Mientras llega el otoño - Gabriela Merlo - E-Book

Mientras llega el otoño E-Book

Gabriela Merlo

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Beschreibung

Mientras llega el otoño es una historia cautivadora que explora temas como la identidad, la libertad, el sacrificio y el poder del amor. Ambientada en dos continentes y en un periodo histórico fascinante, la novela nos sumerge en un viaje emocional y nos invita a reflexionar sobre la fuerza interior que nos impulsa a buscar nuestra felicidad. Desde los ojos de una inmigrante, mujer y monja, la historia relata la vida de Angélica, quien se ve obligada a tomar decisiones difíciles y complejas. Dos hombres se presentan ante ella, Álvaro y Bruno; pero estos sentimientos se ven jaqueados por creencias religiosas y la búsqueda de propósitos personales. A medida que Angélica enfrenta obstáculos, traiciones y peligros, debe decidir entre seguir a su corazón o mantenerse fiel a sus convicciones. A lo largo del viaje, la joven camina en búsqueda de redención, mientras lucha por encontrar su lugar en el mundo, intentando así reconciliarse con su pasado.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Merlo, Gabriela Marina

Mientras llega el otoño / Gabriela Marina Merlo. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

176 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-776-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Históricas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Merlo, Gabriela Marina

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Mientras llega el otoño

Primera parte

El amor y la locura se parecen, Angélica. Llegado el atardecer, te encontrarán desnuda.

Solo yo he sido capaz de contar tu historia. Fui testigo de ella, logré guardar detalles y secretos que se hicieron carne. Poco entiendes de lo que en verdad sucedió y poco sabes del correr de los días, prefieres no recordar.

A pesar de la nostalgia que acumulamos con los años, la vida continúa. ¿Es esto así? ¡No, claro que no! Percibimos las horas y los minutos que, ansiosos, corren entre las agujas de un reloj desafinado, presenciamos su paso como cuando vemos la inconsciencia con la que corre el agua del río.

¡La vida viaja en otras dimensiones! En todo caso se esconde y espera agazapada, sin que nosotros podamos advertir la llegada del otoño; sin embargo, un día toca a la puerta, golpea las veces que sean necesarias para avisarte que ha llegado.

¿La escucharás, o preferirás esconderte en el silencio?

Mientras decides, mientras encuentras espacio para acomodar tus palabras, voy a recordarte tu arribo a Brasil. Un sitio que no es para cualquiera, lo entendiste cuando pusiste un pie en el suelo caliente.

El paisaje con aroma a café y sonido de tambores requería de un espíritu dispuesto. Reconozco que, a pesar de no tenerlo, encontraste calma. El tiempo se acomodó a tus esperanzas y la sencillez de la vida te invitó a respirar profundo; pero lo supe siempre, estarías de paso en esas tierras.

Tierra del demonio

San Salvador de Bahía, Brasil, 1938

Felicia acomodó al niño de lado en la cama y, casi desvanecida, cerró los ojos, mientras que el cuerpo parecía abandonarla por tanto cansancio. Como a medianoche oyó que la criatura lloraba, se quejaba. Supuso que tenía hambre e intentó, en vano, ponerla al pecho. Había dormido algunas horas; aún así, sentía el cuerpo pesado, como si algo estuviera oprimiendo su vientre y sus piernas. Haciendo un esfuerzo por abrir los ojos, volteó el cuerpo e intentó alcanzar una vela. En ese momento, donde no encontraba límites entre el sueño y la realidad, pudo verla: estaba allí, desparramada en la cama, y no era una pesadilla. La joven pensó que estaba alucinando, que el calor y la falta de descanso le jugaban una mala pasada. ¿Era un delirio? No, una enorme serpiente se alimentaba a través de su pezón y, astuta, había puesto la cola en la boca del niño para evitar que llorase. Pensó que enloquecería cuando entendió que su cuerpo estaba cubierto por la salvaje y que eran las sábanas la única protección que evitaba el contacto con la víbora. Comenzó a percibir los movimientos tenues de la serpiente y la poderosa succión que la boca provocaba en el pezón, se parecía a una gran ventosa.

