Muchas gracias por todo - Laura San José - E-Book

Muchas gracias por todo E-Book

Laura San José

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Beschreibung

Este libro arranca con una certeza: la madre de la protagonista se muere. Y con una inquietud: ¿qué se hace con esa relación cuando la otra persona está cerca de la muerte? Sólo tiene unos meses para arreglar el vínculo con su madre, que siempre fue asfixiante y que se desarrolló en una casa donde se arrumban recuerdos dolorosos, relaciones perversas y espíritus que no logran despegar. Su abuela, una vieja embichada, es la fundadora de este círculo de mujeres nocivo y tóxico. Su hermana melliza es la palanca de salvataje.   Casi como una lección atrasada, la muerte viene a avisarle que tiene un tiempo extra para modificar aquello que han tenido.

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MUCHAS GRACIAS POR TODO

Laura San José

NARRATIVAS

San José, Laura

Muchas gracias por todo / Laura San José. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-04-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Maternidad. I. Título.

CDD A863

© 2023, Laura San José

Primera edición, abril 2023

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Carolina Iglesias

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A mi madre, quien desde el dolor me hizo crecer.

A mi compañero, por amarme valientemente.

A sus hijos, parte de mi familia.

A mis dos hijos, que me sanan las heridas con risas.

A mi hermana, siempre.

PRIMERA PARTE

«Quien huye, tarde o temprano tiene que volver para poder irse.»

FLAVIA COMPANY,Haru

1

Hoy me toca cuidar a mamá.

Una madre diferente. Una que agoniza, presa del dolor de su cuerpo y de su alma. Dueña de todos sus pesares, tantos, que se ha venido abajo como un mueble desvencijado.

La luz de la mañana me despierta suave, como la caricia que nunca tuve para arrancar el día. Atino a salir de las sábanas y siento todo el cansancio del cuerpo, como si este se hubiera despertado más tarde. Mi hermana andará levantándose también para ir al trabajo, hoy no le toca ir a cuidar a mamá. Hace más de un año que no vivimos con ella. Yo alquilé un departamento a cincuenta cuadras. Después de vivir treinta años en una casa grande de ambientes que se mezclaban entre sí, encontré en este departamento de treinta y cinco metros cuadrados todo lo que necesitaba. Mi hermana vive en una casa alquilada en Tigre, un poco más lejos.

Cuando éramos niñas imaginábamos, para salir de una realidad que nos aturdía, que viviríamos en dos dúplex, uno pegado al otro. Pero también hablábamos en serio.

—Vayámonos —decía mi hermana.

Y con su convicción de nuestro lado yo sentía que podíamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos. Teníamos quince años las dos, mellizas, éramos la dualidad, el yin y el yang, todo lo diferente pero con un encastre perfecto. Queríamos alquilar un cuarto, e incluso pensamos en vivir bajo un puente, la única manera de conseguir algo de paz.

Hoy no le toca ir a ella. A mí, sí. Caminar ese pasillo, habitar la cocina otra vez. No hace mucho que me fui, pero parece una eternidad. Porque cuando una logra algo de felicidad, de calma, de sabor a mate de yuyos, cuando el cuerpo se acomoda a vivir en paz es muy difícil volver al infierno donde se han quemado las cartas, los diarios y las palabras, donde todo lo que no se dijo se volvió humo, úlcera, se volvió tumor.

Cada uno de los gritos y golpes, la casa los guarda en sus paredes. Una casa que durante mucho tiempo también habló: con presencias, con energías sucias que nos asustaban en las noches.

Hoy hay que volver. Tengo que hacerlo. Me lo debo a mí.

2

Desde afuera, ni se sabe ni se siente lo que hubo dentro. Los gritos eran temblores en los cuerpos de dos niñas. A veces las peleas lograban escaparse por las rendijas de las puertas porque no todo podía taparse; y los vecinos, personas curiosas pero poco valientes, a veces llamaban a la policía y otras, no.

La abuela compró el terreno y edificó una casa de una planta con un patio, con una parra de uvas chiquitas que manchaban de gotas violáceas todas las baldosas. Se hizo su imperio. Y luego mamá, después del divorcio, vendió todo lo suyo y también edificó: hizo la planta alta sobre el imperio de la abuela.

