Minami. Libro I - Danielle Rivers - E-Book

Minami. Libro I E-Book

Danielle Rivers

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Beschreibung

Japón 2012. Una cruel y sangrienta batalla azota la nación desde hace años, una interminable contienda entre el pueblo y el gobierno, comandado por el malvado dictador Kyomasa Tsushira. El Bando Rebelde se ve obligado a reclutar adolescentes y jóvenes para luchar contra él. Entre ellos, Shari Minami, una dulce y entusiasta jovencita de 14 años, recién llegada de Estados Unidos para entrar a una nueva escuela, donde hacer nuevos amigos. Lamentablemente, no tardará en descubrir la verdad y su vida cambiará para siempre. En el ejército rebelde, conocerá otros jóvenes, todos con sus historias, sueños y deseos, pero también con sus demonios internos y pasados que preferirían jamás revelar. Ella también encierra un oscuro (y peligroso) secreto. El problema es… que ni siquiera lo sabe. ESCÚCHAME es el libro I de esta saga, MINAMI: el proyecto del milenio. Es la primera parte de una historia llena de acción, drama y suspenso, pero también repleta de aventura, escenas cómicas e hilarantes y ¿por qué no? un poquito de amor. Si Shari y sus amigos pensaron que la pubertad era un problema, no tienen idea de lo que les aguarda en su largo camino por sobrevivir ya que, no solo deberán enfrentarse al tirano más vil y peligroso del mundo, sino también a ellos mismos.

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El proyecto del milenio

Minami

Danielle Rivers

Escúchame

Libro I

Danielle Rivers

Minami : el proyecto del milenio / Danielle Rivers. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-4116-89-5

1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Fantástica. 3. Literatura Juvenil. I. Título.

CDD A863.9283

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-4116-89-5

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Para mi abuela Flora,

que hizo todo esto posible.

Para mi abuelo Miguel,

a quien le debo tantas conversaciones.

Para mi profesora Patricia Zapata,

a quien debo mi amor por los libros.

De todas las criaturas que respiran

y se mueven sobre la tierra,

no hay nada que sea más agonizante

que el hombre.

Homero

Prólogo

Hoy miro por la ventana y veo los días pasar como quien cambia los canales del televisor con el control remoto. Si alguna persona me hubiera dicho que el mundo cambiaría tan drásticamente, probablemente la habría tomado por loca. Mucho más si me hubiera dicho que el responsable, o más bien, el culpable de aquel cambio sería yo.

Recuerdo cuando, en aquellos descansos que nos tomábamos con Fuji-san, él bromeaba diciendo que yo terminaría reconfigurando el universo, de tantas ideas locas y opiniones exageradas que tenía.

Una de nuestras charlas aún resuena nítida en mi mente:

—Cuando te escucho opinar sobre hippies, activistas y religiosos —decía—, pienso que un día de estos saldrás a dispararle a todos hasta que no quede ni uno. Solo así considerarás que la sociedad está limpia de filosofías estúpidas y sin fundamento.

—Si los católicos pueden hacer procesiones, agitando ramas de árboles, disfrazando a un sujeto con una corona navideña y haciéndole cargar un tronco, kilómetros y kilómetros hasta desfallecer, tengo derecho a formarme mi propia idea de un mundo mejor —me defendía yo.

—Los hippies pueden cortar las calles, desnudos, y pedir por la paz mundial, los activistas pueden arrojarse encima de las ballenas mientras nuestros barcos pesqueros las capturan y nuestros gobernantes pueden mentirnos y robar nuestro dinero en nuestra cara como les plazca, pero yo no puedo dar mi opinión.

—¡Vamos, no te pongas así! Solamente estoy jugando. Hablando en serio, creo que tus ideas son buenas. Exageradas y algo extremistas, pero no dudo de que solo buscas el bien común.

—¡Desde luego que sí! Cualquier persona con un poco de humanidad querría que las generaciones venideras tuvieran un lugar mejor para vivir, donde hubiera mejor salud, más seguridad, más riquezas, más educación...

—¿Y qué piensas hacer? ¿Un cuerno de la abundancia a pilas? ¿La vacuna contra la miseria y la corrupción? ¡Ya sé! ¡Un oráculo mágico por correo!

—¡Qué gracioso! No tengo el dinero ni el tiempo para ponerme a crear algo. Pero cuando se presente la oportunidad de hacer algo bueno por la humanidad, date por enterado que la tomaré.

—No lo dudé ni por un segundo.

Le había mentido. En realidad, sí tenía un proyecto. Apenas lo había comenzado y dudaba de que fuera a concretarse algún día. Mi situación familiar había sembrado una idea loca y muy difícil de volverla realidad, por no decir imposible. Pero cuando la hube terminado, me di cuenta de que no solo era posible sino que debía ponerme a trabajar de inmediato. Algo como aquello sería la salvación de tantas vidas humanas, una nueva oportunidad para todos quienes hubieran caído en el infortunio de la enfermedad, una bendición… ¡Qué equivocado estaba!

1

Se cumplían ya doce años desde que la Gran Guerra Interna había comenzado. Cuatro mil trescientos ochenta y tres días habían transcurrido en la vida del pueblo japonés desde que la paz se viera quebrantada.

En su mansión, el Gran Jefe de Estado, Kyomasa Tsushira, ofrecía una cena de gala a los embajadores de Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia como invitados especiales, con motivo de celebrar su primer año de mandato. Una simple fachada para ocultar la inestable situación de su nación. Fue en ese entonces que el líder rebelde asesinó al embajador alemán, su más grande aliado, declarándole oficialmente la guerra al Estado.

Nadie vio venir semejante desenlace, nadie imaginó que el pueblo japonés cayera en un pozo del cual no encontraría salida. Y pensar… que el pueblo mismo lo había permitido.

Luego de que el último Jefe de Estado anunciara su retiro debido a su avanzada edad y por problemas de salud, los posibles candidatos a ocupar su puesto comenzaron a pulular como polillas en torno a una lámpara. De entre estos, un joven militar se dio a conocer con increíble rapidez.

