Mujer esquiva - Helen Brooks - E-Book

Mujer esquiva E-Book

Helen Brooks

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Beschreibung

Jared Vicent era un hombre con una misión suicida. Desde que puso sus ojos en Henrietta, su nueva inquilina, se empeñó en conquistarla a toda costa, a pesar de que ella, tan hermosa como esquiva, le había dejado bien claro que no estaba interesada en él. Sin embargo, Jared prefería creer que las negativas de la joven respondían a traumas del pasado más que a un desinterés por su persona. De hecho, intuía que se sentía atraída por él y que necesitaba desesperadamente ser amada. Jared había decidido no cejar en su intento hasta que se casase con él, y ella empezaba a sentirse acosada... y feliz.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Helen Brooks

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mujer esquiva, n.º 1448 - julio 2021

Título original: The Marriage Quest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-858-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HENRIETTA oyó que alguien llamaba a la puerta con una mezcla de sorpresa e incredulidad y sólo cuando Murphy levantó su enorme cabeza y lanzó un gruñido se convenció de que no había sido producto de su imaginación.

—Buen chico —susurró, mirando el oscuro cielo a través de la ventana. Nunca recibía visitas y era muy extraño que alguien llamara a su puerta una oscura y fría noche de noviembre. Mientras bajaba las escaleras de madera del remodelado molino del siglo XIII, sujetando el collar de Murphy, los golpes se repitieron—. ¿Quién es? —preguntó, mientras colocaba la cadena a la puerta. Murphy gruñía y mostraba los dientes, como si estuviera preparado para atacar a cualquiera que se atreviese a entrar en sus dominios.

—¿Henrietta Noake? —oyó una profunda voz masculina.

—Sí —contestó ella. Aquello no le gustaba nada, nada en absoluto, pensaba nerviosa. En ese momento, oyó el sonido de un cuerpo golpeando el suelo y lanzó un grito—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se encuentra bien? —preguntó. Pero no obtuvo respuesta. Cuando miró a Murphy, el perro le devolvió la mirada, interrogante. El enorme pastor alemán parecía tan sorprendido como ella. Henrietta abrió la puerta por fin y vio una figura inmóvil en el suelo.

Fuera quien fuera, no podía dejarlo allí, se dijo. El hombre era grande, muy grande y estaba cubierto de barro y… de sangre, observó con terror. Y seguía inerte. Henrietta lo rozó ligeramente con un pie. No era precisamente el gesto de un buen samaritano, pero el desconocido era demasiado grande como para arriesgarse. Cuando Murphy olisqueó su cara y el hombre no se movió, Henrietta decidió que el colapso era genuino. A primera vista, Murphy parecía un enorme lobo en lugar de un perro doméstico y dudaba que alguien pudiera hacerse el muerto con esas enormes fauces a un centímetro de la cara. El extraño era muy guapo. Quizá no era el momento adecuado para fijarse en eso, pero no lo podía evitar. Las cejas oscuras, la nariz aquilina y los labios firmes le daban un aspecto demasiado atractivo como para que pasase desapercibido. En ese momento, el hombre lanzó un gemido y unos profundos ojos azules se clavaron en los suyos. Henrietta casi perdió el equilibrio.

—No se preocupe, sólo se ha desmayado. ¿Cree que puede levantarse? Está empezando a llover.

—Maldita sea —gruñó el hombre, apoyando una mano en el suelo. Apartando a Henrietta, que intentaba ayudarlo y, sin decir nada más, se levantó y entró en la casa, cojeando y pálido como la cera, para sentarse en el primer escalón, los dientes apretados en un gesto de dolor.

—Ha tenido un accidente —dijo ella.

—Algo asustó a mi caballo y me tiró al suelo —dijo él. Cada palabra parecía ser un esfuerzo insoportable.

—Ya —susurró ella—.Una copa de coñac le iría bien.

—Preferiría una taza de café —dijo él, sin abrir los ojos—. Creo que me he roto la pierna y, si tienen que operarme, será mejor que no tenga alcohol en el estómago.

—Dios mío —exclamó ella, observando la pierna que, realmente, estaba colocada en un ángulo poco natural.

—No es tan horrible como parece —observó él, mirándola a los ojos. En otro momento, en otra situación, Henrietta hubiera dicho que había un toque de humor en su voz—. Pero sería una buena idea llamar a una ambulancia antes de hacer el café —sugirió él.

