, con tanta fuerza que la taza hizo ruido al chocar con el plato.

–Vamos a dejar clara una cosa desde el principio, señor Caffarelli: no puede comprarme.

Él le miró tranquilamente la sombra que había entre sus senos antes de que sus miradas se encontraran.

–No me ha entendido, señorita Silverton. No la quiero a usted. Lo que quiero es su casa.

Roja de furia, ella lo fulminó con la mirada.

–No va a tenerla.

Rafe sintió una punzada de deseo que le produjo un escalofrío que le llegó hasta la entrepierna. No recordaba cuándo había sido la última vez en que una mujer le había dicho que no. Aquello iba a ser mucho más divertido de lo previsto.

No se detendría hasta conseguir la casa, y a ella.

–Claro que la tendré –afirmó levantándose. Dejó un billete de cincuenta libras en la mesa y la miró a los ojos–. Eso es por el café. Quédese con el cambio.

Capítulo 2

Poppy empujó la puerta de la cocina con tanta fuerza que chocó con la pared.

–Es increíble la desfachatez de ese tipo. Creía que con entrar aquí y agitar un fajo de billetes ante mis narices le vendería la casa. ¡Qué arrogancia!

–¿Qué ha pasado? –preguntó Chloe–. Creí que ibas a darle un puñetazo.

–Es el hombre más detestable que conozco. Nunca le venderé la casa. ¿Me oyes? Nunca.

–¿Cuánto te ha ofrecido?

–¿Y eso qué tiene que ver? Aunque me hubiera ofrecido billones, no los habría aceptado.

–¿Estás segura de estar haciendo lo correcto? Sé que la casa tiene un gran valor sentimental para ti, porque viviste en ella con tu abuela, pero tus circunstancias han cambiado. Tu abuela no esperaría que rechazaras una fortuna a causa de unos cuantos recuerdos.

–No se trata solo de recuerdos. Es el único hogar que he tenido. Lord Dalrymple nos la dejó a mi abuela y a mí. No puedo venderla como si fuera un mueble que no quiero.

–¿Y las facturas? –preguntó Chloe con cierta preocupación.

Poppy intentó hacer caso omiso del pánico que le roía el estómago. Llevaba tres noche sin dormir tratando de hallar el modo de pagar el alquiler del mes siguiente. Se había gastado prácticamente todos sus ahorros en el funeral de su abuela y, desde entonces, tenía que hacer malabarismos para pagar las facturas que no dejaban de llegar.

–Lo tengo todo controlado.

–Yo no quemaría todos los puentes de forma inmediata. Apenas hemos trabajado esta primavera. Hoy voy a tener que congelar la bollería.

–No lo hagas. Me la llevaré a casa de Connie Burton y sus tres hijos acabarán con ella.

–Eso es parte del problema. Llevas esto como si fuera una institución caritativa en vez de un negocio. Eres demasiado buena.

–No voy a aceptar limosnas de él –dijo Poppy mientras rebuscaba en un cajón. Encontró un sobre y metió en él el cambio del café–. Le devolveré la propina en cuanto acabe aquí.

–¿Te ha dejado propina?

–Me ha insultado.

–¿Dejándote cincuenta libras por un café? Pues ojalá tuviéramos más clientes como él.

–¿Sabes lo que te digo? Que no voy a esperar a acabar de trabajar para devolvérselo. Se lo voy a llevar ahora mismo. ¿Cierras tú, por favor?

–¿Se aloja en la casa de campo?

–Supongo. ¿Dónde, si no? No tenemos un hotel de cinco estrellas en el pueblo.

–Todavía no.

–Si el señor Caffarelli cree que va a construir aquí una de sus mansiones de playboy –afirmó Poppy mientras agarraba las llaves– tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Rafe estaba en el salón inspeccionando el daño que había producido el agua en una de las ventanas cuando vio que Poppy Silverton se acercaba con paso decidido a la casa. La melena de pelo rizado, libre de la cofia, se le balanceaba al andar, y llevaba un sobre en la mano.

«¡Qué predecible!», pensó sonriendo.

Esperó a que llamara dos veces a la puerta antes de abrir.

–Estupendo. Es usted la primera visita que tengo. ¿No debería tomarla en brazos para traspasar el umbral?

Ella lo fulminó con la mirada.

–Aquí tiene el cambio –dijo tendiéndole el sobre.

Rafe ni siquiera lo miró.

–Ustedes, los británicos, tienen un problema con las propinas, ¿no cree?

–No quiero nada de usted. Tenga.

Él se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa cautivadora.

–No.

Ella lo miró como si fuera a darle una bofetada. Rafe deseó que lo hiciera, porque eso implicaría que tendría que detenerla, y la idea de rodear su pequeño cuerpo con los brazos le resultó, para su sorpresa, tentadora.

Ella lanzó un bufido, se puso de puntillas y le metió el sobre en el bolsillo delantero de la camisa. Él sintió una descarga eléctrica a través de la fina capa de algodón. Ella debió de sentirla también, ya que trató de retirar la mano como si el cuerpo de él quemase.

Pero no fue lo bastante rápida.