Aunque había comenzado como un simple soldado de infantería en el Ejército Nacional, su mente aguda, su ambición y una excelsa habilidad para dar discursos lo llevaron a ascender rápidamente en la escala jerárquica del Estado, llegando a ser Diputado Nacional. Poco después, se las ingenió para ser nombrado Gobernador y, finalmente, fue electo Jefe de Estado de Japón. Con astucia, mente calculadora y un sinfín de buenos recursos (como la buena relación que mantenía con el Jefe de Estado saliente) se compró el amor y el apoyo de todos los votantes. En cada junta, en cada audiencia, en cada gira les decía lo que querían escuchar, lo que necesitaban oír, valiéndose de la desesperación de la gente por encontrar un buen líder que los inspirara a alcanzar ese porvenir provechoso y perfecto con el que tantas veces habían soñado.

Quienes me precedieron han intentado levantar un futuro nuevo y mejor sobre las ruinas de intentos fallidos de gobiernos anteriores, un terreno pantanoso y adverso, con sus conflictos y corrupciones que en poco tiempo desintegraron todo lo que ellos y nosotros, japoneses, habíamos luchado año tras año por construir.

Cual ácido que quema la piel y mata todo lo vivo a su paso, acabaron con sus esperanzas y sueños.

Es su dolor y mi dolor, mis amigos, que sus rezos y plegarias no hayan valido más para dichos embaucadores. Hombres desalmados, inescrupulosos y sin un mínimo valor por la vida humana que no dudaron un segundo en vendernos al enemigo cuando así lo quisieron. Sin embargo, he venido aquí con la firme decisión de demostrarles que no soy como ellos.

Sé que el Jefe de Estado no es más que un símbolo, un ícono, una simple inspiración para su pueblo; que reside en el pueblo, en ustedes, el verdadero poder para construir su camino. No obstante, considero que es una carga muy pesada con la que han tenido que caminar a cuestas durante demasiado tiempo. Sé que es un atrevimiento de mi parte pero es mi más profundo deseo representarlos a todos ustedes en esta batalla, estar al frente y luchar por sus intereses que son los intereses de todos.

¿O no es un líder el que pelea y da la vida por sus subordinados? ¿Y es un déspota quien ordena y dirige desde las sombras sin tener el valor de confrontar a sus enemigos? ¿No es el campesino quien, con sangre y sudor, labra la tierra, la abona y la riega para que dé frutos, en lugar de esperar a que los brotes salgan por sí solos?

Será un camino tortuoso y lleno de obstáculos, lo sé. Pero quiero que sepan que es por ustedes, por todos y cada uno de los que me oyen y de los que no, ustedes que viven la misma realidad día tras día, exhaustos, agobiados por tantos años de sufrimiento, de sacrificarse sin ver un solo resultado, que es por ustedes que daré todo de mí para revertir esta situación.

Es solo eliminando los errores del pasado y creando caminos nuevos que veremos renacer nuestro país como lo que es: ¡Una nación poderosa y orgullosa, admirada y respetada por todos los Estados del mundo! Un pueblo que lucha y que da, da sin recibir nada a cambio más que dolor y desdicha.

¡Lloro y sufro su entrega mal correspondida!

Lo último que deseo es seguir viéndolos padecer en estas circunstancias de las cuales debieran ser beneficiarios y no víctimas. ¡Es por eso, ciudadanos, que, si me eligen como su representante, les juro por la luz que ven mis ojos, por el aire que respiro y por la sangre japonesa que corre por mis venas que no descansaré hasta devolverle a nuestra comunidad el honor y la gloria que personas indignas nos han arrebatado!

¡Sepan que no los abandonaré!

¡Por el país, por su gente, por las generaciones que vendrán, por nuestros corazones que claman el amor por nuestro Japón!

Por lejos ese fue su mejor discurso durante su campaña electoral en Tokio y el boleto de lotería que lo llevó al triunfo. El pueblo entero vitoreó y aclamó a su nuevo líder; todos festejaron llenos de esperanzas y de deseos por ver amanecer ese brillante futuro que, después de tanto tiempo, por fin había comenzado a gestarse. Durante aquella semana no se habló de otro tema que de la victoria de Kyomasa Tsushira, el Padre del Estado, como así se lo empezó a llamar.

Lamentablemente, el entusiasmo y la felicidad no duraron mucho. Tras pocos meses de lo que parecía ser un mandato limpio y justo, la sociedad se vio defraudada y engañada al saber que su gobernante no era sino un mentiroso, un dictador y un ladrón de la peor clase. Lejos de ser líder político benévolo, Tsushira era frío, egoísta y totalmente falto de sentimientos hacia algo o hacia alguien que no fuera él mismo, o su imagen frente a las grandes potencias.

Pese a sus promesas y alentadores discursos, sus medidas poco a poco comenzaron a alejarse de lo que sus palabras habían asegurado.

Lo que durante años había sido una Monarquía Constitucional regulada por el Parlamento y respetuosa de los derechos de sus ciudadanos, a Kyo (como en su juventud lo habían llamado) no le tomó más de seis meses convertirla en una dictadura cruel y deshumanizada.

En menos de un pestañeo, despidió a todos los miembros del Parlamento, invocando cargos que jamás llegaron a comprobarse: evasión de impuestos, lavado de dinero, compras ilegales y fraude. Los reemplazó con nuevos funcionarios, más jóvenes y, curiosamente, simpatizantes de su gobierno. Luego de esto, propició que la gran mayoría de los servicios públicos y medios de comunicación quedasen bajo sus hilos de la misma forma, por lo que hizo y deshizo las reglas como quiso, sembrando el terror y la desolación en la sociedad.