La joven no pudo gritar, pero bastó un solo movimiento para que la salvaje se retirara, despacio. La serpiente soltó su pezón y fue arrastrándose hacia atrás de manera sigilosa. Felicia se sintió liviana sin el peso del animal, aunque aterrada. Amenazante, la víbora se agazapó al término de la cama y desde allí la observó quieta, como dispuesta a atacar. La joven, que apenas podía respirar, advirtió que, siseando, la endemoniada se retiraba por un hoyo que había en la pared del cuarto.

Angélica escuchó ruidos, percibía algo extraño en la atmósfera, diferente a otras noches. Se levantó y se dirigió hacia allí, y pudo ser testigo de cómo la serpiente se escabullía. Felicia al fin pudo permitirse una palabra, mientras que el niño comenzó a llorar.

Luego de lo sucedido, la joven intentó amamantar al pequeño pero no pudo, sus mamas estaban secas. Tenía la sensación de tener succionando su pecho a ese animal del demonio. La enloquecía entender que la desgraciada había realizado esta acción por al menos una semana, el tiempo en que Pedrito lloraba sin consuelo y su marido se quedaba por días enteros en la cosecha.

El cuerpo le era ajeno y una angustia se apoderó de sus pensamientos. Las mamas estaban entumecidas, por más que la curandera le había ofrecido ungüentosy agua bendita traída del Cristo de la Buena Muerte. La vieja le aseguró que no debía preocuparse, en las plantaciones era común que las víboras atacaran a las mujeres que amamantaban; aún así, reconoció, no era un buen presagio.

—En Brasil —afirmó la curandera— las serpientes son consideradas animales del diablo, y te han elegido para que las alimentes.

A la sombra de la parra, la joven se encontró hamacando al niño luego de que una paisana lo alimentara; parecía estar con el alma perdida. De su boca no salían canciones de cuna, solo sílabas entrecortadas que intentaban armonizarse. Advirtió a su marido que no viviría más en Salvador, que ese lugar era el paraíso del mal.

Felicia se encargó de colgar la cuna del niño del techo con una soga larga, para evitar que las infernales alimañas se le acercaran, y comenzó a obsesionarse con matar a los insectos que se aparecían.

—¡Brasil no es para nosotros, Eliseo! Lo supe desde que llegué —afirmó angustiada la joven.

—¡Mujer! ¡Estás exagerando! —replicó Eliseo, y continuó en el intento de convencerla—. Salvador es distinto a nuestra Barcelona, es cierto; pero tenemos trabajo y una casa.

—¡Que me voy sola! —aseguró a gritos Felicia—. En la Argentina me esperan los primos, algo habrá para hacer. —El hombre le tomó el rostro y le dio un beso en la frente.

—¡Calma, mujer!

—¡Está decidido, Eliseo! ¡Que nos vamos! —contestó ella enérgica.

Felicia no lograba conciliar el sueño y su marido vigilaba el hoyo por donde la víbora había entrado, estaba decidido a matarla. El joven estuvo siete noches sentado junto a la pared sin dormir, parecía que la desgraciada intuía que alguien esperaba por ella.

Una luna entera vistió la noche, los grillos apenas si se escuchaban. Eliseo cerraba los ojos cuando Felicia, sin poder decir palabra, señaló el agujero y balbuceó. Había visto de nuevo los ojos de la salvaje, que venía por su presa. El muchacho esperó a que medio cuerpo del animal estuviera dentro; el temor se apoderó de cada fibra de su cuerpo, la presencia amenazante de la criatura le despertó una alerta. Su corazón latía acelerado, las manos le temblaban y la respiración se le había vuelto agitada. Con un machete afilado la cortó en pedazos, la sangre se esparció por toda la habitación y un olor nauseabundo impregnó la casa. Durante muchos años el matrimonio tuvo el hedor presente en la memoria; esto ocurrió, a pesar de que las personas no siempre tenemos recuerdos olfativos.

Cuatro metros tenía la desgraciada, y una boca de más de diez centímetros.

