¿Mujer normal… o princesa? - Un príncipe en la oficina - Jessica Hart - E-Book
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¿Mujer normal… o princesa? - Un príncipe en la oficina E-Book

JESSICA HART

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Beschreibung

¿Mujer normal… o princesa? Caro Cartwright pensaba que, cuando se trataba de la vida (y de los hombres), lo normal era bueno. Hasta que su mejor amiga, la princesa Lotty, le pidió que se hiciera pasar por la última conquista del príncipe Philippe de Montluce. El príncipe Philippe pensaba que fracasarían porque no podría fingir estar enamorado de una mujer tan poco glamurosa como Caro… hasta que ella empezó a ganarse su corazón. Un príncipe en la oficina Cansada de las cenas políticas y de comportarse siempre correctamente, Lotty estaba decidida a tener una vida normal. Pero no estaba preparada para su nuevo jefe, el sexy Corran McKenna. Tener una aventura con el único hombre que había visto cómo era realmente le parecía irresistible pero ¿qué pasaría cuando su verdadera identidad saliera a la luz?

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Seitenzahl: 418

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.

¿MUJER NORMAL… O PRINCESA?, N.º 2433 - noviembre 2011

Título original: Ordinary Girl in a Tiara

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

© 2011 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.

UN PRÍNCIPE EN LA OFICINA, N.º 2433 - noviembre 2011

Título original: The Secret Princess

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-077-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

¿MUJER NORMAL… O PRINCESA?

CAPÍTULO 1

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: Citas por Internet

QUERIDA Caro:

Siento mucho que el deli haya quebrado, porque sé que te encantaba ese trabajo. Supongo que estarás harta, pero tu correo electrónico sobre el test de personalidad en esa página web de contactos me hizo reír… Me alegra saber que no has perdido tu sentido del humor a pesar de lo que te hizo ese cerdo de George. Sólo puedo decirte que, comparadas con las tretas casamenteras de mi abuela, las citas por Internet parecen la única solución. ¡A lo mejor deberíamos intercambiarnos!

Lotty

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: Intercambios

¡Muy buena idea, Lotty! Mi vida es un caos ahora mismo, con ese trabajo temporal en la compañía de seguros e intentando escribir perfiles para la página de contactos… los test de personalidad de cualquier otra página son demasiado deprimentes. Pero si estás dispuesta a intentarlo, yo también lo estoy. Ocupar tu lugar será un poco difícil para mí, ya sabes, viviendo en un palacio y con tu abuela presentándome a príncipes casamenteros… pero por ti, Lotty, hago lo que haga falta. Tan sólo dime cuándo y dónde y me convertiré en una princesa… Esto me está dando una idea para mi nuevo perfil. ¿Quién dice que las fantasías no son buenas?

Tu amiga plebeya,

Caro

Princesa busca rana: morena de veintiocho años, con curvas y amante de la diversión busca hombre especial para pasarlo bien.

–¿Qué te parece? –le preguntó Caro a Stella tras leerle el anuncio.

Stella levantó la mirada de la revista Glitz que estaba hojeando en el sofá.

–¿«Princesa busca rana»? No lo entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?

–Quiero decir que estoy buscando un hombre normal, no a un príncipe disfrazado. Creía que el mensaje estaba claro –dijo Caro, decepcionada.

–Te aseguro que ningún hombre normal lo entendería –repuso Stella, volviendo a su revista–. No pretendas ser más enigmática o lista de la cuenta. A los hombres no les gusta.

–Todo es tan difícil… –Caro borró las primeras palabras en la pantalla y se mordió el labio–. ¿Y lo de «con curvas»? No quiero que piensen que soy gorda, pero no tiene mucho sentido conocer a alguien que está buscando a una mujer delgada, ¿verdad? Saldría despavorido en cuanto me viera. Además, quiero ser honesta desde el principio.

–Si vas a ser honesta, deberías quitar eso de «amante de la diversión» –le sugirió Stella–. Da la impresión de que estás dispuesta a lo que sea.

–De eso se trata. De cambiar. Ser sensata no me llevó a ninguna parte con George, así que a partir de ahora voy a pasármelo lo mejor posible.

Le gustaría ser como Melanie, con sus risitas y miradas coquetas y escotes de vértigo, que había entrado contoneándose en el despacho de George y le había hecho perder la cabeza.

–Si digo cómo soy realmente, nadie querrá salir conmigo –añadió tristemente.

–Tonterías –dijo Stella–. Puedes decir que eres una persona simpática, generosa y una extraordinaria cocinera… Todo eso es cierto.

–Los hombres no buscan simpatía, aunque no se cansen de decirlo –replicó Caro–. Sólo quieren sexo y diversión.

–Bueno, si lo que quieres es ser sexy, deberías hacer algo con tu ropa –observó Stella, examinándola por encima de la revista–. Ya sé que te gusta ese aire retro, pero… ¿una camiseta de ganchillo?

–Es una prenda original de los años setenta.

–Y por aquel entonces ya estaba desfasado.

Caro puso una mueca. Además del top llevaba una minifalda de tartán de los años sesenta y unas zapatillas rojas. Era la primera en admitir que no siempre acertaba con su atuendo de época, pero le gustaba aquel conjunto en particular hasta que Stella sacudió la cabeza con desaprobación.

–Vale, ¿qué te parece «aficionada a la cocina busca amante de la buena mesa»?

–Te encontrarás con un comilón que no te deje salir de la cocina y que espere que le tengas la cena preparada cuando llegue a casa. Eso ya lo hiciste con George y mira de qué te sirvió… Sé lo mal que lo has pasado, Caro –añadió con voz más suave al ver la expresión dolida de su amiga–. Pero estás mucho mejor sin él. George no era el hombre adecuado para ti.

–Lo sé –suspiró e irguió los hombros–. Ya estoy bien, Stella. Lista para seguir con mi vida –borró la última frase en el ordenador–. Es que suscribirse a estas páginas de contactos resulta muy deprimente. No recuerdo que antes fuera tan duro. Es como si durante los cinco años que he pasado con George se hubieran esfumado todos los hombres solteros de la tierra.

–Sí, es lo que tiene el matrimonio… –dijo Stella, volviendo a la lectura del Glitz–. Lo que no sé es qué haces buscando en Ellerby. ¿Por qué no le pides a tu amiga Lotty que te presente a algún hombre rico y con clase que coma siempre en los mejores restaurantes de la guía Michelin?

Caro se echó a reír al recordar el correo electrónico de Lotty.