Al principio, nadie pensó que sus decisiones fueran desacertadas. Todos creyeron que se trataba de un reordenamiento, de una reestructuración del sistema económico y financiero para asegurar una correcta administración de los fondos y recursos nacionales, optimizar la producción y la calidad de las industrias nacionales e invertir en más y mejores servicios públicos. Sin embargo, nadie sino los fieles partidarios de Kyomasa salieron beneficiados de estos cambios. Mientras las grandes compañías, industrias y corporaciones se enriquecían, las pequeñas y medianas empresas languidecieron. Muchas terminaron en bancarrota y miles de trabajadores fueron despedidos. Otras fueron privatizadas y el mercado se vio envuelto en una inflación abrumadora. Las importaciones y exportaciones se limitaron solo para las compañías que poseían el beneficio del gobierno y, naturalmente, los impuestos alcanzaron límites insospechados. Para cuando se cumplieron dos años de su gobierno, la sociedad había acabado por dividirse en dos sectores: los ricos y poderosos que gozaban de todos los servicios y bienes que el país podía ofrecer, guarecidos bajo el ala del jefe de Estado, y el resto de la población de clase media y baja comiendo de las pocas migajas que cayeran de la mesa de los más adinerados. Obviamente, sin tener ni una pizca de amor por su líder. Incluso aquellos que alguna vez pertenecieron a las más altas esferas de la sociedad, por alguna u otra razón que hubiera molestado a Kyomasa, acabaron perdiéndolo todo y formando parte de la fila interminable de indigentes a la espera de un mísero plato de estofado. Nadie que apreciase un poco su estilo de vida osaba hablar mal del gobierno o de su líder.

No fue sino hasta cinco años después, que la oposición (que más tarde se hizo llamar el Partido de Liberación) tomara cartas en el asunto y comenzara a protestar. Desde huelgas hasta ataques directos a todos los miembros del Parlamento y del mismísimo Kyomasa. Esto no hizo más que exponer toda su crueldad, sembrando el terror en las ciudades: saqueos, secuestros, suspensiones, impuestos cada vez más y más altos. Y, cuando comenzaron las desapariciones, la gente supo entonces contra qué se enfrentaban.

La infelicidad y la oscuridad parecieron apoderarse de Japón sin dar esperanzas de desaparecer jamás. Barrios residenciales, lujosos y pretenciosos se convirtieron en escombros y escondrijos para las fuerzas rebeldes. Las plazas municipales se volvieron centros de combate entre ambas facciones: oficialistas y opositores. Las calles se plagaron de manifestaciones, con pancartas, tambores y gritos, donde tanto adultos como niños injuriaban a los políticos. La represión era despiadada, cruenta, sin hacer diferencias de ningún tipo. Las escuelas se cerraban y eran tomadas por los estatales, donde docentes que apoyaban la causa liberadora pasaban a ser sus rehenes. No había lugar donde la guerra no hubiera puesto su firma. Miles de personas morían o eran asesinadas en los asaltos, no solo los rebeldes, sino también sus familiares y allegados, acusados de negligencia y ocultamiento de subversivos. Masas populares abandonaron el país, ya fuera por persecución o por el simple miedo de quedarse en sus casas. Era impresionante para los americanos y los europeos ver llegar, por aire o por mar, a tantas personas pequeñas y aterradas desde la Tierra del Sol Naciente (muy bien reputada hasta ese entonces). Desde niños hasta ancianos, todos desesperados por alejarse de la maldad de Tsushira. Ocultos en el extranjero, los prófugos encontraban algo de paz y seguridad; la gran mayoría conseguía retomar una vida más o menos normal; otros pocos, los que mantenían algún asunto pendiente con Kyomasa o con sus socios, no tuvieron tanta suerte y fueron hallados muertos, ya fuera en sus domicilios o en circunstancias sospechosas.

Pese a tratarse de un asunto interno, que nada tenía que ver con otros países, Kyo se había hecho de un buen porcentaje de espías y aliados en diferentes ciudades del mundo para exterminar a toda aquella plaga de liberales. Cada día la lista de desaparecidos se alargaba, no solo incluía personas individuales sino también familias enteras. Niños que salían de sus escuelas, riendo y jugando, al momento siguiente yacían en el asfalto, con el rostro oscurecido por la pólvora y la sangre negra brotando de sus cabezas, sumidos en un hervidero de gritos y agitación. Y, en las pocas escuelas que se salvaban de la toma, nunca faltaban las tropillas militares que interrumpían las clases para llevarse a fulano, zutano y mengano, quienes jamás volvían.

Era tanta la sangre derramada y la pólvora esparcida que el mismo aire de las ciudades se percibía embotado, envenenado por ese aroma dulzón y nauseabundo, el olor de la muerte, como comenzaron a llamarle los ancianos.

Hasta el golpe bajo propiciado por el jefe libertador aquella noche fatídica, Kyomasa jamás se había sentido tan amenazado por sus opositores. Nunca nadie había logrado adentrarse hasta la intimidad de su palacio, de su comedor. Era como si la cuchilla le hubiera pasado por detrás de la nuca. Comprendió que los libertadores ya no eran el puñado de rebeldes que se negaba a pagar un centavo más cada vez o los que lo abucheaban en cada acto formal años atrás. Eran ahora una fuerza consolidada, organizada y autosuficiente que, si se descuidaba, podían llegar a provocarle verdaderos problemas. Con la muerte del embajador alemán, los demás diplomáticos se mostraron reacios a firmar los acuerdos como tenían previsto y su abastecimiento de armas y tecnología se vio gravemente afectado, así como la exportación e importación de alimentos. No pasaría mucho tiempo hasta que el resto de las potencias mundiales le cerrara la puerta en las narices. Ellas lo habían intimado a que controlara a la oposición y él no estaba siendo capaz de lograrlo.