Luego del episodio, el cura dio la bendición a la familia, trajeron ruda y menta, pelaron ajos y quemaron las cáscaras; santificaron a la mujer para que se quitara del cuerpo la huella del animal y la locura de haber alimentado al mismo demonio, pero nunca podría olvidarlo. Llamaron también a un brujo para que realizara una ceremonia de limpieza: el hombre estaba casi desnudo, solo un taparrabo le cubría las partes íntimas. Mientras masticaba hojas de palmera observó los rincones del lugar, oró con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Intentaba así encontrar algo, presumía que los espíritus malignos rodeaban la casa. Miró de manera intensa a Felicia, que en un costado lloraba desesperada. Habló con lenguas extrañas a la curandera y luego se retiró en silencio, tras colocar hojas de plantas olorosas en ventanas y puertas.

—Él dice que el niño es el culpable de la aparición del demonio, que es necesario sacrificarlo —le aseguró a Eliseo, y por suerte la madre no estuvo presente para escuchar tremenda afirmación. El matrimonio ya no tuvo dudas y decidieron partir cuanto antes de Brasil.

Corrida la voz de lo que había sucedido, los paisanos comenzaron a rondar la casa. Felicia vivía aterrada, todo lo que sucedía la asustaba. La gente del lugar era supersticiosa y estaba convencida de que Felicia era la mujer del Anticristo y el niño, hijo del demonio.

En las mañanas encontraban muñecas hechas de trapo y lana que se parecían a ella: estaban pinchadas con agujas y alfileres, cruces ensangrentadas y velas.

No soportaron el acoso e intentaron convencer a Angélica de que partiera junto a ellos, la sentían su responsabilidad.

—¡No tienes idea de qué ha sido de él, muchacha! ¡No podemos dejarte sola a la buena de Dios en esta tierra del infierno! —afirmó Felicia.

—El patrón Ignacio recomendó que te cuidemos. ¡Ven con nosotros! —insistió Eliseo.

—Estoy agradecida —contestó Angélica—. Entiendo que no quieran estar aquí. Pero he venido a buscarlo, él está en Salvador.

—¿Qué dices? ¡Brasil es grande, muy grande! —dijo angustiada Felicia—. ¡Mira lo que me ha ocurrido! Las personas son ignorantes, con creencias paganas. ¡Debemos irnos!

Te negaste una y otra vez, Angélica, no hubo razón que te convenciera de olvidarlo. Te quedabas sola en esa tierra caliente, en esa tierra sin Dios.

La suerte nos depara senderos inesperados, muchacha; pero las elecciones, nuestras elecciones, son capaces de hacer que nos enfrentemos al mismo infierno. ¿Acaso no fue así?

Eliseo explicó al capataz lo sucedido. Este le aseguró que las serpientes, con su cuerpo, enredaban las patas de las vacas y se prendían de las ubres. El hombre intentó convencer al muchacho de que se quedara, de que no hiciera caso de las supersticiones de la gente. Eliseo era un trabajador responsable, le apenaba perderlo; aún así, el matrimonio dejaba Brasil y después de dar aviso explicaron la situación en la que se encontraba Angélica.

El capataz la observó mientras la joven tendía la ropa, supo que estaba delgada y ojerosa.

—¿Lee? —preguntó.

—¡Claro que sé leer! —respondió ella, atenta a la conversación. Sin estar seguro, el hombre la envió a la cocina de la casa grande y dio orden a Jacinta para que la acomodara en alguna parte. Una extranjera sola y joven en las plantaciones solo traería problemas.

No despediste a Eliseo y Felicia, solo giraste la cabeza para verlos cuando los creías lejos y el camino desdibujaba sus figuras. Luego de varios minutos caminaste hacia un nuevo destino, el elegido, no el esperado.

El calor te sofocó, no corría el aire y la tierra roja ensuciaba tus pies. No colgaste ya de tu cuello una cruz y no siempre cubrías tu cabello. Aún así respiraste hondo en el otoño de Brasil y, decidida, limpiaste tus lágrimas para después, con el peso de la leña, caminar hasta la casona.

Tras sus huellas

—Angélica es el nombre, desconocemos el apellido con el que entró en Brasil. Creemos que ha llegado a Bahía desde hace tanto así como un año. Al parecer buscó trabajo en una finca de café; pero hay muchos españoles aquí, podría pensarse que Andalucía se ha refundado en esta parte del mapa.