–¡Ojalá! Pero la pobre Lotty tampoco conoce a hombres interesantes. Cualquiera pensaría lo contrario, siendo una princesa, pero su abuela parece empeñada en destrozarle la vida. Por lo visto está intentando emparejarla con alguien… «apropiado» –dobló los dedos en el aire para enfatizar las comillas–. ¿Quién quiere estar con un pretendiente elegido por tu abuela? ¡Antes me quedo con las citas por Internet!

–A mí no importaría, si me eligiera a un hombre como el que está saliendo con Lotty –comentó Stella–. He visto una foto de los dos hace un momento… Si realmente se lo eligió su abuela, he de decir que la señora tiene buen gusto.

–¿Lotty está saliendo con alguien? –Caro se giró en la silla y miró a Stella–. ¡No me ha dicho nada! ¿Quién es?

–Espera un momento. Estoy buscando la foto… –dejó de hojear las páginas y se lamió el dedo para pasarlas una por una–. Me sigue costando creer que seas amiga de una princesa de verdad. Ojalá yo hubiera ido a un colegio de niñas bien como tú.

–No te habría gustado, te lo aseguro. Estaba muy bien si tenías un título, un poni y una exuberante melena rubia. Pero si sólo estabas allí porque tu madre era profesora y tu padre, el encargado de mantenimiento, la cosa cambiaba bastante. Nadie quería saber nada de ti.

–Lotty sí quiso conocerte –señaló Stella.

–Lotty era diferente. Empezamos el mismo día y todo el mundo nos daba de lado, así que nos apoyamos la una en la otra. Las dos éramos gordas, con granos y aparatos en los dientes. La pobre Lotty era además tartamuda.

–Pues parece que ya ha perdido los granos y los kilos de más –dijo Stella–. ¡Aquí está! –dobló la revista y leyó el pie de foto–. «La princesa Charlotte de Montluce llega al baile de Nightingale…», con un vestido fabuloso, por cierto, «acompañada del príncipe Philippe».

»Philippe, el heredero perdido de Montluce, llegó recientemente al país y este baile fue la primera aparición en público de la pareja, pero sus amigos dicen que son «inseparables» y todo apunta a que anunciaran su compromiso este verano.

–¡Déjame ver! –Caro le arrebató la revista a Stella y miró la página con el ceño fruncido–. ¿Lotty y Philippe? ¿Cómo es posible?

Pero lo era. Allí estaba Lotty con rostro sereno, y a su lado, Su Alteza el príncipe Philippe Xavier Charles de Montvivennes. Caro lo reconoció al instante de aquel verano trece años atrás, cuando él era un joven de diecisiete años alto, esbelto y rebelde. Se había convertido en un hombre bien formado y carismático, pero miraba a la cámara con la misma sonrisa arrogante y sarcástica que tanto había afectado a Caro con quince años.

–¿Lo conoces? –le preguntó Stella, incorporándose de un brinco.

–Una vez pasé con Lotty las vacaciones de verano en Francia y él formaba parte del grupo que solía visitar la villa. Fue justo antes de que papá muriera, y la verdad es que no recuerdo mucho de aquella época y de aquel ambiente en el que me sentía completamente fuera de lugar. Pero sí que me acuerdo de Philippe… Me daba un miedo de muerte.

Tenía una foto de Philippe tumbado junto a la espectacular piscina de la mansión. Su aspecto era impasible y ligeramente amenazador, y siempre tenía a alguna chica delgada y con un biquini minúsculo pegada a él, mientras que Caro intentaba pasar desapercibida junto a Lotty con un discreto bañador de una pieza.

–Salía con sus amigos todas las noches y siempre estaban provocando altercados –le contó a Stella–. No había semana en la que uno de ellos no fuera enviado a casa en un avión privado.

–Vaya, eso suena interesante… –dijo Stella con envidia–. ¿Tú también salías a buscar problemas?

–¿Estás de guasa? –Caro se echó a reír–. Ni Lotty ni yo nos atrevimos nunca a ir con ellos. Y tampoco creo que Philippe se percatara de nuestra presencia. Aunque ahora que lo pienso… fue muy amable conmigo cuando me enteré de que habían ingresado a mi padre. Me dijo que lo sentía mucho y me preguntó si quería salir con ellos aquella noche –volvió a mirar la revista e intentó relacionar al hombre de la foto con aquel joven delgado y rostro anguloso al que acababa de recordar. La muerte de su padre la había hecho olvidarse de todo lo demás hasta ese momento.

–¿Y fuiste?

–Claro que no. Estaba muy angustiada por mi padre y además no me atrevía. Eran una panda de salvajes y Philippe era el más salvaje de todos. Tenía una fama terrible por aquel entonces, todo lo contrario a su hermano mayor, Etienne, quien murió haciendo esquí acuático. Después de eso no volví a saber nada de Philippe. Creo que Lotty me dijo que había roto el contacto con su familia y se había largado a Sudamérica. Nadie sospechaba entonces que su padre acabaría siendo el príncipe heredero de Montluce, pero me sorprende que no haya regresado hasta ahora. Seguramente haya estado muy ocupado armando escándalos y derrochando la fortuna de su familia.

–Tendrás que admitir que suena más interesante que tus citas a ciegas en Ellerby –señaló Stella–. Has dicho que querías diversión, y Philippe es el tipo de hombre que sabe cómo proporcionártela. Deberías conseguir que Lotty te emparejara con alguno de sus amigos…

Caro puso una mueca.

–¿De verdad me ves saliendo por ahí con la alta sociedad?

Stella frunció los labios y examinó a su amiga.

–¡Tendrías que renunciar a esos tops de ganchillo!

–Y a cuarenta kilos, también –añadió Caro, devolviéndole la revista a Stella–. Ni loca saldría con alguien como Philippe. Tendría que ser la acompañante perfecta, siempre decorosa y compuesta, delgada como un palillo y muerta de hambre.

–A Lotty no parece importarle nada de eso –observó Stella–. ¡Y no la culpo!

–Nunca puedes estar segura de lo que se le pasa a Lotty por la cabeza. La prepararon para lucir una sonrisa permanente y aparentar que está disfrutando en todo momento, aunque por dentro se esté muriendo de aburrimiento. La verdad es que eso de ser princesa no me parece nada divertido. Lotty nunca ha podido ser ella misma ni ha conocido a nadie que se moleste en mirar más allá de la fachada principesca.

De pronto frunció el ceño y se volvió hacia el ordenador para abrir el último correo electrónico de Lotty. ¿Por qué no le había dicho nada de Philippe?

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: ??????????????