—Sí, claro, ahora mismo. El teléfono está arriba. ¿Le importa si le dejo solo? —preguntó, más nerviosa que él.

—No me importa en absoluto —sonrió el hombre—. Vaya a llamar por teléfono, no se preocupe.

Murphy parecía haber asumido el papel de perro guardián y sus inteligentes ojos negros estaban fijos en el hombre que ponía a su ama tan nerviosa. Estaba sentado a un metro de él y lo miraba como advirtiéndole que si daba un paso hacia ella, se lo comería vivo.

Cuando Henrietta bajó las escaleras, después de llamar al hospital, tanto el hombre como Murphy seguían en la misma postura, pero la pierna parecía tener peor aspecto que antes. Además, la herida que tenía en la frente estaba sangrando y le había manchado la chaqueta.

—Está sangrando —dijo ella, asustada.

—No se preocupe, no es nada.

Pero estaba preocupada. Era una herida profunda y había perdido una cantidad de sangre considerable. Henrietta fue a la cocina para encender la cafetera y tomó pañuelos de papel y un frasco de antiséptico antes de volver al pasillo.

—Póngase esto en la herida —dijo, dándole un pañuelo empapado en antiséptico—. En el hospital me han dicho que la ambulancia llegará enseguida, pero hay cinco kilómetros de carretera en mal estado hasta llegar al molino —añadió.

El hombre tomó el pañuelo y lo aplicó a la herida, mirándola con expresión de agradecimiento. Henrietta tenía cierta dificultad para respirar cuando lo miraba, y no era debido a la herida. Era un hombre magnífico, a pesar de la situación. No sabía qué era lo que tenía de especial, pero nunca había visto un hombre como él.

—¿Vive por aquí?

—Sí —sonrió él—. Usted es quien ha alquilado el molino, ¿verdad?

Henrietta frunció el ceño durante un segundo. Pero era una tontería. Todos los habitantes de Herefordshire se conocían entre ellos y sabían perfectamente quién era de allí y quién no. De hecho, lo sabían todo sobre todo el mundo. Nada que ver con la vida en la gran ciudad a la que ella había estado acostumbrada hasta nueve meses antes.

Los habitantes de Herefordshire eran muy amables y la habían invitado a tomar parte en las ferias y bailes de la localidad pero ella, que intentaba dejar atrás dolorosos recuerdos, se había recluido en el molino y no había querido relacionarse con nadie.

—Sí. Lo he alquilado por tres años —contestó por fin.

—¿No se siente sola tan lejos de todo?

—No estoy sola. Tengo a Murphy —contestó antes de volver a ir a la cocina. De modo que el perro era su única compañía, se decía el hombre. ¿Por qué una chica tan joven y atractiva se había convertido en una reclusa? Allí había un misterio y le atraía la idea de descubrirlo. Quizá debería haber ido antes a visitar a Henrietta Noake, pensaba—. Le he preparado un café bien fuerte —dijo Henrietta, frente a él unos segundos más tarde.

—Gracias —dijo él, tomando la taza. En ese momento, se dio cuenta de que ella tenía pecas en la nariz. Le iban bien con el cabello y los ojos castaños, pensaba. Hasta entonces, las mujeres pecosas no habían llamado su atención, pero aquella chica era diferente.

—¿Dónde está su caballo?

—¿Qué?

—Su caballo. Ha dicho que su caballo lo ha tirado al suelo. ¿Dónde está?

—Ah, claro, mi caballo —repitió él. Estaba estudiándola de una forma que a Henrietta no le gustaba nada. No sabía por qué, pero la mirada de aquellos ojos azules hacía que se pusiera colorada. El vello oscuro que asomaba por encima de su camisa, el tamaño del hombre y su descarada virilidad era algo casi… amenazador. Aquella palabra hizo que diera un paso atrás.

—Me imagino que Ebony habrá vuelto al establo. No es ningún tonto. Al contrario que su amo —intentó sonreír—. Es un caballo muy joven, pero creí que podría manejarlo. Y la verdad es que iba muy bien hasta que apareció un faisán de repente y lo asustó.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó ella, intentando que su voz sonara normal.

—Cuando abrí los ojos eran las cinco —contestó él, levantando la cabeza. El gesto era doloroso y tuvo que cerrar los ojos durante un segundo—. Decidí venir al molino porque es el lugar más cercano, pero he tenido que venir prácticamente arrastrándome.