La casa de mamá, la casa de la abuela, donde no siempre viví pero la única casa de la infancia que recuerdo, ocupa toda la esquina y cierra el cuadrado de manzana uniendo dos calles: una adoquinada bordeada de sauces llorones y una avenida por donde pasan colectivos y autos.

Me voy acercando a la puerta donde pondré la llave para entrar, pero antes apoyo las manos en la puerta de la casa y repito: “No dejo que nadie me lastime”. Se lo digo a la puerta, me lo digo a mí.

Adentro, subiendo las escaleras, al final del pasillo, está mamá, en su cuarto, tapada con frazadas hasta el cuello, boca arriba. Parece dormir, pero no duerme sino que intenta con los ojos cerrados apaciguar el dolor de su cuerpo.

Las estufas están encendidas y la persiana baja deja la habitación en sombra.

—Hola, ma —digo parada desde la puerta.

Tiene el pelo rubio desordenado y apenas me mira para saludarme. Dice “hola” y enciende la tele para ver un programa de chimentos que cuenta la vida de alguien más.

Hago el intento de sentarme en el borde de su cama, sobre las sábanas bordó, pero ella insiste en que sería mejor que traiga una silla para no moverla.

—Ma, ¿vos te acordás de mis diarios íntimos? —suelto.

—Sí —dice sin dejar de mirar la pantalla.

Parada como un tronco, no iré por la silla. A veces me rebelo en esas pequeñas cosas.

—¿Los viste por algún lado? —pregunto.

Me mira, tal vez queriendo saber para qué busco esos recuerdos, y luego silencia la tensión con una negativa que me deja desorientada.

La siento indefensa. Pienso en eso, en la idea de que está quieta sin otra opción. Pienso en las palomas muriendo. Ya no se asustan si alguien se para cerca, no intentan volar, o picar, o comer, solo se quedan quietas.

—¿Comiste? —pregunto.

—No.

—¿No comiste nada en todo el día?

No contesta. Se agarra la barriga con las manos cruzadas por debajo de las cobijas. Toma mucha medicación y no hay cuerpo que aguante tanto. Puedo sentir su dolor, toda la humanidad podría sentirlo.

Salgo de su cuarto y entro en la que hasta hace unos años fue mi pieza. Las camas miran las caras de dos grandes placares oscuros. Hace tiempo que no se desarman las cobijas y que la persiana del ventanal que da a la calle de sauces llorones está a media asta, como en un duelo por la partida de mi hermana y la mía.

En algún hueco de este placar tienen que estar los diarios. El espejo redondo que cuelga en la pared frente a la ventana siempre tragó todo lo que en esta pieza pasaba, y nosotras hicimos lo que pudimos. Yo escribí. Puedo verme con la luz encendida, en medio de la noche, escribiendo el diario apretado sobre mis piernas flaquitas mientras mi hermana dormía bajito en la otra cama.

Después de abrir una de las puertas del placar y sacar una caja con cosas que no me llevaré a ninguna parte, revuelvo. Podría hacer una lista de objetos que junto como fragmentos de un jarrón roto, de una memoria perdida. Trofeos de patín artístico, unas agendas de la secundaria, las cajitas de la comunión llenas de estampitas, una frapera del viaje a Bariloche, unas ramas de algún árbol de Villa La Angostura y el tocado que usaba para competir. Y ahí están. En el fondo de la caja, de la mar, del barro.

El diario de tapa gris con la Torre Eiffel me lo regaló ella para una navidad. Y el rosa con la cara de un payaso saliendo de una caja me lo compré yo. Están llenos de polvo que arrastro con la palma de mi mano, pero tienen los recuerdos intactos.

En esa época, todo lo que no contaba, lo escribía: que me había enamorado de mi profesor de patín, que era gay, que mi mejor amiga se había fumado un porro, y deben estar vivas una cantidad infinita de historias de amor inconclusas.

Una noche mamá entró a la pieza y me echó todos mis secretos en la cara. Mi hermana gritó: “¡Te leyó el diario, Laura!”.

Esa noche rompí todas las hojas del diario delante de ella. Lo hice pedazos. Al otro día amanecí con los ojos llenos de lágrimas, tirada en el piso, pegando las hojas con cinta scotch. Sentía que yo también me había roto, que si no tenía pasado, que si no tenía historia, no tenía nada.