Tú y Philippe???????????????????????????????

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: Re: ????????????

La abuela ha vuelto a las andadas y esta vez va en serio. ¡Me estoy volviendo loca!

Caro, ¿recuerdas que dijiste que harías lo que fuera por mí cuando bromeamos sobre intercambiarnos? Pues tengo algo que proponerte, y espero que hablaras en serio con lo de ayudarme. Tengo que explicártelo en persona, pero ya sabes el cuidado que debo tener aquí con el teléfono y aún no puedo irme de Montluce. Philippe está en Londres esta semana, así que le he dado tu número y se pondrá en contacto contigo para explicártelo todo. ¡Si el plan funciona se resolverán todos nuestros problemas!

Lxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Caro releyó el mensaje de Lotty absolutamente desconcertada. ¿A qué plan se refería y qué tenía que ver Philippe? No se imaginaba a Philippe de Montvivennes resolviendo ninguno de sus problemas particulares, ni muchísimo menos. ¿Qué iba a hacer él? ¿Hacer que George abandonara a Melanie y volviera arrastrándose a sus pies? ¿Convencer al banco que el deli donde había estado trabajando no había quebrado?

¿Y qué problemas podía tener él? ¿Demasiado dinero en su cuenta? ¿Demasiadas mujeres hermosas arrojándose a sus brazos?

«Se pondrá en contacto conmigo para explicártelo todo». Un príncipe de verdad, heredero al trono de Montluce, iba a llamarla, a ella, a Caro Cartwright. Se mordió la uña e intentó imaginar la conversación. «Oh, hola, sí, Lotty me comentó que me llamarías».

Fuera lo que fuera lo que Lotty le hubiese contado de ella, ojalá no fuera la verdad. Philippe la miraría con desdén si supiera lo tranquila y sosa que era su vida.

Pero por otro lado, ¿qué le importaba lo que pensara de ella? A Caro le encantaba vivir en Ellerby y sus sueños eran simples y corrientes: un hogar, un marido al que amar, un trabajo que le gustara, una cocina propia, una familia para la que cocinar… No necesitaba navegar en un yate de lujo, lucir los conjuntos más exclusivos ni codearse con las superestrellas, y si bien no le importaría comer en los mejores restaurantes de la guía Michelin, estaba muy contenta con su vida… o lo estaría si George no la hubiera abandonado por Melanie y el dueño del deli no se hubiera declarado en bancarrota. Philippe sería incapaz de comprender sus problemas mundanos, por lo que quizá debería adoptar una actitud más arrogante y presuntuosa cuando la llamara, como si fuere una ejecutiva de altos vuelos que negociaba contratos multimillonarios y a la que le llovían las propuestas de amantes y pretendientes, sin tiempo para tratar con un simple príncipe playboy. «Me pillas un poco ocupada en estos momentos. ¿Te llamo dentro de cinco minutos?».

Acarició la idea de sorprender a Philippe con su transformación de quinceañera apocada a mujer de mundo y segura de sí misma, pero acabó desechándola. Por un lado, Philippe no se acordaría de la rolliza y sosa amiga de Lotty enfundada en un discreto bañador negro, por lo que el efecto sorpresa quedaría bastante limitado. Y por otro, Caro estaba muy satisfecha con su vida y no necesitaba fingir lo que no era.

Pero entonces ¿por qué la simple idea de hablar con él la ponía tan nerviosa?

Deseó que la llamara cuanto antes y así acabar con el asunto de una vez, pero el teléfono permaneció en obstinado silencio. Lo examinó en repetidas ocasiones para ver si se había quedado sin batería o cobertura, y cuando finalmente empezó a recibir llamadas el corazón casi se le salía por la boca y se pegaba el móvil a la oreja sin comprobar quién la llamaba. Siempre era Stella, preguntándole si Philippe la había llamado ya, lo que irritó bastante a Caro.

Y se irritó aún más consigo misma por estar tan nerviosa. Sólo era Philippe, por amor de Dios. Era un príncipe, de acuerdo, pero ¿qué había hecho aparte de presumir y pasarlo bien? A Caro no la impresionaba lo más mínimo, y sin embargo se sorprendía una y otra vez mirándose al espejo o retocándose el pintalabios, como si Philippe pudiera verla cuando la llamara.

Como si a él le importase el aspecto que pudiera tener…

Fuera como fuera, toda su inquietud fue en vano, ya que Philippe no la llamó. El sábado por la noche decidió que todo había sido un error; tal vez un malentendido por parte de Lotty o tal vez, lo más probable, Philippe no quería tomarse las molestias de hacer lo que Lotty le había pedido. Muy bien, pensó Caro de mala gana. A ella le daba igual. Lotty la llamaría cuando pudiera y mientras tanto ella seguiría con su vida.

O más bien, con su falta de vida.

Sábado por la noche, en pleno verano, y no tenía dinero ni compañía para salir. Ni siquiera podía tomarse una copa de vino, ya que tanto ella como Stella estaban a dieta y por tanto habían prohibido el alcohol en casa. A Stella no parecía afectarla mucho, pues se había ido al cine, pero Caro necesitaba desesperadamente una distracción.

A falta de otra cosa mejor que hacer, abrió el portátil y entró en la página right4u.com. Su elaborado perfil, junto a la foto más favorecedora que pudo encontrar, sacada justo antes de que George la abandonara y ella tuviese dos tallas menos, se había publicado el día anterior. Tal vez alguien le hubiera dejado algún mensaje. El príncipe Philippe quizá no estuviese preparado para llamarla, pero a lo mejor su hombre perfecto se había enamorado locamente de su foto y estaba esperando su respuesta.

Tenía dos mensajes. El primero resultó ser de un hombre de cincuenta y seis años que afirmaba ser «joven de espíritu» y que se jactaba de conservar todos los dientes y el pelo. A Caro le bastó un vistazo a su foto para desecharlo y pasar al siguiente mensaje. Era de un tal Mr. Sexy, pero su perfil no incluía ninguna foto y Caro tuvo el presentimiento de que su pseudónimo no se correspondía con la realidad. Según la página, las probabilidades de un hipotético emparejamiento entre ambos se quedaban en un siete por ciento. No era de extrañar, viendo el mensaje: Quiero que seas mi alma gemela. Llámame y empecemos el resto de nuestras vidas ahora mismo.

Mejor que no, pensó Caro.

Deprimida, se levantó y fue a la cocina. El problema con la dieta era, lógicamente, que siempre estaba muerta de hambre. ¿Cómo iba a seguir con su vida si sólo tenía ensalada para el almuerzo?