Tras un análisis de la situación, Kyo llegó a la conclusión de que si quería volver a tomar el control, debía valerse de nuevos métodos para desbaratar a los rebeldes. Sus fuentes le informaron que dentro del Bando abundaban especialistas e intelectuales que les proveían de ideas e información valiosa para la obtención y fabricación de armas. No cabía duda de que debía combatirlos con sus mismas herramientas por lo que, al verse desprovisto del apoyo internacional, se haría de sus propios genios o bien eliminaría a los de sus adversarios. Fue así como muchos intelectuales del sector rebelde comenzaron a desaparecer de un día para el otro, sin dejar rastro. Nunca se supo con certeza a dónde iban a parar o qué les hacían, pero no había duda de que los perros del Estado habían tenido algo que ver. Algunos fueron encontrados varios días después, muertos en los más insólitos lugares: en rutas concurridas, en basurales, incluso en sus propias casas. Otros tantos jamás fueron encontrados. Según lo que espías rebeldes pudieron averiguar, aquellos compañeros que cedieron por la fuerza a la voluntad de sus represores se habían visto obligados a trabajar oficialmente para el Estado a cambio de la salvación de sus seres queridos. Para los líderes rebeldes era un alivio saber que, al menos, no todos sus prodigios se habían esfumado pero, el hecho de que el gobierno estuviera ideando nuevas formas de acabarlos era inquietante. El uso de las armas nucleares y biológicas encabezaba la lista de sus peores temores. Con el suficiente entrenamiento y reclutamiento de pueblos amigos, podían llegar a hacerle frente a un ejército, pero si se trataba de ataques de tal talante, sus posibilidades de salir victoriosos eran prácticamente nulas. El fruto de esas extorsiones no tardó en aparecer: pocos meses después de las desapariciones, los estatales repelían la rebelión con más fuerza que nunca. Armas nuevas e innovadoras, que superaban en eficacia a las ya conocidas, sembraban el pánico entre los batallantes rebeldes: pistolas de rayos láser que atravesaban la ropa y producían quemaduras gravísimas (las cuales, de manera aterradora, se expandían por todo el cuerpo en una necrosis imparable y monstruosa); bombas de ultrasonido que ensordecían a pueblos y ciudades enteras, dejando a sus habitantes en prolongados estados de inconsciencia; ametralladoras con clavos ponzoñosos; venenos explosivos y otra larga lista de nuevas invenciones, tan excéntricas como mortales. Aunque no se tratara de bombas nucleares, los rebeldes no encontraban momento para idear un nuevo plan de ataque; lo único que podían hacer era seguir con sus emboscadas y ataques sorpresa y evadir aquellas superarmas lo más que pudieran. Muy pronto, el respeto que el gobierno les tenía dejó de existir y volvieron a ser considerados como cucarachas miedosas a las cuales debían aplastar.

A fines del decimosegundo año de guerra, un anuncio expedido por el Jefe de Estado llegó a manos del Director de la Compañía de Difusión Informática Especializada:

Se busca personal idóneo y capaz, con visión de futuro y determinación, para el nuevo proyecto biotecnológico Century Child, encabezado y financiado por el Gobierno Nacional y la JEIGON (Junta Excelentísima Internacional de Gobernantes Nacionales). En vista de la profunda crisis interna que Japón ha estado atravesando estos últimos doce años, el Estado propone, junto con sus colegas de la Junta, al público local y a las comunidades extranjeras, el inicio de este emprendimiento que promete ser la solución a esta contienda. Todos aquellos profesionales en materia de medicina, ingeniería genética, molecular y biotecnología interesados en participar del proyecto, siéntanse más que invitados. Para más información consulte al teléfono a continuación o envíe un e-mail a la siguiente dirección…

El mismo venía con la correspondiente orden de enviarla a todas las direcciones de correo electrónico detalladas en una lista sumamente minuciosa. Ni lento ni perezoso, el director encargó a todas sus oficinas transmitir el mensaje sin demoras.

Muy pronto, la misma publicación llegó a las casillas de correo de potenciales colaboradores de todo el mundo: Asia, Europa, América y Australia, incluyendo todas las islas. La invitación no tardó en ser respondida. Durante el mes de emisión, los aeropuertos de Tokio se vieron invadidos por profesionales provenientes de todas partes, dispuestos a ser partícipes de esta hazaña que tanto prometía (francamente, la paga era muy buena).

Se reunirían en el Palacio Imperial, principal sede del gobierno, para registrarse como mano de obra de elite. Luego comenzarían las reuniones para que se les informara sobre el proyecto, un misterio de lo más atrayente. La intriga no era solo de ellos; también los socios de Kyomasa se preguntaban qué tenía su jefe entre manos y se desvivían porque este se los contara. Uno de ellos era el jefe de la Compañía Sora, principal exportadora de productos japoneses, uno de los más recientes hombres de confianza de Tsushira.

—Perdón por mi ignorancia, pero… —musitó durante la breve reunión que tuvo con Kyomasa—. ¿Qué planea hacer con todos estos geniecillos? La importancia de los ingenieros civiles e industriales puedo entenderla pero ¿qué tiene que ver la medicina en esto, Su Alteza?

Esperó ansioso mientras su jefe fumaba un habano, la mirada clavada en su brillante y reluciente calva. El hombre tuvo la sensación de que lo estuvieran apuntando con una de esas mortíferas pistolas láser que su hijo de cinco años tenía como juguete. El inmutable gobernante dio otra pitada a su puro y exhaló hacia arriba el humo que se disipó por el aire de su despacho. Con voz arrastrada y profunda le dijo:

—No eres el primero que me lo pregunta, Kokuo-san. Debes ser la millonésima persona que me pregunta acerca de mis intenciones con esta sarta de nerds. Y eso que después de haberte unido a mi círculo de confianza pensé que lo adivinarías —dijo mientras llevaba sus penetrantes ojos nuevamente a su subalterno quien se estremeció disimuladamente en su asiento. Kyo terminó su habano y, dejando la colilla en el cenicero, le lanzó lo que quedó del humo directo a la cara, sin pizca de contemplación.

—¡Con todo respeto! ¡Mi intención no es entrometerme en sus asuntos y mucho menos molestarlo, señor! —se apresuró a decir mientras tosía. Aunque nunca lo había visto enfadado, bien sabía lo que sucedía con quienes le hacían perder la paciencia. No necesitaba alzarse con un arma en la mano para infligir el miedo en la gente, lo tenía más que sabido—. Fue tan solo mera curiosidad… P-pero, pensándolo mejor, no tengo por qué ser tan curioso, ¿no? Mejor vuelvo a mis obligaciones.