—¿Solo andaluces, amigo? ¿No ha visto acaso a los japoneses o los italianos? ¡Brasil tiene las caras del mundo! ¡Pero venga, siéntese y cuente! Me agradan las historias intrincadas. ¡Vivo de ellas! —dijo de manera amable el portugués.

—La muchacha a la que buscamos es la hija bastarda de Ignacio Romeo Torres, ha venido detrás de un tal Nicomedes; su novio o amante, llámelo como quiera. Torres la encomendó con un matrimonio que trabajaba para él y que decidió aventurarse en estas tierras.

—¿Nombre?

—Felicia y Eliseo Alfaro.

—Debo advertirle que no será fácil encontrarlos, esta ciudad es inmensa y no hay control de la gente que llega, los registros navales son escasos.

—Sepa que contamos con dinero, ese no es un problema —afirmó.

—¡Es que no es cuestión de dinero, amigo! No sabría por dónde empezar con tan pocos antecedentes.

—¡Recomendaron sus servicios, Adao! ¡Haga honor a ello, hombre! —reclamó Sebastián Mendoza, y cansado de la negativa decidió buscar el camino de salida.

—¡Espere! ¡Calma, Mendoza! —contestó tranquilo el investigador, y levantando sus piernas para luego apoyarlas en el escritorio le dijo—: Necesito de la joven toda información que usted tenga; cualquier detalle puede ayudar: características del rostro, la estatura, la edad.

—La conozco, puedo describirla; aún así, supongo que no servirá de mucho.

—¿Cómo es eso?

—La primera vez que la vi era una criatura recién nacida. Con el pasar de los años la tuve cerca, pero llevaba una cofia, estaba muy delgada y ojerosa en el convento.

—¿Convento? —preguntó el bahiano, decidido a terminar la conversación—. ¡No, amigo! Con la iglesia todo se complica, esa gente es intocable.

—Vea usted —informó el encomendado intentando convencerlo—, Angélica creció allí, se crio en ese lugar al ser hija natural de Ignacio Romeo Torres. Es la única descendiente viva del moribundo. ¿Ha oído hablar de él?

—¿Quién no? —Y mostrando de nuevo interés, Adao lo escuchó atento.

—Si no encontramos a la joven antes de que el viejo muera, el dinero, que no es poco, terminará en manos de la Iglesia o del gobierno; un destino injusto para ella, ¿no le parece?

—¿Por qué no la retuvo antes de que viniera a Brasil?

—En ese momento, Torres tenía a su familia con vida. Ahora Europa está en guerra, los hijos varones han muerto, él está devastado y teme que Franco expropie su fortuna. Supongo que también quiere enjuagar culpas y dejar en buenas manos todo lo que ha construido. —Con cierto aro de tristeza, continuó—: De la madre poco se sabe, trabajó en la casa de los Torres hasta que adivinaron que estaba preñada, terminó en la calle y murió después. La hermana de don Ignacio entregó a la niña al convento, como se imaginará; no podía conocerse la historia, él estaba casado y pronto a ser padre.

—¿Qué pasó luego?

—La niña creció allí, nunca tuvo la posibilidad de tener algún contacto con el mundo. Cuando fue mayor, las monjas consultaron con Torres qué hacer con ella…

—Y terminó de monja, me lo estoy imaginando.

—Se conformó con estudiar idiomas y la entrenaron para la cocina. En ese tiempo don Ignacio ya no visitaba el convento, no quería que las cosas se complicasen. La joven se ordenó a Dios tras cumplir diecinueve.

—Pero el destino no sabe de religión, amigo —afirmó el investigador, que sabía de lo que hablaba.

—No lo sabe, no. En su vida dentro del convento se cruzó con un albañil. Reconstruían la capilla y, dentro del encierro mismo, se enamoró. ¡No le hizo falta sacar un pie de allí! De él solo puedo dar el nombre de pila, Nicomedes. Vivía en Barcelona, en un suburbio alejado de la ciudad; los vecinos dijeron que los dos hermanos y una pequeña se aventuraron hacia América.