No tardó en encontrar las galletas que Stella había escondido. Iba por la tercera, preguntándose si debería confiar en que Stella no se diera cuenta o comérselas todas y comprar un paquete nuevo, cuando oyó el timbre de la puerta. Galleta en mano, miró el reloj de pared. Las ocho en punto. Una hora extraña para hacer visitas, al menos en Ellerby. Aunque, fuera quien quiera, seguro que era más interesante que sus potenciales parejas en right4u.com. Se metió el resto de la galleta en la boca y abrió la puerta.

Allí, en el umbral, estaba el príncipe Philippe Xavier Charles de Montvivennes. Tan arrebatadoramente apuesto y altivo como aparecía en la revista Glitz, y tan extravagantemente fuera de lugar en aquella tranquila calle de Ellerby que Caro se atragantó con la galleta y escupió las migas sobre su impecable traje azul marino.

Philippe no pareció alterarse en absoluto. Sonrió y se sacudió una migaja de la camisa.

–¿Caroline Cartwright? –su piel aceitunada y pelo negro, unos rasgos eminentemente latinos en los que destacaban unos ojos plateados, harían pensar en un acento mediterráneo, pero, al igual que Lotty, había estudiado en un internado de Inglaterra y hablaba un inglés perfecto.

Caro siguió tosiendo, se dio unos toques en la garganta y lo miró a través de las lágrimas.

–Soy… –la voz le salió tan ronca y ahogada que volvió a toser–. Soy Caro.

Santo Dios, pensó Philippe, manteniendo la sonrisa con gran esfuerzo. «Caro es preciosa», le había dicho Lotty. «Será perfecta». ¿En qué había estado pensando Lotty? La Caro que tenía delante no podría llevar a cabo el plan trazado, de ninguna manera. Él se había imaginado a alguien sofisticada y elegante, como Lotty. Pero no había nada de sofisticación ni elegancia en aquella chica. Había abierto la puerta como si le diera una bofetada y luego le había escupido la galleta encima. La primera impresión fue una mujer de exuberantes curvas, desaliñada, con ojos azules y una mata de pelo castaño oscuro y alborotado que se había soltado de las horquillas.

Y un top de estopilla morada que tal vez hubiera estado de moda cuarenta años antes, aunque resultaba difícil creer que alguien se lo pusiera pensando en dar buena imagen. Caro Cartwright debía de haberse vestido a oscuras.

Estuvo tentado de darse la vuelta y pedirle a Yan que lo llevara de vuelta a Londres, pero entonces recordó la desesperación que vio en el rostro de Lotty cuando fue a verlo. No lloraba, pero la tensión reflejada en su boca y sus ojos le llegó a Philippe a un corazón que se había pasado años endureciendo.

«Caro nos ayudará, estoy segura», le había dicho. «Es mi única posibilidad, Philippe. Por favor, dime que lo harás».

Él se lo había prometido y ahora no podía faltar a su palabra.

Maldición.

Lo único que podía hacer era sacarle el máximo partido a la situación. Haciendo un gran esfuerzo, esbozó la sonrisa que había cautivado a más de una mujer.

–Soy el primo de Lotty, Phi… –empezó, pero Caro le hizo un gesto para que se callara mientras seguía dándose palmaditas en la garganta.

–Ya sé quién eres –dijo ella, a la que no parecía costarle mucho reprimir la sonrisa–. ¿Qué haces aquí?

Philippe se quedó momentáneamente perplejo. No estaba acostumbrado a que cuestionaran su presencia de aquella manera tan brusca.

–¿No te lo ha dicho Lotty?

–Me dijo que me llamarías por teléfono.

Definitivamente había un tono acusatorio en su voz.

–Pensé que sería más fácil explicártelo en persona –le dijo con arrogancia.

Para él era más fácil, pensó Caro. A él no lo habían pillado desprevenido, sin maquillaje y con la boca llena de galleta.

Había algo surrealista en la imagen de aquel príncipe en su puerta con una hilera de casas adosadas de fondo. Ellerby era un pueblo tranquilo del norte, situado al borde de los páramos, mientras que Philippe parecía haber salido de las páginas del Glitz con sus pantalones a medida y la camisa azul marino abierta por el cuello. Era alto y bronceado e irradiaba un aura de riqueza y glamur, como correspondía a un príncipe playboy al que nunca le habían negado nada. Su expresión, sin embargo, no reflejaba la menor debilidad de carácter.

–Tendrías que haber llamado –le dijo severamente–. Podría haber salido.

–¿Vas a salir? –le preguntó él, con una mirada más elocuente que sus palabras. ¿Quién en su sano juicio saldría a la calle con una camiseta de bambula morada?

–No.

–En ese caso, ¿qué tal si me dejas pasar y te explico lo que quiere Lotty? –sugirió él–. A menos que quieras hablar en la puerta.

Caro se mordió el labio al recordar el ruego de Lotty.

–No, claro que no.

Una limusina negra y con las lunas tintadas esperaba junto a la acera con el motor en marcha. Todos los vecinos de la calle debían de estar espiando desde sus ventanas.

–Será mejor que pases.

El vestíbulo era muy estrecho y Caro contrajo el vientre cuando Philippe pasó a su lado. Tal vez por eso se sintió repentinamente mareada y falta de aire. Era como si un lobo se hubiera colado en su casa. ¿Cuándo se había vuelto Philippe tan grande, fuerte y abrumadoramente varonil?

Le hizo un gesto para que entrase en el salón. Estaba hecho un desastre, pero si Philippe no había tenido la cortesía de llamarla por adelantado no se podía esperar una alfombra roja para recibirlo.

Philippe apretó los labios con desagrado al mirar a su alrededor. No recordaba haber estado nunca en medio de un desorden semejante. De los radiadores colgaban leotardos y había montones de ropa, zapatos, libros y Dios sabía qué más desperdigados sobre la alfombra. Un ordenador portátil estaba abierto en la mesa de centro, igualmente atiborrada de cosméticos, esmalte de uñas, cargadores de batería, revistas y tazas de café a medio beber.

Debería haber sabido en cuanto llegó a aquella casa que Caro no era como las demás amigas de Lotty. Todas ellas sofisticadas y perfectamente arregladas, que vivían en grandes mansiones o apartamentos de lujo en el centro de Londres, París o Nueva York.

¿En qué demonios había estado pensando Lotty?

–¿Te apetece un poco de té? –le ofreció Caro.

¿Té? ¿A las ocho de la noche? ¿Quién bebía té a esa hora?