La cicatriz de las roturas, las hojas entumecidas y tensas por la cinta están ahí, por algún lado, diciendo: cómo algo puede tener tanto que ver con una, cómo una cosa puede simbolizar toda una juventud de hojas arrugadas, de palabras cortantes, de perdones que encintan algo pero dejan marcas.

Vuelvo a su pieza con los diarios en la mano. Sobre la mesita se ven unas cuantas cajas de medicamentos. Una sabe, ella sabe, que en el cuerpo tiene algo que no la está dejando —ni la va a dejar— vivir en paz.

Ahora está tan callada. La recuerdo corriendo por este pasillo, venía furiosa a despertarme pegándome piñas en el cuerpo, en medio de la madrugada, con los ojos desorbitados como los de un ternero que no ha aprendido a caminar.

También la abuela, con sus uñas siempre filosas para rasguñar. Los platos rotos estrellados en las cerámicas del comedor. Las comidas que caían mal. Las noches en que me pasé a la cama de mi hermana para sentir un brazo por la espalda, algo que me sujetara.

—¿Necesitás algo? —pregunto bajito.

—No. Andá, ya es de noche —contesta.

Toco sus manos. Hace tiempo que le perdoné todos y cada uno de los golpes. De perchas, de palmas abiertas y picantes, de palmas cerradas y profundas.

Pero hoy sé que hay todavía más por perdonar.

3

Mi departamento podría ser una pequeña nuez en el mar. Así, con esas suaves intersecciones por dentro. Pero le he puesto tanto amor. Plantas, cuadros que pinté en raptos de locura, todos mis libros que pude secuestrar de la gran biblioteca de mamá, cajones y pallets reciclados por muebles, cojines, mantas y olor a palo santo.

Lo más nutritivo que tiene es este gran ventanal que da al patio de una iglesia adventista y por donde se ven las copas de unos árboles que se estiran, desnudas, para alcanzar el viento. Árboles densos, impenetrables, cerrados. Otros esbeltos, delgados, vanidosos.

Con las luces prendidas como globos encendidos y la noche apoyada en la ventana, me acomodo en el sillón improvisado para leer los diarios que traje.

El diario de la Torre Eiffel está cerrado con candado. En dos movimientos ya quedan expuestos todos mis secretos a la vista, con una letra infantil y desordenada, con dibujitos que acompañan los textos.

El departamento está mudo, y así, a secas, sin un vaso de agua que me ayude a tragar, comienzo a leer.

La primera fecha es de 1993, yo tenía nueve años.

 

2 de marzo de 1993

Hoy me levanté temprano y a la tarde me puse a practicar las tablas, después vino mi mamá y me las tomó. Es que ya empezamos el colegio. A la noche mi abuela se peleó con mi abuelo y se pusieron a llorar. Mamá hace días que no les habla.

 

La siguiente hoja gris dice:

 

20 de abril de 1993

A la salida del colegio había unas chicas con gorras amarillas haciendo la propaganda del Chocolatín Pinguin y de sus bolsas sacaban chocolatines para repartir. Yo fui y agarré dos y mi hermana también. Mi mamá desde el auto nos tocaba bocina. No paraba de tocarnos bocina hasta que se enojó y se fue. Nos tuvimos que ir corriendo a casa, que por suerte queda a cuatro cuadras del colegio.

 

El celular vibra junto a mí y me devuelve a este tiempo. Mensaje de Flopy: “El sábado nos vemos, ¿verdad?”. Sé que después responderé, pero ahora no puedo hacer otra cosa que fugarme por un rato a ese pasado que todavía duele.

 

15 de septiembre de 1994

Ya tengo diez años. El tiempo pasa. Ahora discuto mucho más con mamá. ¿Y sabés una cosa? Empecé un curso de modelaje, voy a ir a mi primer desfile. Me lleva la abuela.

 

Y de repente, el año 95 se vuelve insustancial, flojo, casi no hay escritos, solo banalidades del día. Pero el 96 arranca distinto. Estoy por cumplir doce años y la letra es más grande y temblorosa.

 

1 de mayo de 1996

Mi mamá ahora me pega. Me grita y me insulta de una manera desagradable. Tengo un vacío en el estómago. Quiero llorar.