—¿Escaparon juntos? Digo, Nicomedes y Angélica.

—Eso nunca sucedió, las monjas la descubrieron y terminó encerrada en una celda por años.

—¡Mi Dios!¿Y cómo es que una monja en castigo terminó en Brasil?

—¡Espere, Adao! Esta es una historia que merece tiempo. Ella sufrió en el convento la más cruel de las torturas, la dejaron en un calabozo con apenas agua y pan. Dicen que perdió la audición tras el tormento, pasó dos años sin ver la luz del sol. Cuando su padre pidió por ella le dijeron que había decidido la clausura, esto les permitió ocultarla del mundo. Sin embargo, Torres se presentó una mañana y fue con un médico: le habían llegado comentarios de jóvenes novicias, Angélica estaba muriendo. Si bien el hombre no quería que esto saliera a la luz, tampoco iba a permitir que su hija muriera. Así la sacaron del lugar, pero debieron internarla. El estado de la celda donde la tenían era deplorable, no se soportaba el hedor y la joven estaba a punto de perecer. Don Ignacio prometió volver y reclamar, pero para ese entonces el claustro había sido quemado; se cree, por comunistas. Si no hubiese sido porque Torres puso su mano aquel día, ella estaría muerta, calcinada en la celda.

—Me imagino que habrá tenido que conseguir documentos, pasajes. ¿Cómo llegaría aquí?

—Vea amigo, Angélica estuvo meses en recuperación. Le costó mucho salir del estado anémico y las infecciones que tenía. Para cuando tuvo conciencia, España entraba en una crisis sin precedentes y la anarquía, o en su nombre, comenzó a quemar conventos, tirar bombas y hacer de la ciudad un verdadero caldero. A ella le hicieron un favor, se liberó de la condena de haber nacido bastarda: a causa del incendio no quedó archivo alguno capaz de permitir que la reconocieran como miembro de la Iglesia. Pero ella no lo sabe, y debe tener miedo a ser descubierta. Más tarde sucedió lo que ya sabe, ella se presentó en la casa de su padre y él, muy avergonzado, la conformó con algún dinero para pagar el pasaje; también le dio una carta de recomendación y le indicó a quién sobornar por documentos.

— ¡Claro, hombre! El dinero hace milagros.

—Sí, hace milagros; por esto y todo lo que le he contado, le ruego que la busque. Ponga usted la cifra que quiera, pero encuéntrala.

— ¡MeuDeus! —susurró Adao Santos y le advirtió con cierta preocupación—: Amigo, no soy afecto a los curas y las monjas; algo poco natural hay en ellos, no quiero nada con esa gente.

—¿Cuánto cuesta hacer una excepción? Quiero decir, si tanto problema le trae a usted meterse en estos asuntos, pongamos un precio a su cambio de opinión. —El hombre se acomodó de nuevo en la silla y sonrió de manera cómplice. Mientras terminaba un cigarrillo, Santos escribió la cifra en un pedazo de papel mugriento.

—Esperaba más —afirmó Mendoza conforme y continuó—: Le repito mi nombre, soy Sebastián Mendoza y estoy aquí en representación de una de las personas más ricas de España. Si ella no aparece antes de que el viejo muera, todo ese dinero irá a la construcción de un hospital en Barcelona. Le aseguro que sería una verdadera injusticia que no la encontrase, no debe tener una vida sencilla trabajando en fincas de café.

—¡Essa história é incrivel! —afirmó el bahiano tomando el último sorbo de agua—. ¿Usted me asegura que podría dar una descripción de la joven?

—Claro que puedo —contestó seguro Mendoza.

—Muy bien, amigo, le avisaré cuando el artista esté en Salvador, es uno de los mejores en la zona. Haremos un retrato de ella. Como que me llamo Adao Santos, que encontraré a esa mulher.

Estancia El Olvido, Salvador de Bahía, 1939

—¡Angélica! ¡Que te llama el patrón!

—¿Qué pasa, Jacinta? —preguntó en confianza la joven, mientras cubría su cabeza con un paño para protegerse del sol.