–¿No tienes algo más fuerte?

–Si hubiera sabido que ibas a venir, habría hecho la compra –replicó ella–. Vas a tener que conformarte con lo que tengo: infusión de ortiga, gingko, cardo lechero…

El brillo de sus ojos azules le confirmó que se estaba burlando de él.

–Lo mismo que tomes tú –dijo, irritado por parecer tan pedante y estirado.

Nunca había sido particularmente engreído, pero aquella chica lo afectaba de una manera especial. Se sentía como si hubiera aterrizado en un mundo desconocido donde no se aplicaban las reglas normales. En esos momentos debería estar tomando cócteles con alguna mujer hermosa que conocía las reglas del juego, no en aquella porquería de casa con una chica que le ofrecía té de hierbas y que además se estaba divirtiendo a su costa.

–Marchando una taza de diente de león y epimedium –dijo ella–. Siéntate. Enseguida vuelvo.

Con un profundo suspiro, Philippe apartó los trastos del sofá y se acomodó lo mejor que pudo. Se había dejado convencer por Lotty y tendría que llegar hasta el final de aquella locura. Pero si Caro Cartwright era la mitad de lo que Lotty le había asegurado, sería ideal para llevar a cabo el plan.

«No es exactamente guapa», le había dicho Lotty. «Es más interesante que eso».

Desde luego que no era guapa, pero tenía un rostro muy expresivo, con un labio superior alargado y carnoso y unos ojos tan azules como el océano. Y si se arreglara un poco y se pusiera ropa decente podría ser realmente atractiva. No era el tipo de Philippe, quien prefería mujeres delgadas y sofisticadas, pero de eso se trataba. No era conveniente que existiera la menor atracción entre ambos.

Se sentía un poco más optimista cuando Caro volvió con dos tazas llenas de agua turbia. Philippe observó la suya dubitativamente, tomó un pequeño sorbo y se contuvo para no escupirlo. Su expresión hizo reír a Caro.

–Repugnante, ¿verdad?

–Por Dios, ¿cómo puedes beberte esta porquería? –dejó la taza con una mueca de asco. Tal vez su respuesta fuera exagerada, pero necesitaba cualquier excusa para ocultar la reacción que le había provocado la sonrisa de Caro. Lo había pillado completamente desprevenido. El rostro de Caro se había iluminado de una manera espectacular y él había sentido un vuelco en el estómago y el corazón.

Y aquella risa… ¡Qué sonido tan delicioso! Profundo, ronco y totalmente inesperado, como una seductora caricia que dejaba sin respiración y concentraba toda la sangre en la ingle.

–Es bueno para la salud –dijo Caro, aunque sin mucho entusiasmo–. Estoy a dieta y no puedo tomar alcohol, ni cafeína, ni carbohidratos, ni productos lácteos ni ninguna otra cosa que me guste.

–No parece muy divertido –Philippe había conseguido que sus pulmones volvieran a funcionar, lo cual era un alivio. Se había sorprendido por la risa de Caro, nada más. Era simplemente una aberración momentánea.

–No lo es –corroboró Caro. Suspiró de frustración y sopló en su té.

Se había alegrado de poder escapar a la cocina, aunque sólo fuera unos minutos. La presencia de Philippe parecía haber consumido todo el aire de la casa. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta de lo sofocantemente pequeña que era? Una extraña sensación le oprimía el pecho mientras manoseaba torpemente las tazas.

Se había sentido dolida por la expresión desdeñosa de Philippe al observar el salón, pero se había cobrado su pequeña venganza al ofrecerle el té y ver su mueca. Por muy rico que fuera no podía pasarse toda la vida bebiendo champán, y no le haría daño tomar té por una vez.

–Me estoy reinventando a mí misma –le dijo–. Mi novio me dejó por alguien más joven, delgada y divertida que yo y poco después perdí mi trabajo. Pasé unos meses muy difíciles, pero ya lo estoy superando, o al menos lo intento. Se acabó el atiborrarme de comida. Voy a ponerme en forma, a perder peso, a cambiar mi vida, a conocer a un buen hombre y a vivir feliz para siempre… Ya sabes, objetivos realistas y factibles.

Philippe arqueó una ceja.

–¿Y esperas conseguir todo eso bebiendo té?

–El té es sólo un comienzo. Si no puedo obligarme a beberlo, ¿cómo voy a cumplir con el resto del programa? –tomó un sorbo para demostrarlo, pero ni siquiera ella pudo impedir que se le arrugara instintivamente la nariz–. Pero no has venido para hablar de mi dieta –le recordó–, sino para hablar de Lotty.

CAPÍTULO 2

–AH, SÍ –dijo Philippe–. Lotty.

Caro bajó su taza con expresión preocupada.

–¿Está bien? Recibí un correo electrónico muy misterioso en el que decía que tú me lo explicarías todo.

–Lotty está bien, y sí, se supone que tengo que explicártelo todo. Pero no sé por dónde empezar… ¿Sabes algo de la situación que se vive actualmente en Montluce?

–Bueno, sé que el padre de Lotty murió el año pasado.

La muerte del príncipe heredero Amaury había conmocionado a todo el mundo. Era un hombre bueno y completamente sometido a la autoridad de su terrible madre, y Lotty era su única hija. Cuando Lotty acabó los estudios, ocupó el lugar de su difunta madre junto a su padre y cumplió con su papel a la perfección. Era la princesa perfecta, con una sonrisa permanente en el rostro mientras estrechaba cientos de manos y soportaba interminables recepciones y banquetes. Medía escrupulosamente sus palabras y ni una foto comprometedora circulaba por Internet. Jamás había provocado el menor escándalo ni frecuentaba compañías de dudosa reputación.

–Desde entonces, las cosas se han complicado bastante –dijo Philippe.

«Complicado» era decir poco, pensó Caro. Montluce era una de las últimas monarquías absolutas de Europa y había estado en manos de la dinastía Montvivennes desde la época de Carlomagno. En el pequeño país imperaba una rígida tradición, y la abuela de Lotty, conocida como la Viuda Blanca, era la última en un serie de personajes tan aferrados al protocolo que comparados con ellos la familia real británica parecía una panda de barriobajeros.