Estaba yendo, casi al trote, hasta la puerta del cuarto cuando el otro volvió a hablar, deleitado por su miedo.

—Sin embargo, supongo que tanto misterio se vuelve aburrido y hace que la sorpresa pierda su gracia. Eres uno de mis más grandes colaboradores y creo que te has ganado el privilegio de saber un poco más que los otros. No te diré cuál es el centro de todo esto, esperarás como el resto, pero si quieres saber por qué reuní a tantos doctorcitos y científicos locos, te lo diré.

Su ayudante, aún turbado, retornó a su asiento. Kyomasa se acomodó más al borde de su ornamentada silla giratoria. Irguió el torso hacia el frente hasta que la línea de sus ojos coincidió con la del empresario.

—Necesito a alguien que sepa manejar lo que es el nudo de la operación. Ciertamente hace falta gente que ayude a diseñar y construir armamentos pero lo que busco es otro tipo de medio de destrucción para acabar con esas ratas rebeldes y solo alguien dentro del campo de la medicina puede darme lo que necesito. Si todo sale como lo planeo, esos malditos liberales se arrepentirán de haber desafiado mi autoridad —dijo mientras se recostaba en su silla, destilando un inmenso orgullo hacia sí mismo. Pese a estar más tranquilo, su socio tamborileó sobre la mesa con impaciencia.

—Entonces… si necesita a una sola persona… ¿Por qué llamó a tantos otros?

Kyomasa revoleó los ojos.

—Ay, ay, ay… idiota ¡No necesito a cualquier sujeto y menos a uno solo! —exclamó con irritación. Detestaba a las personas que eran lentas para entender—. ¿Por qué crees que extendí el llamado hacia el resto del mundo? El único hombre que tiene el perfil perfecto para esta labor ha estado fuera del país durante años y la única manera de poder cazarlo es dándole un motivo para volver. Además, dudo de que él, incluso con su alto coeficiente, pueda ocuparse de todo. El resto de los que vengan o vendrán con él ayudará a cubrir lo que él no pueda abarcar. Sin embargo, el único que me interesa es solamente él.

Kokuo se quedó quieto, sin decir nada, analizando cada frase que su patrón le había recitado. La explicación recibida le daba un sentido extraño a la conversación, casi siniestro. En realidad, todo lo que se refería a su jefe era siniestro. ¿Qué era lo que realmente estaba fabulando? Estaba a punto de preguntárselo, pero por la expresión que el hombre tenía en su pálido rostro, se contuvo. En cambio, le preguntó por el especialista al que tanta estima le tenía. ¿Quién era ese hombre que tanto interés despertaba en él, al punto de revolucionar a todo el mundo con tal de encontrarlo?

Sin perder los estribos pero cansado de ese interrogatorio, Tsushira le respondió:

—No creo que lo conozcas, no es de tu generación. Digamos que… somos viejos conocidos. Fuimos compañeros en la secundaria; ya entonces era famoso por su gran inteligencia. No, no… no íbamos al mismo curso, egresé dos años antes que él pero nunca olvidaré los logros que alcanzó siendo apenas un adolescente. Cuando se graduó, comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Tokio y más tarde le ofrecieron una beca en Estados Unidos, así que se marchó. Jamás volvió, supongo que el país no era suficiente para su gran intelecto —hizo un gesto desdeñoso—. ¿Quién se quedaría en una islita de pequeños monos come-arroz en vez de formarse en semejante potencia mundial? En fin, me enteré hace poco de su especialización como genetista y sus estudios en el campo de la embriología y la herencia genética. Causó sensación en todo el planeta y me bastó con leer una parte de sus investigaciones para darme cuenta de que era el indicado.

—¡Ajá! ¿Y ya ha llegado?

—Aún no. Pero sé que vendrá. Se mostrará reservado y sencillo cuando lo entrevisten pero, como todo Einstein contemporáneo, no perderá la oportunidad de exhibir su gran cerebro para acaparar un puesto. Morderá el anzuelo, estoy seguro.

—Esperemos. Y… ¿quién es ese hombre?

Le dio una pitada al nuevo habano que acababa de encender y dejó salir una nubecita que se transformó en una neblina grisácea a su alrededor. Sonrió dejando ver sus dientes, regulares y blancos en ese entonces, complacido de volver a verle la cara a ese personaje.

—Nanjiro Minami… —suspiró, sonriente—. Me dará gusto ver tu linda cara otra vez…

2

Región de Kantö, Tokio, Japón,

febrero 24 de 1997

Era comienzos del decimotercer año de guerra, cuando el tren se detuvo en el andén Nº 6 de la Estación de Tokio. Las puertas se abrieron dejando que una gran masa de pasajeros descendiera, entre ellos, un hombre no muy alto, delgado, de gesto hosco. Cargaba una modesta maleta remachada en uno de sus vértices. Nanjiro Minami respiró hondamente los olores de aquel lugar tan concurrido y sintió un dejo de nostalgia. Después de tantos años todavía reconocía ese aroma. Una curiosa mezcla de brasas, pescado asado, especias y el hedor plástico de la occidentalización. Torció los labios en una sonrisa triste. No supo si estaba feliz o molesto por haber regresado.

Sofocado por la muchedumbre, caminó rápidamente hacia la salida. Se vio envuelto en la locura del distrito de Marunouchi, tan atestado de comercios y compradores empedernidos. De alguna forma, le recordó el mismo caos que se cernía sobre la gran manzana de Nueva York. Entre tanta confusión, tuvo la suerte de conseguir un taxi. Debía ir a un lugar que estaba a poco más de quince minutos caminando pero con el jet lag encima, no tuvo ni pizca de ganas de ir a pie… Lamentablemente, no fue la mejor decisión; gracias al tráfico y a que el taxista le erró tres veces al camino, acabó llegando media hora después de haberse bajado del tren. ¡Decir que había tomado el tren express para ganar tiempo!