—Pero su familia estará preocupada por usted —dijo ella entonces—. ¿Quiere que los llame por teléfono?

—Supongo que estarán buscándome —asintió él—. Pero me parece que ya llega la ambulancia —añadió. Ambos se quedaron escuchando durante un segundo el sonido de la sirena a lo lejos—. No se preocupe, llamaré a mi familia desde el hospital.

—Puedo hacerlo yo…

—Gracias, Henrietta. Es usted un ángel —la interrumpió él—. Me gustaría llamarla cuando esté mejor —añadió, señalando su pierna—. Quizá podríamos ir a cenar alguna noche…

—No —la negativa había sido instintiva y Henrietta se puso colorada—. No, muchas gracias, pero no es necesario —añadió, intentando arreglarlo—. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Además, lo único que he hecho es darle un café y llamar al hospital. No tiene que sentirse obligado.

—No me siento obligado —sonrió el hombre, un poco sorprendido—. Sólo quería disfrutar de su compañía, pero si está muy ocupada lo dejaremos para otro momento.

Henrietta no deseaba sentirse manipulada o forzada a hacer algo que no quería hacer. Nunca volvería a dejar que eso volviera a ocurrir.

—No estoy ocupada. Lo que pasa es que no salgo nunca —explicó con voz firme.

—¿Quiere decir que no sale con hombres? —preguntó él. Pero no era una pregunta, era más bien una afirmación—. Pues lo siento mucho, Henrietta Noakes. Lo siento muchísimo.

—No lo sienta —dijo ella, chasqueando los dedos para que Murphy la siguiera mientras abría la puerta. La ambulancia había parado junta a la puerta y podía oír los pasos de los enfermeros—. Soy muy feliz tal como estoy.

—No lo siento por usted —replicó él, cuando los enfermeros entraban camilla en mano.

Lo último que vio Henrietta fue la mano del hombre levantada en un gesto de despedida antes de que cerraran las puertas de la ambulancia. Era increíble que tuviera ganas de bromear con una pierna rota, se decía. Había visto la mirada que intercambiaban los dos enfermeros cuando uno de ellos había inspeccionado la lesión y esa mirada hablaba por sí misma.

Debía de ser un hombre muy fuerte y con un control férreo sobre sus emociones. Pero no quería volver a verlo. No había ni la más mínima duda en su mente sobre eso mientras observaba desaparecer la ambulancia por el camino. De hecho, no había nadie a quien quisiera ver menos que a aquel hombre. Era demasiado masculino, demasiado… no podía encontrar la palabra, pero daba igual. El incidente había terminado y no volvería a verlo nunca.

Acariciando la cabeza de Murphy, que no se había despegado de su lado, cerró la puerta y se volvió al calor y la tranquilidad de su casa.

 

 

Al día siguiente después de comer, Henrietta oyó el ruido de un coche que se acercaba y después unos golpes en la puerta.

«¿Otra vez?», se preguntaba, mientras se dirigía a la puerta con Murphy pegado a sus talones.

—¿La señorita Noake? —preguntó el mensajero con una amplia sonrisa , casi tapada por un enorme ramo de flores.

—Sí, pero eso no puede ser para mí… —empezó a decir Henrietta, antes de recordar a su visitante nocturno. Debían de ser de él, se decía mientras tomaba el ramo. El mensajero, cuya sonrisa había desaparecido al ver a Murphy, le dio las gracias y salió a toda prisa. En el ramo debía de haber unas cien rosas rojas, pero era la tarjeta lo que más había turbado a Henrietta. Estaba escrita con una letra muy masculina y sólo podía ser del hombre que había conocido la noche anterior:

 

Me gustaría ir a cenar con usted alguna vez… y no suelo aceptar negativas. Hasta que eso sea posible, las flores servirán para que se acuerde de mí.

 

Aquel hombre era de una arrogancia increíble, pensaba Henrietta. Ni siquiera había firmado la nota. Ella no sabía nada sobre él, pero él sabía su nombre, donde vivía, todo…

«No. No sabe nada», decía para sí misma, mientras llevaba las flores a la cocina. De hecho, no sabía más sobre ella que el resto de la gente del pueblo. Sólo era un gesto de agradecimiento, se decía a sí misma, mirando las flores como si fueran a morderla. La noche anterior había tenido un terrible accidente y, si ella no hubiera estado en casa o no hubiera querido abrir la puerta, su situación hubiera sido muy grave. Pero si él insistía en salir con ella cuando su pierna estuviera curada, pensaba notando que su corazón se aceleraba, lo que haría sería rehusar con mucha amabilidad. Murphy la miraba con cara de sorpresa, como si se diera cuenta de su turbación.