 

No recuerdo haber escrito eso. Pero lo hice. Tal vez de noche, tirada sobre la cama, o una tarde con el aire atorado, no pudiendo entrar de tanto que había por salir. Esa niña que fui escribía mientras su mundo se rompía.

Abro y sigo leyendo en una nueva fecha, de esto sí me acuerdo. Tengo catorce.

 

12 de febrero de 1997

Estamos con mi hermana atendiendo la feria americana que tenemos en el garaje de casa. No entra nadie. Hace calor en la calle. Mama salió hace un rato. Estamos aburridas y cuando estoy así empiezo a molestar a mi hermana. Le pego en el brazo. Ella me la devuelve. Le pego más fuerte y antes de que ella pueda pegarme salgo corriendo a la vereda. Ella viene detrás y arroja con fuerza una de mis pulseras a la calle. Lo pienso un segundo, no viene ningún auto, bajo el cordón y la agarro. Entramos al negocio y nos sentamos en el escritorio a hacer dibujos en las hojas que hay para anotar los precios y las ventas. Entra mi mamá. Su cara es seria. Viene directo hacia mí y me dice: “Mi dolor sería tan grande si te atropellara un auto… como este…”. Y sus palabras se entrelazan con sus acciones. Acción repetida y monótona: darme vuelta la cara de una cachetada ya es normal. Siento todo el calor en mi mejilla y ella me sigue pegando. Me da con esa mano pesada llena de anillos, en los brazos, en las piernas, en la cabeza. Con una bronca que no sé de dónde le sale. Yo cubro mi cara. Es donde más me duele.

 

Como el aleteo de un pájaro puedo sentir los recuerdos a chorros que se agolpan para querer salir. El aire en el departamento queda espeso. La luz se tensa. Otra vez siento el dolor y no puedo respirar.

¿Por qué toda esa bronca para mí, si era una nena?

4

Es sábado y es de día. El departamento tiene poco espacio, pero mucha luz. Pongo un mantra tibetano en la computadora y me siento en el sillón. Nunca pude poner las piernas en posición de flor de loto. Cuando empecé a meditar, tenía veintiocho años y en ese momento no se me hizo raro empezar a soñar coincidencias o futuros encuentros. Soñar con la mujer que atendía el kiosco del club al que iba de pequeña, soñaría con su cara de enojada, y a la mañana siguiente, en mi primera clase de gimnasia, verla entrar por la puerta sin saber que hacía un rato merodeaba mis sueños.

Soñar con una amiga que se probaba vestidos rojos, negros y blancos parada en medio de un salón de casamiento y desde ahí me gritaba: “Laura, vení, no sé qué ponerme”. Y dos días después de aquel sueño recibir durante toda una tarde fotos en el WhatsApp con sus cambios de ropa, preguntando cuál le quedaba mejor porque tenía un casamiento que sería rojo, blanco y negro.

Hoy tengo treinta y tres y sigo meditando. Lo hago a la mañana, apenas me levanto, y no todos los días. A veces veo colores: fucsia, rojo, verde. A veces veo a un hombre con el pelo claro, muy luminoso, que me dice cosas: “La vida es un juego de luces y de sombras. Nada es tan claro ni tan oscuro. El instinto es tu guía”.

Es una voz que no sale de mi cabeza. Si me quedo en silencio, aparece. La voz aparece con la forma de ese hombre amoroso.

Un día se me apareció comiendo cereal con leche en medio de un bosque quemado. Había humo que salía de los troncos hechos brasas calientes. Pasamos entre los árboles caídos, pisamos cenizas. Caminábamos en silencio mientras él miraba el piso buscando algo, hasta que lo halló. Entonces señaló un tallo verde y pequeño salido de un tronco que había sobrevivido al incendio y me dijo: “De esa rama, vos tenés que volver a hacer de nuevo tu bosque”.

Osho dice que la meditación es la única religión, que no se necesita nada más. Y tiene una frase escrita en un libro que leí hace poco y subrayé: “La meditación nos da ambos mundos. Nos da el otro mundo —el de la divinidad— y nos da este mundo también”.

Con los años de meditaciones, no muchos, desvariados y desprolijos, algo en mí cambió: empecé a soñar con mis muertos.

Cierro los ojos.