Pensó que el taxista lo dejaría en la puerta pero se detuvo frente a un elegante puente de piedra y aguardó, impertérrito, su pago. Recordó entonces que no todos los días se podía ingresar a los terrenos del Palacio Imperial. Le pagó al conductor y, al bajarse, se quedó mirando el panorama con la maleta en la mano.

El puente Nijubashi era una de las construcciones más emblemáticas de la ciudad. Sobrio pero grácil, un doble arco de piedra que separaba a los simples mortales del habitáculo de Su Majestad. A su izquierda pudo ver el Palacio Imperial, o Kökyo, como se lo conocía en su idioma. Se apoyó sobre el barandal de piedra y lo admiró un instante.

Era increíble cómo podía hacer que cualquier transeúnte se detuviera para contemplarlo aun después de tantos años de haberse construido y reconstruido al término de la Segunda Guerra Mundial. Conservaba su tradicional estilo japonés de la época feudal, con sus tejados acabados en picos, los muros de piedra rodeándolo desde la base, bordeados por un gran foso lleno de agua donde, en su época, los cisnes y los pétalos de cerezos ofrecían un espectáculo conmovedor. Desde ahí se veía tan bello como imponente. Caminó por un sendero arbolado hasta la entrada a las inmediaciones: una gran puerta de madera custodiada por guardias. Vio la bandera nacional flameando desde uno de los extremos, y la bandera de la JEIGON en el otro: era color azul oscuro, con las olas de un mar embravecido como fondo y varias manos, pertenecientes a hombres de distintas razas, sosteniendo el planeta Tierra en el centro. En el borde libre de la tela, en letras negras y ordenadas en sentido vertical, se leían las siglas de la Junta.

Chistó al ver aquel emblema. En su opinión, la bandera japonesa se deslucía enormemente con su color blanco y el centro rojo al lado de esta otra que era mucho más pintoresca y elaborada. Eso no es sino un cobarde intento de Kyomasa para demostrar al resto del mundo que su país era tan importante como para formar parte de la elite de líderes supermegapoderosos, pensó. Gracias a su suscripción a la página de noticias de Japón, Asianconectiononline, se mantenía informado de todo lo que sucedía en su tierra natal. En su opinión, esa decisión de Kyomasa de rebajarse ante un grupo de gigantes mundiales para verse más poderoso ante la oposición, le parecía patética, incluso vergonzosa. Hasta donde iban sus memorias, su país nunca había necesitado de nada ni de nadie para hacerse respetar ni por sus propios habitantes ni por el resto del mundo. Suspiró.

Al acercarse, vio a los guardias dedicarle miradas de desconfianza; incluso sujetaron la culata de sus revólveres cuando se dirigió hacia la caseta del vigilante. Ya había ocurrido tres veces en el mes que un desconocido se acercara con cualquier excusa estúpida y le volara los sesos, con un arma pequeña escondida en la manga, al que estuviera del otro lado del vidrio. No iban a permitirlo una cuarta vez.

Nanjiro les devolvió la mirada antipática y sacó la credencial que llevaba bajo el chaleco, la misma que le habían dado al abordar el avión desde Estados Unidos.

Al ver que se trataba de un invitado, los guardias relajaron sus posturas pero no le quitaron los ojos de encima ni cuando se acercó al hombre de la caseta, con intención de anunciarse.

—¡Buenos días, señor! —lo saludó cordialmente el hombre, con un ligero tono de temor en su voz—. Viene por el proyecto, me imagino.

—Buenos días —carraspeó Nanjiro—. Sí, vengo precisamente por eso.

—¿Número de legajo, por favor?

En el reverso de la credencial figuraba un código con el que cada uno de los profesionales sería reconocido en la sede de Gobierno, el legajo con el que se los ingresaría a la base de datos de la elite académica y su identificación dentro del futuro equipo de trabajo.

—Doce mil ciento cinco —leyó en su tarjeta.

—Muchas gracias. Puede pasar, doctor Minami.

Oyó un chirrido y las pesadas hojas de la puerta se abrieron, dejando un espacio lo suficientemente ancho como para que Nanjiro pudiera pasar, con su equipaje pegado al cuerpo. Luego de atravesar la angosta abertura con algo de dificultad, las hojas se cerraron con estruendo. Estaba en el gigantesco patio que antecedía a la verdadera entrada al palacio. Era un espacio cuadrado de piedra que debía servir para actos formales o para que los ciudadanos fueran a darle sus saludos al Emperador el día su cumpleaños (una de las dos ocasiones en que el público podía entrar). Recordando esto, le llamó la atención que el Emperador le prestase su residencia a Kyomasa para sus reuniones. Es más, ni recordó la última vez que el Emperador apareció en público, nada que hubiese visto en la página de noticias. De cualquier forma, tampoco era su asunto. A grandes zancadas cruzó la explanada hasta la puerta principal, también de madera y del mismo tamaño que la anterior.

Vio una antigua aldaba de bronce con la forma de un dragón mitológico. Se anunció tres veces pero la aldaba era tan pesada que se le resbaló y terminó sonando una cuarta vez. Arrugó el gesto; eso no podía augurar nada bueno. Oyó un zumbido seguido del sonido de estática. Segundos después, una voz femenina le habló desde algún parlante que escapaba a su vista.

—¿Doctor Minami?

—Este… sí, soy yo —respondió alzando un poco la voz para que la mujer lo escuchara.

No hubo respuesta pero la puerta se abrió igual que la de la entrada. Una doncella vestida al estilo de mucama francesa, con cofia y todo, le hizo una reverencia y, con un ademán, lo invitó a pasar. Con una voz apenas audible, le pidió que la siguiera.

