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Miss Zilphia Gant, escrita probablemente en 1929 y publicada en 1932 por el Book Club of Texas, pertenece a la primera época literaria de Faulkner, en la que escribía bajo la influencia formal de Joyce y Anderson. Además de ser un relato excepcional, es especialmente interesante por ser el embrión del estilo narrativo de sus obras más importantes. A lo largo de las páginas de este breve texto recorreremos las vidas enteras de Zilphia Gant y de su madre, dos personajes típicamente faulknerianos que reflejan el carácter sureño, mezcla de represión y de inflexible dignidad. El relato comienza con el abandono de la familia por parte del padre, hecho que obsesionará a la madre e influirá sin remedio en la vida de Zilphia, que verá cómo la historia se repite... en la eterna cadencia de la vida en el Sur.
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Seitenzahl: 36
Veröffentlichungsjahr: 2021
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William Faulkner
Miss Zilphia Gant
Jim Gant era comerciante de ganado. Compraba caballos y mulas en tres condados cercanos y, ayudado por un muchacho corpulento y medio tonto, conducía los animales a lo largo de setenta y cinco millas, hasta los mercados de Memphis.
En una carreta llevaban lo necesario para acampar, ya que solo pasaban una noche bajo techo en cada viaje. Era hacia el final del trayecto, al anochecer, cuando encontraban… la primera señal de vida humana en casi quince millas de selvas ribereñas de juncos y cipreses, barrancos erosionados y rebrotes de pinos… una vieja cabaña de madera con muros sólidos, el techo agujereado y ningún indicio de cultivo o ganado… ni azadón ni campo arado… a la redonda. Solía haber entre uno y diez carros delante de la cabaña y en un cerco de listones rajados las mulas pateaban el suelo y rumiaban, casi siempre con partes de los arneses aún puestas: por todo el lugar soplaba un aire huidizo y siniestro de decrepitud.
Allí Gant se encontraba con otras caravanas similares a la suya, o a veces con otras mucho más dudosas, de tipos rudos, sin afeitar y vestidos con monos. Allí todos comían comida ordinaria, bebían el virulento y pálido whisky de maíz y dormían sobre el suelo de tablas, delante del fuego con su ropa mugrienta y las botas puestas. El lugar era atendido por una mujer más bien joven de ojos fríos e inusualmente malhablada. En la parte trasera había un hombre ya mayor; tenía los ojos maliciosos y rojizos de un cerdo, la barba y el pelo espesos que ocultaban el rostro débil, pero al que conferían una suerte de ferocidad. Normalmente se lo veía embotado por la bebida, en un estado de embrutecimiento apático, aunque de vez en cuando se le escuchaba discutir a gritos con la mujer en la parte trasera de la cabaña o detrás de una puerta; la voz de la mujer era fría y llana; la voz del hombre oscilaba entre los atronadores graves y el chillido atiplado y belicoso de un niño.
Una vez que vendía los animales, Gant regresaba a su casa en el poblado donde vivía con su mujer y su hija. El lugar no llegaba a ser un pueblo y estaba a veinte millas del ferrocarril, en una zona remota de un condado remoto. La señora Gant y su hija de dos años se quedaban solas en casa mientras Gant estaba de viaje, que era casi todo el tiempo. A duras penas pasaba una de cada ocho semanas en casa. La señora Gant nunca sabía qué día o a qué hora regresaría su marido. Casi siempre volvía entre la medianoche y la madrugada. Una mañana, hacia el amanecer, la señora Gant se despertó. Había alguien frente a la casa, gritando «hola, hola» a intervalos mesurados. Ella abrió la ventana y miró hacia afuera. Era el muchacho medio tonto.
«¿Sí?», dijo. «¿Qué ocurre?»
«Hola», gritó el chico.
«Baja la voz», dijo la señora Gant. «¿Dónde está Jim?»
«Jim dice que le diga que ya no va a volver a casa», gritó el tonto. «Él y la señora Vinson se fueron en la caravana. Jim me dijo que le dijera que no lo espere.» La señora Vinson era la mujer de la taberna. El muchacho medio tonto se quedó bajo la luz incipiente, y la señora Gant, cubierta con un rebozo de algodón, se inclinó sobre la ventana y maldijo al muchacho con una violencia soez más propia de un hombre. Luego cerró la ventana de un golpe.
«Jim me debe un dólar y setenta y cinco centavos», aulló el muchacho. «Él me dijo que usted me lo pagaría.» Pero la ventana estaba cerrada. La casa de nuevo en silencio. En ningún momento se había encendido una luz. Aun así, el muchacho se quedó ahí, gritando «hola, hola» delante de la fachada muda hasta que la puerta se abrió y la señora Gant salió en camisón con una escopeta, echando maldiciones. El muchacho se alejó en dirección al camino y volvió a detenerse a la luz del amanecer y gritó «hola, hola», mirando la casa muda hasta que por fin se cansó y se marchó.