—No pasa nada, Murphy —dijo, inclinándose para abrazar la cabezota peluda—. ¿Te apetece una galleta antes de que volvamos a trabajar?

Cuando se levantó, volvió a mirar las flores y su mirada se endureció. No volvería a confiar en un hombre, en ningún hombre. Estaba sola y disfrutaba de cada minuto de su independencia y no la abandonaría nunca.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

PASÓ noviembre y llegó diciembre con lluvia, nieve y frío. Tanto frío que tenía que encender la chimenea por las mañanas antes de vestirse. Pasaba los días pintando y haciendo trabajos de cerámica y las noches en el salón frente a la chimenea encendida, con Murphy a sus pies. Se sentía tranquila y contenta. Excepto…

Henrietta fruncía el ceño mientras echaba migas de pan a los pájaros en la puerta de la casa. El viejo molino estaba construido en un declive sobre el río Arrow y en los meses más cálidos aquella zona estaba llena de jilgueros y pinzones, con algún halcón peregrino haciendo una visita de vez en cuando y murciélagos y buhos por la noche.

Pero Henrietta no estaba pensando en los pájaros en ese momento. Al menos, no en los de pico y pluma.

Después de recibir el ramo de rosas, que debía de haberle costado una pequeña fortuna, había imaginado que el visitante nocturno la llamaría o aparecería en su puerta, pero habían pasado las semanas y no sabía nada de él.

Tampoco quería saber nada de él, se decía, irritada. Era lo último que deseaba, pero le hubiera gustado saber que se encontraba bien… no había otra razón.

Lo mejor sería olvidarse de ese hombre completamente, se decía. Pero cada vez que pensaba en él, su corazón latía con fuerza. Se había dado cuenta de que era un hombre peligroso para ella, aunque no sabía por qué. Cuando se juega con fuego, uno se arriesga a quemarse, pensaba. Y ella se había quemado suficiente…

El roce del morro de Murphy contra su pierna la recordó que estaba esperando su desayuno y Henrietta volvió al mundo real, acariciando al animal cuyo amor y compañía la habían mantenido viva durante un tiempo en el que nada la importaba.

 

 

El teléfono sonó al atardecer, cuando Murphy y ella estaban lavándose después de dar un paseo por la orilla del río. El paisaje de aquella zona era un paraíso para un perro, con cientos de olores que seguir, ríos en los que nadar, palos que buscar y barro en el que rebozarse, pero inevitablemente eso significaba una urgente operación de limpieza cuando volvían al molino y aquel día no era una excepción.

Henrietta dejó a Murphy en su manta en la cocina y subió corriendo la escalera hasta el primer piso, pero una vez allí dudó unos segundos antes de levantar el auricular. Era él, de eso estaba segura. También podría haber sido su madre o su hermano o alguno de los amigos de Londres con los que se mantenía en contacto, pero por alguna razón, sabía que era él.

El teléfono seguía sonando y, por fin, haciendo un esfuerzo para controlarse, descolgó el auricular.

—¿Dígame?

—¿Henrietta?

Era la voz profunda y masculina con la que había soñado durante las últimas semanas y Henrietta tuvo que tragar saliva.

—Sí.

—¿Cómo está? —preguntó el hombre con cierto tono burlón, como si se diera cuenta de su incomodidad. Algo dentro de ella se rebelaba.

—¿Quién es? —preguntó, aunque sabía perfectamente quién era. Tenía la impresión de que el ego de aquel hombre era suficientemente grande como para que ella demostrase, además, que lo había reconocido inmediatamente.

—El hombre al que ayudó hace unas semanas —respondió él—. ¿Me recuerda? ¿O es que sostener en su regazo a caballeros en desgracia es algo que hace todos los días?

—No lo sostuve en mi regazo —replicó ella, intentado que su tono de voz fuera firme—. Lo único que hice fue darle un café y llamar por teléfono, si no recuerdo mal.

—Eso es lo que quería decir —replicó el hombre, contemporizador, como si estuviera hablando con una niña malcriada.