Desde la muerte del padre de Lotty, no obstante, la familia se había visto desbordada por los escándalos y las desgracias. Un accidente de coche y un ataque al corazón se habían llevado a un heredero tras otro, y uno de los primos de Lotty, el siguiente en la sucesión al trono, había sido desheredado y encarcelado por tráfico de drogas. Como consecuencia, la «herencia maldita», tal y como la había bautizado la prensa amarilla, había recaído en Honoré, el padre de Philippe. En vista de las trágicas circunstancias, su coronación se llevó a cabo en una ceremonia breve y discreta. La prensa especuló mucho sobre la ausencia de Philippe. Nadie podría haberse imaginado que el actual heredero al trono de Montluce estaría en una casa adosada de Ellerby, sentado en un sofá lleno de trastos y con una taza de epimedium que apenas había probado.

–A Amaury siempre le interesó más la historia de la Antigua Grecia que el gobierno del país –continuó Philippe–. Por eso no tuvo ningún problema en dejar los asuntos de estado en manos de su madre. La Viuda Blanca está acostumbrada a hacer las cosas a su manera, pero todos sus planes han fracasado y no está muy contenta, que digamos –añadió en tono irónico.

–¿No está de acuerdo con la coronación de tu padre? –preguntó Caro, extrañada. Por las fotos que había visto, le parecía que el padre de Philippe estaba hecho para ocupar el trono. Le costaba creer que la abuela de Lotty se opusiera a su investidura.

–Oh, al contrario. Para ella es perfecto. Los dos tienen el mismo sentido del deber.

–Entonces ¿cuál es el problema? –cada vez le costaba más concentrarse en la conversación. Una parte de ella seguía aturdida por tener a un príncipe sentado en su sofá, mientras que otra parte intentaba no fijarse en el físico alto y poderoso de aquel príncipe.

Sin contar con que tenía tanta hambre que le rugía el estómago. Se abrazó con fuerza para intentar disimular los humillantes sonidos.

–¿No lo adivinas? –preguntó Philippe con una sonrisa, pero con una expresión severa en sus ojos plateados.

Caro se obligó a dejar de pensar en los ruidos del estómago.

–¿Tú… eres el problema?

–Así es. La Viuda cree que no soy más que un irresponsable, casquivano y alocado, y con esas mismas palabras me lo ha hecho saber –volvió a sonreír con sarcasmo–. Y el caso es que tiene razón. Nunca me he sentido atraído por el deber y el compromiso. Consecuentemente, mi tía no puede soportar la idea de que el futuro de la dinastía Montvivennes recaiga en mis manos. Ha decidido que la única manera de mantenerme a raya y evitar que sea un desastre para el país es casándome con Lotty.

–Lotty dijo que su abuela estaba intentando emparejarla… Me sorprende que te diera su visto bueno –añadió sin mucho tacto.

Philippe esbozó una media sonrisa.

–No me lo ha dado, pero no hay otra solución. Todos creen que sentaré cabeza cuando me ate a Lotty. Al fin y al cabo es la princesa perfecta y nadie duda de que será muy popular en el país. Lo importante es lo que la gente piense, no lo que Lotty y yo sintamos… –su voz se cargó de amargura–. Pertenecemos a la realeza; debemos hacer lo que se espera de nosotros y no quejarnos por nada.

–¡Pobre Lotty! Es muy injusto que nunca pueda hacer lo que quiera.

–Bastante injusto, sí –afirmó Philippe. Se inclinó hacia delante y giró distraídamente la taza de té sobre la mesita–. Con el nuevo príncipe heredero creyó que tendría una oportunidad de escapar y vivir su propia vida, pero mi padre no tiene esposa, después de haber sido lo bastante idiota para dejar que su mujer se fuera con otro hombre, y Lotty está obligada a ser de nuevo una consorte. Le tengo mucho aprecio a Lotty, pero no quiero casarme con ella ni ella quiere casarse conmigo.

–Pero debe de haber algo que puedas hacer –protestó Caro–. Lotty no puede enfrentarse a su abuela, pero seguro que tú sí puedes negarte.

–Ya lo he hecho –pareció irritarse por los giros de la taza y volvió a recostarse en el sofá–. Pero la Viuda no se rinde tan fácilmente. Siempre está juntándonos a Lotty y a mí y filtrando historias a la prensa.

–La revista Glitz decía que erais inseparables –recordó Caro.

–Todo es obra de la Viuda. Le encanta esa revista porque siempre apoya a la realeza. Y tendrás que admitir que no es mala estrategia. Primero se propaga el rumor, se espera a que todo el mundo se contagie con la fiebre de la boda y finalmente Lotty cede ante la presión popular. La gente de Montluce ama a Lotty y ella no soportaría defraudar las expectativas de su pueblo por anteponer sus deseos personales.

Caro torció el gesto al pensar en ello. Le resulta terriblemente injusto.

–¿Por qué no vuelves a Sudamérica? La Viuda Blanca acabaría renunciando a su plan.

–Ése es el problema, que no puedo marcharme –Philippe se puso en pie y se acercó a la ventana para mirar al exterior, donde aguardaba su limusina–. La noticia todavía no se ha hecho pública, pero mi padre está enfermo de cáncer –dijo de espaldas a Caro.

–Oh, no –Caro recordó su angustia al asistir impotente a la muerte de su padre. Deseó tener el valor de ponerle a Philippe una mano en el hombro, pero su rígida postura la hizo desistir–. Lo siento…

Philippe se giró hacia ella.

–El pronóstico no es muy grave, pero la prensa va a frotarse las manos con la maldición de la Casa de Montvivennes –su rostro era una máscara de hielo–. Montluce no cuenta con las instalaciones adecuadas, así que va a seguir un tratamiento en París y a guardar reposo durante al menos seis meses. Por eso tengo que sustituirlo. Sólo nominalmente y para guardar las apariencias, como se han encargado de dejarme muy claro tanto él como la Viuda. Al principio pensé en negarme. Mi padre y yo no hemos tenido una relación especialmente cercana, y no entiendo por qué necesitan que estreche unas cuantas manos o ponga alguna medalla. Si tuviera algún poder de decisión en el gobierno sería diferente, pero mi padre nunca me ha perdonado por no ser el hijo perfecto como mi hermano mayor. Cuando le sugerí que me concediera alguna autoridad, se puso tan furioso que sufrió un colapso –suspiró–. Podría insistir, pero está enfermo y es mi padre… No quiero que su estado empeore. Al final accedí a hacer lo que me pedían durante seis meses, pero con la condición de que pueda volver a Sudamérica en cuanto él se recupere. No tiene sentido que me quede si sólo sirvo para decepcionarlo al compararme con Etienne.

Así que hasta las familias reales se sustentaban en el chantaje emocional, pensó Caro.

–Y mientras tanto, ¿vas a estar pegado a Lotty en todo momento?