Mientras caminaban, observó fugazmente el interior del edificio. Se encontraba en el vestíbulo. Un cuarto espacioso e iluminado por una gran araña de bronce que, en lugar de tener velas, ostentaba focos de luz disfrazados de diamantes y brillantes caireles de cristal colgando a lo largo de sus brazos. El piso estaba cubierto con una elegante y acolchada alfombra color rojo carmín que enmudecía sus pasos. Las paredes, pintadas de un dorado nacarado, le daban a la sala la apariencia de esas cajas de bombones navideños que solían regalarles a los empleados en América. Y, sobre la pintura, exquisitos diseños y dibujos tradicionales japoneses tallados sobre el cemento. Nanjiro se dio cuenta de que se trataba de una cronología ilustrada de la historia del país. Desde el shogunato, forma de gobierno militar desde el s. XII hasta fines del s. XIX; la restauración Meiji desde 1866 hasta 1869; la Segunda Guerra Mundial; hasta la actualidad. Gracias a sus entrenados ojos de doctor, pudo rápidamente observar y apreciar la obra. Alabó la claridad y finura con la que cada fracción o detalle había sido labrada con el cincel. Desde las costuras y borlas de los ostentosos trajes imperiales hasta las escamas de los dragones mitológicos, las generosas proporciones de las geishas y consortes y las intimidantes armaduras de los samuráis. Echó una segunda mirada a lo que quedaba del recinto. Desde la entrada habían colgado cuadros de antiguos mandatarios, también ordenados cronológicamente. Desde luego, no podía faltar la del gobernante de turno.

Olvidándose por completo de la doncella, se dirigió precisamente hacia este último. Contempló el retrato del Jefe de Estado. Nunca había visto una réplica del rostro de Kyomasa tan de cerca, ni siquiera en las fotografías de la página de noticias a la que estaba suscripto. Hacía años que no lo veía. Secretamente, esperó que el tiempo hubiera dilapidado su aspecto pero se encontró con todo lo contrario. Se había convertido en un adulto muy buen mozo. Su cara era alargada y delgada, con una fuerte quijada, muy masculina. La piel tersa, sin abrasiones, casi sin arrugas. Su cabello y barba eran negros como el ébano, con alguna que otra cana que, lejos de restarle atractivo, lo volvían mucho más galán. El pelo, muy bien peinado hacia la derecha, lo llevaba largo casi hasta la base del cuello pero conservando la prolijidad que su carrera de militar y su actual cargo exigían. Algunas mechas le tocaban apenas el borde de su chaqueta de terciopelo rojo y de corte Mao, abotonada con un complejo sistema de botones y cuerdas, su pechera atestada de insignias, medallas y pendientes. A un costado de su cintura, no muy notorio, se alcanzaba a ver el brillo de la empuñadura de un sable, el cual sujetaba con una mano enguantada, en pose heroica. Por arriba de su traje, observó la banda con el dibujo de la bandera nacional que cruzaba su pecho, la que su predecesor le había entregado al asumir el cargo de Jefe de Estado. Y como último detalle, lucía una larga capa a medio poner, de seda dorada. Parecía un príncipe guerrero recién llegado de una batalla. Tuvo que felicitar al pintor. Era una imagen excelsa, impecable e imponente.

No obstante, algo sombrío sobrenadaba entre tanta belleza, algo siniestro, no supo cómo explicarlo. Tal vez fuera el blanco de su rostro que nada tenía que envidiarle al mármol. O sus ojos color verde avellana, que parecían devolverle la mirada. Una mirada fría, distante, inquietante.

Ansioso de desviar sus ojos de ella, notó un pequeño detalle al pie de la pintura. Una placa de oro que rezaba: Kuni no Otösan. La frase estaba grabada en los kanas tradicionales japoneses. Si la lengua madre de Nanjiro no fallaba, significaba Padre de la Nación. No pudo evitar decir un irónico ¡Sí, claro! al leerla. De sopetón vio a la doncella que lo esperaba mansamente a su lado. Se inclinó a modo de disculpas por su distracción y siguieron camino.

Espero que su proyecto sea algo más productivo que levantarse estandartes a sí mismo, pensó mientras doblaban por un pasillo hacia la izquierda, tan soberbiamente decorado como el vestíbulo. En lugar de arañas, había candelabros dorados dispuestos a ambos lados y separados uno de otro con milimétrica precisión, tanto que Nanjiro sintió que recorría un pasillo infinito.

No ha cambiado desde nuestras épocas de escuela, siguió reflexionando. Una vez más el grosor de la alfombra ahogaba el sonido de sus pasos y el área se sumió en un silencio mortificante. Desde siempre ha querido que la gente lo ovacione, aun cuando nunca hizo nada importante. Solo por ser el hijo de un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, el sobrino de un miembro del Parlamento y uno de los jóvenes más codiciado por las chicas en la escuela. ¿Y ahora debo considerarlo como el símbolo de mi país?

Le vinieron a la mente escenas de su pasado cuando él, desde su lugar en la biblioteca o en el patio, observaba a Kyomasa y a su acostumbrado séquito de matones, haciendo alarde de lo que su tío le había traído de su última gira internacional, revoleando su largo cabello negro y coqueteándole a las estudiantes más jóvenes, quienes caían rendidas a sus pies, riendo como tontas. Todo lo que él no era, ni sería jamás. El desprecio hacia su modo de ser y una más que razonable cuota de envidia lo hicieron conservar la distancia de aquel fanfarrón. Jamás durante toda la secundaria cruzaron palabra… hasta aquella tarde.

Se acercaba el fin de año y todo el mundo estaba loco con los exámenes finales y trabajos de último momento. Nanjiro sabía que, para la penúltima semana de clases, alumnos de otros cursos y hasta amigos de compañeros de otros colegios irían a pedirle ayuda para poder mejorar sus calificaciones. En años anteriores perdió la cuenta de cuántos habían sido. Aunque severo y estricto respecto a la responsabilidad y los deberes, había tenido la generosidad de darle una mano a quienes, según su punto de vista, merecían la ayuda.

Visualizó con claridad su salón de clases, el de primer año de secundaria alta. Estaba haciendo el informe del día, cuando apareció en la puerta, apuntalado sobre un lado del marco como los modelos de ropa interior. Como siempre, llevaba el saco del uniforme desabrochado y la camisa fuera de los pantalones. Se había dejado crecer una pequeña barba en el mentón para acentuar su imagen de donjuán rebelde. Lo miraba con expresión resuelta y superada, la misma con la que miraba a todo el mundo. Nanjiro lo miró rápidamente por sobre sus gafas y siguió garabateando en la hoja que tenía sobre el escritorio, preguntándose qué diablos querría de él.