—¡Parece que habrá fiesta en El Olvido! —le confirmó Jacinta mientras se acercaba para ayudarle con las sábanas blancas que el sol ya había dejado tiesas.

—¿Fiesta? ¿Qué celebran? —indagó la joven.

—¡Depressa, mulher! —le indicó Jacinta, y con un español incipiente continuó—: El patrón está contratando músicos, y mandó a que Juan Ceferino reparta las invitaciones.

—¡Está bon! ¡Paciência!

—¡Como que al fin empiezas a hablar el portugués, niña! —exclamó sonriendo.

Las mujeres caminaron con prisa hacia la casa, no encontraron sombra que las protegiera del sol y la brisa caliente. La expectativa de Angélica hizo que el calor pesara aún más: no había hablado con el patrón desde que trabajaba en la cocina, solo unos pocos comentarios le habían llegado acerca de lo satisfecho que estaba el hombre con sus preparaciones. Lo que sabía de Quevedo era lo que todos comentaban: un hombre de treinta y tantos años, solitario y llegado cuando niño, con su padre, de España. No se le conocían mujeres, al menos de manera recurrente, y su vida la dedicaba a la estancia y a Olvido, su hermana. Ella era una chiquilla quince años menor que, como una obsesión para Álvaro, se había convertido en su vida. A pesar del cariño que le profesaba, él estaba pensando en un matrimonio; era consciente de que debía casarla para que formase un hogar, una familia y se ocupara de sus hijos.

—Es extraño que el patrón esté siempre solo —comentó Jacinta.

—¡Él sabrá! ¿No crees? —respondió Angélica mientras intentaba apurar el paso.

—¡Es rico, puede tener a la mujer que quiera! —afirmó la mulata y continuó su profecía en portugués—. Eles têm seus segredos.

—¿Secretos?

—Dizem que ele está apaixonado por sua irmã.

—¿Enamorado de su hermana? —preguntó la joven, asegurándose de haber entendido bien.

— Ele não tem olhos para outra mulher —explicó Jacinta, y continuó con el relato.

El padre de Álvaro Quevedo murió mientras le hacía el amor a una negra en tiempos de esclavitud. Parece que el hombre no soportó la emoción; era mayor, pero tenía varios amoríos. Por entonces se habló mucho del asunto debido al engaño que le perpetró a su mujer, una jovencita que fue obligada a casarse con el viejo. En ese tiempo doña Elisa estaba esperando a la pequeña Olvido: la pobrecita murió luego del parto y encargó el cuidado de la niña a su hijastro. Álvaro, siendo muy joven, así lo hizo.

Por lo que se cuenta, la relación entre padre e hijo era bien difícil, y este último hizo lo imposible para diferenciarse del hombre. Tan así era, que se esforzó en el buen trato, no obligó a su hermana a realizar cosas que no deseaba y, algo importante, no fue mujeriego como Quevedo padre. Estudiaba mientras administraba las haciendas, los libros eran su compañía.

En cuanto a la pequeña Olvido, ¡es un demonio! Fue criada en la estancia entre mujeres africanas y las lecturas de Álvaro. Ahora, la joven vive con los caballos, correteando por ahí, llega sucia y desafinada al atardecer. Es en estos días que se viste como cristiana, su hermano mayor no se resignaba a verla con esos collares y volados de colores. Negoció, entonces, con la muchacha una yegua de raza a cambio de que vista de manera decente y aprenda los hábitos de una joven formal. ¡Es que va a cumplir dieciséis, debe comportarse!

Los profesores llegan de la ciudad y terminan resignados, ella se parece a un animalito del monte al que encima se está prohibido castigar. Álvaro, según comentan, la consiente en todo y no permite que la eduquen con golpes o que la arrodillen en granos de maíz.

Un matrimonio amigo del patrón lo aconsejó: fue la mujer la que le dio la idea de ofrecer fiestas, llevarla a diferentes sitios, presentarla en sociedad. Al parecer es muy tarde, a la niña se le ha hecho sangre la vida silvestre, le gusta meter las manos en la cocina y bailar por la noche, en el fogón, junto con los negros.