–Exactamente –movió los hombros para aliviar la tensión acumulada–. Pero el otro día, en una de nuestras citas concertadas, se nos ocurrió una idea.

–Ya era hora… –dijo Caro, obligándose a tomar otro sorbo de té. Philippe tenía razón. No había quien bebiera ese brebaje–. ¿En qué consiste esa gran idea de Lotty?

–Es algo muy simple. El problema ha sido que los dos estábamos solteros y sin compromiso. Pero si vuelvo a Montluce con una novia de la que esté claramente enamorado, hasta la Viuda Blanca dejará de presionarnos a Lotty y a mí por una temporada.

Caro ya se imaginaba adónde quería llegar.

–Y entonces Lotty podrá fingir que no soporta verte con otra mujer y le dirá a su abuela que necesita unas vacaciones.

–Exacto.

–Supongo que podría funcionar –dijo Caro mientras le daba vueltas a la idea en su cabeza–. ¿Y dónde entro yo en este plan? ¿Lotty quiere venirse a mi casa?

–No –respondió Philippe–. Quiere que seas mi novia.

A Caro se le detuvo el corazón, pero se le volvió a poner en marcha al darse cuenta de que Philippe estaba bromeando.

–Claro… –dijo, riendo.

Philippe no dijo nada y a Caro se le borró la sonrisa de los labios.

–¿Me estás hablando en serio?

–¿Por qué lo dices?

–Porque… porque seguro que ya tienes una novia.

–Si tuviera una novia de verdad, no me habría metido en este lío. Soy alérgico a las relaciones. Cuando conozco a una mujer se lo dejo claro desde el principio. Nada de sentimientos ni expectativas.

Caro suspiró.

–Tendría que haberlo supuesto… ¿Qué les pasa a los hombres con las relaciones?

–¿Qué les pasa a las mujeres con las relaciones? –replicó Philippe–. ¿Por qué siempre tenéis que complicarlo todo hablando de compromisos y esas cosas? ¿Por qué no podéis pasarlo bien y ya está? –se metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos como si todo fuera culpa suya–. Seis meses es todo lo que puedo quedarme en Montluce. Me agobio en aquel lugar. Es demasiado convencional, demasiado formal, y tan pequeño que no hay posibilidad de escabullirse.

Levantó la mirada hacia Caro. Sus brillantes ojos grises deslumbraban con una intensidad hipnotizadora contra su piel bronceada.

–Me iré en cuanto mi padre se mejore, y no quiero complicar las cosas con una relación que se me vaya de las manos. No puedo arriesgarme a que mi supuesta novia empiece a tomarse las cosas en serio. Por otro lado, si la Viuda Blanca se huele el engaño hará que Lotty regrese en un santiamén. Para mí sería muy engorroso, pero para Lotty sería muchísimo peor. Perdería la única oportunidad que ha tenido en su vida para hacer algo por sí misma. Por eso eres perfecta para el plan –le dijo a Caro–. Eres amiga de Lotty. Podría fingir que estoy enamorado de ti sin preocuparme de que te hagas una idea equivocada, porque sabrías la verdad desde el principio. No voy a enamorarme de ti y tú no vas a querer nada serio conmigo.

–Eso es verdad –dijo Caro, dolida por la despiadada verdad: «No voy a enamorarme de ti».

–Pero podrás fingir que me quieres, ¿no?

–No sé si soy tan buena actriz.

–¿Ni siquiera por Lotty?

Caro se mordió el labio al pensar en su amiga. Lotty era una persona encantadora, dulce y generosa que siempre se esforzaba en complacer a todo el mundo. Desde fuera podía parecer una vida de lujos y privilegios, pero Caro sabía que Lotty estaba desesperada por escapar de su jaula de oro y ser como cualquier persona corriente. Ella no podía ir a comprar leche a una tienda ni podía tomar más vino de la cuenta. Nunca podía tener mala cara, ni actuar por impulso, ni relajarse y divertirse sin el temor de que alguna foto comprometedora pudiera aparecer en la prensa amarilla.

–¡Nadie se creería que estás saliendo con alguien como yo! –declaró.

Philippe la examinó con unos ojos carentes de toda emoción.

–Tal vez, pero con un buen corte de pelo, un poco de maquillaje y ropa decente quizá pudieras dar una imagen más convincente.

Caro ladeó la cabeza.

–Vale, ésa es una respuesta –admitió–. Otra podría ser: «¿Y por qué no iban a creerse que estoy enamorado de ti? No tienes que cambiar nada; eres preciosa tal cual estás ahora» –sonrió dulcemente–. Es sólo una sugerencia, naturalmente.

–¿Lo ves? Eso es lo que te hace perfecta. Contigo puedo ser honesto ya que no eres mi novia.

–¡Déjalo ya! Me estoy mareando.

Philippe sonrió y volvió a sentarse en el sofá.

–Piénsalo por un momento, Caro. No necesitas estar allí los seis meses. Bastará con dos o tres para que Lotty se marche. Ambos conocemos la situación, no habría expectativas de ningún tipo, nadie resultaría herido y al final nos despediríamos sin reproches ni remordimientos. Yo me libraría de mi tía, tú te pasarías dos meses viviendo en un palacio –enfatizó el comentario con una significativa mirada al salón– y Lotty tendría una oportunidad para vivir su vida.

Hizo una pausa antes de continuar:

–Lotty lo necesita, Caro. Ya sabes cómo es. Siempre tan digna y moderada, aunque por dentro se muera de desesperación. Ha sido buena toda su vida, y cuando parecía que una puerta empezaba a abrirse para ella, la Viuda y mi padre intentan cerrársela de golpe.

–Ya lo sé. Es muy injusto, pero…

–Y tú has dicho que querías reinventarte –le recordó Philippe.

Caro puso una mueca y se agarró el pelo, sin importarle lo más mínimo que se soltara de la horquilla. Era cierto que lo había dicho.

–No sé… ¡No puedo pensar con tanta hambre! –estiró las piernas y apoyó los pies en el suelo–. Voy a por una galleta.

–Tengo una idea mejor –dijo Philippe, consultando la hora en su Rolex–. ¿Qué tal si te llevo a cenar? Así podremos hablar de los aspectos prácticos mientras me tomo una bebida de verdad… ¿Cuál es el mejor sitio para comer que haya por aquí?

–El Star and Garter, en Littendon –respondió Caro automáticamente, animada ante la perspectiva de una buena cena. Estaba a dieta, sí, pero no podía tomar una decisión transcendental con sólo una ensalada y tres galletas en el cuerpo. Y además era sábado. O salía a cenar con un príncipe o se quedaba en casa con un té de hierbas y a Mr. Sexy en Internet.