Henrietta apretó los dientes. Aquello era ridículo, pensaba contando hasta diez.

—¿Cómo se encuentra, señor…?

—Mi pierna está mucho mejor —anunció él alegremente—, pero necesito fisioterapia. Por eso la llamo.

—¿Perdón?

—Quería saber si sigue en pie la cena de la que habíamos hablado. No me gusta ir por ahí con muletas, pero dentro de una semana no las necesitaré. Sé que las navidades son fechas malas para hacer planes, porque todo el mundo tiene muchas ocupaciones, pero si me dice qué días tiene libres…

—¿Días? —repitió ella, mirando el teléfono, incrédula—. Mire, señor… —empezó a decir. Pero él no dijo su nombre y ella tuvo que terminar la frase—. Creí que le había dejado claro que no acepto invitaciones de extraños —añadió. Decir las cosas claramente era lo mejor con aquel hombre tan testarudo.

—Si saliera conmigo una noche, no sería un extraño, ¿verdad? —sugirió él razonablemente—. Problema resuelto. Además, usted me cuidó cuando estaba herido. Eso me convierte más en un amigo que en un extraño.

A Henrietta no le gustó en absoluto la forma en la que había dicho aquello y se mordió la lengua, intentando que su voz no temblara.

—No, lo siento. Es usted muy amable, pero tengo que rehusar.

—Creí que era por mí, pero la verdad es que se niega a salir con nadie, ¿verdad? —preguntó él suavemente, después de unos segundos.

—¿Perdone?

—Es usted una mujer misteriosa, ¿lo sabía? —rió él, ignorando el tono de irritación en su voz—. De vez en cuando tiene una visita, una mujer pelirroja que se parece mucho a usted. Eso me han dicho en el pueblo. Ya sabe cómo les gusta cotillear —añadió. Henrietta no daba crédito—. Pero no conoce a nadie, no sale con nadie y ni siquiera va de visita al pueblo más que para comprar alguna cosas. Eso no es muy normal, ¿no le parece?

—¿Que no es normal?

—No —insistió él—. Es usted una mujer joven. ¿Qué edad tiene? ¿Veinticuatro, veinticinco años? Vive sola con el perro de los Baskerville y se dedica a pintar o hacer esculturas que no ha visto nadie. No puede culpar a la gente por sentir curiosidad.

—¡Claro que puedo! —exclamó ella, tan furiosa que apenas le salían las palabras—. Resulta que tengo mi propio negocio de cerámica y eso es lo que me da de comer, si tanto le interesa. Y además, vendo mis cuadros. No es una afición, es un trabajo, señor mío. Y esa clase de trabajo se hace mejor en soledad, por mucho que le moleste a los cotillas del pueblo.

—¿Dónde vende su trabajo? En el pueblo no, desde luego —dijo él, con tono de incredulidad.

—No, en el pueblo no —replicó ella, irritada—. Resulta que mi madre y mi hermano tienen una galería de arte en Londres y es allí donde vendo mi obra. Y no porque sean mi familia, sino porque mi trabajo es bueno. Mi hermano es, además, mi agente.

—Ya veo —susurró él—. Entonces, ¿por qué ha venido hasta Herefordshire si vende su trabajo en Londres? ¿No sería más lógico alquilar una casa un poco más cerca de su sitio de trabajo?

—Solía vivir cerca de Londres… —empezó a decir ella, pero de repente recordó el apartamento que había compartido con Melvyn—. Mire, no tengo por qué darle ninguna explicación —añadió, cerrando los ojos con fuerza para que las imágenes desaparecieran de su mente—. Además, tengo que marcharme. Lo siento.

—De acuerdo —asintió él—. Pero si no quiere salir conmigo, al menos debería ver a otras personas, Henrietta. No es sano que se encierre en su casa y la verdad es que su actitud ha herido los sentimientos de mucha gente.

Aquel hombre la hacía sentir como si fuera una mala persona, y Henrietta no estaba dispuesta a consentirlo.

—¿Los de quién, por ejemplo?

— Los míos —contestó el hombre, antes de colgar.

—Pero… —empezó a decir Henrietta con el teléfono en la mano. No sabía si ponerse a llorar o tirar el teléfono contra la pared. Al final, no hizo ninguna de las dos cosas. Dejó el auricular suavemente en su sitio y se dirigió al aparador de caoba que estaba en una esquina del salón, para servirse un generoso gin tonic.