—¡Qué hubo, Nanjiro-kun! —lo saludó el otro—. ¡Pareces tan entretenido!

Él, sin levantar la vista, le respondió con voz calma y desinteresada.

—¡Y tú tan relajado, Kyo-senpai! ¿Aún sigues correteando tras esas niñitas de segundo?

Pudo ver por el rabillo del ojo que su comentario lo había irritado.

—No es que te incumba pero ya no voy tras chiquillas de secundaria. Estoy saliendo con una chica más grande, ¡una graduada!

—¡Enhorabuena! Encontraste a alguien que se haga cargo de ti.

Tsushira borró la sonrisa engreída de su cara, al tiempo que el chico tomaba sus cosas para irse:

—Me alegro mucho por ti, ojalá pueda enseñarte alguna que otra lección de vida. Si me disculpas, me voy a casa.

—¡Alto! —lo detuvo, harto de rodeos—. No vine aquí por el gusto de verte. Vine a hacer negocios contigo.

—¿Negocios?

—Mejor dejémonos de preámbulos —lo cortó el otro, acercándose a su mesa, atravesándolo con sus ojos verdosos—. Sé muy bien que sabes lo que pasó en el gimnasio el otro día.

—No sé de qué hablas.

—¡Claro que lo sabes! ¿Piensas que no te vi? Sé muy bien que estabas ahí y lo viste todo.

Nanjiro aferró con fuerza la manija de su bolso. Supuso que acabaría por enterarse pero no pensó que fuera tan pronto.

Aquel miércoles, como todos los días, se había quedado después de clases haciendo los informes diarios, acomodando los pupitres y barriendo el aula. Recordó entonces que le tocaba hacer el inventario de balones por lo que se dirigió al depósito del gimnasio, contándolos uno por uno y separando los averiados de los que no. Fue entonces cuando oyó la puerta abrirse y gente entrando de forma estrepitosa. Con curiosidad, se asomó por la puerta entreabierta y descubrió una escena espeluznante: Tsushira y sus amigotes reían y silbaban a una jovencita a la que tenían rodeada, pasándose una mochila entre ellos. Ella, asustada y al borde de las lágrimas, trataba a duras penas de tomar su mochila y escapar pero ellos se cerraban en una barrera inexpugnable. Lentamente se acercaban a ella como fieras hambrientas. Le acariciaban el cabello, los brazos y le tironeaban de la falda. Ella se zarandeaba y apartaba sus manos sin éxito. Tsushira se separó del grupo y se acercó a ella, con la lujuria brillándole en los ojos. La tomó de la nuca y la besó a la fuerza mientras ella chillaba y luchaba por liberarse. En un momento la vio hacer un brusco movimiento y Kyomasa se apartó de un salto. Nanjiro supuso que lo había mordido, ya que lo vio llevarse una mano a la boca. Con un bufido atemorizante, el muchacho le dio una bofetada que la arrojó al suelo. Al segundo siguiente, la pobre desgraciada desapareció bajo el montón de adolescentes que se abalanzaron sobre ella.

Nanjiro se rebujó en el fondo del cuarto, aterrado y sin saber qué actitud tomar. ¿Qué podía hacer, atrapado como estaba en ese cuchitril? ¿Por qué diablos tuvo que terminar ahí y contemplar esa bestialidad? ¡Debía detenerlos pero eran diez contra uno! ¡Lo matarían! La prudencia le aconsejó esperar a que la tormenta acabara antes de hacer algo. Tuvo que soportar, muerto de impotencia, los desgarradores aullidos de la muchacha, siendo ultrajada por una decena de truhanes. Después de lo que parecieron siglos de tortura, oyó que el coro de voces y risas masculinas se alejaba y que la puerta del gimnasio se cerraba de un azote. Tan pronto el silencio regresó, salió de su escondite. La pobre chica estaba en el suelo, hecha un ovillo, con las ropas desparramadas y varios dólares americanos regados encima y a su alrededor. Hasta le pareció ver algunos rastros de sangre. Mudo del horror, la ayudó a levantarse y la llevó a un hospital cercano, prometiéndole que esos malvados tendrían su merecido. No la había vuelto a ver desde entonces.

—Sí. Los vi —afirmó encolerizado—. Reconozco que me dejaste sorprendido: has caído a un nuevo y hasta ahora desconocido nivel de maldad, Tsushira... ¿Cómo pudieron? —la voz le tembló ligeramente, no por temor sino por la ira—. ¡Esa muchacha jamás se repondrá! ¡Ni ella ni sus padres! ¡Lo que hicieron fue un crimen! ¡Una aberración!

Tsushira revoleó los ojos.

—¡Como si me importara! Debería alegrarse de que tuvo el privilegio de tenerme dentro de ella. No solo a mí sino a cada uno de mis amigos. ¡Y sabes lo selectivos que somos! A fin de cuentas, tuvo lo que quiso: una fiesta loca con la pandilla de Tsushira-kun. Si no pudo soportarlo, no es mi problema —suspiró con fingida pena—. Y eso que le pagué unos buenos verdes después de la fiesta. ¡Es sorprendente cómo la gente puede ser tan ingrata!

—Ya lo creo —terció Nanjiro, conteniendo las ganas de darle un puñetazo allí mismo—, y supongo que tienes la misma consideración con el resto de tus amigas, ¿no es así?

—Se hace lo que se puede. Y hablando de poder, te diré algo que yo puedo hacer: volverte mi socio.

Nanjiro lo miró con ojos desorbitados.

—¿Tu socio? —inquirió incrédulo.

—Por supuesto —afirmó el joven—. No me vendría mal tener a alguien como tú en mi grupo.

—¿Alguien como yo? —repitió Nanjiro sintiéndose estúpido por repetir todo lo que le decía.