El príncipe en cuestión tal vez no fuera tan encantador como en los cuentos de hadas, pero ella tampoco iba a hacerle ascos.

–Pero es imposible conseguir mesa un sábado –añadió mientras Philippe sacaba un móvil último modelo–. La gente hace sus reservas con meses de adelanto.

Philippe la ignoró y se llevó al móvil a la oreja.

–¿Y si vas cambiándote de ropa? –le sugirió–. No voy a llevarte a ningún lado con esa cosa morada.

Aquella «cosa morada» era una de las prendas favoritas de Caro, quien se marchó enfadada al dormitorio para cambiarse. Ojalá el restaurante le dijera a Su Arrogante Alteza que tenía que esperar tres meses como todo el mundo.

Aunque por otro lado, la comida tenía fama de ser excelente. Los precios eran desorbitados, pero para Philippe no sería más que calderilla. Tal vez no fuera tan horrible que consiguiera mesa.

El problema era qué ponerse. El Star and Garter exigía ir con su mejor vestido. Examinó su colección de ropa de época y eligió un vestido azul de chiffon floqueado. El escote era un poco bajo, pero le encantaba cómo la falda plisada se agitaba alrededor de sus piernas al mover las caderas. Contuvo la respiración para subirse la cremallera lateral y se tiró del escote hacia arriba todo lo que pudo, antes de bajar al salón aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir. Philippe seguía en el sofá, desentonando por completo en aquel salón y totalmente ajeno a la aparición de Caro, quien podría haberse ahorrado el contoneo. Estaba leyendo algo en el portátil que ella había abandonado antes al ir en busca de galletas.

Demasiado tarde se acordó de lo que había estado haciendo cuando la depresión la mandó a la cocina. Cruzó velozmente el salón y cerró el portátil. A punto estuvo de pillarle los dedos a Philippe.

–¿Se puede saber qué haces? –le gritó.

Imperturbable, Philippe se recostó en el sofá y la miró.

–No creo que Mr. Sexy sea el tipo adecuado para ti.

–No puedes mirar un ordenador que no es tuyo –Caro estaba muerta de vergüenza al haber sido descubierto su plan para el sábado noche–. Es de muy mala educación.

–Estaba abierto en la mesa y no he podido evitar echar un vistazo –se defendió Philippe–. Debo decir que ha sido muy revelador… Nunca había visto una página de contactos.

Claro que no, pensó Caro. ¿Qué príncipe joven, guapo y rico tendría que recurrir a las citas por Internet?

–Pero no creo que encuentres al hombre adecuado en esas páginas –añadió él–. No se puede decir que rezumen mucho carisma, ¿verdad?

–No todos pueden ser príncipes –espetó ella–. Y además no es lo que estoy buscando. Sólo quiero tener una vida normal con un tipo normal, algo que tú no puedes entender.

Philippe sacudió la cabeza.

–No has sido del todo sincera en tu perfil –asintió hacia el ordenador–. No has dicho lo susceptible que eres.

–¿Has leído mi perfil? –preguntó Caro, horrorizada.

–Pues claro. Si vamos a pasar un tiempo juntos, necesito saber con quién voy a tratar. Y permíteme que te diga que la foto no te hace justicia –observó el vestido de Caro–. Deberías advertir a tus posibles parejas sobre tu estrafalario gusto en ropa… ¿Se puede saber qué llevas puesto?

–Para que lo sepas, es uno de mis mejores vestidos –estaba demasiado enfadada para preocuparse por lo que pensara de su ropa–. Es un vestido de noche de los años cincuenta. Tuve que ahorrar mucho para comprarlo por Internet.

–¿Quieres decir que pagaste por eso? –Philippe se levantó del sofá–. Increíble.

–Me gusta la ropa de época –se levantó la falda y dio una vuelta sobre sí misma–. Un vestido como éste tiene su historia… ¿Quién lo compró cuando era nuevo? ¿Se lo pondría su propietaria para una ocasión especial? ¿Estaba nerviosa? ¿Conoció a alguien cuando lo llevaba puesto? Me encanta hacerme esas preguntas.

Philippe pestañeó un par de veces al atisbar el magnífico par de piernas que reveló momentáneamente el remolino de chiffon. Aquel vestido era mucho mejor que la camiseta morada, de eso no había duda, pero le habría gustado que se pusiera algo menos… excéntrico. Sólo a Caroline Cartwright se le ocurriría llevar un vestido de sesenta años.

Tal vez favoreciera sus exuberantes curvas, pero a Philippe le seguía pareciendo ridículo. Frunció el ceño al subirse a la limusina con Caro. Había decidido ignorar el estrafalario atuendo, pero le molestó descubrir que seguía llamándole la atención. La culpa la tenía Caro, por tirarse continua y discretamente del escote y por cruzar las piernas de modo que la falda de chiffon se deslizaba sobre sus muslos. Philippe se removió inquieto en el asiento y se ajustó el cinturón de seguridad. Podía oír el susurro de la tela contra la piel desnuda. Caro se había recogido la melena castaña en lo alto de la cabeza y se la había fijado con una horquilla tan descuidadamente que en cualquier momento podía soltarse.

La imagen le resultaba incómodamente atrayente.

Pero Caro no podía ser atrayente. Sólo tenía que ser conveniente. Nada más.

–¡No me puedo creer que hayas conseguido mesa! –exclamó Caro cuando la limusina se detuvo frente a Star and Garter.

–No lo he hecho yo. Ha sido Yan –señaló con la cabeza al gigantón impasible que iba sentado junto al conductor.

–¿Es tu guardaespaldas? –le preguntó ella en voz baja.

–Prefiere que se refieran a él como mi oficial de seguridad personal. Es muy útil tenerlo cerca, sobre todo cuando hay que conseguir mesa en un restaurante.

–Todo el mundo tiene que esperar meses para comer aquí. Supongo que habrá dicho quién eres.

–Por supuesto. ¿Para qué sirve mi título si no? Pero podemos ir a otro sitio, si quieres.

Caro negó enérgicamente con la cabeza, lo que hizo que se le soltaran más mechones.

–Siempre he querido comer aquí –confesó–. Es tremendamente caro y la gente sólo viene en ocasiones muy especiales. Le sugerí a George que viniéramos cuando nos comprometimos, pero a él no le parecía que el gasto mereciera la pena –suspiró y puso una mueca de tristeza–. En vez de eso tomamos unas pizzas.