El mantra y la respiración me hacen flotar. Siento las tensiones de mi cuerpo. Me asalta un recuerdo. Lo dejo pasar. Vuelvo a concentrarme en el mantra. Respiro profundo varias veces y encuentro calma. Después de un rato de respiración, y como en una película hermosa, va naciendo de a poco una imagen. El pasto recién cortado se va pintando de verde, el río comienza a sonar fluyendo a lo lejos, y bajo el árbol de la vida que muestra sus raíces desnudas sobre la tierra, sentado en un banco de plaza, a orillas del río, está el hombre luminoso, esperándome. Me paro cerca, tiene puestos unos lentes de sol en los que me puedo ver reflejada y lleva puestos unos pantalones y una camisa color crudo.

—¿Cuál es la solución? —le pregunto.

—No hay solución —dice él mientras se pasa la mano por la melena corta—. Tenés que dejar que las cosas sucedan. Tenés que dejar que las cosas reboten lo menos posible en vos. Que no te afecten. Sos un milagro, viví el día como un milagro.

Abro los ojos. Estoy llena de energía.

5

En la calle el día está soleado. Desde la esquina donde estoy parada hasta la puerta de la iglesia adventista solo me separa media cuadra. Camino detrás de una mujer con pollera negra y un chiquito que la acompaña vestido de traje este sábado por la mañana. Intuyo —no puede ser de otra forma— que van a parar ahí, al mismo lugar que un día pisé para conocer a Marco, un adventista que entrevisté en el verano. Recuerdo su voz: “Dios habla de diferentes maneras. Una de ellas es a través de la naturaleza”, y miro el cielo lleno de nubes blancas apretujadas. Siento paz. El cielo da paz. La noche da esperanza.

La señora camina rápido, llegan tarde, ya se los escucha cantar dentro de la iglesia. Entran a un espacio común, a un centro, ¿a un imán?, ¿a una jaula?, a una casa, a una misa, ¿a una ideología?, a un algoritmo, ahí. Yo no. No esta vez. Me quedo en la vereda, miro por la puerta antigua y veo un pasillo, y luego un vestíbulo que distribuye. No, hoy no.

Antes de cruzar la calle escucho una flauta que suena dulce en el aire. Practica, corta, frena y sigue. No logro distinguir desde qué ventana se acerca la melodía, pero tampoco importa saber siempre el origen de todo lo bueno y divino.

Ya en la plaza veo que alrededor de una virgen que está encerrada en una vitrina de vidrio, bajo un árbol ancho, cuatro señoras forman un semicírculo y rezan. Ni escucho el rezo. Hoy no. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores.” No, hoy no.

“Nosotras somos marianas”, me dijo una abuelita rubia, guía de un círculo de mujeres que descubrí a los treinta años. Un espacio para sacar y dejar entrar. Una meditación, unos tambores, unas flores, unos almohadones, un cuarto violeta que me hacía bostezar y bostezar. “Y vos, que sos San José, tenés mucho trabajo por hacer. ¿Sabés de dónde viene tu apellido?” No, no lo sé. “Antes, las mujeres hacían daño y abandonaban a los niños en las puertas de las iglesias.” Ah, ¿ya el abandono de mi padre viene desde el apellido? “Entonces se creó una cofradía para recoger, criar y educar, bajo la protección de San José, a los niños abandonados. Esos niños recibieron el sobrenombre de ‘los sanjosé’.” ¿Cuál será mi forma de contribuir? O como dijo un joven en las playas de Brasil, ¿de ejercer el dharma?

La heladería está abierta. Sé que si sigo por esa calle salgo al cementerio y, enfrente, al bar que quedé con Flopy. Y voy, los pies me llevan.

Se levanta una brisa que no es mucho, pero la siento fresca y con eso basta. Empiezo a respirar hondo. Dejo de culparme, de hacerme cargo de lo que no es mío. Respiro hondo y perdono a mi madre, hizo lo mejor que pudo. Respiro y me digo a mí misma que me voy a amar, a respetar, y que no voy a dejar que nadie más me maltrate, que ya fue suficiente.

Lavo recuerdos para que huelan a lavanda y no a lavandina.

Las flores frescas que vende el negocio de la esquina, las que les regalan a los muertos, se sienten en el aire, todos los pétalos acarician mi nariz. Me acuerdo de Juan, de su cabeza rapada, de su túnica naranja, su sonrisa hermosa, sus ojos miel. Lo veo con las manos extendidas, ofreciéndome algo de budín, pan sagrado, o simplemente toda su vida, toda su ayuda. Lo escucho decir que es un siervo de Krishna. Yo no quiero ser sierva.

Ya estoy en la puerta del bar y Flopy me saluda desde la ventana.

6

En La Buena Vida las mesas están decoradas con manteles de colores bien vivos y han puesto sobre ellas frascos con flores. Las luces que cuelgan del techo titilan como estrellas encendidas. Todo eso para contrastar con el paredón de cemento blanco que tienen enfrente: la entrada al cementerio.

—Yo quiero un budín y un café —le digo a la moza sin mirarla y sin poder sacar los ojos de los budines que tienen en el mostrador.

—Yo quiero una limonada —dice Flopy.

—¿Una limonada? —digo frotándome las manos por el frío.

Flopy come sano desde los ocho años, incluso los gustos de helado, que ahora no come. Pero cuando lo hacía se compraba esos gustos al agua que nadie pide: melón, durazno, menta granizada. Un día los padres la llevaron al médico pensando que su hígado no funcionaba bien y cuando llegaron se dieron cuenta de que había estado una semana comiendo zapallo y por eso se había puesto naranja.

Flopy está haciendo un curso de “salud y espiritualidad” que se dicta en la Asociación Médica Argentina y de ahí saca nombres y cosas para ayudarme a entender la muerte que se aproxima.

Por el programa, me cuenta, ya pasaron un teólogo, un chamán, una enfermera de cuidados paliativos, un psiquiatra, una mujer que trabajaba la respiración alotrópica.

—Increíble —me dice—. Tenés que ver a los médicos anotando las cosas que hablan.

Flopy cambió de carrera cuando su madre murió: del diseño industrial pasó a querer curar. Tal vez para llevar a su madre en la memoria, tal vez para ayudarla a su modo, o simplemente para no seguir sintiendo la impotencia como un cuchillo nocturno.

Tengo el recuerdo fresco de la última vez que vi a la mamá de Flopy con un cuerpo que todavía se movía. Teníamos diecisiete años y, con mi hermana, era la primera vez que viajábamos solas.

Después de casi diez horas de andar en tren, nuestra amiga Flopy y su mamá nos esperaban en la estación de Mar de Plata, con un día claro, para pasar las vacaciones con la familia. Los dos hermanos varones, la abuela, las tías de Flopy y su papá.

En esas vacaciones a la mamá de Flopy le brillaba la piel. Eso era algo extraordinario. Se podía ver cómo el sol resbalaba por su tez oliva; sus ojos, siempre maquillados, burbujeantes, y su pelo caoba y la sonrisa gloriosa. La mamá de Flopy siempre sonreía.

Una mañana en que todos fuimos a un parque acuático de toboganes y piletas enormes, bajo una inmensa sombrilla, en la mesa donde todos dejaban los bolsos y se iban, me había sentado con la mamá de Flopy a ver las piletas.

Siempre me dieron miedo esos toboganes. Fantaseo con la idea de que una se puede dar vuelta en medio del camino y rasparse todo el cuerpo, o que puede salir despedido del tobogán por el simple impulso de la inercia, o peor aún: quedar atorado en un tubo, con el agua corriendo por debajo.

Mi hermana y Flopy caminaban como patos con esas gomas bajo el brazo, ansiosas por probar el próximo tobogán. El papá de Flopy se había ido con el más chico y, de vez en cuando, se cruzaban con mi hermana y con mi amiga en alguna fila o a la salida de alguna pileta.

Nosotras nos quedamos a la sombra. Armé el mate, nos cebé un par. El pasto en los pies descalzos, la tira de la malla incrustada en los hombros rojos. En esos lugares existen dos cosas que no se pueden omitir: los grititos de los nenes y el olor a cloro. El cielo estaba inmensamente claro. Y el sol, en pleno verano en Mar del Plata, interrumpía la siesta. Pero bajo la sombrilla el mate fluía, mientras las palabras se espolvoreaban por el aire. Sé que con la mamá de Flopy hablábamos pavadas y también sé que hablamos pavadas porque yo no quería preguntar.